2. CHERNÓBIL

La Unión Soviética, el sueño comunista volcado en la expansión industrial, en el alarde tecnológico. Obreros especializados trabajando sin descanso con sus herramientas y su maquinaria pesada para que el plan quinquenal se cumpla hasta el último detalle. En esta ocasión el plan quinquenal tiene un nombre y un objetivo: energía atómica. El átomo es la llave de un nuevo horizonte de bienestar y el escudo que, en forma de armamento nuclear, cada vez más poderoso, más numeroso y más sofisticado, mantiene a la Unión Soviética a salvo de las acechanzas de Occidente. Desde la década de 1960, la expansión y generalización de la energía nuclear a lo largo de toda la Unión Soviética había sido una de las prioridades del régimen comunista.

Así se construyó la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Chernóbil, la más potente del planeta, a tan sólo tres kilómetros de la ciudad de Prípiat, entre el brillo cegador de los soldadores y carteles con la efigie del fundador de la Unión Soviética que daba nombre a la instalación. Hombres y mujeres, con mono o con bata, unidos en una obra titánica, orgullosos de lo que estaban construyendo. Eran la flor y nata de la masa productiva soviética y lo sabían. Eso les permitía acceder a ciertos privilegios, pero para ellos no había privilegio mayor que el de formar parte de un futuro que afloraba brillante por el horizonte.

La gigantesca maquinaria iba poco a poco tomando forma. Las colosales estructuras ya asomaban por el horizonte ucraniano, visibles a kilómetros de distancia. Con paciencia y precisión milimétrica se tendían los miles de kilómetros de cables y tuberías que serían el sistema nervioso y circulatorio del gigante nuclear. Cada semana se encontraba más y más cerca el momento en el que el monstruo iba a recibir su corazón de uranio y éste comenzaría a latir, dando luz y calor a millones de personas.

Un buen día, los centenares de indicadores comenzaron a moverse al unísono. Los jóvenes ingenieros sonreían optimistas. Nadie, ni uno solo de ellos, presagió que algún día esos indicadores estarían rotos y polvorientos. Nadie imaginaba siquiera que llegaría un momento en que las salas inmaculadas por las que deambulaban técnicos embutidos en sus trajes protectores, tan blancos e inmaculados como todo en aquel edificio, se encontrarían sumidos en el caos y la suciedad, como el escenario de una macabra pesadilla.

El cuarto reactor comenzó a funcionar a pleno rendimiento en 1983, y ya por aquel entonces, dentro de los límites impuestos por la consabida opacidad informativa que reinaba tras el Telón de Acero, hubo quien señaló que había deficiencias en su diseño y construcción. Se decía que el afán por ahorrar costes había llevado a prescindir de algunas medidas de seguridad. Nikolái Fomin, el ingeniero jefe, tuvo que salir al paso de los rumores para asegurar que la planta era absolutamente segura, y que una fusión del núcleo era improbable aunque la central funcionara durante los próximos 10 000 años.

Finalmente se instaló la rutina. Las brigadas de ingenieros sonrientes fueron sustituidas por técnicos de semblante serio que sólo deseaban llegar al final de su turno sin mayores incidentes. Así hasta llegar a una fecha que marcaría las vidas de millones de personas: sábado, 26 de abril de 1986.

Tan sólo veinticuatro horas antes, en Prípiat la vida transcurría feliz y despreocupada para sus más de 43 000 habitantes. Era un hermoso día de primavera, viernes por añadidura, y la gente se disponía a afrontar los días festivos con la mejor de sus sonrisas. No tenían ni la menor idea de que, precisamente aquel fin de semana, quedaría para siempre grabado en sus memorias.

Prípiat no era la ciudad típica de la antigua Unión Soviética, sino una villa modélica en la que los trabajadores nucleares disfrutaban de toda una serie de privilegios impensables en cualquier otro lugar de la geografía soviética: tiendas bien surtidas, restaurantes, todo tipo de instalaciones de ocio. La pequeña comunidad andaba esos días muy excitada por la inminente apertura de un pequeño parque de atracciones cuya noria ya presidía orgullosa el skyline de la ciudad.

La población era muy joven, no podía ser de otra manera en una ciudad que apenas superaba la década de existencia. Las parejas de enamorados cogidos de la mano, besándose en los parques, y los niños correteando por todos sitios eran parte integrante del decorado. Y aquello sólo era el principio: se preveía que en los años siguientes la ciudad duplicaría o incluso triplicaría su población con la puesta en funcionamiento de los nuevos reactores.

LA NOCHE MÁS LARGA

Lo que sigue a continuación es una recreación de lo que probablemente sucedió en la central de Chernóbil aquella fatídica noche. A día de hoy, veinticinco años después de la catástrofe, conviven ciento veinticinco versiones diferentes de lo que sucedió aquella noche. La que he elaborado para este libro ha sido realizada a partir de los datos que he considerado más fiables, especialmente los testimonios directos de personas que estuvieron en la sala de control. Tras la caída del muro de Berlín y la desmembración de la Unión Soviética, los historiadores se encontraron con la desagradable sorpresa de que miles de páginas relativas a Chernóbil, a las investigaciones, responsabilidades y negligencias de aquellos días habían desaparecido de los archivos oficiales. La verdad, lo que realmente sucedió, es probable que no lo lleguemos a conocer nunca…

A las 0.23, la sala de control del reactor número 4 de Chernóbil sufría una inusual agitación. A medianoche había tenido lugar el cambio de turno, pero había más gente de la que correspondería a un turno normal, alrededor de ciento cincuenta personas, y la tranquila rutina de comprobar los indicadores y hacer algún que otro ajuste puntual parecía haberse roto. Cualquiera que observase la escena se daría cuenta de que algo fuera de lo común estaba sucediendo.

En aquel grupo había tres hombres clave. El más joven de ellos, con tan sólo veintitrés años, Leonid Toptunov, era el responsable de mantener el régimen de funcionamiento del reactor, incluyendo la delicada tarea del manejo de las barras de control. Llevaba trabajando en la central aproximadamente tres meses.

Alexandr Fiódorovich Akímov, treinta y tres años, era el supervisor del turno de noche, la persona al mando. Pero esa noche no daba la sensación de encontrarse al mando de gran cosa. Por la sala deambulaba un hombre canoso de aspecto autoritario que daba órdenes a diestro y siniestro, e incluso se permitía bromas más propias de un sargento del Ejército Rojo que de un técnico nuclear: «¿Qué? ¿Habéis cenado bien? ¿Habéis dormido vuestras horas? Esta noche quiero a todo el mundo atento».

Se trataba de Anatoli Stepánovich Diatlov, cincuenta y cinco años, jefe adjunto de ingeniería de la central nuclear de Chernóbil. Había nacido en el Krai de Krasnoyarsk, en el seno de una familia de pescadores muy pobre, de donde escapó a los catorce años. En 1959 se graduó en el Instituto de Ingeniería Física de Moscú y trabajó en Komsomolsk del Amur instalando reactores nucleares en submarinos.

Ya había experimentado en sus propias carnes la mordedura del átomo. Durante su trabajo en Siberia se produjo un accidente fatal en el que estuvo implicado. La investigación determinó que él mismo había sido parte importante de la cadena de errores que condujeron a ese desastre que se mantuvo en secreto. A pesar de ello, resultó exculpado. Pero había algo más. En el transcurso de aquel incidente había recibido una radiación de 200 rem, el triple de lo que un ser humano recibe en toda su vida.

Tiempo después, su hijo falleció víctima de una leucemia provocada por los altos niveles de radiación a los que estuvo expuesto durante esos años. Los que le conocían se dieron cuenta de que algo en lo más profundo de su ser había cambiado a raíz de aquello. Se refugió en su trabajo, al que se encomendó de manera enfermiza. Su carácter, que nunca había sido precisamente dulce, se agrió y se volvió obstinado y despótico.

Finalmente se mudó a Prípiat en 1973 y trabajó en la central nuclear de Chernóbil, que estaba siendo construida en ese momento, como jefe adjunto del reactor número 4. En la instalación era una verdadera leyenda. Su prestigio era intachable y sus subordinados le temían. Pero él también tenía sus propios miedos. El hombre de hierro que controlaba el poder del átomo temía en secreto la energía que se encerraba bajo la bóveda del reactor. Había visto caer a demasiados camaradas, incluso a su propio hijo, y su relación con la energía atómica estaba lejos de ser todo lo aséptica y profesional que debería esperarse de un hombre en su posición. Estaba cargada de grandes dosis de miedo y emotividad que, aquella noche, se revelarían fatales.

A pesar de todo eso, los tres hombres eran profesionales altamente cualificados para la tarea que tenían entre manos. Como se afirmaba en una película de propaganda soviética: «Uno de nuestros objetivos es que los trabajadores del futuro, que dirigen nuestras centrales, sean los más preparados del mundo».

Fuera de la sala de control, el pequeño ejército de hombres del turno de noche cumplía su tarea con la despreocupación del que conoce su oficio a la perfección. Trabajar el fin de semana era un fastidio, pero lo compensaba de sobra la proximidad de las festividades del Primero de Mayo. Recorriendo los casi mil metros del pasillo de la turbina se encontraba Sasha Yuvchenko, que tenía muchas cosas en las que pensar aparte del trabajo, en el magnífico lugar para pescar que había descubierto en el río Prípiat y en su hijo Kiril, al que le estaban saliendo los dientes y que seguramente a esa misma hora todavía mantenía despierta a su madre, Natasha, apenas a tres kilómetros de donde se encontraba.

Aquella noche, Sasha tenía un extraño presentimiento que no terminaba de definir. Por alguna razón se había vestido con el equipo completo, algo que no tenían por costumbre hacer ni él ni ninguno de los veteranos de la central, y que solía ser la señal clara que indicaba la presencia de un novato.

Lituania

Ignalina-1

Año de Arranque: 1984

Potencia MWe: 1250

Ignalina 2

Año de Arranque: 1987

Potencia MWe: 1250

Rusia

Año de Arranque:

Potencia MWe:

Kursk 1

Año de Arranque: 1977

Potencia MWe: 700

Kursk 2

Año de Arranque: 1979

Potencia MWe: 700

Kursk 3

Año de Arranque: 1984

Potencia MWe: 950

Kursk 4

Año de Arranque: 1986

Potencia MWe: 950

Kursk 5

Año de Arranque: En construcción

Potencia MWe: 950

Leningrado 1

Año de Arranque: 1974

Potencia MWe: 950

Leningrado 2

Año de Arranque: 1976

Potencia MWe: 950

Leningrado 3

Año de Arranque: 1980

Potencia MWe: 950

Leningrado 4

Año de Arranque: 1981

Potencia MWe: 950

Smolensk 1

Año de Arranque: 1983

Potencia MWe: 950

Smolensk 1

Año de Arranque: En construcción

Potencia MWe: 950

Smolensk 1

Año de Arranque: En construcción

Potencia MWe: 950

Ucrania

Chernóbil 1

Año de Arranque: 1978

Potencia MWe: 950

Chernóbil 2

Año de Arranque: 1979

Potencia MWe: 950

Chernóbil 3

Año de Arranque: 1982

Potencia MWe: 950

Chernóbil 4

Año de Arranque: 1984

Potencia MWe: 950

Chernóbil 5

Año de Arranque: En construcción

Potencia MWe: 950

Chernóbil 6

Año de Arranque: En construcción

Potencia MWe: 950

Aunque, si de protagonistas se trataba, el papel estelar aquella noche lo tenía el reactor número 4, la joya de la corona de la industria nuclear soviética. Ni más ni menos que un RBMK-1000. La historia de los reactores del tipo RBMK en la Unión Soviética había sido, hasta el año 1986, un gran éxito. Su núcleo es un cilindro acorazado de catorce metros de diámetro y siete de altura. En su interior alberga múltiples barras de grafito que a su vez contienen el combustible radiactivo, dióxido de uranio. Esa noche había en el interior del reactor más de doscientas toneladas de este material, con un enorme poder energético, sólo comparable con su intensa toxicidad.

El primer RBMK-1000 se puso en servicio en Leningrado en 1974. Leningrado, Kursk y Chernóbil contaban cada uno con cuatro unidades. Dos estaban operando en Smolensk y dos más se estaban construyendo en Chernóbil en aquel momento.

EL PROTOCOLO DE SEGURIDAD

El motivo de tanto ajetreo era una prueba de seguridad del reactor que simulaba un corte del suministro eléctrico. Al principio todo fue según lo esperado, el indicador de potencia marcaba una caída hasta 530 megavatios. El técnico procedió, como estaba previsto, a la desconexión de todos los reguladores automáticos, una práctica que se salía de los protocolos de seguridad, ya que, sobre el papel, no se debería haber caído por debajo de los 700.

Sin embargo, la potencia siguió cayendo. Al llegar a 512 comenzó a surgir una indisimulada inquietud entre los ingenieros. Todos creían que por debajo de 500 la situación podía volverse sumamente volátil. No obstante, Diatlov hizo valer su autoridad y ordenó que se continuase pese a las quejas de sus subordinados. Uno de ellos incluso tuvo el valor de enfrentarse con el temido ingeniero:

—Camarada, el protocolo de seguridad dice…

—Sé muy bien lo que dice el protocolo de seguridad. Aquí mando yo y ustedes harán lo que se les diga.

Los técnicos callaron prudentemente. Parecía como si su jefe estuviera dispuesto a doblegar el poder de la central mediante su simple voluntad. Es posible que la seguridad de Diatlov estuviera justificada por su experiencia y conocimiento de la central. Pero había cosas que ni siquiera él sabía. La principal era un defecto en el diseño del reactor, desconocido por todos, que lo hacía particularmente inestable cuando trabajaba a potencias muy bajas, justo como aquella noche.

A las doce y media el panorama en la sala de control era bastante inquietante: técnicos que paseaban nerviosos de un lado a otro, técnicos que se mordían las uñas de forma compulsiva. Akímov se llevó aparte a su jefe e intentó hacerle entrar en razón. Se encontraban muy por debajo del umbral de seguridad, nadie, ni siquiera él, podía garantizar que la situación fuera reversible si se esperaba aunque sólo fueran unos minutos más. Diatlov perdió los nervios y amenazó veladamente a su subordinado. Finalmente dio por zanjada la discusión con una frase digna del capitán del Titanic: «Los reactores no cometen errores, sólo las personas. Empecemos de una vez».

Oficialmente se trataba de probar un sistema de autoalimentación del reactor cuya misión era ahorrar energía. Pero Diatlov sabía la verdad. La orden de realizar aquella prueba de seguridad procedía directamente de Moscú. Asunto militar. De haberse actuado de forma correcta, aquella prueba se tendría que haber producido mucho antes de la puesta en marcha del reactor, cuando la central aún se encontraba en construcción. Entonces no fue considerado necesario, pero en los últimos tiempos la situación había cambiado radicalmente y la paranoia de la guerra fría aconsejaba otra cosa.

El 7 de junio de 1981, catorce aviones de la fuerza aérea israelí sobrevolaron Jordania y Arabia Saudí para poder llegar a territorio iraquí. Su objetivo era la central nuclear de Osirak, de diseño soviético y muy parecida a la de Chernóbil. Lo que querían saber los militares del alto mando en Moscú eran las consecuencias de que algo semejante sucediera en una central soviética en caso de una hipotética contienda con los estadounidenses y un eventual corte del suministro de energía. El experimento era relativamente simple. Se trataba de medir el tiempo que los generadores de la planta, que entre otras cosas serían los encargados de mantener en funcionamiento el sistema de refrigeración y los elementos necesarios para apagar el reactor, tardaban en ponerse en marcha después de un hipotético corte de energía.

Sin embargo, Diatlov estaba tomándose ciertas libertades que para nada figuraban en el protocolo de la prueba. De hecho, las órdenes que había recibido especificaban claramente que la potencia debería mantenerse entre los 500 y 1000 megavatios, esto es, escrupulosamente dentro de los límites de seguridad que figuraban en las especificaciones técnicas del reactor. Sin embargo, a pesar de ello y de las protestas de sus subordinados, pretendía hacer bajar la potencia a tan sólo 200 megavatios.

Su experiencia como «artesano del átomo» le indicaba que los riesgos eran mínimos. En aquella sala era el monarca absoluto. Nadie entre los presentes se le podía comparar, al menos sobre el papel, en lo tocante a cualificación profesional. Y, desde luego, ninguno de los presentes tenía la personalidad suficiente como para contradecirle. ¿Soberbia? ¿Despotismo? En realidad, no. Diatlov era un hombre del partido que estaba agradecido a un sistema que había encumbrado como ingeniero a un chaval salido de una miserable aldea de pescadores en Siberia. Cumplía su papel milimétrica y despiadadamente, con la misma indiferencia con que los comisarios políticos de Stalin mandaban a sus tropas cargar contra los alemanes sin tener siquiera un fusil en las manos. La Unión Soviética había dominado el átomo para beneficio del pueblo proletario, y la central era más segura que conducir un automóvil.

El objetivo principal era ser los mejores, ganar a los estadounidenses en la batalla del átomo. Demostrar que el sistema comunista era capaz de logros técnicos asombrosos. Eso es lo que le habían enseñado y eso era lo que predicaba. Sabía que aquella noche había muchas miradas pendientes del resultado de la prueba y que buena parte del prestigio tecnológico de la Unión Soviética se encontraba en sus manos. No pensaba defraudar la confianza que habían depositado en él.

Pero no era un soviético iluso e idealista. Si había conseguido medrar en el sistema era porque conocía los interminables laberintos de la burocracia, y se las había ingeniado para sortear los miles de cláusulas sin sentido de los reglamentos formulados por personas que no habían visto un reactor nuclear más que en planos. En la Unión Soviética, la chapuza estaba elevada a la categoría de arte, la improvisación era un elemento de supervivencia y la llave del éxito casi siempre…

Pero, además, existían razones ocultas para el comportamiento de Diatlov que sólo conoce él. La prueba tenía que ser coronada por el éxito porque su carrera estaba en un momento delicado. Sus relaciones con el partido, a pesar de su más que reconocida lealtad, se estaban volviendo cada vez más tensas a causa del trato despótico que dispensaba a los trabajadores de la planta atómica. Su jefe, Fomin, estaba a punto de ascender y Diatlov quería su puesto en la central y en el sindicato de ingenieros. A pesar de que esa idea no hacía feliz a todo el mundo, sus méritos eran incontestables. Sus enemigos necesitarían un fracaso, algo que pudiera ser presentado como una muestra de incompetencia para terminar con sus esperanzas y su candidatura.

EL REACTOR SE DETIENE

Durante unos interminables minutos, Diatlov parecía ser el único en la sala que no estaba nervioso ante el descenso de las cifras del indicador de potencia. Sin embargo, cuando llegó por debajo de los 250, torció el gesto y se dirigió a la consola. No fue por la insistente alarma que llevaba unos minutos sonando reclamando la atención de alguien. Fueron las cifras. En contra de lo que tenía previsto, el descenso no se estabilizó sino que siguió bajando, parsimoniosamente, al mismo ritmo que lo había hecho hasta ese momento.

Leonid Toptunov se convirtió en el blanco de las iras de su jefe, quien le tachó de inepto al dejar que descendiera demasiado la potencia del reactor. Todavía no sucedía nada grave ni irreversible, simplemente era una situación de riesgo que se alejaba de las especificaciones del reactor. En ese momento de la noche, en la sala de control se temía más al ingeniero jefe que a la energía contenida en las entrañas del número 4.

A las 00.36 se sumó un nuevo problema a los que ya habían surgido aquella caótica noche y una nueva alarma comenzó a sonar en la sala de control. El ingeniero Borís Stoliarchuk informó a Toptunov de que el nivel de agua de los tambores del separador estaba alarmantemente bajo y que iba a intentar ponerle solución. No era ni mucho menos la primera vez que sonaba una alarma de ese tipo; según el propio Stoliarchuk: «El flujo de agua de los tambores del separador siempre era difícil de controlar a baja potencia. Todos los operadores lo sabíamos, por eso no me preocupé. Este tipo de cosas pasaban constantemente y se podían considerar como normales».

Apenas dos minutos después, a las 00.38, el reactor se detuvo por completo. Diatlov estaba fuera de sí, el experimento estaba a punto de irse al garete por la incompetencia de sus subordinados, o al menos él lo veía así. Ordenó que el reactor fuera puesto en marcha de nuevo de forma inmediata. Su orden era clara y fatídica: levantar por completo todas las barras de control del reactor para aumentar la potencia. A partir de ese instante, el número cuatro se había convertido en un arma amartillada a la espera de que alguien apretase el gatillo.

Las barras de control son el freno y el acelerador de un reactor nuclear. En la cubierta del de Chernóbil, un área circular de quince metros de diámetro, se encontraban 1661 barras de uranio que descendían hacia el núcleo del reactor. La división de los átomos de uranio produce un enorme calor que sube a través de las barras de combustible, lo que convierte en vapor el agua que hay en el fondo del reactor. El vapor a presión movía la gigantesca turbina que había en la parte superior del complejo. Para controlar la reacción, en el núcleo del reactor había repartidas 211 barras de boro. Las barras actúan como neutralizante. Si se elevan, aumenta la temperatura; si descienden, mitigan la fuerza de la reacción y la temperatura disminuye. Si se retiran por completo, los técnicos pierden toda capacidad de controlar la reacción y el núcleo se convierte en un caballo desbocado. Y eso era exactamente lo que Diatlov les estaban ordenando a gritos a sus hombres, que vacilaban conscientes del peligro.

—Con el debido respeto… Llegados a esta situación, según los manuales y las simulaciones, no queda sino apagar el reactor. Si retiramos las barras, no tendremos el menor control y el reactor está ya bastante inestable.

—¡No quiero más excusas! La prueba tendrá lugar exactamente como estaba previsto. ¡Toptunov! Quedas relevado del control de las barras y mañana hablaremos de tu futuro en esta central…

CONTINÚA LA PRUEBA

La pequeña rebelión había quedado en nada. Akímov procedió a cumplir las órdenes de Diatlov e inició el proceso de retirada de las barras del reactor. Eran las 00.42. Lentamente, el indicador de potencia volvió a incrementar sus cifras hasta alcanzar, en tan sólo cinco minutos, la cifra deseada por Diatlov. Cuando la cifra alcanzó los 160 megavatios, el humor del irritable ingeniero mejoró visiblemente, tanto que pareció perdonar al atribulado Toptunov y le devolvió a su puesto con cierta indulgencia. El joven ingeniero parecía aliviado. Aquella noche se había visto a tan sólo un paso de perder todos los privilegios que en la Unión Soviética tenía el puesto de ingeniero en una central nuclear. La vida en Prípiat era cómoda, casi occidental. Los niños tenían un colegio magnífico, parque para jugar, instalaciones deportivas…

Ser despedido de la central significaba el pasaporte seguro para cualquier destino horrible en Siberia, donde las condiciones de vida eran tan terroríficas que la gente seguía perdiendo los dientes a causa del escorbuto. Nadie quería algo así, y Diatlov tenía en sus manos la llave a la deportación. Así que, a pesar de que el técnico tenía fundadas reservas sobre lo que estaba llevando a cabo su jefe, prefirió callar.

A las 00.52 volvió a sonar la alarma que avisaba de la escasez de agua en los tambores del separador. Durante los siguientes quince minutos, la misma alarma se dispararía varias veces, avisando de la inminencia de un desastre que nadie alcanzaba a ver todavía. De hecho, Diatlov se mostraba confiado:

—A doscientos megavatios tampoco hace falta demasiada agua, incluso podríamos repetir el test si fuera necesario.

—Pero nunca se ha llevado a cabo una prueba de esta forma…

—Bueno, lo estamos haciendo nosotros, ¿no?

El resto de los empleados de la central continuaban con sus quehaceres, completamente ajenos al drama que estaba teniendo lugar en la sala de control. Era un turno tranquilo. Sólo vigilancia y supervisión. De hecho, muchos creían que el reactor estaba apagado y que la prueba anunciada había tenido lugar en el turno anterior. En la sala de bombas, cerca del reactor, la relajación era absoluta y la tarea más urgente de la noche era repasar con pintura verde el acabado de las tuberías.

A la 1.00 Toptunov se las había arreglado para mantener el reactor estable a 200 megavatios, la potencia ordenada por Diatlov. Los preparativos para la prueba podían finalmente comenzar. Akímov hizo un último intento por hacer entrar en razón a su jefe. Le pidió que si realmente era su decisión que el test se produjera a 200 megavatios en lugar de los 700 estipulados, hiciera constar por escrito su orden en el registro de turno. A pesar de que lo consideró la enésima afrenta de la noche a su autoridad, la petición era perfectamente correcta y ajustada al reglamento, por lo que, ejerciendo su potestad de modificar a discreción los parámetros del test, Diatlov anotó en la bitácora que él había ordenado que el experimento se llevara a cabo a 200 megavatios.

El mundo no sospechaba que se encontraba a las puertas de lo que sería el peor accidente nuclear de la historia. Un temblor, como un terremoto, sacudió las instalaciones de la central nuclear. La confusión era total.

FALLOS DE DISEÑO

A aquellas horas Prípiat era una ciudad dormida en la que apenas se distinguía el brillo de algunas farolas y las guirnaldas de bombillas que adornaban la noria. En el río Prípiat había un par de pescadores que pasaban la velada echando la caña para pescar los grandes peces que acudían a las aguas cálidas del circuito de refrigeración del reactor. Uno de ellos era técnico de mantenimiento de la central y sabía que no existía el menor peligro y que aquellas aguas eran tan limpias como las de un arroyo de montaña. Más si cabe, porque las altas temperaturas del circuito habían eliminado cualquier rastro de microorganismos en ellas.

Entre los que dormían profundamente se encontraba Nikolái Fomin, el ingeniero jefe de Chernóbil, superior de Diatlov y el hombre que había dado la orden de que se llevara a cabo la prueba de seguridad. Fomin había hecho un curso por correspondencia de ingeniería nuclear, pero no era ni mucho menos un experto en la materia. Sus propios subordinados eran perfectamente conscientes de ese hecho y el respeto profesional que sentían hacia su jefe era, cuando menos, escaso. En lo que sí era experto, y mucho, era en el manejo de sus contactos en el partido. Su capacidad política le había llevado a ser el director de Chernóbil, pero para las decisiones técnicas delegaba en Diatlov, el virtual monarca absoluto de la planta.

A diferencia de Diatlov, que tenía un conocimiento exhaustivo del reactor, lo que le hacía ser extremadamente confiado a Fomin era el desconocimiento. Se creía a «pies juntillas» todo lo que había leído en los manuales, lo que le llevó a afirmar que las posibilidades de que ocurriera algo con el reactor eran tan remotas como las de que un meteorito lo alcanzase.

Incluso entre los que se mostraron disconformes aquella noche, nadie pensó en un accidente de grandes dimensiones, sino más bien en una avería seria que dejase el reactor no operativo durante unos días y provocase que Moscú hiciera preguntas incómodas y buscase responsabilidades. Según los cálculos de Akímov, las posibilidades de que se produjera un incidente grave en Chernóbil eran de una entre diez millones al año.

Pero ni Fomin, ni Akímov, ni siquiera Diatlov, que presumía de que el reactor era una extensión de su propio cuerpo, lo conocían tan bien como ellos creían. Desconocían hechos fundamentales que habían sido encubiertos durante años y que son fruto de las corruptelas y la negligencia. El poder de la industria nuclear soviética dentro del régimen era tal que ni siquiera el KGB, cuya sola mención hacía temblar a cualquiera desde la frontera de Polonia al mar de Bering, pudo inmiscuirse en sus decisiones. Documentos desclasificados del espionaje soviético muestran que el KGB había advertido en repetidas ocasiones a las autoridades de los graves fallos de diseño de la central de Chernóbil. Nadie hizo caso. La construcción del reactor número 4 había sido acelerada y chapucera para ponerlo en funcionamiento cuanto antes y que la camarilla del partido que dirigía la instalación pudiera colgarse una medalla. La meticulosidad de los procesos de construcción, mucho mayor que la de, por ejemplo, un avión de pasajeros, destinada a tener la absoluta certeza de que la central sería segura bajo cualquier circunstancia imaginable, fue alterada y colocada en un segundo plano en beneficio de la prioridad de cumplir con los plazos prometidos. Sin ir más lejos, la cubierta del reactor tendría que haber sido construida con materiales ignífugos. El problema era que esos materiales no estaban disponibles y esperar hubiera supuesto un retraso de meses, por lo que se decidió seguir adelante con los materiales que tenían.

Los accidentes durante la construcción del complejo y tras su puesta en funcionamiento fueron constantes y silenciados. La improvisación se había convertido en parte del quehacer diario del equipo de Chernóbil y la distancia entre lo predicado en los manuales y reglamentos oficiales y lo que realmente sucedía en la planta era cada vez mayor. Sin ir más lejos, lo que estaba ocurriendo aquella noche, la prueba de apagado, se tendría que haber realizado antes de tener el reactor operativo.

Entre los muchos fallos de diseño de la central se encontraba el sistema de sensores. Lo que tendrían que ser los ojos y los oídos de las personas que se encontraban en la sala de control estaban ciegos y sordos a buena parte de lo que sucedía en el interior del núcleo. Para mantener el régimen de funcionamiento que había ordenado Diatlov, las barras de boro estaban insertadas solamente en parte, actuando sólo sobre la zona superior del núcleo. Pero en las profundidades de éste, sin que nadie lo detectase, se estaban acumulando ingentes cantidades de energía que pasaban completamente desapercibidas para los sensores y de las que, por tanto, no había noticia alguna en la sala de control. El reactor se estaba convirtiendo en una verdadera bomba sin que nadie lo supiese.

Pero esto no era lo único que desconocían. Los reactores nucleares produjeron un isótopo de yodo, el yodo 135, que decayó hasta convertirse en xenón 135. En un reactor que funciona correctamente, la presencia de ambos isótopos está equilibrada. En el reactor número 4 de Chernóbil, el nivel de xenón se comenzó a incrementar porque el yodo estaba «cerca de la concentración de equilibrio completa para producirlo, y el flujo de neutrones necesario para “quemarlo” no estaba presente». El núcleo estaba en esos momentos sufriendo el llamado «envenenamiento por xenón». El xenón absorbe neutrones e impide que la reacción en cadena se produzca normalmente, lo que hace decaer la tasa de producción térmica.

Al mismo tiempo, la central llevaba nueve horas funcionando con sólo la mitad de la refrigeración activa y el sistema de emergencia estaba desconectado. La carencia de refrigeración produjo grandes burbujas en el agua e incrementó la actividad del combustible. Es decir, aunque quedaba flujo de refrigerante, había elementos combustibles enteros que no estaban siendo refrigerados. Por un lado, se estaba produciendo mucha energía dentro de los elementos combustibles por falta de refrigeración suficiente, pero el envenenamiento por xenón y la presencia de grandes burbujas en el circuito impedía la transferencia de esa energía al agua del circuito primario. En consecuencia, los operadores y directivos de la sala de control veían que la potencia térmica y eléctrica generada no subía como se esperaba y no eran conscientes de que buena parte de toda esa energía se estaba acumulando en los elementos combustibles.

LA BOMBA

Sin saberlo, Diatlov estaba a punto de detonar una verdadera bomba. La prueba iba a comenzar. Todos los preliminares habían finalizado. Las bombas auxiliares estaban conectadas. Durante la prueba, se cortó el flujo de energía que llegaba hasta la gigantesca turbina, pero ésta continuaba en movimiento por inercia. Los reactores diésel de emergencia tardaron algo más de cuarenta segundos en activarse. Lo que se trataba de averiguar con la prueba era si la energía residual que hacía mover la turbina era suficiente para mantener el flujo de agua en el reactor que, de cortarse, comenzaría a hervir como una descomunal olla a presión. Para el equipo de la central, que no sabía nada del aumento de temperatura en el núcleo, era un riesgo calculado y perfectamente asumible, ya que siempre quedaría margen de maniobra en caso de que la temperatura se elevara demasiado.

Poco a poco, el vertiginoso movimiento de la turbina fue ralentizándose, y con él, el flujo de agua que llegaba hasta el reactor. La temperatura comenzó a elevarse y a generar vapor, que a su vez fue reduciendo aún más la cantidad de agua en el núcleo. Lo peor es que todo eso, más el consiguiente aumento de la presión, estaba sucediendo en buena parte en el punto ciego del núcleo, completamente a espaldas de los operarios de la sala de control. La presión, por ley natural, fue buscando lugares por donde escapar, y así fue atravesando los conductos hasta hacerse especialmente notable en la sala de bombas.

Fue en ese momento cuando uno de los operarios, de camino a la sala de control, entró en la gigantesca sala del reactor y desde una pasarela sobre la cubierta no dio crédito a lo que vio. Las cubiertas del reactor, las cuadrículas perforadas en las que se insertan las barras de combustible y cada una de las cuales pesa alrededor de quinientos kilos, estaban levantándose a causa de la presión, bailando enloquecidas como si fueran las casillas de un tablero de ajedrez embrujado. El operario intentó alertar a sus compañeros gesticulando frente a las cámaras de seguridad. Sus compañeros no le vieron porque su atención estaba fija en la consola del reactor, que mostraba una inesperada subida de potencia que, ahora sí, comenzó a alarmar seriamente a todos los presentes.

Se dio la orden de pulsar AZ-5, el botón de parada de emergencia, para reducir la potencia. Rápidamente, Toptunov retiró la tapa protectora del mando y giró la llave rotulada en cirílico como AZ-5 (siglas que corresponderían en ruso a «Emergencia Rápida 5»), lo que accionó un sistema automático que insertó de lleno en el reactor todas las barras de boro disponibles, tanto las que se habían retirado antes como otras adicionales. El problema fue que esas barras de boro tenían una cubierta de grafito que provocó una reacción inesperada, ya que, al entrar en el núcleo, el grafito hizo que la potencia se incrementara en lugar de reducirse. De hecho, en apenas unos segundos la potencia del reactor se incrementó cientos de veces. Los técnicos estaban intentando averiguar qué sucedía cuando se abrió de golpe la puerta de la sala y alguien entró gritando algo que les heló la sangre a todos los presentes: «¡Las cubiertas del reactor se están levantando! ¡Hay que salir de aquí, hay que evacuar la central!».

Era un buen consejo. La presión dentro de la cavidad del reactor era tan intensa que ya no se podía hacer nada para controlarla. Las inmensas fuerzas que se desarrollaban en el interior estaban rompiendo en pedazos las barras de control y de combustible. El reactor estaba prácticamente fuera de control.

Se pudieron escuchar varias detonaciones sordas que levantaron a más de uno de la cama. Otros pensaron que se trataba tan sólo de una tormenta. Entonces tuvo lugar la gran explosión. El horizonte de Prípiat quedó iluminado por un resplandor cegador. El suelo tembló como si se hubiera producido un terremoto. La tapa del reactor, con sus 1200 toneladas de peso, salió proyectada hacia el cielo rota en mil pedazos. Una oleada de radiación, millones de veces superior a la que puede soportar cualquier organismo vivo, se extendió por la zona, libre de la prisión que la mantenía encerrada.

OSCURIDAD

En la sala de control se hizo la oscuridad y el silencio. Las luces de los paneles se apagaron, las alarmas dejaron de escucharse, incluso el frenético brazo del sismógrafo, que hasta ese momento vibraba enloquecido, se detuvo de repente. Los hombres en su interior pulsaban botones que ya no respondían. Todavía no sabían que la explosión que habían sentido era la del reactor, sino que creían que era una explosión hidráulica en los desaireadores. Entonces llegó la segunda explosión, cuya onda expansiva arrancó de cuajo la mayor parte de las puertas de la central y arrojó al suelo a todo el mundo, dejando claro que aquello no había sido una tubería.

En las entrañas de la central, corredores y pasillos se encontraban igualmente sumidos en la oscuridad. Los operarios, sorprendidos cada uno en su puesto por la explosión, intentaron como pudieron salir de aquel laberinto mortal. A veces se encontraban con sustancias viscosas que habían escapado de los contenedores en que estaban encerradas o con vapores asfixiantes que les hacían retroceder e intentar la huida por un nuevo camino. Otros habían sido menos afortunados y habían perecido a consecuencia de la explosión, sepultados entre toneladas de sustancias radiactivas. Sus cuerpos jamás podrán ser rescatados. Su tumba será para siempre el destrozado reactor. Sus cuerpos incorruptos, en un ambiente tan hostil a la vida que ni siquiera permite la existencia de los microorganismos que propician la descomposición, todavía siguen allí, y lo estarán durante miles de años.

Una poderosa corriente de vapor radiactivo comenzó a expeler 50 toneladas de uranio y 700 toneladas de grafito radiactivo a cientos de metros de la planta. Del cráter que ocupaba el lugar en el que hasta hacía tan sólo unos minutos se erigía la cúpula del reactor salía un enorme y brillante resplandor que disparaba partículas radiactivas hacia el cielo. Los que lo vieron afirman que era lo más parecido que ha habido nunca a las columnas de fuego de las que se habla en el Antiguo Testamento, un enorme cilindro incandescente, con brillos multicolores, tan denso que parecía más un objeto sólido que una llamarada.

Yuri, un antiguo habitante de Prípiat, comentaba: «Aquello no era algo natural… Era fuego, sí, pero en su interior podían verse todos los colores del arco iris. El espectáculo tenía cierta belleza. Pero todas aquellas luces estaban presididas por un resplandor rojo sangre que no presagiaba nada bueno».

En la sala de control todos comenzaron a percibir un olor extraño, desconocido, como de ozono pero mucho más intenso, y un penetrante sabor metálico en la boca. No lo sabían aún, pero era el olor y sabor de la muerte, que imperceptiblemente se iba adueñando de sus cuerpos.

Los supervivientes fueron saliendo poco a poco de las instalaciones. Se sentían mareados. La mayoría vomitaban nada más recibir la primera bocanada de aire fresco. Su piel estaba ennegrecida. Serían llevados al hospital de Prípiat, pero poco se podía hacer ya por ellos. Su agonía fue rápida y extraordinariamente dolorosa. La radiación se había instalado en sus organismos, destrozándolos, disolviendo sus vísceras lenta pero inexorablemente.

De la boca del cráter comenzaron a salir los venenos más tóxicos que imaginarse pueda:

Yodo 131. Con sus sólo ocho días de vida activa no deja de ser peligroso. Se instala en la glándula tiroides, una glándula que se alimenta y cumple su función gracias al yodo y, desde allí, bombardea el organismo humano desde su interior.

Cesio 137. Soluble en agua y sumamente tóxico aun en cantidades ínfimas. Una vez liberado, se deposita en la tierra donde sigue estando presente durante muchos años. Puede causar cáncer 10, 20 o 30 años a partir del momento de la ingestión, inhalación o absorción, cuando la suficiente cantidad penetra en el organismo. Después se distribuye uniformemente por todo el cuerpo, con mayor concentración en el tejido muscular y menor en los huesos. La vida biológica media del cesio es corta, aproximadamente de cincuenta días.

Estroncio 90. Su período de semidesintegración oscila entre 28 y 78 años. Representa un importante riesgo para la salud, ya que sustituye con facilidad al calcio en los huesos por ser indistinguibles químicamente y el organismo lo asimila de la misma forma, dificultando su eliminación. Una vez fijado en el hueso, sigue emitiendo radiación durante años, hasta finalmente provocar un daño canceroso.

Xenón 133. Gas que se inhala cuya vida radiactiva es de varios siglos.

Plutonio 239. La sustancia más tóxica conocida por los humanos. La radiación alfa que emite no penetra la piel, pero puede irradiar órganos internos cuando el plutonio es inhalado o ingerido. Partículas de plutonio extremadamente pequeñas del orden de microgramos pueden causar cáncer de pulmón si son inhaladas. Cantidades considerablemente mayores pueden causar envenenamiento agudo por radiación y muerte si son ingeridas o inhaladas.

Cada una de estas sustancias se convierte en una metralla mortal de proyectiles microscópicos que va destruyendo cuanto pilla a su paso, desbaratando la cohesión de las células, mutándolas.

UN ESPECTÁCULO MORTAL

Muchos salieron a los balcones a ver qué estaba sucediendo y contemplaron fascinados el espectáculo. Pronto comenzaron a notar cómo la lluvia comenzaba a caer sobre su rostro, se llevaron la mano a la frente y descubrieron con sorpresa que ésta estaba seca. No era lluvia. De hecho, comenzaba a hacer un calor completamente inusual en aquella época del año. Entonces, ¿qué eran esas gotas invisibles que les golpeaban? Algunos comenzaron a sospecharlo con horror. Aquellos diminutos impactos no eran sino el paso de las partículas subatómicas que a la velocidad de la luz traspasaban sus cuerpos de parte a parte.

Como si el asfixiante calor de la explosión se hubiera tragado toda la humedad ambiente, los testigos recuerdan la tremenda sequedad del aire aquella noche. Cómo los ojos comenzaban a lagrimear, incluso los de aquellos que no miraban de frente a la columna de fuego. Las gargantas estaban secas y costaba tragar. Resultaba difícil saber si era por los efectos de la explosión o por el miedo que empezaba a apoderarse de los corazones. Algunos, al comprender que algo terrible había ocurrido en la central, se encerraron en sus casas, cerrando a cal y canto puertas, ventanas y persianas, como si aquello pudiera bastar para mantener fuera al enemigo que los amenazaba. Hubo quien se encerró en el cuarto de baño, o se metió debajo de la cama, y pasó allí toda la noche sin saber muy bien qué hacer.

Muchos de los que contemplaron aquel apocalíptico espectáculo de fuegos artificiales ya llevaban la muerte en su interior sin que tuvieran aún manera de ser conscientes de ello. La radiación ionizante les había alcanzado de lleno en magnitudes cientos de veces superiores a las recomendadas. Más pronto o más tarde, el daño a nivel celular saldría a la luz.

Más lejos, en las aldeas de la zona, lugares que aún hoy parecen anclados en otra época y donde la religión aún se erige como el pilar central de la vida de aquellas comunidades, también se escuchó la explosión y también se vio el resplandor en el cielo, pero la reacción de los aldeanos fue muy diferente de la de los habitantes de la ciudad. Allí se hincaron de rodillas y comenzaron a rezar frente a los iconos que habían heredado de sus antepasados y custodiaban como la más preciada posesión familiar. Creían saber lo que estaba pasando, lo habían escuchado muchas veces en los sermones de los sacerdotes, en las misas semiclandestinas que las autoridades comunistas toleraban a desgana. Aquello era el fin del mundo, el Apocalipsis anunciado. Y, en cierto sentido, su mundo, y el mundo de muchas otras personas, ya no volvería a ser el mismo nunca más.

Pero la naturaleza del ser humano es compleja y variada, y mientras unos se escondían y otros rezaban hubo algunos valientes que, movidos por la curiosidad o el civismo, queriendo averiguar lo que sucedía o echar una mano, cogieron sus bicicletas en plena noche y pedalearon los escasos kilómetros que les separaban de la instalación nuclear.

Desde una posición más cercana, pudieron contemplar un espectáculo que les heló la sangre. Parecía como si se estuvieran asomando a la mismísima boca del infierno. Una luz cegadora emanaba de lo que había sido el edificio del reactor. Los que habían acudido con la intención de ayudar desistieron de inmediato. Por nada del mundo se iban a acercar a aquel lugar donde, por fuerza, no debía quedar el menor rastro de vida. No obstante, costaba sustraerse de aquel espectáculo. Finalmente se dieron la vuelta con sus bicicletas y regresaron a sus casas, a la espera de que las autoridades hicieran algo. Unos minutos después, ya en sus domicilios, al mirarse en el espejo del cuarto de baño o del dormitorio, descubrieron algo que les llenó de asombro. Su piel se había oscurecido, incluso debajo de la ropa. Hubo quien se tomó una ducha pensando que se trataba de algún tipo de tizne. Pero no, era su piel, que había adquirido el «bronceado nuclear», síntoma de haber recibido una dosis masiva de radiación.

La sala de control se encontraba muy lejos del reactor, por lo que sus ocupantes sobrevivieron a la tremenda explosión, aunque alguno preferiría haber muerto.