2. CICATRICES

La mañana siguiente nos levantamos temprano, había trabajo que hacer, y no teníamos muchos días… Lo primero que hice fue ponerme en contacto con nuestros embajadores en Ucrania para ver cómo iba el delicado asunto de nuestra visita a la zona. «Todo marcha… Tranquilos, estaréis allí muy pronto… El asunto está en buenas manos… No te puedo contar más». Eran buenas noticias, pero eso nos dejaba con la papeleta de tener que decidir qué hacer hasta que se hubiera resuelto el asunto. A fin de cuentas, no estábamos allí para hacer turismo, sino para realizar un reportaje. Durante el desayuno decidí que lo mejor sería dedicar el día a grabar recursos de Kíev. Conocer la ciudad, sus gentes, y entender mejor el país.

Tras un breve desayuno en el desierto buffet del hotel (eran las siete de la mañana y acababa de abrir), salimos al exterior para encontrarnos con una agradable mañana kievita. Tras el hotel, para evitar conflictos con el al parecer muy susceptible gremio de taxistas de Kíev, nos esperaban ya Zenaida y Sasha, con una pequeña —bueno no tan pequeña— sorpresa. El coche coreano se había quedado en el garaje y Sasha nos había otorgado el privilegio de traernos su orgullo, su posesión más preciada, un flamante y enorme Volga, el coche soviético por excelencia. Sasha debía de haber tenido un buen puesto durante la era soviética para haber tenido acceso a semejante automóvil. El normalmente reservado Sasha echó mano de su más que limitado español para glosar las bondades del coche, que, a juzgar por lo que contaba, era la prueba palpable de que la industria automovilística soviética se tomaba las cosas muy en serio. El coche ya tenía veintiséis años, había recorrido más de un millón de kilómetros y no había sufrido una sola avería. La pintura, impecable, sin una muesca de óxido, aunque el blanco primitivo ya tenía un marcado tono marfileño, era la original de fábrica. En definitiva, un coche hecho para durar y que explica el porqué de su decepción con su flamante y nuevo automóvil asiático.

Sasha nos reservaba una sorpresa adicional. Abrió el enorme maletero del Volga y sacó un termo. «¿Queréis café? Marcilla, español, bueno…». Y allí estábamos, tomando café caliente, dulce, en unas estupendas tazas de porcelana que había traído primorosamente envueltas para evitar cualquier daño, en mitad de un Kíev que despertaba, y sentí de nuevo lo maravilloso que es viajar. No hacer turismo, sino viajar, meterte de lleno en un país, convivir con sus gentes, empaparte de su esencia… Ucrania se empezaba a meter bajo mi piel encarnada en aquella adorable pareja.

Tras nuestro inesperado café, Zenaida me preguntó qué queríamos hacer ese día. Yo tenía muy claro qué dos sitios eran los primeros que quería visitar. Chernóbil era una profunda y reciente cicatriz en el alma de Ucrania, pero había otras que quería rozar con mis dedos. «Vamos a la Estatua de la Madre Patria», le dije sin dudar.

Subimos al coche y nos pusimos en marcha atravesando la ciudad. Decenas de tiendas de lujo pasaron ante nuestros ojos. Chanel, Lagerfeld, Versace, Ferrari… Esos establecimientos no sobreviven solamente gracias a los turistas. La desigualdad social en Ucrania es obscenamente visible. Con salarios de unos 300 euros mensuales, los ucranianos tienen la fortuna de que la comida, el transporte y otros bienes y servicios de primera necesidad mantienen precios que les pueden resultar asumibles. Pero cuando hablamos de bienes importados, la cosa cambia… Un electrodoméstico, un teléfono móvil, o pequeños lujos como una videoconsola, tienen exactamente el mismo precio que en España o en cualquier otro sitio, de manera que afrontar la compra de un televisor o un ordenador personal supone embarcarse en una inversión que significa meses íntegros de sueldo. Entonces, ¿qué hacen allí esas firmas de lujo?

Que Ucrania sea un país pobre no quiere decir que no haya muchos ricos. Con la caída del comunismo, los más emprendedores, los menos escrupulosos y los que partían de una posición ventajosa —jerarcas del partido y el KGB principalmente— consiguieron amasar grandes fortunas en poco tiempo. Ellos, y no los extranjeros, son los mejores clientes de la milla de oro kievita, en la que no hace tanto tiempo la gente trapicheaba en el mercado negro con unos zapatos o un abrigo, o se dedicaba al trueque de los más variados enseres.

LA MADRE PATRIA

En el horizonte comenzaba a dibujarse nuestro destino. La Estatua de la Madre Patria se levanta sobre el museo que conmemora la Gran Guerra Patria. En Ucrania no existe la Segunda Guerra Mundial: la denominación soviética de Gran Guerra Patria sigue completamente vigente y es la que se utiliza. La monumental escultura fue construida por Evgueni Vuchétich, mide 102 metros (el doble que la Estatua de la Libertad) y pesa 530 toneladas. La espada en la mano derecha de la estatua tiene 16 metros de longitud y pesa unas 9 toneladas, mientras que la mano izquierda levanta un escudo de 13 por 8 metros con el escudo de armas de la Unión Soviética, presidido por la hoz y el martillo de rigor. Babushka significa abuela en ucraniano. Así que los kievitas la llaman «baba», un diminutivo cariñoso.

Por Kíev corre la historia de que las planchas de metal brillante que recubren la estatua son de la misma aleación de acero y titanio, resistente e inoxidable, con la que se recubría el casco de los submarinos nucleares soviéticos. Es posible. Lo cierto es que, a pesar de los años, de la intemperie, de la lluvia y de la nieve, no ha perdido ni un ápice de su imponente brillo original.

En la base de la estructura del museo hay placas de mármol con los nombres grabados de más de 11 600 soldados y más de 200 trabajadores del frente soviético ucraniano, honrados durante la guerra con el título de Héroe de la Unión Soviética y Héroe del Trabajo Socialista.

Aparcamos en las proximidades y nos aventuramos en una explanada salpicada de tanques y aviones que cubrían todo el espectro del material bélico utilizado durante la existencia de la Unión Soviética. Zenaida nos dejó durante un rato para conseguirnos un permiso de rodaje tanto en el exterior como en el interior del museo. No era un requisito imprescindible, pero nos evitaría tener que embarcarnos en transacciones extrañas con cuanto vigilante, portero o funcionario nos encontráramos a nuestro paso.

El gigantesco memorial abrió sus puertas a los visitantes el 9 de mayo de 1981, Día de la Victoria, a manos del líder soviético Leonid Brézhnev. El 21 de junio de 1996, el museo obtuvo su estatus actual de Museo Nacional por un decreto especial firmado por Leonid Kuchma, presidente de Ucrania.

CIUDADES HEROICAS

Nada más entrar en la enorme explanada, nos sorprendió que la megafonía emitiera sin parar una música recia y melancólica, las canciones que cantaban las tropas soviéticas durante la guerra. Con ese sobrecogedor fondo musical, que nos transportaba a otra época, nos fuimos adentrando en los jardines, flanqueados de piezas de artillería con las bocas de sus cañones apuntando al cielo, y acompañados de muy escasos visitantes a aquella temprana hora de la mañana, hasta llegar a una gran mole de hormigón: «El callejón de las Ciudades Heroicas». Se trata de un semitúnel de hormigón en el que se encuentran varios impresionantes grupos escultóricos que representan la valiente defensa de la frontera soviética de la invasión alemana de 1941, los horrores de la ocupación nazi (fusilamientos, hambre, deportaciones), la lucha de los partisanos y la batalla de 1943 en el Dniéper. Decenas de figuras de rostro dramático y demacrado parecen seguir luchando contra la invasión nazi. Están representadas gentes de todas las edades y condiciones. Una babushka porta un lanzacohetes y otra un fusil. Frente a ellas un grupo de estudiantes son fusilados mientras levantan los brazos al cielo.

Al salir del complejo de esculturas a nuestra izquierda, vimos cómo se levantaba el gigantesco pebetero, digno de unos juegos olímpicos, que alberga el fuego eterno en memoria de los héroes de la Gran Guerra Patria, aunque faltaba algo… el fuego. Hacía menos de un año que Rusia y Ucrania se habían enfrascado en una fuerte disputa a raíz de que la compañía rusa Gazprom hubiera anunciado un aumento en las tarifas del gas, combustible fundamental para la economía ucraniana. Kíev sostenía que se trataba de una acción con fines políticos y amenazó con represalias. Moscú se quejaba de que habían detectado robos de combustible en los gaseoductos que atraviesan Ucrania. Y en medio de toda la polémica, no hubo más remedio que cortarles el fogón a los héroes de la Unión Soviética, que vieron circunscrito su fuego eterno a las conmemoraciones importantes y fiestas de guardar.

Una muchacha ucraniana, a la que nuestra parafernalia de cámaras con las que grabábamos cada detalle del monumento le debieron de llamar la atención, se acercó a preguntarme, en el impecable inglés del que hacen gala muchos jóvenes ucranianos, de dónde veníamos. Le dije que de España y una sombra de duda cruzó su rostro antes de preguntar: «¿Por qué habéis venido hasta Ucrania, si tu país es mucho más bonito?». Le hablé con franqueza del motivo de nuestra visita y se puso muy circunspecta antes de decirme: «Aquí nadie habla en público de eso… La zona de exclusión es como si no existiera… Fue algo terrible… Mi tío fue uno de los liquidadores. Estaba haciendo el servicio militar y le prometieron que no tendría que ir a Afganistán si le enviaban a la central. Nunca nos habló de lo que pasó aquellos días. Si alguien mencionaba el asunto, o aparecía algo en televisión, salía de la habitación sin decir nada. Murió hace unos años. Primero fue un cáncer de vejiga, luego de colon, finalmente se lo terminó llevando un tumor cerebral… No fumaba y debía de ser el único ucraniano que no tomaba vodka. Sólo bebía té. En cada casa de Ucrania te encontrarás una historia de Chernóbil, pero nadie hablará… Te deseo mucha suerte, el mundo debería saber…».

Con el eco de esas palabras aún resonando en mis oídos, me quedé mirando dos carros de combate, frente a frente, con los cañones cruzados, que se encuentran justo ante la estatua. Sobre ellos, jugaban dos niñas pequeñas, rubias, seguramente mellizas, con idénticas rebecas encarnadas. La inocencia de aquellas pequeñas sobre aquellos tanques, veteranos de Kursk o de la Primavera de Praga, era una postal que parecía puesta allí adrede. Entramos en el museo que hay justo bajo la estatua…

LA GRAN GUERRA PATRIA

El 2 de junio 1942 se fundó una comisión especial creada por el Partido Comunista de Ucrania. Su trabajo, en mitad de una horrible contienda que estaba diezmando el país, era recolectar artefactos de todo tipo (armas, pertrechos, banderas, uniformes, reliquias…) que pudieran perdurar en el tiempo como recuerdo de la Gran Guerra Patria, objetos que demostraran la fuerza y el valor del pueblo ucraniano en ese difícil trance.

Todos esos objetos se encuentran allí, custodiados por ceñudas celadoras de pelo recogido que nos miraban con desaprobación desde sus mostradores. Ellas también parecían parte de la exposición, reliquias soviéticas que veían impertérritas cómo la historia las dejaba atrás. Los recuerdos de jóvenes deseosos de dar la vida por su país, sus uniformes y los de sus enemigos, los vasos con los que sus compañeros hicieron el último brindis por ellos y que siempre se llenaban de vodka aunque no hubiera nadie para beberlos. Los fantasmas de los soldados pasados, sus temores y esperanzas, la mentira con que la propaganda oficial encubría la indescriptible miseria del frente, se exponían públicamente en este magnífico museo. Las paredes están literalmente tapizadas con las fotografías de sus seres queridos, sus documentos de identidad, las órdenes imposibles de cumplir, los permisos que nunca llegaban, periódicos y revistas, todo ello congelado en el tiempo para siempre, preservado dentro de las paredes del museo. En su colección única de pinturas, fotografías, planos y maquetas se desarrolla una historia de la que apenas conocemos unos tenues atisbos fuera de Ucrania, una historia de angustia y dolor, de los horrores de la guerra en carne viva, como pocas veces se han visto en el mundo.

La exposición discurre a través de todas las salas por una única vía de forma cronológica y que se denomina «el camino de la guerra». Las salas están divididas por temas, que incluyen la defensa de Sebastopol, las atrocidades cometidas por el régimen de ocupación, los campos de concentración, el movimiento partisano en Ucrania, el sitio de Stalingrado, la batalla de Kursk y la que más afecta a los ucranianos, la del Dniéper. El recorrido culmina en una cámara, la Sala de la Memoria, en cuyo centro hay una mesa funeraria de 27 metros de largo con las pertenencias personales, toallas bordadas, vasos y notificaciones de «caído en combate» de centenares de soldados.

HOLODOMOR

A la salida del memorial, paramos un momento a tomar un café y planear nuestro siguiente paso. Nos detuvimos en un restaurante típico, con más de dos siglos de historia a sus espaldas, que era en realidad una antigua fonda… El interior era oscuro y opresivo. Techos bajos, poca luz… todo tal y como solía ser en las granjas ucranianas, magistralmente concebidas para soportar los rigores del clima continental del país.

Me acerqué a la barra a pedir nuestra consumición y me sorprendió que, antes de que pudiera abrir la boca, la camarera me saludase en inglés y me preguntase qué quería. Ya me había ocurrido otras veces: en el hotel, en tiendas, la chica del memorial… No podía ser mi aspecto físico el que me delatase como extranjero. Ucrania es un mosaico demográfico en el que conviven ucranianos, rusos, rumanos, moldavos, alemanes, polacos, húngaros, griegos, búlgaros, gitanos y judíos. Los mestizajes entre todos estos grupos admiten la suficiente diversidad genética como para que yo entrase en alguno de los cánones… Tampoco podía ser la ropa… Gracias a la globalización, la ropa que se ve en los escaparates y las calles de Kíev es exactamente la misma que uno pueda comprar en Madrid, Nueva York o Sidney. ¿Entonces? Un poco confuso le conté a Zenaida lo que sucedía. Se río francamente… «Por supuesto que tienes aspecto de extranjero… No hay más que verte. No tiene nada que ver con la ropa que llevas, ni con tu aspecto físico. Es algo más sutil. En cuanto a la ropa, no se trata de la que llevas, sino de cómo la llevas: qué botones de la camisa llevas abrochados, cuántas vueltas empleas para remangártela, dónde te cuelgas las gafas de sol… Y, sobre todo, está tu lenguaje corporal, la forma que tienes de caminar, de aproximarte a la gente, de mirarla… No, no pasarías por ucraniano ni en mil años».

Una vez hecha esa curiosa aclaración, decidimos planear qué haríamos después. No se encontraba muy lejos: quería ver con mis propios ojos el monumento a las víctimas del Holodomor. En ucraniano, la voz holodomor significa «hambruna». Y es así como los ucranianos conocen el mayor holocausto que ha vivido este pueblo valiente y sufrido. Bajo este término se rememora a los millones de muertos que provocó el gobierno de Stalin, entre 1932 y 1933, privándoles de alimento y grano, que, curiosamente, producían en cantidades ingentes para el resto de la Unión Soviética, con el fin de forzar a los campesinos a plegarse a sus planes.

En la década de 1930, Stalin decidió implantar una nueva política en la Unión Soviética a través de una radical transformación de sus estructuras socioeconómicas. Se trataba de conseguir:

La expropiación por el Estado soviético de las tierras y todos los medios de producción agrícola y ganadera. De esa forma, se aseguraba un modo de alimentar a las ciudades y al ejército casi gratuitamente, ganando además divisas con la exportación.

Establecer un control político sobre los campesinos, eliminando de paso a la clase más pudiente de la sociedad rural ucraniana.

Para lograrlo, se pusieron en práctica una serie de políticas que hoy calificaríamos como genocidas con el fin de amedrentar su espíritu nacional y adueñarse no sólo del territorio, sino del alma quebrada de los ucranianos. La primera medida fue el fusilamiento o la detención de miles de científicos, artistas y políticos bajo la falsa excusa de ser «agentes contrarrevolucionarios». Con eso se descabezaba a la sociedad ucraniana. Se ordenó la persecución de los kulaks —granjeros con más de 10 hectáreas de tierra—. La antecesora del KGB, la GPU, era enviada a aterrorizar a la población civil. No obstante, el pueblo ucraniano es extraordinariamente orgulloso. Muchos prefirieron quemar sus pertenencias y arrojar sal en la tierra antes que cedérselas al régimen; otros, más combativos o más inconscientes, se armaron en milicias paramilitares que atacaban destacamentos del ejército de Stalin. Como represalia, Stalin ordenó la apropiación masiva de toda la producción agrícola y ganadera de Ucrania y el establecimiento de un férreo bloqueo militar en las fronteras con el fin de evitar el ingreso de ayuda externa. En 1933, Ucrania se encontraba sin comida, y los ancianos, los niños y las mujeres embarazadas fueron los primeros en caer. Cuando los perros, los gatos y los pájaros desaparecieron de las calles, las personas comenzaron a morir por miles, mientras los graneros se encontraban abarrotados con «grano de reserva».

Tan radical política llevó a la muerte a ocho millones de personas durante ese período, víctimas del hambre y la desnutrición. Muertos de hambre, como en las peores sequías de África, pero con el añadido de que la tierra ucraniana era tan fértil en la producción de cereal que estaba considerada el granero de Europa del Este. Zenaida me contaba que los nazis, en lugar de expoliar la riqueza de sus bancos o de sus obras de arte, como habían hecho en otras zonas ocupadas de Europa, se llevaban a Alemania interminables trenes cargados de tierra de Ucrania. En el memorial hay una exposición de fotografías de la época que nos muestran imágenes pavorosas de hombres, mujeres y niños en los huesos. Aunque también otros lugares de la Unión Soviética tuvieron que pasar por ese calvario proyectado desde el corazón del régimen de Moscú —Kazajstán fue, probablemente, la república que más sufrió en ese sentido—, el infierno en vida que sufrieron los campesinos ucranianos se recuerda con especial intensidad y se conmemora, todos los años, el cuarto sábado del mes de noviembre.

En 2008, el Parlamento de Ucrania junto a diecinueve gobiernos de otros países reconocieron el Holodomor como un genocidio premeditado llevado a cabo de forma planeada y cruel. El Parlamento Europeo, la Asamblea General de las Naciones Unidas, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura han declarado este triste acontecimiento histórico un crimen contra la humanidad. La aniquilación masiva de los agricultores ucranianos por medio del hambre inducida artificialmente fue un acto de terrorismo de Estado contra gente pacífica, que hizo desaparecer no sólo a millones de personas con la misma eficacia que si hubieran sido ejecutadas de un tiro en la nuca, sino las bases sociales de la nación, sus tradiciones y su cultura autóctona.

El monumento consta de una torre blanca que representa una vela, coronada por una llama encendida metálica. A pesar de los hechos dramáticos que se recordaban, no pude menos que pensar que, al menos, esa llama no se iba a apagar por falta de gas como la del pebetero del memorial de la Gran Guerra Patria. Unos metros más adelante se representa, en bronce, la imagen de una niña, harapienta y escuálida, que nos recuerda que muchos de aquellos millones de víctimas eran niños. Es un lugar silencioso… no hay cánticos guerreros. Los ucranianos que se acercan a él lo hacen con una actitud severa y triste, como el que acude al cementerio a visitar la lápida de un familiar fallecido hace mucho.

SAN MIGUEL

Al salir le dije a Zenaida que mi intención era que nuestra próxima parada fuera la iglesia de San Miguel. «Buena elección, es una bonita iglesia», dijo ella. Es cierto que lo es, pero la iglesia era la menor de mis preocupaciones en aquel momento; lo que necesitaba ver con mis propios ojos antes de aventurarme en los entresijos del drama de Chernóbil era lo que significaba esa iglesia.

Una vez más, volvimos a cruzar Kíev en coche. Dada la hora que era, sucedió lo que el estoico Sasha ya nos había advertido que iba a suceder, y nos vimos clavados en uno de los monumentales embotellamientos de Kíev. A pesar de ello, apenas tardamos unos minutos más de lo previsto en llegar a nuestro destino.

El monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas se encuentra en la parte occidental del Dniéper, al borde de un risco y al nordeste de la catedral de Santa Sofía, que puede verse perfectamente al final de una calle. El monasterio está situado en la ciudad alta, el núcleo histórico y barrio administrativo de Kíev, con vistas a la zona comercial de la ciudad, el barrio de Pódol, donde nos alojábamos.

Originalmente construido en la Edad Media, fue destruido en los años treinta por las autoridades soviéticas, para ser reconstruido tras la independencia de Ucrania. Por eso estaba allí. Quería comprobar cómo aquel símbolo de la vieja Ucrania había renacido de sus cenizas, levantado por un pueblo orgulloso y deseoso de reencontrarse con una identidad más que pisoteada. La guerra, el hambre, los monumentos del pasado eran cicatrices que había querido visitar porque me disponía a aventurarme en el corazón de una herida abierta y, en algún lugar de mi mente, deseaba hacerlo con la certeza de que todas las cicatrices de Ucrania acaban sanando, y también lo iba a hacer la de Chernóbil.

Para el último paso de ese particular vía crucis quería estar solo. Cumplido nuestro trabajo en una mañana más que ajetreada, di la tarde libre al equipo. Marcos decidió ir a explorar la ciudad y, tal vez, hacer alguna compra. Me ofreció acompañarle, pero le dije que en otra ocasión, que tenía cosas que hacer… Y realmente las tenía. Cerca del hotel bajé a la primera boca de metro que vi. Aparte de su amplitud, y de la cantidad de gente que había —estábamos en hora punta—, si algo me sorprendió del metro de Kíev es que no escatiman en publicidad: los trenes están literalmente cubiertos (por fuera y por dentro) de reclamos publicitarios, pasillos y salones enteros empapelados con grandes anuncios, columnas forradas con carteles… Todo contribuye a dar una impresión colorista que mitiga en gran medida la tristeza propia de los subterráneos. Al fondo de un pasillo me encontré con un busto de Lenin, rodeado de anuncios de ordenadores y Nescafé, que parecía mirar perplejo a su alrededor sin comprender muy bien qué era lo que le había pasado a la dictadura del proletariado.

No sin perderme un par de veces, conseguí tomar la línea azul hasta la estación de Kontraktova Ploshad. Una vez allí, utilicé el GPS de mi teléfono para localizar la dirección a la que iba, Jarivij Pereulok 1, entre las calles Joriva y Spaska. Unos vehículos militares antiguos, un coche de bomberos y una ambulancia, aparcados en la puerta, me indicaron, a falta de un cartel que así lo indicara, que había llegado a mi destino. Un paseante despistado podría incluso pensar que se trataba de una iglesia, a juzgar por la estatua de una mujer en actitud orante flanqueada de campanas.

EL MUSEO

Ante mí se encontraba el museo de Chernóbil. A pesar de que el edificio que lo alberga es un antiguo parque de bomberos, con amplias puertas por las que antaño salían los camiones, se entra por una estrecha puerta de madera, con una pequeña placa que indica la naturaleza del edificio. Está casi escondido, en consonancia con la clandestinidad que en Ucrania tiene todo lo referido a Chernóbil. Pagué mi entrada (menos de un euro) y el alquiler de una audioguía en inglés (una cantidad similar). La verdad es que la audioguía me sobraba, yo ya conocía bien la historia de la tragedia, y la exposición está organizada de tal manera que, en la mayor parte de los casos, sobran las palabras.

Uno de los primeros impactos que recibí fue tener ante mí los precarios equipos con los que los liquidadores se enfrentaron a la furia del fuego atómico. La mayor parte no eran aptos ni para enfrentarse a un incendio industrial de cualquier naturaleza. Algunos de los trajes protectores no dejaban de ser meros chubasqueros a simple vista. Junto a ellos estaban los retratos de los liquidadores muertos. Me sorprendió cuánto se parecía aquel museo al de la Gran Guerra Patria. En cierto sentido, la historia que se contaba allí era la de otra guerra, «la guerra sin guerra», como me la describió días después un anciano de la zona, al contarme cómo un buen día se despertó y, al mirar por la ventana, vio un despliegue de vehículos militares y soldados como nunca antes había tenido ocasión de presenciar, ni siquiera en los espectaculares desfiles del Primero de Mayo en Kíev.

Al rato ya me había olvidado del walkie-talkie que me brindaba explicaciones en inglés. Lo que iba viendo tenía el dramatismo suficiente para hablar por sí solo. Descendí por un oscuro pasillo en cuyo techo había colgados decenas de carteles atravesados por una franja roja. Eran los carteles que había a la salida de cada una de las poblaciones que fueron evacuadas, muchas de ellas derruidas hasta los cimientos tras el establecimiento de la zona de exclusión. Decenas de pueblos desaparecidos, miles de vidas truncadas.

Uno de los murales me impresionó especialmente. Era un collage de diversas imágenes del desastre presidido por un ángel exterminador que nos contemplaba ceñudo con su espada alzada. Supongo que en las aldeas, aquella noche, muchos debieron de tener en mente una imagen así, imaginando que era el fin del mundo lo que se les venía encima.

En otra sala había decenas de fotografías de militares caídos en aquella batalla sin nombre. Al fondo, un pequeño bulto llamó mi atención desde una vitrina. Una profunda sensación de repulsión me fue invadiendo según me acercaba y fui distinguiendo de qué se trataba. Era un cachorro de perro, momificado o disecado, de aspecto monstruoso. Múltiples patas surgían de los lugares más inverosímiles de su anatomía, alrededor de una retorcida columna vertebral.

Más allá, había una especie de templete, lo que aparentemente era un oratorio, un espacio de culto, pero, en el lugar que normalmente ocuparía la imagen a la que los fieles rezarían, había una barca completamente llena de muñecos de peluche, de todos los tipos, tamaños y colores. Eran los muñecos de los niños de Chernóbil, abandonados precipitadamente en la huida y recogidos pacientemente por los responsables del museo. No estaban todos, ni mucho menos; al parecer, la mayoría tuvieron que ser abandonados o enterrados porque eran altamente radiactivos. Desde las paredes de esa sala, me contemplaban los rostros de multitud de niños, los dueños de esos muñecos, con miradas limpias y sonrisas felices en sus rostros, en fotografías tomadas en una época que no podían imaginar la dureza de los tiempos que se les venían encima.

Con una sensación extraña, me acerqué a una enorme maqueta de la zona de exclusión. La examiné con curiosidad, intentando familiarizarme con los lugares que tendría que explorar en apenas unos días. Vi el caudaloso curso del río Prípiat, la enrevesada mole de la central, y me sorprendí de lo cerca que estaba la ciudad de Prípiat, mucho más de lo que hubiera podido imaginar.

También había una maqueta del reactor número 4. Me sorprendí a mí mismo entendiendo a la perfección, por todo lo que había leído en los días anteriores, el funcionamiento de la máquina infernal… Supe reconocer las turbinas, las barras del reactor, localizar el punto en el que comenzó a producirse el envenenamiento por xenón… Tal era la familiaridad que había llegado a tener con aquel monstruo que se había llevado por delante la vida de tantos hombres. Algunos de ellos estaban junto a mí, en uno de los murales en los que estaban las fotografías de los trabajadores de la central caídos a consecuencia del desastre.

Por ese día ya me había empapado suficiente del dolor de Ucrania, estaba saturado. Me reuní con Marcos en el hotel y nos fuimos a cenar… A pesar de que no lo terminaba de aprobar del todo, no en medio de la pobreza del país, la isla de prosperidad despreocupada que es el centro de Kíev me ayudó a apartar de mi mente las decenas de imágenes de cadáveres que había contemplado a lo largo del día: cadáveres del hambre, cadáveres de la guerra, cadáveres de la radiación.

En una terraza, atendidos por simpáticas camareras con trajes típicos y con una manta de viaje sobre los hombros —proporcionada por el establecimiento— para protegernos del relente de la noche, degustamos una cena ucraniana, regada con abundante cerveza, un líquido que, al parecer, no servían en recipientes menores de un litro.

De nuevo, nos retiramos al hotel temprano. Aquella noche, sin embargo, me costó dormir. Algo me inquietaba profundamente y no me dejaba conciliar el sueño. No soy hombre de insomnio, pero las pocas veces que he tenido que enfrentarme a él, la experiencia me indica que dar vueltas en la cama, incluso quedarse en la misma habitación, no contribuye nada a mejorar las cosas. Lo mejor es hacer un reset, y volverlo a intentar pasado un rato.

De modo que me vestí, y bajé al vestíbulo con la esperanza de que el bar, anejo al hotel, estuviera aún abierto. Lo estaba y, por suerte, el ambiente era tranquilo, la música suave y los parroquianos escasos. Me acerqué a la barra y un joven camarero de camisa negra me preguntó qué quería. Esbozando la mejor de mis sonrisas e intentando no parecer un idiota que se las daba de sofisticado le dije: «Soy extranjero… ¿Qué suele tomar la gente por aquí?». Ahora era él el que sonreía y en tono de confidencia me preguntó si había probado el vodka con miel y guindilla. Por un momento pensé que se trataba de una de esas bromas que la gente gasta a los forasteros, pero no había malicia en los ojos del chico, así que le pedí uno. La mezcla de sabores era peculiar. El primer sorbo no era agradable; al segundo empezabas a percibir un agradable calor en la garganta, y al tercero ya sabías que acababas de descubrir lo que se convertiría en adelante en una de tus bebidas favoritas.

—¿Italiano?

A mi lado había un hombre de negocios de aspecto cansado delante de un vaso de vodka. Me sonreía afablemente y no vi motivo para no contestar a su pregunta.

—No, español…

—Ah, debería haberlo sabido… En mi trabajo es importante saber de dónde vienen los clientes. Yo también soy extranjero, ruso. Por aquí, no somos muy bien vistos, pero lo bueno de la antigua Unión Soviética es que puedo ser estonio, georgiano o kazako según convenga. ¿Negocios o placer?

—Supongo que negocios. Soy periodista…

—Vaya, pensé que eras otro de esos corazones solitarios en busca de un amor venido del frío. Es agradable saber que no todos los occidentales vienen a birlarnos nuestras mujeres. Yo soy anticuario. Estoy de compras. El género de Ucrania lo puedo vender en Moscú con márgenes importantes.

Seguimos hablando y le expliqué a qué había ido a Ucrania y lo que había hecho ese día. Normalmente no le cuento mi vida a extraños, pero hay una especie de camaradería implícita entre los tipos solitarios que se encuentran en la barra de un hotel en un país que no es el suyo. Cuando terminé, rebuscó en un bolsillo y me dio su tarjeta.

—Si vas a Moscú, no dejes de llamarme. Será agradable volver a hablar. Ucrania es como una muchacha muy hermosa a la que un hijo de puta le ha rajado la cara dejándola una fea cicatriz. Hay pervertidos que la perseguirán por eso, porque hay tíos a los que les dan morbo las cosas grotescas. Pero si algún hombre se enamora de ella, la querrá de una forma especial, y ella tendrá la seguridad de que ese amor es verdadero. Tú no eres un pervertido…

Dicho lo cual, le dijo en ruso al camarero que cargara las copas a su habitación, se despidió y se fue. Yo me quedé meditando sobre aquello. Todo el día pensando en las cicatrices metafóricas de Ucrania y, como colofón, aquel tipo me decía precisamente eso. El guión de la vida a veces tiene giros geniales.

Regresé a mi habitación y, antes de que pudiera darme cuenta, ya estaba dormido.