3. LUCHANDO CONTRA EL INFIERNO

Aquella noche el mundo se encontró al borde de un desastre a escala global. Se liberó a la atmósfera terrestre una cantidad monstruosa de energía atómica en diversas formas, quinientas veces superior a la liberada por las explosiones de Hiroshima o Nagasaki.

El resto del planeta vivió ajeno a la pesadilla todavía durante unos minutos. El lugar al que llegaron las primeras noticias de la tragedia fue la cercana ciudad de Ivankiv, en cuyo parque de bomberos se recibió una llamada telefónica:

—¿Hola? ¿Parque de bomberos 252?

—Sí, ¿qué sucede?

—Hola, aquí 353, el techo del reactor número 4 de Chernóbil está en llamas.

Las labores de extinción comenzaron sin dilación y se extendieron durante toda la noche. Los primeros en llegar fueron los miembros de la brigada de bomberos de Chernóbil al mando del teniente Vladímir Právik, que fallecería unos meses después a consecuencia de la radiación recibida. Nadie les avisó del peligro radiactivo que suponían el humo y las cenizas. Es más, en los primeros momentos llegaron a pensar que el accidente no era más que un fuego eléctrico normal: «No sabíamos que era el reactor. Nadie nos lo había dicho».

Los bomberos carecían por completo del equipamiento necesario para tratar con la radiación. Tan sólo sus trajes ignífugos, sus cascos y sus equipos de oxígeno. Todos ellos, en mayor o menor medida, quedaron expuestos a dosis letales de radiación. Aquella noche murieron dos bomberos, y más de veinte les seguirían en los meses posteriores.

A lo largo de la madrugada del 26 de abril se fueron probando todos los métodos posibles para extinguir el fuego con agua, pero no se logró nada excepto causar un aumento en el nivel de vapor de agua e inundar las salas y pasillos de las instalaciones adyacentes al emplazamiento del cuarto reactor. Nada podía acabar con aquel fuego voraz que parecía salido de las entrañas mismas de la tierra. En su mayor parte se trataba de piezas de grafito al rojo vivo que habían sido diseminadas en todas direcciones. Pero el grafito, salido del propio centro del núcleo, llevaba su mortal carga de radiación, que lo convertía en enormemente peligroso.

Había literalmente cientos de esos pequeños incendios en toda la zona. Uno de aquellos bomberos, valiente o temerario, se acercó a la boca del cráter con un dosímetro para medir la radiación. La aguja del aparato se quedó clavada en el tope de la escala, como queriendo ir más allá para dar testimonio fiel de lo que estaba registrando. El bombero apenas tuvo tiempo de echarle un vistazo. Sintió que le invadía un gran calor y cayó desplomado. Bastante había hecho simplemente llegando hasta allí. Se encontraba en el lugar con el índice más alto de radiación registrado en toda la historia, 30 000 roentgens, millones de veces más de la dosis considerada como mortal de necesidad.

A pesar del evidente peligro, los retenes siguieron trabajando incansables, conscientes de que si dejaban el fuego sin control, éste se extendería al resto de las instalaciones, provocando una explosión nuclear de proporciones nunca vistas. La mayor parte de ellos, que habían recibido formación específica sobre la radiación y sus peligros, sabían que estaban dando su vida, que aquélla era su última misión, la más importante de todas. Cuando ya despuntaba el alba, los bomberos habían eliminado efectivamente casi todos los incendios puntuales de la sala de turbinas. Se informó a Moscú de que algunos bomberos habían recibido dosis de radiación extraordinariamente elevadas, pese a lo cual se les mantuvo en puntos de observación críticos en previsión de que se declararan nuevos incendios. Fueron los primeros héroes de Chernóbil, ya que la sala de turbinas contenía materiales altamente inflamables como petróleo y oxígeno, y éstos podrían haber causado no sólo nuevos incendios, sino también explosiones que podrían haber destruido el tercer reactor. La primera información precisa sobre la magnitud del accidente fue proporcionada por los bomberos.

Cuando el reactor número 4 de la planta nuclear de Chernóbil explotó, el jefe del gobierno soviético Nikolái Rizhkov dormía en su casa de las afueras de Moscú. Tres horas y media pasaron antes de que su teléfono oficial sonara por primera vez. La llamada que recibió procedía del ministro de Energía, que le informó de que se había producido un «accidente» en Chernóbil y que los funcionarios locales hablaban de una «explosión».

«HAY VÍCTIMAS»

Rizhkov solicitó un informe detallado a las nueve de la mañana y pidió a su chófer que le llevara al Kremlin. Poco después de llegar a su oficina, Rizhkov recibió la primera llamada: «Fue el reactor, camarada… Hay víctimas, víctimas de la radiación…».

Rizhkov reaccionó de inmediato, exactamente como le habían enseñado. Se formó una comisión y se autonombró presidente. Por el momento se optó por no notificar nada al hombre más poderoso del país, Mijaíl Gorbachov, que había sido secretario general del Partido Comunista soviético durante los últimos trece meses, ni informar al pueblo ruso.

Más tarde, Mijaíl Gorbachov, máximo dirigente de la Unión Soviética, recibió la llamada telefónica en la que se le informaba del desastre. La falta de información hizo que la comunicación fuera sumamente escueta: «Camarada, se ha producido un accidente en la central nuclear de Chernóbil».

Sólo la luz del amanecer permitió contemplar el alcance de la devastación. El antaño sólido, casi monolítico, edificio que contenía el reactor no era sino un amasijo informe de escombros y hierros retorcidos del que emanaba un humo amenazador que se erigía en una columna de varios miles de metros de altura.

El primer reconocimiento en helicóptero confirmó las peores sospechas sobre la magnitud de lo ocurrido. En el núcleo, expuesto a la atmósfera sin su habitual capa protectora de hormigón, el grafito de las barras de refrigeración ardía al rojo vivo, mientras que el material del combustible y otros metales se habían convertido en una masa líquida incandescente. La temperatura alcanzaba como poco los 2500 grados centígrados, provocando un efecto chimenea, que impulsaba el humo radiactivo a una altura considerable. Era una mañana nubosa, y esas mismas nubes se vieron contaminadas por la columna radiactiva que se disparaba al cielo. Nadie podía saber adónde irían a parar aquellas nubes, ni dónde dejarían caer su carga envenenada.

Una vez alcanzadas las capas superiores de la atmósfera, saber dónde llegaría la nube radiactiva era impredecible. Todo dependía de los caprichos del viento y de la climatología. En cualquier caso, estaríamos hablando de miles de kilómetros y sólo un milagro podría evitar que la contaminación, y con ella la noticia del desastre, traspasara las fronteras de la Unión Soviética. La emisión de radiactividad se prolongó por espacio de tres días, durante los cuales se emitieron a la atmósfera 2000 millones de curios de sustancias radiactivas, diez veces más de lo estimado por los informes oficiales.

Durante casi veinte años, y en buena parte aún hoy en día, los detalles y las imágenes de la tragedia y de la lucha de los liquidadores fueron mantenidos en secreto por los propios soviéticos y por las potencias occidentales, temerosas de lo que estos datos pudieran suponer para su propia industria nuclear, tanto civil como militar. Mucho de lo que sabemos se lo debemos al trabajo de periodistas, fotógrafos y operadores de cámara que se vieron sometidos a las mismas duras condiciones que los hombres que luchaban contra el núcleo incandescente. Muchos de ellos han muerto.

Uno de aquellos notarios incómodos fue Ígor Fiódorovich Kostin, a quien tuvimos ocasión de entrevistar para el especial sobre Chernóbil que realizamos en el programa de televisión Cuarto milenio. Kostin es un hombre que transmite honradez y energía a simple vista. Su mirada refleja todo lo que ha visto a través del visor de su cámara. Vehemente y apasionado, habla sin que en ningún momento el eterno cigarrillo que le acompaña abandone sus dedos. Él fue el único reportero gráfico que pudo tomar imágenes del lugar de los hechos el mismo día 26 de abril de 1986. Recién llegado de cubrir la invasión soviética de Afganistán, trabajaba para la Agencia de Prensa Novosti (APN) como fotógrafo en Kíev. Aquella noche, a las cuatro y media de la madrugada, el teléfono comenzó a sonar con insistencia. Kostin dormía. Tambaleándose, se levantó para coger el aparato. Era un conocido suyo, piloto militar de helicóptero, al que se le había encomendado sobrevolar la central nuclear de Chernóbil, donde al parecer había ocurrido un accidente. Le propuso acompañarle para tomar fotografías. Al subir al helicóptero Mi-8 del ejército soviético, Kostin desconocía la naturaleza del desastre que iba a documentar. Tan sólo se le había dicho que se había declarado un incendio en la instalación. El fuego ya se había extinguido cuando la aeronave llegó a la vertical de Chernóbil, y fue testigo de lo que a todas luces parecía una batalla en toda regla, con vehículos militares y personal de planta de energía que parecían maniobrar contra un enemigo invisible.

Más allá se distinguía la chimenea del cuarto reactor. Kostin le pidió al piloto que se aproximara. Cuando apenas se encontraba a unos cientos de metros, la sorpresa fue mayúscula: «¿Has visto eso? —le dijo su piloto visiblemente alterado—. ¡El edificio del cuarto bloque está destruido! ¡Voy a subir más! ¡Mira! ¡Allí! ¡Fotografía eso! De ahí sale humo».

Evidentemente, aquello era algo mucho más serio que un simple incendio. «Cuando llegamos a las proximidades del cuarto bloque no teníamos ni idea del riesgo. Sobrevolamos la instalación y abrí la ventana del helicóptero. No pensaba que aquello fuera un error».

Y vaya si pudo haberlo sido… El humo tenue y traslúcido que fotografiaba era altamente radiactivo y, para demostrarlo, Kostin es el único superviviente entre los periodistas que estuvieron allí ese día. Y también fue un privilegiado en otro aspecto. En medio de aquella humareda pudo contemplar el brillo naranja de un reactor nuclear en carne viva, algo de lo que pueden presumir muy pocos seres humanos: «Cuando abrí la ventanilla no escuché nada, ni siquiera el sonido de las palas del helicóptero. Había un silencio mortal. Estábamos sobre las ruinas del reactor y me sentía ingrávido, flotando en el espacio, como sobre una tumba. No había nada… Un hoyo negro… Una tumba… y un silencio mortal».

También experimentó una extraña sensación combinada de altas temperaturas y contaminación tóxica que le resultó inusual para tratarse de un simple incendio. Los motores de sus cámaras comenzaron a presentar síntomas de la degradación radiactiva causada después de tan sólo doce disparos: «Al minuto todo mi equipo se bloqueó, no podía comprender qué estaba sucediendo. Pensé que me había quedado sin baterías. El helicóptero regresó a Kíev después de que las cámaras se averiaran una tras otra. Sólo conseguí tomar doce fotografías». En el camino de regreso a Kíev, nadie hablaba en el interior del aparato. Todos eran plenamente conscientes de lo que acababan de presenciar y de las implicaciones que aquello podía tener.

Kostin consiguió revelar las películas, sólo para descubrir que todas menos una se habían velado, afectadas por el alto nivel de radiación, que causaba que las fotografías aparecieran completamente ennegrecidas de una forma especial que él no había visto en sus treinta años de profesión: «Al llegar a Kíev, procesé las imágenes y noté que los negativos estaban negros y que los colores de la imagen conservada estaban muy desvaídos. Entonces no lo sabía, pero la película había sido expuesta a la radiactividad». Sólo una fotografía fue enviada a la sede de Novosti en Moscú; en ella aparecía el bloque del cuarto reactor prácticamente destruido con una columna de humo emanando de él. Pero no recibió permiso para su publicación hasta el 5 de mayo de 1986, debido a que su visita a Chernóbil fue considerada como ilegal al no estar autorizada por las autoridades. El diario oficial soviético Pravda publicó una información limitada sobre el accidente el 29 de abril de 1986, pero no se hizo eco de la fotografía de Kostin. Él aún no podía saberlo, pero llegaría el día en que esa imagen daría la vuelta al mundo y convertiría el nombre de Ígor Kostin en una leyenda en el mundo del fotoperiodismo.

NADIE SABE NADA

En el Kremlin, durante la mañana del día 26, nadie, ni siquiera el propio Gorbachov, sabía muy bien lo que estaba sucediendo en Chernóbil: «Las primeras informaciones que me llegaron hablaban de un accidente y de un incendio. Pero no se mencionaba nada acerca de ninguna explosión. De hecho, se me aseguró que no había habido ninguna explosión. Las consecuencias de aquella información falsa fueron ciertamente dramáticas… Recibí la información de que todo estaba bien, incluido el reactor. Cuando pregunté al académico Alexandros me dijo que el reactor estaba absolutamente a salvo, que podría colocarse en la plaza Roja, no más peligroso que un samovar o que un rebaño de ganado».

En Prípiat, todavía no se sabía nada a ciencia cierta sobre el desastre. La gran mayoría de la población ni siquiera había escuchado la explosión ni había visto el espectáculo de luces de la noche anterior. Corrían rumores por la ciudad sobre un accidente en la central, un incendio, la explosión de una tubería… Lo curioso es que habría bastado con subir con unos prismáticos a la azotea del hotel Polissia o cualquiera de los otros edificios altos de la ciudad para averiguar la verdad. Lo que nadie sospechaba en aquel momento es que la moderna ciudad de Prípiat estaba condenada y que tan sólo le quedaban dieciséis años de vida.

Según un informe clasificado que fue enviado más tarde a la sede del partido en Moscú, los funcionarios de Prípiat eran muy conscientes de la cantidad de exposición a la radiación. Pero nadie se atrevió a alertar a la población local sin las expresas órdenes de Moscú. A mediodía, las calles se estaban lavando con jabón, pero sólo los hombres que habían trabajado en el turno de noche del reactor sabían por qué.

Ese mismo sábado —en un momento en que la radiación en el centro de Prípiat estaba ya en varios miles de veces los niveles normales—, el gerente de operaciones de Chernóbil dio una sonada fiesta para celebrar la boda de su hija. Ninguno de sus colegas que estaban de guardia ese fin de semana consideró que era necesario advertirle.

Cuando los primeros vehículos militares y soldados comenzaron a aparecer por las calles, nadie se alarmó especialmente, aunque, dada la importancia estratégica de la instalación, un nuevo rumor comenzó a circular por las calles: sabotaje.

Vladímir Grebeniuk, el coronel al mando de los hombres enviados a Prípiat, recuerda algunos detalles de aquellos días: «Sentíamos un sabor metálico en la boca, un sabor ácido… Dicen que la radiación no tiene sabor, pero después descubrimos que se trataba del sabor del yodo radiactivo».

Discretamente, procurando llamar la atención lo menos posible, mientras la vida de los habitantes de Prípiat transcurría con normalidad a su alrededor, los hombres del coronel Grebeniuk comenzaron a tomar las primeras lecturas de radiación en toda la ciudad. Los datos que tomaron les pusieron los pelos de punta. A primeras horas de la mañana del día 26, las lecturas eran 15 000 veces superiores a lo normal. Y lo peor era que, según iban pasando las horas, el nivel, lejos de descender, aumentaba vertiginosamente. A la caída de la tarde, la radiación alcanzaba un nivel 600 000 veces superior al normal. Las calles más transitadas como el bulevar Lenin y el bulevar Ucrania estaban expuestas a niveles de radiación intolerables. Los disciplinados soldados del Ejército Rojo comenzaron a pensar que los contadores estaban averiados o mal calibrados. Se hicieron las comprobaciones pertinentes y, una vez descartado el mal funcionamiento de las máquinas, comenzaron a temer por su propia integridad.

No les faltaba razón para ello. Un ser humano puede absorber sin que ello suponga peligro para su salud unos 2 roentgens por año de radiación. La dosis letal son unos 400. Ese primer día, todo el que se encontrase en Prípiat recibió unos 100 roentgens, es decir, a ese ritmo, alcanzarían la dosis letal en cuatro días.

Una patrulla fue enviada también a la central para tomar mediciones y compararlas con las efectuadas en la ciudad. El coronel Grebeniuk no sabía que aquel encargo era virtualmente una misión suicida. La lectura que se sacó nada más entrar en el perímetro de la central fue de 2080 roentgens. Con tan sólo quince minutos expuestos a semejante radiación, los daños en el cuerpo humano resultarían irreversibles.

Sin embargo, en aquel momento había algo que producía mayor temor que la propia radiación: el pánico. El miedo radiactivo es una forma de terror especialmente pertinaz, incluso hay una fobia específica descrita en los manuales clínicos, la radiofobia. La evacuación de Prípiat y otras ciudades fue pospuesta mientras se evaluaban los efectos devastadores que podía tener la noticia entre los pobladores de Ucrania, Bielorrusia y las zonas aledañas.

Anna Korolévskaya, vicedirectora del museo de Chernóbil en Kíev, recuerda muy bien aquellas primeras horas: «Y ese día fue un brillante día de primavera, un sábado, aunque yo trabajaba. Una compañera tenía un marido bombero. Vino esa mañana y nos contó que algo había ocurrido en la central de Chernóbil, pues le habían llamado por la noche. Nos pusimos a discutir sobre lo que podría haber pasado. Salimos a la calle y nos sorprendió presentir ya algo. Hacía un viento muy fuerte, mucho sol, pero no había gente por la calle».

Sólo existe una filmación, y no en demasiado buen estado, tomada aquella misma mañana en Prípiat. La mayor parte de su metraje muestra destellos y veladuras fruto de la intensa radiación sobre la película. En ella se puede ver a los soldados del coronel Grebeniuk paseando por la ciudad con la única protección de unas simples mascarillas. Bastante más que el resto de los ciudadanos, por otra parte. Un hombre con bigote y un suéter rojo le pregunta a una pareja de militares por qué llevan las mascarillas. «Es un ejercicio», responden sin pararse, y siguen su camino.

FORSMARK

La nube radiactiva se desplazó primero hacia el este y luego hacia el norte, siguiendo los caprichos del viento, abriéndose poco a poco como una siniestra flor. El primero en detectarla fuera de la Unión Soviética fue un soldado finlandés que se encontraba en un solitario puesto fronterizo. Apenas unos minutos más tarde, en Suecia, el ingeniero nuclear Cliff Robinson se sorprendió vivamente al dispararse la alarma del detector de radiación justo cuando intentaba incorporarse a su puesto en la central nuclear de Forsmark a primeras horas de la mañana del 26 de abril de 1986. Forsmark es una pequeña comunidad industrial que se encuentra a 75 kilómetros al nordeste de Uppsala, la cuarta ciudad más grande de Suecia. En la planta trabajan 850 personas y suministra alrededor de una sexta parte de la electricidad de Suecia.

Robinson, nacido de padre británico y madre sueca, había tomado el autobús muy temprano para acudir a trabajar ese día desde su casa en Uppsala: «Tomé el desayuno cuando llegué a la central y luego entré en el vestuario de camino hacia la zona del reactor para lavarme los dientes. Para volver a la zona de oficinas, donde yo trabajaba, tuve que pasar el detector de radiación. Me sorprendí mucho cuando se disparó».

Extrañado, se sometió al detector por segunda vez y la alarma volvió a sonar. Comprobó los niveles de radiación de uno de sus zapatos y no pudo creer lo que veía. Las lecturas se habían disparado y había indicios de sustancias radiactivas nunca antes vistas en Forsmark: «Mi primer pensamiento fue que la guerra había empezado y que alguien había hecho estallar una bomba nuclear —declaró a la agencia Reuters en una entrevista—. Fue una experiencia aterradora y por supuesto no podía descartar que algo hubiera pasado en la central de Forsmark».

Robinson informó inmediatamente a su jefe. Se decidió ordenar a los empleados que abandonaran la instalación, pero Cliff Robinson y algunos otros miembros del personal se quedaron para analizar los niveles de radiactividad.

En un principio, y analizando las direcciones del viento, Ben Hellman, inspector de seguridad de la planta, creyó que aquella misma mañana el Reino Unido había sufrido algún tipo de ataque nuclear; veinte minutos más tarde se confirmó que venía de algún punto de la antigua Unión Soviética; llamaron a las autoridades oficiales y allí les contestaron con evasivas y aseguraron no saber nada. Preguntaron por Chernóbil y volvieron a dar la callada por respuesta. En aquel momento llevaban diez horas luchando con el núcleo ardiente, pero, siempre según sus palabras, no querían extender el pánico. Temían más al miedo que a la propia radiación y quizá por eso no se había ordenado la evacuación inmediata de la ciudad, que seguía su ritmo de vida con los parques llenos de niños bajo una invisible y constante lluvia atómica.

Se tardó casi tres días antes de que Moscú admitiera que un reactor había explotado en Chernóbil. «Fue una experiencia horrible, sobre todo porque muchas personas murieron a causa de Chernóbil —recordaba Robinson—. Nunca me olvidaré de los acontecimientos de ese día, están impresos en mi memoria con mayor claridad que los de cualquier otro».

El 70 por ciento de las emisiones radiactivas habían caído en territorio de Bielorrusia. El resto volaban por las capas altas de la atmósfera y llegaban a lugares tan apartados como Japón o Canadá.

El polvo radiactivo terminó por caer sobre las calles de Estocolmo y la población fue alertada por las autoridades. Una escuadrilla de la fuerza aérea sueca fue enviada para tomar lecturas de radiación en las nubes.

Finalmente, los resultados de las mediciones llevadas a cabo por el ejército llegaron al Instituto Nuclear de la Unión Soviética. Los académicos no daban crédito a lo que veían. Jamás habían visto niveles de radiación semejantes. Rápidamente comunicaron al Kremlin sus hallazgos. Gorbachov montó en cólera, se había perdido un tiempo vital. A la mayor brevedad, decidió convocar una comisión gubernamental en la que participaran los mayores expertos, tanto civiles como militares, en energía nuclear y gestión de desastres.

Al mando de ese grupo de expertos fue colocado uno de los químicos más reputados de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, Valeri Legasov. Harto de ocultamientos y medias verdades, Legasov partió de inmediato a Chernóbil al frente de una delegación científica. Gorbachov recuerda el resultado de esa gestión: «Esperábamos que fueran capaces de evaluar la situación con rapidez… Pero durante varios días no fueron capaces de decirnos nada. Era una situación dramática. Estábamos reunidos, esperando información… Queríamos datos, pero no podían decirnos nada».

La noche del día 26 cayó sobre Prípiat. Nadie sabía que los niveles de radiación era mucho más altos de lo tolerable. A esas horas ya se deberían haber sellado puertas y ventanas y distribuido tabletas de yodo entre la población. Pero no se había hecho absolutamente nada.

Durante la mañana del domingo 27 de abril, la tensión y la incertidumbre en la ciudad eran palpables. Nadie sabía lo que estaba pasando, pero el constante vuelo de los helicópteros militares a baja altura y el creciente número de soldados en las calles no parecían presagiar nada bueno. Valeri Legasov estaba a bordo de uno de aquellos helicópteros, comprobando por sí mismo la magnitud de lo ocurrido. No daba crédito. Aquello era mucho más grave de lo que pensaba y de lo que nadie le había contado. En cuanto pisó tierra, solicitó con la máxima urgencia la evacuación de todas las personas en un radio de cincuenta kilómetros alrededor del núcleo, pero no le hicieron caso. Ni los dirigentes del partido ni el KGB estaban por la labor de tomar una medida que haría que la noticia se conociera en toda su magnitud en la Unión Soviética y en el resto del mundo. Los mandos militares dictaminaron que la operación era posible y se podía llevar a cabo de forma limpia y efectiva en poco tiempo, tan sólo esperaban la orden.

Mientras se decidía qué hacer, hombres, mujeres, niños y ancianos de Prípiat continuaron como si tal cosa con sus vidas. Comían, bebían, jugaban en los parques, se sentaban en los bancos al sol, ignorantes del bombardeo mortal e invisible que estaban recibiendo, con su fe intacta en que el Estado y el partido velaban por su bienestar.

Como los turnos en la central eran continuos, servicios como las guarderías permanecían abiertos. Una de las niñas en acudir a la guardería aquella mañana fue Yulia Martchenko: «Mis padres me llevaron a la guardería como todos los días. La normalidad era absoluta. Por supuesto, mi padre sabía que había ocurrido un accidente. Pero aún no se había tomado ninguna medida». La fe ciega en el Estado hacía presuponer que si el gobierno no había tomado precauciones, es que éstas no eran necesarias y el accidente no revestía especial gravedad.

A medida que las noticias sobre el desastre de Chernóbil iban llegando con cuentagotas a los países occidentales, donde no se podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo, iba creciendo la preocupación. También en España. El periodista Baltasar Magro, director en aquel momento del programa Teleobjetivo de Televisión Española, recuerda la inquietud de los periodistas: «Lo primero que nos interesaba entonces era saber hasta dónde se había extendido la nube radiactiva. Llegaba casi hasta Italia… e inmediatamente surgió la preocupación sobre si también se había extendido hasta nuestro país». Las primeras trazas en territorio español se detectaron en las Baleares. Para la madrugada del 6 de mayo se detectaron niveles anormales de radiación en el norte de Cataluña, el País Vasco y en el litoral de Levante. En los análisis de orina de algunos barceloneses aparecieron niveles anormales, aunque sin llegar a grados tóxicos, de yodo radiactivo. Afortunadamente, la mayor parte de España se vio libre de radiación y en los lugares donde ésta fue detectada no alcanzó un nivel que resultara preocupante en absoluto. Los ecologistas hicieron un llamamiento público para que se dejara de consumir durante unos días verdura y leche fresca. Esa misma medida ya se había tomado en varios países europeos.

EVACUACIÓN

Treinta horas después de la explosión llegó a Prípiat una enorme caravana de casi tres mil autobuses. Coches con megáfonos recorrieron las calles anunciando que la ciudad iba a ser evacuada por completo. Las tan necesarias tabletas de yodo comenzaron a ser repartidas entre la población, dando preferencia a los niños. Curiosamente, el temido brote de pánico no llegó a producirse. Hubo prisa y confusión, sí, pero todo transcurrió en un relativo orden. Quizá a ello contribuyó la versión que estaban dando los militares. La evacuación era temporal, tan sólo por tres días, el tiempo suficiente para asegurarse de que la situación en la central estaba controlada y de que no había ningún peligro para los habitantes de la ciudad.

Los habitantes de Prípiat tenían dos horas para hacer el equipaje y reunirse frente a sus casas, donde les recogerían los autobuses. Mientras subían a los autobuses blancos, muy pocos sospechaban que habían dejado atrás para siempre una vida a la que jamás regresarían. No todos se fueron. Los más duros de convencer fueron los ancianos. Aquella gente había vivido la ocupación alemana, había soportado los bombardeos y presenciado batallas y ejecuciones. Si Hitler con todo su ejército no había conseguido sacarles de su tierra, la central nuclear tampoco. Así que hubo unos pocos que desafiaron la orden oficial y se escondieron en sus hogares. Sus cuerpos sin vida fueron hallados semanas después.

En apenas tres horas y de forma completamente pacífica se evacuó Prípiat por completo. La interminable hilera de autobuses se alejaban dejando tras de sí una ciudad silenciosa, vacía, muerta… En el convoy, viajaban los primeros refugiados atómicos de la historia de Europa. Pero la evacuación se había llevado a cabo demasiado tarde. Los que estaban en los autobuses habían recibido en las últimas horas dosis muy altas de radiación. Su cuerpo, su sangre, empezó en esos mismos instantes a sufrir las primeras transformaciones. Muchos enfermarían, muchos desarrollarían cáncer y muchos morirían.

Ya no quedaba nadie en Prípiat salvo los militares y los miembros de la delegación científica del Kremlin, que estaban reunidos en el hotel. En el edificio, desde el que se dominaba la central, debatían la situación mientras se exponían a los mismos niveles de radiación que habían sufrido los que se habían marchado. Sin embargo, su valoración del asunto en esos momentos distaba mucho de ser realista: «Eran personas íntegras —recuerda Gorbachov—, especialistas… Yo no podía creer que fueran a hacer algo irresponsable o suicida. No, lo que sucedió es que ellos subestimaron la situación. Nuestro antiguo criterio ya no servía. Ya había habido accidentes nucleares en nuestro país, y en Estados Unidos también, pero esa información se había mantenido en secreto. Jamás había habido un accidente de semejante magnitud. Si incluso llegaron a pensar que el reactor volvería a estar en funcionamiento en un par de meses».

Aún no se había dado la confirmación oficial del accidente cuando los gobiernos de los países por los que pasaba la nube comenzaron a mostrar su desasosiego. Hans Blix era el director de la Organización Internacional de la Energía Atómica: «La ministra de Energía sueca llamó el lunes. Yo estaba en mi despacho en Viena. Me dijo que habían detectado niveles muy altos de radiactividad cerca de la central de Forsmark, al este de Suecia. Habían concluido que la fuente se encontraba en el exterior y me preguntó si nosotros sabíamos algo. Le dije que no, pero que nos pondríamos en contacto con los demás. Nos pusimos en contacto con el Ártico y allí no sabían nada. El siguiente lugar probable era Rusia, así que llamamos».

En algunos sitios ya se conocía la verdad. En cuanto comenzaron a surgir los primeros rumores, los satélites espía del Pentágono dirigieron sus cámaras hacia Ucrania y descubrieron la ruinas de Chernóbil. Desde el espacio la magnitud del desastre se apreciaba con toda claridad, y los sensores térmicos y de radiación de los satélites mostraban cómo el núcleo seguía incandescente y cómo de él emanaba una gran cantidad de humo radiactivo.

El secreto no podía ser mantenido por más tiempo y la Unión Soviética no tenía más remedio que informar del accidente a las autoridades internacionales. Gorbachov, harto de que la información le llegase de forma parcial y distorsionada, decidió acabar de un plumazo con la inmunidad de la que hasta aquel momento gozaba la industria nuclear soviética. Al habla con los responsables del KGB, les ordenó que se hicieran cargo del asunto y le informasen directamente a él de todo: el estado de la central, qué se estaba haciendo, qué se debatía por parte del equipo de científicos, todo…

Pero entre que llegaba y no llegaba la información fidedigna sobre lo que realmente estaba sucediendo en Chernóbil, la situación no hizo sino agravarse por momentos. Miles de toneladas de magma radiactivo continuaban bullendo a más de 3000 grados centígrados en el corazón del núcleo sin que nadie supiera cómo detenerlo. Lenta, pero inexorablemente, las emisiones de material radiactivo continuaron y Europa se encontró a merced de los caprichos del viento, que iba llevando la nube tóxica de un lugar a otro, cada vez más lejos.

LOS PILOTOS

Al tercer día de la crisis, el general Nikolái Antochkin llegó a la zona al mando de su flota de ochenta helicópteros (Mi-6, Mi-8, Mi-24 y Mi-26), lo más granado de la aviación soviética, veteranos de Afganistán, la élite de la fuerza de helicópteros. Nada más llegar, y a pesar de las protestas de sus subordinados, el general en persona decidió hacer un vuelo de reconocimiento a tan sólo doscientos metros de altura sobre el reactor: «Debido al terrible fuego, la temperatura a esa altura era de entre 120 y 180 grados centígrados. Nuestro detector de radiación tan sólo llegaba a los 500 roentgens. La aguja había enloquecido, estaba fuera de escala. Creo que a la altura a la que nos encontrábamos debía de haber, por lo menos, 1000 roentgens».

A pesar de la altura, tan sólo media hora de exposición a semejantes niveles habría sido letal. La temperatura y la fortísima corriente de aire radiactivo proyectado hacia arriba hacían muy complicada la aproximación, por lo que el general tendría que diseñar otra estrategia para sus pilotos. Se empezaron a barajar diversas opciones, pero ninguna terminó de convencer al general, ya que todas suponían un grave riesgo para la vida de sus hombres. Pero el tiempo corría en su contra. El incendio debía ser extinguido a la mayor brevedad posible y el reactor sellado para impedir que más y más polvo radiactivo saliera a la atmósfera.

Se decidió dar comienzo a la operación: los pilotos se las ingeniaron para mantener los aparatos estables sobre el núcleo en llamas mientras soldados sin equipamiento especial arrojaban desde ellos bolsas de ochenta kilos de arena con la que esperaban sofocar el fuego. Esperaban neutralizar el incendio arrojando al pozo infernal toneladas de arena y ácido bórico, que neutraliza la radiación. El primer día, los pilotos hicieron más de cien salidas, al día siguiente más de trescientas. En esos momentos, en su cota de vuelo, el nivel de radiación era de 3500 roentgens, más de nueve veces la dosis letal. Algunos pilotos realizaron más de treinta vuelos en un solo día. El nivel de peligro para ellos era mucho más alto que en Afganistán o en cualquier otra guerra conocida: estaban librando una colosal batalla aérea secreta de la que el mundo no sabría nunca nada. Cada vez que volaban sus cuerpos absorbían como poco 6 roentgens y si la maniobra se complicaba y tenían que estar en el aire más de la cuenta, esa cifra podía duplicarse sin mayores problemas. Los pilotos y los soldados encargados de arrojar las bolsas regresaban bañados en su propio sudor. Tras unas pocas misiones, exhaustos, descansaban un rato, se lavaban y comían algo. Pero no podían retener la comida a causa del envenenamiento radiactivo y al poco tiempo vomitaban todo cuanto habían comido. La mayoría de ellos lo asumían como una misión suicida y tenían pocas esperanzas de sobrevivir a aquello.

Un Mi-8, el mismo que había llevado a Ígor Kostin cuarenta y ocho horas antes para que tomara su mítica foto, tripulado por el mismo piloto, sufrió un terrible accidente. El piloto, víctima del cansancio y las altas dosis de radiación, sufrió un leve desvanecimiento, suficiente para hacerle perder momentáneamente el control del aparato, chocar con una de las grúas y precipitarse al núcleo incandescente del reactor. El trágico momento fue captado por los atónitos cámaras militares. Al final, la sensación de Ígor Kostin cuando sobrevolaba el cráter, de que estaba sobre la boca abierta de una tumba, resultó ser profética.

Algunos de ellos, como otras víctimas de la radiación desde que había comenzado la crisis, eran enviados al hospital número 6 de Moscú, el único centro especializado. Nadie sabía qué hacer con los cuerpos de las primeras víctimas. Se solicitaban con urgencia contenedores de zinc. Los cuerpos eran introducidos en ellos y enterrados en fosas comunes abiertas en la clandestinidad. El terror a aquellos cuerpos, convertidos más en desechos radiactivos que en despojos humanos, hizo que se deshicieran de ellos con la mayor rapidez posible en profundos hoyos abiertos en remotos parajes de la zona.

El ingreso de los primeros afectados en el hospital número 6 de Moscú fue documentado por operadores de cámara militares. Las imágenes son estremecedoras, pues difieren en muy poco de las imágenes que en su día se tomaron en Hiroshima o Nagasaki. Personas con el pelo cayendo a puñados de sus cabezas y la piel desprendiéndose a jirones de sus espaldas, atendidos por doctores y enfermeras con escafandras que apenas se atrevían a acercarse a ellos. Sufrieron la muerte atroz que está reservada a las personas que han sido expuestas a dosis muy altas de radiación. La médula ósea deja de funcionar. Se produce una anemia fulminante y el sistema inmunológico queda devastado. Lo siguiente en fallar es el sistema digestivo. Vómitos, diarrea, deshidratación e incapacidad para absorber cualquier alimento ingerido. Todo este proceso conlleva tremendos dolores. Finalmente, el cerebro comienza a sufrir daños, con hemorragias y edema cerebral.

LOS LIQUIDADORES

Un equipo detrás de otro de empleados de la central, bomberos, soldados, trabajadores de la construcción y voluntarios de toda condición eran conducidos en interminables filas de camiones hasta la que comenzó a denominarse la «zona de exclusión», un área cerrada de seguridad que se extendía en un radio de treinta kilómetros alrededor de la central siniestrada. Su misión era bregar con las consecuencias de la explosión del reactor y minimizar los daños en el menor tiempo posible, sin importar los riesgos en los que pudieran incurrir, que serían sin lugar a dudas muchos. Se les comenzó a llamar «los liquidadores».

Muchos de los liquidadores ni siquiera conocían la magnitud de aquello a lo que se enfrentaban. Tan sólo se les dijo que había habido un accidente en una instalación del gobierno y que tenían que mitigar los daños en el lugar y ayudar en las labores de limpieza de sus alrededores. Esos trabajadores, generalmente hombres de veinte a cuarenta y cinco, tenían perfiles muy diversos y procedían de Rusia, Bielorrusia, Ucrania y otras zonas de la Unión Soviética. En aquellas interminables filas de camiones que atestaban la carretera de Kíev a Chernóbil no eran inusuales conversaciones como ésta:

—¿Dónde vamos?

—Donde se te ordene.

—¿Cuánto tiempo estaremos?

—El que sea preciso.

—¿Se nos pagará?

—A su debido tiempo…

La primera idea fue recurrir a robots para intentar tapar el cráter. Existían prototipos muy sofisticados tanto en los hangares del ejército como en los de la agencia espacial soviética. Incluso se solicitó la ayuda de importantes empresas japonesas que también colaboraron prestando lo mejor de su tecnología. Su misión sería la de ir recogiendo todos los pedazos de grafito altamente radiactivo y devolverlos al cráter del que habían salido a fin de que quedaran allí para siempre una vez tapado. Pero la radiación era tan fuerte que alteraba sus circuitos y se detenían apenas se acercaban al reactor. Algunos de ellos parecían volverse literalmente dementes, perdían el control y, como si algo les hubiera insuflado una idea suicida en sus mentes sintéticas, se arrojaban al cráter ardiente.

El intento de lanzar materiales neutralizantes desde el aire a través de helicópteros parecía seguir siendo la mejor opción, pero pronto se descubrió que los helicópteros, sencillamente, no daban abasto ante la magnitud de la tarea. En algún momento alguien asumió que los seres humanos eran la única opción. Como ya se había demostrado en la Segunda Guerra Mundial, el mayor recurso, la mayor fuerza de la Unión Soviética, eran sus hombres, su número y su disciplina. Y así, volviendo de alguna forma a la época en que Stalin hacía cargar a mareas humanas desarmadas contra las tropas alemanas, un nuevo ejército, con la misma carencia de equipamiento adecuado, enfrentado a un enemigo igualmente formidable, fue organizado para librar una de las batallas más decisivas de la historia de la humanidad.

Se había descubierto un nuevo problema que necesitaba ser resuelto antes de continuar con los trabajos de liquidación: el techo de la central estaba cubierto de piezas altamente contaminadas de grafito. Una sola pieza emitía la suficiente radiactividad como para matar a un hombre en menos de una hora. Se envió algunos robots al techo para arrojar los restos por el borde. Pero la radiactividad ambiente comenzó a afectar incluso a las máquinas, que se volvían locas y se estropeaban. Un batallón de jóvenes reservistas se preparaba para subir al techo del reactor número 3.

Recogían el grafito radiactivo con sus manos desnudas, manejaban la pala con destreza, rompían cristales y todo ello a sabiendas de que cada segundo podía ser el que separase la vida de la muerte. Aún hoy, los expertos desconocen cómo es posible que aquellos hombres aguantasen sus tres minutos de servicio sin desplomarse a consecuencia de la radiación. Luego sonaba la sirena que avisaba de que el tiempo había terminado y corrían como alma que lleva el diablo. En el mejor de los casos, en ese pequeño rato habían recibido una dosis de radiación equivalente a la que en circunstancias normales habrían recibido en toda su vida. En el peor, la muerte ya corría por sus venas y comenzaría a manifestarse en tan sólo unas horas.

Durante los siguientes siete meses, más de 700 000 hombres, pobremente equipados, se enfrentaron mano a mano con el monstruo atómico en una desigual batalla. Los hombres se enfrentaban al monstruo, a aquella maquinaria infernal, desprovistos de la mínima protección necesaria, con apenas un mono blanco y una mascarilla como los que se utilizan para fumigar las cosechas. Enviados a morir por sus superiores, fueron conscientes de que el peligro que estaban corriendo era necesario para salvar muchas vidas en todo el mundo. Fueron héroes y fueron víctimas. Las cifras de muertos por la catástrofe de Chernóbil no fueron mucho mayores porque ellos —bomberos, soldados, médicos, albañiles, mineros— cumplieron con su deber y no dudaron en inscribir sus propios nombres en la siniestra estadística de las bajas. Fue una guerra secreta, despiadada, que se saldó con el sacrificio de las vidas de miles de héroes casi olvidados. Gracias a su sacrificio se evitó lo peor, una segunda explosión, de la envergadura de una bomba de hidrógeno, cuyas consecuencias hubieran devastado buena parte de Europa. Indudablemente, todos tenemos una gran deuda de gratitud con esas personas.

Tan sólo iban provistos de máscaras antigás proporcionadas por los militares, del modelo conocido entre los soldados como «morros de cerdo», por su forma característica. Entre la radiación, el sudor y su deficiente fabricación, provocaban unas dolorosas llagas en la cara. También se improvisaron unos precarios trajes protectores utilizando planchas de plomo. Eran increíblemente pesados, incómodos y la protección real que proporcionaban era más que discutible. Cuando se pedía un voluntario para cualquier cosa, por peligrosa que fuera, todos ellos daban un paso al frente… Ésa era la costumbre soviética; lo contrario hubiera sido impensable.

UNA MISIÓN SUICIDA

La misión era tan sencilla como suicida y demencial: colocarse un traje de más de treinta kilos de peso, confeccionado precariamente con retales de plomo y otros materiales, y salir rápidamente a la azotea del reactor, durante tan sólo tres minutos para, en el menor tiempo posible, recoger todos los escombros y restos que diera tiempo y volverlos arrojar al interior. En aquella azotea, la dosis de radiación era veinte veces superior a la considerada letal. Una vez hecho eso, cumplidos los tres minutos, la misión se daba por concluida y el traje protector pasaba a otro compañero. Ígor Kostin también estaba allí tomando fotos. En sus instantáneas se ve a estos hombres cortando planchas de plomo con apenas unas tijeras. Ataviándose con una armadura que todos dudaban que les fuera a preservar de una muerte horrible. Se puede intuir sin dificultad el miedo que traspasaba a aquellos hombres, enfrentados a algo que nunca antes alguien había tenido que hacer en toda la historia de la humanidad. Nadie hablaba, nadie bromeaba para ahuyentar el miedo, todo se preparaba con la fúnebre eficacia y parsimonia con que se hacen los preparativos de una ejecución.

Algunos, muchos en realidad, habían llegado allí sin saber qué tendrían que hacer. Se les habló de importantes sumas de dinero, de un coche. Los militares tenían su elección mucho más fácil, tres minutos en el reactor o tres años en Afganistán. La inmensa mayoría eligió el reactor, pensando que allí tendrían al menos una oportunidad de librarse de los afilados cuchillos y las bombas de los muyahidines. Pero también fueron muchos los que, mientras les colocaban la improvisada coraza y les explicaban lo que tendrían que hacer, se dieron cuenta de que habían elegido mal.

Los primeros en internarse en el infierno radiactivo habían colocado cámaras de circuito cerrado para vigilar los movimientos del monstruo. En una sala, repleta de pantallas y planos, cada equipo recibía sus instrucciones. Se trataba de tareas increíblemente sencillas, pero que debían ser ejecutadas con toda rapidez y absoluta precisión: «Tú y tú moveréis esa piedra. A ti te toca recoger las tres varillas de acero que hay aquí, aquí y aquí… ¿Las ves? Bien… Y tú tendrás que correr como nunca antes en tu vida. Coge esos dos tablones, atraviesa ese corredor y colócalos de forma que una carrerilla pueda sortear este escalón. Luego regresa… Si no tardas más de noventa segundos, no te tiene por qué suceder nada».

Pero también hubo muchos héroes… Personas que comprendieron que el futuro de la Unión Soviética, de Europa, del mundo entero estaba en sus manos. Hombres que fueron conscientes de que aquel agujero no se iba a cerrar solo y que cada segundo que permaneciera abierto podía significar la muerte, muy lejos de allí, de alguien a quien no conocían, de una bella muchacha sueca, de un niño francés, de sus propios seres queridos. El amor a la patria, tan presente hoy día en Ucrania como en aquellos momentos, pudo en ellos más que cualquier consideración sobre la seguridad o el bienestar personal. Como hacen los héroes, caminaron hacia la muerte sin rechistar, sin aspavientos ni declaraciones, a cumplir con su deber. Quizá el testimonio más elocuente sobre el valor y el sacrificio de esas personas sea el que obtuvimos de Ígor Kostin: «Yo soy Ígor Kostin, y declaro hoy, como lo he hecho siempre, que estoy dispuesto a ponerme de rodillas ante la gran memoria de esta gente tan valiente… Ellos están muy enfermos y han sido olvidados… Nadie se acuerda de ellos. Y ningún hijo de puta les pregunta: ¿Cómo está? ¿Qué necesita? ¿Cómo puedo ayudarle?».

A día de hoy, el secreto y la desidia han terminado con la mayoría de los detalles, los informes y los datos del proceso de liquidación. Ni siquiera se conoce la identidad de muchos de esos hombres. Las cifras de muertos son motivo de controversia. Entre los expertos se acepta, a pesar de que los datos oficiales lo desmienten, que tan sólo en los primeros días, en pleno fragor de la batalla contra el reactor, cayeron casi nueve mil liquidadores en Chernóbil.

Pero no todos los problemas estaban en el tejado. Resultaba sumamente urgente hacer algo para impedir que el magma radiactivo se filtrara hacia abajo en el subsuelo de arena. Bajo el reactor hay un gigantesco acuífero que abastece a todo el país de agua. Si el magma incandescente se hundía y alcanzaba las aguas subterráneas, se contaminaría el río Prípiat, a continuación el Dniéper, Kíev… El mar Negro… No como lo están ahora, con leves niveles de radiación, sino inutilizables para siempre. Era absolutamente necesario encontrar una solución. Tras horas de debate se consideró un plan. Acabaría con el problema a un coste muy alto, ya que su ejecución suponía la pérdida de muchas vidas.

El 12 de mayo de 1986, diecisiete días después de la explosión inicial, los mineros de Toula, a mil kilómetros de Chernóbil, recibieron la visita del viceministro de la Industria Minera. Les dio veinticuatro horas para recoger sus pertenencias. Al día siguiente fueron llevados en autobús al aeropuerto de Moscú. El 13 de mayo ya estaban trabajando en Chernóbil. Su misión: alcanzar el reactor a través del único camino posible, bajo tierra. Tenían que cavar un túnel de 150 metros y luego construir una sala de 30 metros de largo y 30 metros de ancho para contener un dispositivo de refrigeración destinado a enfriar el reactor. Para limitar su exposición a la radiación, los mineros cavaron 12 metros de profundidad antes de iniciar su camino hacia el reactor en llamas. Allí construyeron una habitación de 2 metros de altura y 30 metros de ancho que albergaría un sistema de refrigeración de nitrógeno líquido.

A lo largo del siguiente mes, diez mil mineros procedentes de Rusia y las regiones mineras de Ucrania trabajaban en el túnel. La mayor parte de ellos eran muy jóvenes, de entre veinte y treinta años de edad. En el interior del túnel, que, debido a lo precario de su construcción, no había sido dotado de ningún sistema de ventilación, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados y las mediciones de radiactividad llegaban a valores mínimos de 1 roentgen por hora. Los trabajos debían llevarse a cabo sin ningún tipo de protección. Los mineros pronto descubrieron que las máscaras que les habían facilitado resultaban inútiles por completo, porque los filtros se empapaban pasados unos minutos. Poco tiempo después a alguien se le ocurrió que si no llevaban máscaras, tampoco tenía demasiado sentido conservar las camisas con aquel calor, así que se las quitaron también. Comían y bebían dentro de la galería, lo cual resultó fatal, ya que las partículas radiactivas fueron ingeridas y así penetraron en el cuerpo de los mineros. Se dice que uno de ellos tragó un grano de arena que debía ser altamente radiactivo y murió a los pocos días. Era imposible saber lo que cada uno había inhalado o ingerido. Batallones de 30 mineros se relevaban cada tres horas, 24 horas al día. En 34 días cavaron un túnel de 150 metros, algo que en una mina normal habría llevado más de tres meses.

Ni un solo minero estuvo a salvo de la radiación. Ni una sola vez se les informó de los peligros reales a los que se enfrentaban. Finalmente, los mineros cumplieron con su misión, pero el sistema de enfriamiento no se instaló bajo el reactor. La sala subterránea se rellenó con cemento para consolidar la estructura. Oficialmente, cada minero recibió de 30 a 60 roentgens, pero se cree que recibieron hasta cinco veces esa cantidad. Una cuarta parte de esos hombres murieron antes de cumplir los cuarenta años. Dos mil quinientas vidas perdidas que no aparecen en ninguna estadística oficial.

El general Nikolái Tarakánov fue enviado a la zona al mando de las tropas de tierra. Durante el siguiente año, cien mil soldados y oficiales pasaron por Chernóbil. Todos ellos eran reservistas. Fueron convocados por la administración en sus ciudades y enviados al frente. La Unión Soviética estaba librando su gran batalla final. El ejército de Chernóbil era mayor que el de Napoleón.

Desde el cielo, los helicópteros lanzaban toneladas de una sustancia pegajosa llamada «burba»: una mezcla de yesos diseñada para fijar el polvo radiactivo en el suelo. Las brigadas de liquidadores llevaban a cabo la limpieza de la zona y, casa por casa, eliminan la capa de polvo radiactivo que lo cubría todo. Se formaron escuadrones especiales de caza. Patrullaban las zonas rurales y los bosques con fusiles, matando a gatos, perros, caballos, jabalíes, todo… Los animales tenían que ser eliminados, ya que eran como vehículos incontrolados que extendían la contaminación.

Ocho semanas después de la explosión, a los liquidadores no les quedó más remedio que abordar el problema: el reactor tenía que ser aislado. Se diseñó una estructura enorme que cubriría por completo el cuarto reactor. Un sarcófago de acero y cemento de 170 metros de largo y 66 metros de alto. El reto era de proporciones nunca vistas hasta el momento, un proyecto único, ya que nadie había construido una estructura como ésa en una zona radiactiva. Cada pieza metálica de la estructura era prefabricada, a veces a cientos de kilómetros de distancia, formando un rompecabezas extraordinario: vigas de 150 toneladas y 70 metros de largo, contrafuertes de 45 metros de altura. Al más mínimo error de cálculo hubiera sido imposible ensamblar todo. A pesar de las condiciones extremas, el trabajo avanzaba.

Más de 400 000 personas fueron forzadas a evacuar el área afectada, dejando atrás sus casas, sus pertenencias, sus recuerdos, sus trabajos, y cualquier vínculo laboral, económico, familiar y social que hubieran tenido. Sólo se les permitió llevar consigo sus documentos y el dinero que tuvieran en casa. Quinientos pueblos y aldeas fueron evacuados. Sus habitantes nunca regresaron a sus casas.

Abrumado por lo sucedido, por las decisiones tomadas y por las que no llegaron a tomarse a tiempo, el 26 de abril de 1988, exactamente el mismo día en que se cumplían dos años del accidente de Chernóbil, Valeri Legasov, el hombre puesto al mando de la gestión de la catástrofe por Gorbachov, se quitó la vida de un disparo en la cabeza.