1. VIAJANDO A UCRANIA

Hay días en los que uno no tiene la menor sospecha de que está a punto de suceder algo que va a influir en su vida de forma decisiva. Para mí, uno de esos días tuvo lugar a mediados de agosto de 2010. Tras el obligado paréntesis veraniego, había llegado el momento de retomar el trabajo en el programa de televisión en el que trabajo, Cuarto milenio. A pesar de que aún quedaban unos días para la reincorporación y las frenéticas jornadas que suelen sucederse para la preparación de una nueva temporada, decidí acercarme al domicilio de nuestro director, Iker Jiménez, para saludarle e intercambiar impresiones sobre cómo se presentaba el nuevo año televisivo…

Él y su esposa Carmen me recibieron con el afecto entrañable que es habitual en ellos, y nada más pisar aquella casa, que, como suele suceder con las casas de los amigos, en alguna ocasión ha sido refugio en tiempos complicados, me sentí como traspasando la puerta de un segundo hogar.

Tras las cortesías propias de las fechas en que estábamos (¿qué tal las vacaciones?), comenzamos a hablar de trabajo en el despacho de Iker y, al cabo de un rato, me hizo una pregunta que me cogió completamente desprevenido: «Santi, ¿todavía quieres ir a Chernóbil?». Dos años antes habíamos realizado un programa especial sobre la catástrofe de Chernóbil titulado «La noche del fin del mundo». Fue una producción ambiciosa y que tuvo un gran éxito. Durante su elaboración surgió la idea de que alguien del equipo fuera allí a obtener material de primera mano que complementase los excepcionales documentos que habíamos obtenido. Antes de que nadie se ofreciera, alcé la mano y dije: «Yo voy». Ni yo mismo sé por qué lo hice, pero lo cierto es que la idea de pisar aquellas calles desoladas que tan bien conocía después de visionar horas de metraje, me atraía con fuerza. Iker lo consideró y finalmente se negó. Era un riesgo que, personalmente, no estaba dispuesto a asumir. Todos los informes indicaban que, con las debidas precauciones, no existía un riesgo inmediato derivado de visitar la zona de exclusión… Pero siempre quedaba la duda; y esa duda, sobre si una posible enfermedad futura podría o no estar en el origen de aquella extraña aventura, le pareció suficiente como para negarse a arriesgar la integridad física de un miembro de su equipo.

Así que, con tales precedentes, la pregunta me sorprendió, pero la respuesta siguió siendo la misma que la primera vez: «Por supuesto».

Al parecer, había llegado al correo electrónico del programa una comunicación por parte de Chernobileko Umeak (en euskera, «Niños de Chernóbil»), una asociación vasca que, como otras en distintos puntos de la geografía española, se dedica a acoger en verano a niños de las zonas afectadas por el accidente de la central nuclear. El correo electrónico decía así:

Querido Iker Jiménez:

Antes de nada nos gustaría presentarnos. Somos la Asociación Chernobileko Umeak, una ONG que acoge durante los meses de verano en el País Vasco a niños y niñas afectados por la catástrofe de Chernóbil. Los voluntarios llevamos quince años trabajando en ello, si bien hace uno creamos esta asociación más cercana a las familias y los niños. Todos los años realizamos dos viajes a Ucrania, el primero trayendo a los menores, y el segundo, llevándolos de vuelta a su país, aprovechando la estancia en ambos para seleccionar a los menores visitándolos casa por casa, y otorgando máxima prioridad a aquellos cuya necesidad y proximidad con la central es mayor. Tenemos conocimiento de que has tratado con anterioridad el tema de la catástrofe nuclear de Chernóbil, y ése es el motivo por el que contactamos contigo. Quisiéramos hacerte saber que el día 30 de agosto voluntarios de nuestra asociación viajarán con los menores de acogida de vuelta a su país, y es nuestra intención volver a visitar la central nuclear, como hicimos en anteriores viajes. Dado que el año que viene es el 25 aniversario de la catástrofe, hemos pensado que podrías estar interesado en el tema, estando nuestra asociación abierta a cualquier tipo de colaboración, ya sea material documental, o en lo que al contacto con familias afectadas por el desastre nuclear en Ucrania se refiere, tratando así de recordar un tema que a pesar de que se ha dado por olvidado, sigue vivo, y que debemos seguir recordando.

Básicamente, lo que nos proponían era ir de «empotrados» (periodista que realiza su crónica en el frente junto a las tropas en vivo y en directo) en su expedición para no solamente hacer un viaje a Chernóbil, sino además tener una perspectiva del lugar y de sus circunstancias que difícilmente puede conseguir un turista. Su propósito era completamente altruista. El compromiso de esta asociación con la problemática de los niños de Chernóbil es tan profundo que tan sólo deseaban que el mayor número de personas posible pudiera conocer el problema, sin querer atribuirse ellos mayor protagonismo.

Chernobileko Umeak nació como una asociación de ámbito pequeño, pero aun así su labor es ingente. En 2010 habían conseguido, con no poco esfuerzo, llevar casi un centenar de niños ucranianos hasta el País Vasco. Como nos explicaría días después Enrique Angulo, voluntario de la asociación: «Nuestra idea sigue siendo la misma: queremos tener una mayor cercanía con el acogimiento, tanto con las familias, para que sean conscientes de donde se meten, como con los niños, para que estén lo mejor posible… El vínculo es tan fuerte que las familias acaban teniendo un hijo que vive en Ucrania».

El programa de acogida tiene un propósito claro: que los pequeños puedan salir, aunque sólo sea por unos días, del entorno tóxico, en más de un sentido, que supone la zona afectada por el escape de Chernóbil. Aunque en el resto de Europa sea una verdad incómoda y desconocida, lo cierto es que los niveles de contaminación en el entorno donde viven estos menores siguen siendo intolerables.

ESCAPANDO DEL INFIERNO

La Organización Mundial de la Salud recomienda que al menos durante cuarenta días al año los niños dejen de estar expuestos al ambiente de la zona afectada. Chernobileko Umeak ofrece un programa de unos dos meses de duración. Actos que a nosotros nos pueden parecer tan cotidianos que no les damos importancia, como respirar aire no contaminado, comer y beber alimentos sanos y sin metales pesados, etcétera, son vitales para estos niños y, sólo con eso, se consigue que su sistema inmunitario, devastado por las circunstancias en las que viven (se ha llegado a hablar del «sida de Chernóbil»), se reactive. Pero el programa también tiene beneficios colaterales, no sólo para los niños, sino también para las familias de acogida: «No hay ningún requisito previo, aquí cabe cualquier modelo de familia».

Los niños ven otras formas de vivir, otros modelos de familia y de sociedad. Aprenden nuevas formas de interactuar con la gente, los amigos y entre los miembros de la familia. Aprenden otras realidades como el reparto de tareas domésticas. En resumen, se ven expuestos a un ambiente, no sólo físico, sino psicológico y moral, muy diferente del que están habituados, y los mismos beneficios que recibe su cuerpo son aplicables a su mente.

Claro que tampoco nos llevemos una imagen idílica de niños que reciben un modelo cultural nuevo y lo aplican sin problemas nada más bajarse del avión en Ucrania. La realidad allí es muy difícil y, en la mayor parte de las ocasiones, el entorno tiene más peso que lo que aprenden en unas cuantas semanas en España. Pero la semilla queda plantada y son muchos los que adoptan los roles y modelos que han adquirido en nuestro país cuando llegan a la edad adulta.

Aunque pueda creerse lo contrario, estos niños no están deseando quedarse en España. Puede haber algún caso que se sienta tentado por una realidad mucho menos cruda que la que tienen que afrontar en el día a día. Una cosa que tuve ocasión de comprobar de primera mano días después es que el ucraniano es, por regla general, patriota y orgulloso, y estos niños no lo son menos. Me contaba Enrique que en muchas ocasiones, abrumados por la opulencia que veían en las casas de acogida, su reacción defensiva inmediata era afirmar que lo que tenían en Ucrania era mejor, aunque fuera estirando un poquito la realidad. Si se les mostraba una bicicleta automáticamente decían que en Ucrania tenían dos, lo cual era cierto (son niños increíblemente sinceros), aunque una de ellas estuviera comida por el óxido y en cualquier otro lugar del mundo fuera considerada un desecho radiactivo y la otra no tuviera ruedas. Si había un par de televisores en la casa, el chaval sonreía con cierta suficiencia y afirmaba que en su casa había al menos uno en cada habitación, lo cual tampoco era falso, ya que existe la costumbre de reciclar los muebles de los televisores antiguos y, vaciados de la pantalla y las piezas electrónicas, utilizarlos como repisas o estanterías.

La labor de una asociación de acogida como Chernobileko Umeak es complicada. El proceso se inicia con la vuelta de los menores a su país. Con ellos viaja un equipo de personas voluntarias que, además de acompañarles y tener las reuniones de valoración con las asociaciones y familias locales, tiene que visitar, casa por casa, a cada uno de los candidatos a formar parte del programa del próximo año. Desgraciadamente, hay más candidatos que plazas disponibles, por lo que es necesario hacer una selección de los casos que necesitan ayuda con más urgencia.

Aun así, hay nuevas incorporaciones todos los años. La necesidad de los pequeños de salir de la zona es enorme, y la asociación se vuelca al ciento cincuenta por ciento para traer a la mayor cantidad de ellos, en especial a los casos que se consideran apremiantes por su delicado estado de salud o por vivir en circunstancias familiares más complicadas. Dentro de este grupo destacan los casos concretos de pequeños que presentan problemas de salud importantes que exceden las capacidades del sistema sanitario de Ucrania y que requieren un tratamiento específico en España. Es por ello que otra parte de la labor de la asociación es tantear las posibilidades de que alguna clínica o fundación se haga cargo del diagnóstico y posible intervención de estos pequeños.

Lo siguiente, e igualmente complicado, es encontrar a las familias de acogida. Las familias son el alma máter del proyecto, ya que resulta evidente que sin ellas no se podría traer a ningún niño. Encontrar familias dispuestas a hacer este sacrificio y que cumplan con unos requisitos mínimos resulta muy difícil, aunque a los miembros de la asociación les cabe el legítimo orgullo de que la familia que acoge a uno de estos niños se sigue apuntando al programa un año tras otro, encantados con la experiencia.

En principio no hay ningún estándar, y cabe cualquier modelo de familia: familias con hijos, sin hijos, monoparentales, parejas de hecho, solteros, mayores, jóvenes… Cada niño encuentra su familia ideal.

Lo que sí lleva un gran trabajo por parte de la asociación es emparejar a cada niño con la familia que mejor se adapta a sus necesidades. Se requiere un conocimiento óptimo del menor y de los miembros del hogar de acogida. Hay un equipo que contrasta los datos de unos y otros y valora tanto a los niños y a sus familiares como a los miembros de la familia de acogida.

Es un trabajo importante, porque estamos hablando de un vínculo que puede durar mucho, mucho tiempo. Los lazos que se crean entre niños y padres de acogida son muy fuertes. Los niños comienzan a viajar con siete u ocho años y finalizan con dieciocho. Muchos de los que superan esta edad regresan por su cuenta durante los veranos, porque el vínculo que se crea es tan profundo que para los padres de acogida supone tener un hijo que está viviendo en Ucrania.

PREPARATIVOS

Los preparativos del viaje fueron mucho más complicados de lo que en un principio se pudiera suponer. Para nuestra sorpresa, fue imposible cerrar desde Madrid una excursión con una de las diversas empresas que organizan viajes a la zona de exclusión. Algo que en principio parecía fácil, comenzó a convertirse en una pequeña pesadilla. Desde Ucrania se nos confió que el problema procedía de un cambio de política de las autoridades respecto a las visitas a la zona de exclusión y más tratándose de periodistas.

Hasta la presente fecha, la zona de exclusión ha ido poco a poco convirtiéndose en una atracción para los amantes del turismo extremo. Por precios de alrededor de 170 dólares por persona, una cantidad de dinero considerable en Ucrania, los visitantes son conducidos por la zona como quien visita un safari park. La descarga de adrenalina para los turistas está asegurada, así como unos importantes beneficios para las empresas que explotan este negocio. Todo parecía funcionar relativamente bien, pero las autoridades turísticas ucranianas comenzaron a darse cuenta de que se enfrentaban a un arma de doble filo y que podían estar tirándose piedras contra su propio tejado al fomentar estas visitas. Si bien es cierto que la zona en sí misma era una fuente de atracción morbosa para los curiosos, no es menos cierto que al regresar a sus países y contar su aventura, reflejaban una imagen de Ucrania que se emparentaba más con las películas de Mad Max que con la imagen de país bello y amable que las autoridades quieren fomentar. Si, para colmo, se trataba de un equipo de televisión…

En cualquier caso, el panorama que se encontró Nuria Pascual, la encargada de producción que nos organizó el viaje, fue, cuando menos, desconcertante… El primer paso en falso fue con la agencia de viajes con la que habitualmente trabaja el programa. Acostumbrados desde hace seis años a encargos insólitos, no les pareció especialmente extraña nuestra petición. Es más, a las pocas horas teníamos un presupuesto cerrado que incluía guía, intérprete, conductor y la visita a la zona de exclusión. Sin embargo, veinticuatro horas después recibimos un correo electrónico en el que se nos comunicaba que el citado presupuesto no debía ser tenido en cuenta, que bajo ningún concepto iban a «arriesgar la vida y la salud de sus empleados» en una incursión a la zona. De repente parecía que lo que se estaba comercializando hasta el momento como una simple visita turística de dudoso gusto se hubiera convertido, de la noche a la mañana, en poco menos que una misión suicida.

Trabajando en televisión, y más en nuestro programa, Nuria es una profesional que no se deja impresionar por los imprevistos. Así pues, se decidió no contratar a nuestros proveedores habituales y recurrir a la fuente, Ucrania. Rápidamente se puso en contacto con las empresas que ofrecían rutas por la zona. Igual que antes, la primera respuesta resultó positiva en todos los casos. Nos llegaban presupuestos e itinerarios completos del programa:

Duración de la excursión al desastre de Chernóbil y Prípiat: 1 día. Se sale de Kíev a las 9.00 de la mañana y se regresa a Kíev a las 6.00 de la tarde.

Kíev — Chernóbil. Pasando Ditiatki, en la frontera de la zona de Chernóbil, kilómetro 30.

Llegada a la ciudad de Chernóbil. Reunión con las autoridades de la Agencia Chernobyl Interinform.

Traslado al pueblo de Leliyov. Pasando la frontera con la zona de 10 km.

Traslado a la central nuclear de Chernóbil y visita al reactor 4.

Visita a Prípiat, «la ciudad muerta».

Parada cerca del Bosque Rojo.

Volver a Chernóbil. Almuerzo. (La comida procede del exterior de la zona de Chernóbil).

Visita al Centro Científico de Chernóbil y a los laboratorios de radioquímica y física, entre otros.

Visita al pueblo Opachychi, y reunión con los «colonos retornados», las personas que han regresado a sus aldeas después de la evacuación (opcional).

Pasaje a la aldea de Rossoja, un cementerio de maquinaria militar (actualmente no disponible).

El paso a través del punto de control de Ditiatki. Medición de la radiación.

Regreso a Kíev en torno a las 18.00.

Se trata de un «todo incluido», con un guía en inglés. Incluye: recogida y regreso a Kíev, pase de acceso y transporte en la zona, almuerzo y guía en inglés.

Para su información

Al entrar y salir de la zona de treinta kilómetros, los participantes se someten a pruebas de radiactividad.

Durante la excursión, se admite el uso de dosímetros personales.

Fotos y grabación de vídeo permitidos.

A primera vista, poca diferencia parecía haber entre aquello y una visita, digamos, a Segovia. Recogida en Madrid, acueducto, Alcázar, cochinillo y regreso antes de la hora de cenar.

Sin embargo, en todas y cada una de las ocasiones, el intento se volvía a malograr pasadas veinticuatro horas. «No puede ser», «No quedan plazas, ninguna, ni para esa ni para otras fechas», «Ya no nos dedicamos a eso»… Algunas de las respuestas que recibió nuestra compañera Nuria tenían un tono mucho más inquietante: «Ése es un tema oscuro… Mejor no tocarlo», «Si insisten en venir como periodistas van a tener muchos problemas, problemas graves. No hay permisos para ustedes».

INCENDIOS

Resultaba evidente que había algún tipo de consigna para limitar las visitas en general y cortar de raíz las de la prensa. Incluso llegamos a pensar (la suspicacia del periodista) si aquello no podría deberse a que se hubiera descontrolado de alguna forma la situación en la zona y las autoridades estuvieran intentando evitar que la noticia saliera de Ucrania.

Aquel verano había sido noticia de portada la inédita oleada de incendios forestales que había devastado Rusia y algunos otros países de la antigua Unión Soviética. La causa había sido el verano más cálido y seco que se recordaba en la región, con máximas que excedían los cuarenta grados, algo que no recordaban ni los más viejos del lugar. El gobierno de Rusia había advertido de que los incendios que estaba sufriendo el país, los peores en casi cuatro décadas, llevaban consigo una seria amenaza nuclear en caso de no ser controlados adecuadamente en un breve plazo. Mientras, el número de víctimas continuaba aumentando y la situación volviéndose más y más volátil a medida que pasaban los días sin que terminasen los fuegos.

El ministro de Emergencias, Serguéi Shoigú, alertó de que el calor de las llamas en la región de Briansk —que ya sufrió en sus propias carnes la mordedura radiactiva de la explosión de Chernóbil y cuyo suelo e incluso la madera de sus árboles incorporó buena parte de materias tóxicas que no han podido ser eliminadas— podría liberar a la atmósfera partículas radiactivas dañinas. «Los radionucleidos podrían alcanzar el aire junto con una combustión de partículas, lo que derivaría en una zona contaminada», explicó el funcionario ruso.

Los ciudadanos de Briansk expresaron su preocupación en Internet a través de Facebook, Twitter y blogs particulares. «Me empecé a sentir mal cuando oí que en el bosque se utilizan robots para apagar el fuego y que ya no dejan que se acerquen personas», apuntaba el bloguero Doc, recordando otras épocas que parecían ya pasadas. Su ciudad, con más de 400 000 habitantes, está ubicada al sudoeste de Moscú y a unos 300 kilómetros de Chernóbil.

No era el único foco crítico al que tenían que hacer frente las autoridades rusas en aquellos días. Cerca del centro de investigación nuclear de Zarov, al este de la capital rusa, el fuego cerraba su cerco de llamas amenazando con aislar esta instalación vital. Sin embargo, la situación allí, siendo crítica como era, se encontraba bajo todo el control que podía estar en aquellas circunstancias, pese a que la densidad del humo dificultaba los trabajos. Los operarios y los bomberos apenas podían ver más allá de unos quince metros de distancia, y la respiración, sin botellas de aire, se hacía muy dificultosa. Aun así, más de mil efectivos y un centenar de vehículos trabajaron sin descanso, día y noche, para retirar todo el material explosivo y radiactivo de una de las instalaciones estratégicas más importantes del país.

En la capital, lejos de las amenazas radiactivas, aunque no lo suficiente, las preocupaciones eran distintas. Los militares intentaban impedir que el fuego alcanzase a los polvorines que rodean la ciudad y que, en caso de estallar, podrían provocar destrozos que en bien poco envidiarían a los causados por un pequeño artefacto nuclear. Una incesante hilera de camiones salía de estas instalaciones, intentando poner a buen resguardo misiles y otros proyectiles de artillería. La capital se encontró durante no pocos días sumida en una densa nube de humo, que parecía una espesa niebla y que causó estragos entre los ciudadanos con afecciones respiratorias. En los aeropuertos, uno tras otro, los vuelos eran retrasados debido a las condiciones de escasa visibilidad que dificultaban o impedían los despegues y aterrizajes.

Aquella oleada de incendios forestales se saldó con la muerte de casi un centenar de personas, arrasando más de 700 000 hectáreas de bosques y destruyendo más de 10 millones de hectáreas de cultivos. Tanto fue así que se temió que se produjera una situación de desabastecimiento y el gobierno prohibió la exportación de grano.

Pero no tardamos en descubrir que aquello, aunque grave, no podía ser la causa de la nueva política informativa. Los caprichosos vientos, que tanto daño habían provocado en otra época diseminando la radiación de manera aleatoria, aquella vez habían respetado a Ucrania, manteniendo los fuegos lejos de su territorio…

En cualquier caso, fuera cual fuese la causa de la hostilidad reinante hacia nuestra presencia en Chernóbil, los preparativos del viaje debían continuar. Puse a los miembros de Chernobileko Umeak al corriente de nuestras dificultades y me sorprendió que rápidamente le quitaran importancia al asunto. Me aseguraron que todo iba a ir bien, simplemente teníamos que dejar la cuestión en sus manos y confiar en sus muchos años de experiencia sobre el terreno. Ucrania, como casi todos los países de la antigua órbita soviética, tiene sus particularidades y vericuetos, sutilezas que desde una mentalidad occidental a veces son muy difíciles de captar. Ellos se ocuparían de todo, de los guías, los permisos, el conductor…

Así lo hicimos… Este tipo de saltos al vacío, sin ser lo deseable, son relativamente habituales en la vida de un reportero. Nos limitamos a tener listo aquello que estaba en nuestra mano y cruzar los dedos para que el resto saliera como esperábamos.

Los preparativos técnicos fueron sencillos. Dado que queríamos pasar desapercibidos, redujimos las tres personas que forman el equipo de rodaje habitual (ayudante de cámara, cámara y reportero) a sólo dos (cámara y reportero). Ambos rodaríamos imágenes y en montaje ya se decidiría qué material se podía salvar. Nada de trípodes, nada de focos… habría que rodar en condiciones de máxima economía de medios. Por lo demás, el equipo venía a ser el siguiente: dos cámaras profesionales, dos cámaras domésticas (por si teníamos que pasar por turistas), dinero en efectivo, ropa suficiente —incluido calzado adicional— para desechar tras las entradas a la zona, y el cargamento habitual de baterías, cintas, etcétera.

La única buena noticia que me depararon aquellos días de preparativos inciertos fue que el operador de cámara que me iba a acompañar iba a ser Marcos Macarro. Para empezar, a nivel personal, podía considerarlo como un buen presagio. Marcos había sido el cámara que me acompañó en mi primer encargo como reportero de televisión y, desde entonces, se había ganado a pulso una merecida reputación como alguien cuya calidad humana era sólo comparable con la profesional. Meticuloso, detallista, era un viajero que había puesto su pie en algunos de los lugares más conflictivos del planeta y reflejado a través de su objetivo paisajes y personas de los cinco continentes: desde los monasterios del Tíbet a las selvas del Amazonas, de los desiertos de Etiopía a las junglas de asfalto y chapa de los peores barrios de Centroamérica. Si, como prometían los indicios que nos llegaban desde Ucrania, iba a haber alguna que otra situación comprometida, no podía haber escogido un mejor compañero para afrontarlas.

Según iban pasando los días, me iba sintiendo cada vez más intranquilo… El resultado de nuestra aventura era incierto. No sabíamos si podríamos entrar en la zona, si una vez allí seríamos descubiertos, si podrían detenernos y ni siquiera teníamos una idea clara de los riesgos a los que nos enfrentábamos. Las versiones respecto a los peligros de contaminación en la zona eran muy diversas según a la fuente que recurrieses y, a pesar de las excursiones organizadas, ninguna de ellas era especialmente tranquilizadora.

30 DE AGOSTO DE 2010

Por fin había llegado el gran día. Marcos y yo llegamos a la terminal número 4 del aeropuerto madrileño de Barajas. Se apreciaba a simple vista que aquél era un día ajetreado en la terminal. En una fecha típica del relevo de las vacaciones, el movimiento de gente con maletas era constante e intenso. En un puesto de información preguntamos dónde facturaba Líneas Aéreas de Ucrania. Mucho antes de llegar al número indicado, no nos cupo ninguna duda de que habíamos llegado al lugar adecuado.

Diseminados por toda la zona se encontraban un centenar de niños y niñas de todas las edades… Desde pequeños de apenas ocho años con sus mochilas de Bob Esponja y sus muñecos bajo el brazo hasta jovencitos bullangueros de catorce que bromeaban entre ellos. También había adolescentes de dieciséis o diecisiete que se mostraban sorprendentemente maduros y ayudaban a los adultos en la complicada tarea de controlar a los más pequeños, visiblemente excitados por el viaje…

Lo primero que llamaba la atención era la belleza de aquellos pequeños. Eran unos niños y niñas guapísimos, en su mayoría rubios, de ojos muy claros y facciones cuya armonía se aproximaba a la perfección. Cuando mi mirada se cruzaba con la de alguno de ellos, inmediatamente era respondida con una fugaz sonrisa y una tímida caída de ojos. Reflexioné un momento sobre cómo a veces nuestra percepción de la belleza nos lleva a engaño. En cualquier otro entorno, sin conocer como conocía las circunstancias, cruzarme con uno de esos niños en cualquier calle de Madrid habría despertado automáticamente en mi mente ideas de prosperidad, despreocupación, infancia feliz… Jamás habría podido imaginar las condiciones infernales en las que tenían que vivir diez meses al año. Ni siquiera en aquel momento podía imaginarlo. Tenía una idea «teórica» de en qué consistían esas condiciones: pobreza, enfermedades, dificultades de todo tipo… pero nada «serio», no como Haití, las favelas de Brasil, los barrios mareros de Centroamérica o Etiopía. A fin de cuentas, Ucrania, por mucho Chernóbil que hubiera habido, está en Europa, ¿no? Pero en apenas un par de días iba a comprobar con mis propios ojos que ese planteamiento no podía estar más equivocado.

Busqué con la mirada a los adultos con los pañuelos azules al cuello, que los identificaban como miembros de la expedición. Me aproximé a uno de ellos y me presenté. Casualmente resultó ser Enrique, mi interlocutor, al que sólo conocía a través del correo electrónico. Me comentó que él no nos iba a poder acompañar en aquel viaje, pero que todos los detalles estaban ultimados y que nos dejaba en buenas manos. Nos presentó a Pilar Romero, presidenta de la Asociación de Álava; Belén Ugarte, vicepresidenta de la Asociación de Vizcaya, y a Edu, Garbiñe y Hegoi, voluntarios de Vizcaya.

Mientras esperábamos para facturar el equipaje de todos los niños tuvimos una pequeña tertulia sobre Ucrania y las dificultades que nos habíamos encontrado. Nos comentaron que Ucrania aún arrastraba una importante herencia de la época soviética. Inmersa en un gran proceso de modernización, que la crisis económica y la especulación habían ralentizado un poco en los últimos tiempos, el país aún conservaba una monumental burocracia y un respeto casi reverencial por la autoridad. Claro que, como también sucedía con la Unión Soviética, si monumental era la burocracia, no menos impresionantes eran los atajos para sortear algunos de sus obstáculos. Alguien que llega completamente de nuevas puede verse enredado en una telaraña incomprensible. Pero conociendo el terreno, las cosas se vuelven mucho más suaves.

En la mentalidad de la gente también existen todavía esas reminiscencias soviéticas. Amador, una de las muchas personas que prestan su apoyo a la asociación y buen conocedor de Ucrania, me comentaba: «Para ellos, cosas como la competencia, una de las bases del capitalismo, siguen siendo no bien vistas… Alguna vez me ha pasado que he ido a pedir un presupuesto a un proveedor y, como es lo habitual, luego he ido a otro para ver cuál resultaba más ventajoso. ¿Te puedes creer que como el segundo se entere de que ya tienes un presupuesto no te lo va a dar? Te dirá: “No, no, no… Ya tienes un presupuesto, trabaja con él. Aquí no hacemos la competencia”».

«Tampoco esperes mucha amabilidad en las tiendas… —intervino Edu, uno de los voluntarios que me acababan de presentar—. No es xenofobia; de hecho, los ucranianos son muy amables y hospitalarios con los extranjeros en general y con los españoles en particular, pero, por alguna razón, parece que les molesta vender. ¿Sabes esas boutiques de lujo donde parece que te están haciendo un favor sólo con dejarte entrar? Pues lo mismo sólo que en la panadería, el supermercado o la ferretería… Una vez tuve que ir a comprar unos yogures para una familia que estaba muy necesitada. Pedí ocho yogures, y la que atendía no me los quiso vender hasta que no le enseñé el dinero para pagarlos».

Los trámites para embarcar fueron largos y tediosos, aunque mucho menos de lo que podría esperarse. El proceso de facturación, control de pasaportes y registro de seguridad de casi cien niños y los adultos que los acompañábamos fue todo lo ágil que permitía el cumplir esas tareas con la debida meticulosidad.

VUELO

Sin especiales inconvenientes, a la hora prevista estábamos embarcando en el vuelo. El avión, un Boeing 737, no era el más nuevo del mundo, pero tampoco era el Tupolev decrépito que todos nos imaginamos cuando viajamos a un país del Este. De hecho, hay que decir que fue un vuelo extraordinariamente agradable. Con puntualidad, el avión encaró la pista de despegue y, con un rugido de motores, despegó del suelo. La cabina se llenó con el característico sonido de las turbinas girando a gran velocidad, en esa ocasión sobrepasado por el de los niños que alborotaban comentando las incidencias del despegue. El personal de las Líneas Aéreas de Ucrania fue sumamente agradable y por primera vez, durante la comida, tuve contacto con un elemento que sería una de las constantes de aquel viaje: el eneldo. En aquella ocasión fue un plato de pollo con arroz (sin ningún interés, simple comida de avión), pero sí me llamó la atención que estuviera decorado con unas hojitas de intenso color verde, finas como alfileres, que no tenían ningún sabor en concreto pero que resaltaban el sabor de aquellos alimentos sobre los que estaba depositada. Lejos estaba de suponer que, durante mi estancia en Ucrania, cada plato de comida en el que posara la vista iba a estar poblado de las verdes agujas de eneldo. Tiempo después, un ucraniano muy versado en cocina me comentó que en su país este condimento se utiliza con la misma finalidad que la sal, para potenciar el sabor de los alimentos.

Ante nosotros se planteaba la perspectiva de más de cuatro horas de vuelo, así que aproveché para repasar la información básica sobre el país que íbamos a visitar. Kíev, la capital de Ucrania, está a unos 4000 kilómetros de Madrid. Es un país algo más grande que España, de un tamaño similar al de Francia. Su población es igualmente similar a la de España…

Repasaba esos y otros datos cuando Edu, uno de mis nuevos amigos, se sentó a mi lado, posiblemente apiadado de la cara de tedio que debía de estar poniendo al releer una información que, aunque sabía que seguramente me iba a resultar útil, no dejaba de ser una colección de nombres, fechas, lugares y cifras bastante poco estimulante. «¿Te gustaría ver algunas fotografías de nuestras actividades de este verano?».

Dicho así, no parecía precisamente un «planazo», pero bueno, con cuatro horas de vuelo, qué otra cosa mejor tenía para hacer. He de reconocer que, mientras se iban cargando las imágenes en el ordenador de Edu, pensaba que me enfrentaba a la versión ONG de las terribles fotos de las vacaciones que te suelen enseñar todos los amigos. A ellos les parece fascinante —qué menos, son sus vacaciones—, pero les resulta difícil entender que a ti sus monerías frente a la Fontana de Trevi, la Gran Pirámide o la Estatua de la Libertad te traen sin cuidado.

Sin embargo, en esa ocasión me equivocaba de medio a medio. Edu me mostró decenas, seguramente cientos de fotografías, y cada una de ellas despertaba mi interés más que la anterior. La llegada de los niños, recibidos por el típico baile del aurresku, los chavales en la playa, en la montaña, disfrutando con los bomberos de Bilbao, llevando a cabo las más variadas actividades deportivas, en el campo de fútbol de San Mamés, en el museo Guggenheim, en la academia de la Ertzaintza… Eran imágenes impresionantes en las que se podía palpar la alegría de los niños, la fuerza infatigable de los voluntarios y el interés de los que habían colaborado con ellos desde todos los ámbitos. Pero había algo más…

Ser observador, estar atento a aquello que se oculta tras las apariencias, es un talento que el periodista va desarrollando poco a poco con el paso del tiempo y que acaba convirtiéndose en una segunda naturaleza. Gracias a ello, en aquella verdadera avalancha de imágenes a la que me estaba sometiendo Edu con toda la buena voluntad del mundo, no tardé en familiarizarme con algunas caras que se iban repitiendo en muchas de las fotos. Rostros de niños y niñas en las más variadas situaciones. Lo que realmente me impresionó fue poder establecer la secuencia temporal de aquellas imágenes. Era perfectamente visible cómo aquellas caras llegaban al principio con ojos tristes y mirada apagada, cómo su pelo carecía de brillo, cómo sus rostros eran pálidos y ligeramente enfermizos. En unos minutos tuve condensados ante mí dos meses de estancia en España y cómo eso afectaba a aquellas caras, cómo los rostros se iban alegrando y cogiendo color, cómo los ojos brillaban y cobraban vida, cómo el pelo, los dientes, el aspecto en general, mejoraban día a día.

Levanté la vista del pequeño ordenador y, allí, en el avión, me encontré de nuevo con aquellos rostros felices y sanos, ilusionados por regresar a su país y volver a ver a los suyos, sin importar las difíciles condiciones de su vida. Si me quedaba alguna duda de hasta qué punto era importante la tarea que llevaba a cabo aquella asociación, aquel álbum de fotos la disipó de inmediato.

Poco a poco fuimos dejando atrás España, las campiñas francesas, las majestuosas cimas, eternamente nevadas, de los Alpes y nos adentramos en el este de Europa. Durante muchísimo rato, por la ventanilla del avión lo único que podía verse era un inmaculado mar de nubes, muy densas, impenetrables. Finalmente, entre las nubes surgió una nueva cordillera, los Cárpatos esta vez, la antesala de las fértiles llanuras de Ucrania, que aparecieron en todo su verde esplendor entre unos jirones de nubes cada vez más tenues. Al aterrizar, los niños aplaudieron a rabiar, con una alegría contagiosa.

BORÍSPOL

Al poner el pie en la pista del aeropuerto internacional de Boríspol me sorprendió que el sol fuera tan brillante e hiciera bastante calor, unos treinta grados. Kíev tiene dos aeropuertos, Zhulhany, al lado mismo de la ciudad, y Boríspol, a aproximadamente una hora de automóvil y al que llegan la mayor parte de los vuelos internacionales. En el control de pasaportes nos separamos temporalmente de la expedición de Chernobileko Umeak (ellos pudieron acceder por otra puerta) y Marcos y yo nos dirigimos a la ventanilla para extranjeros sin necesidad de visado. Una guapa policía ucraniana, morena y con los ojos más verdes que he visto en mi vida, revisó mi pasaporte meticulosamente, sin ninguna prisa. Luego me preguntó el motivo de mi visita a Ucrania. «Turismo», le dije, lo que en cierto sentido no era ninguna mentira. Su mirada se fijó en mí durante unos segundos y luego, mientras cerraba el pasaporte, me dijo con una expresión que estaba entre la picardía y el desprecio: «Turismo… Ya veo». Por un momento pensé que algo había delatado nuestra condición de periodistas, o que quizá nuestra presencia en el país no había pasado inadvertida a las autoridades. En realidad no era nada de eso. Con el paso de los días, simplemente paseando por las calles de Kíev, comprendería el porqué de esa expresión.

Pasamos el control de pasaportes sin el menor problema y recogimos nuestro no demasiado voluminoso equipaje, teniendo en cuenta lo que habíamos ido a hacer a aquel país. Los miembros de la asociación nos pidieron que, por favor, tuviéramos un poco de paciencia y que esperásemos en algún lugar hasta que hubieran finalizado la entrega de los niños a sus padres, muchos de los cuales habían acudido al aeropuerto a recoger a sus retoños.

Aprovechamos para dar una vuelta por el aeropuerto. La primera impresión que me produjo Boríspol fue más la de una terminal de autobuses que la de un aeropuerto internacional. Acostumbrado como estaba a techos altos y espacios diáfanos, allí me encontré en un ambiente un poco más encajonado de lo normal, con unas luces fluorescentes que le daban a todo una coloración mortecina. También allí era un día de mucho ajetreo, y había mucha gente esperando la llegada de familiares y amigos. Policías y militares ataviados con la característica gorra de plato soviética destacaban entre la multitud. Al fondo, cerca de la salida, un grupito de aspecto patibulario nos miraba con atención. Uno de ellos se nos acercó y, en un inglés macarrónico, nos ofreció transporte hasta Kíev. Eran los taxistas clandestinos que pueblan muchos aeropuertos del mundo, incluidos los españoles, y que parecía que en Boríspol podían ejercer su oficio con total impunidad. El aeropuerto internacional de Kíev, Boríspol, es el más importante de Ucrania. Opera en su mayoría con puntos de Europa del Este, varios de Asia, y los más importantes de la Europa occidental, entre otros destinos, además de vuelos nacionales. Alrededor de 5,8 millones de pasajeros lo transitaron en 2009. En la actualidad se están llevando a cabo obras de ampliación y es posible que mejore visiblemente en el futuro, pero el primer descubrimiento que hice de Ucrania es que los cánones occidentales de atención y servicio al cliente todavía no habían llegado al país.

Decidimos cambiar algo de dinero en una de las varias agencias destinadas a ello. El cambio era de aproximadamente 10 grivnas por un euro, y las comisiones muy moderadas. Las grivnas se dividen en 100 kopeks o céntimos. Recién llegados de España y sin conocer hasta qué punto podía ser barata la vida en Kíev, cambiamos alrededor de 300 euros. Luego descubriríamos que esa cantidad es el equivalente a lo que gana mensualmente un profesional como un médico o un abogado en Ucrania.

Los pequeños de la expedición comenzaron a salir. Sus madres los esperaban con besos y abrazos, y ellos parecían muy contentos de volver a su tierra, a su hogar. Las únicas lágrimas aparecían en el momento de separarse de los voluntarios o de los nuevos amigos que habían hecho y que en Ucrania vivían a decenas de kilómetros, conscientes de que no sería fácil que volvieran a verse. Poco a poco, el grupo se fue haciendo cada vez menos numeroso hasta que ya sólo quedaron los que serían dejados en autobús en sus aldeas del área cercana a la zona de exclusión. Finalmente, Garbiñe se acercó a nosotros acompañada de otra mujer: «Te presento a Zenaida. Ella será vuestra guía e intérprete».

Zenaida era una encantadora señora de mediana edad, con unos ojos alegres del color del cielo plomizo de Kíev y una perpetua sonrisa en la cara. No era guía profesional, pero dominaba perfectamente el castellano y conocía tanto Kíev como la región limítrofe a la zona de exclusión de forma exhaustiva. Voluntariosa como descubriríamos que era, rápidamente nos puso en marcha y nos preguntó que queríamos hacer. Ya era bien entrada la tarde, así que lo más sensato era tomar posesión de nuestras habitaciones en el hotel, descansar un poco, una ducha y buscar algún sitio donde cenar. Acompañamos a nuestra nueva guía hasta el aparcamiento donde nos esperaba Sasha, su esposo, que sería nuestro conductor durante aquellos días.

—Buenas tarrrdes… —nos saludó con un fuerte acento ruso.

—Sasha entiende perfectamente el español, pero habla muy poco. Aprendió en Cuba trabajando como ingeniero. ¿Os gusta el café?

—¿Hay alguien a quien no le guste el café?

—Estupendo, Sasha traerá mañana un termo de café. Lo hace con la receta cubana. Os encantará.

Sasha era un hombre enjuto, de rostro afable, en el que se adivinaban entre sus surcos muchos años de trabajo y no pocas fatigas. Ambos se encontraban ya jubilados y, si un abogado ganaba 300 euros, era de suponer que sus pensiones no serían especialmente sustanciosas. Aquel trabajo les vendría bien para sanear su economía.

Sin más dilación nos dirigimos hacia Kíev en el Daewoo de Sasha. Un coche muy nuevo para los estándares de Ucrania. Me sorprendió mucho que, cuando se lo alabé, Sasha torciera el gesto y musitara en ruso algo que no tenía pinta de ser muy halagador para su automóvil.

—Dice que es nuevo, y que está bien, pero que le gusta mucho más el viejo. A ver si podemos llevaros en él un día de éstos…

CAMINO A KÍEV

Nos dirigimos hacia Kíev a lo largo de una amplísima autopista, testimonio del celo soviético en todo lo relativo a las obras públicas. A un lado y otro del camino nos flanqueaba un exuberante bosque de majestuosos árboles que crecían muy juntos unos de otros dando la sensación de una muralla impenetrable. Salvo por los textos en cirílico, los carteles publicitarios apenas se distinguían de los que podríamos encontrar en España: electrodomésticos, bancos, programas de televisión de moda… También había multitud de anuncios en los que políticos de calculada sonrisa nos saludaban a nuestro paso. Era época electoral, municipales, y parece ser que, dada la convulsa historia reciente del país, la convocatoria tenía cierta importancia.

Preguntamos a nuestros anfitriones, pero elegantemente eludieron manifestarse sobre temas políticos, tal y como suelen hacer la mayor parte de los ucranianos. A pesar de las décadas transcurridas, la política sigue siendo un tabú en Ucrania. Tan sólo habían pasado seis años desde que la «revolución naranja» asombrara al mundo, una campaña de manifestaciones y huelgas que se extendieron por toda Ucrania en protesta por el resultado de las elecciones presidenciales en las que el pueblo creyó que se le había robado el resultado al candidato prooccidental Víktor Yúshenko. Para aclarar un poco el panorama, digamos que en Ucrania hablar de derechas e izquierdas en el sentido occidental de estos términos no tiene demasiado sentido. Los dos polos políticos en este país oscilarían entre los prorrusos (nacionalistas y conservadores) y los prooccidentales (progresistas).

La primera vuelta de las elecciones se había celebrado el 31 de octubre, ganando Yúshenko por un ajustado 39,87 por ciento frente al 39,32 por ciento del candidato prorruso Yanukóvich. La segunda vuelta se convocó para el 21 de noviembre. La previsible derrota de su candidato en esa segunda vuelta provocó que los partidarios de Yanukóvich se embarcasen en una serie de maniobras fraudulentas que escandalizaran a la sociedad ucraniana. Durante esa campaña Yúshenko fue envenenado, siempre se sospechó de los servicios secretos rusos, y estuvo al borde de la muerte. Aunque sobrevivió, su cara resultó desfigurada.

El 23 de noviembre, los partidarios de Yúshenko tomaron literalmente las calles de Kíev para denunciar el robo de las elecciones. En la plaza de la Independencia, el corazón de la ciudad, se reunieron más de medio millón de manifestantes, y los desórdenes se extendieron por toda la geografía de Ucrania, paralizando los órganos de poder y del gobierno.

El Tribunal Supremo resolvió que durante las elecciones hubo tal cantidad de irregularidades que resultaba prácticamente imposible conocer el resultado real de los comicios. Así pues, el tribunal resolvió que había que repetir las elecciones. Los partidarios de Yanukóvich aceptaron a regañadientes con la condición de que se reformase la Constitución, quitando poderes al presidente en favor del Parlamento, la Rada o Sóviet Supremo. Tras un amplio debate, estas reformas fueron aprobadas. Pero la confianza de los ucranianos en su clase política, y la profunda división que en la sociedad ucraniana supusieron aquellos hechos, hicieron que los temas políticos, en los que ya de por sí los ucranianos solían ser muy cautos, se convirtieran casi en un tabú.

Pasaban los minutos atravesando la interminable autopista, y poco a poco nos acercábamos a Kíev. Al borde de la autopista llamó mi atención lo que parecía un conjunto de jaimas bereberes en un bello jardín. Me comentaron que era el restaurante Korzachok, uno de los sitios de moda de la capital, ideal para degustar comida ucraniana al aire libre, aunque sus precios lo colocaban lejos del alcance de la mayoría de los ciudadanos de Kíev.

La autopista, recta e interminable, seguía discurriendo con sus cuatro carriles por sentido en dirección a Kíev. Los letreros luminosos indicaban que la temperatura era de 23 grados centígrados y la del asfalto, detalle que me llamó la atención que fuera señalado, 29. Finalmente, a nuestra derecha, apareció un cartel de color verde pistacho que en inglés y ucraniano nos daba la bienvenida a Kíev, aunque la ciudad no aparecía aún por ningún lado. Lo del ucraniano como lengua es un caso curioso. En Kíev, al menos públicamente, casi nadie lo habla, siendo el ruso el lenguaje en el que se comunica la población; sin embargo, en las zonas rurales, la situación es a la inversa. Casi todos los habitantes del país conocen el ucraniano, lengua en la que están escritos los rótulos oficiales como el que estábamos viendo, en el marco de la política lingüística del gobierno.

Por fin, al final de una gran curva, apareció ante nosotros el barrio este de la ciudad de Kíev. Nos saludó un abigarrado conjunto de enormes bloques de viviendas construidos en hormigón. No era la típica arquitectura despersonalizada de la época del desarrollismo, sino que cada edificio tenía su gracia arquitectónica. El barrio este, denominado así porque se encuentra en la orilla este del río Dniéper, fue erigido en su práctica totalidad en la década de 1980, justo en los años anteriores y posteriores a la tragedia de Chernóbil. Kíev experimentó un gran crecimiento debido a un importante éxodo rural.

A nuestro paso pudimos ver las primeras marquesinas del metro de Kíev, humildes desde la superficie, pero que escondían en su interior un ferrocarril suburbano casi tan impresionante como el célebre de Moscú.

En una nueva zona residencial pudimos ver que los edificios de ladrillo estaban pintados de colores pastel (azul cielo, salmón). El gusto de los ucranianos por la policromía en los edificios, desde las catedrales a las humildes cabañas de las aldeas, es algo que iríamos comprobando a lo largo de nuestra visita. También empezaron a aparecer ante nosotros los primeros centros comerciales, enormes y relucientes edificios de acero y cristal que nos demuestran que, aunque muy presentes aún en el ánimo y la fisonomía de la ciudad, los años del comunismo ya están muy lejos.

Finalmente atravesamos un enorme puente colgante sobre el río Dniéper y nos dirigimos a la otra orilla, la parte más antigua de la ciudad. «Ése es el verdadero Kíev», me dijo Zenaida.

LUJO COMUNISTA

Mientras atravesábamos el majestuoso río, navegable a lo largo de 1900 kilómetros y que representa una importante vía de tráfico comercial —de hecho, Kíev es un importante puerto fluvial—, me vino a la mente algo de lo mucho que había leído antes del viaje. El río Dniéper sufrió las consecuencias del accidente de Chernóbil, ya que atraviesa directamente la zona de exclusión. Para mayor motivo de alarma, su mayor afluente es el río Prípiat, junto al cual se halla la central nuclear de Chernóbil, y cuyas aguas alimentaban el sistema de refrigeración y producción de energía del reactor. Tras producirse el accidente hubo graves vertidos radiactivos en el río Prípiat, los cuales a lo largo de los años han ido siendo arrastrados hacia el Dniéper. Dichas aguas contaminadas recorren todo el curso final del río en Ucrania, atravesando Kíev y desembocando en el mar Negro. Se estima que nueve millones de habitantes en Ucrania consumen o riegan con aguas contaminadas del río Dniéper. Este dato lo tuve presente cada vez que me duché, comí sopa, bebí café, tomé un refresco con hielo o me lavé los dientes en aquella ciudad.

En aquel primer viaje fue poco lo que vimos de Kíev. Fuimos bordeando el río, por donde discurre una autopista de circunvalación que era desde luego el mejor camino para llegar rápidamente a nuestro hotel, pero, como sucede con este tipo de vías, no dejaba demasiado para empaparse del sabor de la ciudad. Eso sí, vimos destellos del puerto fluvial y de algunos monumentos importantes. Tras unos minutos, pasamos fugazmente enfrente del estadio del Dinamo de Kíev, un lugar mítico para los amantes del fútbol, y finalmente llegamos hasta el impresionante edificio del hotel Dnipro, uno de los pocos exponentes que quedan de lo que podríamos denominar «lujo comunista». Construido durante la época soviética, durante décadas albergó a importantes cargos del partido y dignatarios y visitantes extranjeros de alto rango. A día de hoy sobrevive gracias a su privilegiada ubicación en pleno centro de la capital y a su historia, pero la competencia de los hoteles de nueva construcción —el capital de inversores turcos y rusos se ha introducido con fuerza en la capital— es muy dura.

Tras despedirnos de nuestros anfitriones hasta el día siguiente, nos introdujimos en la oscura recepción. En el hotel se respiraba un aire de decadencia, casi de tristeza. Al contrario que otros hoteles históricos, que se dan aires de anciana dama de la alta sociedad que no ha perdido un ápice de su serena autoridad, el Dnipro parecía más bien una viuda venida a menos recordando con nostalgia tiempos mejores.

En la recepción nos esperaba el primer exponente de algo que se convertiría en una constante a lo largo de nuestro viaje: la belleza casi irreal de las mujeres ucranianas. En circunstancias normales, no consideraría esto algo digno de ser destacado, pero en una ciudad donde simplemente paseando ves una gran mayoría de mujeres que no desmerecerían en ninguna pasarela del mundo, el dato tiene su importancia, en especial para entender algunos detalles que más tarde explicaré sobre la sociedad ucraniana actual.

Nuestra recepcionista parecía sacada de una película de James Bond, y no sólo por su aspecto. Nos atendió en un perfecto inglés sin acento y, tras revisar nuestros pasaportes y realizar el papeleo del «check-in», nos preguntó si deseábamos que nos reservara mesa para cenar en un restaurante próximo con el fin de conocer la gastronomía local. Le dijimos que no, que preferíamos dar un paseo por la ciudad y meternos en algún lugar que nos pareciera interesante. Apenas disimulando su contrariedad —luego supimos que la habíamos privado de una sustancial comisión de nuestra cena—, enseguida se recompuso y nos ofreció inscribirnos en una excursión guiada por Kíev al día siguiente. Nueva negativa, y esta vez la contrariedad en su rostro no tuvo nada de disimulada. No tardó en recomponerse y mientras nos miraba con una extraña mezcla de desdén, suspicacia y picardía, y nos hacía entrega de las llaves comentó: «Ni excursiones, ni cena… Interesante…».

En ese momento tuve un atisbo de lo que debía de sentir el viajero de la época soviética, sabiendo que esa recepcionista, igualmente bella, igualmente inquisitiva, era con absoluta seguridad agente o confidente del KGB y, en algún sitio, alguien tenía constancia de todos y cada uno de sus movimientos.

Con esa sensación en mente subimos a la habitación. Los pasillos de nuestra planta respiraban la misma sensación entremezclada de lujo y decadencia; enormes marcos en las puertas de maderas nobles y una moqueta que hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus mejores días. Las habitaciones del hotel eran muy reducidas para los cánones actuales y decoradas de una forma espartana. Los privilegiados que se hospedaban en ellas durante la época soviética no podían verse tentados a dejarse corromper por un exceso de comodidades: una cama de noventa, un antiguo televisor y un armario, poco más.

NOVIAS UCRANIANAS

Tras unos minutos de aseo y descanso, Marcos y yo decidimos bajar a la calle a hacer nuestra primera toma de contacto con aquella ciudad desconocida. Kíev nos saludó como una ciudad bulliciosa, con mucha gente por la calle. El tráfico, a según qué horas, es especialmente caótico, a pesar de que la inmensa mayoría de los pasos de peatones son subterráneos y en ellos hay tiendecitas, quioscos de bebidas, puestos de flores y hasta centros comerciales de varias plantas. La razón de la existencia de este Kíev subterráneo es muy sencilla y va más allá de la necesidad de descongestionar el tráfico de la capital. En invierno, la nieve es un invitado casi continuo en las calles, las temperaturas son bajas y los días que el termómetro sube de los cero grados hace su aparición la lluvia. Los túneles son un refugio ideal para los viandantes, que aprovechan para mirar escaparates y ver tiendas. Estando como estábamos en el centro de la ciudad, uno de los tipos de comercio más abundantes eran las tiendas de souvenirs… Todo lo esperado: gorros y prendas de piel, las omnipresentes matrioskas, y otros trabajos de artesanía. Los precios eran muy baratos para nuestros baremos, aunque excesivos para la mayoría de los ucranianos.

Tras un corto paseo, llegamos a la plaza de la Independencia, que tantas veces había visto en las noticias en la época de la revolución naranja. El verano de Kíev, una primavera para los que procedemos de latitudes más cálidas, animaba a la gente a salir de sus casas y la plaza estaba extraordinariamente animada. Y es allí donde comprendí que esa superpoblación de mujeres espectaculares, altas, con interminables melenas rubias, provistas de tacones imposibles y minifaldas que al parecer no abandonaban ni en lo más crudo del invierno, era la muestra de un fenómeno sociológico que, casi en secreto, estaba conformando de manera decisiva la nueva sociedad ucraniana. En la plaza, nos encontramos varios carteles de agencias matrimoniales que, en perfecto inglés, anunciaban, «citas con novias ucranianas». Y precisamente las novias se han convertido en uno de los más exitosos productos de exportación de Ucrania.

Miles de hombres de todo el mundo, muchos de ellos españoles, viajan cada año al país en busca del amor. No es una forma de turismo sexual estrictamente hablando. Su contrapartida son otros tantos miles de chicas ucranianas buscando formar una familia, tener una pareja estable y, sobre todo, salir de un país que no les ofrece ni las oportunidades ni la prosperidad que ven en el cine y la televisión. Existen diversas agencias que se encargan, a través principalmente de Internet, de ponerles en contacto. ¿Por qué mujeres ucranianas? Parte de la respuesta está ahora mismo ante nuestros ojos, pero no toda. Existen valores que muchos hombres occidentales consideran perdidos en las mujeres de sus países y que siguen muy vigentes en Ucrania. La expresión clave que define a la mujer ucraniana es «apego a la familia». La familia está construida sobre cimientos sumamente sólidos en los que la mujer es el pilar fundamental, como nexo de unión de su familia. Las raíces se encuentran en la tradición. Las familias son extensas, con varias generaciones conviviendo bajo el mismo techo (niños, padres y abuelos). Es normal que mientras los hijos estén solteros no abandonen el domicilio paterno, e incluso después de casados es relativamente corriente que las esposas vayan a vivir con los padres de sus maridos.

Durante la época soviética uno no podía comprarse un piso, que era otorgado por el Estado en función del tiempo que se llevara trabajando en la empresa estatal. El único pago que tenía la vivienda era una pequeña cuota para hacer frente a los gastos comunes del edificio. Las normas del Estado que regulaban la adquisición eran sumamente férreas: oscilaban entre 5 y 8 metros cuadrados por persona. Así, una pareja con dos hijos tenía que conformarse con un apartamento de dos habitaciones de unos 30 metros cuadrados (los baños, cocinas y zonas de paso no se contaban).

Hoy en día uno se puede comprar un piso y el Estado ya no regala nada. Pero la especulación ha convertido la vivienda en un bien inalcanzable para la mayoría de la población, debido a los pequeños salarios. Esas condiciones de vida y, sobre todo, de convivencia llevan aparejadas una determinada educación. Los ucranianos, por pura necesidad, tienen que adaptarse al estilo de vida de la familia y a sus normas.

Cualquier persona tiene su propio límite de paciencia y aceptación en lo que a la convivencia se refiere, pero los ucranianos tienen los límites potencialmente más altos. En una situación que resultaría inaceptable para un occidental, actúan como si nada hubiera pasado. Y eso precisamente es lo que buscan los extranjeros que pretenden emparejarse con una ucraniana. Normalmente no dejan que una situación o discusión llegue a un punto de no retorno. Esto no significa que renuncien fácilmente a sus propios objetivos, pero encuentran la manera de alcanzarlos de un modo distinto; el resultado final es para ellas más importante que tener la razón.

Por otro lado, por extraño que pueda parecernos en pleno siglo XXI, ser una mujer soltera en Rusia es algo que la etiqueta ante la sociedad. Si a los veinticinco años sigue soltera, significa que «algo pasa con ella». No hay éxito profesional que compense este hecho de cara a su estatus social. La sociedad es sumamente machista, y mientras que la buena esposa debe permanecer en casa, el marido suele tener una apretada vida social y nocturna que no suele estar exenta de infidelidades.

Se trata de una simbiosis perfecta en la que ambas partes parece que ganan. Un tercer implicado, beneficiándose en la sombra de esta situación, es el propio gobierno. Las mujeres que van con extranjeros se han convertido en un factor de cierta importancia en la economía del país, ya que puntualmente, todos los meses, mandan a sus familiares remesas de divisas que reactivan la economía y el consumo.

Por fin entendí la mirada suspicaz de la funcionaria de los pasaportes cuando le dije que éramos turistas. En estos tiempos, los hombres solos no suelen ir a Ucrania a hacer «turismo»; hubiera sido un poco más creíble haber dicho «negocios».