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EL BANCO DE DIOS. EL INSTITUTO PARA LAS OBRAS DE RELIGIÓN
Son muchos los que piensan que el Banco Vaticano es un mito. A fin de cuentas, ¿para qué necesita el Vaticano un banco? Pero cerca de la puerta de Santa Ana, en pleno corazón de la Santa Sede, se encuentra el centro del que actualmente es la institución que más especulaciones despierta de cuantas dependen de la Iglesia católica. Se denomina oficialmente Instituto para las Obras de Religión, aunque la religión es lo menos importante cuando hablamos de este organismo.
Cuando pensamos en el Vaticano, la mayor parte de nosotros imaginamos, erróneamente, que el edificio custodiado con mayor celo es el que alberga sus archivos secretos. En las bóvedas del Archivo Secreto descansan algunos de los documentos históricos esenciales para entender la verdadera historia del mundo occidental. Los archivos secretos del Vaticano fueron segregados de la Biblioteca Vaticana en el siglo XVII por orden expresa del papa Pío IV. Desde entonces, y hasta finales del siglo XIX, nadie fuera del personal de más alto rango de la Santa Sede pudo volver a poner su vista sobre estos documentos, lo que hizo avivar siglos de rumores sobre su naturaleza. A día de hoy, los archivos secretos todavía permanecen separados del resto de los fondos documentales de la Santa Sede. Los expertos con debida acreditación pueden consultar en la actualidad ciertos documentos del archivo, todos ellos anteriores a 1922, final del pontificado de Benedicto XV.
Sin embargo, algo que apenas se sabe es que existen otros archivos secretos en el Vaticano, un recinto en el que se afirma que se guardan aquellos documentos capaces de afectar gravemente a la Iglesia, sobre todo lo referente a asuntos doctrinales. Se trata del conocido Penitenciario Apostólico, que contiene, al menos oficialmente, documentos papales y textos de leyes canónicas así como otros materiales completamente desconocidos fuera de la Santa Sede, ya que el acceso a este lugar está prohibido. No obstante, salvo esta y alguna que otra excepción, los archivos secretos son la colección principal.
Los archivos secretos del Vaticano tienen unas proporciones ciclópeas, proporcionadas por dos mil años de acumulación de información confidencial. Se calcula que en su interior se alinean cerca de cincuenta kilómetros de estanterías repletas de material sobre el que hace siglos no se posa mirada humana alguna. Tan sólo el conocido como catálogo selecto —la elaboración y publicación de índices del archivo está prohibida— consta de más de 35.000 volúmenes. Los archivos secretos del Vaticano albergan, además, los servicios de conservación y restauración de documentos más avanzados del mundo. Tanto celo no ha impedido que la totalidad de los archivos anteriores al siglo VIII, repletos de material tan interesante para el estudioso como toda suerte de textos heréticos, versiones alternativas de las Sagradas Escrituras, etc., se haya perdido para siempre por razones que, según la propia versión oficial del Vaticano, «no son realmente conocidas».
Sin embargo, y pese a ser este archivo uno de los principales núcleos del secreto vaticano, no es ni el lugar custodiado con más ahínco, ni el que posiblemente albergue los mayores y más comprometedores hechos recientes de la Santa Sede.
En el corazón del Vaticano existe una antigua torre fortificada construida en tiempos de Nicolás V como parte de un proyecto que incluía una serie de edificaciones de carácter defensivo. Se encuentra pegada al palacio Apostólico y enfrente de la imprenta del Vaticano. En la actualidad, esta torre, perpetuamente custodiada por la Guardia Suiza, es la sede del Istituto per le Opere di Religione (Instituto para las Obras de Religión [IOR]). Siempre se ha creído que en su interior se custodia todo lo referente, pasado y presente, a las finanzas vaticanas. Pero la realidad es mucho más sorprendente aún.
LA CASA DE LOS SECRETOS
Aun siendo muchos los secretos que custodian los gruesos muros de la torre y quienes en ella trabajan, si algún intrépido investigador aprendiz de agente secreto consiguiera acceder a los archivos del IOR se llevaría una notable decepción. La documentación del instituto con más de diez años de antigüedad es sistemáticamente destruida, al menos eso es lo que en su día dijo el abogado del Banco Vaticano, Franzo Grande Stevens, para justificar que no hubiese ningún registro de la Segunda Guerra Mundial. No se conservan facturas, memorandos o informes más allá de 1995. Se trata de una organización muy peculiar, ya que por un lado es una institución financiera oficial de un Estado soberano, pero Por otro funciona como una institución de crédito ordinaria con multitud de importantes clientes que, ante todo, incluso más allá de la rentabilidad, valoran la discreción de un banco cuyo balance y estado real de cuentas tan sólo es conocido por el papa y tres de sus cardenales. Ser una institución oficial de un Estado soberano le otorga al IOR un plus de impunidad a la hora de hacer frente a algún tipo de repercusión legal por sus actividades. Incriminar al instituto en un proceso judicial del tipo que sea traspasaría las fronteras de lo meramente jurídico para constituir un incidente diplomático de primer orden.
El IOR puede transferir fondos a cualquier parte del mundo sin límite de cantidad o distancia, garantizando la total opacidad de las transacciones ante cualquier mirada curiosa. Su funcionamiento es autónomo y no tiene lazos ni está subordinado a ninguna otra institución de la Santa Sede.[1] Ningún órgano, ni dentro ni fuera del Vaticano, ha sometido nunca al IOR a una auditoría.
La Ciudad del Vaticano alberga tres instituciones financieras: el Patrimonio Apostólico de la Santa Sede, que hace las veces de banco central vaticano, el Ministerio de Economía y el IOR. Resulta curioso que un Estado de tan sólo ochocientos habitantes necesite de tres instituciones financieras de gran calado. El IOR no responde ni ante el Patrimonio Apostólico ni ante el Ministerio de Economía. Los informes del organismo son materia reservada y sólo pueden ser revisados mediante una autorización especial del papa.[2]
El hermetismo del IOR llega a tal extremo que en 1996 el cardenal Edmund Casimir Szoka, presidente de la Comisión Pontificia para el Estado Ciudad del Vaticano, una de las mayores autoridades del gobierno de la Santa Sede, tuvo que reconocer que carecía de autoridad y conocimientos en todo lo referente al instituto. Para muchos inversores de alto nivel la propuesta que se les hace desde los suntuosos salones del Vaticano no puede ser más tentadora: la posibilidad de invertir cantidades astronómicas de dinero a intereses que pueden alcanzar el 18 por 100, sin riesgo y de forma totalmente confidencial.
A lo largo de su historia, el IOR se ha convertido en una inagotable fuente de escándalos para la prensa europea. Por igual, reporteros sensacionalistas y los más serios y abnegados periodistas de investigación han empleado miles de horas de trabajo, y escrito centenares de artículos y libros, intentando desentrañar la verdadera naturaleza de las actividades de esta misteriosa institución. Se ha hablado de relaciones con la mafia, con el tráfico internacional de armas, de evasión de impuestos, de escándalos financieros y de fondos y bienes ilimitados procedentes del ocaso del Tercer Reich. Muchas de estas acusaciones no han sido más que intentos, más o menos oportunistas, de crear morbo a costa del secreto que envuelve al instituto; otras, en cambio, parecen más justificadas e incluso han dado lugar a acciones legales, como las emprendidas en su momento por los supervivientes del Holocausto, reclamando bienes y obras de arte que podrían proceder de incautaciones hechas ilegalmente contra judíos durante el período nazi, como el caso Alperin contra el Banco Vaticano.
LA HUCHA DEL PAPA
Uno de los más peculiares artificios de las finanzas vaticanas consiste en que cada cierto tiempo la Santa Sede hace públicos unos informes financieros en los que detalla los balances económicos de todas y cada una de las instituciones del Vaticano, a excepción del Instituto para las Obras de Religión, que ni siquiera es mencionado. Esta circunstancia hace posible que aunque el informe financiero del Vaticano declare déficit (tal es el caso actual sin ir más lejos), el IOR cuente con unos activos que se cuantifican en miles de millones de dólares.[3] La misma titularidad del IOR es un asunto no exento de misterio, al menos si atendemos a lo que al respecto dice el propio Vaticano. Una de las mayores autoridades en este asunto era el sacerdote Thomas J. Reese, autor de varios libros muy documentados sobre la Santa Sede. En uno de ellos, Dentro del Vaticano,[4] hace una curiosa afirmación sobre a quién pertenece realmente el instituto: «El IOR es el banco del Papa; en cierto sentido, se puede decir que él es el único y exclusivo accionista. A él le pertenece y él lo controla».
Esta afirmación es doblemente curiosa si tenemos en cuenta que llamó la atención de los tribunales federales estadounidenses, que en la época en que se publicó el libro buscaban pruebas que pudieran señalar hacia la titularidad privada del IOR. La declaración del padre Reese, que los abogados de la Santa Sede presentaron ante el tribunal, es, como poco, llamativa. El sacerdote negaba tener conocimiento alguno de las finanzas vaticanas, echaba por tierra sus propias investigaciones y, centrándose en la expresión «en cierto sentido», afirmaba que sus palabras habían sido malinterpretadas: «Desconozco en calidad de qué actúa el Papa en lo referente al Instituto».
Los documentos del Vaticano que hacen referencia o afectan al funcionamiento de las finanzas de la Santa Sede están todos ellos salpicados de afirmaciones como «siempre manteniendo intacto el especial carácter del IOR», «sin incluir al IOR» o «con pleno respeto al estatuto jurídico del IOR»,[5] que subrayan la peculiaridad y autonomía del instituto. Cuando en la época de Pablo VI el cardenal Egidio Vagnozzi, amigo personal del papa, fue puesto al frente de la prefectura de asuntos económicos de la Santa Sede, llegó a decir, algo molesto por el continuo secreto que envolvía las actividades del IOR, que «sería necesaria una combinación del KGB, la CÍA y la Interpol sólo para tener un atisbo de dónde están los dineros».[6]
El particular sistema de gobierno de la institución no favorece en absoluto su transparencia. El IOR tiene tres juntas directivas independientes: una compuesta por cardenales, otra por banqueros internacionales y funcionarios de la institución y una dirección gerente que se ocupa de los asuntos del día a día.
El origen del IOR hay que buscarlo en el momento de la coronación del cardenal Pacelli como Pío XII. Aquella ceremonia tuvo muchas diferencias respecto a las de sus recientes predecesores. Para empezar, se celebró en la imponente basílica de San Pedro, en lugar de en la mucho más recogida Capilla Sixtina. El nuevo pontífice insistió en que la ceremonia fuera retransmitida al mundo entero a través de Radio Vaticana. Además, fue el primer pontífice en ser coronado con la tiara, esto es, la triple corona que representa el triple poder del papa: padre de los reyes, rector del mundo y vicario de Cristo. Hay otra interpretación simbólica que dice que las tres coronas simbolizan a la Iglesia militante, la Iglesia sufriente y la Iglesia triunfante en los últimos cien años. Todo ello eran claros indicios de que el esplendor, la majestad y la gloria del Vaticano habían regresado.
LA DANZA DEL SOL
La ceremonia, en la que no se reparó en gastos, fue el prólogo perfecto del que sin duda se puede definir como uno de los pontificados más sólidos de la historia; Pío XII fue un papa fuerte que llevó a la Santa Sede y a la Iglesia en la dirección que creyó más conveniente. Era un hombre de gran carisma personal que condujo el Vaticano con el rigor y la autoridad de los «papas reyes» de antaño. Los burócratas de la Santa Sede tenían que arrodillarse si recibían una llamada telefónica del pontífice, el personal de servicio debía cumplir sus tareas en el más estricto silencio y los jardineros se escondían tras los arbustos si el Santo Padre salía a dar un paseo por los jardines.[7] (Otro de los trabajos extra que tenían los jardineros vaticanos del período de Pío XII era el de exterminar, en la medida de lo posible, todos los insectos, de forma que el papa no se encontrara con ninguno, ya que los detestaba profundamente, sobre todo las moscas). Aparte de esta pequeña rareza, también habría que destacar su carácter marcadamente hipocondríaco, que trajo de cabeza a cuantos doctores le trataron.
En el terreno político, una de las primeras acciones que Pío XII llevó a la práctica fue la de intentar evitar el estallido de la Segunda Guerra Mundial y predicar una paz basada en el derecho. Propuso un programa de paz de cinco puntos, entre los que destacaban un desarme general, el reconocimiento de los derechos de las minorías y un derecho de independencia de las naciones. Sus esfuerzos no lograron el fruto esperado.
Otra muestra de su fortaleza de carácter la podemos encontrar en el hecho de haber sido el único pontífice del siglo XX en ejercer el Magisterio Extraordinario o, lo que es lo mismo, la infalibilidad papal, cuando en 1950 declaró oficialmente el dogma de la Asunción de la Virgen a través de su encíclica Munificentissimus Deus. Ello fue una muestra más de su especial devoción por la Virgen, expresada además en su iniciativa de declarar 1954 como año mariano y en su empeño personal por promover el culto a la Virgen de Fátima.[8]
Esta afinidad con Fátima se debía, tal vez, a que, presuntamente, él mismo presenció uno de los hechos milagrosos asociados a esta aparición mariana: la danza del sol. El 13 de octubre de 1917, el astro rey pareció comenzar a desplazarse por el cielo y descender hacia las treinta mil personas que llenaban el valle de las apariciones de Fátima, secando sus ropas, mojadas por la pertinaz lluvia que había caído. El sol descendió girando en zigzag, según relatan quienes allí estaban. Pío XII aseguraba que él había presenciado un fenómeno semejante en los jardines del Vaticano, y que incluso había recibido en ese instante mensajes del cielo.[9] El presunto milagro ocurrió los días 30 y 31 de octubre y 1 de noviembre de 1950, aunque, por desgracia, el papa fue el único que presenció el sorprendente fenómeno.
FUERA LOS MILANESES
El sesgo proalemán del nuevo papa, al que sus años de nuncio en Alemania habían influido notablemente, pronto se hizo patente a través de un estrechamiento de los lazos con el régimen de Hitler. Estas relaciones se mantuvieron en un cauce de concordia gracias a la notable influencia que tuvo sobre Hitler la confirmación del papa de que el arzobispo Cesare Orsenigo continuaría como nuncio de Su Santidad en Berlín. Orsenigo, que llevaba años desempeñando ese puesto y que tenía reputación de hábil diplomático, había aprendido a moverse perfectamente en las procelosas aguas de las estructuras de poder nazis. Otros analistas, mucho más duros, han acusado al nuncio de ser un simpatizante de los nazis y de contar entre sus amistades con un buen número de jerarcas hitlerianos.[10] En cualquier caso, todo esto forma parte de la agria polémica que lleva años abierta respecto al papel que la Santa Sede desempeñó durante la Segunda Guerra Mundial. Como suele suceder, es muy posible que ninguna de las posturas enfrentadas esté en plena posesión de la verdad.
El comienzo del pontificado de Pío XII también supuso una revisión de la política interna del Vaticano. En aquel momento, la figura de Bernardino Nogara empezaba a verse empañada por la acción de lenguas envidiosas que difundían rumores de todo tipo: desde que el financiero estaba dilapidando los bienes de la Iglesia hasta que pertenecía a una diabólica logia masónica, pasando por la malversación de fondos. Lógicamente, aquellos rumores terminaron por llegar a oídos del papa, que, muy alarmado, designó a un grupo de colaboradores para que investigaran discretamente al financiero vaticano, tanto en su vida personal como profesional. Había otro motivo importante para recelar de Nogara: su profunda y mal disimulada antipatía hacia los alemanes, que se traducía en que tan sólo una cantidad ridícula del dinero que administraba fuera invertida en aquel país.[11]
Sin embargo, los resultados de la investigación sirvieron para demostrar que las lenguas envenenadas que rodeaban a Nogara no tenían más fundamento que el rencor y la envidia. Además, el nuevo papa era romano, y muchos romanos de la Santa Sede vieron en esta circunstancia la oportunidad de acabar de una vez por todas con la influencia del clan de milaneses protegidos por Pío XI, del que Bernardino Nogara era una de las cabezas visibles.[12]
Se rumoreaba que monseñor Tardini, romano y número dos de la poderosa secretaría de Estado, podía haber desempeñado algún papel en esta campaña antimilanesa que se desarrolló al grito de «fuori i milanesi dal Vaticano» (fuera los milaneses del Vaticano).
Bernardino Nogara llevaba una vida en la que no había espacio más que para el trabajo. Su único pasatiempo era acudir, de vez en cuando, al cine a ver películas estadounidenses. No tenía novia, ni amante, ni recurría a los servicios de prostitutas, ni siquiera veía pornografía. Era más célibe que algunos sacerdotes de Roma. Tenía un sueldo bastante modesto para el trabajo que realizaba y buena parte de aquel exiguo salario lo dedicaba a obras de caridad. Sólo se relacionaba con devotos católicos, y sus amigos extranjeros eran la flor y nata de la banca internacional, como los Rothschild de París y Londres, o algunos altos directivos del Credit Suisse, el Hambros Bank de Londres, el Banco J. P. Morgan, el Bankers Trust Company de Nueva York y el Banque de Paris et des Pay Bas (Paribas). Lo más escandaloso de su vida era que no se perdía, bajo ningún concepto, una película de Rita Hayworth.
EL INSTITUTO PARA LAS AGENCIAS RELIGIOSAS
En cuanto a la gestión del financiero, el papa podía estar igualmente satisfecho. Durante el período que había durado su gestión administrativa, Nogara había casi centuplicado el patrimonio de la donación original de Mussolini de mil setecientos cincuenta millones de liras. No había rastro de malversación alguna y la Iglesia era rica como nunca antes lo había sido.
El pontífice reconoció que había hecho mal desconfiando del leal financiero y le confirmó en su puesto. No obstante, tal vez debido a este resquemor inicial o a una simple incompatibilidad de caracteres, la relación no fue, ni mucho menos, tan fluida como lo fue con Pío XI. En este sentido, resulta revelador que los diarios de Nogara sólo hagan referencia a sus encuentros con Pío XI y no a los mantenidos con Pío XII, que fueron igual de numerosos. En cualquier caso, la relación profesional sí que fue igual de fructífera y, a pesar de incluir un período de gran convulsión como fue la Segunda Guerra Mundial y los primeros compases de la guerra fría, supuso la consolidación definitiva de la riqueza vaticana. Ambos hombres se respetaban mutuamente y la frialdad de su trato tal vez se debiera a que eran demasiado similares para congeniar completamente: eran dos hombres que habían consagrado toda su vida, sin reparar en sacrificios, a la misma causa, engrandecer a una Iglesia a la que habían podido ver no hacía tanto tiempo en una situación de extrema debilidad.
Nogara convenció a Pío XII de la necesidad de que el Vaticano contara con su propio banco, una institución financiera que le permitiera operar en los mercados financieros internacionales con mayor autonomía. Ello les permitiría, entre otras cosas, atenuar en gran medida la preocupante dependencia que sufría el Vaticano respecto a Italia. El suministro eléctrico, el agua, la comida, el teléfono y el telégrafo dependían del gobierno italiano. Incluso Radio Vaticana estaba sometida a la censura del gobierno fascista. Sin embargo, había una dependencia más preocupante si cabe. Tener que guardar la totalidad de sus activos financieros en bancos extranjeros, fundamentalmente italianos, colocaba al Estado Vaticano en una situación sumamente anómala.
El nuevo banco extendería hasta el infinito las posibilidades de lucro de las finanzas vaticanas, ya que podría contar con una selecta y exclusiva clientela a la que se le ofrecerían servicios difícilmente disponibles en otras entidades. No hacía falta echarle demasiada imaginación para comprender el agrado con que los empresarios italianos verían la posibilidad de sustraer, de una manera fácil y segura (a fin de cuentas sería el banco de la Santa Sede), importantes cantidades de dinero del escrutinio de la hacienda pública.
El 27 de junio de 1942, Pío XII y Bernardino Nogara firmaron el documento con el que nació el que fue denominado Instituto para las Agencias Religiosas, posteriormente Instituto para las Obras de Religión. Monseñor Alberto di Jorio, que hasta ese momento había sido la mano derecha de Nogara, fue nombrado presidente de la nueva institución. El cargo es menos relevante de lo que parece, ya que Nogara se reservó para sí mismo un nebuloso título de «delegado» que le permitía mantenerse oficialmente al margen de las operaciones del recién creado instituto, al tiempo que conservaba la capacidad de supervisar sin límites ni restricciones todas y cada una de sus operaciones. No obstante, el poder supremo de la institución recaía sobre el papa, que, aunque ya no era el rey de antaño, capaz de reclutar enormes ejércitos y convocar cruzadas para aplastar a sus enemigos, acababa de adquirir el arma perfecta para combatir en otros campos de batalla, que iban a ser no menos importantes que aquellos en los que peleaban desde hacía tres años los soldados de la Segunda Guerra Mundial. No, el papa ya no tenía ejércitos, pero en la batalla económica había convertido la Santa Sede, de nuevo gracias a Bernardino Nogara, en una potencia digna de ser tenida en cuenta.