VAGABUNDO DEL TIEMPO - John Russell Fearn

 

¡BLAKE Carson desgarra el velo del futuro... y lo que ve detrás le lanza a una amarga empresa vengadora!

 

 

 

Cierta vez el profesor Hardwick ofreció una conferencia a un interesado auditorio de estudiantes.
—A decir verdad el tiempo no existe —explicó—. Se trata, simplemente, de un término que la ciencia aplica a cierta condición del espacio que no puede comprender cabalmente. Los hombres sabemos que ha habido un pasado y estamos en condiciones de probar tal aseveración. También sabemos que hay un futuro; pero eso sí que no podemos probarlo. De ahí nace pues la necesidad del término tiempo: mediante él sorteamos la dificultad insuperable que el futuro plantea, transformándolo en algo apto para la comprensión común.
Lo antedicho es parte de la conferencia pronunciada por el profesor. Una pedantería, sin duda; pero llevó a Blake Carson, estudiante a ratos perdidos y aficionado a la física, a profundizar en el tema. Y a estudiarlo con dedicación y seriedad. Había oído aquellas palabras de Hardwick cinco años atrás. El profesor estaba ya muerto; pero los artículos que había dejado eran abundantes y también había escrito numerosos libros, que Carson estudió con creciente apasionamiento. De ahí pasó a otros. Entre los veinticinco y los treinta años llegó a ahondar en las más difíciles obras de Einstein, Eddington y Jeans.
«Definitivamente —terminó por sentenciar al cabo de esos cinco años—, puedo afirmar que el tiempo no existe. No es más que un concepto que arranca de las propias limitaciones del cuerpo físico. Y el cuerpo físico, según Eddington y Jeans, sólo constituye la manifestación exterior del propio pensar. Si se cambia el pensamiento, se altera el cuerpo en parecida proporción. El hombre cree conocer el pasado. Pues sólo es preciso acordar la mente a la situación y tendremos que nada nos impide conocer el futuro.»
Dos años más tarde, introdujo una enmienda a aquella afirmación.
«El tiempo es un círculo en el cual el pensamiento y todas las creaciones de éste desfilan a través de un ciclo infinito. El proceso se repite interminablemente. De modo que si en un remoto pasado hubiéramos hecho lo mismo que hacemos hoy, lo lógico es presumir que algo nos ha quedado en la memoria; algo que desde nuestro actual punto de vista, se hallará en el futuro, por muy atrás que haya acaecido en el círculo del tiempo.
»El medio para pensar se encuentra en el cerebro. En consecuencia, aquel algo que ha quedado, debe estar alojado en él. Se trata de hallarlo. Si logramos hacerlo, habremos dado con la llave del futuro. Todo lo que haremos, en realidad, será despertar un recuerdo del remoto pasado.»
A partir de aquella concepción, el laboratorio de Carson se fue llenando de complicados aparatos adquiridos gracias a un durísimo plan de economías en otras actividades. Una y otra vez armó y desarmó, probó, experimentó y solicitó consejo a otros jóvenes estudiosos que sostenían ideas similares a las suyas. No siempre, sin embargo, llegaban éstos a comprender plenamente la teoría de Carson. De todos modos, su entusiasmo les causó honda impresión.
Por fin consiguió que las cosas estuviesen dispuestas tal como él las quería. Cierto sábado por la noche invitó a su casa a sus dos principales consejeros y les enseñó su aparato.
Dick Glenbury tenía una mata de pelo rubio, era sonrosado y de ojos azules. Pertenecía a la especie de los impulsivos, los honestos y los trabajadores. Hart Cranshaw, en cambio, se colocaba en el extremo opuesto. Pálido, casi macilento y tranquilo, su pelo era muy moreno. Brillante físico, se inclinaba, empero, por las actitudes cínicas. Gracias a su gran inteligencia se salvaba de resultar un pelmazo.
—Chicos —dijo Blake Carson—. Lo he logrado.
Rezumaba entusiasmo. Los ojos le brillaban.
—Ya conocen ustedes mi teoría, según la cual queda algo en la memoria. Llamaré a eso «resaca». Pues bien, este aparato puede demostrar la exactitud de mis suposiciones.
—No irás a decirnos que piensas aplicar esos cacharros a tu cerebro con el fin de localizar el lugar exacto, ¿verdad?
—Eso es lo que pienso hacer, efectivamente.
—¿Y una vez hecho, qué? —preguntó Cranshaw, tocando, como siempre la tecla práctica.
—Te lo diré cuando sepa algo concreto —rió Carson—. Por ahora sólo os pido que os atengáis a las instrucciones que os daré.
Cogió un sillón y tomó asiento junto a su engendro, donde abundaban lentes de aspectos raros, lámparas y tubos. Siguiendo sus directrices, Glenbury se situó ante el panel de los mandos. Se encendió un reflector que bañaba con luz violeta toda la cabeza de Carson.
Frente a él y puesta de tal manera que pudiera verla con claridad, una pantalla cuadrada y numerada pareció cobrar vida al mostrar una perfecta silueta de su cráneo, obtenida a través de rayos X. Sólo difería de la imagen proporcionada por auténticos rayos X en que las circunvoluciones del cerebro aparecían con mayor claridad que cualquier otro elemento.
—Bueno —jadeó abruptamente Carson—. Mirad la sección nueve, cuadrado cinco. Podréis ver una marca negra ovalada. Es un punto vacío. No se registra nada en él. Pues bien, eso es una «resaca».
Oprimió una palanca que estaba sobre el brazo de su sillón.
—Estoy tomando una fotografía —explicó.
Ordenó luego que se desconectara el aparato y se puso de pie. A los pocos minutos, el tanque autorrevelador proporcionó una imagen clara. Carson, cogiéndola por los bordes, la mostró a sus dos amigos, claramente encantando con los resultados.
—¿Y qué? —gruñó Cranshaw—. Ahora tienes un punto vacío. ¿Puedes decirme de qué te sirve? Todo esto se sale de la física ortodoxa que he estudiado; pero no lleva al conocimiento del futuro.
Pronunció la última frase con cierta impaciencia.
—Sí que lleva —la voz de Carson era tensa—. ¿Habéis observado que el punto vacío se halla exactamente donde cabía esperar que se encontraría? En la zona del subconsciente. Para llegar a conocer de manera irrefutable lo que el punto contiene sólo hay un método posible.
—Oh, claro —dijo Cranshaw de mal humor—. Un neurocirujano podría unir el punto vacío e inerte a un punto activo, por medio de un nervio. Es delicado pero...
—No necesito cirujano alguno —interrumpió Carson—. ¿Para qué un nervio? El nervio no es más que un medio físico, corpóreo, para llevar sensaciones eléctricas minuciosas. Un pequeño instrumento eléctrico podría hacer lo mismo. En otras palabras, un nervio externo, mecánico.
Se volvió a una mesa y cogió de ella cierto objeto parecido a un estetoscopio. A cada extremo se veían dos cápsulas de succión a las que se unían pilas secas de pequeño tamaño. Las dos cápsulas estaban conectadas por un fuerte cable.
—El cerebro despide cargas eléctricas exactas, como todo el mundo sabe —continuó diciendo Carson—. Este instrumento mecánico puede desempeñar la misma función a través del cráneo. De tal modo, el punto vacío y la zona normal del cerebro quedarían vinculados. Por lo menos, eso es lo que yo creo.
—De acuerdo —comentó Dick Glenbury mirando nerviosamente a Hart Cranshaw—. Pero a mí eso me parece como un nuevo medio de suicidarse.
—Como ahogarse en los propios residuos —aprobó Cranshaw;
—Si no estuvierais tan sumidos en la ciencia de los hechos prácticos comprenderíais mejor mis puntos de vista —repuso Blake—. De todos modos, me dispongo a hacer una prueba.
Puso de nuevo en funcionamiento su equipo para analizar el cerebro. Estudió un poco la imagen de la pantalla, comparándola con la fotografía y por fin afirmó un extremo del nervio artificial a su cráneo. La otra cápsula de succión fue recorriendo, guiada por su mano, otras partes de su cabeza. Cada movimiento era controlado por Blake a través de lo que aparecía en la pantalla. Una y otra vez, probaba los alrededores del punto vacío, hasta que terminó por fijar la cápsula mediante el apéndice succionador.
Una sensación de mareo le invadió. Era como si su cuerpo fuera un guante al que se vuelve del revés. Su laboratorio y las caras de sus dos amigos, tensas ante la gravedad del momento, fueron desvaneciéndose misteriosamente. Por su cerebro corrieron imágenes que parecían las que producen las aguas agitadas al reflejar caprichosamente los objetivos que se hallan sobre ellas.
Una masa de impresiones inconexas se precipitó sobre su conciencia. Innumerables personas se fugaban precipitadamente, superpuestas a unas colinas abruptas y escarpadas, contra las cuales chocaban las aguas del mar, levantando nubes de espuma. De los acantilados parecían surgir las torres de una ciudad remota, desconocida e incomparablemente hermosa y en dichas torres se reflejaban los fulgores de un sol invisible.
Máquinas... personas... nieblas. Un dolor intensísimo...
Abrió de pronto los ojos, encontrándose extendido sobre el piso de su laboratorio. Alguien le daba a beber coñac, que le hacía arder la garganta.
—Nunca se habrá visto experimento más loco e insensato —exclamó Dick Glenbury apasionadamente—. Tras unos minutos te quedaste como una luz que se apaga.
—Te advertí que de nada serviría —dijo Cranshaw—. Las leyes de la física están contra este tipo de cosas. El tiempo está encerrado...
—No, Hart, no lo está —le interrumpió Carson mientras se levantaba del suelo acariciándose la cabeza dolorida—. Definitivamente puedo decirlo: no lo está.
Ya de pie, miró ante sí. Tenía una expresión soñadora.
—¡He visto el futuro! —murmuró—. No estaba del todo claro, pero tenía que tratarse del futuro. Percibí una ciudad tal como nunca había imaginado. Todo se veía fragmentado, como si se tratara de un montaje cinematográfico o, mejor, de una superposición de imágenes filmadas. Pero esto puede ser mejorado. Hay que mejorar lo que se relaciona con el nervio artificial. La próxima vez me saldrá mejor.
—¿La próxima vez? —repitió Cranshaw—, ¿te dispones a seguir adelante con algo tan arriesgado? Podrías matarte sin llegar a conseguir lo que te propones.
—Tal vez —admitió Carson con voz tranquila.
Se sobrecogió un poco.
—Los pioneros han debido a veces pagar muy caros sus descubrimientos. Sin embargo yo poseo la llave. Me dispongo a seguir adelante, amigos, hasta abrir limpiamente la puerta con ella.
Durante los meses que siguieron, Blake Carson continuó febrilmente con sus experimentos. Abandonó su trabajo para contar con más tiempo, viviendo cuidadosamente del dinero que tenía ahorrado. Sólo vivía para perfeccionar su descubrimiento.
Al principio se vio estimulado por la precisión y certeza de los resultados obtenidos. Luego, a medida que el tiempo pasaba, tanto Hart Cranshaw como Dick Glenbury comenzaron a notar extraños cambios en Carson. Parecía atribulado y a la vez temeroso de dejar escapar alguna afirmación sobre lo que estaba realizando.
—¿Qué sucede, Blake? —le preguntó cierta noche Glenbury, que había ido a visitarte—. Te ves diferente. Algo escondes en tu cabeza. Ya sabes que soy tu mejor amigo. Puedes confiar en mí.
Blake Carson sonrió y Dick Glenbury pudo advertir el cansancio que denunciaba su rostro.
—¿No podríamos decir lo mismo de Hart, eh?
—Hombre, no quise decir eso. Pero ya sabes que es de sangre un poquitín fría cuando se habla de hechos. Venga, dime qué sucede.
—He descubierto cuándo he de morir —explicó Carson concisamente.
—¿Y qué? Todos hemos de morir algún día.
Dick Glenbury se detuvo, algo incómodo. Podía ver un extraño brillo en los ojos de Carson.
—Sí, desde luego que todos moriremos algún día. Pero es que no me has entendido: yo sé cuándo. Moriré el mes que viene, para ser exactos; el catorce de abril. Y ha de ser en la silla eléctrica, sentenciado por asesinato en primer grado.
Dick Glenbury le miró azorado.
—¿Qué? ¿Tú, asesino? Vamos, eso es algo completamente... Oye, Carson, ese nervio artificial te ha jugado una mala pasada.
—No, no lo creo, Dick. Ahora comprendo que la muerte pone término a una determinada fase de la existencia sobre este plano. Las vistas del futuro que he podido ver pertenecen a otro plano que está más allá de éste. Se trata del plano al que sucesivas muertes terminarán por llevarme. Con la muerte, toda asociación con las cosas de la Tierra, cae.
—Sigo sin creer que el mes que viene te ajusticien —dijo Dick.
—Moriré culpable de asesinato —insistió Carson con voz dura—. El hombre que me meterá en el horrible enredo que se aproxima y que dispondrá de una perfecta coartada será... Hart Cranshaw.
—¿Hart? ¿Estás intentando decirme que él cometerá un crimen para luego echar deliberadamente las culpas del mismo sobre ti?
—Eso es. Sin duda. Ya sabemos que actualmente se halla muy interesado en este invento mío, como también sabemos que tiene conciencia de tener un punto vacío en su cerebro, cosa que nos sucede a todos. Hart, con juicio frío y calculador, ha pesado el valor de mi descubrimiento y visto el valor que tiene para ganar poder y dinero. Imagínate: la bolsa, las especulaciones financieras, la historia, todo puede llegarse a conocer antes de que suceda. Sería posible hasta alcanzar el dominio del mundo. Por lo tanto ya ha resuelto robarme el secreto y deshacerse de los dos únicos hombres que conocen su villanía.
—¿Dos hombres? —exclamó Dick Glenbury—. ¿Quieres decir que también habré de morir yo?
—En efecto. —La voz de Carson parecía llegar desde muy lejos.
—Eso es imposible —gritó Dick con voz potente—. No permitiré que... me maten sólo para que Hart Cranshaw consiga sus fines. Ni loco que estuviera. Olvidas, Carson, que estar prevenido es estar armado. Entre ambos podemos frustrar lo que Hart trama.
Su voz se hizo anhelante.
—Ahora que conocemos sus planes, podemos interceptarlos.
—No —afirmó Carson—. Durante varias semanas he estado reflexionando sobre el asunto, Dick. Han sido semanas en que casi me he vuelto loco. Las leyes del tiempo son inexorables. Lo que ha de suceder ha de suceder. ¿No comprendes que lo que yo he podido ver es apenas un recuerdo minúsculo de un tiempo pasado, sobre los cuales estamos pasando otra vez? Todo esto ya ha sucedido antes. A ti te asesinarán. Tan seguro como que estás aquí. Por otra parte, yo sabía previamente que vendrías esta noche. Te asesinarán y yo moriré, acusado de haberte matado.
El rostro de Dick Glenbury había tomado el color de la masilla.
—¿Cuándo sucederá eso?
—Exactamente a las once y cinco de esta noche... aquí mismo.
Carson calló, cogiendo fuertemente un hombro de su amigo.
—¡Por las estrellas del cielo, Dick, no puedes saber cuánto me hiere todo esto! No puedes imaginarte lo que me cuesta decírtelo todo. Si lo he hecho es porque es algo que tiene que ver directamente contigo.
—Sí... lo sé.
Glenbury se dejó caer pesadamente en un sillón. Por unos momentos su mente erró al azar. De pronto advirtió que su helado mirar estaba fijo en el reloj eléctrico. Eran las diez y cuarenta.
A las once menos diez, es decir, dentro de diez minutos, pensaba, Hart vendrá diciendo que siente muchísimo haberse retrasado y que la culpa ha sido de una reunión extraordinaria de su sociedad. Sobrevendrá una discusión y en seguida mi muerte. Todo estará claro hasta el momento de ser yo asesinado, momento en que ya no habrá futuro en mi vida. La visión de una vida que continúa en un plano diferente a éste es algo en lo que he pensado mucho.
Dick Glenbury no había hablado.
—¿Qué sucedería —dijo Carson— si intentara experimentar con el tiempo? Acaso, gracias a que poseo un poder que ningún hombre ha poseído hasta ahora, pueda yo alterar el orden del ciclo. Suponte que volviera a la Tierra tras haber sido electrocutado para acusar a Hart de asesinato doble: el tuyo y el mío, puesto que yo he sido también asesinado en la silla eléctrica.
—¿Cómo lo harías? —murmuró Glenbury, cuya mente se encontraba demasiado nublada para entender bien todo aquello.
—Ya te he dicho que el cuerpo obedece a la conciencia. Normalmente, al morir volveré a crear mi cuerpo dentro de un plano de existencia diferente a éste. Pero, ¿qué sucedería si mis pensamientos en el momento de la muerte se concentraran sobre mis deseos de retornar a este plano una semana después de mi ejecución? Sería por entonces el veintiuno de abril. Creo que podría intentarlo y enfrentar a Hart.
—¿Acaso sabes cómo hacerlo?
—No; pero parece lógico suponer que puedo encontrar el medio. Puesto que tras la muerte, el futuro se desarrolla en otro plano, no soy capaz de decir si mi proyecto funcionará o no. Como te he dicho, Hart queda borrado de mi futuro desde el momento en que muero, a menos que yo pueda cambiar el curso del tiempo, realizando de tal modo algo único. Creo que...
Carson se interrumpió al abrirse súbitamente la puerta. Hart Cranshaw penetró en el laboratorio. Arrojó su sombrero a un rincón.
—Siento muchísimo haberme retrasado, chicos; pero tuvimos reunión extraordinaria de la sociedad. —Miró a Glenbury—. ¿Qué te sucede, Dick? ¿Te sientes mal?
Su amigo no respondió nada. No apartaba los ojos del reloj. Eran exactamente las once menos diez.
—Está perfectamente —contestó Carson en tono tranquilo—. Sólo que ha sufrido un fuerte shock. Eso es todo. He estado escudriñando el futuro, Hart, y he descubierto algunas cosas que no son precisamente agradables.
—¿Sí? —Hart Cranshaw pareció meditabundo durante unos instantes, pero pronto volvió a adquirir su expresión habitual—. En verdad reconozco, Blake, que no he sido últimamente todo lo cordial que debiera contigo. En especial teniendo en cuenta lo extraordinario de tu invento. Quisiera saber más sobre él. Cuéntame.
—¡Claro, así podrás robarlo! —gritó Dick Glenbury de pronto, poniéndose de pie—. Ésa es tu intención. Oh, no te molestes en negarlo: el aparato de Carson ya se lo ha revelado. Me matarás para que le ajusticien luego. Pero no lograrás tu propósito. Te aseguro que no. ¿Dices que no se puede engañar al tiempo, Blake? Lo veremos.
Corrió hacia la puerta pero no pudo llegar a ella porque Hart Cranshaw le cogió con fuerza de un brazo, haciéndole retroceder.
—¿Qué desatinos estás diciendo? —preguntó iracundo—. ¿Quieres decir que me propongo matarte?
—A eso has venido, Hart —dijo Carson sin perder la serenidad—. El tiempo no miente. Tus declaraciones de pretendida inocencia no nos pueden engañar sobre tus intenciones. Piensas sacar gran provecho a mi invento.
—Muy bien; supongamos que dices la verdad —exclamó Hart Cranshaw extrayendo una pistola de entre sus ropas—. ¿Qué te propones hacer para impedirlo?
Blake Carson se encogió de hombros.
—Sólo lo que la ley inmutable me dice que haga.
—A la mierda con todo eso —saltó Dick Glenbury—. No me voy a estar aquí, muy quietecito para que las leyes inmutables se cumplan. Mi vida está en peligro. ¡Venga, Hart, aparta esa pistola!
Cranshaw se limitó a sonreír fríamente. Desesperado, Dick se abalanzó sobre él; pero tropezó con un cable que corría por el suelo, yendo a dar contra el físico. Si fue accidente o no, era algo de lo cual Blake Carson no podía estar seguro. Lo cierto fue que la automática se disparó.
Hart Cranshaw se quedó inmóvil. Un momento más tarde, el cuerpo de Dick Glenbury se deslizaba suavemente junto a él, hasta quedar tendido en el suelo, inerte. Los ojos de Blake Carson se volvieron al reloj. ¡Las once y nueve minutos!
Entretanto Hart Cranshaw se había recuperado. Agarró con firmeza su pistola.
—Bueno, Blake, ya que conoces el futuro, sabrás lo que se avecina...
—Sí. Te dispones a echarme la culpa por su muerte. Mataste a Dick deliberadamente.
—No estás en lo cierto. Fue un accidente. De hecho, las cosas sucedieron antes de lo que yo esperaba, nada más. Y ahora, con los dos fuera del campo, ¿qué puede impedirme ser el dueño del mundo? Tendré ese aparato que has inventado y con él todo lo que pueda desear. —Sonrió macabramente—. He planeado todo a la perfección, Blake. Tengo una coartada irrebatible para mis andanzas de esta noche. No sé cómo te las arreglarás para probar tu inocencia.
—No me las arreglaré de ningún modo —repuso Blake—. Y tú lo sabes.
Hart Cranshaw le miró con expresión perpleja.
—Teniendo en cuenta lo que ha sucedido y lo que sucederá, te estás tomando las cosas con mucha calma.
—¿No es lo lógico? El conocimiento del futuro te permite saber lo que es inevitable... para ambos, Hart.
La última frase había sido pronunciada intencionadamente.
—Pues mi futuro será magnífico —dijo Hart—. Tengo para rato en este mundo.
Reflexionó brevemente, luego hizo un movimiento con su arma.
—Muévete lejos de tu aparato. No quiero que vayas a estropearlo. Si lo intentas te mataré, aunque me resulte algo más complicado salir libre con mi coartada. Descuelga el teléfono y llama a la policía. Les dirás que lo has hecho tú.
Con calma resignada, Blake Carson hizo lo que el otro le ordenaba. Al terminar, Hart Cranshaw movió alegremente la cabeza.
—Excelente. Antes de que llegue la policía yo me habré marchado dejándote esta pistola que explicará los hechos. Como llevo guantes, mis huellas no estarán en la culata. Aunque tampoco hallen las tuyas, el punto es de poca importancia: sólo Dick y tú estabais aquí esta noche. Yo me encontraba en otra parte y puedo probarlo.
Blake Carson sonrió tristemente.
—De tal modo podrás luego fingirte mi buen amigo y encargarte de seguir adelante con mis trabajos, cubierto por tu coartada y un buen abogado si la ocasión lo exige. Muy astuto, Hart. ¡Sin embargo, recuerda que para todo hay una hora señalada!
—Pues por ahora las cosas son de color de rosa en lo que a mí concierne —repuso el otro con tono presumido y seguro.
La maquinaria de la ley actuó exactamente del modo previsto por el aparato de Carson. Una vez en manos de la policía fue interrogado interminablemente hasta que sus posibilidades de escapar se tornaron nulas. Fue condenado bajo acusación de asesinato en primer grado y el tribunal decretó la pena de muerte. Todo el juicio se desarrolló en tiempo récord, pues se consideró un caso de delito in fraganti. Los periódicos atacaron despiadadamente al acusado. A pesar del asombro de su abogado, Carson rehusó apelar la sentencia y también acogerse a los plazos legales que hacían posible posponer su cumplimiento. Su actitud fue fatalista desde el principio. Nada pudo hacerle cambiar de propósito: deseaba morir cuanto antes.
En su celda, durante el período de tiempo que se extendía entre la sentencia final y su ejecución, pasó la mayor parte del tiempo reflexionando sobre los hechos que había logrado entender merced a sus experimentos. Fue sin duda un excelente preso. Tranquilo, silencioso y sólo un poco triste. Todo su ser estaba puesto en una firme e inalterable concentración sobre la fecha del veintiuno de abril. Sólo sobre su dominio de las fuerzas elementales en el momento de morir descansaba su posibilidad de enfrentar a Hart Cranshaw con lo imposible, es decir, con su retorno de la muerte.
Ni una sola palabra sobre ello escapó de sus labios. Al llegar su último momento no dobló la cabeza. En la fría mañana escuchó las breves plegarias reconfortantes del capellán de la prisión, pronunciadas en hondo silencio, y encaminó sus pasos por el corto corredor sombrío y flanqueado de guardas, hasta llegar a la cámara fatal. Tomó asiento en la silla de la muerte con la calma de un hombre que se dispone a presidir una reunión de negocios.
Las hebillas de los cinturones que le pasaron por el cuerpo y los brazos sonaron secamente, turbando un poco su concentración.
Apenas advertía lo que sucedía a su alrededor en el recinto poco iluminado. Si su concentración sobre el veintiuno de abril había sido intensa hasta entonces, se tornó frenética en aquellos momentos supremos. Rígido, con el sudor chorreándole copiosamente por la cara por obra del esfuerzo mental, esperaba...
De pronto sintió la estremecedora, tirante y tremenda corriente que atenazaba sus entrañas para extenderse en seguida en medio de una angustia tal que reducía al mundo y al universo entero a un instante infernal en el que todo se disolvía...
Luego todo se serenó. Todo quedó envuelto en una extraña quietud...
Le parecía flotar a la deriva en un océano insustancial, como si lo hiciera por los aires. Su concentración había sido suplantada por un sentimiento de maravilla que crecía sin cesar y que él trataba de comprender.
Había muerto. Por lo menos eso le había sucedido a su cuerpo, sin duda. Estaba convencido de que así era. Ahora le era preciso romper los lazos que le paralizaban. Trató de realizar un esfuerzo brusco, mediante el cual logró que todo quedara un poco más claro. Comprendió que salía del vacío de la nada para penetrar en un entorno normal o, mejor dicho, terrestre. Se movió cautelosamente. Estaba solo, tendido de espaldas en medio de un llano sombrío, helado y cubierto de polvo rojizo. Le produjo gran sorpresa constatar que aún llevaba puesta la fina camisa de algodón y los pantalones que usara en la prisión.
La helada brisa le caló hasta los huesos. Temblaba al ponerse de pie. Echó un vistazo a su atuendo.
Claro, pensó; llevaba estas prendas en mi pensamiento, tal como llevaba mi cuerpo. No es extraño que también ellas resultasen recreadas...
Sin atinar a explicarse nada aún, miró en torno suyo, sobre su cabeza, el cielo era de un azul violáceo y estaba muy estrellado. Hacia su derecha se veía una elevación escarpada. Todo el resto del terreno visible era rojizo. El tiempo —un espacio de tiempo infinitamente largo— había pasado.
Lanzando una exclamación ahogada corrió hacia la colina escarpada y trepó rápidamente a ella. Llegado a la cumbre se detuvo azorado.
Un sol rojo de inaudito tamaño se veía a medias por encima del horizonte formado por montañas dentadas. Las estrellas llegaban hasta los bordes mismos del astro, que era viejo. Sus fuegos incandescentes declinaban.
—Millones de años, miles de millones de años —susurró Blake Carson.
Se sentó sobre una piedra y tendió la mirada sobre la sobrecogedora y sombría extensión.
—En nombre del cielo, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Siguió mirando ante sí, tratando, por un esfuerzo sobrehumano, de pensar sensatamente. Había proyectado volver a la tierra a la semana de morir. En lugar de ello aquí estaba, al final de la existencia de la Tierra. Los años mostraban su marca en todas las cosas y aquel sol, apenas vivo, hablaba de la próxima detención del planeta en su carrera. El suelo era rojo porque estaba hecho de óxido de hierro extremadamente antiguo. El aire era tan leve que había transformado las alturas atmosféricas en algo azul violado y hacía de la respiración un proceso penoso.
Algo más sucedía. Algo que Blake Carson no tardó en comprender: ya era incapaz de prever el futuro.
—He complicado las cosas al torcer el curso normal de la vida tras la muerte —murmuró—. No me he trasladado a un plano vecino al terrestre para reasumir la existencia ni, menos aún, revivido el veintiuno de abril como proyectaba. Esto sólo puede explicarse por el hecho de que en el último minuto hubo un error imprevisible. Es posible que la electricidad de la silla haya trastornado mis corrientes cerebrales, desviando el destino de mis pensamientos de tal modo que fui lanzado con fuerza hacia adelante. Con tanta fuerza en realidad, que aquí estoy, no a una semana, sino a siglos. Además, carezco ya del poder de visualizar el futuro. De haber muerto por medio de cualquier agente que no fuera la electricidad, tal vez no me encontraría ahora en esta situación.
Se sobrecogió nuevamente, al correr un aire helado que venía del desierto y que le atravesó. Forzado a moverse, volvió a ponerse de pie y, protegiéndose la cara del viento polar, anduvo por la base de la pequeña colina. Volvió a contemplar el desolado paisaje. Entonces vio algo que, desde su anterior punto de mira, no podía divisar. Parecían ruinas.
Echó a correr para no congelarse, aunque tal acto imprimiera una presión casi intolerable sobre sus pulmones. Iba hacia el sol moribundo y perezoso. Por fin se encontró a la sombra de una sala vasta y muy erosionada por el tiempo.
Como todo el resto, el lugar era rojo. Dentro del recinto había grandes maquinarias cubiertas de polvo. Colosos energéticos abandonados desde muchísimo tiempo atrás. Las examinó, sin poder explicarse nada sobre su funcionamiento o significado. Dirigió entonces los ojos hacia más allá, donde se veían más ruinas de metal oxidado. Cámaras y más cámaras semiderruidas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, confundiéndose con el cielo morado. Allí estaba, al parecer, el desplomado monumento a la esfumada grandeza del hombre. Las inexplicables y gigantescas máquinas eran como el enigma que proclamaba su ya fenecida importancia...
¿Y el propio hombre? ¿Había acaso emigrado a otros mundos? ¿Se hallaba sepultado bajo el polvo rojo? Blake Carson se estremeció ante la evidencia de su total soledad. Sólo las estrellas, el sol y el viento —aquel gélido viento que silbaba entre las ruinas formando nubes carmesíes que cubrían el brillo de algunas estrellas— quedaban aún.
Volviéndose a un costado creyó ver a lo lejos, entre los despojos mecánicos, un resplandor que parecía un reflejo del sol. Brillaba como un diamante. Corrió hacia el lugar; pero sólo para comprender que se había engañado sobre la distancia. El objeto estaba por lo menos a dos millas. No cejó en su empeño, sin embargo, y se dirigió resueltamente hacia allí. A medida que se acercaba, el brillo sufría cambios. Por fin terminó siendo un conjunto de seis grandes y macizas bóvedas de cristal que median unos seis pies de diámetro.
Había luego dos bóvedas más. Las ocho se levantaban sobre un plano hundido, cuyas paredes rocosas se veían libres de cascotes y piedras. Se hubiese dicho el piso de un cráter rodeado de paredes de lava arrugada.
Intrigado resolvió mirar hacia las profundidades.
Instantáneamente olvidó el viento y su sensación de desesperada soledad. ¡Debajo había vida! ¡Vida que pululaba! Acaso no se tratase de vida humana; pero al menos algo se movía. Le llevó unos momentos ajustar su mente a su descubrimiento.
Tal vez a unos doscientos pies bajo el nivel del suelo sobre el cual se levantaban las bóvedas, se veía una ciudad en miniatura profusamente iluminada. Al observarla vino a la mente de Carson cierta maqueta de la ciudad del futuro que había visto una vez en una exposición. Se veían terrazas, aceras, torres y hasta aviones. Todo estaba allí, aunque a escala infinitamente diminuta. Era probable que la ciudad continuara bajo mayores profundidades.
Pero sus habitantes eran... hormigas. Había millones de ellas. No se movían desordenadamente de aquí para allá con la aparente desorientación propia de sus tiempos, sino que parecían obedecer a un propósito definido y ordenado.
¿Hormigas en un mundo que se moría? ¿Hormigas que tenían sus ciudades?
Claro, dijo a media voz, dejando una marca en el cristal helado con su aliento; claro. Es la ley de la evolución. Él hombre se ha transformado en hormiga y ésta en bacteria. La ciencia de su tiempo ya lo tenía previsto. Si yo no pude verlo con mi aparato, el hecho se debió tan sólo a que el futuro que yo veía no abarcaba este plano.
¿Y Hart Cranshaw? ¿Y sus planes de venganza? Todo eso parecía ahora muy remoto. Allá abajo había compañía. Hormigas inteligentes que, fuera lo que fuese lo que de él pensaran, al menos le hablarían, le ayudarían...
Comenzó a golpear los cristales con los puños y a dar voces.
No obtuvo resultados inmediatos. Volvió a golpear —ahora frenéticamente— y entonces la huidiza multitud de abajo se detuvo en sus movimientos como si vacilara. De pronto todas las hormigas comenzaron a correr en todas direcciones. Parecían motas de polvo arrastradas por un remolino.
—¡Abran! —gritó—. ¡Abran que me estoy congelando!
No hubiese podido decir lo que le sucedió entonces, pero le pareció enloquecer un poco. Creía recordar que corrió de una bóveda a otra, redoblando sus golpes contra la lisa e insensible superficie.
El viento, entretanto, estaba transformando su sangre en hielo. Por fin cayó casi inerte a un costado, sobre el límite del plano sobre el cual se levantaban las bóvedas sepultando la cabeza en ambas manos. Temblaba violentamente mientras un creciente deseo de dormir se apoderaba de él. Pero nuevas ideas despejaron su mente. Eran ideas grandiosas, que no provenían de él.
Como en un caleidoscopio vio la ascensión del hombre a las supremas alturas y su gradual comprensión de que habitaba un planeta condenado a morir; contempló la reducción de las multitudes y la supervivencia de los más aptos; el lento e inexorable trabajo de la naturaleza para adaptar la vida de modo que atendiese a sus nuevas necesidades.
Como si tuviese ante sí un panorama de todas las eras, con vistas de cada tiempo, Blake Carson vio el cuerpo humano transformarse en uno de termita. Las de sus propios días eran como los prototipos progenitores, las formas experimentales. Las termitas dotadas de superinteligencia habían construido aquellas ciudades subterráneas, dotadas de alta tecnología y apenas necesitadas de los pobres recursos que de la Tierra quedaban. Sólo bajo la superficie había refugio contra la moribunda atmósfera.
Sí; la naturaleza se había mostrado sabia al organizar la mutación y seguiría haciendo alarde de ingenio cuando llegara el momento de transformar a las termitas en bacterias, esos seres indestructibles, capaces de sobrevivir en el espacio, de desplazarse hacia otros mundos, de comenzar todo de nuevo. El eterno ciclo.
Carson se asombraba él mismo. ¿Cómo sabía él todo aquello? Quiso ponerse de pie, pero volvió a caer sobre el suelo: sus piernas entumecidas se mostraban incapaces de sostenerlo.
De pronto advirtió que un pequeño ejército de hormigas se hallaba junto a él. Se hubiese dicho un felpudo negro tendido sobre el liso suelo rojo. ¡Se acababa de enterar de la historia evolutiva por medio de la transferencia mental! Las verdades le habían sido metidas en la mente por aquellos seres. Lo supo con toda certeza al verse literalmente bombardeado por preguntas mentales.
Eran tantas y procedían de tal cantidad de sujetos, que apenas podía distinguir algo que tuviese algún sentido.
—¡Refugio! —exclamó—. Alimento, calor: eso es lo que deseo. Me he salido del tiempo. Soy un vagabundo dentro de él y he llegado aquí por accidente. Podréis examinarme como un sobreviviente de tiempos remotísimos para vosotros. De seguro que os seré útil. Si no me ofrecéis alguna clase de refugio, el frío acabará pronto conmigo.
—Tú te creaste tu propio accidente, Blake Carson —dijo una nítida onda de pensamiento—. Si hubieses muerto como las leyes del tiempo lo prescriben, hubieses pasado al próximo plano de existencia, que no es éste. En cambio quisiste probar, tratando de derrotar al tiempo, con el fin de preparar tu venganza. Nosotros, es decir, el tiempo, el espacio y la vida, conocemos perfectamente tus intenciones.
»Nadie puede ya ayudarte. La ley del cosmos ordena que los seres vivan y mueran según sus dictados; y la muerte que ahora te aguarda no será la transición normal de un plano a otro cualquiera, sino a uno que nadie puede siquiera imaginar. Has perturbado para siempre la línea cósmica del tiempo que debías seguir. Ya no podrás corregir tal perturbación.
Blake Carson contemplaba en silencio a las termitas, deseando tan sólo desentumecer sus ateridos miembros. Sabía que se estaba muriendo; lo comprendía perfectamente; pero el interés mantenía aún vivo su razonamiento.
—¿A esto llamáis vosotros hospitalidad? —murmuró—. ¿Es ésta la benevolencia científica de una era avanzada? ¿Cómo podéis ser tan implacables cuando sabéis por qué buscaba la venganza?
—Sabemos ciertamente el porqué; pero eso es algo trivial comparado a la incalificable transgresión que implica pretender alterar la ley para adecuarla a tus propios fines. Para ello cometiste un pecado contra la ciencia, lo cual es imperdonable, por muy atendibles que sean los motivos. Eres un paria, Blake Carson. En especial para nosotros. No has vuelto a encontrar a Hart Cranshaw, el hombre que buscabas y nunca lograrás ese anhelo.
Los ojos de Blake Carson se entrecerraron. Notó que mientras le llegaba el mensaje de las hormigas, éstas habían retrocedido y se encontraban ahora a cierta distancia de él. Parecían haber perdido todo interés en su caso y dirigirse de nuevo a sus dominios subterráneos. Sin embargo el poder de las emisiones no se debilitaba en consecuencia.
De pronto supo por que. Una de las termitas, más grande que las otras, estaba sola a su lado, sobre el suelo rojo. Carson la contempló con ojos ardientes.
—Comprendo —murmuró—. ¡Sí, comprendo! Vuestros pensamientos resultan claros para mí. Y te entiendo particularmente a ti. Eres Hart Cranshaw. El Hart Cranshaw de esta era. Robaste mi invento y así llegaste a transformarte en el dueño y señor de la ciencia y de todo el mundo, tal como lo deseabas. Hallaste que era posible quedarse en el plano normal tras cada muerte, a condición de no morir electrocutado. Eso fue lo que malbarató mi proyecto: morir en la silla eléctrica.
»De tal modo seguiste y seguiste, muriendo y renaciendo, cada vez con un cuerpo diferente pero con la misma mente. ¡Un hombre eterno, cada vez más dominador!
La voz de Carson crecía en intensidad. Llegó a convertirse en grito. Pero se calmó.
—Hasta que al fin la naturaleza te transformó en termita. Llegaste a constituirte en amo de la comunidad. ¡Nunca llegué a imaginar que mi descubrimiento te iba a deparar el dominio del mundo! Sin embargo, si yo he contrariado las leyes del cosmos, también las has contrariado tú, Hart Cranshaw, que has burlado tu tiempo normal una y otra vez con tus innumerables muertes. Te has quedado en este plano cuando debiste trasladarte a otros. Ambos hemos violado la ley. Tanto para ti como para mí, la muerte significará esta vez el viaje a lo desconocido., Un poder que parecía venirle de algo situado fuera de si mismo le invadió. La vida volvió a correr por sus miembros rígidos y de un salto se puso de pie.
—Nos hemos vuelto a encontrar, Hart, tras miles de billones de años. ¿Recuerdas lo que te dije cierta vez? ¿Que para cada acontecimiento hay una hora señalada? Ahora sé por qué no deseas salvarme.
La solitaria hormiga, moviéndose con asombrosa rapidez se volvió hacia donde sus compañeras se encontraban. Una vez entre ellas, sería más difícil localizarla.
Al pensar así dio un salto hacia adelante. Pero tal movimiento sería el último que hiciera en vida. Cayó de frente, pero pudo echar mano a la termita que huía. Quiso apretarla entre sus dedos; no obstante aquélla consiguió escapar. Pudo verla correr por el dorso de su mano y luego por la palma, cuando Carson ya no podía cogerla con fuerza.
No hubiese podido decir durante cuánto tiempo la observó. Sólo que en cierto momento llegó a situársela sobre el pulgar. Su índice encontró fuerzas y, cerrándose, aplastó a su enemigo.
Se quedó mirando la mancha oscura que quedó en ambos dedos.
Ya no pudo hacer movimiento alguno. La parálisis se había apoderado de él por completo. Sintió un dolor intenso en el corazón. Su visión menguó. Le parecía deslizarse...
Pero al trasladarse al más allá creyó comprender algo nuevo. ¡No había burlado al tiempo! ¡Tampoco Hart Cranshaw! Los dos habían hecho algo igual antes en algún lado y seguirían haciéndolo interminablemente, mientras el tiempo existiera. Muerte... tránsito... renacer... evolución... vuelta a la edad de las amibas... hombre otra vez... el laboratorio... la silla eléctrica...
Eternamente. ¡Inmutablemente!