VAGABUNDO DEL TIEMPO - John Russell
Fearn
¡BLAKE
Carson desgarra el velo del futuro... y lo que ve detrás le lanza a
una amarga empresa vengadora!
Cierta vez el profesor Hardwick ofreció una
conferencia a un interesado auditorio de estudiantes.
—A decir verdad el tiempo no existe
—explicó—. Se trata, simplemente, de un término que la ciencia
aplica a cierta condición del espacio que no puede comprender
cabalmente. Los hombres sabemos que ha habido un pasado y estamos
en condiciones de probar tal aseveración. También sabemos que hay
un futuro; pero eso sí que no podemos probarlo. De ahí nace pues la
necesidad del término tiempo: mediante
él sorteamos la dificultad insuperable que el futuro plantea,
transformándolo en algo apto para la comprensión común.
Lo antedicho es parte de la conferencia
pronunciada por el profesor. Una pedantería, sin duda; pero llevó a
Blake Carson, estudiante a ratos perdidos y aficionado a la física,
a profundizar en el tema. Y a estudiarlo con dedicación y seriedad.
Había oído aquellas palabras de Hardwick cinco años atrás. El
profesor estaba ya muerto; pero los artículos que había dejado eran
abundantes y también había escrito numerosos libros, que Carson
estudió con creciente apasionamiento. De ahí pasó a otros. Entre
los veinticinco y los treinta años llegó a ahondar en las más
difíciles obras de Einstein, Eddington y Jeans.
«Definitivamente —terminó por sentenciar al
cabo de esos cinco años—, puedo afirmar que el tiempo no existe. No
es más que un concepto que arranca de las propias limitaciones del
cuerpo físico. Y el cuerpo físico, según Eddington y Jeans, sólo
constituye la manifestación exterior del propio pensar. Si se
cambia el pensamiento, se altera el cuerpo en parecida proporción.
El hombre cree conocer el pasado. Pues sólo es preciso acordar la
mente a la situación y tendremos que nada nos impide conocer el
futuro.»
Dos años más tarde, introdujo una enmienda a
aquella afirmación.
«El tiempo es un círculo en el cual el
pensamiento y todas las creaciones de éste desfilan a través de un
ciclo infinito. El proceso se repite interminablemente. De modo que
si en un remoto pasado hubiéramos hecho lo mismo que hacemos hoy,
lo lógico es presumir que algo nos ha quedado en la memoria; algo
que desde nuestro actual punto de vista, se hallará en el futuro,
por muy atrás que haya acaecido en el círculo del tiempo.
»El medio para pensar se encuentra en el
cerebro. En consecuencia, aquel algo que ha quedado, debe estar
alojado en él. Se trata de hallarlo. Si logramos hacerlo, habremos
dado con la llave del futuro. Todo lo que haremos, en realidad,
será despertar un recuerdo del remoto pasado.»
A partir de aquella concepción, el
laboratorio de Carson se fue llenando de complicados aparatos
adquiridos gracias a un durísimo plan de economías en otras
actividades. Una y otra vez armó y desarmó, probó, experimentó y
solicitó consejo a otros jóvenes estudiosos que sostenían ideas
similares a las suyas. No siempre, sin embargo, llegaban éstos a
comprender plenamente la teoría de Carson. De todos modos, su
entusiasmo les causó honda impresión.
Por fin consiguió que las cosas estuviesen
dispuestas tal como él las quería. Cierto sábado por la noche
invitó a su casa a sus dos principales consejeros y les enseñó su
aparato.
Dick Glenbury tenía una mata de pelo rubio,
era sonrosado y de ojos azules. Pertenecía a la especie de los
impulsivos, los honestos y los trabajadores. Hart Cranshaw, en
cambio, se colocaba en el extremo opuesto. Pálido, casi macilento y
tranquilo, su pelo era muy moreno. Brillante físico, se inclinaba,
empero, por las actitudes cínicas. Gracias a su gran inteligencia
se salvaba de resultar un pelmazo.
—Chicos —dijo Blake Carson—. Lo he
logrado.
Rezumaba entusiasmo. Los ojos le
brillaban.
—Ya conocen ustedes mi teoría, según la cual
queda algo en la memoria. Llamaré a eso «resaca». Pues bien, este
aparato puede demostrar la exactitud de mis suposiciones.
—No irás a decirnos que piensas aplicar esos
cacharros a tu cerebro con el fin de localizar el lugar exacto,
¿verdad?
—Eso es lo que pienso hacer,
efectivamente.
—¿Y una vez hecho, qué? —preguntó Cranshaw,
tocando, como siempre la tecla práctica.
—Te lo diré cuando sepa algo concreto —rió
Carson—. Por ahora sólo os pido que os atengáis a las instrucciones
que os daré.
Cogió un sillón y tomó asiento junto a su
engendro, donde abundaban lentes de aspectos raros, lámparas y
tubos. Siguiendo sus directrices, Glenbury se situó ante el panel
de los mandos. Se encendió un reflector que bañaba con luz violeta
toda la cabeza de Carson.
Frente a él y puesta de tal manera que
pudiera verla con claridad, una pantalla cuadrada y numerada
pareció cobrar vida al mostrar una perfecta silueta de su cráneo,
obtenida a través de rayos X. Sólo difería de la imagen
proporcionada por auténticos rayos X en que las circunvoluciones
del cerebro aparecían con mayor claridad que cualquier otro
elemento.
—Bueno —jadeó abruptamente Carson—. Mirad la
sección nueve, cuadrado cinco. Podréis ver una marca negra ovalada.
Es un punto vacío. No se registra nada en él. Pues bien, eso es una
«resaca».
Oprimió una palanca que estaba sobre el
brazo de su sillón.
—Estoy tomando una fotografía
—explicó.
Ordenó luego que se desconectara el aparato
y se puso de pie. A los pocos minutos, el tanque autorrevelador
proporcionó una imagen clara. Carson, cogiéndola por los bordes, la
mostró a sus dos amigos, claramente encantando con los
resultados.
—¿Y qué? —gruñó Cranshaw—. Ahora tienes un
punto vacío. ¿Puedes decirme de qué te sirve? Todo esto se sale de
la física ortodoxa que he estudiado; pero no lleva al conocimiento
del futuro.
Pronunció la última frase con cierta
impaciencia.
—Sí que lleva —la voz de Carson era tensa—.
¿Habéis observado que el punto vacío se halla exactamente donde
cabía esperar que se encontraría? En la zona del subconsciente.
Para llegar a conocer de manera irrefutable lo que el punto
contiene sólo hay un método posible.
—Oh, claro —dijo Cranshaw de mal humor—. Un
neurocirujano podría unir el punto vacío e inerte a un punto
activo, por medio de un nervio. Es delicado pero...
—No necesito cirujano alguno —interrumpió
Carson—. ¿Para qué un nervio? El nervio no es más que un medio
físico, corpóreo, para llevar sensaciones eléctricas minuciosas. Un
pequeño instrumento eléctrico podría hacer lo mismo. En otras
palabras, un nervio externo, mecánico.
Se volvió a una mesa y cogió de ella cierto
objeto parecido a un estetoscopio. A cada extremo se veían dos
cápsulas de succión a las que se unían pilas secas de pequeño
tamaño. Las dos cápsulas estaban conectadas por un fuerte
cable.
—El cerebro despide cargas eléctricas
exactas, como todo el mundo sabe —continuó diciendo Carson—. Este
instrumento mecánico puede desempeñar la misma función a través del
cráneo. De tal modo, el punto vacío y la zona normal del cerebro
quedarían vinculados. Por lo menos, eso es lo que yo creo.
—De acuerdo —comentó Dick Glenbury mirando
nerviosamente a Hart Cranshaw—. Pero a mí eso me parece como un
nuevo medio de suicidarse.
—Como ahogarse en los propios residuos
—aprobó Cranshaw;
—Si no estuvierais tan sumidos en la ciencia
de los hechos prácticos comprenderíais mejor mis puntos de vista
—repuso Blake—. De todos modos, me dispongo a hacer una
prueba.
Puso de nuevo en funcionamiento su equipo
para analizar el cerebro. Estudió un poco la imagen de la pantalla,
comparándola con la fotografía y por fin afirmó un extremo del
nervio artificial a su cráneo. La otra cápsula de succión fue
recorriendo, guiada por su mano, otras partes de su cabeza. Cada
movimiento era controlado por Blake a través de lo que aparecía en
la pantalla. Una y otra vez, probaba los alrededores del punto
vacío, hasta que terminó por fijar la cápsula mediante el apéndice
succionador.
Una sensación de mareo le invadió. Era como
si su cuerpo fuera un guante al que se vuelve del revés. Su
laboratorio y las caras de sus dos amigos, tensas ante la gravedad
del momento, fueron desvaneciéndose misteriosamente. Por su cerebro
corrieron imágenes que parecían las que producen las aguas agitadas
al reflejar caprichosamente los objetivos que se hallan sobre
ellas.
Una masa de impresiones inconexas se
precipitó sobre su conciencia. Innumerables personas se fugaban
precipitadamente, superpuestas a unas colinas abruptas y
escarpadas, contra las cuales chocaban las aguas del mar,
levantando nubes de espuma. De los acantilados parecían surgir las
torres de una ciudad remota, desconocida e incomparablemente
hermosa y en dichas torres se reflejaban los fulgores de un sol
invisible.
Máquinas... personas... nieblas. Un dolor
intensísimo...
Abrió de pronto los ojos, encontrándose
extendido sobre el piso de su laboratorio. Alguien le daba a beber
coñac, que le hacía arder la garganta.
—Nunca se habrá visto experimento más loco e
insensato —exclamó Dick Glenbury apasionadamente—. Tras unos
minutos te quedaste como una luz que se apaga.
—Te advertí que de nada serviría —dijo
Cranshaw—. Las leyes de la física están contra este tipo de cosas.
El tiempo está encerrado...
—No, Hart, no lo está —le interrumpió Carson
mientras se levantaba del suelo acariciándose la cabeza dolorida—.
Definitivamente puedo decirlo: no lo está.
Ya de pie, miró ante sí. Tenía una expresión
soñadora.
—¡He visto el futuro! —murmuró—. No estaba
del todo claro, pero tenía que tratarse del futuro. Percibí una
ciudad tal como nunca había imaginado. Todo se veía fragmentado,
como si se tratara de un montaje cinematográfico o, mejor, de una
superposición de imágenes filmadas. Pero esto puede ser mejorado.
Hay que mejorar lo que se relaciona con el nervio artificial. La
próxima vez me saldrá mejor.
—¿La próxima vez? —repitió Cranshaw—, ¿te
dispones a seguir adelante con algo tan arriesgado? Podrías matarte
sin llegar a conseguir lo que te propones.
—Tal vez —admitió Carson con voz
tranquila.
Se sobrecogió un poco.
—Los pioneros han debido a veces pagar muy
caros sus descubrimientos. Sin embargo yo poseo la llave. Me
dispongo a seguir adelante, amigos, hasta abrir limpiamente la
puerta con ella.
Durante los meses que siguieron, Blake
Carson continuó febrilmente con sus experimentos. Abandonó su
trabajo para contar con más tiempo, viviendo cuidadosamente del
dinero que tenía ahorrado. Sólo vivía para perfeccionar su
descubrimiento.
Al principio se vio estimulado por la
precisión y certeza de los resultados obtenidos. Luego, a medida
que el tiempo pasaba, tanto Hart Cranshaw como Dick Glenbury
comenzaron a notar extraños cambios en Carson. Parecía atribulado y
a la vez temeroso de dejar escapar alguna afirmación sobre lo que
estaba realizando.
—¿Qué sucede, Blake? —le preguntó cierta
noche Glenbury, que había ido a visitarte—. Te ves diferente. Algo
escondes en tu cabeza. Ya sabes que soy tu mejor amigo. Puedes
confiar en mí.
Blake Carson sonrió y Dick Glenbury pudo
advertir el cansancio que denunciaba su rostro.
—¿No podríamos decir lo mismo de Hart,
eh?
—Hombre, no quise decir eso. Pero ya sabes
que es de sangre un poquitín fría cuando se habla de hechos. Venga,
dime qué sucede.
—He descubierto cuándo he de morir —explicó
Carson concisamente.
—¿Y qué? Todos hemos de morir algún
día.
Dick Glenbury se detuvo, algo incómodo.
Podía ver un extraño brillo en los ojos de Carson.
—Sí, desde luego que todos moriremos algún
día. Pero es que no me has entendido: yo sé cuándo. Moriré el mes que viene, para ser exactos;
el catorce de abril. Y ha de ser en la silla eléctrica, sentenciado
por asesinato en primer grado.
Dick Glenbury le miró azorado.
—¿Qué? ¿Tú, asesino? Vamos, eso es algo
completamente... Oye, Carson, ese nervio artificial te ha jugado
una mala pasada.
—No, no lo creo, Dick. Ahora comprendo que
la muerte pone término a una determinada fase de la existencia
sobre este plano. Las vistas del futuro que he podido ver
pertenecen a otro plano que está más allá de éste. Se trata del
plano al que sucesivas muertes terminarán por llevarme. Con la
muerte, toda asociación con las cosas de la Tierra, cae.
—Sigo sin creer que el mes que viene te
ajusticien —dijo Dick.
—Moriré culpable de asesinato —insistió
Carson con voz dura—. El hombre que me meterá en el horrible enredo
que se aproxima y que dispondrá de una perfecta coartada será...
Hart Cranshaw.
—¿Hart? ¿Estás intentando decirme que él
cometerá un crimen para luego echar deliberadamente las culpas del
mismo sobre ti?
—Eso es. Sin duda. Ya sabemos que
actualmente se halla muy interesado en este invento mío, como
también sabemos que tiene conciencia de tener un punto vacío en su
cerebro, cosa que nos sucede a todos. Hart, con juicio frío y
calculador, ha pesado el valor de mi descubrimiento y visto el
valor que tiene para ganar poder y dinero. Imagínate: la bolsa, las
especulaciones financieras, la historia, todo puede llegarse a
conocer antes de que suceda. Sería posible hasta alcanzar el
dominio del mundo. Por lo tanto ya ha resuelto robarme el secreto y
deshacerse de los dos únicos hombres que conocen su villanía.
—¿Dos hombres? —exclamó Dick Glenbury—.
¿Quieres decir que también habré de morir yo?
—En efecto. —La voz de Carson parecía llegar
desde muy lejos.
—Eso es imposible —gritó Dick con voz
potente—. No permitiré que... me maten sólo para que Hart Cranshaw
consiga sus fines. Ni loco que estuviera. Olvidas, Carson, que
estar prevenido es estar armado. Entre ambos podemos frustrar lo
que Hart trama.
Su voz se hizo anhelante.
—Ahora que conocemos sus planes, podemos
interceptarlos.
—No —afirmó Carson—. Durante varias semanas
he estado reflexionando sobre el asunto, Dick. Han sido semanas en
que casi me he vuelto loco. Las leyes del tiempo son inexorables.
Lo que ha de suceder ha de suceder. ¿No comprendes que lo que yo he
podido ver es apenas un recuerdo minúsculo de un tiempo pasado,
sobre los cuales estamos pasando otra vez? Todo esto ya ha sucedido
antes. A ti te asesinarán. Tan seguro como que estás aquí. Por otra
parte, yo sabía previamente que vendrías esta noche. Te asesinarán
y yo moriré, acusado de haberte matado.
El rostro de Dick Glenbury había tomado el
color de la masilla.
—¿Cuándo sucederá eso?
—Exactamente a las once y cinco de esta
noche... aquí mismo.
Carson calló, cogiendo fuertemente un hombro
de su amigo.
—¡Por las estrellas del cielo, Dick, no
puedes saber cuánto me hiere todo esto! No puedes imaginarte lo que
me cuesta decírtelo todo. Si lo he hecho es porque es algo que
tiene que ver directamente contigo.
—Sí... lo sé.
Glenbury se dejó caer pesadamente en un
sillón. Por unos momentos su mente erró al azar. De pronto advirtió
que su helado mirar estaba fijo en el reloj eléctrico. Eran las
diez y cuarenta.
A las once menos diez, es decir, dentro de
diez minutos, pensaba, Hart vendrá diciendo que siente muchísimo
haberse retrasado y que la culpa ha sido de una reunión
extraordinaria de su sociedad. Sobrevendrá una discusión y en
seguida mi muerte. Todo estará claro hasta el momento de ser yo
asesinado, momento en que ya no habrá futuro en mi vida. La visión
de una vida que continúa en un plano diferente a éste es algo en lo
que he pensado mucho.
Dick Glenbury no había hablado.
—¿Qué sucedería —dijo Carson— si intentara
experimentar con el tiempo? Acaso, gracias a que poseo un poder que
ningún hombre ha poseído hasta ahora, pueda yo alterar el orden del
ciclo. Suponte que volviera a la Tierra tras haber sido
electrocutado para acusar a Hart de asesinato doble: el tuyo y el
mío, puesto que yo he sido también asesinado en la silla
eléctrica.
—¿Cómo lo harías? —murmuró Glenbury, cuya
mente se encontraba demasiado nublada para entender bien todo
aquello.
—Ya te he dicho que el cuerpo obedece a la
conciencia. Normalmente, al morir volveré a crear mi cuerpo dentro
de un plano de existencia diferente a éste. Pero, ¿qué sucedería si
mis pensamientos en el momento de la muerte se concentraran sobre
mis deseos de retornar a este plano una semana después de mi
ejecución? Sería por entonces el veintiuno de abril. Creo que
podría intentarlo y enfrentar a Hart.
—¿Acaso sabes cómo hacerlo?
—No; pero parece lógico suponer que puedo
encontrar el medio. Puesto que tras la muerte, el futuro se
desarrolla en otro plano, no soy capaz de decir si mi proyecto
funcionará o no. Como te he dicho, Hart queda borrado de mi futuro
desde el momento en que muero, a menos que yo pueda cambiar el
curso del tiempo, realizando de tal modo algo único. Creo
que...
Carson se interrumpió al abrirse súbitamente
la puerta. Hart Cranshaw penetró en el laboratorio. Arrojó su
sombrero a un rincón.
—Siento muchísimo haberme retrasado, chicos;
pero tuvimos reunión extraordinaria de la sociedad. —Miró a
Glenbury—. ¿Qué te sucede, Dick? ¿Te sientes mal?
Su amigo no respondió nada. No apartaba los
ojos del reloj. Eran exactamente las once menos diez.
—Está perfectamente —contestó Carson en tono
tranquilo—. Sólo que ha sufrido un fuerte shock. Eso es todo. He estado escudriñando el
futuro, Hart, y he descubierto algunas cosas que no son
precisamente agradables.
—¿Sí? —Hart Cranshaw pareció meditabundo
durante unos instantes, pero pronto volvió a adquirir su expresión
habitual—. En verdad reconozco, Blake, que no he sido últimamente
todo lo cordial que debiera contigo. En especial teniendo en cuenta
lo extraordinario de tu invento. Quisiera saber más sobre él.
Cuéntame.
—¡Claro, así podrás robarlo! —gritó Dick
Glenbury de pronto, poniéndose de pie—. Ésa es tu intención. Oh, no
te molestes en negarlo: el aparato de Carson ya se lo ha revelado.
Me matarás para que le ajusticien luego. Pero no lograrás tu
propósito. Te aseguro que no. ¿Dices que no se puede engañar al
tiempo, Blake? Lo veremos.
Corrió hacia la puerta pero no pudo llegar a
ella porque Hart Cranshaw le cogió con fuerza de un brazo,
haciéndole retroceder.
—¿Qué desatinos estás diciendo? —preguntó
iracundo—. ¿Quieres decir que me propongo matarte?
—A eso has venido, Hart —dijo Carson sin
perder la serenidad—. El tiempo no miente. Tus declaraciones de
pretendida inocencia no nos pueden engañar sobre tus intenciones.
Piensas sacar gran provecho a mi invento.
—Muy bien; supongamos que dices la verdad
—exclamó Hart Cranshaw extrayendo una pistola de entre sus ropas—.
¿Qué te propones hacer para impedirlo?
Blake Carson se encogió de hombros.
—Sólo lo que la ley inmutable me dice que
haga.
—A la mierda con todo eso —saltó Dick
Glenbury—. No me voy a estar aquí, muy quietecito para que las
leyes inmutables se cumplan. Mi vida está en peligro. ¡Venga, Hart,
aparta esa pistola!
Cranshaw se limitó a sonreír fríamente.
Desesperado, Dick se abalanzó sobre él; pero tropezó con un cable
que corría por el suelo, yendo a dar contra el físico. Si fue
accidente o no, era algo de lo cual Blake Carson no podía estar
seguro. Lo cierto fue que la automática se disparó.
Hart Cranshaw se quedó inmóvil. Un momento
más tarde, el cuerpo de Dick Glenbury se deslizaba suavemente junto
a él, hasta quedar tendido en el suelo, inerte. Los ojos de Blake
Carson se volvieron al reloj. ¡Las once y nueve minutos!
Entretanto Hart Cranshaw se había
recuperado. Agarró con firmeza su pistola.
—Bueno, Blake, ya que conoces el futuro,
sabrás lo que se avecina...
—Sí. Te dispones a echarme la culpa por su
muerte. Mataste a Dick deliberadamente.
—No estás en lo cierto. Fue un accidente. De
hecho, las cosas sucedieron antes de lo que yo esperaba, nada más.
Y ahora, con los dos fuera del campo, ¿qué puede impedirme ser el
dueño del mundo? Tendré ese aparato que has inventado y con él todo
lo que pueda desear. —Sonrió macabramente—. He planeado todo a la
perfección, Blake. Tengo una coartada irrebatible para mis andanzas
de esta noche. No sé cómo te las arreglarás para probar tu
inocencia.
—No me las arreglaré de ningún modo —repuso
Blake—. Y tú lo sabes.
Hart Cranshaw le miró con expresión
perpleja.
—Teniendo en cuenta lo que ha sucedido y lo
que sucederá, te estás tomando las cosas con mucha calma.
—¿No es lo lógico? El conocimiento del
futuro te permite saber lo que es inevitable... para ambos,
Hart.
La última frase había sido pronunciada
intencionadamente.
—Pues mi futuro será magnífico —dijo Hart—.
Tengo para rato en este mundo.
Reflexionó brevemente, luego hizo un
movimiento con su arma.
—Muévete lejos de tu aparato. No quiero que
vayas a estropearlo. Si lo intentas te mataré, aunque me resulte
algo más complicado salir libre con mi coartada. Descuelga el
teléfono y llama a la policía. Les dirás que lo has hecho tú.
Con calma resignada, Blake Carson hizo lo
que el otro le ordenaba. Al terminar, Hart Cranshaw movió
alegremente la cabeza.
—Excelente. Antes de que llegue la policía
yo me habré marchado dejándote esta pistola que explicará los
hechos. Como llevo guantes, mis huellas no estarán en la culata.
Aunque tampoco hallen las tuyas, el punto es de poca importancia:
sólo Dick y tú estabais aquí esta noche. Yo me encontraba en otra
parte y puedo probarlo.
Blake Carson sonrió tristemente.
—De tal modo podrás luego fingirte mi buen
amigo y encargarte de seguir adelante con mis trabajos, cubierto
por tu coartada y un buen abogado si la ocasión lo exige. Muy
astuto, Hart. ¡Sin embargo, recuerda que para todo hay una hora
señalada!
—Pues por ahora las cosas son de color de
rosa en lo que a mí concierne —repuso el otro con tono presumido y
seguro.
La maquinaria de la ley actuó exactamente
del modo previsto por el aparato de Carson. Una vez en manos de la
policía fue interrogado interminablemente hasta que sus
posibilidades de escapar se tornaron nulas. Fue condenado bajo
acusación de asesinato en primer grado y el tribunal decretó la
pena de muerte. Todo el juicio se desarrolló en tiempo récord, pues
se consideró un caso de delito in fraganti. Los periódicos atacaron
despiadadamente al acusado. A pesar del asombro de su abogado,
Carson rehusó apelar la sentencia y también acogerse a los plazos
legales que hacían posible posponer su cumplimiento. Su actitud fue
fatalista desde el principio. Nada pudo hacerle cambiar de
propósito: deseaba morir cuanto antes.
En su celda, durante el período de tiempo
que se extendía entre la sentencia final y su ejecución, pasó la
mayor parte del tiempo reflexionando sobre los hechos que había
logrado entender merced a sus experimentos. Fue sin duda un
excelente preso. Tranquilo, silencioso y sólo un poco triste. Todo
su ser estaba puesto en una firme e inalterable concentración sobre
la fecha del veintiuno de abril. Sólo sobre su dominio de las
fuerzas elementales en el momento de morir descansaba su
posibilidad de enfrentar a Hart Cranshaw con lo imposible, es
decir, con su retorno de la muerte.
Ni una sola palabra sobre ello escapó de sus
labios. Al llegar su último momento no dobló la cabeza. En la fría
mañana escuchó las breves plegarias reconfortantes del capellán de
la prisión, pronunciadas en hondo silencio, y encaminó sus pasos
por el corto corredor sombrío y flanqueado de guardas, hasta llegar
a la cámara fatal. Tomó asiento en la silla de la muerte con la
calma de un hombre que se dispone a presidir una reunión de
negocios.
Las hebillas de los cinturones que le
pasaron por el cuerpo y los brazos sonaron secamente, turbando un
poco su concentración.
Apenas advertía lo que sucedía a su
alrededor en el recinto poco iluminado. Si su concentración sobre
el veintiuno de abril había sido intensa hasta entonces, se tornó
frenética en aquellos momentos supremos. Rígido, con el sudor
chorreándole copiosamente por la cara por obra del esfuerzo mental,
esperaba...
De pronto sintió la estremecedora, tirante y
tremenda corriente que atenazaba sus entrañas para extenderse en
seguida en medio de una angustia tal que reducía al mundo y al
universo entero a un instante infernal en el que todo se
disolvía...
Luego todo se serenó. Todo quedó envuelto en
una extraña quietud...
Le parecía flotar a la deriva en un océano
insustancial, como si lo hiciera por los aires. Su concentración
había sido suplantada por un sentimiento de maravilla que crecía
sin cesar y que él trataba de comprender.
Había muerto. Por lo menos eso le había
sucedido a su cuerpo, sin duda. Estaba convencido de que así era.
Ahora le era preciso romper los lazos que le paralizaban. Trató de
realizar un esfuerzo brusco, mediante el cual logró que todo
quedara un poco más claro. Comprendió que salía del vacío de la
nada para penetrar en un entorno normal o, mejor dicho, terrestre.
Se movió cautelosamente. Estaba solo, tendido de espaldas en medio
de un llano sombrío, helado y cubierto de polvo rojizo. Le produjo
gran sorpresa constatar que aún llevaba puesta la fina camisa de
algodón y los pantalones que usara en la prisión.
La helada brisa le caló hasta los huesos.
Temblaba al ponerse de pie. Echó un vistazo a su atuendo.
Claro, pensó; llevaba estas prendas en mi
pensamiento, tal como llevaba mi cuerpo. No es extraño que también
ellas resultasen recreadas...
Sin atinar a explicarse nada aún, miró en
torno suyo, sobre su cabeza, el cielo era de un azul violáceo y
estaba muy estrellado. Hacia su derecha se veía una elevación
escarpada. Todo el resto del terreno visible era rojizo. El tiempo
—un espacio de tiempo infinitamente largo— había pasado.
Lanzando una exclamación ahogada corrió
hacia la colina escarpada y trepó rápidamente a ella. Llegado a la
cumbre se detuvo azorado.
Un sol rojo de inaudito tamaño se veía a
medias por encima del horizonte formado por montañas dentadas. Las
estrellas llegaban hasta los bordes mismos del astro, que era
viejo. Sus fuegos incandescentes declinaban.
—Millones de años, miles de millones de años
—susurró Blake Carson.
Se sentó sobre una piedra y tendió la mirada
sobre la sobrecogedora y sombría extensión.
—En nombre del cielo, ¿qué he hecho? ¿Qué he
hecho?
Siguió mirando ante sí, tratando, por un
esfuerzo sobrehumano, de pensar sensatamente. Había proyectado
volver a la tierra a la semana de morir. En lugar de ello aquí
estaba, al final de la existencia de la Tierra. Los años mostraban
su marca en todas las cosas y aquel sol, apenas vivo, hablaba de la
próxima detención del planeta en su carrera. El suelo era rojo
porque estaba hecho de óxido de hierro extremadamente antiguo. El
aire era tan leve que había transformado las alturas atmosféricas
en algo azul violado y hacía de la respiración un proceso
penoso.
Algo más sucedía. Algo que Blake Carson no
tardó en comprender: ya era incapaz de prever el futuro.
—He complicado las cosas al torcer el curso
normal de la vida tras la muerte —murmuró—. No me he trasladado a
un plano vecino al terrestre para reasumir la existencia ni, menos
aún, revivido el veintiuno de abril como proyectaba. Esto sólo
puede explicarse por el hecho de que en el último minuto hubo un
error imprevisible. Es posible que la electricidad de la silla haya
trastornado mis corrientes cerebrales, desviando el destino de mis
pensamientos de tal modo que fui lanzado con fuerza hacia adelante.
Con tanta fuerza en realidad, que aquí estoy, no a una semana, sino
a siglos. Además, carezco ya del poder de visualizar el futuro. De
haber muerto por medio de cualquier agente que no fuera la
electricidad, tal vez no me encontraría ahora en esta
situación.
Se sobrecogió nuevamente, al correr un aire
helado que venía del desierto y que le atravesó. Forzado a moverse,
volvió a ponerse de pie y, protegiéndose la cara del viento polar,
anduvo por la base de la pequeña colina. Volvió a contemplar el
desolado paisaje. Entonces vio algo que, desde su anterior punto de
mira, no podía divisar. Parecían ruinas.
Echó a correr para no congelarse, aunque tal
acto imprimiera una presión casi intolerable sobre sus pulmones.
Iba hacia el sol moribundo y perezoso. Por fin se encontró a la
sombra de una sala vasta y muy erosionada por el tiempo.
Como todo el resto, el lugar era rojo.
Dentro del recinto había grandes maquinarias cubiertas de polvo.
Colosos energéticos abandonados desde muchísimo tiempo atrás. Las
examinó, sin poder explicarse nada sobre su funcionamiento o
significado. Dirigió entonces los ojos hacia más allá, donde se
veían más ruinas de metal oxidado. Cámaras y más cámaras
semiderruidas se extendían hasta donde alcanzaba la vista,
confundiéndose con el cielo morado. Allí estaba, al parecer, el
desplomado monumento a la esfumada grandeza del hombre. Las
inexplicables y gigantescas máquinas eran como el enigma que
proclamaba su ya fenecida importancia...
¿Y el propio hombre? ¿Había acaso emigrado a
otros mundos? ¿Se hallaba sepultado bajo el polvo rojo? Blake
Carson se estremeció ante la evidencia de su total soledad. Sólo
las estrellas, el sol y el viento —aquel gélido viento que silbaba
entre las ruinas formando nubes carmesíes que cubrían el brillo de
algunas estrellas— quedaban aún.
Volviéndose a un costado creyó ver a lo
lejos, entre los despojos mecánicos, un resplandor que parecía un
reflejo del sol. Brillaba como un diamante. Corrió hacia el lugar;
pero sólo para comprender que se había engañado sobre la distancia.
El objeto estaba por lo menos a dos millas. No cejó en su empeño,
sin embargo, y se dirigió resueltamente hacia allí. A medida que se
acercaba, el brillo sufría cambios. Por fin terminó siendo un
conjunto de seis grandes y macizas bóvedas de cristal que median
unos seis pies de diámetro.
Había luego dos bóvedas más. Las ocho se
levantaban sobre un plano hundido, cuyas paredes rocosas se veían
libres de cascotes y piedras. Se hubiese dicho el piso de un cráter
rodeado de paredes de lava arrugada.
Intrigado resolvió mirar hacia las
profundidades.
Instantáneamente olvidó el viento y su
sensación de desesperada soledad. ¡Debajo había vida! ¡Vida que
pululaba! Acaso no se tratase de vida humana; pero al menos algo se
movía. Le llevó unos momentos ajustar su mente a su
descubrimiento.
Tal vez a unos doscientos pies bajo el nivel
del suelo sobre el cual se levantaban las bóvedas, se veía una
ciudad en miniatura profusamente iluminada. Al observarla vino a la
mente de Carson cierta maqueta de la ciudad del futuro que había
visto una vez en una exposición. Se veían terrazas, aceras, torres
y hasta aviones. Todo estaba allí, aunque a escala infinitamente
diminuta. Era probable que la ciudad continuara bajo mayores
profundidades.
Pero sus habitantes eran... hormigas. Había
millones de ellas. No se movían desordenadamente de aquí para allá
con la aparente desorientación propia de sus tiempos, sino que
parecían obedecer a un propósito definido y ordenado.
¿Hormigas en un mundo que se moría?
¿Hormigas que tenían sus ciudades?
Claro, dijo a media voz, dejando una marca
en el cristal helado con su aliento; claro. Es la ley de la
evolución. Él hombre se ha transformado en hormiga y ésta en
bacteria. La ciencia de su tiempo ya lo tenía previsto. Si yo no
pude verlo con mi aparato, el hecho se debió tan sólo a que el
futuro que yo veía no abarcaba este plano.
¿Y Hart Cranshaw? ¿Y sus planes de venganza?
Todo eso parecía ahora muy remoto. Allá abajo había compañía.
Hormigas inteligentes que, fuera lo que fuese lo que de él
pensaran, al menos le hablarían, le ayudarían...
Comenzó a golpear los cristales con los
puños y a dar voces.
No obtuvo resultados inmediatos. Volvió a
golpear —ahora frenéticamente— y entonces la huidiza multitud de
abajo se detuvo en sus movimientos como si vacilara. De pronto
todas las hormigas comenzaron a correr en todas direcciones.
Parecían motas de polvo arrastradas por un remolino.
—¡Abran! —gritó—. ¡Abran que me estoy
congelando!
No hubiese podido decir lo que le sucedió
entonces, pero le pareció enloquecer un poco. Creía recordar que
corrió de una bóveda a otra, redoblando sus golpes contra la lisa e
insensible superficie.
El viento, entretanto, estaba transformando
su sangre en hielo. Por fin cayó casi inerte a un costado, sobre el
límite del plano sobre el cual se levantaban las bóvedas sepultando
la cabeza en ambas manos. Temblaba violentamente mientras un
creciente deseo de dormir se apoderaba de él. Pero nuevas ideas
despejaron su mente. Eran ideas grandiosas, que no provenían de
él.
Como en un caleidoscopio vio la ascensión
del hombre a las supremas alturas y su gradual comprensión de que
habitaba un planeta condenado a morir; contempló la reducción de
las multitudes y la supervivencia de los más aptos; el lento e
inexorable trabajo de la naturaleza para adaptar la vida de modo
que atendiese a sus nuevas necesidades.
Como si tuviese ante sí un panorama de todas
las eras, con vistas de cada tiempo, Blake Carson vio el cuerpo
humano transformarse en uno de termita. Las de sus propios días
eran como los prototipos progenitores, las formas experimentales.
Las termitas dotadas de superinteligencia habían construido
aquellas ciudades subterráneas, dotadas de alta tecnología y apenas
necesitadas de los pobres recursos que de la Tierra quedaban. Sólo
bajo la superficie había refugio contra la moribunda
atmósfera.
Sí; la naturaleza se había mostrado sabia al
organizar la mutación y seguiría haciendo alarde de ingenio cuando
llegara el momento de transformar a las termitas en bacterias, esos
seres indestructibles, capaces de sobrevivir en el espacio, de
desplazarse hacia otros mundos, de comenzar todo de nuevo. El
eterno ciclo.
Carson se asombraba él mismo. ¿Cómo sabía él
todo aquello? Quiso ponerse de pie, pero volvió a caer sobre el
suelo: sus piernas entumecidas se mostraban incapaces de
sostenerlo.
De pronto advirtió que un pequeño ejército
de hormigas se hallaba junto a él. Se hubiese dicho un felpudo
negro tendido sobre el liso suelo rojo. ¡Se acababa de enterar de
la historia evolutiva por medio de la transferencia mental! Las
verdades le habían sido metidas en la mente por aquellos seres. Lo
supo con toda certeza al verse literalmente bombardeado por
preguntas mentales.
Eran tantas y procedían de tal cantidad de
sujetos, que apenas podía distinguir algo que tuviese algún
sentido.
—¡Refugio! —exclamó—. Alimento, calor: eso
es lo que deseo. Me he salido del tiempo. Soy un vagabundo dentro
de él y he llegado aquí por accidente. Podréis examinarme como un
sobreviviente de tiempos remotísimos para vosotros. De seguro que
os seré útil. Si no me ofrecéis alguna clase de refugio, el frío
acabará pronto conmigo.
—Tú te creaste tu propio accidente, Blake
Carson —dijo una nítida onda de pensamiento—. Si hubieses muerto
como las leyes del tiempo lo prescriben, hubieses pasado al próximo
plano de existencia, que no es éste. En cambio quisiste probar,
tratando de derrotar al tiempo, con el fin de preparar tu venganza.
Nosotros, es decir, el tiempo, el espacio y la vida, conocemos
perfectamente tus intenciones.
»Nadie puede ya ayudarte. La ley del cosmos
ordena que los seres vivan y mueran según sus dictados; y la muerte
que ahora te aguarda no será la transición normal de un plano a
otro cualquiera, sino a uno que nadie puede siquiera imaginar. Has
perturbado para siempre la línea cósmica del tiempo que debías
seguir. Ya no podrás corregir tal perturbación.
Blake Carson contemplaba en silencio a las
termitas, deseando tan sólo desentumecer sus ateridos miembros.
Sabía que se estaba muriendo; lo comprendía perfectamente; pero el
interés mantenía aún vivo su razonamiento.
—¿A esto llamáis vosotros hospitalidad?
—murmuró—. ¿Es ésta la benevolencia científica de una era avanzada?
¿Cómo podéis ser tan implacables cuando sabéis por qué buscaba la
venganza?
—Sabemos ciertamente el porqué; pero eso es
algo trivial comparado a la incalificable transgresión que implica
pretender alterar la ley para adecuarla a tus propios fines. Para
ello cometiste un pecado contra la ciencia, lo cual es
imperdonable, por muy atendibles que sean los motivos. Eres un
paria, Blake Carson. En especial para nosotros. No has vuelto a
encontrar a Hart Cranshaw, el hombre que buscabas y nunca lograrás
ese anhelo.
Los ojos de Blake Carson se entrecerraron.
Notó que mientras le llegaba el mensaje de las hormigas, éstas
habían retrocedido y se encontraban ahora a cierta distancia de él.
Parecían haber perdido todo interés en su caso y dirigirse de nuevo
a sus dominios subterráneos. Sin embargo el poder de las emisiones
no se debilitaba en consecuencia.
De pronto supo por que. Una de las termitas,
más grande que las otras, estaba sola a su lado, sobre el suelo
rojo. Carson la contempló con ojos ardientes.
—Comprendo —murmuró—. ¡Sí, comprendo!
Vuestros pensamientos resultan claros para mí. Y te entiendo
particularmente a ti. Eres Hart Cranshaw. El Hart Cranshaw de esta
era. Robaste mi invento y así llegaste a transformarte en el dueño
y señor de la ciencia y de todo el mundo, tal como lo deseabas.
Hallaste que era posible quedarse en el plano normal tras cada
muerte, a condición de no morir electrocutado. Eso fue lo que
malbarató mi proyecto: morir en la silla eléctrica.
»De tal modo seguiste y seguiste, muriendo y
renaciendo, cada vez con un cuerpo diferente pero con la misma
mente. ¡Un hombre eterno, cada vez más dominador!
La voz de Carson crecía en intensidad. Llegó
a convertirse en grito. Pero se calmó.
—Hasta que al fin la naturaleza te
transformó en termita. Llegaste a constituirte en amo de la
comunidad. ¡Nunca llegué a imaginar que mi descubrimiento te iba a
deparar el dominio del mundo! Sin embargo, si yo he contrariado las
leyes del cosmos, también las has contrariado tú, Hart Cranshaw,
que has burlado tu tiempo normal una y otra vez con tus
innumerables muertes. Te has quedado en este plano cuando debiste
trasladarte a otros. Ambos hemos violado la ley. Tanto para ti como
para mí, la muerte significará esta vez el viaje a lo desconocido.,
Un poder que parecía venirle de algo situado fuera de si mismo le
invadió. La vida volvió a correr por sus miembros rígidos y de un
salto se puso de pie.
—Nos hemos vuelto a encontrar, Hart, tras
miles de billones de años. ¿Recuerdas lo que te dije cierta vez?
¿Que para cada acontecimiento hay una hora señalada? Ahora sé por
qué no deseas salvarme.
La solitaria hormiga, moviéndose con
asombrosa rapidez se volvió hacia donde sus compañeras se
encontraban. Una vez entre ellas, sería más difícil
localizarla.
Al pensar así dio un salto hacia adelante.
Pero tal movimiento sería el último que hiciera en vida. Cayó de
frente, pero pudo echar mano a la termita que huía. Quiso apretarla
entre sus dedos; no obstante aquélla consiguió escapar. Pudo verla
correr por el dorso de su mano y luego por la palma, cuando Carson
ya no podía cogerla con fuerza.
No hubiese podido decir durante cuánto
tiempo la observó. Sólo que en cierto momento llegó a situársela
sobre el pulgar. Su índice encontró fuerzas y, cerrándose, aplastó
a su enemigo.
Se quedó mirando la mancha oscura que quedó
en ambos dedos.
Ya no pudo hacer movimiento alguno. La
parálisis se había apoderado de él por completo. Sintió un dolor
intenso en el corazón. Su visión menguó. Le parecía
deslizarse...
Pero al trasladarse al más allá creyó
comprender algo nuevo. ¡No había burlado al tiempo! ¡Tampoco Hart
Cranshaw! Los dos habían hecho algo igual antes en algún lado y
seguirían haciéndolo interminablemente, mientras el tiempo
existiera. Muerte... tránsito... renacer... evolución... vuelta a
la edad de las amibas... hombre otra vez... el laboratorio... la
silla eléctrica...
Eternamente. ¡Inmutablemente!