NADA
SIRIO - Fredric Brown
¡EL
capitán Wherry, llamado «Pop», y su familia descubren un planeta
cuyos moradores se encargan de hacerles entender claramente que se
niegan a ser descubiertos!
De buen humor, cogía yo las últimas monedas
del depósito de las máquinas tragaperras y las contaba, mientras Ma
asentaba las cantidades en un librillo rojo. Como siempre, yo
repetía algunas en voz alta. Sí que eran cantidades importantes, en
conjunto.
En verdad la suerte nos había acompañado en
los dos planetas de Sirio, es decir, Freda y Thor. Especialmente en
el último de ellos. En esas dos pequeñas colonias de la Tierra los
habitantes enloquecen por las diversiones, sean cuales fueren, y el
dinero no significa nada para ellos. Formaban largas filas
esperando penetrar en nuestra tienda para meter sus monedas en las
ranuras de las máquinas. El resultado era ampliamente beneficioso
para nosotros y desquitaba con creces los gastos del
transporte.
Esta vez las sumas eran muy sustanciosas.
Cierto que Ma las sumaría mal; pero ya se encargaría Ellen de
corregirlas luego. Ellen tiene talento para las matemáticas, aunque
esté mal que yo hable así de mi única hija. De todos modos, el
mérito es de Ma, no mío. De mi persona sólo puedo decir que nací
para ser lo que soy: una especie de empresario espacial.
Dejé la máquina de la carrera de cohetes y,
cuando iba a dirigirme a Ma, vi que se abría la puerta de la cabina
del piloto y que John Lane se plantaba ante ella. Ellen, que estaba
sentada a la mesa delante de Ma, dejó su libro y, como yo, le miró.
Era todo ojos y estos brillaban.
John saludó correctamente. Los reglamentos
prescriben que el piloto de una nave privada ha de dirigirse con
cortesía al dueño y capitán de la misma. A mí siempre me pareció
algo un poco tonto todo aquel ceremonial, pero no podía cambiar las
reglas.
—Se ve un objeto ante nosotros, capitán
Wherry.
—¿Un objeto? ¿De qué especie?
Conviene decir que, a juzgar por la
expresión de la cara de John, nunca se puede saber a ciencia cierta
lo que piensa. La Escuela Politécnica de Marte enseña a sus alumnos
a no traicionar nunca sus sentimientos o reflexiones por gestos del
rostro; y Johnny se graduó allí con la máxima calificación. Es un
buen chico, si se excluye esa peculiaridad académica. Para anunciar
el fin del mundo usaría el mismo tono que para comunicar que estaba
servida la cena. Eso en el caso de que tal cometido le cupiera a un
piloto espacial.
—Parece ser un planeta, señor —se limitó a
manifestar.
Me llevó un rato entender.
—¿Un planeta? —dije al cabo, aunque la
pregunta no resultase lo que se dice brillante.
Le miré con la esperanza de que hubiese
estado bebiendo o algo así. No era que pusiese yo objeciones a que
contemplase un planeta hallándose sobrio, sino que, si se hubiera
tomado unas copas, quizá su actitud sería menos marcial por efecto
del alcohol. Pero no era el caso. John seguía presentando el
aspecto de quien lleva almidonado el espinazo. Lástima, porque de
resultar las cosas de otro modo, de vez en cuando podríamos
intercambiar chistes y anécdotas. Es un poco tedioso efectuar
largos viajes por el espacio con dos mujeres y un oficial
politécnico que se atiene estrictamente a los reglamentos.
—En efecto, sí, señor, un planeta. Un objeto
de dimensiones planetarias. Tres mil millas de diámetro, situación
a dos millones de millas. Podría tratarse de un planeta que girara
en la órbita de Sirio A.
—Johnny —dije—. Estamos en la órbita de
Thor, o Sirio I, lo cual significa que Thor es el primer planeta de
Sirio. ¿Cómo es posible que haya un planeta dentro de ella? ¿Estás
de broma?
—Puede usted inspeccionar la situación
personalmente a través del teléplato, señor —repuso con cierta
rigidez—, y confirmar mis cálculos.
Subí, no tardando en hallarme en su cabina.
En el centro del teléplato se veía, efectivamente, un disco. De
modo que Johnny no había visto fantasmas. En cuanto a confirmar sus
cálculos, se trataba otra vez de una fórmula verbal de cortesía,
puesto que mi aritmética no me habilita para cosa que vaya más allá
de contar las monedas que saco de las máquinas tragaperras. Tomé
pues su palabra al pie de la letra.
—¿De modo que hemos descubierto un planeta,
Johnny? —exclamé—. ¿No es así?
—Sí, señor —fue su comentario, emitido con
la habitual objetividad.
El descubrimiento era importante, desde
luego; pero no tanto como pudiera creerse. Quiero decir que el
sistema de Sirius hace poco que comenzó a visitarse y colonizarse.
No era extraño que un pequeño planeta de tres mil millas de
diámetro hubiese permanecido hasta entonces incógnito. Ha de
considerarse, además, que las órbitas son dominantes y amplias en
torno a Thor y a Freda. A tanta distancia del sistema solar, serían
más fríos que Plutón si no fuera por la estrella Dog, cuya
radiación es veintiséis veces la de Solius.
Ni Ma ni Ellen me siguieron al interior de
la cabina, pues no hubiesen entrado en ella. Desde la puerta
miraban, sin embargo, y escuchaban nuestra conversación. Me hice a
un lado para que pudiesen ver el disco en el plato visual.
—¿Cuánto tardaríamos en llegar allí, Johnny?
—preguntó Ma.
—El punto de máxima aproximación a su curso
está más o menos a una hora, señora Wherry —replicó el piloto—. En
ese momento nos hallaremos a medio millón de millas del
planeta.
—¿Sí? —dije yo.
—Eso, a menos que usted, señor, considere
mejor cambiar de rumbo y alejarnos de él.
Me aclaré la garganta mientras miraba a Ma y
a Ellen. De inmediato supe que ellas pensaban como yo.
—Siempre he ansiado ver por mí mismo un
planeta que nadie haya visto antes, Johnny —dije—. Aterrizaremos en
éste.
—Muy bien, señor —murmuró.
A pesar de su asentimiento, sabía que en el
fondo de su ser desaprobaba aquella decisión, lo cual no era de
extrañar. El hombre no ignoraba que es como abrir una caja de
sorpresas penetrar en territorio espacial virgen, sobre todo cuando
no se cuenta con el instrumental más apto. Un cargamento de tiendas
y de máquinas tragaperras no es lo adecuado para la faena, parecía
pensar.
Pero el perfecto piloto nunca pone en
entredicho las órdenes que recibe, de modo que comenzó a mover
palancas en el ordenador. Los demás nos marchamos para que pudiese
moverse con mayor comodidad en su cubil.
—Ma —dije—. Soy un perfecto tonto.
—Oh, no; no lo creas.
Le sonreí y miré a Ellen. Pero ésta no me
devolvió la mirada. En sus ojos se veía de nuevo aquella expresión
ensoñadora que me daba ganas de ir hasta la cabina de Johnny y
pellizcarle un poco, a ver si se despabilaba.
—Oye, querida, ese Johnny...
Me detuve al sentir que algo quemaba un
costado de mi cara, lo cual venía a significar que Ma me estaba
recomendando callar. Cogiendo un mazo de cartas, me dispuse a hacer
solitarios hasta que llegase el momento de desembarcar.
Johnny volvió a presentarse ante nosotros.
Saludó.
—Hemos llegado, señor. Atmósfera uno cero
dieciséis según los instrumentos.
—¿Y eso qué quiere decir en cristiano?
—preguntó Ellen.
—Que el aire es respirable, señorita Wherry.
Un poco abundante en nitrógeno y algo escaso de oxígeno, si se le
compara con el de la Tierra, pero apto, de todos modos.
Para decir cada cosa con toda precisión no
había nadie como Johnny.
—¿Qué estamos esperando, entonces? —exclamé
yo.
—Sus órdenes, señor.
—Al demonio con mis órdenes. Abra la puerta
y salgamos.
Saludó y abrió la puerta. Así de simple.
Johnny salió primero, llevando los aparatos portátiles de medición.
El resto de nosotros le siguió.
Estaba fresco fuera, pero no frío. El
paisaje era muy parecido al de Thor, con sus cadenas montañosas
desérticas y su tierra verdosa. Había allí vida vegetal, como podía
advertirse al considerar la maleza parda, parecida a algunas que
pueden verse en la Tierra.
Eché un vistazo para tener idea de la hora.
Sirius se hallaba casi en su cenit, lo cual significaba que Johnny
nos había depositado en el nuevo planeta a mitad del día.
—¿Tienes idea de la hora exacta, Johnny?
—pregunté—. ¿De cuánto es el período de rotación?
—Sólo dispuse de tiempo para efectuar un
cálculo muy aproximado, señor; pero creo que dura veintiuna horas
con diecisiete minutos y medio.
¡Cálculo aproximado!
—Pues es lo bastante aproximado para
nosotros —dijo Ma—. Nos da tiempo para efectuar un recorrido por
los alrededores. ¿Qué esperamos?
—La ceremonia, Ma —repuse—. ¿Tenemos que
bautizar el planeta, no te parece? ¿Dónde has puesto aquella
botella de champaña que reservábamos para el día de mi cumpleaños?
Sostengo que ésta es una oportunidad más trascendental.
Me dijo dónde la guardaba y penetré a
buscarla.
—¿Alguna sugerencia sobre el nombre, Johnny?
—le pregunté al volver junto a ellos—. Tú fuiste el primero en
verlo.
—No, señor.
—Lo malo es que Thor y Freda van mal, ahora
—comenté—. Thor es Sirio I y Freda es Sirio II; pero esta órbita se
halla dentro de ambos, de modo que debieran denominarse
respectivamente Dos y Tres. Á menos que este planeta se conociera
como Sirio Cero. Lo cual significa que no es nada serio.
Ellen sonrió y creo que también lo hubiese
hecho Johnny, de no pensar que tal actitud no correspondía. En
cuanto a Ma, se limitó a gruñir.
—William... —comenzó a decir.
No pudo proseguir porque algo sucedió. Algo
que asomaba de la colina más próxima. Ma era la única de nosotros
que en aquellos momentos daba la cara hacia aquel lugar. Lanzando
una exclamación de sorpresa me cogió el brazo con fuerza. Todos
miramos en aquella dirección.
Era la cabeza, de algo viviente. Se hubiese
dicho un avestruz; pero del tamaño de un elefante o aún mayor. De
sus vestidos se apreciaba un cuello y una gran corbata de lazo que
rodeaban un cuello finísimo. Se tocaba con un sombrero amarillo
vivo del que salía una pluma púrpura. Nos miró durante un minuto,
hizo un guiño y pareció volverse a esconder.
Ninguno de nosotros dijo nada durante un
momento. Por fin respiré hondamente.
—Eso —dije— soluciona el problema. Planeta:
te bautizo con el nombre de Nada Sirio.
Inclinándome, golpeé la botella de champaña
contra el suelo. Sin embargo, mi acción sólo logró hacer un pequeño
pozo sin lograr que se rompiese el vidrio. Busqué una roca, pero no
había ninguna a la vista.
Me fue preciso acudir al sacacorchos que
llevaba en el bolsillo, con ayuda del cual pude destapar la
botella. Bebimos unos tragos, con excepción de Johnny, que no bebía
ni fumaba. En lo que a mí respecta, hice los honores, tras lo cual
derramé un poco del líquido en el suelo y volví la tapa al
recipiente. Tuve la corazonada de que acaso volviese a necesitar de
su contenido y que mi necesidad fuera más intensa que la que el
suelo pudiese sentir. Quedaban varias botellas de whisky en la nave
y también algo de cerveza verde marciana; pero champaña, ya
no.
—Bueno, pues adelante —exclamé.
Vi que Johnny no parecía hallarse de
acuerdo.
—¿Considera usted sensato, señor —dijo en
seguida— que nos internemos? El planeta está habitado.
—¿Habitado? —dije yo—. Mira, Johnny: fuera
lo que fuese eso que vimos asomar por allí, no era ciertamente lo
que podríamos llamar un habitante. De paso te diré que, si vuelve a
atisbarnos, le aporrearé con esta botella.
Como precaución, sin embargo, volví a la
nave para coger dos heatoyectores. Me puse uno en la cintura,
afirmado con el cinturón, y di el otro a Ellen, quien tiene mejor
puntería que yo. En cuanto a Ma, no valía la pena entregarle un
arma: era incapaz de dar a un edificio de diez plantas con una
escopeta de perdigones aunque se colocara a diez pasos de
distancia.
Nos pusimos en camino y, por una especie de
acuerdo mutuo, cogimos la dirección contraria de aquella en la cual
viéramos aparecer el avestruz o lo que fuera. Las colinas
parecieron todas iguales durante un buen trecho. A poco dejábamos
atrás una un poco más alta, que nos tapó la vista de nuestra nave.
Noté que Johnny consultaba su compás de bolsillo cada dos minutos,
lo cual me tranquilizó: sabría encontrar el camino de vuelta al
Chitterling.
Subimos y bajamos dos colinas más sin que
nada sucediera. De pronto Ma habló.
—Mirad.
Miramos. A unas veinte yardas, un poco hacia
la izquierda, había un matorral rojo, del que salía un sonido
parecido al canto de la cigarra, provocado por un grupo de cosas
que revoloteaban en torno al matorral. Se hubiese dicho pájaros.
Pero observando mejor se constataba que no movían las alas, lo cual
no les impedía subir, bajar y evolucionar por los aires. Donde
debieran tener la cabeza no había nada de eso, sino sólo un poco de
humo que formaba un círculo.
—Tienen hélices —dijo Ma—. Como los viejos
aeroplanos.
Miré a Johnny, que me devolvió la mirada.
Estábamos de acuerdo en continuar, de modo que nos encaminamos al
matorral. Pero los pájaros, para llamarles de algún modo,
levantaron rápido vuelo al primer paso que dimos en dirección a
ellos. Desplazándose a escasa distancia del suelo, pronto
desaparecieron.
Proseguimos nuestro caminó sin decirnos nada
y Ellen se puso a andar a mi lado. En cierto momento estábamos
bastante alejados de Ma y de Johnny como para que éstos no pudieran
oírnos.
—Papá —me dijo.
No prosiguió.
—¿Qué, pequeña?
—Oh, nada —repuso con cierto dejo de
pesadumbre o preocupación.
Naturalmente, sabía de qué quería hablarme;
pero a mí no se me ocurría ninguna solución a sus problemas, como
no fuera coger de las orejas al politécnico de Marte y hacerle
abdicar de sus modales. Lo cual no hubiese dado, de seguro,
resultados muy brillantes. Aquella gente tenía un defecto: se
tomaba demasiado en serio su trabajo. Todos los graduados de su
especialidad eran iguales en ese aspecto. Sólo pasada una docena de
años, algunos conseguían ser un poco más humanos.
Pero Johnny sólo hacía unos once años que
estaba graduado; y la oportunidad de ser piloto del Chitterling sólo había acentuado en él su celo por
la eficacia. Unos cuantos años con nosotros y se hallaría
capacitado para hacerse cargo de una nave importante. De otro modo
hubiese tenido que comenzar como oficial subalterno en un vehículo
mayor, con lo cual su carrera habría llevado más años, ya que le
hubiera sido preciso ascender poco a poco.
Lo malo era que el hombre era demasiado
atractivo, sin saberlo. La verdad era que ignoraba todo cuanto no
se le hubiese enseñado en la academia politécnica; y allí sólo se
enseñaban matemáticas y astronavegación, aparte de cómo saludar y
demás fórmulas de cortesía. Nunca le dijeron que a veces hay que
saltarse por alto tales enseñanzas.
—Ellen... —comencé.
—¿Sí, padre?
—Eh... nada. Deja.
No debía haber hablado. Sin embargo ella me
sonrió y le devolví la sonrisa. Con eso ya nos bastaba. Era como si
hubiéramos mantenido una larga conversación sobre el tema. Cierto
que no llegamos a ninguna conclusión; pero es que no hubiésemos
llegado a ella por mucho que conversáramos, si ustedes me
entienden, aunque no creo que así sea.
A todo esto habíamos llegado a la cumbre de
una pequeña elevación. Ellen y yo nos detuvimos porque precisamente
ante nosotros se veía el final de una calle pavimentada.
Era una pavimentación de asfalto, tal como
puede verse en cualquier lugar de la Tierra, con cordón, aceras,
desagües y hasta la línea blanca en medio para ordenar el tráfico.
Lo único diferente era que se detenía de golpe, no parecía llevar a
ninguna parte y a los lados no se veía casa alguna, como tampoco
autos o lo que fuera, que la recorriesen. Tampoco se observaban
peatones. Todo estaba desierto.
Miré a Ellen y ella me miró a mí; luego,
ambos miramos a Ma y a Johnny Lane, que se acercaban a
nosotros.
—¿Qué es esto, Johnny? —le pregunté.
—Parece tratarse de una calle, señor.
Al advertir la ojeada que le eché, se
ruborizó un poco. Inclinándose, examinó con cuidado el macadam.
Cuando se irguió, había en sus ojos una expresión perpleja.
—¿Y bien? —dije—. ¿De qué está hecho? ¿De
caramelo fundido?
—Es permaplastic, señor. Nosotros no hemos
descubierto en realidad este planeta: ese producto es
terrestre.
—Hum —murmuré—. ¿Es imposible que los
nativos de este astro hayan dado con el mismo producto que
nosotros? Al fin y al cabo, podrían disponer de los mismos...
ingredientes que los de la Tierra.
—Sí, señor; pero si examina usted con
cuidado los bloques, notará que llevan marca registrada.
—¿Y es imposible que los nativos
hayan...?
Me callé al comprender que emprendía un
razonamiento pueril. Lo que me irritaba, sin embargo, era haberme
ilusionado con la idea de descubrir un planeta para hallarme luego
con que las calles estaban hechas de materiales sobre los que se
leía «marca registrada».
—¿Y para qué esta calle? —me limité a
preguntar.
—Sólo hay un modo de enterarse —repuso Ma—.
¿Qué esperamos?
Nos pusimos pues a andar por ella. Al
alcanzar una altura percibimos un edificio de dos pisos, hecho de
ladrillos rojos. A la entrada, un letrero rezaba: «Restaurante Bon
Ton». La escritura era de estilo antiguo inglés.
—Sería un...
No pude continuar porque Ma me tapó la boca,
lo cual fue afortunado, porque lo que me disponía a decir era
inadecuado. La casa estaba apenas a cien metros de nosotros, donde
la calle torcía bruscamente de rumbo.
Comencé a caminar más de prisa, llegando
poco antes que los demás. Abrí la puerta y me dispuse a entrar.
Pero me detuve en el umbral porque «entrar» no venía al caso: la
fachada era como un telón cinematográfico. No había nada al otro
lado. Desde la puerta sólo se veían más y más colinas verdosas
hasta donde alcanzaba la vista.
Retrocedí, alzando los ojos hacia el
letrero, mientras los demás llegaban hasta la puerta para
encontrarse con la misma sorpresa que yo. Al reunimos, nos quedamos
sin saber qué actitud tomar, hasta que Ma, siempre impaciente, me
dijo:
—Bueno, ¿qué harás ahora?
—¿Qué quieres que haga yo? ¿Que entre a
pedirte langosta del día con champaña? A propósito —dije—, olvidaba
mi botella.
La llevaba aún en un bolsillo de mi
chaqueta. Se la pasé primero a Ma y luego a Ellen. No tardé en
beberme lo que ellas dejaron y tantas ganas tenía de hacerlo que me
atraganté. Las burbujas me hicieron cosquillas en la nariz,
obligándome a estornudar.
La bebida me dio nuevos ánimos, de modo que
me dispuse a atravesar otra vez la puerta del inexistente edificio.
Tal vez, pensaba, pudiera advertir algún signo de la época en que
se había colocado allí, o me enterase de algún pormenor. Empero, no
pude ver nada revelador. La otra parte del tabique o parte
posterior de la fachada, si ustedes me entienden, era lisa y plana
como la luna de un escaparate, aunque opaca, naturalmente. Parecía
que aquella especie de telón fuera de plástico o de algún material
sintético.
Estudié el piso pero todo cuanto pude ver
fue un conjunto de hoyos que parecían ser obra de insectos. Sí, eso
eran: una cucaracha negra y muy grande estaba sentada (o de pie,
porque, ¿cómo saber cuándo una cucaracha está o no sentada?) junto
a uno de ellos. Di un paso y se escabulló dentro.
Me sentía un poco mejor cuando, atravesando
de nuevo la puerta, volví a reunirme con los demás.
—Pude ver una cucaracha, Ma —exclamé—. ¿Y
sabes qué tenía de particular?
—¿Qué?
—Pues que era como todas las cucarachas.
Ninguna diferencia. Aquí los avestruces pueden llevar sombrero y
los pájaros moverse con hélices, las calles no llevar a ninguna
parte y las fachadas de las casas no ser tales. Pero las
cucarachas, las que yo he visto al menos, no tienen plumas.
—¿Estás seguro de eso? —indagó Ellen.
—Por supuesto. Bueno, continuemos, a ver qué
hay detrás de la próxima colina.
Continuamos y vimos. Abajo, entre la colina
sobre la cual nos hallábamos y la siguiente, se extendía un valle,
cruzado por la misma calle por la que íbamos. Pero hacia la mitad,
ésta daba una curva, de modo que, durante un largo trecho, corría
horizontalmente. Ante ella y frente a nosotros se alzaba una tienda
de campaña con un cartel en que se leía: «Arcada Penny.»
Esta vez no me apresuré a dirigirme
allí.
—Han copiado ese cartel. Es igual al del
recinto donde llevaba a escena sus espectáculos Sam Heideman. ¿Te
acuerdas de Sam y de aquellos tiempos, Ma?
—¿Aquel borracho empedernido? —preguntó
Ma.
—Aquél. Pero a ti te caía simpático.
—Sí, como me caes tú. Pero eso no significa
que él... y que tú no...
—Venga, Ma —la interrumpí.
Pronto nos encontramos ante la tienda.
Parecía ser realmente de lona: oscilaba levemente a la brisa.
—No me apetece entrar —dije—. ¿Quién se
asomará al otro lado esta vez?
Pero Ma ya había pasado su cabeza por la
abertura.
—Oye. ¡Pero si es Sam! ¿Qué haces aquí,
viejo borrachín?
—Déjate de bromas, Ma —le dije.
Pero pronto me llegué junto a ella y me
interné en el lugar. Esta vez puedo decir que me interné realmente,
pues se trataba en verdad de una tienda de campaña, con sus cuatro
paredes de lona. Una buena tienda, sin duda, amplia y cómoda.
Alrededor de la estancia se veían las familiares máquinas
tragaperras y en una cabina, contando monedas, estaba el mismísimo
Sam Heideman, que nos miraba sorprendido. Su expresión al vernos
debió parecerse a la nuestra al verle a él.
—¡Pop Wherry! —exclamó.
No llegó a decir «viejo sinvergüenza», pero
sé que apenas se contuvo, tal vez en homenaje a Ma y a Ellen. Nos
dimos algunas palmadas en los hombros, mientras nos estrechábamos
las manos. Le presenté a Johnny Lane.
Era como si de pronto hubiesen retornado los
días en que trabajábamos en Marte y en Venus. Al ver a Ellen le
dijo que era «apenas así de alta» cuando él la dejara la última
vez. ¿Le recordaba? De pronto Ma estornudó.
Cuando Ma estornuda es porque se presenta
algo digno de verse. Miré primero a mi mujer y luego a aquello que
le había atraído la atención. No estornudé, de mi parte, sino que
abrí mucho la boca.
Una mujer venía hacia nosotros desde los
fondos de la tienda. Si digo «mujer» es porque no me viene a la
cabeza palabra más adecuada. Era una mezcla de Santa Cecilia, lady
Guinevere y miss Universo. Reunía las bellezas de una puesta de sol
en Nuevo México y de las heladas lunas de plata de Marte vistas
desde los jardines ecuatoriales. Era como los valles de Venus en
primavera; como Dorzalski tocando el violín. Realmente, algo
fabuloso.
De mi costado se levantó otro jadeo. El
sonido no me era familiar y me llevó un rato comprender por qué.
Recordé al fin que nunca había oído jadear a Johnny Lane. Haciendo
un esfuerzo, dejé de contemplar la aparición para dirigir hacia él
mis ojos. De inmediato me dije: «Oh, pobre Ellen.» Porque Johnny
estaba maravillado, sin duda.
Apenas llegué a dominarme. Acaso la
expresión de Johnny me sirvió para recordar que tengo ya casi
cincuenta y que soy muy feliz con mi media naranja. Cogí el brazo
de Ma.
—Sam —dije—. ¿De qué lugar de la Tierra... o
del planeta que sea...?
Mi interlocutor se volvió y la vio.
—La señorita Ambers —anunció, haciendo las
presentaciones.
—Quiero que conozcas —le dijo— a unos viejos
amigos que acaban de llegar. Señora Wherry, ésta es la estrella de
cine tan conocida.
Luego nos presentó a mí, a Ellen y a Johnny.
Ma y Ellen se mostraron demasiado formalmente corteses. En cambio
yo me quedé acaso corto, al ignorar la mano que la señorita Ambers
me tendía. Viejo y todo, temí dejarme llevar si llegaba a tocarla.
Así de fantástica era aquella hembra.
Johnny parecía embobado.
—¿Y qué haces por aquí, Pop, viejo pirata?
—decía en aquellos momentos Sam—. Pensé que andabas por las
colonias dando representaciones y cosas por el estilo. Nunca pensé
que te vería en una escenografía de cine.
—¡Una escenografía de cine! —exclamé.
Ahora las cosas comenzaban a adquirir un
poco de sentido.
—Claro. Los de la Planetary Cinema Inc. Soy
el consejero técnico en escenas de tienda. Querían hacer unas tomas
en una feria de atracciones, de modo que me traje mis tragaperras y
armé este tinglado. Todos están en estos momentos en el campamento
donde han instalado el centro de operaciones.
La luz comenzaba a hacerse en mi
cabeza.
—¿De modo que el restaurante que se
encuentra por allá también forma parte del escenario?
—Por supuesto. Y la calle. No es que la
necesiten; pero tenían que filmar el tendido de un camino. Forma
parte de una secuencia del filme.
—Oh —dije—. ¿Y qué me dices del avestruz con
la corbata de lazo y de los pájaros con hélices? ¿No me vendrás con
que forman parte del utillaje? Aunque en verdad he oído que la
Planetary Cinema Inc. ha llevado a cabo efectos tenidos por
imposibles.
Sam meneó la cabeza.
—Nones. Lo que viste forma parte de la fauna
local. Existe, aunque en cantidad limitada. De todos modos, no
causa problemas.
—Oye, Sam Heideman —interrumpió Ma—. ¿Cómo
es que, habiendo sido descubierto antes este planeta, nunca
habíamos oído hablar de él? ¿Cuánto hace que se le conoce y cómo
fue descubierto?
—Un tío llamado Wilkins lo localizó hace
diez años —le explicó Sam burlonamente—. Dio cuenta al Consejo,
pero, antes de que la noticia recibiera difusión, la Planetary
Cinema supo de la cosa y no tardó en ofrecer al Consejo una renta
colocada por su utilización, siempre que su existencia continuase
siendo un secreto. Como no hay por aquí minerales valiosos, ni nada
que valga gran cosa y siendo el suelo de muy escasa utilización
para la agricultura, el Consejo aceptó la oferta.
—¿Por qué lo del secreto?
—Para evitar visitantes, distracciones,
etcétera. Por no hablar de la competencia. Ya sabes que todas las
grandes compañías de cine se espían entre ellas y se arrebatan
mutuamente las ideas. Aquí disponen de todo el espacio que
necesitan y pueden trabajar en paz y completo aislamiento.
—¿Qué harán al enterarse de que hemos
llegado nosotros? —pregunté.
Sam rió nuevamente.
—Yo diría que os tratarán del modo más
hospitalario y luego os harán prometer que no diréis nada. También
es probable que os obsequien con entradas libres para los cines de
la Planetarium para el resto de vuestras vidas.
Al terminar se encaminó hacia un pequeño
armario, y volvió con una bandeja sobre la que se veían botellas y
vasos. Ma y Ellen prefirieron no beber, pero Sam y yo nos tragamos
un par de vasos por cabeza. Buenas bebidas, a decir verdad.
Entretanto, Johnny y la señorita Ambers hablaban animadamente en
una esquina de la tienda, en voz baja y con tal interés que no
quise interrumpirles. Por otra parte, ya le había dicho yo a Sam
que mi piloto era abstemio.
Johnny tenía entre las suyas una mano de la
actriz, y la miraba con ojos de cordero degollado. Advertí que
Ellen se colocaba de tal manera en nuestro grupo que, al dar la
espalda a la escena, podía ignorarla. Sentí lástima por ella, pero
nada podía hacer. Cosas así suceden cuando deben suceder y sólo
cabe deplorarlas. Por lo demás, si yo hubiese sido joven y no
tuviera a Ma a mi lado...
La que se estaba poniendo realmente nerviosa
era precisamente mi mujer, de modo que al dejar mi copa ya vacía
sobre una mesa, dije que sería mejor volver a nuestra nave a
vestirnos, con el fin de estar a la altura de la recepción que,
según Sam, se nos reservaba. Luego acercaríamos el vehículo hasta
situarlo cerca de la tienda de mi viejo amigo. Creía del caso pasar
unos días en Nada Sirio. A propósito de este nombre, Sam se
desternilló de risa al conocerlo y saber por qué lo habíamos
elegido para bautizar al planeta que nosotros creíamos
desconocido.
Arranqué suavemente a Johnny de las garras
de la señorita Ambers, pidiéndole que volviese con nosotros. No fue
fácil, pueden creerlo. En su rostro había una expresión ausente y
beatífica. Hasta olvidó llamarme «señor» al responder. Y tampoco se
llevó la mano a su gorra.
De vuelta, nadie habló.
Algo me rondaba por la cabeza, sin que yo
acertara a saber de qué se trataba. Algo me parecía ir mal. Algo
carecía de pleno sentido en todo aquello.
También a Ma se la veía preocupada.
—¿Habrá dicho la verdad Sam al adelantarnos
que seríamos agasajados aquí? —me dijo por fin—. Quiero decir que
si tienen tanto interés en que se guarde el secreto sobre este
planeta, ¿no podría ser que...?
—No, eso es algo que no harían —repuse, tal
vez con tono demasiado tajante.
No era eso lo que en realidad me estaba
preocupando a mí.
Escudriñé con atención el camino tan
cuidadosamente trazado y realizado. Algo en él no terminaba de
satisfacerme. Me aparté, cruzando diagonalmente por la tierra donde
la senda efectuaba un rodeo, sin conseguir ver nada especial. Sólo
la tierra verdosa y más hoyos como los que ya había visto y también
alguna que otra cucaracha idéntica a la que vivía en los fondos del
restaurante Bon Ton.
Acaso no fueran cucarachas en realidad, sino
animales de una especie parecida. Eso, naturalmente, a menos que
los trajera consigo la gente de la compañía cinematográfica. Lo
cual no quita que a efectos generales no desempeñaran el papel de
cucarachas vulgares.
Pero carecían de hélices, ruedas, lazos en
el cuello y/o plumas. Eran ni más ni menos que cucarachas.
Cuando quise pisar a dos o tres,
consiguieron escapar, metiéndose rápidamente en los agujeros. Eran
muy rápidas y movían las patas con pasmosa celeridad.
Volví al camino, poniéndome a andar junto a
Ma.
—¿Qué estabas haciendo? —me preguntó.
—Nada.
Ellen caminaba sin pronunciar palabra,
tratando a todas luces de aparentar indiferencia. En realidad su
rostro no mostraba expresión alguna. Podía adivinar lo que estaba
pensando y deseaba poder hacer algo. Pero sólo se me ocurría volver
cuanto antes a la Tierra, para que allí pudiese alternar con otros
chicos. Quizás hasta llegara a encontrar alguno que le hiciera
olvidar al piloto.
Johnny andaba como sonámbulo. Con asombrosa
rapidez, el hombre parecía haberse enamorado. Estos tíos son
siempre así. Puede que sólo se tratase de un entusiasmo pasajero;
pero de momento parecía ignorar hasta el planeta sobre el cual se
encontraba.
Al dejar atrás la colina, la tienda de Sam
desapareció de la vista.
—Papá —me dijo Ma—. ¿Has visto cámaras de
cine por algún sitio?
—No. Pero has de tener en cuenta que esos
aparatos cuestan un dineral. No van a dejarlos tirados de cualquier
manera cuando no los están usando.
Ya estábamos cerca del restaurante.
Resultaba más extraño de ver cuando la vista se extendía en
dirección contraria a aquella que llevábamos al divisarlo por
primera vez. Ahora se podía ver que era pura fachada y el efecto
resultaba rarísimo. Aquella especie de biombo levantado en medio de
una gran extensión solitaria en la que sólo se percibían las
colinas grises y el absurdo camino por el que
transitábamos...
Ninguna cucaracha podía atisbarse en el
camino. Se hubiese dicho que no podían invadirlo.
Me iba a dirigir a Johnny, pero no parecía
dispuesto a prestarme la menor atención, de modo que me abstuve.
Por otra parte, no tenía nada especial que decirle.
En mi cabeza continuaba agitándose una vaga
idea. Algo había aún más absurdo que todo el resto y el pensamiento
de ese algo no me dejaba un instante. Por el contrario, la
sensación de que así era, crecía y crecía en mí casi hasta volverme
loco. Me hubiese gustado empinarme otro trago. Sirio ya se
encaminaba al poniente pero hacía aún bastante calor.
Quería beber aunque fuese agua. También Ma
parecía encontrarse cansada.
—Descansemos un poco —dije—. Ya hemos
recorrido la mitad del camino de vuelta.
Hicimos un alto precisamente ante el falso
restaurante Bon Ton. Levanté los ojos al letrero y no pude evitar
reírme.
—Johnny. ¿Quieres entrar y pedir que nos
sirvan de cenar?
Saludó marcialmente.
—Muy bien, señor.
De inmediato, aquel ciego servidor se
encaminó a la puerta. Pero antes de llegar a ella se puso muy
colorado y se detuvo. Yo no pude menos que reírme; sin embargo, no
quise decir nada.
Ma y Ellen tomaron asiento sobre el bordillo
de la acera.
Yo preferí ir hasta la parte trasera de la
fachada. Nada parecía haber cambiado. El revés seguía tan liso como
antes y una cucaracha, que se hubiese dicho era la misma que ya
había visto, seguía junto al mismo hoyo.
—Hola —dije, sin obtener respuesta.
De inmediato quise aplastarla con el pie,
pero fue demasiado rápida para mí. Una cosa me resultó curiosa:
comenzó a moverse desde el instante en que decidí ponerle la bota
encima; antes de que hiciese el menor movimiento que denunciara mi
propósito.
Volví al frente, recostándome contra la
pared de ladrillos. Era agradable y seguro descargar sobre ella el
peso del cuerpo.
Cogiendo un cigarrillo me dispuse a
encenderlo; pero, antes de que la cerilla llegase a él, la dejé
caer. Casi, casi, sabía lo que carecía de sentido.
Tenía que ver con Sam Heideman.
—Ma —le dije; y ella se volvió a mí—. ¿No
estaba Sam Heideman m...
De pronto mis palabras se cortaron al ceder
bruscamente mi punto de apoyo. La pared ya no estaba allí y yo me
precipitaba al suelo.
Ma y Ellen gritaron.
Poniéndome nuevamente de pie, me sacudí el
polvo verdoso que cubría mis ropas, cosa que hacían también ellas
dos, porque el camino y la acera sobre la cual estuvieran sentadas
hasta entonces acababa de esfumarse, como mi pared.
No quedaba el menor rastro de él ni de la
fachada con su letrero. Sólo las colinas terrosas. El panorama era
similar al que viéramos al descender de la nave Chitterling.
La caída me había dejado confuso y
malhumorado. Necesitaba algo sobre lo cual descargar mi cólera de
modo que busqué una cucaracha que no hubiese desaparecido como el
resto. Vi una y quise darle con toda el alma; pero volví a
fallar.
Paseé la mirada en torno. Ma parecía
hallarse en un estado de ánimo parecido al mío. Se pasaba la mano
por la zona de su cuerpo sobre la que había caído. Johnny mostraba
en el rostro su sorpresa. De-momento, su compostura parecía haberle
abandonado.
Ellen no demostraba nada, limitándose a
examinar el suelo donde poco antes existía el camino, el lugar
donde estaba la fachada del restaurante Bon Ton y el contorno.
También tendió la mirada hacia atrás, es decir, hacia el lugar de
donde veníamos, como preguntándose si la tienda de Sam también se
había evaporado.
—No estará —le dije.
—¿Qué es lo que no está? —preguntó Ma.
—Digo que ya no estará allí.
—Pero, ¿qué demonios dices?
—Me refiero a la tienda de Sam Heideman
—expliqué, aún malhumorado—. A la compañía de cine y a todo el
tinglado, incluyendo a Sam. Fue justamente al ir a hablar de Sam
cuando la calle y la fachada se hicieron humo.
—¿Y qué ibas a decir sobre él?
—Que había muerto. ¿No lo recuerdas? Hace
seis años, en Nueva York, cuando hojeábamos unos ejemplares de la
revista Variedades interplanetarias, nos
encontramos con su necrología. Sam Heideman ya no vive. No había
nada allí. Fue precisamente al recordar eso cuando todo
desapareció. Ellos lo volatilizaron.
—¿Ellos? ¿A quiénes te estás refiriendo, Pop
Wherry?
—¿A quiénes? ¿Que quiénes son?
La mirada de Ma me cortó la palabra.
—No hablemos aquí —propuse luego—. Lo que
ahora hemos de hacer es encaminarnos cuanto antes a la nave. ¿Puede
llevarnos hasta ella, Johnny, aunque ya no haya camino?
Asintió con la cabeza, olvidando llevar la
mano a la gorra. De inmediato nos pusimos en marcha. Ninguno de
nosotros abrió la boca.
Al llegar donde había estado el fin de la
senda pudimos apreciar en la tierra la huella de nuestros pasos, de
modo que fue fácil seguir el rumbo. Encontramos otra vez el sitio
donde se alzaba el matorral púrpura que habíamos visto lleno de
pájaros con hélices, pero no quedaba nada de éstos ni tampoco de la
planta.
Tuve la corazonada de que lo mismo iba a
suceder con los avestruces del tamaño de un elefante ataviados con
lazos. Así fue: ni rastros de ellos pudimos ver.
En cambio el Chitterling estaba en su lugar, gracias a Dios.
Visto desde la altura más próxima, parecía hallarse tal como lo
habíamos dejado. Fue como si viésemos nuestro hogar, de modo que
comenzamos a andar más rápidamente.
Abrí la puerta y me hice a un lado para que
Ma y Ellen pudieran entrar primero. Pero apenas había puesto un pie
en el primer escalón, oímos la voz.
—Adiós —dijo.
Miré en torno. Todos miramos en torno, en
realidad, sin lograr ver a nadie ni nada que hubiese podido emitir
aquel saludo de despedida.
—Adiós —dije en voz alta—. Ya podéis iros al
demonio.
Tenía un humor de perros y me era preciso
manifestarlo de algún modo.
Hice señas a Ma para que entrara de una vez
en el Chitterling. Cuanto antes
abandonáramos aquel lugar, tanto mejor sería.
Pero la voz volvió a oírse.
—Esperad.
Algo nos movió a obedecer.
—Quisiéramos darles una explicación, para
que desistan de volver por aquí.
Nada más lejos de mi ánimo que la idea de
retornar; pero quise saber más.
—¿Por qué no habríamos de volver?
—Vuestra civilización es incompatible con la
nuestra. Hemos estudiado cuidadosamente vuestra raza antes de
adquirir tal certeza. Hemos proyectado imágenes que hemos tomado de
vuestras mentes, con el fin de analizar vuestras reacciones.
Nuestras primeras imágenes, o pensamientos proyectados, eran
confusas. Pero ya habíamos comprendido vuestras mentes cuando
llegasteis al fin de vuestro paseo. Somos capaces de proyectar
seres similares a vosotros.
—Sí; a Sam Heideman. Pero, ¿y la hem... la
chica? No podía estar en la cabeza de ninguno de nosotros, por la
sencilla razón de que no la conocíamos.
—Fue hecha con trozos. Algo parecido a lo
que vosotros llamáis idealización. De todos modos, eso no importa.
Al estudiaros hemos podido aprender que el vuestro es un mundo de
cosas, mientras el nuestro es de pensamientos. Nadie aquí tiene
nada que ofrecer a otro. Del intercambio no tenemos nada que ganar
y sí que perder. Nuestro planeta carece de recursos que pudieran
interesar a los hombres.
En eso llevaba aparentemente la razón.
Bastaba echar una ojeada al desértico panorama gris verdoso. Apenas
podía crecer algún matorral. Sólo eso. En cuanto a minerales, lo
juzgaba dudoso: no había podido discernir ni siquiera una
piedrecita.
—Estamos de acuerdo —grité—. Los planetas
que apenas son capaces de dar matorrales y cucarachas pueden
arreglárselas como les plazca en lo que a mí concierne. De modo
que...
De pronto se me ocurrió algo.
—Oye —exclamé—. Espera un momento. Tiene que
haber algo más, aparte de matorrales y cucarachas. Por ejemplo, ¿a
quién diablos estoy dirigiéndome?
—Hablas a eso que llamas cucaracha, lo cual
viene a constituir otra diferencia fundamental entre nosotros. Para
ser más preciso te diré que hablas a una voz que es un pensamiento
proyectado. Y a propósito, permíteme decirte que nos resultáis tan
repugnantes como las cucarachas os resultan a vosotros.
Mirando al suelo percibí a tres de ellas,
prontas a meterse en el agujero más próximo ante el pensamiento que
pudiera yo albergar de aplastarlas.
Ya dentro de la nave dije:
—Venga, Johnny, salgamos cuanto antes de
este maldito lugar.
Saludó.
—Sí, señor.
De inmediato se introdujo en su cabina y
cerró la puerta tras de sí. Su rostro había mostrado hasta entonces
una absoluta falta de emociones personales. No salió de su cubil
hasta dejar que el piloto automático se encargara de la conducción
del vehículo. Sirio ya no era más que una estrella que se perdía en
lontananza. Ellen estaba en su habitación. Ma y yo jugábamos a las
cartas.
—¿Puedo tomarme un descanso, señor?
—Claro.
Se dirigió muy tieso hacia su cuarto.
Poco después, Ma y yo decidimos irnos a
dormir. Hacia poco que nos hallábamos en nuestra habitación cuando
pudimos oír los ruidos.
Me dispuse a investigar.
Cuando volví, reía.
—Todo va bien, Ma. Era Johnny Lane. Está más
borracho que una cuba.
Di unas palmadas a mi mujer.
—¡Ay! —gritó—. No seas bruto. ¿No ves que
aquí es precisamente donde me golpeé al desaparecer el bordillo de
la acera donde estaba sentada? Por otra parte, ¿qué tiene de tan
extraordinario que Johnny se haya emborrachado? ¿Piensas hacerlo
también tú?
—No —tuve que afirmar, con un poco de
desgana—. Pero es que, sabes, me dijo que me fuese a la mierda. Es
una jornada histórica, Ma. ¿No puedes comprender lo que ha sucedido
con su orgullo y su dignidad?
—Quieres decir que como él...
—...como él se enamoró perdidamente del
pensamiento proyectado de una cucaracha —completé— tenía que
embriagarse para olvidar un hecho tan deshonroso. Le era preciso.
Ahora, sabe que al recobrar la sobriedad, se volverá otra vez
humano. Apostaría lo que fuese a que es así, como apostaría a que
en cuanto se sienta humano verá a Ellen y advertirá lo encantadora
que es. Estoy seguro de que estará más enamorado que un palomo
antes de que lleguemos de nuevo a la Tierra.
—Si tienes razón...
—La tengo —afirmé jovialmente—. Traeré una
buena botella y brindaremos por ese planeta. Por Nada Sirio.
Tuve razón. Ellen y Johnny eran novios antes
de que llegásemos a las cercanías del sistema solar y comenzáramos
a disminuir la velocidad de marcha.