EL MAESTRO QUE VINO DE MARTE - Eando Binder

 

EL anciano profesor proveniente del Planeta Rojo temía la violencia salvaje de la Tierra. Hasta que los humanos le enseñaron un secreto lleno de profunda verdad.

 

 

 

El expreso propulsado a cohete salido poco antes de Chicago llegó a la estación y yo descendí del vagón. Era un día cálido de primavera y el pueblecito de Elkhart, en Indiana, se extendía perezosamente al sol que lo bañaba con rayos dorados. Caminé por calles tranquilas y sombreadas de árboles, rumbo al Caslon, un colegio de segunda enseñanza para varones.
Antes de llegar muy lejos, fui descubierto por los niños que jugaban por doquier. Ellos y unos cuantos perros formaron una vibrante, turbulenta y sonora procesión tras de mí. Algún que otro perro llegó a ladrarme como si yo hubiese sido un animal extraño y salvaje. Las amas de casa asomadas a sus balcones me miraban con expresión embobada.
¿De modo que los rumores habían resultado ciertos! ¡El nuevo maestro del Caslon era un marciano!
Supongo que he de constituir algo completamente ajeno y nuevo a los ojos humanos, puesto que soy enormemente alto y extremadamente delgado. De hecho mido siete pies. De mis brazos se ha dicho que son como palos de escoba. Mis Piernas no son por cierto más carnosas. En mi huesoso cuerpo sólo el pecho está completo, para hablar en términos humanos. Iba vestido con un kimono de algodón que me estaba amplísimo: me colgaba desde los estrechos hombros hasta los tobillos. Creo que es un atuendo de origen chino.
Hasta ahí soy algo bastante humano. En cuanto al resto, en cambio, cualquier marciano es una absoluta extravagancia si se le considera desde el punto de vista terrestre. Dos largos tentáculos nos caen por la espalda, desde los hombros hasta las rodillas. Estos apéndices inservibles no han desaparecido con la evolución, como les desapareciera la cola a los humanos. La parte superior de nuestras cabezas sobresale y está desprovista de pelo, el cual sólo nos crece algo más abajo. Se trata de una pelusa grisácea que nos corre por encima de las grandes orejas con forma de caracola. Dos ojos muy separados, parecidos a los de las lechuzas de la tierra, una nariz prominente y una boca pequeñita completan nuestra apariencia facial.
Mi piel se parece al cuero y es de color marrón caoba.
Tímidamente me detuve ante los portales del colegio y extendí la mirada por todo el lugar. Los cristales de mis gafas tenían forma de copa y eran oscuros porque así contrarrestaban los destellos cegadores del sol. Los hombros me pesaban y mis movimientos eran torpes por efecto de la gravedad, que era doble de aquella a la que yo estaba acostumbrado.
Felizmente había llevado conmigo abrazaderas para las piernas. Quedaban escondidas bajo la túnica. Eran dos ingeniosos aparatos de metal liviano que ayudaban a las piernas a soportar el peso. Me habían costado caras —algo más de cuarenta dhupecs— pero valían bien su precio.
Empuñando con una mano mi bastón y agarrando con la otra mi maleta, me dispuse a penetrar en el santuario constituido por las tierras e instalaciones del colegio. El panorama no podía ser más atractivo. Todo se veía verde y acogedor. Se parecía a un parque situado junto a los canales de Marte. Sería un buen refugio cuando pudiese librarme de los niños, en mis horas de descanso. Muchos de ellos me tiraban piedrecitas y algunos caninos se habían prendido a mis tobillos. Por cierto que no se me ocurrió censurarlos, como tampoco creí del caso enfadarme ante las miradas poco hospitalarias de los adultos con los que me había cruzado por el camino. Después de todo yo era un extraño.
Atravesé el gran portal. Al menos en esta escuela que me contrató para enseñar, se me aceptaría de manera tal vez amistosa...
—¡Sssssss!
Un silbido que parecía provenir de mil serpientes llenó el aire. Me sobresalté y apenas atiné a reaccionar dejando caer la maleta y cogiendo fuertemente el bastón con ambas manos. Momentáneamente me creí de nuevo en Marte, rodeado por las serpientes venenosas de los vastos desiertos. ¡Debía ahuyentarlas con el bastón!
Un momento, me dije en seguida; estoy en la Tierra, donde las serpientes son criaturas insignificantes y, la mayor parte de las veces, inofensivas. Esto me tranquilizó, aunque seguía respirando con dificultad. El terror helado que me había invadido fue desapareciendo. Acaso vosotros los humanos no lleguéis nunca a conocer del todo el paralizante pavor que nos causan las serpientes.
Me llegó luego a los oídos un sonido nuevo que en cierto modo me levantó los ánimos.
Un grupo compuesto de cincuenta chicos, más o menos, todos ellos muy sonrientes. Salían de detrás del muro circular de piedra que circundaba el campus. Aparentemente se habían escondido allí poco antes y al salir lo hicieron emitiendo los silbidos que tanto me espantaran, una travesura. Qué tonto haberse asustado, pensé.
Les devolví la sonrisa, saludándolos. Aquéllos eran mis futuros discípulos.
—Soy el profesor Mun Zeerohs, vuestro nuevo maestro — dije presentándome.
Mi voz, como la de todos los marcianos, es muy aguda y a oídos humanos suena como si saliese por la punta de una caña hueca.
—Que el sol brille sobre vuestras cabezas —continué—. O como decís los humanos, encantado de conoceros.
Como respuesta obtuve nuevas sonrisas, aunque algo extrañas. Menudearon los susurros.
—¡Oye, si habla y todo!
—¡Directo desde los canales!
—¿Esta vivo eso?
Uno de ellos se adelantó. Tenía unos dieciséis años. En sus ojos azules se leía la burla.
—Soy Tom Blaine y represento a la clase. Dígame, señor, ¿es cierto que Marte está habitado?
Cruel recepción, aunque se tratase tan sólo de otra travesura. Moví mis dos tentáculos en señal de desaliento, sin saber qué actitud tomar.
—¡Chicos! ¡Caballeros!
Un adulto de pelo gris venía andando apresuradamente desde el edificio del colegio. Los chicos le abrieron paso para que llegase hasta mí. Me tendió la mano, presentándose.
—Robert Graham, decano del Caslon. Usted es, sin duda, el profesor Mun Zeerohs.
Se volvió dirigiendo a los muchachos una mirada de censura.
—Éste es el nuevo instructor, caballeros. Les enseñará a ustedes Historia Interplanetaria y Lengua Marciana.
Del grupo surgió un murmullo de desaprobación. Yo conocía la causa, desde luego: nuestro idioma contiene el doble de declinaciones que el latín.
—Han de considerar, caballeros —continuó diciendo el decano—, que esto será de gran utilidad. Cuidado con la cortesía. Estoy seguro de que sabrán apreciar a nuestro nuevo profesor...
—¡No, claro que no!
Era otra vez Tom Blaine quien hablaba. Detrás de él gestos de hostilidad habían reemplazado la previa y molesta sorna.
—Nunca hemos tenido un maestro marciano hasta ahora y no lo queremos.
—¿Que no lo queréis?
El decano estaba más asustado que yo mismo.
—Mi padre dice que los marcianos son unos cobardes —continuó afirmando Tom Blaine en alta y clara voz—. Y puede usted estar seguro de lo que dice, puesto que forma parte de la Patrulla del Espacio. Me ha contado que durante la guerra los marcianos cortaban a los humanos en pedazos muy lentamente. Comenzaban por las manos; luego...
—Basta —le interrumpió el decano—. La guerra, de todos modos, ha concluido y hay marcianos en la Patrulla del Espacio. Y ahora basta de discusiones. A vuestros dormitorios. El profesor Zeerohs comenzará con sus lecciones mañana por la mañana. Oscar, lleva la maleta del profesor a su alojamiento.
Oscar, pequeño robot destinado a faenas domésticas en el colegio, obedeció de inmediato, inclinándose para cumplir la orden. Sentí una especie de calor amistoso hacia él. Para su mente mecánica de reflejos rudimentarios todos eran iguales, fuesen marcianos o terrícolas. No me discriminaba, como los chicos.
Cuando Oscar se ponía ya en marcha hacia el edificio, Tom Blaine le cortó el paso. El robot, fiel a sus órdenes, continuó andando, lo cual trajo como consecuencia que un codo de acero golpeara al joven en las costillas. Esto hizo que Tom desistiera de su intento de apoderarse de la maleta. Prefirió coger una piedra del suelo y arrojarla contra el cuerpo metálico de Oscar. Así, otra abolladura quedó en el cuerpo de éste, entre las muchas que se podían apreciar a simple vista.
Con esto la rebelión quedó sofocada... de momento.
Sentía que la actitud de los muchachos continuaba siendo hostil cuando me encaminé con el decano a su despacho. Mis hombros me pesaban más que nunca.
—No les preste atención —me decía el hombre a modo de disculpa—. Ya sabrá usted que a esa edad suelen ser respondones. Por otra parte, nunca han contado antes con un maestro marciano.
—¿Por qué decidió usted contratarme? —pregunté.
Graham asumió un tono a la vez benevolente y respetuoso.
—Muchos otros colegios han probado la inclusión de profesores provenientes de Marte en sus cuadros y en general se considera que el resultado es positivo.
No creyó del caso añadir que, además, resultaban más económicos.
Suspiré. La vida se había tornado dura en Marte últimamente. Las interminables tormentas de polvo no cesaban de azotar las regiones de los canales, malogrando las cosechas. El puesto que se me había ofrecido en la tierra, aunque el salario fuese bajo, era mejor que la más abyecta pobreza. Como ya era viejo, podía vivir muy modestamente. Muchos marcianos habían emigrado a la Tierra desde el fin de la guerra. Somos gente dócil, laboriosa, inteligente y muy aptos para la enseñanza, la ingeniería, la química y el arte.
—Siempre buscan confundir a los nuevos profesores —me dijo el decano sonriendo con cierto embarazo—. Su primera clase comenzará mañana por la mañana a las nueve en punto. Será la de Historia Interplanetaria.
Tras dormir plácidamente toda la noche, me sentí bastante bien, de modo que entré en el aula al día siguiente ilusionado con mi nuevo trabajo. Cien ojos fríos e inamistosos me miraban con tremenda intensidad.
—Buenos días —dije con el acento más cordial que pude hallar.
—¡Buenos días, profesor Cero! —me repuso un coro atronador que me sorprendió.
De modo que no habían cambiado de actitud. Sea como fuere, no corregiría aquel abuso fonético: hasta los niños marcianos me bautizaban invariablemente con aquel nombre.
Paseé mi mirada por la sala, congratulándome de sus altas ventanas y correcta dosificación de la luz, para posarla luego en la pizarra que estaba detrás de mí. Un gran dibujo hecho con tiza la cubría casi por entero. Representaba, con cierta exactitud de trazado, a un marciano parapetado tras un terrícola, como si buscara protegerse. Ambos eran miembros de la Patrulla del Espacio y aparentemente batallaban contra guerrilleros o malhechores del cosmos. La obra era de mano de Tom Blaine, sin duda, puesto que su padre sostenía que todos los marcianos eran cobardes y quejicas.
Mi rostro de cuero no demostró ningún pensamiento mientras mi mano borraba el ofensivo dibujo. Desoyendo las risas y susurros, cogí luego dos trozos de tiza con ambos tentáculos, escribiendo letras con uno y fechas con el otro:
1955: Primer vuelo espacial.
1978: Los terrícolas reclaman la propiedad de todos los planetas del sistema solar.
1992: Expedición de pioneros a Marte.
2011: Rebelión y guerra.
2019: Marte conquista su independencia.
2040: Relaciones amistosas Marte-Tierra.
—La Historia Interplanetaria —comencé diciendo— gira en torno a las fechas y acontecimientos que pueden ustedes ver en la pizarra. Hasta 1955 los terrícolas no tuvieron pruebas que demostraran que seres inteligentes habían sido los constructores de los canales de Marte. Por su parte los marcianos ignoraban a ciencia cierta que las llamadas «luces parpadeantes» de vuestras ciudades, visibles por la noche, evidenciaban la presencia de individuos pensantes en la Tierra. Los exploradores que llegaron a Marte a mediados del pasado siglo consideraron que sus habitantes poseían una inteligencia parecida a la de los terrícolas. La Tierra poseía grandes ciudades y Marte su gran sistema de canales, construido hace diez mil años marcianos. La civilización comenzó allí cincuenta siglos antes, es decir, previamente a que en la Tierra se produjera la primera manifestación de vida.
—¿Oís, amigos? —exclamó Tom Blaine interrumpiendo mi lección—. Ya os había dicho que nada les gusta más que repetir eso.
Se dirigió a mí con voz sarcásticamente cortés.
—Disculpe usted, señor, pero ¿podría decirme por qué los brillantes marcianos tuvieron que esperar a que los terrícolas iniciasen la era espacial?
Sentía un gran fastidio pero traté de no perder la serenidad.
—En Marte se acabaron los yacimientos metálicos que eran indispensables para mantener en buen estado los canales. Nuestra historia es, desde hace muchos años, la crónica de nuestra constante lucha por sobrevivir. Estamos amenazados por el peligro de la extinción. De hecho, cuando los pioneros de la Tierra emigraron en 1992, llegaron muy oportunamente: reparando los canales, evitaron que el hambre se extendiera por nuestro planeta.
—¡Y como pago por ello —intercaló el muchacho— los marcianos se rebelaron!
—Olvida usted que los pioneros fueron quienes comenzaron la revolución al rechazar el sistema de impuestos y que lucharon a nuestro lado.
—Traidores —afirmó tajantemente.
Preferí dejar así las cosas y continuar con la clase.
—Marte obtuvo su independencia tras nueve años de lucha...
De nuevo fui interrumpido.
—No la obtuvo. No supo ganarla. La Tierra le concedió la independencia de que usted habla.
—Sea como fuere —proseguí serenamente— la Tierra y Marte mantienen hoy, en el 2040, amistosas relaciones. La confrontación ha sido superada.
—¡No la hemos olvidado! —exclamó Tom Blaine colérico—. Todo buen terrícola desprecia a los marcianos.
Volvió a sentarse, en medio de murmullos de aprobación procedentes de los demás. Sentí que mis tentáculos se aflojaban. ¡Qué agresivos, qué intolerantes eran los terrícolas! Tal era, por supuesto, la razón por la cual dominaban el sistema solar. Esta raza vigorosa y pujante se reía de los ideales marcianos sobre la obtención de una cultura pacífica general. Sus piratas, no siempre al margen de la ley, aún recorrían el espacio, ávidos de botín.
El joven Tom Blaine era un típico representante de su raza. Resultaba evidente que estaba resuelto a hacer mi estancia intolerable, para obligarme a volver a Marte. Era el jefe de los muchachos que cursaban los estudios superiores en el colegio. Es curioso que los terrícolas sigan siempre a sujetos carentes de sensatez y sabiduría. Prefieren a quienes saben mandar. Sería preciso que implantaran un test tendiente a seleccionar a los capaces de desempeñar la autoridad, pensé con amargura.
—Yo soy aquí el maestro —le recordé— y usted el discípulo, señor Blaine.
—Oh, claro, señor —repuso fingiendo modestia—. Pero sería mejor que enseñara la historia verdadera, profesor Don Nadie. De otro modo, será mejor que calle.
Resolví pasar a la clase de lengua marciana.
—Nuestro idioma es, como se sabe, el oficial en cuanto se refiere a ciencia y comercio —dije cautelosamente—. A través de un largo uso, la lengua marciana se ha ido perfeccionando. El inglés, que es la lengua oficial de la Tierra, resulta, comparativamente hablando, torpe. Por ejemplo, la serie de palabras que sirven para describir un tamaño exagerado (grande, vasto, inmenso, gigantesco, enorme, poderoso, ciclópeo) supone una progresión imprecisa. ¿Es lo «grande» mayor que lo «vasto» o al revés? Imposible decirlo. En idioma marciano existe una raíz y un conjunto preciso de seis sufijos que dan cuenta de la progresión antedicha.
Escribí en la pizarra:
Bol, bola, boli, bolo, bolu-bolas, bolis, bolos, bolus-bolasa, bolisi, boloso, bolusu.
—Como ven ustedes, el idioma marciano es científico.
—Más fanfarronadas —dijo una voz burlona.
Una goma de borrar llegó por los aires. Cuando yo me volvía hacia la clase dando la espalda a la pizarra, fue a darme de lleno, en el rostro. Fue como una señal: de inmediato un aluvión de ellas me fue lanzado de todas partes. Previamente, los muchachos las habían cogido del estante que recorría las paredes de la estancia. Permanecí sin atinar en hacer nada que no fuera guarecerme como podía de los proyectiles. Para ello me tapaba la cara con mis tentáculos. Todos parecían apasionarse con aquel juego. Se oían gritos, silbidos y abucheos.
El desorden fue cortado súbitamente cuando Oscar penetró en la sala de clase. Su mirada mecánica se hizo cargo de la situación en seguida, aunque no registró expresión alguna. Una última goma de borrar le fue dirigida y, ante mi sorpresa, la cogió en el aire, devolviéndola con insólita violencia. Todo robot, recordé, ha de devolver lo que se le da o arroja, a menos que reciba instrucciones expresas en contrario. Tom Blaine lanzó un chillido, cuando la goma le golpeó en la frente.
—El decano Graham —dijo Oscar con su voz fonográfica— desea saber si todo se desarrolla normalmente.
Constaté que los chicos contenían el aliento. Oscar recorría a diario los salones formulando la misma pregunta. Era parte de su trabajo rutinario. En caso de que el profesor formulase quejas, los alumnos perderían una tarde de recreo.
—Todo está en orden —murmuré, descartando mi momentáneo deseo de venganza—. Puedes marcharte.
Se oyó el rumor de un engranaje mecánico y el robot salió impasiblemente. No había oído ni visto nada, puesto que no había sido programado para ello.
—¿Temeroso de formular denuncias, no? —exclamó Tom Blaine sarcásticamente—. Ya os había dicho que todos los marcianos son cobardes.
Ya no era sólo la gravedad lo que hacía pesar mis hombros. Consideraba con pesadumbre los días futuros.
También se me perseguía fuera de clase. No puedo describir la situación con otra palabra. Era la víctima de una persecución continua. Tom Blaine llegó a concebir la diabólica idea de derramar un vaso de agua ante mis ojos.
—¡No! ¡No! —grité instintivamente, aferrando el vaso.
—¿Qué sucede, profesor? —preguntó amablemente—. Es sólo agua.
—Eso es un sacrilegio...
Me detuve porque no comprenderían. ¡Qué terrible nos resulta a los marcianos que se despilfarre el agua! Durante diez mil años, el precioso elemento ha sido el objeto de toda nuestra preocupación y cuidado, de modo que nos hiere que se la tire sin miramientos. Nos causa la misma desazón que a los humanos el derramamiento inútil de sangre.
Al alejarme del lugar para no tener que tolerar las risotadas, oía a Tom Blaine que revelaba a sus seguidores la razón de su conducta.
—Me vino la idea anoche, al verle en su habitación. Parecía jugar con un poco de agua que tenía en una taza. La dejaba correr entre sus dedos como un pordiosero unas migajas de pan. Tengo otra idea, chicos. Seguidme a la cocina.
No advertí que la comida que se me servía solitariamente en mi habitación sabía extrañamente aquella noche, hasta hallarme por la mitad. ¡Estaba salada! Los muchachos habían logrado llegar hasta la cocina y allí pusieron sal a mi dieta, que la excluye en absoluto. Mi estómago no tardó en rebelarse contra aquel condimento agresivo. Los mares de Marte, donde nuestra vida se originara hace muchísimos años, carecen de cloruro de sodio. Sólo contienen cloruro de magnesio, con el cual se «salan» todos los alimentos marcianos.
Me dirigí a la cama, atacado de fortísimos dolores de cabeza y sintiendo en mi estómago las consecuencias de los desarreglos metabólicos causados por la sal. Para colmo de males, aquella noche llovía. Traté infructuosamente de taparme los oídos, para no escuchar el sonido del agua torrencial que caía. Millones de litros de agua se malgastarían mientras millones de marcianos imploraban una poca para que no se secaran sus míseras cosechas.
Los dolores fueron calmándose, hasta tornarse soportables poco antes de que amaneciera. Y ahora, pensaba, ¿qué nuevos tormentos urdiría Tom Blaine?
La respuesta no tardó en llegar. Advertí que no tenía mis gafas. Aquel día mis ojos estaban casi ciegos, más a causa del resplandor que de mi edad senil. Me lloraban y debía parpadear continuamente, pues la luz de la tierra dobla en potencia a la de Marte, planeta que se encuentra más lejos del sol.
—Baja la persiana, Oscar —ordené al robot cuando éste hizo su habitual aparición.
—Pero, profesor —protestó Tom Blaine, aprovechando en seguida la ocasión que aparentemente estaba esperando—, piense en nuestros ojos. No podemos atender a nuestras lecciones si se nos deja en tinieblas.
—Déjanos, Oscar —dije con voz cansada.
El robot se detuvo un momento. Su mecanismo pareció esforzarse en armonizar las órdenes contradictorias, hecho que se tradujo en discretos sonidos metálicos. Cuando finalmente salió de la estancia, parecía encogerse de hombros cavilando sobre la extraña conducta de sus amos, fueran terrícolas o marcianos.
—¿Sabe usted dónde pueden hallarse mis gafas, señor Blaine? —le pregunté encarándole derechamente. Traté de no evidenciar timidez.
—No, claro que no —repuso el chico con acento virtuoso.
Traté de dar con el último cajón de la izquierda, donde pensé que acaso las escondieran. Allí estaban, pero callé.
—¿No querríais ayudarme a hallarlas? —les pedí.
Corrieron todos hacia mi pupitre, registrándolo con deliberada brutalidad. Al fin, Tom las sacó del cajón, enseñándomelas con ademán triunfal. Me las puse con manos temblorosas.
—Qué descuidado he sido al dejármelas ayer aquí —dije sonriendo—. Es preciso tomarse estas cosas con buen humor. Bien, pues hoy continuaremos con la clase de lengua marciana. Vamos a declinar el verbo «krun» para empezar.
Seguí adelante como si nada hubiese sucedido, pero la cabeza me dolía mucho a causa del resplandor que durante horas debieron soportar mis ojos.
Aquella noche, completamente agotado, me dirigí a la cama, para encontrarme con que mi unidad antigravitacional se encontraba dañada, obviamente por manos humanas. Uno de mis pocos placeres estaba constituido por un reparador descanso dentro del campo de baja gravedad, pues la de la Tierra me causaba trastornos viscerales. Los terrícolas que han estado en Júpiter saben lo doloroso que puede llegar a ser esto.
Como era de prever, no pude dormir en toda la noche. Me costaba respirar bajo una presión que me parecía la de una montaña. ¿Cómo podía seguir adelante en medio de tan feroz crueldad? Tom Blaine y sus secuaces estaban evidentemente dispuestos a hacer cuanto estuviera en sus manos para obligar al indeseable marciano a marcharse de una vez. Si yo, para evitarlo, me dirigía al decano exponiéndole mis quejas, pasaría por un cobarde, con lo cual vendría a traicionar a mi raza. Entretanto llegué a la conclusión de que no tenía un solo amigo en toda la academia.
Por la mañana compareció Oscar trayéndome un mensaje del decano Graham. Tras entregármelo, permaneció inmóvil en espera de instrucciones. Sufrí un ligero desvanecimiento y me hubiese ido al suelo si Oscar no me hubiese sostenido. Sus reflejos estaban programados para evitar que nada se cayese al suelo.
—Gracias, Oscar —dije, mientras me aferraba con una mano a un hombro firme y metálico, reconfortante y seguro—. Tú eres mi único amigo, Oscar. Al menos no eres enemigo. Pero, ¿qué digo? Si no eres más que una máquina... Puedes marcharte.
El mensaje del decano contenía instrucciones precisas.

 

«Hoy y mañana se procederá a tomar exámenes. Use los formularios que se le adjuntan. A las quince horas de hoy se suspenderán las pruebas para que los alumnos concurran al Auditorio de Televisión.»

 

Los exámenes constituían mera rutina, pero los mismos me daban ánimos, aliviando en algo mis pesares físicos y mis tribulaciones. Mi clase se luciría, pues me las había apañado para que los alumnos, a pesar de la hostilidad que me demostraban, llegasen a poseer un serio conocimiento de la Historia Interplanetaria y de la Lengua Marciana.
Miré casi con orgullo por encima de las inclinadas cabezas, todas ellas aparentemente aplicadas al trabajo. De pronto me sobresalté.
—Señor Henderson —dije amablemente—. De ser usted, yo no haría eso.
El chico se sonrojó e inmediatamente introdujo en uno de sus bolsillos el papel del que estaba copiando. En seguida se quedó mirándome con la boca abierta. Tom Blaine, que se sentaba en un banco vecino, también me contempló muy sorprendido. En los ojos de ambos se leía una pregunta no formulada: ¿Cómo podía yo saber del fraude si nadie hubiese podido advertirlo? El propio Payne no pudo hacerlo.
—Olvidáis —expliqué en tono algo vacilante— que los marcianos manejan la telepatía a voluntad.
Tom Payne seguía acechándome. Ahora también él tenía abierta la boca. De pronto se puso violentamente de pie.
—¿Hasta cuándo tendremos que soportar esto? El señor nos espía y para ello se dedica a leer nuestros pensamientos.
Súbitamente un pensamiento le acudió a la mente.
—Usted sabía desde el principio dónde se encontraban sus gafas aquel día; sin embargo, no dijo nada ni me denunció. —Se sonrojó, más por efecto de la ira que del embarazo—. ¡Se rió usted de mí!
—Es que hay que considerar las cosas desde un punto de vista humorístico —dije lastimeramente.
El resto del examen transcurrió en medio de un silencio tenso. Más que nunca, todos me odiaban y no dejarían de evidenciar su antagonismo a la primera ocasión. ¿Cómo podría ganármelos si se tomaba mi paciencia por cobardía, mi comprensión por malicia y mis poderes telepáticos por instrumento de espionaje?
¿Por qué había dejado yo Marte para trasladarme, a este planeta hostil e intolerante?
A las tres, los exámenes se suspendieron hasta el día siguiente. Toda la clase se dirigió al Auditorio de Televisión.
La inmensa pantalla dispuesta en la estancia oscura mostraba una acción teatral que tenía lugar en Venus. No tardó en dejar paso a otra proyección compuesta de noticias de todo el sistema solar: un asteroide tomado cuando era sometido a intensas radiaciones; Ganímedes y sus plantas parlantes; la lluvia periódica de meteoros proveniente de los anillos de Saturno; una fría y tenebrosa escena que mostraba al planeta Plutón, donde se construía a la sazón un gran telescopio destinado a observaciones interestelares... Finalmente se pasó un filme corto tomado en Marte en el que aparecía un grupo de terrícolas y marcianos dispuestos a embarcar en un pequeño vehículo espacial.
—Es la nave Greyhound —informó el altavoz— que se apresta a combatir a los piratas. El capitán Henry Blaine ha informado que los destruirá. En caso contrario, afirmó, prefiere no volver vivo a tierra.
—Mi padre —proclamó orgullosamente Tom Blaine a los asistentes.
—Mi hijo —murmuré yo, inclinándome hacia adelante para observar mejor al último de los marcianos que penetraba en el vehículo.
Al zarpar el artefacto hacia el espacio, el noticiario llegó a su fin.
Ya no se impartieron más clases aquel día. Me arrastré casi por el campus, en dirección de mi habitación. Necesitaba reposo y tranquilidad cuanto antes.
Un alarido escapó de mi garganta. ¡Una horrible culebra serpenteaba ante mí, atravesando el sendero! No era más que una culebrilla de las vulgares, que pululan en los jardines de la tierra, me decía. Pero, para el instinto plantado en nosotros un millón de años antes, el animal era el símbolo de la muerte. Presa de gran alarma tropecé contra algo que se encontraba en el suelo, cayendo a pesar de mis esfuerzos por equilibrar la gravedad que helaba mis músculos. Me sobrecogí de espanto cuando la horripilante alimaña se detuvo y, mirándome, agitó su febril lengüeta en forma de horquilla.
El mundo exterior se hizo presente en mi conciencia por medio de una gran carcajada general que sonó como un trueno en mis oídos. Tom Blaine tenía al animal en una mano, mientras éste se agitaba tratando de liberarse. Al pasar el primer instante de sorpresa, conseguí dominar mis nervios.
—No es más que una culebra —dijo—. No es venenosa. Lamento que le haya aterrorizado hasta tal punto.
Su voz estaba teñida de burla. Yo me preguntaba cuál habría sido su actitud si en vez del reptil se apareciese ante él un tigre de Bengala. Poniéndome de pie trabajosamente me alejé del lugar sin decir palabra, tratando de alentar a mis piernas para que apresuraran la marcha.
Estaba derrotado. Tal afirmación me venía incesantemente a la cabeza.
Aquellos muchachos habían quebrado mis ánimos. Llegué a esa conclusión cuando posaba mis ojos sobre la roja estrella que titilaba ligeramente como si con ello me brindara su compasión. Allí estaba mi verdadero hogar. Anhelaba volver a sus canales y desiertos que acaso fuesen implacables; no lo eran tanto como los despiadados habitantes de este planeta increíblemente opulento.
Ya en mis habitaciones comencé a colocar mi ropa en las maletas.
Voces airadas me llegaron del corredor, se acercaron a mi puerta y poco después mis discípulos irrumpieron en la habitación, capitaneados por Tom Blaine.
—¡Asesino! —chillaba—. ¡Un hombre ha sido hallado en la ciudad, víctima de estrangulamiento! ¡La muerte le fue causada por una cuerda o por tentáculos! ¡Usted tenía esta tarde el aspecto de un asesino! ¿Por qué le mató? ¿Llevado por su odio contra la raza humana?
Aquello resultaba estrafalario; en especial proveniente de bocas adolescentes. Formaban una pequeña muchedumbre que se diría sedienta de sangre. Todo el odio y la incomprensión de que me hicieran objeto hasta entonces parecía alcanzar su paroxismo. Comprendí que no tenía objeto tratar de razonar con ellos.
—¡Mirad, chicos! Estaba haciendo las maletas. Se disponía a huir sin ser visto. ¿Va usted a confesar, profesor Zeerohs, o prefiere que le obliguemos a hacerlo?
Sería inútil hacerles frente. Una fiebre salvaje parecía poseerlos, redoblando la fuerza de sus músculos terrícolas. Tomándome en vilo, arrancaron la armadura de metal que sostenía mis piernas, tras lo cual me forzaron a andar de acá para allá. Los procedimientos se llevaban a cabo a la luz de linternas subatómicas.
Al cabo de una hora mis padecimientos eran horribles. Sin los soportes, mis débiles músculos me colgaban bajo el peso. La gravedad de la tierra redoblaba la tensión ordinaria.
—¡Confiesa! —gritaba Tom Blaine con ferocidad—. Luego te llevaremos a la policía.
Negué con la cabeza, como lo hiciera ante previas exigencias en tal sentido. La única meditación reconfortante consistía en invocar las palabras de Cristo: «Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen.»
Durante otra hora se me obligó a seguir andando incesantemente, hasta que todo mi cuerpo no era sino una masa de carne martirizada. Mis huesos parecían romperse bajo el peso del universo.
¿Dónde estaba el decano Graham? Recordé que se había ausentado para visitar a unos parientes aquella noche.
—¡Viene Oscar! —exclamó una voz.
Con su impasible equilibrio, el robot penetró en el cuarto. Como era habitual en él, llevaba una luz en su frente y, de acuerdo con su programa, cumplía su rutinaria inspección nocturna.
—Los alumnos han de dirigirse a sus dormitorios —dijo su voz microfónica—. Es contrario a los reglamentos hallarse fuera de ellos después de las diez.
—Puedes marcharte, Oscar —ladró Tom Blaine.
El robot permaneció inmóvil: sus selectores estaban programados para obedecer tan sólo la voz de maestros y autoridades.
—Oscar... —comencé a decir.
Pero uno de los muchachos me tapó la boca.
Aunque no estaba aún inconsciente, sabía que no podría resistir ya más. Me desplomé sobre la alfombra.
Los chicos parecieron asustarse de pronto.
—Tal vez nos hayamos excedido —dijo uno nerviosamente.
—¡Se lo merece! —vociferó Tom Blaine, aunque con un dejo de inseguridad—. ¡Es un cobarde asesino!
Pete Miller llegó corriendo, proveniente de la ciudad.
—¡Tom! ¡Acabo de escuchar las noticias!... La policía ha cogido al asesino... Era un maniático y usó una cuerda para cometer el crimen.
Pareció alarmarse mucho al verme tirado en el suelo.
—¿Qué habéis hecho? Es inocente y no tan mala persona, después de todo.
Los chicos se miraron entre sí, con ojos culpables. Bendecí interiormente al joven Miller por aquella frase.
—¡No te pongas sentimental! —exclamó Tom Blaine, en voz demasiado alta—. Los marcianos son unos cobardes, como dice mi padre. Me alegro de haberle dado esta paliza, de todos modos. Después de ella, de seguro que optará por irse de aquí para siempre. Ahora marchémonos.
El grupo salió, dejándome tendido en el suelo. Oscar se llegó hasta mí, ayudándome a ponerme de pie. Cualquier persona que cae ha de ser ayudada a levantarse, según rezaban sus instrucciones. Sus brazos de acero me parecieron más suaves que la inexorable acusación de Tom Blaine.
Toda la clase jadeó a la mañana siguiente, al verme penetrar en la clase como si nada hubiese ocurrido la noche anterior.
—Continuaremos con las pruebas —anuncié.
No era extraño que se asombrasen. Primero, era extraño que me presentase, a pesar de estar débil y agotado tras los sufrimientos soportados; segundo, que no hubiese optado por renunciar a mi cargo y marcharme; y, tercero, que resolviera no presentar denuncia al decano, cuando el castigo que éste impondría iba a ser sin duda severo.
Sólo yo sabía que me era preciso volver porque obrar de otro modo hubiese sido un acto cobarde. Mental y físicamente me sentía enfermo; pero no vencido. Por otra parte, aquella frase del joven Miller denotaba que no existía unanimidad en mi contra. Para mí, escucharla fue como hallar un manantial en el desierto.
Se reanudaron los exámenes. Oscar penetró en la sala, portador de un espaciograma, y salió acto seguido. El peculiar ruido metálico de su andar se perdió al cerrar de nuevo la puerta. Nerviosamente abrí el sobre y leí el mensaje. Mis tentáculos temblaron convulsivamente en sus extremos antes de aferrar los brazos del sillón en que me hallaba sentado. Ante mí todo se desvaneció. Apenas quedaban, como flotando en el aire, las palabras contenidas en el mensaje.
Con él se terminaba mi mundo. Tanto me daban ya Marte y la Tierra, que seguirían impasiblemente sus respectivos cursos. Yo, en cambio, no podría. Tristemente doblé el espaciograma, poniéndolo a un lado.
Con ojos nublados miré al grupo de cabezas inclinadas que se extendía ante mí. Como nunca antes, necesitaba una presencia amiga; en cambio la hostilidad y el odio eran lo único que despertaba en mis discípulos. Así pensaba al recorrer con la mirada toda la audiencia y considerar cada cabeza. Todos detestaban al maestro, aunque sabían que era sensato, modesto y paciente, como todos los marcianos.
Yo, por mi parte, también comenzaba a aborrecerlos. Me obligaban a sentirlo así. En un rapto de egoísmo, deseé que todos obtuvieran suspensos.
Concentré mi observación en Miller, que en aquellos momentos mordía la punta de su lápiz. Sobre su frente brillaban pequeñas gotas de sudor. Era evidente que se encontraba en aprietos. Mil pensamientos y dudas recorrían su confusa cabeza.
Ansiaba de tal modo pasar su examen... entrar en la Academia del Espacio... engrosar tal vez alguna patrulla espacial en el futuro... No tenía mucho tiempo para estudiar, porque trabajaba al salir del colegio, con objeto de pagarse su carrera... Debía, además, ayudar a sus padres... ¿En qué fecha puso el primer astronauta sus pies sobre la luna de Neptuno? ¡Vaya, en 1976! Gracioso, cómo aquello se le ocurría de pronto... Y ahora, ¿cuál es la raíz de la palabra «planeta» en marciano? ¡Pues «jad», naturalmente! No era tan difícil a fin de cuentas...
Quisiera que el viejo marciano no me mirara ahora y leyera mis pensamientos... ¿Cuántas lunas tiene Júpiter? Siempre me las confundo con las de Saturno. ¡Dieciocho, seis de ellas descubiertas por naves espaciales! ¡Qué extrañamente seguro de mí mismo me encuentro hoy! Pasaré este examen... Papá estará orgulloso de mí cuando me vea con el uniforme de la Patrulla...
Desvié los ojos del rostro feliz de Miller. Chico meritorio. Haría honor a la Patrulla del Espacio algún día. Yo no era el único que tenía problemas.
Se produjo una interrupción abrupta cuando Oscar volvió a entrar en clase.
—El decano Graham desea que todo el alumnado forme filas en el campus con el fin de comunicarle una noticia especial.
Su voz era estentórea.
Los chicos murmuraron entre sí, llenos de curiosidad y fueron dejando el salón a una vacilante indicación mía. El campus se veía ya atestado de estudiantes pertenecientes a todos los grados y de sus profesores y adjuntos. Mi grupo, que se integraba con los mayores en edad, fue a colocarse ante el estrado previamente dispuesto. Yo me sentía débil y necesitado de apoyo. Ahora, precisamente, cuando nadie podía brindármelo.
El decano Graham levantó una mano.
—Se encuentra con nosotros un integrante de la Patrulla del Espacio —anunció—. Ha venido de la Academia del Espacio en cohetestrato, con el fin de comunicarles un importante anuncio. Por aquí, mayor Dawson.
Un hombre alto vestido de uniforme dio un paso adelante, contestando los ruidosos saludos de bienvenida que se le tributaban, con un solemne gesto de la cabeza. Los patrulleros son honrados en todo el sistema solar por sus bizarros servicios a la civilización.
—Muchos de vosotros, muchachos —dijo—, ansiáis entrar algún día a la Academia del Espacio para uniros más tarde a una patrulla espacial. Este boletín, recibido hace una hora, enaltecerá a alguno de los aquí presentes.
Leyó el papel.
—El capitán Henry Blaine, comandante del vehículo espacial Greyhound resultó herido ayer en el curso de una arriesgada operación contra los piratas en la vía de comunicación Tierra-Marte.
Todas las miradas se dirigieron hacia Tom Blaine, que se sentía orgullosísimo de que su padre fuese el centro de atracción y motivo de aquella ceremonia. El oficial extrajo de su estuche una medalla recubierta de radio, que era la Cruz del Espacio destinada a premiar servicios extraordinarios prestados a las fuerzas de la ley y el orden en el Sistema Solar. El decano Graham le susurró algo al oído. El hombre asintió en silencio y bajó del estrado.
Mi exclamación de sorpresa fue superior a la de cualquiera de los presentes cuando observé que pasaba junto a Tom Blaine sin detenerse. Se llegó hasta donde yo estaba y sin decir palabra, prendió la medalla sobre mi pecho. Luego me estrechó la mano.
—Espero que se sienta usted orgulloso de llevar esta medalla durante toda su vida —me dijo.
Volviendo al estrado, se dispuso a seguir leyendo el boletín.
—La vida del capitán Blaine fue salvada por un joven recluta natural de Marte, quien, saltando delante del capitán Blaine, recibió la mortífera descarga que iba a herir tan sólo al terrícola, gracias a la heroica acción del marciano. Su nombre era...
Me hallé mirando involuntariamente a Tom Blaine. Pero él no tenía necesidad de oír el nombre. Contemplaba en aquellos momentos el espaciograma que había tomado de mi pupitre al salir de la clase y que no había tenido hasta entonces oportunidad de leer. Advirtiendo hasta qué punto su contenido me había trastornado, esperaba probablemente poder Usarlo en alguna de sus maquinaciones en contra de mí.
Decía así:

 

«Lamentamos informar a usted la muerte de su hijo, Kol Zeerohs, caído en heroico acto de servicio mientras cumplía sus cometidos en la Patrulla Espacial.
«Alto Comandante
Patrulla del Espacio.»

 

Pero la debilidad era ya demasiado grande. Sólo tuve conciencia de que alguien se encontraba a mi lado y que me prestaba su ayuda. Estaba abrumado y exhausto. Mis rodillas amenazaban con doblarse. Debía tratarse de Oscar.
¡No! ¡Era un ser humano!
—Cada uno de los presentes aquí, en estos momentos —decía la voz de Tom Blaine mientras otro chico me sostenía— es ahora como un hijo suyo, profesor. Se lo digo por si dicha circunstancia puede ayudarle a usted en algo para sobrellevar la pérdida del suyo. Tiene usted que quedarse con nosotros en este colegio, naturalmente. Aunque usted quisiera marcharse de aquí, nosotros nos opondríamos.
Nos sonreímos mutuamente. Mi frágil mano casi resultó aplastada por su fuerte y juvenil apretón. Sí. El maestro que vino de Marte permanecería en la Tierra.