EL
PEQUEÑO TERROR - Will F. Jenkins
NO hubo abrumadores rugidos de
truenos cuando los fundamentos del idealismo psicológico acósmico
se transformaron en realidades en el mundo habitado por Nancy. Su
madre no sintió ni atisbos de malestar y su padre continuó leyendo
el periódico sin inmutarse en lo más mínimo. No se produjo en la
tierra ningún silencio escalofriante al llegar el terrible momento.
Acaso sólo el obispo Berkeley (1685-1753) se hubiera sentido
agradablemente interesado por el acontecimiento. Joe Holt, un
psiquiatra profesional de quien cabía esperar cierto conocimiento
de sucesos como aquél, fue incapaz de intuir nada. Los cielos no se
oscurecieron súbitamente ni tuvieron lugar bramidos subterráneos.
Ni siquiera pudo observarse un oscurecimiento de la luz solar en
medio del cual los pájaros piasen débilmente y el ganado se
espantase. Absolutamente ningún signo anunció la llegada del
momento más alarmante de la historia. Sin embargo...
Nancy se dirigía hacia el portón con su
abuelo. Ella tenía seis años y él sesenta. Se entendían de
maravilla. Nancy iba dando saltos, pues nunca andaba si podía
saltar o, aún mejor, correr. Se acercaba el crepúsculo, pero el sol
todavía arrojaba una luz carmesí que teñía el aire.
El cielo se ensombrecía
perceptiblemente.
Al llegar a la entrada, el abuelo la besó y
ella no se opuso prefiriendo dejarle hacer con la benigna y suave
benevolencia de que hacen gala las pequeñas que se saben
irresistibles.
—Haz desaparecer una moneda, abuelo —le
pidió.
El hombre cogió obedientemente un penique de
su bolsillo y lo colocó entre el dedo pulgar y el medio de su mano
derecha. Después extendió la mano para que Nancy pudiese
inspeccionar la etapa preliminar de la prueba. La pequeña contuvo
el aliento. El abuelo hizo chasquear sus dedos. La moneda
desapareció.
Nancy estaba arrobada.
—¡Hazlo de nuevo!
El abuelo se aprestó a repetir la
prestidigitación y Nancy se acercó mucho. Miraba con toda su
atención centrada en la hazaña. En sus ojos se leía la
fascinación.
De nuevo el penique se tornó
invisible.
—¿Es eso verdadera magia? —preguntó la niña
esperanzada.
Comenzaba a descubrir que no era del caso
contar con las hadas madrinas. No ciegamente, al menos. En momentos
desesperados solían abandonarte a tu suerte. Sin embargo, alentaba
esperanzas.
—Magia auténtica —afirmó el hombre.
—Dime cómo lo haces —suplicó Nancy—. Por
favor.
El abuelo puso sus labios junto al oído de
la pequeña.
—Digo «ugueldibú» —susurró con voz confiada—
y se esfuma. ¿Podrías decir eso?
—Ugueldibú —susurró Nancy.
—Magnífico —exclamó el anciano irguiéndose—.
Ahora di la palabra a esta moneda y observa.
Colocó el penique entre sus dedos como
anteriormente, entre el pulgar y el medio.
Nancy dejó escapar una risita
nerviosa.
—Ugueldibú.
El abuelo hizo chasquear sus dedos y la
moneda desapareció.
El rostro de Nancy estaba rojo de
satisfacción.
—¡Otra vez!
—Bueno, pues otra vez —concedió el hombre,
volviendo a coger el penique.
Era siempre el mismo; pero Nancy no reparó
en tal minucia. Lo puso entre sus dedos, mientras los ojos de la
niña refulgían.
—¡Ugueldibú!
La moneda desapareció. Pero esta vez el
abuelo mostró una expresión ligeramente sorprendida. Era natural ya
que desconocía la frase del obispo Berkeley: «Esse es percipi», y de ella se podían extraer
conclusiones variadas. De todos modos, sonrió a Nancy.
—Y ahora he de marcharme, hija. Buenas
noches.
Nancy le saludó alegremente con la mano
cuando él se volvió hacia ella mientras bajaba por la calle. Al
verle desaparecer, se puso a dar sus acostumbrados saltitos en
dirección a su rincón favorito. Entretanto el abuelo agitaba al
andar la manga de su abrigo como intentando que algo saliera de
ella, cosa que no ocurrió.
Nancy se dispuso a jugar plácidamente sola.
Caminando sobre su muñeca se veía un gusano. Ya daba vueltas por
allí cuando ella, al ver a su abuelo, había dejado de jugar para ir
a su encuentro. Lo miró con gesto poco condescendiente.
—Ugueldibú —dijo muy seria.
El gusano desapareció y Nancy se puso a
jugar con su muñeca. El crepúsculo iba ahondándose. La luz era ya
escasa. Su madre la llamó y la pequeña acudió, brincando con
alegría y llevando consigo a su muñeca. Cenó con gran apetito
mientras sonreía a su padre y a su madre. Sólo se produjo un hecho
alarmante, pero pasó desapercibido. Nancy no quiso beberse toda la
leche. Su madre insistió en que debía hacerlo, mostrándose
firme.
Al sonar el teléfono fue a responder, de
modo que no pudo cuidar de que se cumpliese su orden.
La niña miró confiadamente el vaso de
leche.
—Ugueldibú.
La leche se esfumó.
Tras besar a sus padres con extraordinaria
efusividad, se fue a la cama sintiéndose muy dichosa. No tardó en
dormirse beatíficamente.
En todo el cosmos reinaba la mayor
tranquilidad. Ni el más leve signo denotaba que hubiese ocurrido el
aterrador suceso. Nadie se sintió presa de inconmensurable horror.
Nadie tembló de justificada aprensión. Nadie, a lo que parecía, se
detuvo a pensar en el muy reverendo George Berkeley, prelado de la
Iglesia Anglicana, autor de libros de filosofía, y muerto en
1753.
A la mañana siguiente Nancy despertó con su
habitual alegría bulliciosa. Mientras la vestían cantaba
jubilosamente. Ninguna anormalidad ocurrió hasta el desayuno,
ocasión en que tuvo lugar cierta discrepancia de pareceres, porque
la pequeña no estaba dispuesta a comerse su plato de avena con
leche a pesar de las exigencias de su madre. Pero entonces llamó el
lechero, que venía a cobrar lo que se le adeudaba y la madre tuvo
que ausentarse brevemente para pagarle. Al volver al comedor, el
plato de avena estaba vacío, de modo que dio la enhorabuena a
Nancy, quien sonrió burlonamente.
Era una mañana magnífica. La niña, muy
aseada y vestida con un vestido liviano que le permitía jugar a sus
anchas, se dirigió al rincón cubierto de arena que su padre le
había preparado con el fin de que se entretuviera sin correr
peligro alguno. Cantaba al jugar, porque era una pequeña que
parecía hallarse siempre en el mejor de los mundos. No tardó en
visitarla Charles, el niño que vivía en la casa vecina. Ella le
saludó con el deje de sospecha que las chicas reservan siempre para
los chicos. Su recelo era justificado, pues Charles pisó la casa de
arena que Nancy estaba decorando con palitos y preciadas tapas de
bebidas gaseosas. La pequeña le regañó.
—¡Bah! —exclamó Charles con desdén—. Lo que
haces no tiene gracia. Juguemos a ir a la luna. Luchemos con los
hombres gatos. ¡Rrrrr! ¡Bang! ¡Bang!
Nancy no parecía muy dispuesta a seguir la
indicación.
—Juguemos a las naves espaciales —insistió
Charles.
Se puso a hacer cabriolas.
—¡Juuuuum! ¡Tres a la derecha! ¡Cuatro!
¡Juuuuum! ¡A disparar los cohetes de popa! ¡Eh! ¡Llegan los piratas
del espacio! ¡Activa los desintegradores! ¡Fuego con ellos! ¡Bang!,
¡bang!, ¡bang!
Corría desordenadamente de acá para allá,
haciendo frente a una espléndida nave de guerra espacial cargada de
piratas procedentes del anillo de Saturno, mientras Nancy
continuaba con la decoración de su casa. Colocó algo que quería ser
una mantequera sobre un cubo de arena que para ella representaba un
aparador, probablemente de estilo Sheraton, y luego dispuso otro
montón de arena que haría las veces de un lujoso sofá. Luego aplanó
la superficie de modo que fuera una gran alfombra, sobre la cual
pensaba colocar un reloj.
Entretanto Charles hallaba dificultades. Una
flota de vehículos provenientes de Sirius se le había presentado de
improviso, pues surgía de una cuarta dimensión. Las belicosas naves
corrían hacia él, con sus pistolas desintegradoras listas, de modo
que le fue preciso contraatacar con velocidad ultralumínica,
arrojándoles bombas atómicas y rayos tensores en gran cantidad.
Luego tuvo que responder al desesperado reclamo de auxilio de un
terrícola que viajaba a bordo de un vehículo espacial de línea
regular atacado por piratas cerca del matorral de Hidrangea.
—¡Juuuuum! —chillaba Charles furiosamente—.
¡Allá vamos, nave terrestre, disparando con todas nuestras armas!
¡Rrrrrr! ¡Encaja esto! ¡Y esto! ¡Bang!, ¡bang!, ¡bang! ¡Toma esta
bomba H! ¡Bum!
Y sucedió el desastre: Charles, al acudir
precipitadamente en auxilio de la inerme tripulación terrícola,
redujo a la nada la casa de Nancy. Una sandalia fue a aplastar la
cocina estilo rural, en la que el fregadero, el lavavajillas y el
sitio reservado a desayunar (marcados por no muy seguros grupos de
piedrecitas) ocupaban lugares preponderantes. Nada quedó de ellos.
Fue como si un gigantesco meteoro se hubiese abatido sobre la
estancia. La arena, despedida con fuerza, cayó sobre Nancy.
—¡Bang, bang! —vociferaba Charles en el
colmo de la excitación—. ¡Rrrrrrr! ¡Encajad esto, piratas del
diablo! ¡Llamando a Tierra, llamando a Tierra! ¡La patrulla del
espacio informa haber aniquilado a los piratas! ¡En estos momentos
me dirijo a Plutón!
Nancy temblaba de indignación.
—¡Vete a tu casa! —ordenó con firmeza.
—¿Eh? ¿Qué? —repuso Charles deteniéndose de
golpe—. ¿No comprendes que soy el Capitán Espacio y que he de
luchar contra los piratas extraterrestres y sus secuaces?
—¡Vete a tu casa! —repitió la chiquilla,
inflexible—. Has pisoteado mi casa. Si no te vas inmediatamente,
diré algo y ya verás.
Si le hubiese amenazado con contar el asunto
a su madre, tal vez la conminación resultara efectiva; pero las
palabras no iban a arredrarle así como así.
—¡Juuuuuum! —gritó—. ¡Destino Plutón!
¡Invasores procedentes del espacio exterior! ¡Allá vamos, patrulla
terrestre! ¡Mantened posiciones, que ya acudo con mis misiles a
punto! ¡Ya llegamos! ¡Juuuuum!
Salió de inmediato a defender a los
terrícolas asentados en Plutón. Desafortunadamente, este planeta se
hallaba en medio del camino hacia un rosal de flores amarillas
situado al borde de la extensión de césped. La órbita de Charles
coincidiría otra vez con la construcción de arena.
—Ugueldibú —dijo Nancy en tono
vengativo.
Charles desapareció.
Restaurado el silencio, Nancy se puso a
construir una casa campestre, cantando despreocupadamente mientras
trabajaba. Poco rato después volvió a la cocina real, donde se
encontraba su madre. Le pidió un bizcocho. Como no había comido su
avena con leche, sentía apetito.
—¿Dónde está Charles? —preguntó su madre—.
Me pareció verle jugar contigo en la arena.
Nancy mordió un pedazo del bizcocho.
—Dije ugueldibú y le obligué a marcharse
—repuso con calma.
Su madre sonrió despreocupadamente y siguió
con tareas más importantes, lo cual fue un error, desde luego,
puesto que no había nada más importante. De acuerdo con los
principios establecidos por el obispo Berkeley entre 1685 y 1753,
las cosas existen porque la mente piensa en ellas como elementos
existentes. Nancy estaba adquiriendo la capacidad de pensar
confiadamente en las cosas como elementos que podían existir o
dejar de hacerlo. Tal capacidad no podían adquirirla los adultos.
En virtud de ella —por natural extrapolación del principio de
Berkeley— bastaba pensar que algo no existía para que se esfumara.
Todos los mortales, en un momento u otro, han deseado poseer tal
facultad. Pues bien, Nancy la había adquirido.
Al mediodía, cuando almorzaban, se oyó fuera
la voz de la madre de Charles que le llamaba. Como su hijo no diera
señales de vida, creyó del caso acudir a su vecina. En aquellos
momentos Nancy se aprestaba a comer un pastel de fresas y ya
empuñaba celosamente la cuchara cuando su madre se levantó de la
mesa para atender a la madre del pequeño, que deseaba saber dónde
podría hallarse éste.
—No, no sé nada —oyó que decía su madre—.
Estaba jugando con Nancy, pero se marchó.
Llamó a la chiquilla.
—¿Sabes dónde está Charles, Nancy?
—No, mamá —contestó su hija.
Ya había comenzado a comerse su pastel y
estaba absorta en su tarea.
Siguieron las conversaciones en la puerta de
entrada. A Nancy le habían caído algunos restos del postre sobre la
servilleta que solían anudarle en torno al cuello a la hora de las
comidas y estaba pasando la lengua por ellas cuando su madre
volvió.
—La madre de Charles está inquieta —dijo
frunciendo un poco el ceño—. No es de los niños que salen a
vagabundear por ahí. ¿Estás segura que no viste hacia qué lado se
dirigía?
Nancy se encogió de hombros moviendo la
cabeza.
—¿No se habría ido con alguien? —preguntó
con cierta alarma.
Nancy se llevó a la boca otra gran cucharada
de pastel.
—No —repuso muy tranquila—. Yo dije
ugueldibú y él desapareció.
Su madre no prosiguió indagando pero parecía
desgraciada. Los padres de un pequeño comparten siempre la angustia
de otros padres cuando un niño se pierde. Pero lo que la madre de
Nancy no podía saber era que tenía a su alcance la posibilidad de
obtener sin tardanza una meticulosa descripción del caso que la
preocupaba.
En cuanto terminaron de almorzar, la vistió
para ir con ella al centro de la ciudad. Habría un desfile aquella
tarde y haría el sacrificio de llevarla pues imaginaba que a la
chavala le divertiría presenciarlo. A Nancy le hastiaba el
recorrido de tiendas que con aquel pretexto tendría que soportar;
pero, ya que su madre le dedicaba la tarde, era justo que saliesen
cuanto antes con el fin de que pudiera visitar las tiendas antes y
después del desfile. Es lo que suele llamarse pensar tan sólo en
los hijos.
A Nancy, por lo demás, la perspectiva no le
desagradaba en absoluto. Le encantaba que la vistieran con trajes
vistosos. No dejaba de menearse coquetamente mientras su madre la
ataviaba con uno que llevaba muchos volantes y cintas. Le puso
luego un sombrero que hacía juego y, para completar el conjunto,
abrigo y guantes blancos, que significaban para ella el colmo de la
elegancia. Cantaba al contemplarse en el gran espejo, mientras su
madre ultimaba los detalles previos a la partida.
Seguía cantando cuando, ya en el auto, se
dirigían al centro y no dejó de hacerlo cuando el tráfico se hizo
más denso y las luces de los semáforos interrumpieron brevemente el
itinerario. Se sentía feliz y despreocupada. La gente le dirigía
miradas simpáticas, pensando sin duda en las delicias de los
inocentes y felices años infantiles.
Las tiendas estaban atestadas de público.
Por cuanto se veía, muchas eran las madres que se sacrificaban para
llevar a sus pequeños al desfile y los vendedores hacían lo posible
por no perder la compostura ante los embates de la nutrida
clientela que se agolpaba ante los mostradores. Una mujer gorda
empujó a Nancy, apretándola contra un escaparate. Parecía furiosa.
Alguien protestó y la dama, al volverse para contestar la ofensa,
dio de lleno a Nancy con la parte más protuberante de su anatomía,
que se hallaba precisamente a la altura de ésta. La pequeña fue
lanzada violentamente a un costado.
—¡Ugueldibú! —exclamó con ira.
Al instante, ya no había mujer gorda.
Alguien lanzó un grito ahogado, pero en
general nadie reparó en la desaparición. Inmediatamente, el espacio
ocupado por la robusta hembra se llenó como si ésta nunca hubiese
existido y Nancy fue empujada y apretujada de nuevo. Tuvo que
agarrarse fuertemente a una pierna de su madre para no ser
arrastrada lejos de ella, que en aquellos momentos terminaba de
pagar un bolso.
Completada la operación, cogió con fuerza a
la chiquilla, extrayéndola no sin dificultad del núcleo de la
multitud. El sombrero de Nancy había sufrido por culpa de tantos
apretujones y se sentía muy desgraciada.
—Bueno, cariño —dijo su madre en tono de
disculpa—. Creo que no debí traerte a un lugar tan apiñado de
gente. Iremos a las plantas superiores donde estoy segura que no
habrá tanta.
Se dirigieron al ascensor pero, no más
entrar, una verdadera muchedumbre lo llenó hasta los topes. La
horda de mujeres empujaba, codeaba y se afanaba mientras unos
cuantos niños lloraban a gritos. Ya se sabe que la especie femenina
no es particularmente refinada cuando no hay hombres que la
contemplen. El ascensorista trató de contener la avalancha; pero en
vano.
Nancy fue aplastada sin piedad. Hasta que el
miedo se apoderó de ella.
—¡Ugueldibú! —jadeó.
Sólo cinco personas quedaron en el gran
ascensor. De la masa de gente que trataba de penetrar a él apenas
quedó esa insignificancia: Cinco personas.
La madre de Nancy temblaba. Desde luego, lo
que estaba viendo era alguna visión. Imposible que fuese real. El
ascensorista tartamudeó algo ininteligible cuando un inspector de
ventas le interrogó sobre el particular. No había nada que decir,
salvo que el ascensor estaba, momentos antes, repleto y que ahora
se hallaba casi vacío. No había habido voces ni clamores. Tampoco
la gente se había ido desvaneciendo. Simplemente estaba allí
momentos antes y ahora no. El inspector decidió, evidentemente
desolado, ordenar al ascensorista que se tomase un descanso y
presentar sus excusas a los sobrevivientes que estaban, sin
excepción, muy pálidos. No tardaron en precipitarse fuera de la
tienda, aunque tampoco ellos creían lo que sus ojos habían visto
poco antes. Ni la propia madre de Nancy lo creía.
Pero la pequeña se sentía mucho mejor. Más
confiada también porque ahora sabía que le era posible eliminar a
la gente que la molestaba.
En la cafetería, su madre bebió una taza de
té, tratando de rememorar nerviosamente lo que sabía sobre el
significado psiquiátrico de sufrir una visión en la que las
personas se volatilizaban ante los propios ojos. En cuanto a Nancy,
sin prestar mucha atención al patatús de su madre, se dedicó a
devorar con deleite un helado de vainilla.
Su mamá hubiese preferido volver de
inmediato a casa. Tenía el propósito de consultar con Joe Holt
aquel caso. Era el único psiquiatra que conocía personalmente: él y
su esposa eran muy amigos suyos y de su marido. Tal vez pudiera
mencionar el suceso sin prestarle aparentemente gran importancia.
Pero le había prometido a Nancy llevarla al desfile, de modo que
ambas se dirigieron a presenciarlo.
Comenzó con un despliegue motociclístico a
cargo de la brigada local, despliegue que Nancy acogió con amplios
gestos de sus brazos a modo de entusiasta recibimiento. Su madre
pudo conseguir un lugar en un recodo de la avenida, y así nada le
entorpeció la vista. Siguió una banda de música compuesta por
alumnos de las distintas facultades, a cuyo compás caracoleaba un
grupo de muchachas que hacía sonar pequeños tambores y cuyo sumario
atuendo habría causado la muerte por infarto a sus bisabuelas. A
éstas seguía un cuerpo de cadetes. Luego vinieron los carros.
Nancy quedó prendada por uno que
representaba a un gran cisne. Dentro iban muchas chicas, vestidas
con trajes de lentejuelas, que sonreían estereotipadamente. En el
siguiente venía un grupo de boy scouts instalado en su campamento.
Otro imitaba un barco de guerra y el que lo seguía llevaba a unas
chicas excursionistas.
De pronto se oyó un alarido unánime que
salía de las gargantas de todos los niños congregados a lo largo de
la avenida. Nancy se esforzó por ver mejor pero su madre la tenía
agarrada del brazo mientras pensaba que a ella jamás se le hubiera
ocurrido visitar profesionalmente a Joe Holt; pero, de todas
maneras, era psiquiatra. Había jugado varias veces al golf con
él.
Nancy chilló excitada, de modo que mamá
decidió echar un vistazo a lo que causaba tal griterío. El carro
representaba a un dragón y podía decirse que era el fruto de un
cuidadoso trabajo. El cuerpo de la bestia cubría por completo la
plataforma y las ruedas del camión sobre el cual había sido
montado. Detrás se veía la cola, hecha de tiras de tela y tan larga
como tres veces el cuerpo. Sin embargo era lo que iba delante de
todo lo que causaba tanta algarabía.
La cabeza del dragón, de cinco pies, se veía
al final de un largo cuello circular envuelto en tela y pintado de
rojo. De la frente le salían dos cuernos cortos que habían sido
aserrados con el fin de quitarles las puntas. Los ojos parecían
platos y su expresión general era de torpe amistosidad, a pesar del
humo que salía abundantemente de sus narices. La cabeza se
balanceaba de un lado a otro al cabo del largo pescuezo flexible, y
parecía contemplar a los espectadores situados a ambos lados del
trayecto. La mirada de benigna imbecilidad había sido
admirablemente lograda.
Los niños gritaban y aplaudían al paso del
dragón por la arteria principal de la ciudad. Aquellos a quienes la
bestia parecía dirigir los ojos retrocedían llenos de maravillado
terror y los otros chillaban de embeleso.
Nancy sentía un delicioso escalofrío
mientras saltaba y lanzaba exclamaciones.
Al pasar junto a la pequeña, el dragón
volvió hacia ella su cabeza de tal modo que se hubiese dicho que la
miraba con especial dedicación para brindarle su cordialidad. Nubes
de humo escapaban de su hocico. Se acercó aún más a la pequeña,
como para practicar un examen más atento y admirado de ella.
—¡...Ugueldibú! —exclamó Nancy con nervioso
contento.
Un cubo del que salía espeso humo cayó al
suelo con gran fuerza, desparramando trozos de tela que ardían sin
llama en un radio de cinco yardas. Un hombre voló por los aires,
yendo a quedar a caballo sobre el motor del viejo camión hasta
entonces cubierto por el fabuloso animal. En su rostro se veía una
expresión de azoramiento. Se miraba las manos, que hasta momentos
antes habían estado dirigiendo los movimientos del cuello y la
cabeza del dragón gracias a dos cuerdas. Ahora no había nada en
ellas. Otros cuatro hombres, vestidos sólo con calzoncillos, que
iban dentro del animal, miraban incrédulamente al público al
advertir que ya nada los ocultaba.
La inmensa humareda que se elevaba del
centro de la avenida movió a ciertas personas a llamar a los
bomberos, quienes no tardaron en acudir.
En la cabeza de la madre de Nancy reinaba el
más completo caos mientras luchaba por abrirse paso hasta donde
había dejado aparcado el automóvil. Aunque su expresión era de
pavor, se las arregló para introducir a Nancy en el auto y
colocarse ante el volante. Pero, una vez conseguidos ambos
objetivos, se preguntó seriamente si estaba realmente en
condiciones de conducir. Al final se dijo que sí: ya se sabe que
nadie verdaderamente loco sospecha estarlo. La premisa de su
razonamiento era dudosa; pero le bastó para poner en marcha su
coche.
Llegaron algo tarde a casa. Su marido
comenzaba a preocuparse, temiendo que algo les hubiese sucedido. Ya
le había sido comunicada la noticia de la desaparición de Charles,
el chico del vecino, y de la frenética e infructuosa búsqueda
llevada a cabo por vecinos y policía.
Al ver a Nancy y a su madre suspiró con
alivio; pero esta última tenía la expresión alterada.
—Haz que Joe Holt venga cuanto antes.
Hablaba con voz tensa. Tanto, que se hubiese
dicho que se disponía a lanzar gritos.
—Es psiquiatra y yo necesito ver a uno sin
tardanza. ¡La de cosas que han tenido lugar hoy! Charles ha
desaparecido; un ascensor repleto de gente se vació súbitamente
ante mis propios ojos, y un dragón se esfumó mientras lo estaba
contemplando. ¡Sucesos tales no pueden acaecer! Creo que me estoy
volviendo loca. Acaso Joe Holt pueda ayudarme. A ver si puedes
hablar con él. ¡Date prisa!
Se dejó caer en una silla, completamente
abrumada. Pensaba en Nancy. Ya veía su hogar deshecho, ella demente
y él divorciado y vuelto a casar con una que odiaría a su pequeña,
la cual a su vez vería pender sobre su cabeza la inminencia de su
propia locura. Su marido no la inquietaba mucho, lo cual era quizá
significativo.
El padre de Nancy sabía cuándo no era del
caso razonar. Por otra parte, también él estaba asustado, de modo
que echó mano al teléfono cuanto antes y habló con tan desesperada
urgencia, que a los cinco minutos Joe Holt, aquel joven psiquiatra
de incipiente fama, ya estaba al volante de su automóvil e
instantes después —sólo vivía a cinco manzanas de allí— examinaba
ansiosamente a la madre de Nancy. Ni siquiera llevaba corbata y
estaba calzado con pantuflas de estar por casa.
—¿Qué demonios...? —comenzó por preguntar,
de modo muy poco profesional, por cierto.
Nadie prestó atención a la niña. Su mamá
comenzó a exponer su inverosímil historia. Por su tono era fácil
advertir que se encontraba completamente trastornada. De pronto
recordó a la señora gorda y contó lo de su desaparición casi con
chillidos.
Entonces Nancy le dijo, para
tranquilizarla:
—Pero eso fue clarísimo, mamá. Yo dije
ugueldibú. Por eso desapareció.
Mamá no le prestó la menor atención y su
padre se dispuso a llevársela fuera de la habitación. Pero la
pequeña se aferró a su madre y ésta también la apretó
convulsivamente contra sí, de modo que el hombre se quedó sin saber
qué actitud adoptar.
—¡No te la lleves! —exclamó ella
desesperadamente—. ¡Aún no! ¡Espera!... ¡Y cinco minutos después,
casi todos los ocupantes del ascensor se esfumaron ante mis propios
ojos!
Rompió a llorar. Su esposo, sin saber qué
hacer, se pasaba las manos por los cabellos.
—Pero, madre —dijo Nancy con acento
consolador—, nos estaban ahogando. Por eso dije ugueldibú. Lo mismo
sucedió con Charles: no dejaba de fastidiarme, de modo que tuve que
decirle ugueldibú para que se fuese.
Esta vez se sobresaltaron un poco. Su madre
la miró. El angustiado rostro se tranquilizó un poco.
—¿Tú lo hiciste, amor mío? —preguntó con voz
serena e interesada. Luego se volvió a Joe Holt—. ¿Has oído, Joe?
Escúchala. Los acontecimientos han confundido también a la pequeña.
No te preocupes por mí. Examina a Nancy. Haz algo por ella.
Joe dejó escapar un pequeño suspiro de
preocupación profesional mitigada. Todo aquel jaleo era
completamente absurdo; pero él bien sabía que a veces las mujeres
son capaces de lo que sea por sus hijos... hasta sanar, si
necesario fuera. De modo que se dirigió a la chavala con tono
jovial.
¿De modo que eres capaz de hacer que las
cosas se esfumen? Eso sí que es interesante, guapa. Cuéntanos cómo
lo consigues.
Nancy le miró radiante. Le gustaba la gente,
en general, porque la encontraban irresistible. Explicó al doctor
Holt como su abuelo le había enseñado su truco de magia. Bastaba
decir ugueldibú para que las cosas desaparecieran.
—Se lo dije a la moneda —terminó diciendo
alegremente— y luego a un gusano que se hallaba sobre mi muñeca.
Después lo repetí para que se marchara la leche anoche y la sopa de
avena esta mañana, y Charles, y la señora gorda, y la gente del
ascensor y el dragón. Es fácil —concedió generosamente—. ¿Quieres
que te enseñe a hacerlo?
Su madre lanzó una exclamación ahogada pero
suficiente para que Joe Holt se enterara de que no pensaba ya en sí
misma, sino en su hija. Las cosas no iban mal, entonces: en la
práctica, no hay neurótico que se preocupe sinceramente por algo
ajeno a su exclusiva persona. Joe seguía sin entender una palabra,
pero empezaba a albergar esperanzas.
—¡Pues claro, hija! —exclamó con regocijo—.
Haz desaparecer... veamos, este vaso de flores. ¿Qué te
parece?
—Oye, que ése es el mejor de mis floreros
—dijo la madre involuntariamente. Pero en seguida concedió con
calma el permiso—. Sí, cariño, haz que se vaya.
Así Nancy, alegre, radiante y de seis años
de edad, contempló el valioso florero casi auténtico, de estilo
Ming.
—Ugueldibú —dijo.
Y, naturalmente, el florero se esfumó de
golpe.
Eran las dos de la mañana cuando el abuelo
de Nancy tuvo que tirarse de la cama para responder al timbre de la
puerta. Llovía a cántaros. Su hijo y Joe Holt se precipitaron en la
casa para hablarle, nerviosísimos, del problema. Por sus rostros
corría copiosamente el agua. El anciano los miró.
—Tienes que venir a casa, papá. ¡Nancy ha
recibido de ti una idea psicológica acósmica y ha de ser tratada de
inmediato!
Joe Holt le corrigió.
—No una idea. Una capacidad. Una capacidad
psicocinética.
El abuelo se inquietó.
—¿Está enferma Nancy? ¿Y vosotros ahí tan
frescos, hablando? ¡Vamos allá!
Rápidamente echó mano a un impermeable antes
de salir disparado de la casa. Por el camino se iba poniendo el
abrigo sobre el pijama. La lluvia parecía haber redoblado y los
relámpagos iluminaban casas y calle con gran fuerza. Se metieron en
el auto de Joe y de inmediato éste arrancó a gran velocidad.
—¿Es grave? —preguntaba el abuelo—. ¿Cuándo
se declaró la enfermedad?
—Cuando mira algo diciendo ugueldibú —dijo
entrecortadamente su hijo—, la maldita cosa se hace humo. Ahora
está en cama, pero ha de ser sometida a tratamiento. ¡Piensa en lo
que podría hacer!
El abuelo no pudo contenerse.
—¿Ugueldibú? ¿Y qué hay de malo en decir
ugueldibú? Yo pronuncio a menudo esa palabra porque me gusta. Se la
enseñé a Nancy.
—Precisamente —apuntó Joe Holt tragando
saliva y dándose la vuelta para gesticular—. Usted le dijo que una
moneda puede desaparecer si se la mira mientras se dice ugueldibú y
ella le ha creído a pies juntillas. Se trata de un caso de...
inmaterialismo idealista. ¡Fantástico!
Echó mano rápidamente al volante del auto,
que se dirigía hacia un poste de teléfonos reluciente por el
agua.
—Lo dijo el obispo Berkeley —afirmó
ansiosamente el padre de Nancy—. Joe me ha mostrado el libro donde
éste afirma que la materia no puede existir sin una mente que la
piense. La conciencia ha de percibir algo para que ese algo exista.
Es un tema que se discute desde hace muchísimos años. Se han
ocupado de él Locke, Hume, Kant, Hegel y todos los demás.
El coche se hundió en un pozo del pavimento
que el agua tornaba invisible al reflejar las luces de la calle.
Dos finas olas se desprendieron de cada costado del vehículo,
parecidas a luminosas alas de algún pájaro fantástico.
—Esse es percipi
—dijo Joe Holt con voz ahogada—. Si una cosa no es percibida por
una mente en alguna parte, no «es». Cuando sabemos que algo «es»,
permitimos que en los hechos siga siéndolo. En cambio Nancy actúa
de otro modo. Cuando ella dice ugueldibú ante algún objeto o
persona, piensa firmemente que la cosa dejará de «ser»; de modo que
deja de «ser», simplemente. Nadie en el mundo, gracias a Dios, es
capaz de lograr semejante hazaña. ¡Sólo Nancy!
Sentado en el asiento trasero del automóvil,
el abuelo de la niña escrutaba a los dos nerviosos individuos que
iban delante. El cuello de su pijama sobresalía del impermeable que
se había echado encima precipitadamente poco antes. Su pelo blanco
estaba mojado y en desorden.
—¡Y me decís que Nancy está enferma!
—rugió—. Sois unos chillados.
Ambos hombres intentaron explicarle los
hechos en detalle. En general, lo que afirmaban era simplemente
ridículo; pero le impartieron instrucciones sobre lo que debía
hacer.
De pronto Joe Holt torció a un costado para
enfilar su auto por el sendero que llevaba a la casa de los padres
de la pequeña. En aquel preciso momento, la lluvia cesó. Los dos
hombres jóvenes se precipitaron fuera del coche, corriendo hacia la
casa. El abuelo se tomó su tiempo. Al penetrar en el vestíbulo se
dirigió a su nuera.
—¿Está dormida?
—Sí, pobrecilla —repuso la madre de Nancy
con voz cálida y emocionada.
Abrazó al anciano.
—¡Abuelo! Me alegro tanto que...
El salón parecía un descampado. El piano no
estaba; del florero Ming casi auténtico, ni hablar. El cuadro que
colgaba sobre la chimenea tampoco se veía. Faltaban además dos
sillas y una alfombrilla.
—Es que estuvimos experimentando —explicó
Joe Holt con verdadera desesperación en la voz—. Hizo desaparecer
el florero y no podíamos creerlo; de modo que dijo ugueldibú al
piano, al cuadro... Parecía divertirse muchísimo contemplando los
objetos y diciendo ugueldibú. En cierto momento miró hacia
mí...
Se estremeció visiblemente.
El abuelo no podía creer todo aquello, a
pesar de las vehementes afirmaciones de su nuera, su hijo y el
psiquiatra, que pretendían convencerle. Las voces fueron subiendo
de tono.
Hasta que, proveniente de una puerta, se
escuchó una risilla divertida. Allí estaba Nancy, sonriendo
amistosamente a su abuelo. Llevaba su pijama favorito: el azul
cubierto por siluetas del ratón Mickey.
Sus ojos estaban cargados aún de sueño, pero
reflejaban su gozo al ver al viejo.
—¡Hola! —le dijo con acento afectuoso y
alegre—. Al oír tu voz he despertado. ¿Sabes que puedo hacer lo
mismo que tú? Si quieres, puedo hacerte una demostración.
El abuelo estaba en un aprieto,
evidentemente. Le asaltaban las dudas. Su nuera estaba muy pálida y
su hijo permanecía silencioso. Joe Holt se retorcía las
manos.
—No, pequeña, espera un poco —atajó el
abuelo nerviosamente—. O, mejor dicho, haz la prueba con algún
objeto pequeño. Eso es, Nancy, algo de poco valor.
Recordó que su impermeable estaba mojado, de
modo que se lo quitó sin tardanza, tras lo cual cogió a la pequeña
en sus brazos. El vigoroso viejo y la radiante niña de seis años,
vestidos ambos con pijamas, formaban una simpática imagen.
—Bueno, bueno —dijo el hombre, rebosante de
cariño.
—¿Qué... qué... tal —balbució Joe Holt— si
haces desaparecer el impermeable del abuelo, Nancy?
La niña rió quedamente. Con voz suave y
feliz, pronunció las terribles sílabas. Al instante, la prenda ya
no estaba allí. El abuelo tuvo que tomar asiento y Nancy quedó
sentada sobre sus rodillas.
—¿Tienes frío? —preguntó la pequeña—. Estás
temblando.
El hombre tragó saliva sonoramente.
—Bueno, a decir verdad, sí tengo frío —dijo
con infinito cuidado—. No debí haberme quitado el impermeable. Lo
necesitaría otra vez. ¿Crees que podrías hacer que volviera?
—Pero no sé cómo —afirmó
cariñosamente.
—Pues diciendo ugueldibú pero al revés. De
tal manera desharás lo que hiciste. Ugueldibú pronunciado al revés
se dice...
—Budiguelú —se apresuró a señalar su hijo—.
Ugueldibú al revés se dice budiguelú. ¡Budiguelú!
Nancy consideró el asunto durante unos
instantes, abrazada a su abuelo.
—Dilo tú —le pidió.
—Es que no daría resultado si fuese yo quien
lo dijera —exclamó con fingida despreocupación—. Fíjate:
¡Budiguelú! Eres tú quien tiene que pronunciar la palabra. Y
ahora... Pero aguarda un poco, Nancy. Cuando lo digas, no te
limites a pensar en mi impermeable, sino en todo aquello que
hiciste desaparecer antes con la expresión que yo te enseñé. Que
vuelvan las cosas y las personas que has evaporado antes. De
inmediato se presentarán aquí. ¿Verdad que será estupendo?
—No —dijo Nancy—, Charles me harta.
Joe Holt gimió.
—No, cariñito —terció su madre con voz
suave—. Cuando vuelva ya no te molestará más. Di budo... budiguelú,
mi amor, como una buena niñita, para dar gusto a mamá. Di la
palabra para que vuelvan todas las cosas que hiciste desaparecer
con la otra palabra.
La pequeña pareció reflexionar sobre el
asunto. Su madre le acariciaba la mano. Al fin, sin entusiasmo, sin
nervio, como con resignación, dejó escapar la palabra.
—Budiguelú...
El florero casi Ming retornó y con él la
gabardina del abuelo, el piano, la alfombra y las dos sillas. De
fuera llegaba el súbito llanto de un niño asustado.
—¡Buaaaaa!
Era Charles, que de pronto aparecía en medio
de la penumbra y rodeado de plantas mojadas por la lluvia. Cada vez
gemía con más fuerza. En casa de Nancy no se tardó nada en escuchar
un frenético abrir y cerrar de puertas, seguido de exclamaciones de
alegría.
La madre de Nancy cerró los ojos. Imaginaba
otras voces: las de una mujer gorda que se encontraba de pronto en
la sección de bolsos de señora del gran almacén cuyas puertas
estarían bien cerradas; las de un grupo de personas dentro de un
ascensor que sin duda habría sido detenido toda la noche en el
sótano. Sí. El sereno del establecimiento estaría pasando la media
hora más apasionante de su vida.
No menor sorpresa se habría llevado el
policía al encontrarse de pronto con un gran dragón en medio de la
calle. Y los infatigables detectives lanzados a la búsqueda de un
niño pequeño que en aquellos mismos momentos estarían insistiendo
firmemente que no había estado en ninguna parte. Porque en verdad
así era.
Hasta el gusano que se encontraba
recorriendo el cuerpo de la muñeca de Nancy cuando ésta había dicho
la palabra fatal tendría su buena faena para encontrar un lugar
adecuado que le protegiera de la lluvia, puesto que se trataba de
un gusano diurno, que no solía salir por las noches.
El abuelo habló con gran cuidado y tratando
de resultar lo más persuasivo posible.
—He olvidado decirte, Nancy —dijo con
fingida astucia— que ahora qué has pronunciado la palabra al revés,
ya no surtirá efecto alguno cuando la digas a derechas. Ésa es
precisamente la razón por la cual yo no puedo ya hacer desaparecer
las cosas. De todos modos a ti no te importa exclamar ugueldibú y
hacer que personas y objetos se esfumen, ¿verdad que no?
—¿Ya no desaparecerán más? —preguntó la
pequeña desilusionada—. ¿A ver? ¡Ugueldibú!
Papá, mamá y Joe Holt saltaron un pie del
suelo.
Pero nada sucedió y los cuatro adultos
tomaron asiento lanzando suspiros de alivio. Se sentían débiles y
permanecieron inmóviles un buen rato. Nancy se abrazó a su abuelo y
también suspiró. Poco después estaba dormida en sus brazos.
No se escuchó el rugir del trueno ni se
vieron relámpagos en los cielos cuando el más terrorífico instante
de la historia pasó. Tampoco se registraron terremotos. Pero ahora
que todo quedaba atrás, un breve aunque intenso destello recorrió
el cielo, seguido por el retumbante redoble de un trueno. La lluvia
comenzó a caer nuevamente con fuerza.