EL ROBOT «AL-76» SE EXTRAVÍA - Isaac Asimov

 

EL «AL-76» fue construido para desempeñar un cometido concreto, pero se perdió. ¡No obstante, conocía su trabajo y vaya si lo demostró!

 

 

 

Los ojos de Jonathan Quell se fruncían detrás de sus gafas sin aro y su expresión mostraba desasosiego al abrir la puerta con un letrero que decía: «Director General».
Puso sobre el escritorio un papel doblado y descargó luego sobre él el peso de su mano.
—Mire esto, jefe —jadeó.
Sam Tobe hizo correr su puro de una esquina a la otra de la boca mientras contemplaba lo que se sometía a su examen. Con una mano se rascó la barbilla sin afeitar, y luego la pasó a lo largo de la mandíbula.
—¡Por mil demonios! —estalló al fin—. ¿De qué están hablando?
—Dicen que hemos enviado al espacio cinco robots tipo «AL» —explico Quell, aunque la frase era innecesaria.
—Fueron seis —corrigió Tobe.
—Oh, si; seguro. Fueron seis. Lo malo es que sólo llegaron cinco a destino y al hacerlo comunicaron sus números de serie. El «AL» no llegó. Se ha perdido.
La silla de Tobe corrió hacia atrás, el hombre se incorporó pesadamente y se dirigió hacia la puerta. A las cinco horas de haber trasladado la planta de las salas de asamblea a las cámaras de vacío y de someter a cada uno de los doscientos empleados a los molinos de tercer grado, un sudoroso y desgreñado Tobe radiaba un mensaje dé emergencia a la planta central de Schenectady, donde de inmediato se desencadenó una súbita explosión de pánico.
Por primera vez en la historia de la Sociedad de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos un robot escapaba. Lo grave no giraba en torno a minucias jurídicas (la ley prohibía la existencia de cualquier robot en la tierra sin licencia especial). Las leyes siempre pueden burlarse. Lo alarmante se encerraba en la afirmación de uno de los matemáticos experimentales.
En su informe se leía: «Este robot ha sido concebido para operar con destino en la luna. Su cerebro positrónico fue pensado para el medio ambiente lunar y sólo para él. Aquí en tierra recibirá setenta y cinco umptyliones, para los cuales no está preparado. Resulta imposible prever sus reacciones. ¡Imposible!». Al terminar de escribir, el matemático se pasó por la frente una mano que los nervios humedecían.
No había transcurrido una hora cuando un estratoplano despegaba con rumbo a la planta de Virginia. Las instrucciones que llevaba eran simples.
«Es preciso localizar a ese robot cuanto antes.»

 

 

 

El «AL-76» estaba perplejo. De hecho, la perplejidad era la única impresión retenida por su delicado cerebro positrónico. Su confusión comenzó al encontrarse en aquellos extraños parajes. Cómo había llegado allí, ya no lo sabía. Todo estaba mezclado.
El suelo era verde y los tallos pardos que se elevaban en su torno contenían más verde en sus extremos. El cielo, que debiera ser negro, era azul. El sol parecía normal: redondo, amarillo y caliente. Entretanto, ¿dónde se hallaban las rocas calizas y la piedra pómez? ¿Y dónde los anillos inmensos de los cráteres en montañas acantiladas?
Lo único que se veía era el césped verde y el cielo azul. En cuanto a sonidos, los que le llegaban eran muy extraños.
Había atravesado un arroyo cuya agua corría a nivel de su cintura. Agua transparente, fresca, que empapaba. Un poco más allá vio gente y, al pasar cerca de ella, observó que no vestían los trajes espaciales que eran de rigor. Al verle todos salieron disparados, gritando mientras corrían.
Un hombre llegó a apuntarle con un arma. El proyectil no le había dado por poco. Lo sintió silbar muy cerca. Luego el individuo se dio a la carrera como los demás.
No tenía idea del tiempo que llevaba deambulando cuando dio con la cabaña de Randolph Payne, situada en pleno bosque, a dos millas de la ciudad de Hannaford. El propio Payne estaba sentado sobre un asiento bajo en medio de la senda que llevaba a la casa, con un destornillador en una mano y su pipa en la otra. Entre sus rodillas apretaba lo que en otro tiempo había sido un aspirador de polvo.
Canturreaba, pues era hombre alegre y despreocupado, en especial cuando se encontraba en casa. Tenía otra, mucho más amplia y respetable, en Hannaford; pero allí reinaba su esposa, hecho que deploraba aunque nada dijese. Sentía pues alivio y libertad cuando podía retirarse libremente a su «casilla de perro especial de lujo», donde nadie le importunaba mientras fumaba plácidamente una pipa y se dedicaba a su hobby, que era el de reparar electrodomésticos y demás utensilios de uso familiar.
El caso era que su afición era algo más que un hobby, puesto que no era raro que alguien le llevase un aparato de radio o un despertador y él cobraba por hurgar en las entrañas de aquellos chismes y ponerlos de nuevo en funcionamiento. El dinero resultante era el único que no pasaba por entre los codiciosos dedos de su mujer.
El aspirador en que trabajaba, por ejemplo, le iba a dejar al menos seis pavos.
Pensando en ello cantó con especial entusiasmo. Pero al levantar los ojos la canción se quebró en sus labios y un sudor frío le cubrió todo el cuerpo. Sus ojos pugnaban por salírsele de las órbitas. El sudor se hizo más abundante. Quiso ponerse de pie —maniobra previa a toda escapada— pero sus piernas se negaron a cooperar.
Entretanto, «AL-76» había tomado asiento a su lado.
—Oiga ¿por qué todos salen corriendo en cuanto me ven?
Payne podía imaginar perfectamente la razón y la habría expuesto al visitante si su garganta hubiera podido articular algo parecido a una palabra. Se limitó a separarse una pulgada del robot.
«AL-76» continuó hablando en tono doliente.
—Uno de ellos llegó a dispararme con su arma. Si el tiro hubiera pasado apenas algo más a la izquierda, habría arañado mis planchas pectorales.
—T... t... tiene que... que haber s... sss... sido un cretino —tartamudeó Payne.
—Es posible —dijo el robot asumiendo un tono más confidencial—. Pero, dígame, ¿qué pasa? ¿Por qué todo parece ir de cabeza?
Payne dirigió rápidos vistazos en su torno. Lo que más le sorprendía de momento era que el robot se expresaba en un tono notablemente suave, teniendo en cuenta su brutal y pesada apariencia metálica. Luego recordó haber oído decir que los robots eran mentalmente incapaces de causar daño a los seres humanos. Se tranquilizó un poco.
—No sucede nada.
—¿No? —inquirió «AL-76» mirándole con ojos acusadores—. Pues yo creo que a todos os sucede algo. ¿Dónde están vuestros trajes espaciales?
—No tengo traje espacial.
—Entonces, ¿cómo no está usted muerto?
Payne permaneció mudo un momento.
—Bueno... no sé...
—¿No lo ve? —exclamó el robot triunfalmente—. Todo está mal. ¿Dónde está el señor Copérnico? ¿Y dónde la Estación Lunar 17? ¿Y mi disinto? Quiero ponerme al trabajo. Eso es lo que quiero.
Parecía preocupado. Al continuar con sus recriminaciones, su voz era trémula.
—He ido de acá para allá tratando de encontrar a alguien que me dijera dónde está mi disinto, pero al verme todos salen a escape. A estas horas me encuentro probablemente lejos de cumplir mi misión de acuerdo con lo previsto, de modo que el Ejecutivo Sectorial no estará precisamente conforme. Bonita situación.
Poco a poco Payne empezaba a poner en orden sus ideas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—Mi-número de serie, querrá usted decir. «AL-76.»
—Pues le llamaré «Al». Ahora escúcheme, «Al»: si busca la Estación Lunar 17, se supone que la misma se encuentra en la luna, ¿no lo cree así?
«AL-76» asintió gravemente con la cabeza.
—Claro. Pero no he hecho más que buscarla y...
—Pero esto no es la luna, ¿sabe?
Ahora fue al robot a quien le tocó intrigarse y confundirse. Durante un momento contempló a Payne tratando de comprender.
—¿Qué quiere usted decir con que esto no es la luna? —preguntó, hablando cuidadosamente—. Claro que es la luna. Si así no fuera, ¿dónde estamos? ¿Eh? Contésteme.
Payne dejó escapar una exclamación y respiró hondo moviendo su índice ante el robot.
—Mire usted...
Pero de pronto le vino a la cabeza la idea del siglo.
—Oh —dijo.
«AL-76» le miró con expresión severa.
—Ésa no es una respuesta a lo que he venido preguntando desde el principio. Presumo tener derecho a que se me responda con cortesía cuando interrogo con cortesía.
Payne no le escuchaba porque seguía considerando hasta qué punto era un hombre listo. Vaya, si para él la cosa estaba clara como la luz del día. El robot había sido construido para explorar la luna y de alguna manera andaba suelto por la tierra. Era pues natural que no entendiera nada: su cerebro positrónico contenía una programación adecuada al medio ambiente lunar, lo cual hacía que el contorno terrestre le resultase ininteligible.
Si pudiese retener al robot hasta ponerse en contacto con los de la factoría de Petersboro... Diablos, los robots costaban un dineral. Creía recordar que el más barato no bajaba de los cincuenta mil. Y los habría sin duda que superaban el millón. La recompensa por su captura, en caso de fuga, tenía que situarse en consecuencia.
No podía pensar en otra cosa. ¡La recompensa! Y cada centavo sería para él. A Mirandy no le dejaría ver uno solo, no, señor.
Se puso de pie.
«Al» —le dijo—. Tú y yo somos dos buenos amigos. Más aún, verdaderos camaradas. Puedo decir que para mí eres como un hermano. Venga, choca esos cinco:
La mano tendida por el robot engulló la del hombre al estrecharla. No entendía bien, sin embargo, lo que estaba sucediendo, de modo que creyó del caso seguir con las preguntas.
—¿Quieres decir con eso que me dirás cómo hacer para llegar a la Estación Lunar 17?
—Bueno... no exactamente. En realidad, me eres tan simpático que lo que quisiera es que permanecieras aquí en mi casa por un tiempo.
—Ah, no. Eso es imposible. No puedo, porque he de trabajar. —Su voz era sombría—. ¿Cómo podría dejar de cumplir con mi cuota de labor hora tras hora y minuto tras minuto? Quiero trabajar. Debo hacerlo.
Con cierta amargura Payne pensó que sobre gustos no hay nada escrito.
—Pues bien —dijo—, entonces te explicaré algo que entenderás de inmediato, porque en tus ojos se ve que eres una persona inteligente. He recibido órdenes de tu Ejecutivo Sectorial, por las cuales se me instruye para que te retenga aquí hasta nuevo aviso. Hasta que te vengan a buscar.
—¿Y con qué objeto me tienes que retener? —preguntó el robot con voz recelosa.
—Eso no lo sé. Supongo que se tratará de materia reservada.
Interiormente, Payne elevó al cielo una súplica para que «Al» se tragase aquello. Algunos robots, ya se sabe, muestran diabólica astucia; pero éste parecía de modelo antiguo.
Mientras él rezaba, el robot parecía meditar. El cerebro de los de su especie, programado para ser dirigido por un disinto en la luna, no se luce particularmente cuando se embarca en pensamientos de tipo abstracto. Por otra parte, desde que se había perdido, «AL-76» notaba que sus procesos mentales tomaban extraños rumbos. Aquel ambiente le era desconocido e imprevisible. No era extraño que le alterara el pensar.
Su siguiente observación fue casi sagaz.
—¿Sabes cómo se llama mi Ejecutivo Sectorial?
Payne fue cogido de improviso. Trató de responder algo plausible.
—Amigo «Al» —dijo con un dejo de tristeza en su voz—. Tus sospechas hieren mi susceptibilidad. Sabes que no puedo responder a tu pregunta. Los árboles tienen oídos.
«AL-76» contempló meticulosamente el árbol más cercano.
—No —afirmó—. No los tienen.
—Hombre, claro que no. Lo que quería decir es que esto hierve de espías.
—¿Espías?
—Sí. Ya sabes: hombres malos que están empeñados en destruir la Estación Lunar 17.
—¿Por qué?
—Porque son malos. También quieren destruirte a ti. Tal es probablemente la causa por la que se me ha pedido que te retenga conmigo hasta que ellos vengan.
—Pero... pero necesito tener un disinto. No puedo dejar mi cuota incumplida.
—Lo tendrás, lo tendrás —le prometió Payne enfáticamente, mientras con el mismo énfasis maldecía por dentro el empeño del robot en trabajar—. Mañana mismo te enviarán uno. Mañana sin falta.
Eso le daba sobrado tiempo para ponerse al habla con los hombres de la factoría y juntar un hermoso montón verde de billetes de cien.
Pero «AL-76» no cejaba. Por el contrario, parecía mostrarse cada vez más empecinado, como si el mundo extraño en que se veía sumido endureciera su mecanismo pensante.
—No —dijo—. Necesito un disinto ahora. Se irguió hasta quedar muy tieso. —Será mejor que lo siga buscando.
Payne se puso de inmediato a su lado cogiéndole un codo helado y duro.
—Oye —chilló—. Tendrás que quedarte...
De pronto, algo en el cerebro del robot cobró vida. Todas las rarezas que le rodeaban se reunieron en un solo glóbulo que, al romperse, iluminó su entendimiento, el cual pasó a funcionar con creciente eficiencia.
—Te diré algo: se podría hacer un disinto aquí mismo. De tal manera podría trabajar.
Payne pensó sobre el punto.
—No creo que pueda construir uno —repuso en tono de duda.
Se preguntaba si serviría de algo fingir que estaba en condiciones de armar un disinto.
—Pues bien —prosiguió «AL-76», que casi podía sentir las rutas positrónicas de su cerebro al formar el nuevo circuito y experimentaba un extraño regocijo—. Yo puedo construirlo.
Contempló la perrera de lujo de Payne.
—Por aquí has de tener todos los materiales que me son precisos.
Randolph Payne pasó revista a toda la basura que llenaba su cabaña: radios destripadas, una nevera desprovista de su parte superior, motores de automóvil oxidados, un tubo de escape partido por la mitad, rollos de alambre de espino y la más heterogénea colección de piezas de metal que hubiese podido despreciar el trapero más benevolente.
—¿Te parece? —murmuró.

 

 

 

Dos horas más tarde, dos sucesos tuvieron lugar casi al mismo tiempo. El primero fue un golpe de visífono recibido por Sam Tobe, jefe de la Delegación en Petersboro de la Sociedad de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. Provenía de cierto Randolph Payne, que llamaba desde Hannaford, para hablar con Tobe sobre el robot perdido. El ejecutivo interrumpió la comunicación para ordenar que todas las llamadas subsiguientes se canalizaran a través del sexto vicepresidente auxiliar encargado de los ojales.
La decisión no era completamente insensata. En el correr de la semana anterior, durante la cual el robot «AL-76» siguió sin aparecer, los avisos de que había sido visto en todos los puntos imaginables de los Estados Unidos habían llovido incesantemente. Era frecuente que llegasen catorce llamadas en un día y cada una de ellas emanara de un estado diferente.
Tobe estaba ya harto de aquello, por no decir medio chalado. Se hablaba ya de una investigación del Congreso, a pesar de que todos los robotistas respetables e innumerables físico-matemáticos de todo el globo aseguraban terminantemente que el robot no podía causar daño alguno.
Dado el estado mental en que el director general se encontraba, no puede extrañar que le llevara tres horas caer en la cuenta que aquel Randolph Payne sabía que el robot tenía por disinto concreto la Estación Lunar 17. ¿Cómo podía saberlo? Y, ¿cómo acertó al decir que el número de serie del robot era «AL-76»? Ninguno de ambos pormenores había sido ventilado en las comunicaciones hechas públicas por la Sociedad de Robots y Hombres Mecánicos.
Aquellos interrogantes lo tuvieron ocupado un minuto y medio, transcurrido el cual se lanzó resueltamente a la acción.
Sin embargo, en las tres horas que transcurrieron entre la llamada visifónica de Payne y la entrada en acción de Tobe, tuvo lugar el otro suceso. Randolph Payne, sospechando acertadamente que el abrupto corte de la comunicación era debido al escepticismo del director general, retornó a su cabaña con una cámara fotográfica. No era probable que discutieran a la vista de una foto. De todos modos, sólo verían eso, a menos que acudieran a su debido tiempo con el maletín cargado de billetes. Sobre el punto, Payne se mostraría inflexible.
«AL-76», entretanto, estaba ocupado con sus propios problemas. La mitad de la choza se veía atestada de cachivaches En el centro de ellos, rodeado por trastos diversos, el robot examinaba válvulas de radio, trozos de hierro, alambres de cobre y cosas de esa índole. No presto atención a Payne quien, echado sobre una montaña de cacharros, se aprestaba a fotografiarle.
Fue en aquel preciso momento cuando Lemuel Oliver Cooper dejo el camino y, entrando por la senda, se llegó hasta la cabaña. Al ver el espectáculo pareció transformarse en estatua de sal. La razón que le llevaba allí tenía que ver con un tostador eléctrico que había desarrollado la estúpida costumbre de despedir las rebanadas de pan con gran fuerza pero sin darse el trabajo de tostarlas previamente. La razón que le impulsó a salir de allí corriendo era, naturalmente, muy distinta. Había llegado con paso lento, moderadamente jovial, muy propio de la primavera temprana que corría- Se marchó a una velocidad que hubiese llevado a cualquier entrenador de carreras a levantar las cejas y esbozar un gesto de aprobación.
Sin que disminuyera en ningún momento su brío Cooper penetró en la oficina del comisario Saunders. Por el camino quedaban su sombrero y el tostador. Se recostó en un muro, pero su cuerpo se fue deslizando contra él hasta quedar en el suelo.
Manos solícitas lo levantaron y durante medio minuto trató infructuosamente de hablar. Era lógico: pretendía hacerlo sin respirar antes, lo cual es muy difícil.
Le sirvieron un poco de whisky y alguien le abanicó. Sus primeras palabras no fueron claras.
—...monstruo... siete pies de altura... toda la cabaña repleta... el pobre Rannie Payne...
En la comisaría se fueron enterando de la historia muy gradualmente. Al fin supieron que en la choza había un gran monstruo de metal de siete pies de alto (aunque acaso llegara a los ocho o incluso a los nueve) y que el pobre Randolph Payne yacía por los suelos: no era más que «un cadáver descuartizado y sangrante». El monstruo se entretenía en desolar la cabaña tan sólo por hacer daño. Había vuelto su mirada hacia Lemuel Oliver Cooper, pero éste se las había apañado para escapar, salvando su vida por un pelo.
El comisario Saunders se ajustó el cinturón que recorría su carnosa cintura.
—Se trata de ese hombre-máquina que escapó de la factoría de Petersboro. Nos llegó la advertencia el sábado pasado. Eh, tú, Jake, recluta a todos los hombres del condado que sepan tirar. Que estén aquí a mediodía. Y oye: ante todo te pasas por la casa de la viuda y le espetas la mala noticia del modo más amable posible.
Se dice que Mirandy Payne, al ser puesta en antecedentes, se apresuró a constatar que la póliza de seguro de su «ex» marido estaba en regla y a lamentar enérgicamente que su esposo no hubiese previsto una prima de, lo menos, el doble para caso de accidente. Luego tomó la actitud que se espera de una viuda respetable, llorando la pérdida como Dios manda.

 

 

 

Un poco más tarde Randolph Payne, desconociendo la horrible muerte por mutilación que se le atribuía, contemplo los negativos de las instantáneas tomadas al robot. Su rostro reflejaba satisfacción. En tanto que una serie de retratos de un robot en un acto de trabajo, no dejaban nada a la imaginación. Podrían haber llevado leyendas como «Robot contemplando meditativamente el tubo de un aspirador», «Robot empalmando dos cables», «Robot empuñando un destornillador», «Robot destrozando nevera con gran violencia», etc.
Como ahora apenas quedaba el rutinario trabajo de ponerse a la ampliadora para hacer los positivos, Payne decidió tomarse un descanso y fumarse un pitillo mientras sostenía una amable charla con «Al».
Al hacerlo estaba lejos de imaginar que los bosques vecinos comenzaban a poblarse de nerviosos y resueltos granjeros con sus armas listas. Éstas iban desde una reliquia colonial con forma de mosquete hasta una metralleta portátil que portaba el comisario. Tampoco imaginaba Payne que en aquellos momentos, media docena de robotistas acaudillados por Sam Tobe corrían por la autopista de Petersboro a más de ciento veinte millas por hora con el fin de tener el gusto y el honor de estrecharle la mano.
De modo que mientras los acontecimientos se acercaban al momento culminante, Randolph Payne suspiraba beatíficamente, pleno de autosatisfacción, y encendía su pipa tras rascar el fósforo contra la zona del pantalón que le cubría el trasero. Dando rápidas bocanadas, miraba a «AL-76» con expresión divertida.
Ya había podido advertir que el robot era algo más que chiflado. Como hombre avezado en el arte de construir aparatos diversos (algunos de los cuales no hubiesen podido exponerse a la luz del día sin herir los ojos de los observadores) no podía menos que mirar paternalmente la perfecta idiotez que armaba en aquellos momentos el robot. Payne nunca habría concebido algo que se pareciera a la monstruosidad que «AL-76» estaba construyendo.
Tan sólo a un Rube Goldberg moderno le hubiese causado envidia; sólo habría tenido efecto sobre Picasso, quien sin duda hubiera resuelto abandonar la pintura al constatar que alguien podía superarle. El cacharro era capaz de cortar la leche de las vacas situadas a media milla.
De hecho se trataba de una atrocidad.
La base estaba constituida por una pieza de acero oxidada y maciza que recordaba vagamente algo que Payne había visto cierta vez acoplado a un tractor de segunda mano. De allí se levantaba un conjunto de piezas torcidas e inclinadas hacia todos lados, que un mar de alambres y cables sostenían precariamente. Enredados entre ellos se veían ruedas, tubos, válvulas e innumerables espantajos que terminaban en una especie de megáfono de aspecto francamente siniestro.
Payne sintió deseos de acomodar algo en la zona del megáfono pero se contuvo. Había visto aparatos mucho más vistosos explotar súbitamente y con violencia.
—¡Eh, «Al»! —dijo.
El robot le miró desde el piso, pues estaba tirado en el suelo tratando de deslizar una delgada planchuela de metal en su lugar.
—¿Qué quieres, Payne?
—¿Puede saberse qué haces?
Su voz tenía el dejo que se emplea para hablar de algún absurdo. Miraba especialmente algo que se balanceaba entre dos palos de diez pies.
—Es un disinto. Lo estoy armando con el fin de poder comenzar el trabajo que me corresponde. Trato de mejorar el modelo, creando un prototipo perfeccionado.
Se incorporó, sacudiéndose el polvo, acto que provocó un pequeño estruendo metálico. Tomando distancia, contempló su obra con aire satisfecho.
Payne sintió que le recorría un escalofrío. ¡Un prototipo perfeccionado! Ahora comprendía por qué los sabios escondían los originales en las cuevas de la luna. ¡Pobre satélite! ¡Pobre satélite muerto! Siempre había querido saber si podía haber algo peor que la muerte. Ahora sabia que sí.
—¿Crees que funcionará?
—Oh, claro.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Tiene que funcionar, puesto que yo mismo lo he armado. Sólo necesito una cosa. ¿Tienes una linterna?
—Sí, ha de haber alguna por aquí. Buscó brevemente y a poco pudo alcanzarle lo que pedía.
El robot la desarmó y puso de inmediato manos a la obra para dar a su aparato el toque final. A los cinco minutos había terminado. Se apartó un poco.
—Todo en orden. Ya puedo trabajar. Si quieres, te permito que mires.
El anfitrión consideró la generosidad de la oferta.
—¿No es peligroso?
—En absoluto. Un bebé podría manejarlo.
—¡Oh!
Sonrió tontamente, dirigiéndose hacia el árbol más espeso de la vecindad. Se parapetó tras él.
—Ya puedes comenzar —gritó—. Tengo la mayor confianza en ti.
El robot tendió la mano hacia su engendro infernal.
—Pues observa.
Comenzó a trabajar.

 

 

 

Los aguerridos granjeros de Hannaford County, Virginia, fueron acercándose a la cabaña de Payne desplegando una estrategia circular, lenta pero firme. La sangre de sus heroicos antepasados corría rauda por las venas de cada uno de ellos; pero relampagueantes escalofríos corrían asimismo por sus espinazos. Avanzaban cubriéndose a cada paso por los árboles.
El comisario Saunders impartió sus órdenes.
—Haced fuego cuando yo dé la señal. Apuntad a sus ojos.
Jacob Linker, «Lank Jake» para sus íntimos, y comisionado del comisario en casos como el presente, se acercó a su jefe.
—Tal vez ese hombre-máquina ya no esté aquí, sino Por el bosque.
—Tal vez —repuso el comisario—. Pero no lo creo. Nos habríamos encontrado con él.
La opinión de su superior apagó el brillo de la esperanza en los ojos de «Lank Jake»
—Sin embargo —insistió—, todo está muy tranquilo por aquí y ya nos encontramos muy cerca de la cabaña de Payne.
La observación era innecesaria, desde luego, y apenas sirvió para aumentar la aprensión de Saunders, que tenía tal nudo en la garganta que le fue preciso tragar tres veces antes de sentir algún alivio.
—Vuelve atrás —ordenó—. Y mantén el dedo sobre el gatillo.
Estaban ya en los bordes del claro dentro del cual se levantaba la cabaña. El comisario, bien protegido por un tronco grueso, asomó un ojo casi cerrado para apreciar el escenario de la acción. No viendo nada, repitió la operación con los ojos abiertos.
Los resultados fueron, naturalmente, mejores que los obtenidos anteriormente.
Para ser exactos, vio un gigantesco hombre-máquina con la espalda vuelta hacia él e inclinado sobre un aparato de aspecto sobrecogedor de incierto origen y aún más incierta utilidad. En cambio no pudo percibir la temblorosa figura de Randolph Payne que se abrazaba a un árbol situado no muy lejos, en dirección noroeste.
Saunders se arriesgó a salir al claro. Llevaba la metralleta pronta para disparar. El robot, que seguía con la espalda vuelta hacia él (espalda hecha de una amplia plancha metálica), exclamó dirigiéndose a Payne:
—¡Mira!
Y cuando el comisario abría la boca para impartir la orden general de fuego, los dedos de acero inoxidable oprimieron un botón.

 

 

 

Es difícil describir con cierta exactitud lo que entonces sucedió porque los setenta testigos oculares no pudieron hablar. Para ser más precisos, ninguno de los setenta quedó en condiciones de describir lo acaecido después que Saunders abriera la boca para ordenar que se hiciera fuego. Al preguntárseles sobre el punto, todos los rostros lugareños se teñían de un delicado tinte verdoso. Preferían callar.
Parece claro, sin embargo, que de un modo general es posible dar una idea de los hechos.
El comisario abrió la boca; «AL-76» oprimió el botón; el disinto se puso en marcha y setenta y cinco árboles, dos chozas, tres vacas y la mayor parte de la montaña Duckbill quedaron sumidos en una atmósfera rarificada.
La boca de Saunders permaneció abierta por un período indefinido de tiempo; pero nada parecido a una orden o lo que fuera, salió de ella. Y entonces...
Entonces el aire se pobló de agitación. Un gran ruido parecido al redoblar de tambores reinó en el lugar y una serie de líneas color púrpura irradió de la cabaña de Randolph Payne. De los miembros de la improvisada patrulla policial no se veían rastros.
Varias armas se hubieran podido ver tiradas por los alrededores, entre ellas la metralleta portátil del comisario, arma patentada y niquelada, de fuego superrápido y provista de garantía contra un eventual atascamiento del disparador. También había por allí cincuenta sombreros, unos cuantos cigarros fumados a medias y objetos diversos de valor variable que dejaran caer sus dueños en medio de la agitación. Pero de seres humanos reales, casi nada.
Con excepción de «Lank Jake», ninguno de dichos seres recuperaría ya la lucidez. Si a «Jake» no le sucedió lo que a todos, fue porque su vuelo resultó interceptado por la media docena de hombres provenientes de la factoría de Petersboro, que se dirigían hacia la cabaña de Payne a toda velocidad. Le tocó al propio Sam Tobe entrar en contacto con «Lank Jake». Mejor dicho, éste fue a dar contra la boca de su estómago. Al recuperar el aliento, el robotista preguntó:
—¿Dónde se halla la cabaña de Randolph Payne?
Los ojos de «Lank Jake» perdieron fugazmente su vidriosidad.
—Hermano —respondió—. Guíate por mi consejo y sigue en la dirección que yo traía antes de chocar contigo.
Y, dicho esto, siguió flotando milagrosamente. Tobe pudo ver algo que se desvanecía a lo lejos mientras esquivaba árboles a la deriva. Acaso fuera él; pero no estaba en condiciones de asegurarlo.

 

 

 

Hasta aquí lo sucedido a la patrulla. Nos faltaba hablar de Randolph Payne, cuyas reacciones tomaron un giro en cierto modo propio.
Para él, la medida del tiempo transcurrido desde que el robot apretara el botón haciendo desaparecer la montaña de Duckbill era imprecisa. Su mente quedó súbitamente en blanco. En cierto momento estaba atisbando el trabajo del robot, refugiado tras el tronco de un árbol. Al siguiente flotaba por los aires a la altura de las ramas más altas de los árboles que aún seguían en el lugar. El impulso que colocara a los de la patrulla horizontalmente, a él le imprimió la dirección vertical.
—¿Cómo cubrió los ciento cincuenta pies que había entre la raíz y la copa del árbol? ¿Trepando, saltando o volando? No lo sabía ni le importaba.
Lo único que le preocupaba era la idea de que aquella destrucción resultaba obra de un robot temporalmente en posesión suya y que quizá se le considerara responsable. La dulce visión de los billetes recompensatorios se desvaneció para ser reemplazada por el espectáculo pesadillesco de un turba de hostiles ciudadanos ansiosos de lincharle, de montañas de papeles legales, de acusaciones de asesinato. Por no hablar de lo que diría Mirandy, su mujer.
Se puso a gritar desaforadamente.
—¡Eh, tú, robot! ¡Todo esto ha sido obra tuya, ya lo sabes! ¡Buena la has hecho! Pero yo no tengo nada que ver, ¿me oyes? Ni siquiera te conozco, ¿sabes? No irás a decir que somos amigos, ¿verdad? ¡Olvídalo!
No era que esperara ser atendido en sus peticiones. Sus alaridos sólo obedecían a una mera acción refleja. Ignoraba algo fundamental: que un robot siempre obedecía órdenes de los seres humanos, excepto cuando al hacerlo así ponía en peligro la vida de otros seres humanos.
De modo que «AL-76», metódicamente y con toda calma, procedió a destruir el disinto, transformándolo en trozos y retazos.
Precisamente cuando aplastaba bajo uno de sus pies la última pulgada cúbica de material llegó al lugar Sam Tobe y su gente. Randolph Payne, comprendiendo que los verdaderos dueños del robot eran aquellos sujetos, cayó de cabeza. De tal modo penetró en el reino de lo desconocido no con los pies para adelante, sino hacia abajo.
Había renunciado para siempre a la recompensa.

 

 

 

Austin Wilde, ingeniero de robots, se volvió hacia Sam Tobe.
—¿Conseguiste saber algo de lo sucedido? ¿Dijo algo el robot?
Tobe negó enfáticamente con la cabeza, dejando escapar un hondo gruñido.
—Nada. Nada en absoluto. Ha olvidado cuanto le ocurrió desde el momento en que abandonara la factoría. Es indudable que se le han impartido órdenes de olvidar o, al menos, que se le han formulado vehementes peticiones en tal sentido. Si así no hubiera sido, su mente no estaría en blanco, que es lo que sucede. ¿Has examinado los materiales que estaba empleando?
—Sí. Trozos de hierro, alambres, cables. Nada importante en sí; pero tuvo que ser un disinto antes de que él lo destruyera. Me gustaría tener en las manos al imbécil que le ordenó destruirlo. Le torturaría hasta matarle. Mira esto.
Recorrían en aquellos momentos la zona donde en un tiempo se irguiera el monte Duckbill. Se detuvieron precisamente en el lugar en que se hallaba otrora la cúspide. Ahora sólo era terreno plano. Inclinándose, Wilde puso la palma de la mano sobre él. La montaña había sido arrancada limpiamente o, mejor dicho, cortada a ras del suelo, sin que importara que hubiesen zonas de roca y otras de tierra.
—Sí que era bueno el disinto —dijo—. Mira lo que ha quedado de la montaña.
—¿Por qué lo habrá construido?
Wilde se encogió de hombros.
—Vete a saberlo. Algún factor que encontró en el medio ambiente y cuya identidad nunca podremos conocer, actuó sin duda sobre su cerebro positrónico de tipo lunar, llevándole a armar un disinto sirviéndose de materiales de desecho. Hay tan sólo una posibilidad en un millón de dar con el factor determinante. Sería una gran casualidad. ¡Y no podemos saberlo por el robot porque se le ha ordenado olvidar! Desengáñate: nunca daremos con ese prototipo perfeccionado de disinto.
—Bueno, al fin y al cabo hemos logrado lo que más importaba, que era dar con el paradero del robot.
—Oye, deja de decir idioteces, ¿quieres? —exclamó Wilde con evidente cólera—. ¿Sabes algo del comportamiento de un disinto en la luna? Consumen energía como condenados y no se mueven hasta que no pones a su disposición un potencial de un millón de voltios por lo menos. En cambio este disinto que fabricó el robot trabaja de otro modo. He examinado cuidadosamente todo el material hallado en el lugar. Hasta con ayuda de un microscopio electrónico. ¿Sabes cuál fue la única fuente de energía que pude hallar entre todo ese mar de piezas en desuso y de trozos inservibles?
—¿Cuál?
—¡Esto! ¡Nada más que esto! ¡Y nunca sabremos cómo lo usó!
Diciendo tales palabras, Wilde extendió la mano, enseñando a Tobe lo que había permitido al disinto hacer volar por los aires a una montaña en medio segundo. Eran dos pilas de linterna.