EL
ROBOT «AL-76» SE EXTRAVÍA - Isaac Asimov
EL
«AL-76» fue construido para desempeñar un cometido concreto, pero
se perdió. ¡No obstante, conocía su trabajo y vaya si lo
demostró!
Los ojos de Jonathan Quell se fruncían
detrás de sus gafas sin aro y su expresión mostraba desasosiego al
abrir la puerta con un letrero que decía: «Director General».
Puso sobre el escritorio un papel doblado y
descargó luego sobre él el peso de su mano.
—Mire esto, jefe —jadeó.
Sam Tobe hizo correr su puro de una esquina
a la otra de la boca mientras contemplaba lo que se sometía a su
examen. Con una mano se rascó la barbilla sin afeitar, y luego la
pasó a lo largo de la mandíbula.
—¡Por mil demonios! —estalló al fin—. ¿De
qué están hablando?
—Dicen que hemos enviado al espacio cinco
robots tipo «AL» —explico Quell, aunque la frase era
innecesaria.
—Fueron seis —corrigió Tobe.
—Oh, si; seguro. Fueron seis. Lo malo es que
sólo llegaron cinco a destino y al hacerlo comunicaron sus números
de serie. El «AL» no llegó. Se ha perdido.
La silla de Tobe corrió hacia atrás, el
hombre se incorporó pesadamente y se dirigió hacia la puerta. A las
cinco horas de haber trasladado la planta de las salas de asamblea
a las cámaras de vacío y de someter a cada uno de los doscientos
empleados a los molinos de tercer grado, un sudoroso y desgreñado
Tobe radiaba un mensaje dé emergencia a la planta central de
Schenectady, donde de inmediato se
desencadenó una súbita explosión de pánico.
Por primera vez en la historia de la
Sociedad de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos un
robot escapaba. Lo grave no giraba en torno a minucias jurídicas
(la ley prohibía la existencia de cualquier robot en la tierra sin
licencia especial). Las leyes siempre pueden burlarse. Lo alarmante
se encerraba en la afirmación de uno de los matemáticos
experimentales.
En su informe se leía: «Este robot ha sido
concebido para operar con destino en la luna. Su cerebro
positrónico fue pensado para el medio ambiente lunar y sólo para él. Aquí en tierra recibirá setenta y
cinco umptyliones, para los cuales no está preparado. Resulta
imposible prever sus reacciones. ¡Imposible!». Al terminar de
escribir, el matemático se pasó por la frente una mano que los
nervios humedecían.
No había transcurrido una hora cuando un
estratoplano despegaba con rumbo a la planta de Virginia. Las
instrucciones que llevaba eran simples.
«Es preciso localizar a ese robot cuanto
antes.»
El «AL-76» estaba perplejo. De hecho, la
perplejidad era la única impresión retenida por su delicado cerebro
positrónico. Su confusión comenzó al encontrarse en aquellos
extraños parajes. Cómo había llegado allí, ya no lo sabía. Todo
estaba mezclado.
El suelo era verde y los tallos pardos que
se elevaban en su torno contenían más verde en sus extremos. El
cielo, que debiera ser negro, era azul. El sol parecía normal:
redondo, amarillo y caliente. Entretanto, ¿dónde se hallaban las
rocas calizas y la piedra pómez? ¿Y dónde los anillos inmensos de
los cráteres en montañas acantiladas?
Lo único que se veía era el césped verde y
el cielo azul. En cuanto a sonidos, los que le llegaban eran muy
extraños.
Había atravesado un arroyo cuya agua corría
a nivel de su cintura. Agua transparente, fresca, que empapaba. Un
poco más allá vio gente y, al pasar cerca de ella, observó que no
vestían los trajes espaciales que eran de rigor. Al verle todos
salieron disparados, gritando mientras corrían.
Un hombre llegó a apuntarle con un arma. El
proyectil no le había dado por poco. Lo sintió silbar muy cerca.
Luego el individuo se dio a la carrera como los demás.
No tenía idea del tiempo que llevaba
deambulando cuando dio con la cabaña de Randolph Payne, situada en
pleno bosque, a dos millas de la ciudad de Hannaford. El propio
Payne estaba sentado sobre un asiento bajo en medio de la senda que
llevaba a la casa, con un destornillador en una mano y su pipa en
la otra. Entre sus rodillas apretaba lo que en otro tiempo había
sido un aspirador de polvo.
Canturreaba, pues era hombre alegre y
despreocupado, en especial cuando se encontraba en casa. Tenía
otra, mucho más amplia y respetable, en Hannaford; pero allí
reinaba su esposa, hecho que deploraba aunque nada dijese. Sentía
pues alivio y libertad cuando podía retirarse libremente a su
«casilla de perro especial de lujo», donde nadie le importunaba
mientras fumaba plácidamente una pipa y se dedicaba a su hobby, que era el de reparar electrodomésticos y
demás utensilios de uso familiar.
El caso era que su afición era algo más que
un hobby, puesto que no era raro que
alguien le llevase un aparato de radio o un despertador y él
cobraba por hurgar en las entrañas de aquellos chismes y ponerlos
de nuevo en funcionamiento. El dinero resultante era el único que
no pasaba por entre los codiciosos dedos de su mujer.
El aspirador en que trabajaba, por ejemplo,
le iba a dejar al menos seis pavos.
Pensando en ello cantó con especial
entusiasmo. Pero al levantar los ojos la canción se quebró en sus
labios y un sudor frío le cubrió todo el cuerpo. Sus ojos pugnaban
por salírsele de las órbitas. El sudor se hizo más abundante. Quiso
ponerse de pie —maniobra previa a toda escapada— pero sus piernas
se negaron a cooperar.
Entretanto, «AL-76» había tomado asiento a
su lado.
—Oiga ¿por qué todos salen corriendo en
cuanto me ven?
Payne podía imaginar perfectamente la razón
y la habría expuesto al visitante si su garganta hubiera podido
articular algo parecido a una palabra. Se limitó a separarse una
pulgada del robot.
«AL-76» continuó hablando en tono
doliente.
—Uno de ellos llegó a dispararme con su
arma. Si el tiro hubiera pasado apenas algo más a la izquierda,
habría arañado mis planchas pectorales.
—T... t... tiene que... que haber s...
sss... sido un cretino —tartamudeó Payne.
—Es posible —dijo el robot asumiendo un tono
más confidencial—. Pero, dígame, ¿qué pasa? ¿Por qué todo parece ir
de cabeza?
Payne dirigió rápidos vistazos en su torno.
Lo que más le sorprendía de momento era que el robot se expresaba
en un tono notablemente suave, teniendo en cuenta su brutal y
pesada apariencia metálica. Luego recordó haber oído decir que los
robots eran mentalmente incapaces de causar daño a los seres
humanos. Se tranquilizó un poco.
—No sucede nada.
—¿No? —inquirió «AL-76» mirándole con ojos
acusadores—. Pues yo creo que a todos os sucede algo. ¿Dónde están
vuestros trajes espaciales?
—No tengo traje espacial.
—Entonces, ¿cómo no está usted muerto?
Payne permaneció mudo un momento.
—Bueno... no sé...
—¿No lo ve? —exclamó el robot
triunfalmente—. Todo está mal. ¿Dónde está el señor Copérnico? ¿Y
dónde la Estación Lunar 17? ¿Y mi disinto? Quiero ponerme al
trabajo. Eso es lo que quiero.
Parecía preocupado. Al continuar con sus
recriminaciones, su voz era trémula.
—He ido de acá para allá tratando de
encontrar a alguien que me dijera dónde está mi disinto, pero al
verme todos salen a escape. A estas horas me encuentro
probablemente lejos de cumplir mi misión de acuerdo con lo
previsto, de modo que el Ejecutivo Sectorial no estará precisamente
conforme. Bonita situación.
Poco a poco Payne empezaba a poner en orden
sus ideas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—Mi-número de serie, querrá usted decir.
«AL-76.»
—Pues le llamaré «Al». Ahora escúcheme,
«Al»: si busca la Estación Lunar 17, se supone que la misma se
encuentra en la luna, ¿no lo cree así?
«AL-76» asintió gravemente con la
cabeza.
—Claro. Pero no he hecho más que buscarla
y...
—Pero esto no es la luna, ¿sabe?
Ahora fue al robot a quien le tocó
intrigarse y confundirse. Durante un momento contempló a Payne
tratando de comprender.
—¿Qué quiere usted decir con que esto no es
la luna? —preguntó, hablando cuidadosamente—. Claro que es la luna.
Si así no fuera, ¿dónde estamos? ¿Eh? Contésteme.
Payne dejó escapar una exclamación y respiró
hondo moviendo su índice ante el robot.
—Mire usted...
Pero de pronto le vino a la cabeza la idea
del siglo.
—Oh —dijo.
«AL-76» le miró con expresión severa.
—Ésa no es una respuesta a lo que he venido
preguntando desde el principio. Presumo tener derecho a que se me
responda con cortesía cuando interrogo con cortesía.
Payne no le escuchaba porque seguía
considerando hasta qué punto era un hombre listo. Vaya, si para él
la cosa estaba clara como la luz del día. El robot había sido
construido para explorar la luna y de alguna manera andaba suelto
por la tierra. Era pues natural que no entendiera nada: su cerebro
positrónico contenía una programación adecuada al medio ambiente
lunar, lo cual hacía que el contorno terrestre le resultase
ininteligible.
Si pudiese retener al robot hasta ponerse en
contacto con los de la factoría de Petersboro... Diablos, los
robots costaban un dineral. Creía recordar que el más barato no
bajaba de los cincuenta mil. Y los habría sin duda que superaban el
millón. La recompensa por su captura, en caso de fuga, tenía que
situarse en consecuencia.
No podía pensar en otra cosa. ¡La
recompensa! Y cada centavo sería para él. A Mirandy no le dejaría
ver uno solo, no, señor.
Se puso de pie.
«Al» —le dijo—. Tú y yo somos dos buenos
amigos. Más aún, verdaderos camaradas. Puedo decir que para mí eres
como un hermano. Venga, choca esos cinco:
La mano tendida por el robot engulló la del
hombre al estrecharla. No entendía bien, sin embargo, lo que estaba
sucediendo, de modo que creyó del caso seguir con las
preguntas.
—¿Quieres decir con eso que me dirás cómo
hacer para llegar a la Estación Lunar 17?
—Bueno... no exactamente. En realidad, me
eres tan simpático que lo que quisiera es que permanecieras aquí en
mi casa por un tiempo.
—Ah, no. Eso es imposible. No puedo, porque
he de trabajar. —Su voz era sombría—. ¿Cómo podría dejar de cumplir
con mi cuota de labor hora tras hora y minuto tras minuto? Quiero
trabajar. Debo hacerlo.
Con cierta amargura Payne pensó que sobre
gustos no hay nada escrito.
—Pues bien —dijo—, entonces te explicaré
algo que entenderás de inmediato, porque en tus ojos se ve que eres
una persona inteligente. He recibido órdenes de tu Ejecutivo
Sectorial, por las cuales se me instruye para que te retenga aquí
hasta nuevo aviso. Hasta que te vengan a buscar.
—¿Y con qué objeto me tienes que retener?
—preguntó el robot con voz recelosa.
—Eso no lo sé. Supongo que se tratará de
materia reservada.
Interiormente, Payne elevó al cielo una
súplica para que «Al» se tragase aquello. Algunos robots, ya se
sabe, muestran diabólica astucia; pero éste parecía de modelo
antiguo.
Mientras él rezaba, el robot parecía
meditar. El cerebro de los de su especie, programado para ser
dirigido por un disinto en la luna, no se luce particularmente
cuando se embarca en pensamientos de tipo abstracto. Por otra
parte, desde que se había perdido, «AL-76» notaba que sus procesos
mentales tomaban extraños rumbos. Aquel ambiente le era desconocido
e imprevisible. No era extraño que le alterara el pensar.
Su siguiente observación fue casi
sagaz.
—¿Sabes cómo se llama mi Ejecutivo
Sectorial?
Payne fue cogido de improviso. Trató de
responder algo plausible.
—Amigo «Al» —dijo con un dejo de tristeza en
su voz—. Tus sospechas hieren mi susceptibilidad. Sabes que no
puedo responder a tu pregunta. Los árboles tienen oídos.
«AL-76» contempló meticulosamente el árbol
más cercano.
—No —afirmó—. No los tienen.
—Hombre, claro que no. Lo que quería decir
es que esto hierve de espías.
—¿Espías?
—Sí. Ya sabes: hombres malos que están
empeñados en destruir la Estación Lunar 17.
—¿Por qué?
—Porque son malos. También quieren
destruirte a ti. Tal es probablemente la causa por la que se me ha
pedido que te retenga conmigo hasta que ellos vengan.
—Pero... pero necesito tener un disinto. No
puedo dejar mi cuota incumplida.
—Lo tendrás, lo tendrás —le prometió Payne
enfáticamente, mientras con el mismo énfasis maldecía por dentro el
empeño del robot en trabajar—. Mañana mismo te enviarán uno. Mañana
sin falta.
Eso le daba sobrado tiempo para ponerse al
habla con los hombres de la factoría y juntar un hermoso montón
verde de billetes de cien.
Pero «AL-76» no cejaba. Por el contrario,
parecía mostrarse cada vez más empecinado, como si el mundo extraño
en que se veía sumido endureciera su mecanismo pensante.
—No —dijo—. Necesito un disinto ahora. Se
irguió hasta quedar muy tieso. —Será mejor que lo siga
buscando.
Payne se puso de inmediato a su lado
cogiéndole un codo helado y duro.
—Oye —chilló—. Tendrás que quedarte...
De pronto, algo en el cerebro del robot
cobró vida. Todas las rarezas que le rodeaban se reunieron en un
solo glóbulo que, al romperse, iluminó su entendimiento, el cual
pasó a funcionar con creciente eficiencia.
—Te diré algo: se podría hacer un disinto
aquí mismo. De tal manera podría trabajar.
Payne pensó sobre el punto.
—No creo que pueda construir uno —repuso en
tono de duda.
Se preguntaba si serviría de algo fingir que
estaba en condiciones de armar un disinto.
—Pues bien —prosiguió «AL-76», que casi
podía sentir las rutas positrónicas de su cerebro al formar el
nuevo circuito y experimentaba un extraño regocijo—. Yo puedo
construirlo.
Contempló la perrera de lujo de Payne.
—Por aquí has de tener todos los materiales
que me son precisos.
Randolph Payne pasó revista a toda la basura
que llenaba su cabaña: radios destripadas, una nevera desprovista
de su parte superior, motores de automóvil oxidados, un tubo de
escape partido por la mitad, rollos de alambre de espino y la más
heterogénea colección de piezas de metal que hubiese podido
despreciar el trapero más benevolente.
—¿Te parece? —murmuró.
Dos horas más tarde, dos sucesos tuvieron
lugar casi al mismo tiempo. El primero fue un golpe de visífono
recibido por Sam Tobe, jefe de la Delegación en Petersboro de la
Sociedad de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos.
Provenía de cierto Randolph Payne, que llamaba desde Hannaford,
para hablar con Tobe sobre el robot perdido. El ejecutivo
interrumpió la comunicación para ordenar que todas las llamadas
subsiguientes se canalizaran a través del sexto vicepresidente
auxiliar encargado de los ojales.
La decisión no era completamente insensata.
En el correr de la semana anterior, durante la cual el robot
«AL-76» siguió sin aparecer, los avisos de que había sido visto en
todos los puntos imaginables de los Estados Unidos habían llovido
incesantemente. Era frecuente que llegasen catorce llamadas en un
día y cada una de ellas emanara de un estado diferente.
Tobe estaba ya harto de aquello, por no
decir medio chalado. Se hablaba ya de una investigación del
Congreso, a pesar de que todos los robotistas respetables e
innumerables físico-matemáticos de todo el globo aseguraban
terminantemente que el robot no podía causar daño alguno.
Dado el estado mental en que el director
general se encontraba, no puede extrañar que le llevara tres horas
caer en la cuenta que aquel Randolph Payne sabía que el robot tenía
por disinto concreto la Estación Lunar 17. ¿Cómo podía saberlo? Y,
¿cómo acertó al decir que el número de serie del robot era «AL-76»?
Ninguno de ambos pormenores había sido ventilado en las
comunicaciones hechas públicas por la Sociedad de Robots y Hombres
Mecánicos.
Aquellos interrogantes lo tuvieron ocupado
un minuto y medio, transcurrido el cual se lanzó resueltamente a la
acción.
Sin embargo, en las tres horas que
transcurrieron entre la llamada visifónica de Payne y la entrada en
acción de Tobe, tuvo lugar el otro suceso. Randolph Payne,
sospechando acertadamente que el abrupto corte de la comunicación
era debido al escepticismo del director general, retornó a su
cabaña con una cámara fotográfica. No era probable que discutieran
a la vista de una foto. De todos modos, sólo verían eso, a menos
que acudieran a su debido tiempo con el maletín cargado de
billetes. Sobre el punto, Payne se mostraría inflexible.
«AL-76», entretanto, estaba ocupado con sus
propios problemas. La mitad de la choza se veía atestada de
cachivaches En el centro de ellos, rodeado por trastos diversos, el
robot examinaba válvulas de radio, trozos de hierro, alambres de
cobre y cosas de esa índole. No presto atención a Payne quien,
echado sobre una montaña de cacharros, se aprestaba a
fotografiarle.
Fue en aquel preciso momento cuando Lemuel
Oliver Cooper dejo el camino y, entrando por la senda, se llegó
hasta la cabaña. Al ver el espectáculo pareció transformarse en
estatua de sal. La razón que le llevaba allí tenía que ver con un
tostador eléctrico que había desarrollado la estúpida costumbre de
despedir las rebanadas de pan con gran fuerza pero sin darse el
trabajo de tostarlas previamente. La razón que le impulsó a salir
de allí corriendo era, naturalmente, muy distinta. Había llegado
con paso lento, moderadamente jovial, muy propio de la primavera
temprana que corría- Se marchó a una velocidad que hubiese llevado
a cualquier entrenador de carreras a levantar las cejas y esbozar
un gesto de aprobación.
Sin que disminuyera en ningún momento su
brío Cooper penetró en la oficina del comisario Saunders. Por el
camino quedaban su sombrero y el tostador. Se recostó en un muro,
pero su cuerpo se fue deslizando contra él hasta quedar en el
suelo.
Manos solícitas lo levantaron y durante
medio minuto trató infructuosamente de hablar. Era lógico:
pretendía hacerlo sin respirar antes, lo cual es muy difícil.
Le sirvieron un poco de whisky y alguien le
abanicó. Sus primeras palabras no fueron claras.
—...monstruo... siete pies de altura... toda
la cabaña repleta... el pobre Rannie Payne...
En la comisaría se fueron enterando de la
historia muy gradualmente. Al fin supieron que en la choza había un
gran monstruo de metal de siete pies de alto (aunque acaso llegara
a los ocho o incluso a los nueve) y que el pobre Randolph Payne
yacía por los suelos: no era más que «un cadáver descuartizado y
sangrante». El monstruo se entretenía en desolar la cabaña tan sólo
por hacer daño. Había vuelto su mirada hacia Lemuel Oliver Cooper,
pero éste se las había apañado para escapar, salvando su vida por
un pelo.
El comisario Saunders se ajustó el cinturón
que recorría su carnosa cintura.
—Se trata de ese hombre-máquina que escapó
de la factoría de Petersboro. Nos llegó la advertencia el sábado
pasado. Eh, tú, Jake, recluta a todos los hombres del condado que
sepan tirar. Que estén aquí a mediodía. Y oye: ante todo te pasas
por la casa de la viuda y le espetas la mala noticia del modo más
amable posible.
Se dice que Mirandy Payne, al ser puesta en
antecedentes, se apresuró a constatar que la póliza de seguro de su
«ex» marido estaba en regla y a lamentar enérgicamente que su
esposo no hubiese previsto una prima de, lo menos, el doble para
caso de accidente. Luego tomó la actitud que se espera de una viuda
respetable, llorando la pérdida como Dios manda.
Un poco más tarde Randolph Payne,
desconociendo la horrible muerte por mutilación que se le atribuía,
contemplo los negativos de las instantáneas tomadas al robot. Su
rostro reflejaba satisfacción. En tanto que una serie de retratos
de un robot en un acto de trabajo, no dejaban nada a la
imaginación. Podrían haber llevado leyendas como «Robot
contemplando meditativamente el tubo de un aspirador», «Robot
empalmando dos cables», «Robot empuñando un destornillador», «Robot
destrozando nevera con gran violencia», etc.
Como ahora apenas quedaba el rutinario
trabajo de ponerse a la ampliadora para hacer los positivos, Payne
decidió tomarse un descanso y fumarse un pitillo mientras sostenía
una amable charla con «Al».
Al hacerlo estaba lejos de imaginar que los
bosques vecinos comenzaban a poblarse de nerviosos y resueltos
granjeros con sus armas listas. Éstas iban desde una reliquia
colonial con forma de mosquete hasta una metralleta portátil que
portaba el comisario. Tampoco imaginaba Payne que en aquellos
momentos, media docena de robotistas acaudillados por Sam Tobe
corrían por la autopista de Petersboro a más de ciento veinte
millas por hora con el fin de tener el gusto y el honor de
estrecharle la mano.
De modo que mientras los acontecimientos se
acercaban al momento culminante, Randolph Payne suspiraba
beatíficamente, pleno de autosatisfacción, y encendía su pipa tras
rascar el fósforo contra la zona del pantalón que le cubría el
trasero. Dando rápidas bocanadas, miraba a «AL-76» con expresión
divertida.
Ya había podido advertir que el robot era
algo más que chiflado. Como hombre avezado en el arte de construir
aparatos diversos (algunos de los cuales no hubiesen podido
exponerse a la luz del día sin herir los ojos de los observadores)
no podía menos que mirar paternalmente la perfecta idiotez que
armaba en aquellos momentos el robot. Payne nunca habría concebido
algo que se pareciera a la monstruosidad que «AL-76» estaba
construyendo.
Tan sólo a un Rube Goldberg moderno le
hubiese causado envidia; sólo habría tenido efecto sobre Picasso,
quien sin duda hubiera resuelto abandonar la pintura al constatar
que alguien podía superarle. El cacharro era capaz de cortar la
leche de las vacas situadas a media milla.
De hecho se trataba de una atrocidad.
La base estaba constituida por una pieza de
acero oxidada y maciza que recordaba vagamente algo que Payne había
visto cierta vez acoplado a un tractor de segunda mano. De allí se
levantaba un conjunto de piezas torcidas e inclinadas hacia todos
lados, que un mar de alambres y cables sostenían precariamente.
Enredados entre ellos se veían ruedas, tubos, válvulas e
innumerables espantajos que terminaban en una especie de megáfono
de aspecto francamente siniestro.
Payne sintió deseos de acomodar algo en la
zona del megáfono pero se contuvo. Había visto aparatos mucho más
vistosos explotar súbitamente y con violencia.
—¡Eh, «Al»! —dijo.
El robot le miró desde el piso, pues estaba
tirado en el suelo tratando de deslizar una delgada planchuela de
metal en su lugar.
—¿Qué quieres, Payne?
—¿Puede saberse qué haces?
Su voz tenía el dejo que se emplea para
hablar de algún absurdo. Miraba especialmente algo que se
balanceaba entre dos palos de diez pies.
—Es un disinto. Lo estoy armando con el fin
de poder comenzar el trabajo que me corresponde. Trato de mejorar
el modelo, creando un prototipo perfeccionado.
Se incorporó, sacudiéndose el polvo, acto
que provocó un pequeño estruendo metálico. Tomando distancia,
contempló su obra con aire satisfecho.
Payne sintió que le recorría un escalofrío.
¡Un prototipo perfeccionado! Ahora comprendía por qué los sabios
escondían los originales en las cuevas de la luna. ¡Pobre satélite!
¡Pobre satélite muerto! Siempre había querido saber si podía haber
algo peor que la muerte. Ahora sabia que sí.
—¿Crees que funcionará?
—Oh, claro.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Tiene que funcionar, puesto que yo mismo lo
he armado. Sólo necesito una cosa. ¿Tienes una linterna?
—Sí, ha de haber alguna por aquí. Buscó
brevemente y a poco pudo alcanzarle lo que pedía.
El robot la desarmó y puso de inmediato
manos a la obra para dar a su aparato el toque final. A los cinco
minutos había terminado. Se apartó un poco.
—Todo en orden. Ya puedo trabajar. Si
quieres, te permito que mires.
El anfitrión consideró la generosidad de la
oferta.
—¿No es peligroso?
—En absoluto. Un bebé podría
manejarlo.
—¡Oh!
Sonrió tontamente, dirigiéndose hacia el
árbol más espeso de la vecindad. Se parapetó tras él.
—Ya puedes comenzar —gritó—. Tengo la mayor
confianza en ti.
El robot tendió la mano hacia su engendro
infernal.
—Pues observa.
Comenzó a trabajar.
Los aguerridos granjeros de Hannaford
County, Virginia, fueron acercándose a la cabaña de Payne
desplegando una estrategia circular, lenta pero firme. La sangre de
sus heroicos antepasados corría rauda por las venas de cada uno de
ellos; pero relampagueantes escalofríos corrían asimismo por sus
espinazos. Avanzaban cubriéndose a cada paso por los árboles.
El comisario Saunders impartió sus
órdenes.
—Haced fuego cuando yo dé la señal. Apuntad
a sus ojos.
Jacob Linker, «Lank Jake» para sus íntimos,
y comisionado del comisario en casos como el presente, se acercó a
su jefe.
—Tal vez ese hombre-máquina ya no esté aquí,
sino Por el bosque.
—Tal vez —repuso el comisario—. Pero no lo
creo. Nos habríamos encontrado con él.
La opinión de su superior apagó el brillo de
la esperanza en los ojos de «Lank Jake»
—Sin embargo —insistió—, todo está muy
tranquilo por aquí y ya nos encontramos muy cerca de la cabaña de
Payne.
La observación era innecesaria, desde luego,
y apenas sirvió para aumentar la aprensión de Saunders, que tenía
tal nudo en la garganta que le fue preciso tragar tres veces antes
de sentir algún alivio.
—Vuelve atrás —ordenó—. Y mantén el dedo
sobre el gatillo.
Estaban ya en los bordes del claro dentro
del cual se levantaba la cabaña. El comisario, bien protegido por
un tronco grueso, asomó un ojo casi cerrado para apreciar el
escenario de la acción. No viendo nada, repitió la operación con
los ojos abiertos.
Los resultados fueron, naturalmente, mejores
que los obtenidos anteriormente.
Para ser exactos, vio un gigantesco
hombre-máquina con la espalda vuelta hacia él e inclinado sobre un
aparato de aspecto sobrecogedor de incierto origen y aún más
incierta utilidad. En cambio no pudo percibir la temblorosa figura
de Randolph Payne que se abrazaba a un árbol situado no muy lejos,
en dirección noroeste.
Saunders se arriesgó a salir al claro.
Llevaba la metralleta pronta para disparar. El robot, que seguía
con la espalda vuelta hacia él (espalda hecha de una amplia plancha
metálica), exclamó dirigiéndose a Payne:
—¡Mira!
Y cuando el comisario abría la boca para
impartir la orden general de fuego, los dedos de acero inoxidable
oprimieron un botón.
Es difícil describir con cierta exactitud
lo que entonces sucedió porque los setenta testigos oculares no
pudieron hablar. Para ser más precisos, ninguno de los setenta
quedó en condiciones de describir lo acaecido después que Saunders
abriera la boca para ordenar que se hiciera fuego. Al
preguntárseles sobre el punto, todos los rostros lugareños se
teñían de un delicado tinte verdoso. Preferían callar.
Parece claro, sin embargo, que de un modo
general es posible dar una idea de los hechos.
El comisario abrió la boca; «AL-76» oprimió
el botón; el disinto se puso en marcha y setenta y cinco árboles,
dos chozas, tres vacas y la mayor parte de la montaña Duckbill
quedaron sumidos en una atmósfera rarificada.
La boca de Saunders permaneció abierta por
un período indefinido de tiempo; pero nada parecido a una orden o
lo que fuera, salió de ella. Y entonces...
Entonces el aire se pobló de agitación. Un
gran ruido parecido al redoblar de tambores reinó en el lugar y una
serie de líneas color púrpura irradió de la cabaña de Randolph
Payne. De los miembros de la improvisada patrulla policial no se
veían rastros.
Varias armas se hubieran podido ver tiradas
por los alrededores, entre ellas la metralleta portátil del
comisario, arma patentada y niquelada, de fuego superrápido y
provista de garantía contra un eventual atascamiento del
disparador. También había por allí cincuenta sombreros, unos
cuantos cigarros fumados a medias y objetos diversos de valor
variable que dejaran caer sus dueños en medio de la agitación. Pero
de seres humanos reales, casi nada.
Con excepción de «Lank Jake», ninguno de
dichos seres recuperaría ya la lucidez. Si a «Jake» no le sucedió
lo que a todos, fue porque su vuelo resultó interceptado por la
media docena de hombres provenientes de la factoría de Petersboro,
que se dirigían hacia la cabaña de Payne a toda velocidad. Le tocó
al propio Sam Tobe entrar en contacto con «Lank Jake». Mejor dicho,
éste fue a dar contra la boca de su estómago. Al recuperar el
aliento, el robotista preguntó:
—¿Dónde se halla la cabaña de Randolph
Payne?
Los ojos de «Lank Jake» perdieron fugazmente
su vidriosidad.
—Hermano —respondió—. Guíate por mi consejo
y sigue en la dirección que yo traía antes de chocar contigo.
Y, dicho esto, siguió flotando
milagrosamente. Tobe pudo ver algo que se desvanecía a lo lejos
mientras esquivaba árboles a la deriva. Acaso fuera él; pero no
estaba en condiciones de asegurarlo.
Hasta aquí lo sucedido a la patrulla. Nos
faltaba hablar de Randolph Payne, cuyas reacciones tomaron un giro
en cierto modo propio.
Para él, la medida del tiempo transcurrido
desde que el robot apretara el botón haciendo desaparecer la
montaña de Duckbill era imprecisa. Su mente quedó súbitamente en
blanco. En cierto momento estaba atisbando el trabajo del robot,
refugiado tras el tronco de un árbol. Al siguiente flotaba por los
aires a la altura de las ramas más altas de los árboles que aún
seguían en el lugar. El impulso que colocara a los de la patrulla
horizontalmente, a él le imprimió la dirección vertical.
—¿Cómo cubrió los ciento cincuenta pies que
había entre la raíz y la copa del árbol? ¿Trepando, saltando o
volando? No lo sabía ni le importaba.
Lo único que le preocupaba era la idea de
que aquella destrucción resultaba obra de un robot temporalmente en
posesión suya y que quizá se le considerara responsable. La dulce
visión de los billetes recompensatorios se desvaneció para ser
reemplazada por el espectáculo pesadillesco de un turba de hostiles
ciudadanos ansiosos de lincharle, de montañas de papeles legales,
de acusaciones de asesinato. Por no hablar de lo que diría Mirandy,
su mujer.
Se puso a gritar desaforadamente.
—¡Eh, tú, robot! ¡Todo esto ha sido obra
tuya, ya lo sabes! ¡Buena la has hecho! Pero yo no tengo nada que
ver, ¿me oyes? Ni siquiera te conozco, ¿sabes? No irás a decir que
somos amigos, ¿verdad? ¡Olvídalo!
No era que esperara ser atendido en sus
peticiones. Sus alaridos sólo obedecían a una mera acción refleja.
Ignoraba algo fundamental: que un robot siempre obedecía órdenes de
los seres humanos, excepto cuando al hacerlo así ponía en peligro
la vida de otros seres humanos.
De modo que «AL-76», metódicamente y con
toda calma, procedió a destruir el disinto, transformándolo en
trozos y retazos.
Precisamente cuando aplastaba bajo uno de
sus pies la última pulgada cúbica de material llegó al lugar Sam
Tobe y su gente. Randolph Payne, comprendiendo que los verdaderos
dueños del robot eran aquellos sujetos, cayó de cabeza. De tal modo
penetró en el reino de lo desconocido no con los pies para
adelante, sino hacia abajo.
Había renunciado para siempre a la
recompensa.
Austin Wilde, ingeniero de robots, se
volvió hacia Sam Tobe.
—¿Conseguiste saber algo de lo sucedido?
¿Dijo algo el robot?
Tobe negó enfáticamente con la cabeza,
dejando escapar un hondo gruñido.
—Nada. Nada en absoluto. Ha olvidado cuanto
le ocurrió desde el momento en que abandonara la factoría. Es
indudable que se le han impartido órdenes de olvidar o, al menos,
que se le han formulado vehementes peticiones en tal sentido. Si
así no hubiera sido, su mente no estaría en blanco, que es lo que
sucede. ¿Has examinado los materiales que estaba empleando?
—Sí. Trozos de hierro, alambres, cables.
Nada importante en sí; pero tuvo que ser un disinto antes de que él
lo destruyera. Me gustaría tener en las manos al imbécil que le
ordenó destruirlo. Le torturaría hasta matarle. Mira esto.
Recorrían en aquellos momentos la zona donde
en un tiempo se irguiera el monte Duckbill. Se detuvieron
precisamente en el lugar en que se hallaba otrora la cúspide. Ahora
sólo era terreno plano. Inclinándose, Wilde puso la palma de la
mano sobre él. La montaña había sido arrancada limpiamente o, mejor
dicho, cortada a ras del suelo, sin que importara que hubiesen
zonas de roca y otras de tierra.
—Sí que era bueno el disinto —dijo—. Mira lo
que ha quedado de la montaña.
—¿Por qué lo habrá construido?
Wilde se encogió de hombros.
—Vete a saberlo. Algún factor que encontró
en el medio ambiente y cuya identidad nunca podremos conocer, actuó
sin duda sobre su cerebro positrónico de tipo lunar, llevándole a
armar un disinto sirviéndose de materiales de desecho. Hay tan sólo
una posibilidad en un millón de dar con el factor determinante.
Sería una gran casualidad. ¡Y no podemos saberlo por el robot
porque se le ha ordenado olvidar! Desengáñate: nunca daremos con
ese prototipo perfeccionado de disinto.
—Bueno, al fin y al cabo hemos logrado lo
que más importaba, que era dar con el paradero del robot.
—Oye, deja de decir idioteces, ¿quieres?
—exclamó Wilde con evidente cólera—. ¿Sabes algo del comportamiento
de un disinto en la luna? Consumen energía como condenados y no se
mueven hasta que no pones a su disposición un potencial de un
millón de voltios por lo menos. En cambio este disinto que fabricó
el robot trabaja de otro modo. He examinado cuidadosamente todo el
material hallado en el lugar. Hasta con ayuda de un microscopio
electrónico. ¿Sabes cuál fue la única fuente de energía que pude
hallar entre todo ese mar de piezas en desuso y de trozos
inservibles?
—¿Cuál?
—¡Esto! ¡Nada más que esto! ¡Y nunca
sabremos cómo lo usó!
Diciendo tales palabras, Wilde extendió la
mano, enseñando a Tobe lo que había permitido al disinto hacer
volar por los aires a una montaña en medio segundo. Eran dos pilas
de linterna.