ESPEJISMO - Robert Bloch
EL asteroide no tenía nombre,
a menos que uno quisiera emplear la palabra de cuatro letras con la
que Chuck lo había designado mientras enfilaba la nave hacia
él.
A Barwell no le gustó la palabra, como no le
gustaba ninguna de las que Chuck usaba. Tiempo atrás, antes de los
viajes espaciales, la gente que tenía un vocabulario tan limitado e
insípido como el de Chuck era descrita a menudo como «mundana».
Barwell se preguntó cómo debería llamarse hoy: ¿Planetaria? ¿O
asteroidea?
No tenía importancia. Lo que importaba era
que Chuck había resultado ser un típico explorador espacial. Algún
día él y sus compañeros se convertirían probablemente en leyenda
como heroicos pioneros interplanetarios, al igual que habían sido
mitificados los antiguos norteamericanos del oeste. Canciones y
sagas se escribirían en torno a sus exploraciones temerarias, su
atrevida visión, su lucha por la libertad, su esfuerzo por
conquistar las estrellas.
Pero un hombre como Barwell, que tenía que
vivir con ellos ahora, sabía que los exploradores espaciales no
eran probablemente diferentes de sus contrapartidas terrestres. Mal
adaptados, antisociales aberrantes que huían de las
responsabilidades de la sociedad organizada y de los castigos de la
ley. Buscaban los cielos no por anhelo poético, sino huyendo de las
deudas, cargos por extorsión asesinatos, citaciones judiciales... y
lo que esperaban encontrar no era las bellezas naturales sino la
rapiña. No eran instados por la razón sino por el afán de
pillaje... y como la mayoría de ellos eran torpes e incultos, les
tocaba por compañeros hombres como George Barwell, a fin de
equilibrar la balanza con la aportación de su inteligencia.
Quizá, razonaba Barwell, estaba siendo
injusto. Chuck, como la mayoría de sus contrapartidas, era más que
fuerte; poseía coordinación natural, natural comprensión que se
manifestaba en las aptitudes mecánicas. Era, en una palabra, un
piloto jodidamente bueno, al igual que los patanes del viejo oeste
a menudo habían sido jodidamente buenos montando a caballo,
conduciendo diligencias, marcando ganado, cazando y explorando. Lo
que les faltaba de raciocinio estaba al cargo de Barwell. Juntos
formaban un equipo... cerebro y cerebelo, más una medulla oblongata psíquica compuesta de una fusión
de cualidades diversas.
Sólo que, cuando aterrizaron sobre el
asteroide, Barwell estaba ya jodidamente asqueado de las palabras
de cuatro letras de Chuck. Chuck tenía una palabra de cuatro letras
para cada cosa durante la larga travesía: para describir la comida,
el confinamiento en la estrecha cabina de la nave, su necesidad
para una descarga sexual. Chuck no hablaba sobre nada más ni estaba
interesado en otra cosa.
Los gustos de Barwell corrían hacia lo
poético; el viejo estilo poético de tiempo atrás, completado con
rima, metro y onomatopeyas. Pero era absurdo mencionarlo a
propósito de Chuck; si se le hubiera citado un título como
La carga de la Brigada Ligera, Chuck
habría pensado que se trataba del suministro de narcóticos de algún
regimiento. Y en cuanto a La agonía del
último juglar...
No, no era fácil para Barwell mantenerse en
silencio y permitir que Chuck lo dejara con la palabra en la boca.
En cuanto a... los depósitos minerales que iban a buscar y el...
dinero que sacarían en cuanto volvieran a... Cúpula Lunar y lo
contaran a todo quisque...
Para Barwell era más fácil guardar silencio,
aunque no demasiado fácil. Y cuando se aproximaron a la superficie
del asteroide estaba ya hasta las narices de su compañero y sus
pedestres aspiraciones. Si George Barwell hubiera invertido su
pequeña herencia en una nave de segunda mano a fin de manipularla
él solo, no habría dado resultado porque él quería la riqueza para
compensar sus instintos agresivos contra la sociedad. Sabía
exactamente lo que hacer con su dinero, si la empresa tenía éxito.
Se compraría un pequeño lugar más allá de Plutón y se forjaría un
interplanetario lago de Walden. Se instalaría allí para escribir
poemas al viejo estilo; no el intermedio verso libre de la primera
época espacial ni la síntesis fonética de hoy, surgida de lo que
los entendidos llamaron un día «jazz progresivo». Esperaba también
hacer alguna erudita y costosa investigación con las inapreciables
grabaciones de las canciones populares olvidadas.
Pero no había tiempo para tales
especulaciones ahora, ni tampoco tiempo para la poesía. Rozaban ya
la superficie del asteroide, con el piloto automático desconectado,
claro, mientras los instrumentos calibraban la gravedad, el
oxígeno, la densidad, la radiación, la temperatura y todo lo demás.
Chuck estaba a los mandos, listo para tomar tierra en cualquier
momento.
Barwell comprobó el registro de los
resultados y los estudió.
—Todo saldrá bien —murmuró—. Uno y cuarto de
gravedad no es problema. Pero tendremos que ponernos las burbujas.
Y...
Chuck sacudió la cabeza.
—Muerto —murmuró. Aquélla era una de las
cosas nefastas que había en un viaje de tal jaez... ambos habían
adquirido el hábito de murmurar; no conversaban realmente, se
limitaban empero a vocalizar un monólogo interior— Todo muerto,
desierto y montañas. Claro, buscamos las montañas pero, ¿por qué
tiene todo que estar muerto?
—Porque es un asteroide. —Barwell se dirigió
a un punto desde el que gozara de visión—. Raramente se encuentran
depósitos minerales en cuerpos habitados.
Su, mente jugo a las usuales paradojas,
contradiciendo su afirmación. Pensó en los depósitos minerales que
había visto en forma de oro y diamantes, ornando las mujeres de la
ciudad de la Cúpula Lunar; depósitos minerales en cuerpos muy
habitados. Y tal pensamiento le permitió todavía otro; las premisas
subyacentes en la mayoría de las novelas espaciales que había
leído, o, para el caso, el llamado «relato objetivo» de un viaje
espacial. En casi todos ellos se hacía hincapié en la emoción y el
desafío implicados en los vuelos expedicionarios. Pocas eran lo
bastante sinceras para presentar la realidad de la perspectiva del
hombre espacial: la constante frustración física. Cuando arribara a
su interplanetario lago de Walden, se aseguraría de llevar consigo
alguna compañía femenina. Todo viaje espacial tendría que estar
provisto de soluciones sexuales. Aunque satisfacer la libido
costaba dinero. Libídine masticable.
—¡Mira! —Chuck no murmuraba ahora, sino que
gritaba. Y apuntaba al visor de proa.
Barwell miró abajo.
Se trataba de una elevación de una media
milla, sobre el desierto, y del blanco cielo ardiendo impíamente
sobre una infinita extensión de soledad... la chata, monótona
extensión de la arena o detritus como un apacible lago sin surcos.
Un lago en el que los gigantes se bañaban,
sumergidos hasta el cuello...
Barwell los estaba viendo: cuatro
gigantescas cabezas calvas en fila. Se volvió a Chuck.
—¿No decías que muerto? —murmuró—. Hay vida
aquí. Compruébalo por ti mismo.
—Son piedras —gruñó Chuck—. Sólo
piedras.
—A mí me parecen cabezas.
—Lo parecen desde este ángulo. Espera, daré
otra vuelta.
La nave obedeció, planeando más bajo.
—Estatuas —decidió Barwell—. Pero son
cabezas, ¿verdad que lo ves?
—¡...! —exclamó Chuck. No fue una réplica,
sino tan sólo una forzosa observación. Y ahora podía ver Barwell lo
que el otro observaba. Las cuatro cabezas colocadas en la arena
estaban esculpidas artificialmente y en las cuencas de los ojos
brillaba un vivido resplandor.
—Esmeraldas —murmuró Chuck—. ¡Esmeraldas tan
grandes como ruedas de tren!
—No puede ser —dijo Barwell sacudiendo la
cabeza—, No hay tales concentraciones de estratificación...
—Yo las veo. Y tú también.
—Espejismo. Alguna clase de depósito
ígneo...
—¡Pero qué...! ¿No puedes hablar en
cristiano, como yo? —exigió Chuck—. No hay tal espejismo. Es real.
¿Quién ha oído jamás hablar de un espejismo con cabezas
calvas?
Se puso a bufar y atendió los mandos.
—Pero, ¿qué crees que están haciendo?
—Preparar el aterrizaje, eso es todo.
—Espera un momento...
—¿Para qué? Oye, son esmeraldas...
—Muy bien, haz lo que te parezca. —El tono
de Barwell fue suave pero algo en él provocó la vacilación de
Chuck.
—Pensemos algo un instante —continuó—.
Tenemos que lo que hay allí son cabezas de piedra. Y que en sus
ojos hay alguna clase de ornamento.
—¡Esmeraldas, leche!
—Ésa es cuestión secundaria. Lo importante
es que las estatuas no han brotado por generación espontánea.
—¿Querrías hablar como Dios manda?
—Alguien ha tenido que hacer las estatuas. ¿No lo ves? Tiene que haber
vida ahí abajo.
—¿Y qué?.
—Y aterrizaremos a una distancia prudencial.
Y saldremos armados. Armados y con cautela.
—De acuerdo. Y cualquier cosa que asome la
cabeza, me lo cepillo.
—No te cepillarás nada. No hasta que no
sepas de que se trata y si manifiesta o no hostilidad.
—Dispara primero y pregunta después.
Chuck repetía el código que era más viejo
que las montañas. El único indio bueno es el
indio muerto. ¿Es el prejuicio un mecanismo de
supervivencia?
La respuesta automática e instantánea de
Chuck ante cualquier cosa nueva o distinta era la destrucción. La
de Barwell sería investigar e intelectualizar. Se preguntó cuál de
las dos era la reacción correcta y luego decidió que dependía de
las circunstancias personales. Pues uno nunca debe generalizar,
porque todo es único... y hasta esto es una generalización.
De todos modos, Barwell cogió las armas
mientras Chuck se preparaba para aterrizar. Abrió el compartimento
y extrajo los trajes y cascos en forma de burbuja. Comprobó el
conducto de oxígeno de las botellas. Echó mano de los cinturones
alimenticios. Sacó el calzado. Y todo el rato estuvo sumergido en
su corriente de conciencia. Las burbujas subían.
Colón, abrochándose la coraza antes de poner
los pies en San Salvador... Balboa, que hacía el voyeur, mirando a hurtadillas un pico de Darién...
Henry M. Stanley, presumiblemente con el doctor Livingstone... la
primera huella sobre la luna y el primer hombre que garrapateó
Kilroy estuvo aquí y desfiguró el
paisaje lunar con una interjección obscena... una lejana memoria de
las colinas de California y un mensaje medio borrado escrito sobre
la roca: Ayudadme a extinguir la
realidad... ¿qué valdría esta tierra si aquello eran
esmeraldas?... Islas Esmeralda... cuando los ojos irlandeses están
inyectados en sangre, de veras, es como... pero los ojos no eran
esmeraldas, era un espejismo... un espejismo con cabezas calvas...
un milagro de conveniencia. ¿Qué piensas
cuando estás a punto de aterrizar en un mundo ajeno y extraño?
Piensas que sería maravilloso estar de regreso en la ciudad de la
Cúpula Lunar, instalado ante una buena comida de huevos
deshidratados o pasando una mala noche con una mujer
deshidratada. Mujeres en polvo. Una nueva receta. Añádase agua
y agítese. Sirve para dos ocasiones. En eso
estás pensando, en eso es en lo que siempre piensas.
¿Y Chuck? ¿En qué estaba pensando
él?
—Lo mejor será que uses el tubo de relevo
antes de ponerte el traje y salgas —gruñó Chuck.
Ése era Chuck: el hombre práctico.
Y con esa observación, la expedición
propiamente dicha tuvo su comienzo.
El sudor al abrir la compuerta. El esfuerzo
de bajar la escalerilla para hacer pie. El contacto con la dura
arena.. Las silbantes corrientes de los tubos de oxígeno. El brillo
cegador de la claridad exterior, hundiéndose en el cráneo a través
de los ojos por largo tiempo acostumbrados a la penumbra.
Nuevamente el sudor dentro del traje espacial, la tirantez muscular
ante cada paso realizado, la pesadez de la botella de oxígeno y las
armas. Oh, los pioneros...
—¡Oh...! —exclamó Chuck. Barwell no podía
oírlo, pero como todo hombre del espacio, siempre permanecía
atento. También había aprendido a mantener la boca cerrada, pero
ahora, al volverse hacia las cabezas de piedra que se elevaban una
docena de millas a la derecha, rompió su autoimpuesta regla del
silencio.
—¡Han desaparecido! —exultó. Y entonces
parpadeó, como si el eco de su propia voz replicara en el interior
de la burbuja en que su cabeza estaba incrustada.
Chuck siguió su mirada y asintió.
Las cabezas habían
desaparecido.
No había posibilidad de fallo en los
cálculos de aterrizaje. Chuck se había alejado diez o doce millas
del lugar avistado. Y Barwell recordaba ahora que había permanecido
largo rato mirando a través del visor mientras había estado
preparando el traje y el casco. Las cabezas habían permanecido
visibles entonces.
Pero habían desaparecido.
Nada en ninguna parte, salvo la extensión
arenosa. Y muy a lo lejos, a la izquierda, las montañas.
—Espejismo —susurró—. Era un espejismo a fin
de cuentas.
Chuck le leía los labios. Sus labios
formaron una frase. No fue exactamente una frase... tan sólo una
reacción obscena.
Como por consenso que no necesita palabra,
ambos hombres se volvieron a la nave. Subieron la escalera,
cerraron las compuertas y se quitaron cansadamente los
trajes.
Sufrimos locura espacial —murmuró Chuck—.
Los dos. —Cabeceó—. Pero yo las vi. Y tú también.
—Reemprendamos nuestro curso y sigamos
adelante. —Barwell esperó hasta que vio asentir a Chuck. Entonces
ocupó su puesto ante la pantalla y el tablero de mandos.
—Métele mucho gas en el despegue —gruñó
Chuck—. ¡Mierda de carraca!
—Si encontramos lo que estamos buscando,
podrás tener uno nuevo. Una flota entera —le recordó Barwell.
—Claro. —Chuck hizo una prueba, luego se
sumió en su tarea. Hubo un bandazo.
—Tranquilo —recomendó Barwell.
Chuck replicó con una sugerencia tan
imposible como rayana en la indecencia, pero obedeció. La nave se
deslizó rozando el suelo.
—¿Listo? —murmuró Barwell.
—Eso creo.
La nave se elevó y los dos hombres lanzaron
una mirada abajo. Mirada abajo al vacío panorama.
—Si Eliot estuviera vivo siquiera para verlo
—se dijo Barwell en voz alta.
—¿Quién?
—T. S. Eliot. —Barwell se detuvo—. Un poeta
menor.
—T. S. ¿qué? —bufó Chuck. Luego se contuvo—.
Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Prosigamos la travesía. Nos dirigiremos a
las montañas. De cualquier modo teníamos que ir allí.
Chuck asintió y se volvió. La nave ascendió,
ganando velocidad.
Barwell contempló la aridez del desierto, y
a continuación se refrescó dejándose sumergir en su corriente de
conciencia.
Bien: Colón quedó decepcionado con San
Salvador también; no era realmente Asia. Y Balboa jamás puso el pie
en ningún pico de Darién, salvo en el poema. Donde estuvo fue en el
istmo de Panamá. Henry D. Stanley no pudo convencer al doctor
Livingstone de que volviera con él, y el primer hombre que alcanzó
la luna fue el primero en morir allí. Y no había mujeres
deshidratadas, ni hidratadas tampoco. Agua,
agua por todas partes y ni una gota para beber.
Retornó el sentimiento de frustración y
Barwell pensó en la única mujer que había amado de veras, deseando
que estuviera junto a él de cualquier modo ahora, al igual que
había permanecido a su lado en un tiempo remoto.
—¡Pero si están ahí!
El grito de Chuck le secó las incipientes
lágrimas de compasión, alejándola del torbellino del recuerdo.
Barwell miró abajo.
Las cabezas emergían del desierto que abajo
se abría. Los inmensos ojos relampagueaban.
—Vamos a bajar —le dijo Chuck.
Barwell se encogió de hombros.
De nuevo la interminable rutina. Pero esta
vez fueron más precavidos: no abandonaron el visor para asegurarse
de que las cabezas de piedra eran todavía visibles y aterrizaron a
una milla escasa.
Las cabezas seguían sobresaliendo.
Luego fueron abiertas las compuertas,
descendida la escalera y ellos salieron. Salieron al vacío.
—¡Se han largado!
Ambos hombres murmuraron
simultáneamente.
Entonces caminaron, hastiados, las armas
preparadas, a través de la árida explanada. Y retornaron de nuevo
hastiadamente.
En la cabina, interminablemente, arguyeron y
discutieron.
—Desaparecidas con el viento —suspiró
Barwell—. Sólo que no hay viento.
—No puede ser un espejismo. Vi las
esmeraldas tan claro... —Chuck cabeceó—. Pero si lo es, ¿por qué
mierda tiene que serlo a base de cabezas de piedra? De aceptar
espejismos, yo preferiría...
—Y procedió a describir sus preferencias en
cuanto a espejismos muy gráficamente. Fue Barwell quien resolvió la
situación.
—Las montañas —dijo—. No perdamos más
tiempo.
De modo que se dirigieron a las
montañas.
Esto es, se
acercaron a las montañas, planeando bajo y aterrizaron al pie
de ellas. Miraron furtivamente la brillantez de la escena, pero no
había cabezas de piedra; sólo el contorno de los grandes picachos
en la distancia.
Abandonando la nave, se dispusieron a ir a
pie, a escalarlas y a maldecirlas. Pues al cabo no hubo sino
juramentos murmurados. Porque no había nada que escalar. Las
montañas eran sólo otra clase de espejismo... palpable, pero no
sólido. Montañas de detritus, montañas de polvo en el que los dos
hombres se hundieron rápidamente mientras hacían esfuerzos por
retroceder.
—Ceniza volcánica —dijo Barwell, a través
del casco—. He aquí la respuesta.
Chuck tenía otra respuesta pero Barwell la
ignoró. Sabía que su búsqueda era quijotesca. No iba a haber
depósitos minerales en el suelo inexistente de aquel asteroide; se
trataba tan sólo de una gigantesca concentración de lava
pulverizada viajando por el espacio y formada por la remota
erupción de algún volcán de cualquier distante planeta. O eso o un
subproducto meteórico. La explicación correcta no importaba. Lo que
importaba era que allí no iban a encontrar ninguna clase de
riqueza. Tendrían que regresar a la nave.
Los dos hombres se volvieron, con los
aseguradores de su calzado inútiles sobre la deslizante arena,
mientras recorrían pesada y pausadamente una vez más la explanada.
Podían ver en la distancia la mancha negra de la nave. Se hacía
difícil caminar, pero siguieron adelante en tanto la mancha se
agigantaba, el objeto agigantado se convertía en algo reconocible y
el algo reconocible en...
Chuck debió haberlo visto primero, porque se
detuvo. Entonces miró Barwell. Incluso ante el molesto brillo se
agrandaron sus ojos al mirar la nave; al contemplar el aplastado y
retorcido casco que había sido destrozado...
Entonces echaron a correr sobre el llano,
lanzados a todo correr hacia la catástrofe. Todo pareció existir a
una velocidad menor, como en una pesadilla, aunque la pesadilla
continuó. Continuó cuando miraron abiertamente la plateada proa
aplastada de forma increíble; y se mantuvo cuando ascendieron la
escalera y encontraron cerrada la estrecha entrada.
Se quedaron abajo, sobre la superficie
arenosa, sin necesidad de pronunciar ninguna palabra. Ambos
conocían la situación. Alimentos y agua para un día, si es que se
atrevían a quitarse los cascos para ingerirlos. Oxígeno para quizás
otras doce horas como mucho. Y luego...
No había forma de reconstruir lo sucedido,
ni por qué ni cómo. Todo lo que ahora parecía importante era el
fait accompli.
«Destino accompli» (²), se
dijo Barwell. Y eso fue todo lo que pudo decirse o confiarse a sí
mismo. Contemplando los aplastados costados de la nave espacial,
experimentó la sobrecogedora sensación del horror. Pues el fenómeno
era ajeno.
Ajeno. Una
superusada y mal usada palabra, que no podía expresar lo
inexpresable. Ajeno: extraño. Extraño para comprender, extraño para
la comprensión humana. Barwell recordó la definición de Arthur
Machen del verdadero mal: cuando las rosas cantan.
Cuando las rosas
cantan.
Quizás ajeno no
sea siempre sinónimo de mal: pero algo
había destruido la nave. No había viento, no había vida; sin
embargo, habían caminado unas millas y habían regresado y la nave
estaba destrozada.
Las rosas estaban cantando. ¿Qué es una
rosa? Barwell pensó en una poetisa muerta hacía mucho, Gertrude
Stein. Una rosa es una rosa es una rosa.
Y añadía: es el mal. Pero las rosas
vivían, el mal vivía... ¿existía realmente lo impalpable?
Una rosa con cualquier otro
nombre...
—Mierda, ¿qué ha pasado? —Chuck y la voz de
la realidad. Él nada tenía que ver con rosas, neurosis ni cosa
parecida. Él quería identificar al enemigo, localizarlo y
golpearlo. Y con la vuelta a la realidad, Barwell (como una rosa)
se marchitó.
Era una situación a la que no podía
aplicarse ninguna teoría, ni la más abstrusa especulación. La nave
había dejado de existir. Habían varado con suministro de alimento y
oxígeno para corto plazo. Una clara apelación a Chuck y sus
instintos pioneros: ¿o se habría ido su instinto pionero también
por tierra?
Barwell vaciló desvalidamente, esperando que
su compañero hiciera el primer movimiento. No un cetro que cambiara
de manos, sino la compartida sensación de que se trataba de una
abdicación. El rey ha muerto, larga vida al
rey. Por lo menos, durante otras veinticuatro horas.
Ambos sabían que no valía la pena gastar
oxígeno intentando hablar. Cuando Chuck se volvió hacia el
espejismo montañoso, Barwell lo siguió sin siquiera mover sus
labios para dar su consentimiento. Al menos allí habría sombra y
refugio. El desierto no tenía nada que ofrecerles. El desierto era
el vacío y todo él un espejismo. Una vez más, Barwell pensó en un
lago.
Lago. Mientras
caminaba tras la figura de Chuck, se preguntó qué ocurriría si
—como en las antiguas novelas espaciales—, los alienígenas
invadieran la Tierra. Serían enviados primeramente en grupos
exploradores; quizás uno o dos de una vez, en naves pequeñas. Una
vez establecida la premisa de que sus órganos corresponden más o
menos a los de los humanos y de que proporcionan expresiones
similares, ¿qué podrían sacar en conclusión desde una expedición
que planeara sobre la tierra a una altura de unos cuantos cientos
de millas?
Lo primero que advertirían sería que la
superficie de la Tierra posee algo más de tres cuartas partes de
agua y menos de un cuarto de tierra. Así, la conclusión es lógica;
si hay alguna vida, las oportunidades se inclinan porque la vida
sea marina, o, en el mejor de los casos,
anfibia. Los habitantes de los grandes mares debían ser las mayores
y más inteligentes formas de vida. Conquista los peces y regirás el
mundo. Una noción altamente sensible, verdaderamente.
Pero hay veces en que no es el mejor sentido
el que prevalece. Y si los alienígenas no hubiesen podido entender
la existencia de la humanidad bruscamente, ¿cómo entonces iba a
entender la humanidad la a-humanidad?
En pocas palabras: ¿había vida en este
asteroide, vida que Barwell no podía detectar?
Mientras hay vida hay
esperanza. Pero Barwell no tenía esperanza. Tenía apenas una
premisa. Algo había destrozado la nave espacial. ¿De dónde había
surgido aquello, adonde había ido? ¿Cómo ensamblarlo con la vida
tal como él la conocía, dónde estaba la diferencia? Y el
desierto... ¿era un desierto? Las montañas no habían sido montañas.
Y el espejismo había sido...
Chuck no se enfrascó derrochando palabras,
ni siquiera las obscenas. Se limitó a volverse y aferrar el brazo
de su compañero con un guante plastimetálico. Lo aferró duramente y
se volvió, señalando con su mano libre. Señaló ante sí, a las
cabezas de la arena. Sí, allí estaban.
Barwell podía haber jurado que las cabezas
no habían estado allí un momento antes. Pero allí estaban,
recortadas contra la superficie arenosa, apenas a una milla delante
de ellos. Incluso en la distancia se veían los ojos esmeraldinos
brillar y relucir, brillar y relucir como ningún espejismo
haría.
Cuatro inmensas cabezas de piedra con ojos
de esmeralda. Visibles para ambos; visibles para ellos ahora.
Los labios de Chuck formaron una frase tras
el casco.
—Sigámoslas mirando —dijo.
Barwell asintió. Ambos hombres caminaron
hacia ellas, lentamente.
La contemplación era intensa, fija en la
lívida llama que despedían las monstruosas esmeraldas. Barwell
sabía, o creía saber, lo que Chuck estaba viendo. Riqueza, infinita
riqueza.
Pero él veía algo más.
Veía todos los ídolos de todas las
leyendas; los ídolos con las cuencas llenas de joyas, que se
desplazaban entre los hombres para maldecirlos y prodigar
destrucción. Veía los monolitos de Stonehenge y las grandes
estatuas de la Isla de Pascua y el pétreo horror bajo las aguas en
la sumergida R'lyeh(³). Y las aguas le
recordaron de nuevo el lago, y el lago de los alienígenas que
podían concebir falsamente e interpretar mal las formas vitales de
la Tierra, provocando en réplica un curioso concepto. Hubo una vez
un hombre llamado Ouspensky que había especulado sobre la
posibilidad de variedades de tiempo y
diferentes clases de duración. Quizá
también vivían las piedras, pero a un paso infinitamente lento en
comparación con la carne, de modo que la carne no advirtiera la
palpitación de la piedra.
¿Qué forma podría
tomar la vida, si forjada en juego, naciera precipitadamente de la
ígnea erupción de un volcán? Grandes cabezas de piedra con ojos de
esmeralda...
Mientras tanto, caminando lentamente, se
acercaban más y más. Las cabezas de piedra eran seguidas con la
mirada y no desaparecieron. Las esmeraldas brillaban y ardían y
Barwell no pudo ya pensar; sólo podía mirar y de nuevo intentar
sumirse en sus pensamientos. La fresca corriente de conciencia
aguardaba. Pequeños retazos de pensamiento afloraron.
Ojos
esmeraldinos. Su amada tenía ojos esmeraldinos; a veces
turquesa, a veces suave jade, pero su amada no era de piedra. Y
ella se encontraba a muchos mundos de distancia y él se encontraba
allí, solo en el desierto. Aunque no donde deseaba encontrarse...
sumergirse ahora en la corriente, hacer uso de los fantásticos
pensamientos para apartarse de la realidad aún más fantástica.
Pensamientos de cualquier clase salvo de esmeraldas, pensamientos
que envolviesen las estrellas remotamente olvidadas y una forma
artística no menos remotamente olvidada, el cine; pensar en Pearl
White, en Ruby Keeler, en Jewel Carmen y en lo que fuera, salvo
esmeraldas; pensar en Diamond Jim Brady y las fabulosas piedras de
la historia que los hombres desgajaban de la tierra por el amor de
una mujer. El amor se encuentra rodeando el
Kohinoor. Fe, la Diamantina Esperanza, y Caridad...
Ojos
esmeraldinos... Esmeralda y el Jorobado
de Notre Dame... El título de Hugo era Notre Dame de París... la inmensa catedral con sus
gárgolas de piedra... pero las piedras no miran... ¿o lo hacen?
Las esmeraldas estaban mirando.
Barwell parpadeó, sacudiendo la cabeza.
Medio se volvió, advirtiendo que Chuck se había lanzado en
frenética carrera a medida que se aproximaba a los cuatro
fantásticos monumentos izados en la arena. Resoplando, lo siguió.
Chuck no veía lo que veía él: eso era
obvio. Incluso a costa de la vida, anhelaba las esmeraldas. Incluso
a costa de la vida...
Barwell se las arregló para alcanzar a su
compañero. Lo cogió por los brazos y lo detuvo. Chuck lo miró
mientras sacudía la cabeza y vocalizaba palabras.
—¡No te acerques más!
—¿Por qué no?
—¡Porque están vivos!
—Absurdo. —No fue la palabra usada por
Chuck, pero Barwell adivinó su significado.
—Están vivos. ¿No
los ves? Roca viviente. Con su inmenso peso, el desierto es como el
agua, como un lago en el que ellos pueden sumergirse a voluntad.
Sumergirse y reaparecer hasta la altura de sus cuellos. He ahí por
qué desaparecían, porque estaban nadando bajo la
superficie...
Barwell sabía que
estaba derrochando un oxígeno precioso, pero quería estar seguro de
que Chuck iba a comprender.
—Deben haberse acercado a nuestra nave, y
después de examinarla la deben haber desechado.
Chuck se giró y eructó otra palabra que
venía a ser algo así como «absurdo», y se libró del apretón.
—No... no vayas.
Pero Chuck tenía el espíritu de los
pioneros. Reflejo asimiento-garra-empuje-botín-rapto. Sólo podía
ver las esmeraldas; los ojos que eran más grandes que su
estómago.
Y comenzó a correr las últimas quinientas
yardas, por encima de la arena hacia las cuatro erguidas cabezas
que aguardaban, contemplaban y
aguardaban.
Barwell se esforzó tras él... o intentó
esforzarse. Pues solo pudo moverse hacia delante, advirtiendo
mientras lo hacía que las inmensas cabezas de piedra estaban
abolladas y erosionadas, pero no cinceladas. Ningún hombre ni ningún imaginable
alienígena había esculpido aquellos semblantes. Pues no eran
resemblanzas sino presencias. La roca vivía,
la piedra sentía.
Y los ojos
esmeraldinos se movieron...
—¡Vuelve!
Gritar era más que inútil, pues Chuck no
podía ver su rostro tras el casco. Sólo podía ver las grandes caras
delante de él y las esmeraldas sobre ellos. Sus propios ojos
estaban cegados por el hambre, por una codicia mayor que la
necesidad.
Jadeando, Barwell alcanzó al corredor,
dándole la vuelta.
—No te acerques —le dijo—. No te acerques
más... te aplastarán como aplastaron la nave...
—¡Mientes! —exclamó Chuck, girándose y
apuntándole repentinamente con su arma—. Quizá sea también un
espejismo. Pero las joyas son auténticas. Ya sé lo que te propones,
tú... quieres quitarme de en medio, hacerte con las esmeraldas,
reparar la nave y marcharte. Sólo que yo estoy primero porque ésa
es también mi intención.
—No... —balbució Barwell, advirtiendo al
instante que algún poeta dijo alguna vez «Di sí a la vida», dándose
cuenta simultáneamente de que no había tiempo para más
afirmaciones.
Porque el arma detonó y Barwell cayó al
suelo; cayó en la corriente de conciencia y más allá aún, en la
burbujeante negrura de la corriente de inconsciencia donde no había
cabezas de piedra ni ojos esmeraldinos. Donde no había, ya nunca
más, ningún Barwell...
De manera que Chuck permaneció sobre el
cuerpo de su amigo caído, al pie de la gran cabeza de piedra;
permanecer y sonreír triunfalmente mientras el humo de la
combustión ascendía como delante del altar de algún dios.
Y como un dios gigantesco, la piedra aceptó
el sacrificio. Sin creerlo, Chuck presenció lo increíble: vio
hendirse la roca, vio abrirse un buche montañoso mientras la cabeza
se sumergía y era tragada.
Luego, la arena quedó lisa de nuevo. El
cuerpo de Barwell había desaparecido.
La realidad cayó brutalmente sobre él. Chuck
se dio la vuelta para correr, sabiendo que las cabezas estaban
vivas. Mientras corría se imaginó que aquellas ciclópeas criaturas
se abrían paso por entre la arena, nadando bajo la superficie de la
explanada... emergiendo a voluntad para
supervisar el silencio de sus áridos dominios. Pudo ver una gran
garra de piedra emerger y tantear en busca de la nave; supo
entonces lo que significaban las abolladuras del costado del navío.
Eran simplemente señales de dientes
gigantescos. Dientes en una boca que saboreaba y desechaba; una
mano había volcado la nave lateralmente como un juguete que flotara
sobre el lago de arena.
Por un momento, Chuck pensó como Barwell
pensaba, y a continuación el pensamiento fue transformado en
realidad. Una zarpa gigantesca emergió de la arena ante él,
mientras corría. Localizó a Chuck, lo cogió y lo introdujo en la
moliente boca de piedra.
Hubo el pétreo sonido que la piedra hace
cuando tritura, y a continuación el silencio.
Las cuatro piedras se colocaron en posición
una vez más, contemplando... contemplando la nada. Contemplarían
silenciosamente durante mucho, mucho tiempo a través de sus remotos
ojos de esmeralda, durante lo que puede ser la eternidad para una
piedra.
Más pronto o más tarde, al cabo de mil años
—o un millón, ¿qué importancia tiene?—, arribaría otra nave.