MADRE - Philip José Farmer
—MIRA, madre. El reloj va al
revés.
Eddie Fetts señaló las manecillas del reloj
de la sala de mando, siempre ajustado a la Hora Oficial del Centro,
sin duda porque la mayor parte de la expedición creía que les
recordaría su estado de origen, Illinois, siempre que lo mirasen.
Cuando se viaja por el espacio, una hora es tan buena como
cualquier otra.
—El golpe debe haberlo alterado —dijo la
doctora Paula Fetts.
—¿Cómo ha podido ser?
—No podría decírtelo. No lo sé todo,
hijo.
—¡Oh!
—Bueno, no me mires con esa cara de
decepción. Soy patólogo, no ingeniero electrónico.
—No te enfades, madre. No puedo soportarlo.
No ahora.
Salió de la cabina. Y ella le siguió
angustiada. Haber enterrado a la tripulación y a sus compañeros
científicos había sido una prueba para él. La sangre siempre le
había hecho sentirse enfermo y mareado; apenas pudo controlar sus
manos lo suficiente como para ayudarla a recoger los huesos y las
entrañas desperdigados. Él había querido echar los cadáveres al
horno nuclear, pero ella se lo había prohibido. Los contadores
«Geiger»de la nave estaban repiqueteando estrepitosamente,
anunciando que en la popa había una muerte invisible.
El meteorito que había alcanzado la nave en
el momento en que ésta salía de la Translación al espacio normal,
probablemente había destruido la sala de máquinas. O al menos eso
era lo que ella había logrado entender de las incoherentes frases
de un colega, antes de que éste huyera a la cabina de mando. Ella
había corrido en busca de Eddie. Temía que la puerta de su camarote
estuviera todavía cerrada, pues había estado grabando una cinta con
el aria Inmóvil pende el albatros de
El anciano marinero, de Gianelli.
Por fortuna, el sistema de emergencia había
desconectado todos los circuitos de cierre. Al entrar, le había
llamado, temiendo que estuviera herido. Se encontraba medio
inconsciente en el suelo, pero su desmayo no se debía al accidente.
La causa era un objeto, tirado en un rincón, al habérsele caído de
las manos: un termo con tapón de goma. De la entreabierta boca de
Eddie surgía un olor a whisky de centeno, que ni siquiera las
pastillas habían sido capaces de ocultar.
Secamente, ella le había ordenado levantarse
y meterse en la cama. Su voz, la primera que oía, logró atravesar
la falange de la Vieja Estrella Roja. Se tambaleó, poniéndose en
pie, y aunque ella era más pequeña, logró, por su peso, meterlo en
cama.
Se había recostado junto a él, protegiéndose
mutuamente. Sabía que el viejo bote salvavidas también había sido
destruido y que lo único que podía hacer el capitán era tratar de
descender la nave hasta la superficie del planeta Baudelaire,
cartografiado aunque no explorado. Los demás habían ido a sentarse
tras el capitán, incapaces de ayudarle más que con su silencioso
apoyo.
El apoyo moral no había bastado. La nave
había descendido en un ángulo poco oblicuo y, sin embargo,
demasiado rápidamente. Los motores afectados no pudieron
aguantarla. La proa había sufrido el golpe más duro, y también los
que se encontraban en ella.
La doctora Fetts había mantenido la cabeza
de su hijo apretada contra su regazo, mientras rezaba en voz alta a
su dios y Eddie roncaba y murmuraba entre dientes. Luego se oyó un
ruido similar al que se produce cuando se cierran las puertas del
infierno: un tremendo gong, como si la
nave fuera el badajo de una gigantesca campana tañendo el mensaje
más horrible que el oído humano pudiera concebir. Después... un
estallido de luz cegadora... la oscuridad y el silencio.
Momentos más tarde, Eddie comenzó a gritar
con voz infantil:
—¡No me dejes morir, madre! ¡Vuelve!
¡Vuelve!
La madre estaba inconsciente junto a él,
pero él no lo sabía. Lloró durante un rato, y luego se hundió de
nuevo en su estupor producido por el whisky —si es que alguna vez
había salido de él— y se durmió. Nuevamente la oscuridad y el
silencio.
Era el segundo día después del accidente, si
es que la palabra día puede describir el perpetuo crepúsculo de
Baudelaire. La doctora Fetts seguía a su hijo a todas partes. Sabía
que era muy sensible y que se sobresaltaba fácilmente. Toda su vida
lo había sabido y había tratado de ubicarse entre él y cualquier
cosa que pudiera hacerle daño. Lo había conseguido, pensaba,
bastante bien, hasta hacía tres meses, cuando Eddie se fugara de
casa.
La chica se llamaba Polina Fameux, la actriz
de piernas larguiruchas y pelo rubio, cuya imagen tridimensional,
grabada, había sido enviada a todas las estrellas en las que se
admiraba un poco el talento histriónico y unos pechos bien
desarrollados. Como Eddie era un celebrado barítono de la
metrópoli, el matrimonio había provocado tal ruido que todavía el
eco sacudía la Galaxia civilizada.
A la doctora Fetts le había sentado muy mal
esta fuga, pero había sabido ocultar su dolor bajo una máscara de
sonrisas. No le dolía el tener que separarse de él; a fin de
cuentas ya era todo un hombre y no un crío, aunque, aparte de las
temporadas del Metropolitan y de sus giras, nunca se había separado
de él desde los ocho años de edad.
Eso había ocurrido durante la luna de miel
con su segundo marido. Y aun entonces la separación no había durado
mucho porque Eddie se había puesto muy enfermo y ella había tenido
que volver para cuidarle, pues el niño insistía en que ella era la
única que podía sanarlo de veras. Además, no se podía decir que
todos los días de ópera fueran días de separación total, pues cada
noche la llamaba por el video y mantenían una larga conversación,
sin importar el coste de tales comunicaciones.
La expectación causada por el matrimonio de
su hijo se vio aumentada una semana más tarde. Se trataba de la
noticia referente a la separación del matrimonio. Dos semanas
después, Polina solicitaba el divorcio alegando incompatibilidad de
caracteres. Los documentos le fueron entregados a Eddie en el
apartamento de su madre. Ella estaba de regreso el día en que él y
Polina habían decidido que «no se aguantaban». O, según le declaró
a su madre, que «no podían continuar juntos».
La doctora Fetts sentía, obviamente, mucha
curiosidad por conocer las razones de la separación, pero, como
ella misma explicaba a sus amigos, «respetaba el secreto»,
diciéndole además que ya llegaría la hora en que él se lo confiara
todo. La «depresión nerviosa» de Eddie se produjo poco después.
Estaba muy irascible, voluble y deprimido, y aún empeoró más el día
en que un mal amigo le dijo que cada vez que Polina oía su nombre
se reía a carcajadas. El amigo añadió que la tal Polina había
prometido contar algún día la historia de su breve unión.
Aquella noche, su madre tuvo que llamar a un
médico.
En los días que siguieron, pensó abandonar
su puesto como patólogo investigador en De Kruif para dedicar todo
el tiempo a su hijo y lograr que volviera de nuevo a ser como
antes. Que no se hubiera decidido al cabo de una semana, era ya
signo de la lucha que se producía en su interior. Acostumbrada a
una rápida consideración y solución de un problema, no podía
aceptar la investigación sobre la regeneración de los
tejidos.
Justamente, en el momento en que estaba a
punto de decidirlo a cara o cruz, algo que para ella era increíble
y vergonzoso, fue llamada por su superior. Éste le comunicó que
había sido elegida para ir con un grupo de biólogos en un viaje de
investigación a diez sistemas planetarios seleccionados de
antemano.
Encantada, había tirado los papeles con los
que habría podido meter a su hijo en una clínica. Y, puesto que era
bastante conocida, había utilizado su influencia y buen nombre para
conseguir que el gobierno permitiera a su hijo que la acompañara.
Aparentemente, iba a realizar una investigación sobre el desarrollo
de la ópera en los planetas colonizados por los terrícolas. Que el
yate no visitara ningún planeta colonizado no parecía preocupar
mucho al departamento. Pero no era la primera vez en la historia
del gobierno que su mano derecha ignoraba lo que hacía la
izquierda.
En realidad, iba a ser «reconstruido» por la
madre, que consideraba que su terapia era superior a las vigentes:
A, F, J, R, S, K, H. Era verdad que algunos de sus amigos contaban
maravillas de algunas de esas técnicas denominadas con símbolos,
pero, por otra parte, sabía de dos amigos íntimos que las habían
probado todas, sin conseguir el menor resultado de ninguna.
A fin de cuentas, decidió, ella era su madre
y- podía hacer más que nadie; él era carne de su carne, sangre de
su sangre. Aparte, no estaba tan enfermo. Lo único que ocurría era
que en ciertas ocasiones se sentía tremendamente deprimido, y hacía
escenas inverosímiles arguyendo su deseo suicida, o bien se sentaba
para contemplar el espacio. No obstante, ella sabía cómo
manejarlo.
Por ello le seguía ahora desde el lugar del
reloj que iba al revés hasta su cuarto. Y vio cómo entraba, miraba
y se volvía a ella con el rostro contraído.
—Neddie está destrozado, madre.
Completamente destrozado.
Ella miró el piano. Se había salido de los
soportes de la pared a causa del choque, destrozándose contra la
pared opuesta. Para Eddie no era precisamente un piano, sino
Neddie. Daba un nombre familiar a cada objeto que entraba en su
área durante un tiempo. Era como si saltase de un nombre a otro,
como un antiguo marinero que se sintiese perdido de no encontrar
puntos familiares en la costa. De otro modo, era como si Eddie
fuera a la deriva en medio de un caótico océano, anónimo y sin
forma.
O, utilizando una analogía que le cuadraba
mejor, era como el hombre de vida nocturna que se siente ahogado a
menos que vaya de mesa en mesa en el club, de un grupo conocido a
otro, evitando las figuras sin rostro de las mesas
desconocidas.
No lloró por Neddie. Ella habría deseado que
lo hiciera, pues durante todo el viaje se había mostrado apático.
Ni siquiera el esplendor sin par de las estrellas desnudas, ni la
inexpresable extrañeza de los planetas desconocidos lograron
sacarle de su estado por mucho tiempo. ¡Si al menos llorase o riese
con fuerza, o reaccionase violentamente ante los sucesos! Hasta
hubiera preferido que, dominado por la ira, la hubiera golpeado o
insultado.
Pero no, ni siquiera durante la recogida de
los cuerpos mutilados, cuando por un momento pareció que fuera a
vomitar, había dejado expresar la necesidad de una reacción física.
Ella sabía que si se desataba se sentiría mejor, porque en ese caso
se liberaría de buena parte de su molestia psíquica y también
física.
Pero el caso era que no lo había hecho.
Había continuado recogiendo carne y huesos dentro de las grandes
bolsas de plástico, con mirada de resentimiento y mal humor.
Ahora esperaba que la pérdida del piano le
hiciera llorar y estremecerse. Entonces podría estrecharle entre
sus brazos y darle protección. Volvería a ser su pequeña criatura,
temerosa de la oscuridad, del perro muerto por un coche, que busca
en sus brazos la seguridad inequívoca, el cariño.
—No te preocupes —dijo ella—. Cuando vengan
a por nosotros, te compraré otro.
—¡Cuándo...!
Alzó las cejas y se sentó al borde de la
cama.
—¿Qué vamos a hacer?
Ella se mostró enérgica y eficiente.
—La ultrarradio se puso a funcionar en el
momento en que nos golpeó el meteorito. Si sobrevivió al choque,
todavía debe de estar lanzando mensajes de socorro. De lo
contrario, nada podemos hacer, pues no sabemos cómo
repararla.
—Sin embargo, es posible que en los últimos
cinco años, desde que este planeta fue cartografiado, otras
expediciones hayan aterrizado aquí. No de la Tierra, sino de alguna
de las colonias. O de planetas no humanos. ¿Quién sabe? Vale la
pena comprobarlo. Vamos a verlo.
Una sola mirada bastó para destruir sus
esperanzas sobre la ultrarradio. Había sido machacada y rota hasta
ser irreconocible como máquina que lanzaba ondas más rápidas que la
luz a través del no-éter.
La doctora Fetts dijo con falso tono de
ánimo:
—Bueno, esto es todo. ¿Qué importa? Vamos al
almacén y veremos.
Eddie se encogió de hombros y la siguió.
Allí, la doctora insistió en que cogiesen un panradio. Si por
alguna razón tenían que separarse, siempre podrían establecer
comunicación mediante los LS —los localizadores de sentido que
llevaban acoplados— y localizarse. Habiéndolos utilizado otras
veces, conocían la capacidad de los instrumentos y lo esenciales
que eran en las exploraciones o incursiones.
Los panradios eran cilindros de poco peso,
de unos setenta y cinco centímetros de altura y veinte de diámetro.
Llenos, contenían los mecanismos de un par de docenas de aparatos
distintos. Nunca se quedaban sin energía porque las baterías se
recargaban con la electricidad corporal de los propios usuarios y
eran prácticamente indestructibles, pues funcionaban bajo las más
adversas condiciones, incluso bajo el agua, o en medio del frío y
el calor extremos.
La doctora Fetts insistió en que sujetasen
las muñecas izquierdas a los cilindros siempre que estuviesen fuera
del yate. De este modo no se caerían ni perderían el contacto.
Eddie pensó que tal precaución era ridícula, pero no dijo
nada.
Permaneciendo lejos del costado de la nave
que tenía el gran agujero, sacaron sus panradios. Eddie investigó
las ondas largas mientras la madre movía el dial que controlaba las
ondas cortas. No es que esperaran oír algo, pero la búsqueda era
mejor que no hacer nada.
Al encontrar vacías las frecuencias de onda
modulada, Eddie cambió a las continuas. Le asombró un sonido de
cadencia repetida.
—¡Madre! ¡Hay algo en los mil kilociclos!
¡Sin modular!
—Claro, hijo —dijo ella, un tanto exasperada
pese a su alegría—. ¿Qué quieres esperar de una señal
radiotelegrafica?
Encontró la banda en su propio cilindro. Él
la observó con mirada ausente.
—No sé nada de radio, pero esto no es
morse.
—¿Cómo? ¡Sin duda te equivocas!
—No creo.
—¿Sí o no? ¡Por Dios, hijo, decídete de una
vez!
Aumentó el volumen. Aunque no era necesario,
arrimó la cabeza para oír. Como ambos habían estudiado galactomorse
a través de las técnicas de hipnopdeagogía, ella confirmó en
seguida lo que él había dicho.
—Tienes razón. ¿Qué crees que pueda
ser?
Su entrenado oído escuchó las
vibraciones.
—No únicamente punto y raya. Hay cuatro
longitudes de tiempo, seguidas.
Se mantuvo escuchando.
—Incluso tiene un cierto ritmo. Puedo
distinguir grupos definidos. ¡Ah, éste es la sexta vez que lo oigo!
Y este otro, y también éste.
La doctora Fetts agitó su rubia cabeza. No
podía distinguir otra cosa que una serie de zumbidos. Admitía que
había ritmo en ella, pero aun después de esforzarse por identificar
algunas unidades, no las reconocía cuando las volvía a oír. Bueno,
se encogió de hombros. Era negada para la música. Sin embargo,
Eddie había heredado las cualidades de su padre.
Miró la aguja del LS.
—Viene del noreste desde el este.
¿Intentamos localizarlo?
—Claro —dijo ella—. Pero será mejor que
comamos algo primero. No sabemos lo lejos que está, ni tampoco lo
que encontraremos allí. Mientras preparo una comida caliente, tú
dispón el equipo para un viaje.
—De acuerdo —dijo él, con más entusiasmo del
que demostrara hasta entonces. Cuando regresó su madre, engulló el
plato que le había preparado en la cocina, indemne tras la
colisión.
—Siempre haces unas comidas excelentes
—dijo.
—Gracias. Me sorprende ver el hambre que
tienes. Y me alegra. Creí que todo esto te iba a poner
enfermo.
El hizo una vaga pero enérgica señal con la
mano.
—Ya sabes, la llamada de lo desconocido y
todo lo demás. Tengo el presentimiento de que las cosas van a ir
mucho mejor de lo que esperábamos. Mucho mejor.
Ella se le acercó y le olió el aliento. Olía
limpio, ni siquiera se notaba el olor a comida. Eso significaba que
había tomado clorofila, o que a escondidas probaba algún oculto
potingue. De otro modo, ¿cómo explicar su desenfado ante los
peligros posibles? No era una actitud normal. No dijo nada porque
sabía que si trataba de esconder una botella entre sus ropas o en
la mochila, mientras buscaban la fuente de las señales de radio,
ella la encontraría pronto. Y se la quitaría. Él no protestaría.
Simplemente, dejaría que se la quitase de su mano inerte, mientras
los labios se le hinchaban de resentimiento.
Ambos salieron, llevando mochilas y
panradios. Él se había colgado un arma al hombro y ella el pequeño
maletín negro que contenía el equipo médico y de laboratorio. El
mediodía de finales de otoño estaba inundado por un débil sol rojo
que apenas si se lograba ver a través de la densa cortina de nubes.
Su estrella gemela, más pequeña y de color lila, se estaba
ocultando por el horizonte del noroeste. Caminaban en una especie
de brillante atardecer, lo mejor que podía encontrarse en
Baudelaire. Y no obstante, a pesar de la ausencia de luz, el aire
estaba demasiado caliente. Aquello era un fenómeno común en ciertos
planetas situados más allá de la nebulosa del Caballo, fenómeno
que, aunque se estaba investigando, aún carecía de
explicación.
El paisaje era montañoso y tenía muchos
desfiladeros profundos. Aquí y allá aparecían promontorios lo
bastante altos y escarpados como para considerarse incipientes
montañas. Y teniendo en cuenta las asperezas del terreno, había una
sorprendente cantidad de flora. Todas las hojas, relativamente
grandes, giraban hacia el sol con la esperanza de recibir la mayor
cantidad de luz posible.
De cuando en cuando, mientras los dos
terrícolas atravesaban ruidosamente el bosque, pequeños animales
multicolores, semejantes a insectos, y criaturas parecidas a los
mamíferos, se deslizaban de una madriguera a otra. Eddie decidió
descolgar su arma y llevarla apoyada en el antebrazo. Luego,
después de verse obligados a subir y bajar por recortadas colinas y
a abrirse camino por entre los matorrales que se volvían
inesperadamente espesos, se la volvió a colgar del hombro.
A pesar de sus esfuerzos, no se cansaron en
seguida.
Pesaban casi diez kilos menos de lo que
habrían pesado en la Tierra y, aunque el aire era menos denso, por
alguna extraña razón era más rico en oxígeno.
La doctora Fetts caminaba al mismo ritmo que
Eddie y, aunque era treinta años mayor que él, hasta de cerca
pasaría por la hermana mayor de aquel joven de veintitrés años. Las
píldoras contra la vejez se encargaban de ello. Y, no obstante, él
la trataba con toda la gentileza y caballerosidad que se merece una
madre, ayudándola en las pendientes inclinadas, aunque las subidas
no hacían que su pecho exigiese una mayor cantidad de aire.
Se detuvieron en una ocasión, a la orilla de
un riachuelo, para orientarse.
—Las señales han cesado —dijo él.
—Claro —replicó ella.
En aquel momento, el radar incluido en los
panradios comenzó a lanzar agudas señales. Automáticamente, ambos
alzaron la vista.
—No hay ninguna nave en el cielo.
—Tampoco puede venir de aquellas colinas
—señaló ella—. Allí no hay sino una roca sobre cada cima.
—Sin embargo, viene de allí, supongo. ¡Oh,
oh! ¿Has visto eso? Parecía como si un gran tallo hubiera sido
movido tras aquella roca.
Ella miró bajo la pálida luz.
—Creo que imaginas muchas cosas, hijo. Yo no
he visto nada.
Entonces, en tanto persistía el sonido
metálico, comenzó otra vez el zumbido intermitente. No obstante,
tras un estallido sonoro, cesaron ambos.
—Subamos a ver qué es lo que se distingue
—propuso ella.
—Qué raro —dijo él.
Ella no contestó.
Vadearon el arroyo y comenzaron el ascenso.
A mitad de camino, se detuvieron asombrados ante la persistencia de
algún fuerte olor, arrastrado por el viento.
—Huele como una jaula llena de monos —dijo
él.
—Excitados —dijo ella. Aunque él tenía mejor
oído, ella poseía mejor olfato.
Continuaron ascendiendo. El radar comenzó a
sonar de nuevo con su tono histérico y constante. Atónito, Eddie se
detuvo. El LS indicaba que los impulsos del radar no procedían,
como antes de la colina a la que ascendían, sino de otra situada
más allá del valle. De repente, el panradio quedó silencioso.
—¿Y ahora?
—Hay que acabar lo comenzado. Primero esta
colina. Luego la otra.
El se encogió de hombros y se apresuró tras
el alto y esbelto cuerpo de ella, embutido en un mono. Seguía
literalmente su olfato. Y nada podía detenerla. Justo antes de
llegar al peñasco, que tenía el tamaño de una casa pequeña y que
coronaba la cima, logró alcanzarla. Ella se había detenido para
contemplar estudiosamente la aguja del LS, que osciló ampliamente
antes de detenerse en zona neutral. El olor a jaula de monos se
hizo ahora muy fuerte.
—¿Supones que pueda tratarse de alguna
especie de mineral capaz de emitir ondas de radio? —preguntó ella,
decepcionada.
—No. Esos grupos eran semánticos. Y el
olor...
—Entonces...
No sabía si sentirse complacido o no, pues
ella, repentina, pero de forma evidente, le había pasado la
responsabilidad y la acción. Le invadió el orgullo y una cierta
sensación de empequeñecimiento. Pero se sentía contento. Se sentía,
pensó, como si estuviera a punto de descubrir lo que había estado
buscando durante largo tiempo. ¿Y qué era lo que había estado
buscando? Esto no podía decirlo. Pero estaba excitado y no del todo
temeroso.
Empuñó el arma, una combinación de escopeta
y fusil de dos cañones. El panradio estaba silencioso.
—Tal vez ese peñasco oculta alguna red de
espionaje —dijo. Aquello le sonó estúpido incluso a sí mismo.
Tras él, su madre boqueaba. Se giró y alzó
el arma, pero no había nada contra qué disparar. Ella estaba
señalando la cima de la colina, situada al otro lado del valle,
temblando y diciendo algo incoherente.
Podía ver una larga y delgada antena que, al
parecer, se proyectaba desde la monstruosa roca situada allí. Al
mismo tiempo, dos pensamientos se disputaron el lugar preferente en
su cabeza: uno, que debía ser algo más que una coincidencia que
ambas colinas tuvieran sus cimas de estructura rocosa tan idéntica,
y dos, que la antena debía haberse movido hacía poco, pues estaba
seguro de no haberla visto la última vez que había mirado hacia
allí.
Nunca logró decirle a ella sus conclusiones,
pues algo delgado y flexible le agarró por la espalda. Elevado en
el aire, fue conducido hacia atrás. Dejó caer el arma y trató de
agarrar los tentáculos que le sujetaban para arrancarlos con sus
manos desnudas. No pudo conseguirlo.
Tuvo una última visión de su madre corriendo
colina abajo. Luego, cayó una cortina y se vio sumido en una
completa oscuridad.
Antes de poder darse cuenta de lo que había
pasado, Eddie sintió que, todavía suspendido, era girado. No podía
estar seguro, naturalmente, pero pensó que estaba dando la cara
exactamente a la dirección opuesta. Simultáneamente, los tentáculos
que atenazaban sus brazos y piernas se soltaron. Tan sólo
continuaba cogido por la cintura. Lo apretaban tan fuertemente que
gritó de dolor.
Luego, golpeando con los tacones alguna
sustancia elástica, fue conducido hacia delante. Detenido,
enfrentado a no sabía qué horrible monstruo, se vio de repente
asaltado, no por un pico aguzado, o un colmillo o cuchillo, o
cualquier otro instrumento cortante o triturador, sino por una
densa nube del mismo olor a monos.
En otras circunstancias habría vomitado.
Ahora no se concedió tiempo para que su estómago considerase tal
posibilidad. El tentáculo lo elevó aún más y lo lanzó contra algo
blando y elástico: algo relacionado con carne y mujer, casi
semejante a un seno por su tacto, suavidad y calor, y hasta por su
leve curvatura.
Se apoyó con las manos y pies para ofrecer
resistencia, pues pensó por un momento que iba a ser hundido,
cubierto totalmente, engullido y digerido. El pensamiento de una
gigantesca ameba escondida en aquella roca hueca o cascarón le hizo
agitarse y gritar, y dar empujones a la sustancia
protoplásmica.
Pero no sucedió nada de eso. No fue hundido
en ningún agujero absorbente y cenagoso que lo despojaría de su
piel y de su carne, para luego disolver sus huesos o escupirlos.
Simplemente, fue empujado repetidamente contra la suave hinchazón.
Cada vez que él empujaba, pateaba o golpeaba. Tras una docena de
esos actos aparentemente inmotivados, fue apartado, como si lo que
estuviera moviéndole, se hubiera quedado perplejo por su
comportamiento.
Había dejado de gritar. Los únicos sonidos
eran ahora sus jadeos, el zumbido y el continuo tintineo del
panradio. En el mismo momento en que se dio cuenta de ello, los
zumbidos cambiaron de intensidad y se convirtieron en una
modulación reconocible: tres unidades que sonaban una y otra
vez.
—¿Quién es usted? ¿Quién es usted?
Claro que también podía haber sido:
—¿Qué es usted? —O—: ¡Qué mierda! —O—:
Nov smoz ka pop?
O nada, hablando semánticamente.
Pero no creía que fuera esto último. Y,
cuando fue dejado suavemente en el suelo, estaba seguro de que la
criatura estaba emitiendo alguna comunicación, o al menos tratando
de hacerlo, destinada a él.
Fue este pensamiento el que evitó que
empezase a chillar otra vez en la oscura y pestilente cámara,
donde, a ciegas, buscaba instintivamente una salida. Dominó su
terror y abrió una pequeña trampilla en el costado del panradio,
introduciendo en ella su dedo índice. Entonces lo colocó sobre un
pulsador y, tras un momento, cuando cesó la transmisión, devolvió
lo mejor que supo los impulsos que había
recibido. No era necesario que encendiese la luz y girase el
dial para ponerlo a mil kilociclos. El instrumento buscaría
automáticamente la frecuencia por la que había estado
recibiendo.
Lo más extraño de todo era que su propio
cuerpo estaba temblando de una manera descontrolada a excepción de
una parte. Esta parte era su dedo índice, la única parte que
parecía tener una función definida en esta situación totalmente
absurda. Era la parte de él que estaba ayudándole a sobrevivir, la
única que sabía cómo hacerlo en aquel instante. Incluso su mismo
cerebro no parecía tener conexión con el dedo. Aquel dedo tenía
vida propia, y el resto del cuerpo parecía estar simplemente
adherido a él.
Cuando hizo una pausa, el transmisor empezó
de nuevo. Esta vez las unidades eran irreconocibles. Había un
cierto ritmo en ellas, pero no podía saber lo que significaban.
Mientras tanto, el LS continuaba con su sonido continuo y vibrante.
Algo, en alguna parte de aquel agujero oscuro, mantenía un rayo
tirante sobre él.
Apretó el botón de la parte superior del
panradio, y la linterna que llevaba incorporada iluminó el área
situada frente a él. Vio una pared de una sustancia gomosa de color
rojo grisáceo, y en la pared una protuberancia aproximadamente
circular, de color gris claro, y de un metro veinte de diámetro. A
su alrededor, y con aspecto de medusa, estaban enrollados doce
tentáculos muy largos y delgados. Aunque temía que si les daba la
espalda los tentáculos lo asieran de nuevo, su curiosidad le hizo
girar y examinar a través del brillante haz sus alrededores. Se
encontraba en una cámara en forma de cúpula, de unos diez metros de
largo por cuatro de ancho, y de dos a tres metros de altura en la
parte central. Estaba formada por un material de color rojo
grisáceo y liso, salvo a intervalos regulares en los que aparecían
tuberías azules y rojas. Obviamente, se trataba de venas y
arterias.
Una parte, del tamaño de una puerta abierta
en la pared, tenía un corte vertical que la segaba. Estaba bordeada
de tentáculos y supuso que se trataba de una especie de iris,
abierto para engullirle.
Esparcidos por las paredes o colgados del
techo, se veían grupos de tentáculos con forma de estrellas de
mar.
En la parte opuesta al iris había un tallo
largo y flexible con un collar cartilaginoso alrededor de su
extremo libre. Cuando Eddie se movía, también él se movía,
siguiéndole con su punta ciega al igual que una antena de radar
sigue al objeto que está vigilando. Esto era, precisamente. Y a
menos que estuviese equivocado, el tallo también era un
emisor-receptor de ondas continuas.
Paseó la luz por todas partes. Cuando llegó
al extremo más alejado de él, quedó sin aliento. ¡Diez criaturas
agrupadas estaban frente a él! Aproximadamente del tamaño de un
cerdo joven; se parecían más a los caracoles desprovistos de
concha; no tenían ojos, y el tallo que surgía de la frente de cada
uno era un pequeño duplicado del que se hallaba en la pared. No
parecían peligrosos. Sus bocas abiertas eran pequeñas y sin
dientes, y se movían muy lentamente, igual que los caracoles, sobre
un largo banco de carne; un músculo locomotor.
No obstante, si se quedara dormido podrían
dominarlo por la ventaja del número, y aquellas bocas podían babear
algún ácido capaz de digerirlo, o quizás ocultasen algún aguijón
venenoso.
Sus especulaciones fueron violentamente
interrumpidas. Fue asido, alzado, y pasado a otro grupo de
tentáculos, y llevado más allá del tallo-antena, hacia los
caracoloides. Pero antes de llegar a ellos fue detenido frente a la
pared. Un iris, hasta entonces invisible, se abrió. Su luz brillaba
en el interior, pero no podía ver nada sino circunvoluciones de
carne.
Su panradio le dio un nuevo modelo sonoro,
esta vez tableteante. El iris se abrió hasta que fue lo bastante
amplio para admitir su cuerpo, si es que era introducido con la
cabeza por delante, sin que esto importara mucho. Las
circunvoluciones se alinearon, y se convirtieron en un túnel. O una
garganta. De millares de pequeños agujeros emergieron millares de
pequeños y aguzados dientes. Surgieron y volvieron a esconderse, y
antes de que hubieran desaparecido, millares de otras pequeñas
puntas de lanza brotaron y se introdujeron en las mandíbulas
recesivas.
Era como una trituradora de carne.
Más allá del mortífero conjunto, en el
extremo de la garganta, veíase una enorme bolsa de agua, un
verdadero tanque. De él salía humo, y con él llegaba un aroma
similar al del guisado de su madre. Trozos oscuros, presumiblemente carne, y pedazos
vegetales flotaban en la superficie.
Luego se cerró el iris y fue girando para
encarar las babosas. Suavemente, pero sin que hubiera duda posible,
un tentáculo azotó sus nalgas y el panradio zumbó-tableteó una
advertencia.
Eddie no era tonto. Ahora sabía que las
criaturas no eran peligrosas, salvo que las molestase. En tal caso
había visto lo que podía pasar... si no se portaba bien.
De nuevo fue alzado y llevado a lo largo de
la pared, hasta ser empujado contra el punto de color gris
claro.
El olor a jaula de monos, que había
desaparecido, se hizo patente de nuevo. Eddie identificó su
procedencia con un agujero muy pequeño que aparecía en la
pared.
Como no respondía —no tenía ni idea de qué
tenía que responder—, los tentáculos le soltaron tan
inesperadamente que cayó de espaldas. Sin hacerse daño por lo
blando de la carne, se incorporó.
¿Cuál iba a ser el paso siguiente? Explorar
sus recursos. Inventario: el panradio. Un saco de dormir, que no
necesitaría mientras se mantuviese la actual temperatura, demasiado
cálida. Una botella de cápsulas de Viejo Estrella Roja. Un termo de
gravedad cero, con biberón adherido. Una capa de raciones «A-2-Z».
Una cocina plegable. Cartuchos para el fusil de dos cañones, que
ahora se encontraba en el exterior del caparazón de la criatura. Un
rollo de papel higiénico. Cepillo de dientes. Pasta dentrífica.
Jabón. Una toalla. Píldoras: clorofila, hormonas, vitaminas,
longevidad, reflejos y somníferos. Y un cable del grosor de un
cabello, de unos treinta metros de longitud enteramente
desenrollado, conteniendo en su estructura molecular un centenar de
sinfonías, ochenta óperas, mil tipos distintos de piezas musicales
y dos mil grandes libros que iban desde Sófocles a Dostoyevski,
Hammet y Henry Miller, hasta el último best-seller. Todo esto podía
oírse por el panradio.
Lo introdujo; apretó el botón apropiado y
dijo:
—La grabación de Che
gelida mattina, de Puccini, por Eddie Fetts, por favor.
Y mientras escuchaba aprobadoramente su
magnífica voz, abrió una lata que había encontrado en el fondo de
la mochila. Su madre había puesto en ella la comida que había
sobrado de lo que preparase en la nave.
Sin saber todavía lo que ocurría, y no
obstante estando seguro de ello, por alguna razón, de que por ahora
estaba a salvo, masticó la carne y los vegetales alegremente. Eddie
pasaba fácilmente de la náusea al apetito.
Limpió la lata y acabó con unas galletas y
una barra de chocolate. No quería racionar la comida. Mientras
durase, comería bien. Luego, si nada surgía... Pero, en ese caso,
se aseguró a sí mismo, mientras se chupaba los dedos, su madre, que
estaba libre, ya habría encontrado para entonces alguna forma de
sacarle del problema. Siempre lo había hecho así.
El panradio, silencioso durante un rato,
comenzó a emitir señales. Eddie iluminó la antena y vio que
apuntaba hacia los caracoloides, a los que, de acuerdo con su
costumbre, había dado un nombre familiar. Los había llamado
Babosos.
Los Babosos se dirigieron hacia la pared y
se pararon junto a ella. Sus bocas, que se encontraban en lo alto
de la cabeza, se abrían como las de los pájaros famélicos. El iris
se abrió y dos labios formaron un conducto. De él fluyó agua
hirviendo y trozos de carne y vegetales. ¡Estofado! Un estofado que
cayó en cada una de las bocas anhelantes.
Así, Eddie aprendió la segunda frase del
lenguaje de Madre Polyfema. El primer mensaje había dicho: «¿Qué es
usted?» Esto era: «¡Venid y cogedlo!»
Hizo un experimento. Tecleó una repetición
de lo que acababa de oír. Inmediatamente, los Babosos, excepto el
que estaba siendo alimentado en aquel momento, se giraron hacia él
y caminaron unos pasos antes de detenerse, asombrados.
Dado que era Eddie quien emitía, los Babosos
debían tener algún sistema de LS. De otro modo no habrían podido
distinguir entre sus impulsos y los de su madre.
A continuación, un tentáculo golpeó a Eddie
en la espalda, arrojándole al suelo. El panradio zumbó su tercer
mensaje inteligible:
—¡Nunca repitas eso!
Incluso un cuarto, al que los diez retoños
obedecieron girando y reasumiendo sus antiguas posiciones:
—Por aquí, niños.
Sí, eran las crías, viviendo, comiendo,
durmiendo, jugando y aprendiendo a comunicarse en el seno de su
madre: la Madre. Eran la descendencia móvil de aquella enorme
entidad inmóvil que había cazado a Eddie como un sapo caza a una
mosca. La Madre. Ella que alguna vez había sido un Baboso, hasta la
hora de su desarrollo, y había sido expulsado del seno de su madre,
y que, rodando como una bola, había caído por la ladera de su
colina natal, se había extendido al pie de la misma y había reptado
hasta llegar a la siguiente colina; luego había bajado por ella y
continuado hasta encontrar el cascarón vacío de un adulto fenecido,
o, si deseaba ser un ciudadano de primera clase en su sociedad, y
no una simple inquilina sin prestigio, hasta ocupar la cima desnuda
de una colina elevada, o un promontorio que se alzaba sobre una
gran extensión de terreno, recostándose allí...
Y allí había depositado numerosos filamentos
capilares en el suelo, y en las fisuras de las rocas, filamentos
que extendían sustancias del grueso de su cuerpo, y que crecían y
se extendían hacia abajo y se ramificaban en otros filamentos
secundarios. Muy por debajo de tierra, las raíces realizaban su
química del instinto: buscaban y hallaban el agua, el calcio, el
hierro, el cobre, el nitrógeno, los carbonos; también encontraban
los gusanos, las larvas y los insectos, extrayéndoles los secretos
de sus grasas y proteínas, separando la sustancia deseada en
oscuras partículas coloidales, abriéndolas por las cañerías de los
filamentos de vuelta al pálido y adelgazado cuerpo tendido en un
espacio llano sobre un farallón, una colina, un picacho.
Allí, usando de los craneotipos almacenados
en las moléculas del cerebelo, su cuerpo tomaba los elementos como
si fueran ladrillos y con ellos construía un caparazón muy delgado
con el material más a mano. Un escudo lo bastante grande como para
poder expansionarse hasta llenarlo, mientras sus enemigos
naturales, los hambrientos y feroces animales de presa que erraban
por el penumbroso Baudelaire, lo olisqueaban y raspaban en vano con
sus garras.
Luego, cuando su siempre creciente masa
estaba ya apretada, reabsorbía el exoesqueleto. Y si ningún
colmillo la encontraba en los pocos días que duraba este proceso,
construía otro más grande. Y así una docena de veces, si no
más.
Hasta que se hubiera convertido en el
monstruoso y muy distinto cuerpo de una hembra adulta y virgen. El
exterior estaría compuesto por la materia que tanto se parecía a la
roca, y que realmente era piedra: o granito, o diorita, o mármol, o
basalto, o simple pizarra. O, en ciertas ocasiones, hierro, vidrio,
celulosa.
En su interior se hallaba el cerebro,
localizado en el centro, probablemente tan grande como el de un
hombre. Rodeándolo, había toneladas de diversos órganos: el sistema
nervioso, el poderoso corazón, o corazones, los cuatro estómagos,
los generadores de ondas largas y cortas, los riñones, los
intestinos, la tráquea, los órganos olfativos y gustativos, la
fábrica de perfumes que producía olores con los que atraer animales
y pájaros lo bastante cerca como para capturarlos, y el enorme
seno. Y las antenas: la pequeña del interior, para enseñar y
vigilar las crías, y el largo y poderoso tallo exterior, que se
proyectaba desde lo alto del cascarón, retráctil si había
peligro.
El siguiente paso era el que iba de virgen a
Madre. De tipo inferior a tipo superior, como era designado en su
lenguaje de impulsos por una pausa más larga antes de la palabra.
Hasta que no había perdido su virginidad no podía alcanzar un
puesto elevado de su medio social. Sin modestia, sin ruborizarse,
ella misma realizaba la propuesta, aceptaba, se rendía.
Tras lo cual se comía a su pareja.
El reloj del panradio le dijo a Eddie que
se encontraba en su trigésimo día de prisión. Se sintió asombrado,
no porque esto ofendiese su moral, sino porque él mismo había sido
considerado como pareja. Y como comida.
Su dedo tecleó:
—Dime, oh Madre, lo que quieres decir.
No se había preguntado antes cómo podía
reproducirse una especie que no tenía machos. Ahora lo averiguó.
Para Las Madres, todas las criaturas excepto ellas mismas eran
machos. Las Madres permanecían inmóviles y femeninas. Los seres
móviles eran machos. Eddie había sido móvil, luego era un macho- Se
había acercado a esta curiosa madre en la época del apareamiento,
esto es, durante la crianza de una carnada. Ella lo había detectado
mientras se acercaba por la orilla del riachuelo, en el fondo del
valle. Cuando estaba al pie de la colina, había percibido su olor.
Era nuevo para ella. Lo más cercano a él que podía encontrar en sus
centros de memoria fue una bestia similar a él. Por su descripción,
se imaginó que debía ser un mono. Así que había emitido de su
repertorio oloroso su aroma de atracción. Cuando cayó en la trampa,
ella lo había atrapado.
Se suponía que debía atacar el punto de
concepción, aquel promontorio de color gris claro en la pared.
Cuando lo hubiera rasgado y cortado lo bastante para iniciar las
misteriosas operaciones del embarazo, él hubiera sido lanzado a su
iris-estómago.
Afortunadamente, él no disponía ni de pico
afilado, ni de colmillos, ni de garras. Y ella había recibido sus
señales devueltas por el panradio.
Eddie no entendía por qué era necesario usar
un móvil para el apareamiento. Una Madre era lo suficientemente
inteligente como para tomar una piedra afilada y atacar el punto
ella misma.
Le hizo entender que la concepción no
comenzaría a menos que fuese acompañada por cierta sensación
nerviosa: un frenesí y su satisfacción. El porqué de la necesidad
de este estado emocional era algo que la Madre no sabía.
Eddie trató de explicarle cosas tales como
genes y cromosomas, y por qué tenían que estar presentes en las
especies muy desarrolladas con el fin de tener diferencias y
selecciones de características favorables y abrir las puertas a los
cambios evolucionados.
La Madre no comprendió.
Eddie se preguntó si el número de rasguños y
cortes en el punto apropiado correspondería con el número de crías.
O si había un amplio número de potencialidades en las cintas
hereditarias colocadas bajo la piel de la concepción. Y si la
irritación producida al azar y la consecuente estimulación de los
genes equivaldría a la combinación casual de los genes en el coito
entre el macho y la hembra humanos, resultando crías con
características que eran el producto de uniones y disimilaridades
entre las de los progenitores.
¿O el inevitable devorar del móvil tras el
acto tenía otro significado aparte de ser un reflejo emocional y
nutritivo? ¿Indicaba que el móvil cogía los dispersos nódulos
genéticos como si fueran semillas, junto con la piel rota, entre
sus garras y colmillos, y que esos genes sobrevivían al hervor del
estómago del estofado, y que luego eran pasados en las heces? ¿Era
posible que los animales y los pájaros las cogiesen con sus picos,
dientes o garras, y luego, al ser capturados por otras Madres, en
este apareamiento indirecto, pasasen los agentes de la transmisión
de la herencia a los puntos de concepción al atacarlos, raspando y
dejando los nódulos en la piel y la sangre de la hinchazón, al
tiempo que recogían otros? Luego, los móviles eran comidos,
digeridos y defecados en ese oscuro pero ingenioso ciclo
interminable, asegurando así el continuo y azaroso combinar de los
genes, las posibilidades de variación en las crías, las
oportunidades de mutación, etc. ¿Era todo esto posible?
La Madre le transmitió que estaba
asombrada.
Eddie lo dejó estar. Nunca lo sabría.
¿Importaba acaso?
Decidió que no, y se levantó, dejando la
posición prona, para pedir agua. Ella ahuecó el iris y escupió un
tibio cuartillo a su termo. Él dejó caer una píldora, la agitó
hasta que se disolvió y bebió una imitación bastante aceptable de
Viejo Estrella Roja. Prefería que la bebida fuera fuerte y
poderosa, aunque habría podido conseguir suavizarla. Lo que quería
eran resultados rápidos. El sabor no le importaba, pues le
desagradaban todos los sabores alcohólicos, de modo que bebía igual
que los borrachos, estremeciéndose lo mismo que ellos, cambiando su
nombre por el de Viejo Estrella Roja, y maldiciendo el destino que
lo había hecho caer tan bajo como para tragar aquella porquería. La
bebida calentó su estómago, esparciéndose rápidamente por sus
miembros y su cabeza, helada tan sólo por la creciente escasez de
la cápsula. Cuando se le acabasen, ¿qué pasaría? En esos momentos
echaba mucho de menos a su madre.
El pensar en ella le hizo derramar algunas
lágrimas. Dio un suspiro y bebió un poco más, y cuando el mayor de
los Babosos se le acercó para que le rascara la espalda le dio en
su lugar un trago de Viejo Estrella Roja. Baba para el Baboso.
Despreocupadamente, se preguntó que efecto tendría la afición al
alcohol en la raza, cuando las vírgenes se convirtieran en
Madres.
Y en ese momento fue sacudido por lo que
pareció una maravillosa idea salvadora. Aquellas criaturas podían
absorber los elementos deseados de la tierra, y con ellos duplicar
estructuras moleculares extremadamente complejas. Siempre que,
naturalmente, tuvieran una muestra de la sustancia deseada para
analizarla en algún extraño órgano.
Y bien, ¿qué otra cosa más fácil que darle
una de sus queridas cápsulas? Una se podía convertir en muchas.
Eso, con la abundancia de agua, que era bombeada por los huecos
filamentos subterráneos desde el cercano arroyo, sería suficiente
para que cualquier destilería palideciese de envidia.
Se lamió los labios y ya estaba a punto de
teclear su petición, cuando lo que ella transmitía penetró en su
mente.
Bastante irritada le decía que su vecina del
otro lado del valle estaba alardeando, porque también ella tenía
prisionero a un ente móvil que podía comunicarse.
Las Madres tenían una sociedad tan
jerárquica como el protocolo de un banquete en Washington o el
orden de comida en un gallinero. El prestigio era lo que contaba, y
el prestigio estaba determinado por la potencia de emisión, la
altura de la prominencia sobre la que se hallaba la madre, que
gobernaba la extensión territorial abarcada por su radar, y la
abundancia de novedades y la agudeza para la conversación. La
criatura que había capturado a Eddie era una Reina. Tenía primacía
sobre unas treinta de su especie. Todas ellas tenían que dejarla
emitir primero y ninguna se atrevía a iniciar su emisión hasta que
ella no hubiese terminado. Entonces comenzaba la siguiente en la
jerarquía y así a lo largo de la línea. Cualquiera de ellas podía
ser interrumpida en cualquier momento por la Número Uno, y si
alguna del escalón inferior tenía algo interesante que comunicar,
siempre podía interrumpir a la que estaba emitiendo y pedir permiso
a la Reina para contar su historia.
Eddie sabía esto, pero no podía escuchar
directamente la charla entre colinas. El grueso caparazón de
pseudo-granito le impedía hacerlo y esto hacía que dependiera del
talle interno para recibir información.
De vez en cuando, la Madre abría la puerta y
permitía que sus crías se deslizasen al exterior. Allí practicaban,
emitiendo y recibiendo, con los Babosos de la Madre situada al otro
lado del valle. Ocasionalmente, aquella Madre se dignaba emitir a
los jóvenes y la protectora de Eddie hacía lo mismo con sus
crías.
Plataforma giratoria.
La primera vez que las crías se habían
deslizado a través del iris de salida, Eddie había tratado, como
Ulises de pasar por una de ellas y arrastrarse en medio de la
manada. Ciega, pero no como Polifemo, la Madre lo había atrapado
con sus tentáculos y lo había metido dentro.
A partir de ese incidente había comenzado a
llamarla Polyfema.
Él sabía que ella había incrementado
enormemente su ya gran prestigio con la posesión de aquel objeto
único: un ente móvil transmisor. Había crecido tanto su importancia
que las Madres de los bordes de su zona pasaron la noticia a las
otras. Antes de que hubiera aprendido su lenguaje, todo el
continente estaba sintonizado. Polyfema se había convertido en una
verdadera redactora de noticias. Miles de millares de habitantes de
las colinas escuchaban ansiosamente sus relatos de las experiencias
con aquella paradoja caminante: un macho semántico.
Aquello había sido magnífico. Pero, hacía
poco, la Madre situada al otro lado del valle había capturado otra
criatura similar, y de un salto se había convertido en Número Dos
en la zona. Y, a la menor ocasión, podría arrebatar la posición
preponderante a Polyfema.
Eddie se excitó enormemente por las
noticias. A menudo había pensado en su madre y se había preguntado
qué era lo que estaría haciendo. Curiosamente, finalizaba muchas de
sus fantasías con murmullos, reprochándola casi inaudiblemente el
haberle abandonado y el no efectuar ningún intento de rescate.
Cuando se daba cuenta de su actitud, se avergonzaba. Y, no
obstante, sus pensamientos estaban teñidos por una sensación de
deserción.
Ahora que sabía que estaba con vida y que
había sido capturada, probablemente mientras intentaba salvarle a
él, se despertó del letargo que lo había hecho últimamente proclive
al sueño. Preguntó a Polyfema si abriría la entrada para que
pudiese hablar directamente con el otro cautivo. Ella dijo que si.
Deseosa de oír una conversación entre dos entes móviles, se mostró
muy dispuesta a cooperar. Después tendría mucho que comentar sobre
tal conversación. Lo único que empañaba su alegría era el pensar
que también la otra Madre iba a tener acceso a esto.
Luego, recordando que aún era la Número Uno
y que sería la primera en emitir los detalles, vibró tanto de
orgullo y éxtasis que Eddie notó cómo temblaba el suelo.
Abierto el iris, lo atravesó y miró al otro
lado del valle. Las faldas de las colinas todavía eran verdes,
rojas y amarillas, como si las plantas de Baudelaire no perdieran
sus hojas durante el invierno. Pero algunos espacios blanquecinos
demostraban que el invierno había comenzado. Eddie tembló ante la
mordedura del aire frío en su piel sin protección. Hacía tiempo que
se había quitado la ropa, a causa del calor que irradiaba el seno;
por otro lado, Eddie, siendo humano, tenía que deshacerse de los
productos de desecho, y Polyfema, siendo una Madre, tenía que
expulsar la suciedad con agua caliente de uno de sus estómagos.
Cada vez que explotaban las válvulas de las tráqueas, surgían
torrentes que arrastraban los elementos no deseados a través de los
esfínteres del iris, y Eddie quedaba empapado. La ropa que se había
quitado, fue arrastrada flotando. Tan sólo sentándose sobre su
mochila, había evitado que ocurriese lo mismo con él.
Luego, él y los Babosos, habían sido secados
por aire caliente bombeado a través de las mismas válvulas, aire
que tenía su origen en la potente batería de pulmones. Eddie estaba
bastante confortable (de cualquier forma, siempre le había gustado
que lo bañaran), pero la pérdida de sus ropas le impedían la fuga.
Si lo hiciese, pronto moriría helado en el exterior, a menos que
alcanzase rápidamente el yate. Y no estaba seguro de recordar el
camino de regreso.
De modo que ahora, al salir, dio un paso o
dos hacia atrás y dejó que el aire caliente emitido por Polyfema lo
cubriese como si fuera una capa que echaran sobre sus
espaldas.
Entonces miró a través de la kilométrica
distancia que lo separaba de su madre, pero no pudo verla. La
semipenumbra y la oscuridad del interior de su raptora la
ocultaban.
Dijo en morse:
—Cambia a la misma frecuencia.
Paula Fetts lo hizo así y comenzó a
preguntarle, frenéticamente, si se encontraba bien.
Él replicó que estupendamente.
—¿Me has echado mucho de menos, hijo?
—Sí, mucho.
Mientras decía esto, se preguntó vagamente
por que sonaba tan hueca su voz. Probablemente se debía a la
desesperación de no poderla ver.
—Casi me volví loca, Eddie. Cuando fuiste
capturado, escapé tan aprisa como pude. No tenía idea de qué
horrible monstruo nos estaba atacando. Y entonces, a mitad de
camino, ladera abajo, me caí y me rompí una pierna...
—¡Oh, no, madre!
—Sí, así fue..., pero logré arrastrarme
hasta la nave. Allí, después de que la entablillé, me dediqué a
buscarte. Lo que ocurrió es que mi plan no salió como había
planeado. Me curé muy lentamente, ¿sabes? De modo que convalecí
doble tiempo del acostumbrado.
»Pero cuando pude caminar, tomé un arma y
una caja de Rompedor. Iba a destrozar lo que creía una fortaleza de
roca, un refugio de alguna especie de alimaña extraña. No tenía ni
idea de la verdadera naturaleza de estos animales. No obstante,
decidí efectuar primero un reconocimiento. Iba a espiar la roca del
otro lado del valle. Y fui atrapada por ese ser.
»Escucha ahora, hijo. Antes de que por
cualquier razón nos corten la comunicación, déjame decirte que no
debes perder las esperanzas. Saldré de aquí antes no tardando
mucho, e iré a rescatarte.
—¿Cómo?
—Recordarás que mi laboratorio portátil
contiene cierto número de carcinógenos para experimentos. Bueno, ya
sabes que a veces el punto de concepción de una madre, rasgado
durante el apareamiento, en vez de producir crías se vuelve
canceroso. Es lo opuesto al embarazo. He inyectado un carcinógeno
en el punto y se ha desarrollado un hermoso carcinoma. Morirá
dentro de pocos días.
—¡Quedarás enterrada bajo esa masa de
putrefacción!
—No. Esta criatura me ha dicho que cuando
una de su especie muere, un acto reflejo abre
los labios. Esto ocurre para permitir que sus crías, si es que
tiene alguna, escapen. Escucha, yo...
Un tentáculo se enroscó en torno a él, lo
introdujo a través del iris y éste se cerró.
Cuando volvió a poner su panradio en onda
continua, escuchó:
—¿Por qué no respondías? ¿Qué ocurría?
¡Dímelo! Eddie se lo contó. Hubo un silencio que sólo pudo ser
interpretado como asombro. Cuando recuperó el aplomo, ella
dijo:
—A partir de ahora, hablarás con el otro
macho a través de mí.
Obviamente, envidiaba y odiaba aquella
habilidad de cambiar de bandas y hasta quizá le costaba aceptar la
idea.
Era increíble.
—Por favor —insistió, no sabiendo cuan
peligrosas eran las aguas en las que se estaba adentrando—. Por
favor, déjame hablar con mi madre directa...
Por vez primera la oyó tartamudear:
—¿Qu... qué? ¿Tu m... madre?
—Sí, claro.
El suelo se agitó violentamente bajo sus
pies. Gritó y se aferró fuertemente para no rodar, luego encendió
la luz.
Las paredes estaban vibrando como gelatina
en movimiento, y las columnas vasculares habían pasado del rojo y
azul al gris. El iris de entrada se abrió, como una boca inerte, y
el aire se enfrió. Pudo notar el descenso de temperatura en su
carne con la planta de los pies. Pasó un rato antes de advertirlo.
Polyfema estaba conmocionada.
Nunca supo lo que pudo haber pasado de haber
permanecido en tal estado. Quizás hubiera muerto, obligándole así a
salir al invierno antes de que su madre tuviera oportunidad de
escapar. En tal caso, y si no hubiera podido encontrar la nave,
habría muerto. Acurrucado en la parte más caliente de la cámara en
forma de cúpula, Eddie contempló este pensamiento, estremeciéndose,
y no precisamente por el frío.
De cualquier modo, Polyfema tenía sus
propios caminos para recuperarse. Por ejemplo, vomitar el contenido
de su estómago, que indudablemente se había llenado con los venenos
eliminados de su sistema. Su vómito de la sustancia era la
manifestación física de la catarsis psíquica. La marea fue tan
violenta que el hijo adoptivo casi fue arrastrado por el cálido
torrente. Pero ella, reaccionando por instinto, había asido con sus
tentáculos a los Babosos y a él también. Luego, siguió el
movimiento vomitivo vaciando las otras tres bolsas de agua, la
segunda caliente, la tercera tibia, la cuarta, recién llenada,
fría.
Eddie gritó cuando el agua helada le caló
hasta los huesos. Los esfínteres de Polyfema se cerraron de nuevo.
El suelo y las paredes, gradualmente, dejaron de temblar. La
temperatura se elevó; y sus venas y arterias recuperaron su color
azul y rojo. De nuevo estaba bien, o al menos así lo parecía.
Pero después de esperar veinticuatro horas,
intentó con mucho tacto hablar del tema, averiguando que no sólo no
quería contarlo sino que rehusaba admitir la existencia del otro
ente móvil.
Eddie, perdidas las esperanzas de conversar,
pensó durante un rato. La única conclusión a la que podía llegar, y
estaba seguro de que había logrado comprender lo suficiente de su
psicología como para hacer que fuera válida, era que el concepto de
una hembra móvil era totalmente inaceptable.
El mundo de ella estaba dividido en dos: los
móviles y su especie, la de los inmóviles. Los móviles eran comida
y coito, y significaban: macho. Las Madres eran: hembras.
¿Cómo se reproducían los Móviles? Era algo
que probablemente nunca había pasado por las mentes de los que
habitaban las colinas. Su ciencia y su filosofía estaban al nivel
instintivo de sus cuerpos. Si tenían alguna idea de una generación
espontánea o de una fusión similar a la de las amebas, como
responsable de la continuidad de la población de los entes móviles,
o si se daba por sentado que crecían, era algo que Eddie nunca
logró saber. Para ellas, su especie era la de las hembras, y el
resto del universo protoplásmico estaba formado por machos.
Aquello era todo. Cualquier otra idea era
algo más que sucia, obscena o blasfema. Era... impensable.
De modo que Polyfema había sufrido un
profundo golpe a causa de sus palabras. Y aunque parecía haberse
recuperado, en alguna parte de sus toneladas de carne
inimaginablemente complicada estaba encerrada una herida. Como una
flor oculta, de oscuro, púrpura, florecía. Y la sombra que daba era
la que cubría cierta memoria, cierto momento, ocultándolo a la luz
de la conciencia. Esa sombra cubría aquel tiempo y aquel
acontecimiento que la Madre, por razones inimaginables para el ser
humano, creía necesario señalar con un PROHIBIDO.
De modo que, aunque Eddie no lo dijo con
palabras, lo entendió por las células de su cuerpo, y sintió y
supo, como si su cuerpo le estuviese profetizando y su cerebro no
lo escuchara, lo que iba a pasar.
Sesenta y seis horas después, según el reloj
del panradio, los labios de entrada de Polyfema se abrieron. Sus
tentáculos surgieron, regresaron y trajeron consigo a su indefensa
y gimoteante madre.
Eddie, despierto de una siesta, horrorizado,
paralizado, vio cómo ella le lanzaba su laboratorio portátil y oyó
cómo pronunciaba un grito inarticulado. Y la vio arrastrada, con la
cabeza por delante, hacia el esfínter estomacal.
Polyfema había seguido el único camino
seguro para enterrar la evidencia.
Eddie yacía boca abajo, con la nariz
aplastada contra la caliente y ligeramente palpitante carne del
suelo. De vez en vez, sus manos se apretaban espasmódicamente, como
si pretendiera alcanzar algo que alguien estuviera poniendo a su
alcance, apartándolo luego.
No supo cuánto tiempo permaneció de aquella
manera, porque nunca más volvió a mirar el reloj.
Finalmente, en la oscuridad, se sentó y rió
sofocadamente:
—Mi madre siempre hacía buenas
comidas.
Aquello le descentró. Se recostó hacia
atrás, apoyándose sobre las manos, y aulló como un lobo a la luna
llena.
Polyfema, por supuesto, era totalmente
sorda, pero podía percibir por el radar su postura, y su agudo
sentido del olfato deducía del olor de su cuerpo que se hallaba en
un tremendo estado de angustia y terror.
Un tentáculo surgió y, amablemente, lo
envolvió.
—¿Qué ocurre? —zumbó el panradio.
Metió el dedo en el orificio del
pulsador.
—¡He perdido a mi madre!
—¿?
—Se ha ido y ya no volverá nunca.
—No comprendo. Yo
estoy aquí.
Eddie dejó de llorar e inclinó su cabeza,
como si estuviera escuchando alguna voz interior. Sorbió unas
cuantas veces y se secó las lágrimas. Lentamente, soltó el
tentáculo, lo acarició, caminó hacia su mochila situada en un
rincón y sacó la botella de píldoras de Viejo Estrella Roja. Una la
engulló él y la otra se la dio a ella, pidiéndole, si era posible,
que la duplicase. Entonces se tendió de lado, se apoyó sobre un
codo, como una selección de orgías, y sorbió un trago del biberón,
escuchando una selección de Beethoven, Moussorgsky, Strauss, Verdi,
Porter, Casals, Feinstein y Waxworth.
Y así pasó el tiempo —si es que aquello
existía allí dentro— para Eddie. Cuando se cansaba de la música, o
del teatro, o de los libros, escuchaba a través de la conexión de
la zona. Hambriento, se levantaba y caminaba —o a menudo se
limitaba a arrastrarse— hasta el esfínter que conducía a la comida.
En su mochila había latas de raciones; había planeado comer de
ellas hasta estar seguro de... ¿qué es lo que se había prohibido a
sí mismo comer? ¿Veneno? Algo había sido devorado por Polyfema y
los Babosos. Pero en algún momento, durante sus orgías de música y
alcohol, se había olvidado el qué. Ahora comía hambriento y sin
pensar en nada más que en la satisfacción de sus necesidades.
A veces se abría la puerta y Billy
el Verdulero penetraba. Billy parecía un
cruce entre un saltamontes y un canguro. Tenía el tamaño de un
perro pastor y llevaba en su bolsa de marsupial vegetales, frutas y
nueces. Extraía éstas con sus garras de brillante color verde y se
las entregaba a la Madre a cambio de comida caliente. El alegre
simbiótico gorjeaba alegremente mientras sus ojos de mil caras,
girando independientemente, miraban el uno a los Babosos, y a
Eddie, el otro.
Eddie, impulsivamente, abandonó la banda de
mil kilociclos y buscó en las distintas frecuencias hasta que
encontró que tanto Polyfema como Billy emitían en la de ciento
ocho. Al parecer, ésta era su señal natural. Cuando Billy tenía sus
vegetales para servirlos, emitía. Polyfema, a su vez, cuando los
necesitaba, llamaba a Billy. No había nada inteligente por parte de
Billy; tan sólo era su instinto por transmitir. Y la Madre, aparte
de su frecuencia «semántica», estaba limitada a esta otra banda
nada más. Aunque todo iba de perlas.
Todo era estupendo. ¿Qué más podía desear
un hombre? Comida gratis, licor sin límites, una cama blanda, aire
acondicionado, duchas, música, obras intelectuales en grabación,
conversación interesante, posibilidad de mantener una vida privada,
y seguridad.
Si no la hubiera bautizado ya, la hubiera
llamado Madre Gratis.
No todo eran comodidades. Ella le había dado
respuesta a todas sus preguntas, a todas...
Excepto a una.
Esto nunca fue expresado verbalmente por él.
En realidad, habría sido incapaz de hacerlo. Probablemente no se
daba cuenta de que tenía esa pregunta por formular.
Pero Polyfema la pronunció un día, cuando le
pidió que le hiciera un favor.
Eddie reaccionó como si le hubieran
ultrajado.
—¡Uno no hace eso...! ¡Uno no hace
eso...!
Se atragantó, y pensó entonces: ¡qué
ridículo! Ella no es...
Y pareció intrigado, y dijo:
—Aunque sí es.
Se alzó y abrió el laboratorio portátil.
Mientras buscaba el bisturí, encontró los cancerígenos. Sin pensar
en ello, lo lanzó a través de los semiabiertos labios, muy lejos,
rodando por la ladera de la colina.
Luego se volvió y, con el bisturí en la
mano, saltó a la protuberancia dé color gris claro en la pared. Y
se detuvo, mirándola, mientras el instrumento caía de su mano. Lo
recogió y golpeó débilmente, aunque no fuera más que para producir
un leve rasguño.
De nuevo lo dejó caer.
—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —dijo el
panradio que colgaba de su muñeca.
Repentinamente, una espesa nube de olor
humano —sudor— surgió hacia su rostro desde un orificio
cercano.
—¿¿¿¿????
Y se quedó allí, agazapado, en cuclillas,
aparentemente paralizado, hasta que los tentáculos lo agarraron
furiosamente y lo condujeron hasta el esfínter del estómago, que
bostezaba con el tamaño de un hombre.
Eddie chilló, se agitó e introdujo su dedo
en el panradio.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!
Y una vez de vuelta a la mancha, golpeó con
una repentina furia. Rasgó salvajemente, aulló:
—¡Toma! ¡Y esto, p...! —perdiéndose el resto
en un grito irracional.
No paró de cortar y habría continuado
haciéndolo hasta extirpar el punto, si Polyfema no hubiese
intervenido, arrastrándolo de nuevo hasta su esfínter estomacal.
Durante diez segundos permaneció allí, inerme, llorando, con una
extraña mezcla de miedo y gloria.
Los reflejos de Polyfema se habían
sobrepuesto a su cerebro. Afortunadamente, una débil chispa de
razón se había encendido en un rincón de la vasta, oscura, caliente
capilla de su frenesí.
Las circunvoluciones que llevaban a la
hirviente bolsa llena de carne se cerraron y los pliegues de carne
se volvieron a redistribuir. Repentinamente, Eddie fue bañado con
agua caliente de lo que él llamaba estómago-lavabo. El iris se
cerró. De nuevo fue puesto en el suelo.
Durante largo tiempo, la Madre pareció estar
agitada por la idea de lo que pudiera haberle hecho a Eddie. No se
atrevió a emitir hasta que sus nervios estuvieron calmados. Cuando
lo hizo, no se refirió a su casi milagroso escape. Ni tampoco lo
hizo él.
Estaba contento. Se sentía como si un
muelle, apretado contra sus entrañas desde que se separase de su
esposa, se hubiera soltado ahora, por alguna razón. Y el informe y
vago olor de pérdida y descontento, la ligera fiebre y el
agarrotamiento en sus entrañas, y la apatía que a veces lo afligía,
habían desaparecido. Se sentía la mar de bien.
Mientras tanto, algo parecido a un profundo
afecto había nacido, como una pequeña vela encendida bajo el
inmenso techo de una catedral llena de corrientes de viento. El
caparazón de la Madre albergaba ahora algo más que a Eddie. Ahora
se curvaba sobre una emoción nueva para su especie. Aquello fue
evidente por el siguiente acontecimiento, que lo llenó de
terror.
Porque las heridas del punto se curaron, y
la hinchazón creció hasta convertirse en una gran bolsa. Luego la
bolsa se rompió, y diez Babosos del tamaño de una rata golpearon el
suelo. El impacto tuvo el mismo efecto que la palmada de un médico
en las nalgas de un recién nacido; aspiraron su primer aire entre
conmoción y dolor: sus incontrolables y bébiles impulsos llenaron
el éter con informes de auxilio.
Cuando Eddie no estaba hablando con
Polyfema, o escuchando, o bebiendo, o durmiendo, o comiendo, o
bañándose, o haciendo sonar las cintas, jugaba con los Babosos. En
cierto modo, era su padre. No obstante, a medida que crecían, se
hizo difícil para la Madre el distinguirlo de las crías. Como ya
muy pocas veces caminaba, a menudo se encontraba a gatas en medio
de ellos, no reconociéndolo demasiado bien con el radar. Además,
algo en el húmedo aire o algo en su dieta había ocasionado su
completa depilación. Había engordado mucho. Hablando en términos
generales, era casi similar a aquellos pálidos, blandos, gordos e
imberbes Babosos. Tenía un enorme parecido con ellos.
Había una diferencia. Cuando llegó el
momento de que las vírgenes fueran expulsadas, Eddie se arrastró
hacia un extremo, gimoteando, y permaneció allí hasta que estuvo
seguro de que la Madre no le iba a arrojar al frío, duro y
hambriento mundo de fuera.
Terminada esta crisis final, regresó al
centro del piso. El pánico en su corazón había muerto, pero sus
nervios temblaban aún. Llenó el termo, y luego escuchó durante un
rato su propia voz de barítono cantando el aria Cosas Marinas de su ópera favorita, El anciano marinero. De repente, estalló y se
acompañó a sí mismo, sintiéndose emocionado como nunca por las
palabras finales:
Y de mi cuello, tan
libre,
El Albatros cayó,
sumergiéndose,
Como plomo en el
mar.
Luego, silenciosa la voz pero cantando el
corazón, paró la cinta y se puso a emitir a Polyfema.
La Madre tenía problemas. No podía describir
con precisión a la conexión continental la nueva y casi
inexpresable emoción que sentía hacia el ente móvil. Era un
concepto para el que su lenguaje no estaba preparado. Ni le servían
para nada los litros de Viejo Estrella Roja que corrían por su
sistema de circulación.
Eddie bebió del biberón de plástico y
asintió con simpatía, medio dormido, a la búsqueda de palabras. Por
último, el termo cayó de su mano.
Durmió de costado, encogido como una pelota,
con las rodillas contra el pecho, los brazos cruzados, el cuello
doblado hacia delante. Como el cronómetro de la sala de control,
cuyas manecillas rodaran en sentido contrario tras el impacto, el
reloj de su cuerpo caminaba hacia atrás, hacia atrás...
En las tinieblas, en la humedad, a salvo y
rodeado de calor, bien alimentado, querido.