Capítulo 14
-Sí, tienes una discapacidad física, pero también eres lo bastante fuerte como para enfrentarte a ella
-Mia dio un paso hacia él, y luego otro y otro, hasta que estuvo lo bastante cerca para tocarlo, hasta que lo tocó.
Cuando lo tocaba, era muy fácil olvidarse de todo. Cuando lo tocaba, el mundo entero se difuminaba. Prisco la atrajo hacia sí. Necesitaba el refugio de sus besos, pero temía que ella se tomara su silencio por un asentimiento. Se detuvo y se obligó a retirarse.
-Mia, tú no lo entiendes. Yo... Ella lo besó. Lo besó, y él se perdió. Se perdió, pero de pronto, milagrosamente, se sintió reencontrado. Mia era fuego entre sus brazos, fuego bajo sus labios. Era una explosión de todo cuanto él quería..., sólo que estaba a su alcance. Estaba justo allí, al alcance de su mano.
Prisco se oyó gruñir, oyó caer sus muletas al suelo, oyó que ella contestaba con un gruñido de satisfacción mientras lo besaba con más ansia: más honda y largamente, con besos más ardientes, llenos de todo cuanto Prisco ansiaba y necesitaba.
Luego se apartó.
-Hazme el amor.
Prisco no necesitó oírlo dos veces.
-Voy a ver cómo está Tash -dijo con voz ronca. Ella se desprendió de sus brazos.
-Yo voy a llevar unas velas a nuestro cuarto.
Velas. Luz de velas. Sí. Prisco recogió sus muletas y avanzó tan silenciosamente como pudo hacia la habitación donde dormía Tasha. Oyó la respiración lenta y regular de la niña antes incluso de llegar a la puerta.
Estaba dormida.
Prisco ignoraba por cuánto tiempo. Quizá se despertara pasada una hora, o dos. De hecho, seguramente se despertaría y se hallaría confusa y asustada. Pero, de momento, dormía. De momento, él tenía libertad para encerrarse en la otra habitación con Mia y gozar de los placeres físicos que había saboreado la madrugada anterior. Para Mia, su encuentro sería más que una simple satisfacción física. Mia lo quería. O creía quererlo.
Pero, tarde o temprano, al igual que Tasha, ella también despertaría. Y entonces lo vería sin el cristal de color de rosa que siempre llevaba ante los ojos. Se daría cuenta de que él había estado mintiendo..., mintiéndola a ella e incluso a sí mismo.
Su rodilla no iba a mejorar. Steve Horowitz tenía razón. Prisco había progresado todo lo que podía. Había luchado con denuedo durante mucho tiempo, pero, si seguía forzándose, sólo conseguiría dañarse aún más la articulación. Sería contraproducente. Volvería a encontrarse en una silla de ruedas, quizás incluso para el resto de su vida. Era hora de aceptar lo que llevaba tantos años negando.
Estaba discapacitado para siempre. No iba a volver a ser un SEAL.
La verdad se desplomó sobre él y lo aplastó, lo ahogó, y estuvo a punto de gritar.
Tenía que decírselo a Mia. Ella decía quererlo, pero ¿lo querría si sabía la verdad?
Ya no era el teniente Francisco, del Equipo 10 de los SEAL. Era Alan Francisco, un civil discapacitado. Ni siquiera sabía quién era. ¿Cómo podía amarlo ella?
Tenía que decírselo. Y, sin embargo, al mismo tiempo, no quería que lo supiera. No soportaba la idea de que sus bellos ojos pardos lo miraran con lástima. No soportaba pronunciar aquellas palabras en voz alta. Ya era bastante duro admitir que estaba temporalmente inválido. Pero discapacitado para siempre... Mia tenía el pelo suelto alrededor de los hombros y sonreía al acercarse a él. Prisco cerró los ojos cuando empezó a desabrocharle la camisa y a tirar de él hacia la cama.
Ella agarró sus muletas y las dejó en el suelo. Luego lo empujó ligeramente hacia abajo para que se sentara en la cama y le quitó la camisa de los hombros.
-Mia... -dijo él con voz rasposa.
-Quítate la pistola, ¿quieres? -murmuró ella mientras besaba suavemente su cuello.
Prisco se desabrochó la sobaquera y la guardó en el cajón de la vieja mesita de noche. Lo intentó de nuevo, y de nuevo su voz sonó ronca y crispada.
-Mia. Respecto a mi rodilla...
Ella levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
-¿Te duele?
-No, está bien. No es eso...
-Chist -susurró ella, y cubrió con su boca la de Prisco-. Ya hemos hablado suficiente esta noche.
Volvió a besarlo y él se dejó arrastrar por su dulzura. Había intentado decírselo, pero ella no quería hablar. Y él tampoco quería pronunciar en realidad aquellas espantosas palabras. Mia le ofrecía una escapada temporal, y Prisco se aferró a ella con ansia. La tomó con las dos manos y se aferró con fuerza a la magia del aquí y el ahora. En brazos de Mia, la realidad se desvanecía y tras ella quedaba únicamente una perfección impecable, un placer purísimo. El mundo exterior, con todos sus problemas y sus crudas verdades, desaparecía.
Pero sólo por una hora o dos.
Prisco rodó con ella sobre la cama, la cubrió con su cuerpo y la besó, decidido a aprovechar al máximo aquel tiempo.
Tiró de su camiseta y ella lo ayudó a quitársela. Llevaba sujetador, y el contraste del raso negro y el encaje sobre su piel resultaba irresistiblemente tentador, pero no tanto como el parpadeo de la luz de las velas sobre sus pechos desnudos. Él le desabrochó el cierre delantero del sujetador, liberándola de sus ataduras. Dejó escapar un sonido gutural al tocarla, y ella se incorporó sobre los hombros.
-¿Te duele la rodilla? Quizá debería ponerme encima.
Sus ojos eran un torbellino de amarillo y marrón, salpicado de motas verdes y preocupación.
-No -murmuró él, y bajó la boca hacia el lugar que sus manos habían ocupado un momento antes. Entonces comenzó a trazar leves círculos alrededor del capullo duro de uno de sus pezones con la punta de la lengua.
Sintió la repentina inhalación de placer de Mia, notó que sus piernas se crispaban en torno a él y que levantaba las caderas para salir a su encuentro. Pero, con la misma rapidez con que había reaccionado, aflojó la presión de sus piernas.
-Alan, por favor, no quiero hacerte daño sin querer...
Él se sostenía en equilibrio sobre la pierna izquierda. Era una postura forzada, pero él sabía que, con la práctica, llegaría a hacerse más grácil.
-No vas a hacerme daño -le dijo.
-Pero ¿y si...?
-Mia, vas a tener que confiar en mí, ¿de acuerdo? Créeme, si me duele, te lo diré. Ahora mismo, no siento dolor -se apretó contra ella y acercó más íntimamente su miembro erecto para demostrarle lo que quería decir.
Ella gimió y se arqueó contra él.
-Confío en ti.
Sus palabras traspasaron las muchas capas del deseo de Prisco: fueron una punzada de realidad doloro-sa que atravesó su ensueño. Mia confiaba en él. Lo quería. Lleno de remordimiento y desesperación, sintió que su estómago se tensaba y se convertía en un bloque sólido y frío, hecho de mentiras.
Pero ella le estaba desabrochando los pantalones al tiempo que lo besaba en la boca arrebatadoramente, y su beso lo reconfortaba, lo hacía derretirse... Al menos un poco, al menos por un rato.
Prisco se echó torpemente hacia atrás y le bajó los pantalones y las bragas por las piernas suaves y tersas. Mia yacía sobre las almohadas; su pelo largo y oscuro se esparcía sobre las sábanas blancas y sus ojos ardientes lo miraban sin sonreír. Estaba desnuda y, en aquella postura, parecía vulnerable, pero no intentó cubrirse. Ni siquiera se movió. Sólo esperó. Y lo miró mientras él se bajaba los pantalones cortos y se quitaba los calzoncillos.
Sonrió entonces, mirando primero su sexo erecto y luego sus ojos.
Siguió mirándolo sin moverse cuando él la cubrió, y el calor de sus ojos se hizo más intenso, más líquido aún. Movió las caderas y se abrió para él en una invitación obvia.
Prisco se desplazó hacia delante ligeramente, rozó con la boca la parte interior de su tobillo y comenzó a depositar besos por su suave pantorrilla mientras con la mano acariciaba su otra pierna. Levantó la cabeza al llegar a sus rodillas. Mia había vuelto a apoyarse en los codos y sus pechos subían y bajaban cada vez que respiraba. Tenía los labios entreabiertos y el pelo le caía desordenadamente sobre los hombros. Cuando sus ojos se encontraron, esbozó una sonrisa ardorosa y dulce.
-No te pares ahí -le dijo.
Su sonrisa era contagiosa y Prisco se descubrió sonriendo antes de bajar la cabeza y proseguir su viaje.
La oyó jadear, oyó su leve grito de placer cuando alcanzó su destino. Ella tenía las manos entre su pelo, y la suavidad de sus muslos rozaba la cara de Prisco cuando comenzó a saborear su dulce placer.
Quizás aquello bastara.
La idea atravesó su cabeza como un relámpago mientras la hacía gozar, mientras la conducía al borde del climax.
Quizá pudiera encontrar satisfacción o incluso felicidad pasando el resto de su vida junto a Mia, siendo su amante. Podía vivir para siempre en su dormitorio, esperando a que ella volviera de trabajar, listo para darle placer cuando ella lo deseara.
Era, naturalmente, una idea ridicula.
¿Cómo podía amar ella a un hombre que no hacía más que esconderse?
Sin embargo, esconderse era justamente lo que él llevaba años haciendo. La verdad había estado siempre ahí, a la vista, si él no se hubiera empeñado tanto en esconderse de ella.
Sí, era un auténtico experto en eludir la verdad.
-Alan, por favor... -Mia le tiró de los hombros, atrayéndolo hacia arriba.
Él sabía lo que quería, y se lo dio. La llenó completamente con una suave acometida.
Ella se mordió el labio para no gritar y se alzó para salir a su encuentro.
Prisco sentía un placer tan intenso que tuvo que parar y apoyar la frente contra la de ella mientras luchaba por contenerse.
-Nos compenetramos tan bien... -le susurró ella al oído, y, al alzar la cabeza, Prisco vio todo su amor por él reflejado en sus ojos.
Y en ese momento comprendió que no podía seguir engañándola. Tenía que decirle la verdad. No en ese momento. Pero sí pronto. Muy pronto.
Mia comenzó a moverse lentamente bajo él y Prisco se puso a su ritmo sin dejar de mirarla a los ojos. Quería recordar el placer de su rostro. Sabía que, cuando ella supiera la verdad, lo abandonaría. ¿Cómo podía esperar que se quedara a su lado? El mismo huiría de sí, si pudiera.
Mia levantó la mano y le acarició la mejilla.
-Estás tan serio esta noche... -murmuró.
Prisco intentó sonreír, pero no pudo, así que, en lugar de hacerlo, la besó.
El beso funcionó como un ensalmo, lo llevó muy lejos, a un lugar donde sólo había luz y placer, donde la oscuridad y el desaliento se dejaban a un lado, aunque sólo fuera temporalmente.
Comenzaron a moverse más deprisa, con los cuerpos resbaladizos por el calor y el deseo. Entre ellos no había cabida para nada, como no fuera para dar y recibir placer. O amor.
Prisco sintió que el cuerpo de Mia se tensaba en torno a él, sintió que sofocaba sus gritos de pasión con un beso profundo y abrasador. Su cuerpo respondió al instante a los sonidos y las sensaciones de su orgasmo, y estalló como una bengala de placer que brilló con una luz blanca tras sus párpados cerrados.
Aquella luz brillante lo inundó de claridad, y la claridad iba acompañada de otra verdad incómoda. Quería a Mia.
La quería.
Oh, Dios, no la quería. No podía quererla.
Sus emociones eran confusas y eso, unido a la química que liberaba su cuerpo en el momento del climax, le había producido aquella extraña sensación que había tomado por amor. No era nada, y sin duda se disiparía del mismo modo que acabarían por disiparse sus intensa» sensaciones de satisfacción y placer.
Prisco comenzó a cobrar lentamente conciencia del suave siseo de las llamas de las velas, del tictac del reloj de Mia al otro lado de la habitación, sobre la cómoda, de su respiración lenta y regular.
Maldición, era el doble de grande que ella: la estaba aplastando. Se apartó de ella, la estrechó entre sus brazos y la apretó contra sí.
Mia suspiró y abrió los ojos soñolientos para son-reírle antes de acurrucarse contra su hombro.
-Mia... -dijo él, y se preguntó cómo podía decírselo, cómo empezar.
Pero ella ya estaba dormida.
No era de extrañar que se hubiera dormido: la noche anterior, cuando lo había ayudado a llevar a Tasha al hospital, había estado en vela toda la noche. Como él, seguramente sólo había dormido dos horas por la mañana. Y luego había tenido que soportar la tensión que le había producido la destructiva visita de Dway-ne Bell a su apartamento...
Prisco la miró, acurrucada contra él, con la mano sobre su pecho, cubriendo su corazón. Y ese extraño sentimiento que sin duda se debía únicamente a una rara reacción química hizo que le doliera el corazón.
Pero eso no significaba que la quisiera.
No significaba nada en absoluto.
-¿Dónde está Tash?
Prisco salió del cuarto de baño con el pelo todavía mojado por la ducha, vestido sólo con unos pantalones cortos cuya cintura caía alrededor de las atléticas caderas y una toalla alrededor del cuello. Hizo aquella pregunta con despreocupación, pero Mia notó la tensión soterrada que parecía emanar de él.
Se lo veía cansado, como si no hubiera dormido bien. Esa mañana, cuando ella se había despertado, ya no estaba en la cama. Mia ignoraba a qué hora se había levantado. Y por qué motivo se había levantado.
Ella se había quedado dormida en sus brazos la noche anterior. Le habría encantado despertarse de la misma manera.
Dejó su libro sobre la mesita, no sin antes marcar la página con una hoja que Natasha había llevado del exterior para enseñársela.
-Tasha está fuera -le dijo-. Me ha preguntado y le he dicho que podía jugar delante de la casa. Espero que no te parezca mal.
Él asintió con la cabeza y se sentó frente a ella en el sofá. Mia se dio cuenta de que no sólo parecía cansado. Parecía agotado. O quemado y vapuleado. Se parecía más que antes al hombre enfadado y amargo que ella había visto por primera vez. Los atisbos de buen humor, de alegría y felicidad que le había dejado entrever durante los días anteriores estaban de nuevo cuidadosamente escondidos.
-Quería hablar contigo si Tash estaba fuera -dijo con voz extrañamente áspera. Pero luego no dijo nada más. Carraspeó y se quedó mirando en silencio la chimenea vacía.
-Bueno, pues Tash está fuera -murmuró Mia por fin-. Y yo te escucho.
Prisco levantó la vista, la miró a los ojos un momento y le lanzó una de sus sonrisas oblicuas.
-Sí -dijo-, lo sé. Es sólo que... Ya sabes, intento encontrar las palabras justas -sacudió la cabeza y el destello de dolor de su mirada casi dejó a Mia sin respiración-. Pero no existen.
Mia no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Qué había pasado entre la noche anterior y esa mañana? Esa noche, habían hecho el amor de una manera perfecta. ¿Verdad? O quizá sólo hubiera sido perfecta para ella. Prisco había estado muy callado, casi taciturno. Ella misma se lo había hecho notar.
Se inclinó hacia delante. Quería tenderle los brazos, pero de pronto la asustaba atrozmente su rechazo.
Prisco había sido sincero con ella y le había dicho que no la quería. Ella, a su vez, había respondido que no le importaba, aunque era mentira. Sí le importaba. Quería que él la amara y había confiado absurdamente en que el sexo retuviera su atención al menos hasta que ella pudiera, de algún modo, conseguir que la quisiera. No soportaba saber la verdad, pero aun así tenía que preguntar.
-¿Intentas dejarme?
Los ojos azules de Prisco brillaron cuando la miró.
-¡Demonios, no! Intento... intento pensar cómo decirte la verdad -le sostuvo la mirada y Mia se sintió casi abrumada por la tristeza que vio en ella, mezclada con una cólera que ardía en silencio.
Quiso de nuevo tenderle los brazos, pero su ira la contuvo.
-Sea lo que sea, no puede ser tan terrible, ¿no?
-Mi rodilla no va a mejorar -dijo él en voz baja, y ella notó que había lágrimas en sus ojos. Prisco señaló las muletas-. Esto es lo único que voy a conseguir. Ir renqueando por ahí, con muletas o con un bastón.
Alan estaba afrontando por fin la verdad. Mia sintió que sus ojos también se llenaban de lágrimas. Tenía el corazón en la garganta, lleno de alivio. No se trataba de ella, se trataba de ellos. Se trataba de él.
Se alegraba tanto... Él estaba afrontando la verdad y, una vez la hubiera mirado a los ojos, podría por fin seguir adelante. Al mismo tiempo, sufría por él. Sabía lo duro que debía de ser para Prisco llegar a esa conclusión.
Él apartó la mirada y bajó aún más la voz.
-No voy a volver a ser un SEAL. Eso acabó. Tengo que aceptar el hecho de que estoy... discapacitado para siempre.
Mia no sabía qué decir. Veía rabia y amargura bajo el dolor de sus ojos, y era consciente de que, al decirle aquello, Prisco estaba pronunciando aquellas palabras por primera vez en voz alta. Decidió mantener la boca cerrada y dejarle hablar.
-Sé que te dije que conseguiría superarlo con esfuerzo -dijo él-. Sé que hice esa lista que hay en mi nevera, y que, si bastara con desearlo, ahora mismo estaría corriendo a toda velocidad. Pero tengo la rodilla destrozada y por más que yo lo desee no va a mejorar. Se acabó.
Levantó la vista como si quisiera que dijera algo. Mia dijo lo único que posiblemente podía decir en aquellas circunstancias.
-Lo siento.
Pero él sacudió la cabeza.
-No -dijo con crispación-. Soy yo quien lo siente. Te hice creer que habría algo más. Que tenía alguna clase de futuro...
Ella no podía dejar pasar aquello.
-Tienes futuro, aunque no sea el que pensabas cuando tenías once años. Eres fuerte, eres duro, eres imaginativo... Puedes adaptarte. Lucky me dijo que hay un puesto de instructor esperándote. Si quisieras, podrías dedicarte a la enseñanza.
Prisco sintió que una oleada de ira y frustración se apoderaba de él y lo devoraba. La enseñanza. Dios, ¿cuántas veces había oído aquello? Podía dedicarse a la enseñanza y luego ver a sus alumnos graduarse y hacer las cosas que él no podría hacer nunca más.
-Sí, ya. Permíteme que me ría. —Pero Mia no lo dejó pasar.
-¿Por qué? Serías un gran profesor. He visto lo paciente que eres con Natasha. Y con Thomas. Te comunicas muy bien con él. Y...
La ira de Prisco se inflamó, pero no consiguió sofocar su dolor. No había nada en todo aquello que no le doliera. Se sentía morir. La parte de él que no había muerto cuando le destrozaron la pierna, se estaba muriendo en ese momento.
-¿Por qué demonios te importa lo que haga? -aquélla no era exactamente la pregunta que ardía en deseos de hacerle, pero serviría de momento.
Ella guardó silencio, atónita, y lo miró con sus ojos luminosos.
-Porque te quiero...
Él soltó una maldición, una sola palabra, alta y áspera.
-Ni siquiera me conoces. ¿Cómo puedes quererme?
-Te conozco, Alan...
-Ni siquiera yo sé ya quién soy. ¿Cómo diablos vas a saberlo tú?
Mia se humedeció nerviosamente los labios con la punta de la lengua y Prisco sintió que su rabia se expandía. Santo Dios, cuánto la deseaba. Quería que se quedara con él. Quería que lo quisiera, porque él también estaba enamorado de ella.
La incómoda tensión que sentía en el pecho no se había disipado en ningún momento. Se había despertado muchas veces durante la noche y la había sentido arder constantemente, consumiéndolo. No iba a desaparecer.
Pero ella sí. Ella iba a marcharse. Porque, en realidad, ¿cómo podía quererlo? Estaba enamorada de un fantasma, de una sombra, del eco del hombre que había sido antaño. Y tarde o temprano, aunque él no se lo dijera, acabaría por descubrirlo. Tarde o temprano se daría cuenta de que la estaba estafando, de que la había estafado desde el principio. Y tarde o temprano comprendería que había cometido un error, que él no merecía su tiempo y su alegría, y se marcharía. Y entonces él estaría más solo que nunca.
-¿Para qué iba a molestarme en enseñar cuando puedo quedarme en casa y ver la tele y cobrar la paga por invalidez? -preguntó con aspereza.
-Porque sé que eso nunca sería suficiente para ti -los ojos de Mia eran ardientes; su voz, apasionada. ¿Cómo podía tener tanta fe en él?
Prisco sintió ganas de llorar. Pero en lugar de hacerlo se echó a reír con amargura.
-Sí, y enseñar es lo mío, ¿no? Está claro que encajo en ese viejo dicho, «los que pueden, actúan. Los que no pueden, enseñan».
Ella dio un respingo, como si la hubiera abofeteado.
-¿De veras es eso lo que piensas de los profesores? ¿De mí?
-No sería un refrán si no hubiera cierta verdad en ello.
-Pues te diré otro: «Los que aprenden, actúan. Los que enseñan, dan forma al futuro» -sus ojos brillaron-. Me dedico a la enseñanza porque me importa el futuro. Y los niños son el futuro de este mundo.
-Bueno, puede que a mí no me importe el futuro -replicó él-. Puede que ya todo me importe un bledo. —Mia levantó la barbilla.
-Sé que eso no es cierto. Tasha te importa. Y sé, aunque no quieras admitirlo, que yo también te importo.
-Eres tan ilusa como lo era yo -mintió él. Quería llevarla al límite, necesitaba que se enfadara y se marchara, quería que se quedara para siempre, y sabía que no lo haría. ¿Cómo iba a hacerlo? Él era un don nadie-. Es lo de siempre. Sólo ves lo que quieres ver. Te mudaste de Malibú a San Felipe creyendo que ibas a salvar al mundo por enseñar historia de Estados Unidos a niños desfavorecidos, cuando lo que de verdad necesitan esos niños es aprender a superar un día más sin que otro chico de una banda rival les pegue un tiro cuando van a comprar a la tienda. Me viste a mí y pensaste que a lo mejor a mí también merecía la pena salvarme. Pero, igual que los chicos de tu escuela, no me hacen falta tus lecciones. —La voz de Mia tembló.
-Estás muy equivocado. Te hacen más falta que a nadie que haya conocido. —Él se encogió de hombros.
-Pues quédate, entonces. Supongo que por el sexo vale la pena aguantar tus sermones.
Mia parecía aturdida y él comprendió que acababa de asestar el golpe de gracia a su relación. Cuando ella se levantó, parpadeando para contener las lágrimas, su cara parecía una máscara pétrea.
-Tienes razón -dijo, y su voz tembló sólo ligeramente-. No sé quién eres. Creía saberlo, pero... -sacudió la cabeza-. Pensaba que eras un SEAL. Pensaba que no te darías por vencido. Pero lo has hecho, ¿verdad? La vida no está saliendo como tú planeabas, así que estás dispuesto a tirar la toalla y a convertirte en un ser amargado y furioso, a cobrar la paga por invalidez y pasarte la vida bebiendo, sentado en el sofá de tu asqueroso piso, compadeciéndote de ti mismo.
Prisco asintió con la cabeza y sus labios se torcieron en el triste remedo de una sonrisa.
-Exacto. Eso resume perfectamente mis planes para el futuro.
Ella ni siquiera le dijo adiós. Simplemente, salió por la puerta.