Capítulo 12

Aquel tipo, Dwayne, se paseaba por el aparcamiento.

Mia estaba en su cocina, de pie junto al fregadero, y al mirar por casualidad por la ventana lo había visto.

De todos modos, no pasaba desapercibido. Era tan grande que llamaba inmediatamente la atención. Llevaba puesto otro traje bien cortado y unas gafas de sol negras que no lograban ocultar el vendaje del puente de su nariz, ni los moratones de su cara.

Mia entró en el cuarto de estar, donde Natasha estaba sentada en el suelo, haciendo un dibujo con gran esmero. Sobre la mesa baja de mimbre, delante de ella, había esparcidos papeles y ceras.

Mia intentó aparentar despreocupación, cerró con llave y cerrojo su puerta y echó las cortinas del cuarto de estar.

No era una coincidencia que Dwayne estuviera allí. Estaba buscando a Prisco. O a Natasha. Pero no iba a encontrar ni a uno ni a otro.

Tasha apenas la miró cuando encendió la lámpara para reemplazar la luz del sol, cuyo paso impedían las cortinas.

-¿Quieres más zumo? -preguntó a la niña-. Te pondrás buena más rápido si tomas más zumo, ¿sabes?

Tasha tomó obedientemente su bote de zumo y bebió un sorbo. Prisco había llamado a la puerta de Mia poco después de las once. Al principio, ella apenas lo había reconocido. Llevaba su informe de paseo. Le quedaba como un guante: blanco, almidonado y reluciente al sol de media mañana. Las hileras de barras de colores de su pecho reflejaban también la luz. El efecto era cegador. Hasta sus zapatos parecían relucir.

Tenía el pelo mojado por la ducha y cuidadosamente peinado. Su cara estaba rasurada y tersa. Tenía un aire severo, autoritario y peligrosamente profesional. Parecía increíblemente atractivo.

Y luego sonrió.

-Deberías ver la cara que has puesto.

-¿Ah, sí? ¿Estoy babeando?

Un destello brilló en los ojos de Prisco, pero luego se volvió y bajó la mirada, y Mia vio que Tasha estaba junto a él.

-¿Podemos pasar? -preguntó Prisco.

Mia abrió la mosquitera. Tasha ya se encontraba mucho mejor. Se apresuró a enseñarle a Mia la segunda medalla que se había prendido en la camiseta y que él le había concedido por cumplir las normas durante toda la mañana. Naturalmente, se había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo, pero eso nadie lo mencionó.

Se había recuperado de la fiebre con el vigor de los niños pequeños. Los antibióticos estaban surtiendo efecto y Tasha volvía a estar en forma, alerta y llena de energía.

Prisco tocó a Mia suavemente al entrar: sólo una rápida caricia por su brazo desnudo. Aquella caricia bastó para que ella se quedara sin aliento, para recordarle cómo habían hecho el amor apenas unas horas antes. Fue suficiente para hacerle comprender que él también se acordaba.

Prisco quería saber si le importaría cuidar de Tasha un par de horas, mientras él iba al centro de desintoxicación para intentar ver a su hermana. Por eso se había vestido de punta en blanco. Imaginaba que tendría más posibilidades de que le permitieran saltarse la norma de «nada de visitas» si parecía una especie de héroe. Estaba empeñado en averiguar de un modo u otro por qué exactamente iba Dwayne detrás de Sharon.

Mia se ofreció a cuidar de Natasha en el piso de Prisco, pero él le dijo que prefería que Tasha se quedara en su casa: le parecía que, de ese modo, la molestaba menos. Y, a pesar de que Mia intentó convencerlo de lo contrario, habían acabado en su piso.

Ahora Mia se preguntaba si Prisco esperaba que Dwayne volviera a buscarlo. ¿Por eso había insistido en que Tash se quedara en su casa?

Resistió el deseo de mirar por detrás de las cortinas echadas para ver si Dwayne estaba subiendo las escaleras y se sentó junto a la niña.

-¿Qué estás dibujando? -preguntó.

El corazón le palpitaba con violencia. Dwayne iba a llamar al timbre de Prisco y se daría cuenta de que no había nadie en casa. ¿Qué haría entonces? ¿Probaría en las puertas de los vecinos para intentar averiguar adonde había ido Prisco? ¿Y si llamaba a su puerta? ¿Iba a decírselo ella a Tasha? ¿Cómo iba a explicar por qué no abría la puerta? Y, santo cielo, ¿qué pasaría si Prisco volvía mientras Dwayne seguía allí?

Natasha eligió cuidadosamente una cera roja de la caja que Prisco le había comprado.

-Estoy haciendo una medalla -le dijo, y empezó a pintar sin salirse de las rayas que había dibujado-. Para Prisco. El también necesita una medalla hoy. Estábamos en la cocina y se le ha caído la leche al suelo. Pero no ha dicho ni una palabrota -dejó la cera y tomó otra-. Me he dado cuenta de que quería decir una palabrota, pero no la ha dicho.

-Le va a gustar mucho tu medalla -dijo Mia.

-Y luego -continuó la niña-, aunque estaba enfadado, ha empezado a reírse -eligió otra cera-. Le he preguntado si la leche le hacía cosquillas en los dedos de los pies, pero ha dicho que se reía porque había una cosa muy divertida en la nevera. Yo he mirado, pero no he visto nada divertido. Sólo un trozo de papel con algo escrito. Pero no sé leer, ¿sabes?

-Ya, lo sé -Mia tuvo que sonreír, a pesar de que el corazón le latía a toda prisa-. Se ha reído, ¿eh? -antes de marcharse del piso de Prisco, esa mañana, muy temprano, había empezado una nueva lista y la había pegado a su nevera, junto a la otra. Su nueva lista incluía algunas cosas que él todavía podía hacer, incluso con la pierna herida. Había puesto cosas como cantar, abrazar a Tasha, reír, leer, ver películas viejas, tumbarse en la playa, hacer crucigramas, respirar y comer pizza. Había empezado y acabado la lista, naturalmente, con «hacer el amor». Y la había aderezado con sugerencias picantes y a veces extremadamente explícitas..., todas las cuales estaba segura de que Prisco era capaz de llevar a cabo.

Se alegraba de que él se hubiera reído. Le gustaba que se riera. Y también le gustaba que le hablara. La noche anterior le había contado muchas cosas de sí mismo. Había reconocido que tenía miedo de que su rodilla no mejorara. Mia estaba casi segura de que era la primera vez que expresaba en voz alta sus temores. Lucky, su amigo, le había dicho que en la base había un puesto de instructor esperándolo. Aquél no era, claro, el futuro que Prisco esperaba, pero era un futuro.

Un futuro que lo sacaría de ese limbo que tanto temía. Que lo mantendría al lado de los hombres que admiraba y respetaba. Que volvería a convertirlo en un SEAL.

Mia se acercó a la ventana. Apartó la cortina unos centímetros y volvió a dejarla caer al ver que la enorme figura de Dwayne subía por las escaleras. Se quedó junto a la puerta con el oído aguzado y el corazón palpitándole a toda velocidad. Oyó el sonido agudo del timbre de Prisco a través del delgado tabique que separaba sus pisos. Sonó una, dos, tres veces, cuatro.

Luego se hizo el silencio.

Mia esperó, preguntándose si aquel tipo se había ido o si seguía en el patio... o quizá parado delante de su puerta.

Y entonces oyó el ruido de un cristal que se rompía. Se oyó otra cosa, un estrépito, y luego varios golpes fuertes: todos procedían del piso de Prisco.

Dwayne había entrado. Había irrumpido sin permiso y, por los ruidos que hacía, el muy canalla estaba destrozando la casa.

Mia saltó hasta el teléfono y marcó el 911.

Había tres coches mal estacionados en el aparcamiento del edificio.

Prisco dio un billete de diez dólares al taxista y salió con las muletas lo más rápido que pudo. Tenía el corazón en la garganta cuando entró a toda prisa en el patio. Los vecinos habían salido de sus casas y andaban por allí, observando a los policías, varios de los cuales estaban junto a su piso y el de Mia. Las dos puertas estaban abiertas de par en par y uno de los policías entró en casa de Mia.

Todavía con las muletas, Prisco subió las escaleras peligrosamente deprisa. Si perdía el equilibrio, se heriría gravemente, pero no iba a perder el equilibrio, maldición. Tenía que subir las escaleras.

-¡Mia! -gritó-. ¡Tash!

Thomas King salió del piso de Mia.

-No pasa nada, jefe -dijo-. No hay nadie herido. —Pero Prisco no aflojó el paso.

-¿Dónde están?

-Dentro.

Entró y entornó los ojos para acostumbrarlos a la repentina penumbra. A pesar de lo que le había dicho Thomas, tenía que ver por sí mismo que estaban bien. Mia estaba de pie junto a la cocina, hablando con una agente de policía. Parecía encontrarse bien. Llevaba todavía los pantalones cortos y la camiseta sin mangas de esa mañana. Seguía teniendo el pelo atado en una trenza. Parecía tranquila.

-¿Dónde está Tasha?

Ella levantó la mirada y un torbellino de emociones cruzó su cara. Prisco comprendió entonces que no estaba tan serena como parecía.

-Alan... Gracias a Dios. Tasha está en mi despacho, jugando con el ordenador. Está bien -dio un paso hacia él y luego miró a la policía como si le diera vergüenza o no supiera cómo recibirlo.

A Prisco le importaba un bledo quién estuviera mirando. Quería estrecharla entre sus brazos, y quería que fuera en ese momento. Soltó las muletas y la atrajo hacia sí. Cerró los ojos y aspiró su dulce perfume.

-Cuando he visto los coches de la policía... -no pudo continuar. Se limitó a abrazarla.

-Disculpen -murmuró la policía, y pasó a su lado discretamente y desapareció por la puerta abierta del piso.

-Dwayne vino a buscarte -dijo Mía mientras le apretaba con fuerza la cintura.

Dwayne. Él la apretó con más fuerza.

-Maldita sea, no debí dejaros solas. ¿Seguro que no os ha hecho daño?

Ella se apartó para mirarlo.

-Lo vi llegar y nos quedamos dentro -dijo-. Alan, ha destrozado completamente tu cocina y tu cuarto de estar. El resto del apartamento está bien. Llamé a la policía y llegaron antes de que entrara en los dormitorios, pero...

-¿No habló contigo? ¿No os amenazó a Tasha o a ti?

Ella sacudió la cabeza.

-Huyó cuando oyó las sirenas de la policía. Ni siquiera se enteró de que estábamos en el piso de al lado.

Prisco sintió una oleada de alivio.

-Menos mal.

Ella tenía los ojos como platos.

-Pero tu cuarto de estar está destrozado...

-Al diablo con mi cuarto de estar. No me importa mi cuarto de estar.

La miró a los ojos y, mientras ella abría sus bellos labios, sorprendida, la besó.

Fue un beso extraño, un beso que nada tenía que ver con la atracción y el deseo. Prisco no la estaba besando porque la deseara. La besaba porque quería desvanecer por completo sus miedos. Quería convencerse sin lugar a dudas de que Mia estaba bien. Aquello no tenía nada que ver con el sexo y sí con la oleada de emociones que había sentido mientras subía las escaleras.

Los labios de Mia eran cálidos, dulces y maleables bajo los suyos. Lo besó con ansia, dándole consuelo y recibiéndolo al mismo tiempo.

Cuando por fin se apartaron, ella tenía lágrimas en los ojos. Se las enjugó y compuso con esfuerzo una sonrisa de disculpa.

-Me daba pánico que Dwayne te encontrara antes de que llegaras a casa...

-Puedo arreglármelas con Dwayne.

Ella apartó la mirada, pero no antes de que él viera un brillo de escepticismo en sus ojos. Prisco sintió que se tensaba, lleno de frustración, pero no reaccionó. ¿Por qué no iba a dudar Mia de su capacidad para defenderse? El día anterior había visto cómo Dwayne le propinaba una paliza.

Prisco tomó su mano y la puso en la parte de fuera de la chaqueta, justo debajo de su brazo izquierdo. La cara de Mia reflejó sorpresa cuando notó el bulto inconfundible de su pistolera.

-Puedo arreglármelas con Dwayne -repitió él.

-Disculpe, ¿el teniente Francisco...?

Prisco soltó a Mia y al volverse vio a uno de los policías junto a la puerta. Era un hombre maduro, calvo y canoso, con la cara curtida y los ojos permanentemente guiñados por culpa del sol brillante de California. Era, obviamente, el oficial al mando de la investigación.

-Quería saber si podríamos hacerle unas preguntas, señor.

Mia se inclinó para recoger sus muletas. La cabeza le daba vueltas. Una pistola. Su amante llevaba una pistola. Naturalmente, era lógico que tuviera una. Era probable que tuviera una colección completa de armas de fuego. Pero ella no había reparado antes en aquel detalle. O quizá no había querido pensar en ello.

Era ridículo, en realidad. Ella, que se oponía a la violencia y a las armas de cualquier tipo, se había enamorado de un hombre que no sólo llevaba pistola, sino que evidentemente sabía cómo usarla.

-Gracias -le susurró Prisco, y se colocó las muletas bajo los brazos. Echó a andar hacia el policía-. No estoy seguro de poder decirle nada -le dijo al hombre-. Aún no he visto los daños.

Mia salió tras él. Thomas seguía fuera.

-¿Te quedas con Tasha un minuto? -preguntó ella.

El chico asintió con la cabeza y entró.

Mia alcanzó a Prisco cuando éste acababa de entrar en su piso. Él contempló inexpresivamente lo que había sido su cuarto de estar. La mesa baja de cristal estaba hecha añicos. El mueble de la televisión y el equipo de música barato estaban volcados y apartados de la pared. Las gruesas estanterías de madera habían quedado intactas, pero el televisor estaba destrozado. Todas las lámparas estaban rotas y el horrendo sofá de cuadros, rajado y hecho jirones, y los muelles y el relleno blanco quedaban al descubierto.

La zona del comedor y la cocina se hallaban en parecido estado. La mesa y las sillas estaban volcadas y el suelo de la cocina estaba lleno de vasos y platos rotos, arrojados desde los armarios. La nevera estaba abierta y volcada. Su contenido se había desperdigado por el suelo y se mezclaba en un espantoso batiburrillo.

Prisco lo miraba todo, pero no decía una palabra. El músculo de su mandíbula se movía, sin embargo, mientras apretaba los dientes.

-Su... amiga ha identificado al hombre que entró en la casa por el nombre de Dwayne... -dijo el policía.

«Su amiga». Mientras Mia lo observaba, los ojos de Prisco volaron un momento hacia ella. El policía podía haberla llamado su vecina, pero era evidente para todo el mundo que eran más que eso. Mia intentó no sonrojarse al recordar el envoltorio de un preservativo que todavía había en el suelo de la habitación de Prisco. Aquellos policías llevaban veinticinco minutos merodeando por la casa. Sin duda habían visto el envoltorio... o cómo la había abrazado Prisco nada más llegar. Eran policías curtidos, especialmente eficaces en el razonamiento deductivo.

-No conozco a nadie llamado Dwayne -dijo Prisco al policía. Se desabrochó la chaqueta y empezó a avanzar cuidadosamente hacia su dormitorio-. Mia debe de haberse equivocado.

-Alan, vi...

Él la miró y sacudió la cabeza una vez con aire de advertencia.

-Confía en mí -murmuró. Mia cerró la boca. ¿Qué pretendía Prisco? Sabía perfectamente quién era Dwayne, y ella no se había equivocado.

-Le agradezco que haya venido hasta aquí, agente -dijo él al policía-, pero no voy a poner ninguna denuncia.

El policía sentía respeto por el uniforme y las medallas de Prisco. Mia lo notó en su voz. Pero era evidente que esa decisión no le hacía ninguna gracia.

-Teniente, tenemos cuatro testigos que dicen haber visto a ese hombre entrando o saliendo de su casa -extendió las manos y señaló el destrozo que había a su alrededor-. Estos daños no son de poca importancia.

-Nadie ha resultado herido -dijo Prisco con calma.

Mia no pudo guardar silencio.

-¿Que nadie ha resultado herido? -dijo, incrédula-. Ayer alguien resultó herido... -se mordió el labio para no decir nada más. El día anterior, aquel hombre había mandado a Prisco al hospital. Entonces se llamaba Dwayne, y ese día seguía llamándose igual. Y si Prisco hubiera estado en casa esa tarde... Pero Prisco le había susurrado que confiara en él. Y ella confiaba en él. Sí. Así que se mordió la lengua.

Pero su estallido había sido suficiente y, por primera vez desde que había entrado en el piso, Prisco mostró alguna emoción.

-Eso no se va a solucionar deteniendo a ese cerdo por allanamiento de morada y vandalismo -dijo-. De hecho, sólo empeoraría las cosas -miró al policía, como si supiera que se había ido de la lengua. Con gran esfuerzo, borró todo signo de ira de su cara y, cuando volvió a hablar, su voz sonó firme y serena-. Como le decía, no quiero presentar denuncia -empezó a alejarse, pero el policía no lo dejó marchar.

-Teniente Francisco, parece que tiene usted algún tipo de problema. Quizá si hablara con uno de los inspectores de la brigada...

Prisco siguió inexpresivo.

-Gracias, pero no. Ahora, si no le importa, quiero cambiarme de ropa y empezar a limpiar todo este lío.

-No sé qué está pasando aquí -respondió el policía-, pero si acaba tomándose la justicia por su mano, amigo mío, se encontrará con un problema aún mayor.

-Discúlpeme -Prisco desapareció en su dormitorio y, al cabo de un momento, el policía se marchó sacudiendo la cabeza, exasperado.

Mia siguió a Prisco.

-Alan, era Dwayne.

Él la estaba esperando en la puerta de la habitación.

-Lo sé. No me mires así -la hizo entrar y cerró la puerta. Después la estrechó en sus brazos y la besó con fuerza, como si intentara borrar la expresión de confusión y temor de su cara-. Siento haberte hecho parecer una tonta delante de la policía al decir que estabas equivocada. Pero no sabía qué otra cosa decir.

-No entiendo por qué no lo denuncias -escudriñó su cara y él le sostuvo la mirada.

-Lo sé -dijo-. Gracias por confiar en mí a pesar de todo -su semblante se suavizó en su media sonrisa de siempre y volvió a besarla, con más suavidad esa vez.

Mia sintió que se derretía. El roce terso de sus mejillas mientras se besaban estaba cargado de sensualidad, y ella sintió una intensa oleada de deseo. Lo abrazó con fuerza y comprendió que él sentía lo mismo. Pero Prisco la apartó con delicadeza y se rió suavemente.

-Maldita sea, eres muy peligrosa. Tengo «mono» de ti.

-¿Mono?

-Síndrome de abstinencia -explicó él-. Algunos tipos tienen mono de viajes, no pueden quedarse mucho tiempo en un sitio. He tenido amigos que tenían mono de saltar en paracaídas, que no pueden pasar más de un par de días sin saltar -se acercó a su armario, apoyó las muletas contra la pared y se volvió para sonreírle de nuevo-. Y parece que yo tengo un grave mono de Mia Summerton -su voz se volvió aún más suave y aterciopelada-. No puedo pasar más de una hora o dos sin querer hacerte el amor.

El deseo que atravesaba a Mia se hizo más denso, más ardiente. «Tengo mono de ti». Aquellas palabras no eran muy románticas. Sin embargo, cuando Prisco las había dicho con su voz ronca, sus ojos llenos de fuego líquido y aquella media sonrisa increíblemente sexy... lo habían sido. Aquello era puro romance.

Él se apartó. Parecía saber que, si seguía mirándola así, Mia acabaría en sus brazos y volverían a la cama. Y no había tiempo para eso, por agradable que fuera. Thomas estaba en su piso, cuidando a Natasha. Y Mia seguía esperando una explicación.

-¿Por qué no has presentado denuncia? -preguntó otra vez. Se sentó en la cama y lo miró mientras él se quitaba la chaqueta y la colgaba cuidadosamente en el armario. Prisco la miró. Sus ojos tenían una expresión seria y su sonrisa había desaparecido.

-He visto a Sharon -dijo. Llevaba una camisa blanca y las tiras de nailon negro de su sobaquera destacaban visiblemente. Desabrochó la funda y la arrojó, pistola incluida, sobre la cama, junto a ella.

Mia no pudo evitar mirar la pistola, que había caído a unos centímetros de ella. Prisco la manejaba con tanta naturalidad como si no fuera un arma letal, capaz de segar la vida de un ser humano con sólo un ligero esfuerzo.

-Resulta que es cierto que le debe dinero a Dwayne. Dice que le pidió prestados cinco de los grandes cuando se fue de su casa, hace un par de meses -se acercó a pata coja a la cama y se sentó a su lado. Inclinándose, se quitó los zapatos y los calcetines. La camisa desabotonada dejaba entrever su pecho musculoso y bronceado. Pero ni siquiera aquello bastó para que Mia apartara la atención de la pistola que él había arrojado sobre la cama.

-Por favor..., preferiría que apartaras eso -lo interrumpió.

Él la miró y bajó luego la mirada hacia la pistola enfundada.

-Perdona -recogió el arma y la dejó en el suelo, lejos de ella-. Debería haber imaginado que no te gustan las armas de fuego.

-No es que no me gusten. Es que las odio.

-Yo tengo muy buena puntería. O la tenía. Ahora estoy un poco falto de práctica. Y conozco las armas tan bien que mentiría si te dijera que las odio. También mentiría si te dijera que no me siento más seguro llevándola. Lo que odio es que las armas caigan en las manos inadecuadas.

-En mi opinión, todas las manos son inadecuadas. Las armas deberían erradicarse de la faz de la tierra.

-Pero existen -repuso Prisco-. Es demasiado tarde para desear que desaparezcan.

-Pero no lo es para imponer restricciones a su uso -contestó ella con ardor.

-A su uso legal -añadió él, y su voz se tiño también de vehemencia-. A quien pueda utilizarlas legalmente. Pero la gente que no debería usarlas -los delincuentes, la mala gente y los terroristas-, ésos siempre descubren un modo de hacerse con ellas, digan lo que digan las leyes. Y, mientras ellos puedan tener armas, yo también tendré una.

Tenía la mandíbula tensa y una mirada dura en la que brillaba un fuego azul. En aquel asunto se hallaban en bandos opuestos, y Mia sabía con toda certeza que era tan poco probable que Prisco se dejara persuadir por sus argumentos como ella por los de él.

Sacudió la cabeza, como si de pronto se sintiera incrédula.

-No puedo creer que me haya... -apartó la mirada de él, aturdida por las palabras que había estado a punto de decir en voz alta. «No puedo creer que me haya enamorado de un hombre que lleva un arma».

Prisco la tocó, levantó suavemente su mano y entrelazó sus dedos. Había adivinado lo que ella había estado a punto de decir.

-Somos muy distintos, ¿eh?

Ella asintió con la cabeza. Temía mirarlo a los ojos, temía que adivinara también el resto de sus pensamientos.

Él sonrió con ironía.

-¿Qué opinas del aborto? ¿Y de la pena de muerte?

Mia sonrió, muy a su pesar.

-No preguntes -sin duda sus puntos de vista eran completamente opuestos también en aquellos asuntos.

-A mí me gusta que sea así -dijo él con calma-. Me gusta que no estés de acuerdo con todo lo que pienso.

Ella lo miró.

-Seguramente pettenecemos a partidos políticos contrarios.

-¿Y tan malo es eso?

-Nuestros votos se cancelarán mutuamente.

-La democracia en acción.

Los ojos de Prisco eran más suaves, líquidos en vez de acerados. Mia sintió que empezaba a ahogarse en su color azul. Prisco no era el único que tenía mono, síndrome de abstinencia. Se inclinó hacia él y lo besó. Subió las manos por su camisa abierta, rozó su piel desnuda y aquella sensación los hizo gemir a ambos.

Pero, cuando ella estaba a punto de rendirse, cuando estaba dispuesta a tumbarse con él en la cama, Prisco se apartó con esfuerzo. Respiraba trabajosamente y el fuego de sus ojos resultaba inconfundible. La deseaba tanto como ella a él. Quizá fuera adicto a ella, pero tenía también una voluntad férrea.

-Tenemos que salir de aquí -explicó-. Dwayne va a volver, y no quiero que Tasha y tú estéis aquí cuando llegue.

-Sigo sin entender por qué no lo has denunciado -dijo Mia-. El que tu hermana le deba dinero no le da derecho a destrozarte la casa.

Prisco se levantó y se quitó la camisa. La arrugó y la lanzó al rincón, encima de su montaña de ropa sucia.

-Se llama Dwayne Bell -dijo-. Y es un delincuente profesional. Drogas, mercancía robada, tráfico de armas... Está metido en toda clase de cosas. Y no gana un millón de pavos al año por ser amable con quien le debe dinero.

La miró mientras se desabrochaba y se quitaba los pantalones. Mia sabía que no debía mirar. No era muy cortés observar a un hombre en calzoncillos, pero no podía apartar los ojos.

-Sharon vivió con él unos cuatro meses -continuó Prisco. Se acercó saltando a sus macutos y empezó a rebuscar en su interior-. Durante ese tiempo, también trabajaba para él. Según dice, Dwayne sabe suficientes cosas sobre ella como para causarle verdaderos problemas. Si lo detuvieran por algo tan insignificante como un allanamiento de morada, haría un trato con la policía y la denunciaría por tráfico de drogas, y sería ella la que acabara en la cárcel.

Mia cerró los ojos un momento.

-Oh, no.

-Sí.

-Entonces ¿qué vamos a hacer?

Él encontró un par de pantalones cortos relativamente limpios y volvió a la cama. Se sentó y se los puso.

-Vamos a sacaros a Tasha y a ti de aquí. Luego, yo volveré a zanjar las cosas con Dwayne. —¿A zanjar las cosas con Dwayne?

-Alan...

Él había vuelto a levantarse. Se pasó la pistolera por el brazo y se la abrochó sobre la piel desnuda.

-Hazme un favor. Ve al cuarto de Tash y recoge su bañador y un par de mudas de ropa -se inclinó, agarró uno de sus macutos vacíos y se lo tiró.

Mia lo recogió, pero no se movió.

-Alan...

Él se puso a buscar en su armario, de espaldas a ella, y sacó una vieja camisa de faena de color verde oliva, con las mangas cortadas y los bordes deshilacliados. Se la puso. Era amplia y se dejó sin abrochar casi todos los botones. Ocultaba su pistola, pero le permitía acceder a eHa con facilidad. Podría sacarla si era necesario cuando tuviera que vérselas con Dwayne. A menos, claro, que Dwayne sacara la suya primero. El miedo cerró la garganta de Mia.

Prisco se volvió para mirarla.

-Vamos, Mia. Por favor. Y luego mete algunas cosas tuyas en una bolsa.

Ella sintió una punzada de enfado, más ardiente y afilada que su miedo.

-Tiene gracia, no recuerdo que me hayas pedido que vaya contigo. Ni siquiera me has dicho adonde vas.

-Lucky tiene una cabaña en las montañas, a unos ochenta kilómetros al este de San Felipe. Voy a llamarlo, a ver si podemos usar la casa unos días.

Lucky. El de su antigua unidad. Su amigo. No, eran más que amigos. Eran... ¿cómo lo llamaban ellos? Compañeros de zambullida.

-Te estoy pidiendo ayuda -prosiguió él con calma-. Necesito que vengas conmigo para cuidar de Tasha mientras yo...

-Mientras arreglas las cosas con Dwayne -concluyó ella, exasperada-. Sabes que voy a ayudarte, Alan. Pero no sé si quiero ir a esconderme a una cabaña -sacudió la cabeza-. ¿Por qué no buscamos un sitio donde podamos dejar a Tasha a salvo? Podríamos... no sé, quizá llevarla a casa de mi madre. Luego podría acompañarte cuando vayas a ver a Dwayne.

-No. Imposible. Rotundamente no. —Ella montó en cólera.

-No quiero que hagas esto solo.- Prisco se echó a reír sin ganas.

-¿Es que crees que vas a impedir que Dwayne intente volver a patearme el culo? ¿Le vas a soltar un sermón sobre la no violencia? ¿O vas a intentar usar el refuerzo positivo para enseñarle modales, eh?

Mia sintió que se sonrojaba.

-No, yo...

-Dwayne Bell es un hijo de perra -dijo Prisco-. No pertenece a tu mundo... ni tú al suyo. Y pienso asegurarme de que siga siendo así.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho y se apretó con fuerzas los codos para que él no viera que le temblaban las manos de furia.

-¿Y a cuál de esos dos mundos perteneces tú? —Prisco se quedó callado un momento.

-A ninguno de los dos -contestó por fin, incapaz de mirarla a los ojos-. Yo estoy en el limbo, ¿recuerdas?