Capítulo 2

Había luz en el 2℃.

Mia Summerton se detuvo en el aparcamiento, con los brazos cansados de llevar las bolsas de la compra, y miró la ventana del piso de la segunda planta contiguo al suyo.

El 2℃ llevaba tantos años vacío y a oscuras que Mia había empezado a creer que su propietario jamás volvería a casa. Pero su propietario, fuera quien fuese, estaba allí esa noche.

Mia sabía que el dueño del 2℃ era, en efecto, un hombre. Agarró algo mejor las asas de sus bolsas de tela y se dirigió a las escaleras de cemento exteriores que llevaban a su piso en la segunda planta. Su nombre era Alan Francisco, teniente retirado de Marina. Mia lo había visto en el listín de la comunidad de propietarios y en las pocas cartas de publicidad que conseguían pasar la criba de la oficina de correos.

Hasta donde Mia sabía, su vecino de al lado era un oficial de la Marina jubilado. Como sólo disponía de su nombre y su rango, el resto lo había dejado a su imaginación. Francisco era posiblemente un hombre mayor, quizás incluso un anciano. Tal vez hubiera servido en la Segunda Guerra Mundial. O quizás hubiera combatido en Corea o Vietnam.

Fuera como fuese, Mia estaba ansiosa por conocerlo. En septiembre, sus alumnos de segundo de bachillerato empezaban a estudiar historia de Estados Unidos desde el crack de 1929 hasta el final de la guerra de Vietnam. Con un poco de suerte, el teniente retirado Alan Francisco estaría dispuesto a ir a dar una charla a sus alumnos, a contarles su historia, a narrarles sus vivencias de la guerra en la que había servido.

Porque ése era el problema con el estudio de las guerras. Hasta que no se comprendía como vivencia personal, no se comprendía en absoluto.

Mia abrió la puerta de su piso, metió dentro las bolsas y cerró la puerta con el pie. Guardó las bolsas en el pequeño armario de los cepillos, se miró en el espejo y se enderezó la coleta alta en la que llevaba recogido la melena oscura.

Luego volvió a salir al corredor abierto que comunicaba todos los pisos de la segunda planta del edificio.

Las letras de la puerta, 2℃, estaban ligeramente oxidadas, pero aun así, y a pesar de la puerta mosquitera, reflejaban los focos del patio. Sin darse tiempo para sentirse nerviosa o apocada, Mia pulsó el timbre.

Lo oyó sonar dentro del apartamento. Las cortinas del cuarto de estar estaban abiertas y dentro había luz, así que echó un vistazo.

Arquitectónicamente, el piso era como la imagen en un espejo de su propia casa. Un pequeño cuarto de estar unido a una minúscula zona de comedor, que, doblando una esquina, conectaba con una cocinita. Otro corto pasillo conducía desde el cuarto de estar a los dos pequeños dormitorios y el cuarto de baño. Era exactamente igual que su piso, salvo que las habitaciones estaban dispuestas en dirección contraria.

Los muebles del teniente Francisco eran también lo contrario a los suyos. Mia había decorado su cuarto de estar con bambú y colores ligeros y alegres. El del teniente Francisco estaba lleno de muebles oscuros, de aspecto ligeramente desvencijado y que no hacían juego entre sí. El sofá era de cuadros verdes oscuros, y la funda estaba muy ajada. La moqueta era del mismo tono verde bosque que la de Mia cuando se había mudado allí, tres años atrás. Pero ella la había cambiado inmediatamente.

Volvió a apretar el timbre. Pero no hubo respuesta. Abrió la puerta mosquitera y llamó a la puerta con energía, pensando que, si el teniente Francisco era un hombre mayor, tal vez fuera duro de oído...

-¿Busca a alguien?

Mia se volvió de golpe, sobresaltada, y la mosquitera se cerró con estruendo. Pero no había nadie en el corredor.

-Estoy aquí abajo.

La voz procedía del patio y, cómo no, había un hombre de pie entre las sombras. Mia se acercó a la barandilla.

-Busco al teniente Francisco -dijo. Él dio un paso adelante y salió a la luz.

-Vaya, qué suerte la suya. Ya lo ha encontrado.

Mia se quedó mirándolo fijamente. Sabía que tenía la mirada clavada en él, pero no podía evitarlo.

Alan Francisco, teniente retirado de la Armada, no era un hombrecillo entrado en años. Era sólo algo mayor que ella. Tenía, como mucho, poco más de treinta años. Era joven, alto y fuerte como un tanque. La camiseta sin mangas que llevaba dejaba al descubierto sus hombros y brazos musculosos, y apenas cubría su pecho de aspecto recio.

Tenía el pelo rubio oscuro y muy corto, casi al estilo militar. Su mandíbula era cuadrada; sus facciones, duras y ásperas y su rostro, atractivo e imponente.

Mia no distinguía de qué color eran sus ojos, sólo sabía que eran intensos y que la examinaban tan cuidadosamente como los de ella a él.

El teniente dio otro paso adelante y Mia notó que cojeaba y que se apoyaba pesadamente en un bastón.

-¿Quería algo, aparte de echarme un vistazo? -preguntó él.

Sus piernas seguían entre las sombras, pero la luz iluminaba sus brazos. Y sus tatuajes. Uno en cada brazo. Un ancla en uno y algo que parecía una sirena en el otro. Mia volvió a fijar la mirada en su cara.

-Esto... yo... -dijo-. Sólo quería... decirle hola. Soy Mia Summerton. La vecina de al lado -añadió débilmente.

Parecía tímida y torpe, como una de sus alumnas adolescentes.

Pero no era sólo el aspecto imponente del teniente Francisco lo que la hacía parecer una mocosa. Era también el hecho de que se tratara de un militar. A pesar de que no llevaba uniforme, allí de pie, delante de ella, con los hombros hacia atrás y la cabeza alta parecía la versión naval de un Geyperman. Era un soldado no por reclutamiento forzoso, sino por voluntad propia. Había elegido alistarse. Había decidido perpetuar todo cuanto, llevados por su oposición a la guerra, los padres de Mia le habían enseñado a rechazar.

Su vecino seguía mirándola tan atentamente como ella a él.

-Tenía curiosidad -dijo. Su voz era grave y no tenía acento. No hablaba particularmente alto, pero sus palabras le llegaban con bastante claridad.

Mia forzó una sonrisa.

-Claro.

-No se preocupe -dijo él, pero no le devolvió la sonrisa. De hecho, no había sonreído ni una sola vez desde que ella se había dado la vuelta para mirarlo por encima de la barandilla-. No hago ruido. No doy fiestas salvajes. No la molestaré. No me meteré en su vida y confío en que tenga la amabilidad de hacer lo mismo.

Inclinó la cabeza una sola vez y Mia se dio cuenta de que acababa de despedirla. Con una sola inclinación de cabeza, la había despachado como si fuera una de sus reclutas.

Mientras ella lo miraba, el antiguo teniente de la Marina se dirigió a las escaleras. Apoyaba en el bastón la mayor parte del peso de su cuerpo. Y cada paso que daba parecía lleno de dolor. ¿De veras iba a subir esas escaleras...?

Claro que sí. El complejo de apartamentos no estaba equipado con ascensores, ni escaleras mecánicas, ni cualquier otro sistema que permitiera acceder al segundo piso a los discapacitados. Y estaba claro que aquel hombre lo era.

Pero el teniente Francisco subió, escalón a escalón, penosamente. Usaba la barandilla de hierro y la parte superior de su cuerpo para ayudarse a avanzar, y subía los escalones prácticamente a la pata coja. Aun así, Mia notó que cada movimiento le causaba un gran dolor. Cuando llegó a lo alto de la escalera, respiraba trabajosamente y tenía la cara cubierta por una película de sudor.

Mia, como siempre, habló con el corazón, sin detenerse a pensar.

-Hay un piso en venta en la planta baja -dijo-. Quizá en la oficina de la comunidad puedan ayudarlo a cambiar su piso por el de... el de...

Él le lanzó una mirada abrasadora.

-¿Sigue aquí? -su voz era áspera y sus palabras, groseras. Pero, cuando volvió a levantar los ojos y los fijó por un instante en los de ella, ella distinguió en su mirada un sinfín de emociones. Rabia, desesperación, vergüenza. Una increíble cantidad de vergüenza.

Mia tenía el corazón en la garganta.

-Lo siento -dijo, y bajó casi involuntariamente la mirada hacia su pierna herida-. No quería...

Él se situó justo debajo de una de las luces del corredor y levantó un poco la pierna derecha.

-Bonito, ¿eh? -dijo.

Su rodilla era una encrucijada de cicatrices. La articulación parecía hinchada y congestionada. Mia tragó saliva.

-¿Qué...? -dijo, y se aclaró la garganta-. ¿Qué le pasó?

Levantó la mirada y vio que los ojos del teniente eran de un extraño tono de azul. De un azul oscuro, casi negro. Y estaban rodeados por las pestañas más largas y densas que Mia había visto nunca en un hombre.

De cerca, y a pesar de la pátina de sudor que cubría su cara, Mia se convenció de que el teniente Alan Francisco era el hombre más atractivo que había visto en sus veintisiete anos de vida.

Su pelo era rubio oscuro. No era el rubio opaco típico, sino más bien un castaño claro con mechones y destellos dorados, y hasta algunos reflejos pelirrojos que relucían al sol. Tenía la nariz grande, pero no demasiado para su cara, y ligeramente aguileña. Su boca era ancha. Mia deseó verlo sonreír.

Qué sonrisa tendría, con aquella boca tan generosa. Tenía las típicas líneas de expresión junto a las comisuras de la boca y de los ojos características de las personas que ríen a menudo, pero en ese momento sus facciones estaban tensas por el dolor y la furia.

-Me hirieron -dijo él con brusquedad-. Durante una operación militar.

Había estado bebiendo. Mia estaba lo bastante cerca como para distinguir el olor a whisky en su aliento. Dio un paso atrás.

-¿Una... operación militar?

-Sí -contestó él.

-Debió de ser... horrible -dijo ella-. Pero... no sabía que Estados Unidos hubieran participado en batallas navales últimamente.

-Me hirieron durante una operación contraterrorista de rescate en el centro de Bagdad -respondió Francisco.

-¿No está Bagdad un poco lejos del mar para un marino?

-Soy SEAL de la Marina -dijo él. Luego sus labios se torcieron en una mueca agria, semejante a una sonrisa-. «Era» SEAL de la Marina -puntualizó.

Prisco se dio cuenta de que ella no sabía qué quería decir. Lo miraba con asombro en sus ojos de extraño color. Eran de un tono claro, entre marrón y verde, con un cerco marrón oscuro en el borde del iris. Eran ligeramente rasgados y exóticos, como si, quizás en la generación de sus abuelos, hubiera habido sangre asiática o polinesia. O hawaiana. Eso era. Parecía levemente hawaiana. Sus pómulos, altos y anchos, realzaban aquel efecto. La nariz era pequeña y delicada, igual que sus labios. Su piel, tersa y clara, tenía un delicioso bronceado. Llevaba el pelo largo y liso recogido en una coleta y un ligero flequillo suavizaba los rasgos de su cara. Tenía el pelo tan largo que, si se lo dejaba suelto, llegaría hasta las caderas.

Su vecina de al lado era asombrosamente bella. Era casi medio metro más baja que él y de complexión esbelta. Llevaba una camiseta holgada y unos pantalones cortos anchos. Sus piernas bien formadas tenían el mismo bronceado ligero y estaba descalza. Su figura era menuda, casi infantil. Casi. Sus pechos parecían pequeños, pero hinchaban de un modo decididamente femenino, aunque leve, la tela de su camiseta de algodón.

A primera vista, por su forma de vestir y su belleza límpida y fresca, Prisco había pensado que era una niña, una adolescente. Pero, de cerca, distinguía leves arrugas en su cara, junto con una confianza y una sabiduría que no podía transmitir ninguna adolescente. Pese a su apariencia juvenil, aquella tal Mia Summer-ton rondaba posiblemente su edad.

-Los SEAL de la Marina -explicó él, sin dejar de mirar sus extraños ojos pardos- son el grupo de operaciones especiales más selecto del ejército estadounidense. Operamos en tierra, mar y aire.

-Entiendo -dijo ella con una sonrisa-. Qué monada.

Tenía una sonrisa algo ladeada que la hacía parecer un poco boba. Sin duda sabía que aquella sonrisa estropeaba su perfecta belleza, pero ello no le impedía sonreír. De hecho, Prisco habría apostado a que, boba o no, la sonrisa era la expresión preferida de aquella mujer. Aun así, su sonrisa era dubitativa, como si no supiera si él se la merecía. Estaba inquieta, pero Prisco no sabía si era por sus heridas o por su imponente estatura. En todo caso, no se sentía a gusto con él.

-«Monada» no es una palabra con la que se suela describir a una unidad de operaciones especiales.

-«Operaciones especiales» -repitió Mia-. ¿Algo parecido a los boinas verdes o los comandos?

-Algo parecido -le dijo Prisco mirándola a los ojos-. Sólo que es un cuerpo más sofisticado, más fuerte y más duro. Los SEAL estamos especializados en diversos campos. Todos somos excelentes tiradores y expertos en demoliciones tanto en tierra como en mar, podemos volar, conducir o navegar cualquier avión, reactor, tanque o embarcación. Y todos somos expertos en el uso de la tecnología militar más avanzada.

-Me da la impresión de que es usted un experto en hacer la guerra -la sonrisa bobalicona de Mia se había desvanecido, llevándose consigo la mayor parte del calor de sus ojos-. Un soldado profesional.

Prisco asintió con la cabeza.

-Sí, eso es.

A ella no le gustaban los soldados. Ésa era la clave. Tenía gracia. Algunas mujeres se volvían locas por los militares. Y otras hacían lo imposible por evitarlos. Aquella tal Mia Summerton caía claramente en la segunda categoría.

-¿A qué se dedica cuando no hay guerra en la que luchar? ¿Empieza una usted solo?

Sus palabras eran deliberadamente hostiles. Prisco sintió que se crispaba. No tenía que defenderse a sí mismo ni a su profesión delante de aquella chica, por muy bonita que fuera. Se había encontrado con muchas como ella antes. Era políticamente correcto ser pacifista, apoyar la desmilitarización, defender el recorte de gastos de defensa... sin tener ni idea de la situación mundial.

Prisco no tenía nada contra los pacifistas, en realidad. Creían verdaderamente en el poder de la negociación y en las conferencias de paz. Pero él se regía por el viejo refrán: camina con sigilo y lleva un buen garrote. Y los SEAL de la Marina eran el mayor y el más duro garrote que podía llevar Estados Unidos.

En cuanto a la guerra, se estaba librando una colosal: la guerra contra el terrorismo.

-No me venga con ese rollo -Prisco se apartó y se dirigió a la puerta de su piso apoyándose en el bastón.

-Ah, ¿mi opinión es un rollo? -Mia se puso delante de él y le cortó el paso. Sus ojos despedían fuego verde.

-Lo que necesito es otra copa -anunció Frisco-. Y con urgencia. Así que, si no le importa apartarse de mi camino...

Mia cruzó los brazos y no se movió.

-Lo siento -dijo-. Reconozco que mi pregunta puede haber sonado un poco hostil, pero aun así no creo que sea un rollo.

Frisco la miró fijamente.

-No estoy de humor para discutir -dijo-. Si le apetece entrar a tomar una copa, sírvase. Le encontraré algún vaso. Si quiere quedarse a pasar la noche... aún mejor. Hace mucho tiempo que no comparto la cama. Pero no tengo intención de quedarme aquí discutiendo con usted.

Mia se sonrojó, pero no bajó la mirada. Ni la apartó.

-La intimidación es un arma poderosa, ¿verdad? -dijo-. Pero sé qué pretende y no le servirá de nada. No me intimida usted, teniente.

Frisco dio un paso adelante de tal modo que invadió su espacio personal y la arrinconó contra la puerta cerrada.

-¿Y ahora? -preguntó-. ¿Está intimidada?

Mia no lo estaba. Él lo notaba en sus ojos. Estaba enfadada, sin embargo.

-Qué típico -dijo ella-. Cuando la agresión psicológica no funciona, siempre recurren a la amenaza de la violencia física -le sonrió con dulzura-. Va usted de farol, soldadito. ¿Qué va a hacer ahora?

Frisco miró su cara ovalada. Se había quedado sin ideas, aunque jamás lo admitiría ante ella. Se suponía que Mia ya tendría que haber huido. Pero no lo había hecho. Seguía allí, mirándolo con enfado, con la nariz a unos centímetros de la suya.

Olía asombrosamente bien. Llevaba perfume: un perfume delicado, con un ligerísimo aroma a especias exóticas.

Algo había ocurrido en el interior de Frisco la primera vez que ella le había lanzado una de sus curiosas sonrisas. Sintió de nuevo aquel estremecimiento y comprendió qué era. Deseo. Dios, hacía tanto tiempo...

-¿Y si no voy de farol? -preguntó con apenas un susurro. Estaba tan cerca de ella que su aliento le agitó algunos mechones de pelo-. ¿Y si de verdad quiero que entre?, ¿que pase la noche conmigo?

Vio un destello de incertidumbre en sus ojos. Luego, ella se apartó esquivando hábilmente su bastón.

-Lo siento, no estoy de humor para enrollarme con un capullo -replicó.

Frisco abrió la puerta. Debería haberla besado. Ella parecía desafiarlo a que lo hiciera. Pero no le había parecido lo correcto. Besarla habría sido pasarse de la raya. Aunque lo deseaba muchísimo...

Se volvió para mirarla antes de entrar.

-Si cambia de opinión, avíseme.

Mia se echó a reír y desapareció en su apartamento.