Capítulo 8

-¿De verdad Thomas es rey?

Mía levantó la mirada del castillo de arena que estaba ayudando a construir a Tasha. La niña iba haciendo tórrelas, usando arena mojada y agua de un cubo de plástico que ella había encontrado en su armario. Era muy hábil para tener cinco años y conseguía hacer torres muy altas y puntiagudas.

-Thomas se llama King de apellido, y King significa rey -contestó Mia-. Pero aquí, en Estados Unidos, no tenemos reyes ni reinas.

-¿Es rey de otro sitio? ¿Como yo soy princesa de Rusia?

-Bueno -dijo Mia diplomáticamente-, quizá deberías preguntárselo a él, pero creo que King sólo es su apellido.

-Parece un rey -Natasha soltó una risilla-. Se cree que soy de Marte. Voy a casarme con él.

-¿Con quién? -preguntó Prisco mientras se sentaba a su lado en la arena.

Acababa de salir del mar y el agua perlaba sus pestañas y le chorreaba desde el pelo. Mia nunca lo había visto tan relajado.

-Con Thomas -contestó Tasha completamente en serio.

-Con Thomas -Prisco se quedó pensando-. Me cae bien -dijo-. Pero eres un poco pequeña para casarte, ¿no crees?

-Ahora no, tonto -dijo ella, exasperada-. Cuando sea mayor, claro.

Prisco intentó ocultar su sonrisa.

-Claro -dijo.

-Tú no puedes casarte con mi mamá porque eres su hermano, ¿verdad? -preguntó la niña.

-Eso es -le dijo Prisco. Se recostó en la arena, apoyado en los hombros.

Mia intentó no mirar cómo se tensaban los músculos de sus brazos al soportar su peso. Intentó apartar la mirada de sus anchos hombros, de su poderoso pecho y de su piel suave y bronceada. A fin de cuentas, no era la primera vez que lo veía sin camisa. Tendría que ir acostumbrándose...

-Qué pena -dijo Tash con un suspiro-. Mamá siempre está buscando a alguien para casarse, y tú me gustas.

La voz de Prisco sonó ronca.

-Gracias, Tash. Tú también me gustas.

-Dwayne no me gustaba -dijo la pequeña-. Me daba miedo, pero a mamá le gustaba vivir en su casa.

-A lo mejor, cuando vuelva tu mamá, podéis vivir cerca de mí -dijo Prisco.

-Podrías casarte con Mia -sugirió ella-. Y mudarte a su casa. Y nosotras podríamos vivir en la tuya.

Mia levantó la mirada. Prisco la miró a los ojos, azorado.

-Puede que Mia no quiera casarse -dijo.

La niña levantó la vista del castillo para mirar a Mia con aquellos ojos azules tan parecidos a los de Prisco.

-¿No quieres? -preguntó.

-Bueno -dijo ella con cautela-. Algún día me gustaría casarme y tener hijos, pero...

-Sí que quiere -informó Tasha a su tío-. Es muy guapa y hace unos sandwiches buenísimos. Deberías pedirle que se case contigo -se levantó, agarró su cubo y bajó hasta el borde del agua, donde comenzó a saltar entre las olas.

-Lo siento -dijo Prisco con una risa nerviosa-. Tiene... cinco años, ya sabes. Cree firmemente en los finales felices.

-No pasa nada -dijo Mia con una sonrisa-. Y no te preocupes. No te haré cumplir ninguna promesa que Tasha haga de tu parte -se sacudió la arena de las rodillas y volvió a la toalla que había extendido sobre la arena.

Prisco se reunió con ella.

-Me alegra saberlo -se volvió para mirar a Mia. Su cálida mirada se deslizó por las piernas de ella, deteniéndose en su bikini rojo y en la enorme cantidad de piel que éste dejaba al aire, antes de posarse de nuevo en su cara-. Pero tiene razón. Eres muy guapa y haces unos sandwiches buenísimos.

A Mia se le había acelerado el pulso. ¿Desde cuándo le importaba tanto si un hombre pensaba o no que era bonita? ¿Cuándo había desaparecido el impulso de cubrirse con una camiseta ancha cada vez que él la miraba con aquel ardor? ¿Cuándo había empezado a dar saltitos su corazón cuando veía su sonrisa? ¿Cuándo había cruzado Prisco el límite que lo definía como algo más que un simple amigo?

Aquello había empezado hacía días, con el primer abrazo que Prisco dio a Natasha en el patio. Era tan tierno con la chiquilla, tan paciente... Mia se había sentido atraída por él desde el principio, pero ahora que lo conocía mejor, esa atracción se había hecho más compleja. Era mucho más que un simple magnetismo sexual, elemental y descarnado.

Era una locura. Mia lo sabía. Prisco no era un hombre con el que pudiera imaginarse pasando el resto de su vida. Se había preparado para matar..., en tanto que soldado profesional. Y, por si eso fuera poco, tenía montones de ira, de frustración y de dolor acumulados a los que debía enfrentarse antes de que pudiera considerársele psicológica y emocionalmente sano. Y, por si no bastaba con eso, estaba el hecho de que bebía.

Sí, había prometido parar, pero la experiencia de Mia como profesora de instituto la había convertido en una experta en la enfermedad del alcoholismo. El mejor modo de combatirla no era afrontarla en solitario, sino buscar ayuda. Prisco parecía empeñado en arreglárselas solo y, a menudo, esa actitud acababa en fracaso.

No, si era lista, recogería su bolsa en ese preciso momento y saldría huyendo de allí.

Pero, en lugar dé hacerlo, se puso más protector solar en la cara.

-Entré en tu cocina para ayudar a Natasha a meter más refrescos en la nevera -dijo-. Y me fijé en que sólo tenías una cosa pegada en la puerta. Una lista.

Él la miró con recelo.

-¿Y?

-No estoy segura -añadió ella-, pero... me pareció que era una lista de cosas que te cuesta hacer con la pierna herida.

La lista incluía cosas como correr, saltar, tirarse en paracaídas, montar en bicicleta y subir escaleras.

Prisco miró el mar y entornó ligeramente los ojos, deslumhrado.

-Es cierto.

-Olvidaste incluir que ya no puedes jugar en el equipo olímpico de baloncesto, así que lo puse al final -dijo ella, intentando contener la risa.

Él soltó un soplido que podría haber pasado por una carcajada si hubiera estado sonriendo.

-Muy graciosa. Si hubieras mirado más despacio, te habrías dado cuenta de que la palabra «andar» estaba al principio de la lista. La taché cuando fui capaz de caminar. Pienso hacer lo mismo con el resto de las cosas de la lista.

Sus ojos eran del mismo azul intenso del cielo. Mia se tumbó boca abajo y apoyó la barbilla en las manos.

-Habíame de ese asombroso sofá rosa -dijo-. ¿De qué va eso?

Esa vez, Prisco se echó a reír y una alegría auténtica plegó las arrugas de alrededor de sus ojos. Se tumbó junto a ella en la toalla y se aseguró de que seguía viendo a Tasha desde donde estaba.

-Ah, eso -dijo-. Va a quedar precioso en mi cuarto de estar, ¿no crees? El marrón sucio y el verde horroroso van muy bien con el rosa y el plateado.

Mia sonrió.

-Tendrás que volver a decorar la casa. Quizá con una moqueta blanca y un montón de espejos estilo art déco quede bien.

-Y sería tan propio de mí... -dijo él, muy serio.

-No, en serio -dijo Mia-. Si algo puede animar a Tasha a cumplir tus normas es eso. Hoy sólo lo ha mencionado cinco mil veces.

Prisco la miró apoyando la cabeza en una mano.

-Dime la verdad -dijo-. ¿Me he pasado de la raya? ¿He cruzado el límite entre el refuerzo positivo y el chantaje puro y duro?

Mia sacudió la cabeza, atrapada en el intenso azul de sus ojos.

-Le estás dando la oportunidad de ganarse algo que desea de verdad, y de aprender una lección importante acerca de la necesidad de cumplir ciertas normas. Eso no es un chantaje.

-Tengo la sensación de haberme puesto en cabeza y estar adentrándome en terreno totalmente desconocido -reconoció Prisco.

Mia no entendió.

-¿Haberte puesto en cabeza?

-Ponerse en cabeza, ir el primero -explicó él-, significa que diriges el escuadrón. Eres el primero en salir... el primero en localizar o pisar una trampa o una mina. Es un trabajo muy intenso.

-Por lo menos sabes que Natasha no va a estallar de repente.

Prisco sonrió.

-¿Estás segura?

Con aquella mirada divertida, la sonrisa que suavizaba su semblante y el pelo agitado por la brisa suave del océano, Prisco parecía un hombre al que Mia desearía ardientemente conocer. Parecía encantador, agradable, simpático y pecaminosamente guapo.

-Estás haciendo un gran trabajo con Tasha -dijo ella-. La tratas con mucha coherencia. Sé lo difícil que es no perder los nervios cuando te desobedece. Te he visto refrenarte, y sé que no es fácil. Y lo de la medalla... ha sido brillante -se sentó y recogió la camiseta que Tasha había llevado encima del bañador-. Mira -la levantó para que él pudiera verla-, está tan orgullosa de su medalla, que me pidió que se la prendiera en la camiseta para traerla a la playa. Si sigues así, sólo es cuestión de tiempo que recuerde que debe cumplir las normas.

Prisco se había tumbado de espaldas y se protegía los ojos del resplandor del sol con una mano mientras la miraba. Se sentó sin esfuerzo y miró a Natasha un momento para asegurarse de que estaba bien. Estaba agachada en la arena, entre la toalla y el agua y se había puesto a hacer otro castillo de arena.

-¿Estoy haciendo un gran trabajo y soy brillante? -dijo con una media sonrisa-. Parece que me estás dando un poco de refuerzo positivo.

La camiseta de Natasha estaba húmeda y Mia la extendió sobre la nevera portátil para que se secara al sol.

-Bueno... puede ser -reconoció con una sonrisa tímida.

Prisco la tocó suavemente bajo la barbilla, levantándole la cabeza para obligarla a mirarlo. Su sonrisa se había borrado y el regocijo de sus ojos había desaparecido, reemplazado por algo enteramente distinto, algo ardiente, peligroso, algo de lo que resultaba imposible escapar.

-Me gustaría que me lo dieras de otro modo -dijo él. Su voz era poco más que un susurro ronco.

Miró su boca y volvió a fijar los ojos en los de Mia, y ella comprendió que iba a besarla. Se inclinó lentamente hacia delante para que ella tuviera tiempo de apartarse. Pero Mia no se movió. No podía. O quizá, sencillamente, no quería moverse.

Lo sintió suspirar cuando sus labios se encontraron. Su boca era cálida y dulce. La besó con mucha ternura. Acarició sus labios delicadamente con la lengua y esperó hasta que ella abrió la boca para ahondar el beso. Pero incluso entonces, cuando Mia se abrió para él, Prisco la besó con sobrecogedora ternura.

Aquel era el beso más dulce que Mia había recibido nunca.

Prisco se apartó para mirarla a los ojos y ella sintió el martilleo de su corazón. Pero luego él sonrió, una de aquellas sonrisas de soslayo, bellas y perfectas, como si hubiera encontrado oro al final del arco iris. Y esa vez fue ella quien le tendió los brazos, quien le rodeó el cuello y se apretó contra él, hundiendo los dedos entre la increíble suavidad de su pelo mientras volvía a besarlo.

Ese beso fue puro fuego. Prisco no la acarició únicamente con los labios: la apretó contra su pecho y pasó las manos por su espalda desnuda, por su pelo, por sus brazos al tiempo que jugueteaba con su lengua en un beso de desenfrenada intensidad.

-¡Prisco! ¡Prisco! ¡Viene el camión de los helados! ¿Puedo comprarme uno?

Mia apartó a Prisco y él la soltó. Prisco respiraba tan agitadamente como ella, y parecía estremecido. Pero Natasha sólo prestaba atención al camión de los helados, que se había detenido en el aparcamiento de la playa.

-Por favor, por favor, por favor, por favor... -decía mientras corría en círculos alrededor de la toalla.

Prisco miró hacia el fondo de la playa, donde había aparcado el camión, y luego a Mia. Parecía estar tan atónito y confuso como ella.

-Eh -dijo. Se inclinó hacia Mia y le dijo rápidamente, en voz baja-. ¿Puedes llevarla tú? Yo no puedo.

-Claro -Mia se puso su camiseta a toda prisa. Santo cielo, le temblaban las manos. Miró a Prisco-. ¿Te duele la rodilla?

Él sacó de su cartera un billete de cinco dólares y se lo dio con una sonrisa débil.

-La verdad es que no tiene nada que ver con mi rodilla.

Ella comprendió de pronto. Notó que le ardían las mejillas.

-Vamos, Tasha -dijo, y se sacó el pelo del cuello de la camiseta mientras se llevaba a la niña por la playa.

¿Qué había hecho? Acababa de experimentar los besos más dulces y excitantes de toda su vida con un hombre del que había prometido mantenerse alejada. Se puso en fila con Tasha junto al camión de los helados e intentó decidir cuál debía ser su siguiente paso.

Liarse con Prisco estaba descartado. Pero, ah, esos besos... Cerró los ojos. Un error, se decía una y otra vez. Ya había cometido un error. Continuar por aquel camino sería una estupidez.

Sí, era cierto. Prisco era una asombrosa mezcla de dulzura y sensualidad. Pero era un hombre que necesitaba que lo salvaran, y ella sabía que no debía convencerse de que podía salvarlo. Juntándose con él sólo conseguiría hundirse ella también. Solamente el propio Prisco podía salvarse de la infelicidad y la desesperación, y sólo el tiempo diría si tendría éxito.

Tendría que ser sincera con él. Tendría que asegurarse de que lo entendía.

Aturdida, pidió el helado de Tasha y otros dos para Prisco y para ella. El camino de vuelta a la toalla se le hizo eterno. La arena parecía más caliente que antes y le quemaba los pies. Tasha volvió a su castillo de arena mientras el helado le chorreaba por la barbilla.

Prisco estaba sentado al borde de la toalla, empapado, como si se hubiera lanzado al mar para refrescarse. Eso estaba bien. Ella quería que se enfriara un poco, ¿no?

Le dio el helado e intentó sonreír cuando se sentó.

-Se me ha ocurrido que nos vendría bien algo con que refrescarnos, pero te me has adelantado.

Prisco la miró. Ella se había sentado lo más lejos posible de él, sobre la toalla. Él miró el helado que tenía en la mano.

-A mí me gustaba el calor que estábamos generando -dijo con calma.

Mia sacudió la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.

-Tengo que ser sincera contigo. Apenas te conozco y... -él guardó silencio. Esperaba a que ella continuara-. No creo que debamos... Quiero decir que creo que sería un error que... -Mia volvió a sonrojarse.

-Está bien -asintió Prisco-. No importa. Lo... lo entiendo.

No podía reprochárselo. ¿Cómo iba a hacerlo? Mia no era de las que preferían el placer pasajero. Si se entregaba al juego, sería a largo plazo, y él no era un buen partido, había que reconocerlo. No era la clase de hombre con el que Mia querría cargar el resto de su vida. Ella estaba tan llena de vida y él se movía tan despacio... Era tan completa y él lo era tan poco...

-Debería irme a casa -dijo ella, y empezó a recoger sus cosas.

-Te acompañamos -respondió él en voz baja.

-No... no hace falta.

-Sí, claro que sí, ¿de acuerdo? —Mia lo miró y algo que vio en sus ojos o en su cara la hizo comprender que no debía insistir.

-Está bien.

Prisco se levantó y recogió su bastón.

-Vamos, Tash, vamos al agua una última vez para quitarte ese helado de la cara.

Tiró el helado sin abrir en una papelera al acercarse con Natasha a la orilla. Miraba fijamente el agua e intentaba con todas sus fuerzas no pensar en Mia mientras Tasha se quitaba el helado de la cara y las manos. Pero no lo conseguía. Todavía sentía su sabor, notaba sus manos en los brazos, olía su perfume especiado.

Y, durante los instantes en que la había besado, durante aquellos minutos increíbles en que ella había estado en sus brazos, por primera vez desde que la última dosis de medicación extrafuerte para el dolor se había disipado, hacía cinco años, él había olvidado por completo su rodilla herida.

Natasha no parecía darse cuenta del tenso silencio. Hablaba por los codos con Mia y con él, sin dirigirse a ninguno en particular. Cantaba fragmentos de canciones y tonadas rítmicas.

Mia se sentía desgraciada. El rechazo nunca era agradable ni de dar ni de recibir. Sabía que había lastimado a Prisco al dar marcha atrás. Pero su peor error había sido dejar que la besara.

Lamentaba no haber insistido en que fueran en su coche a la playa, en lugar de a pie. Prisco era un maestro a la hora de ocultar su dolor, pero ella notaba por los sutiles cambios en su postura y su respiración que estaba sufriendo. Cerró los ojos un momento e intentó que aquello no la afectara, pero no lo logró. La afectaba. La afectaba demasiado.

-Lo siento -dijo en voz baja cuando Natasha echó a correr delante de ellos, saltando por encima de los baches de la acera.

Él se volvió para mirarla con aquellos ojos azules y penetrantes que parecían llegar hasta su alma.

-Lo sientes de verdad, ¿no? -ella asintió con la cabeza-. Yo también -dijo él en voz baja.

-¡Prisco! -Natasha se abalanzó hacia él y estuvo a punto de tirarlo al suelo.

-¡Guau! -exclamó él, y la agarró con el brazo izquierdo mientras usaba el derecho para apoyarse en el bastón-. ¿Qué pasa, Tash? -la niña se había abrazado a su cintura y había escondido la cara contra su camiseta-. Tash, ¿qué pasa? -preguntó él otra vez, pero ella no se movió. Prisco no podía apartarla de su lado sin tirar de ella.

Mia se agachó junto a la pequeña.

-Natasha, ¿te has asustado por algo?

Ella dijo que sí con la cabeza.

Mia le apartó los rizos rojos de la cara.

-Cariño, ¿de qué te has asustado?

Tasha levantó la cabeza y la miró con los ojos llenos de lágrimas.

-De Dwayne -susurró-. He visto a Dwayne.

Confusa, Mia miró a Prisco con el ceño fruncido.

-¿Quién...?

-Un ex novio de Sharon -él levantó a Natasha en brazos-. Tash, seguramente has visto a alguien que te ha recordado a él, nada más.

La niña negó con la cabeza enfáticamente mientras Mia se levantaba.

-He visto a Dwayne -repitió. Las lágrimas corrían por sus mejillas y los sollozos hacían casi imposible entenderla-. Lo he visto.

-¿Qué iba a hacer Dwayne aquí, en San Felipe? -preguntó Prisco.

-Buscar a Sharon Francisco -contestó arrastrando las palabras una voz grave-. Eso es lo que hace aquí.

Natasha se calló de repente.

Mia miró al hombre que había delante de ellos. Era corpulento, más alto y ancho que Prisco, pero también más gordo y flácido. Llevaba un traje oscuro que tenían que haberle hecho a medida para que le quedara bien, y botas de piel de lagarto relucientes. Su camisa era gris oscura, de un tono algo más claro que su traje negro, y la corbata, de un color intermedio entre los dos. El pelo, abundante y oscuro, le caía sobre los ojos en un peinado que recordaba a Elvis Presley. Tenía la cara tan fofa que no podía considerársele guapo, una nariz aguileña distintiva y unos ojos hundidos que se perdían entre la flacidez de su exceso de carne. En una mano grande y carnosa sujetaba una navaja automática que abría y cerraba una y otra vez, con el rítmico siseo del roce de los metales entre sí.

-Mi hermana no está aquí -dijo Prisco con firmeza.

Mia notó que le tocaba el hombro y se volvió hacia él. Sin apartar los ojos de Dwayne y de la navaja, Prisco le entregó a la niña.

-Ponte detrás de mí -le murmuró-. Y empieza a retroceder.

-Ya veo que no está aquí -aquel tipo tenía un denso acento de Nueva Orleans. La caballerosa cortesía de su modo de hablar, tan del viejo Sur, le hacía parecer aún más amenazador-. Pero, dado que disfrutas de la compañía de su hija, supongo que sabrás su paradero.

-¿Por qué no me dejas tu número de teléfono y le digo que te llame? -sugirió Prisco.

Dwayne volvió a abrir la navaja, y esta vez no la cerró.

-Me temo que eso es imposible. Verás, me debe mucho dinero -sonrió-. Naturalmente, siempre podría llevarme a la niña como rehén...

Prisco sentía aún la presencia de Mia detrás de él. La oyó contener el aliento bruscamente.

-Mía, llévate a Tash a la cafetería de la esquina y llama a la policía -dijo sin volverse.

Sintió las dudas y la angustia de Mia. Ella le tocó el brazo: tenía la mano helada.

-Alan...

-Hazlo -dijo él con aspereza.

Mia comenzó a retroceder. El corazón le latía con violencia cuando vio que Prisco sonreía amablemente a Dwayne sin apartar los ojos de la navaja.

-Sabes que moriría antes que permitir que toques a la niña -dijo con tranquilidad el antiguo SEAL.

Mia comprendió que era cierto. Y rezó por que las cosas no llegaran a ese punto.

-¿Por qué no me dices dónde está Sharon? -preguntó Dwayne-. No me apetece darle una paliza a un pobre inválido, pero lo haré si es necesario.

-¿Igual que se la diste a una niña de cinco años? -replicó Prisco. Todo en él, su postura, su cara, su mirada, el tono de su voz, resultaba mortífero. A pesar del bastón en el que se apoyaba, de su rodilla herida, no parecía en absoluto un pobre hombre que inspirara lástima.

Pero Dwayne tenía una navaja y Prisco sólo tenía su bastón... que necesitaba para apoyarse.

Dwayne se lanzó hacia él y Mia dio media vuelta y corrió hacia la cafetería.

Prisco vio su súbito movimiento por el rabillo del ojo. Menos mal. Sería diez veces más fácil luchar con aquel matón sabiendo que Mia y Tash estaban lejos y a salvo.

Dwayne volvió a embestirle con la navaja y Prisco lo esquivó, pero forzó la rodilla, girándola como ya no podía hacerlo, y tuvo que apretar los dientes para reprimir un repentino de grito de dolor. Golpeó con el bastón a su adversario en la muñeca y la afilada navaja cayó al suelo.

Se dio cuenta demasiado tarde de que le había hecho el juego a Dwayne. Con el bastón en el aire, no podía sostenerse. Y Dwayne se abalanzó de nuevo hacia él girándose con la agilidad de un hombre mucho más bajo y ligero. Prisco vio casi a cámara lenta cómo su oponente dirigía una fuerte patada de karate contra su rodilla herida.

La vio llegar, pero, como si él también se moviera a cámara lenta, fue incapaz de apartarse.

Y luego hubo sólo dolor. Un dolor puro, cegador, insoportable. Prisco sintió que un grito ronco brotaba de su garganta mientras caía pesadamente sobre la acera. Luchó contra la oscuridad que amenazaba con cerrarse en torno a él y sintió que el pie de Dwayne golpeaba violentamente su costado, lanzándolo casi al aire.

De algún modo consiguió agarrar la pierna de su oponente. De algún modo logró levantar las piernas, girarse y lanzar una patada. Dwayne también cayó al suelo.

En aquella lucha no había normas. Dwayne le golpeó la cara con el codo y Prisco sintió que su nariz se llenaba de sangre. Luchó por quitarse de encima al adversario y procuró sujetarlo mientras le golpeaba en la cara una y otra vez.

Un hombre más débil habría quedado inconsciente, pero Dwayne era como un saco de boxeo. Seguía moviéndose. El muy cerdo volvió a lanzarse contra su rodilla. No podía fallar, y de nuevo el dolor arrolló a Prisco como un tren de mercancías. Agarró la cabeza de Dwayne y la estrelló contra la acera.

Se oyeron sirenas a lo lejos. Prisco las oyó a través de una oleada de náuseas y aturdimiento. Llegaba la policía. Dwayne debería haber quedado fuera de combate, pero logró levantarse.

-Dile a Sharon que quiero ese dinero -dijo con los labios amoratados y llenos de sangre antes de alejarse cojeando.

Prisco intentó ir tras él, pero la rodilla se dobló bajo su peso y otra oleada de dolor lo atravesó por completo. Sintió náuseas y apretó la mejilla contra la acera para que el mundo dejara de girar a su alrededor.

De pronto se dio cuenta de que un grupo de gente se había reunido a su alrededor. Alguien se abrió paso entre el gentío y corrió hacia él. Prisco se tensó, adoptando instintivamente una postura defensiva.

-¡Teniente! ¡Tranquilo! ¡Soy yo, Thomas! —Sí, era Thomas. El chico se agachó junto a él en la acera.

-¿Quién te ha atropellado con una camión? Dios mío... -Thomas volvió a levantarse y miró a la gente-. ¡Eh, que alguien llame a una ambulancia para mi amigo! ¡Deprisa! -Prisco alargó el brazo hacia él-. Sí, estoy aquí, tío. Estoy aquí, Prisco. He visto huir a ese tipo. Estaba sólo un poco mejor que tú -dijo Thomas-. ¿Qué ha pasado? ¿Has hecho un mal chiste?

-Mia -susurró Prisco con voz ronca-. Tiene a Natasha... En la cafetería. Quédate con ellas... Asegúrate de que están bien...

-Me parece que eres tú el que necesita ayuda.

-Estoy bien -dijo Prisco con los dientes apretados-. Si no te vas tú con ellas, iré yo -buscó a tientas su bastón.

¿Dónde demonios estaba? En la calzada. Intentó avanzar hacia él arrastrando la pierna herida.

-Dios -dijo Thomas, lleno de asombro porque Prisco todavía pudiera moverse. Por una vez, parecía tener sólo dieciocho años-. Quédate aquí, yo voy a buscarlas. Si tan importante es para ti...

-Corre -dijo Prisco. Thomas echó a correr.