Capítulo 3

-¿Sí? -respondió Prisco con voz ronca al teléfono. Tenía la boca seca y la cabeza le dolía como si le hubieran golpeado con un martillo hidráulico.

Según su despertador eran las 9:36 y el sol entraba a raudales por debajo de las cortinas de su dormitorio. La luz hendía su cerebro como un rayo láser. Cerró los ojos.

-Alan, ¿eres tú?

Sharon. Era su hermana, Sharon.

Prisco se volvió en la cama, buscando algo, cualquier cosa con que humedecerse la boca reseca. En la mesilla de noche había una botella de whisky con dos dedos de líquido ambarino dentro. Echó mano de ella, pero se detuvo. Ni loco iba a volver a darle otro trago. Demonios, eso era lo que solía hacer su padre. Empezaba el día con una copa... y lo acababa tirado en el sofá del cuarto de estar, borracho como una cuba.

-Necesito tu ayuda -dijo Sharon-. Tienes que hacerme un favor. En el hospital me han dicho que te han dado el alta y no podía creerme la suerte que he tenido.

-¿Qué favor? -masculló él. Iba a pedirle dinero. No era la primera vez, ni sería la última.

Sharon, su hermana mayor, era tan aficionada a la bebida como lo había sido su padre. Era incapaz de conservar un empleo, no podía pagar el alquiler, no podía mantener a Natasha, su hija de cinco años.

Prisco sacudió la cabeza. Había estado presente cuando nació Tasha, cuando llegó al mundo, hija de padre desconocido y de una madre irresponsable. Aunque quería a su hermana, Prisco sabía muy bien que era una irresponsable. Vivía a salto de mata, de trabajo en trabajo, de ciudad en ciudad, de hombre en hombre. El hecho de tener una hija no la había arraigado en ninguna parte.

Cinco años atrás, al nacer Natasha, antes de que casi le volaran la pierna, Prisco era una optimista. Pero ni siquiera él había sido capaz de imaginar que aquella niña fuera a tener un futuro feliz. A menos que Sharon reconociera que tenía un problema con la bebida, a menos que buscara ayuda, se pusiera en tratamiento y lograba sentar por fin la cabeza, él sabía que la vida de la pequeña Natasha estaría llena de caos, agitación y cambios constantes.

Y no se había equivocado.

Durante los cinco años anteriores, cada mes, Prisco mandaba dinero a su hermana con la esperanza de que lo usara para pagar el alquiler y Natasha tuviera un techo y comida con que llenar el estómago.

Sharon iba a verlo muy de tarde en tarde cuando estaba en el hospital para veteranos. Únicamente cuando necesitaba dinero extra, y nunca llevaba a Natasha, la única persona en el mundo a la que Prisco habría querido ver.

-Es un favor muy grande -dijo su hermana. Se le quebró la voz-. Mira, estoy muy cerca de tu casa. Voy a pasarme por allí, ¿de acuerdo? Nos vemos en el patio dentro de tres minutos. Me he roto el pie y voy con muletas. No puedo subir las escaleras.

Colgó antes de que Prisco tuviera ocasión de contestar.

Sharon se había roto el pie. Perfecto. ¿Por qué sería que la gente con mala suerte la tenía para todo? Prisco se volvió en la cama, colgó el teléfono, agarró el bastón y fue cojeando al cuarto de baño.

Tres minutos. No le daba tiempo a ducharse, pero necesitaba una ducha urgentemente. Abrió el agua fría del lavabo y metió la cabeza debajo del grifo. Bebió y dejó que el agua chorreara por su cara.

No había querido acabarse la botella de whisky la noche anterior. Durante los más de cinco años que había pasado entrando y saliendo del hospital y de centros de rehabilitación, no había tomado más que una copa o dos de vez en cuando. Incluso antes de resultar herido, procuraba no beber demasiado. Algunos chicos salían por las noches y bebían cantidades ingentes de cerveza y whisky, suficientes para fletar un barco. Pero Prisco rara vez bebía. No quería ser como su padre y su hermana, y sabía suficiente sobre el tema como para tener claro que el alcoholismo podía ser hereditario.

¿Qué le había ocurrido esa noche? Pensaba tomarse una copa más. Sólo eso. Una más para calmar los nervios. Una más para suavizar el duro golpe de su alta en el centro de fisioterapia. Pero aquella copa se había convertido en dos.

Luego se había puesto a pensar en Mia Summer-ton, de la que sólo le separaba un tabique muy fino, y esas dos copas se habían convertido en tres. Oía el sonido del estéreo de Mia. Estaba escuchando a Bonnie Raitt. De vez en cuando cantaba y su voz clara de soprano se superponía a la voz grave y ronca de Bonnie.

Después de la tercera copa, Prisco había perdido la cuenta.

Seguía oyendo la risa de Mia, que resonaba como un eco en su cabeza, su forma de reírse de él justo antes de entrar en su piso. Aquella risa estaba cargada de significado. Venía a decir que se helaría el infierno antes de dignarse siquiera a volver a pensar en él.

Pero eso estaba bien. Era justamente lo que él quería. ¿No?

«Sí». Prisco volvió a mojarse la cara mientras intentaba convencerse de que así era. No quería tener a su alrededor a una vecina que lo mirara con lástima cuando subía y bajaba cojeando las escaleras. No necesitaba que nadie le sugiriera que se mudara a un cochambroso piso de la planta baja, como si fuera una especie de inválido. No le hacían falta discursos cargados de moralina sobre si la guerra no era buena para los niños y otros seres vivos. Si alguien sabía eso, era él.

Había estado en sitios donde arreciaban las bombas. Y, sí, las bombas tenían objetivos militares. Pero eso no significaba que, si una se desviaba, no fuera a estallar. Aunque cayera en una casa, en una iglesia o una escuela, explotaba. Las bombas no tenían conciencia, ni remordimientos. Caían. Estallaban. Destruían y mataban. Y por más que se esforzaran por apuntar bien quienes las lanzaban, siempre morían civiles.

Pero, si un equipo de SEAL era enviado antes de que se hiciera necesario un ataque aéreo, era posible que esos SEAL consiguieran mucho más con menor número de bajas. Un equipo formado por siete hombres, como la Brigada Alfa, podía infiltrarse en territorio enemigo y desmantelar por completo su sistema de comunicaciones. O podía secuestrar al líder militar enemigo, garantizando de ese modo el caos en el bando contrario y posiblemente la reapertura de las negóciaciones y las conversaciones de paz. Sin embargo, debido a que el alto mando no era consciente por completo del potencial de los SEAL, con excesiva frecuencia se recurría a ellos cuando ya era demasiado tarde.

Y la gente moría. Morían niños.

Prisco se lavó los dientes y bebió más agua. Se secó la cara y volvió cojeando al dormitorio. Buscó sus gafas de sol en vano, sacó su chequera, se puso una camiseta limpia y salió, haciendo una mueca al ver la luz brillante del sol.

La mujer que había en el patio se echó a llorar.

Sorprendida, Mia levantó la vista de su jardín. Había visto entrar a aquella mujer: era rubia, tenía un aire maltrecho y ajado, llevaba muletas y arrastraba torpemente una maleta. La seguía una niña pelirroja, muy pequeña y asustada.

Mia siguió la mirada de la mujer llorosa y vio que el teniente Francisco bajaba penosamente las escaleras. Tenía un aspecto horrible. Su piel presentaba un tono macilento, y entornaba los ojos como si el cielo azul brillante de California y el sol radiante le hicieran polvo. No se había afeitado y la sombra de la barba que empezaba a crecerle hacía que pareciera que se acababa de levantar de un banco del parque. Su camiseta parecía limpia, pero llevaba los mismos pantalones cortos que la noche anterior. Saltaba a la vista que había dormido con ellos. Y también que la víspera se había tomado otra copa, y seguramente más de una después.

Estupendo. Mia se obligó a mirar de nuevo las flores que estaba limpiando de malas hierbas. Se había convencido sin asomo de duda de que el teniente Alan Francisco no era un hombre al que quisiera tener por amigo. Era grosero y agrio, y posiblemente violento. Y ahora Mia también sabía que además bebía demasiado.

No, a partir de ese momento ignoraría por completo el 2℃. Haría como si el propietario siguiera de viaje.

La mujer rubia dejó caer las muletas y rodeó con los brazos el cuello de Francisco.

-Lo siento -decía una y otra vez-. Lo siento.

El SEAL la condujo al banco que había justo enfrente de la parcela de jardín de Mia. Su voz le llegaba claramente desde el otro lado del patio. Mia no podía evitar oírla, aunque intentaba con todas sus fuerzas concentrarse en sus cosas.

-Empieza por el principio -dijo él mientras agarraba las manos de la mujer-. Cuéntame qué ha pasado, Sharon. Desde el principio.

-Tuve un accidente con el coche -dijo la rubia, Sharon, y empezó a llorar otra vez.

-¿Cuándo? -preguntó Francisco con paciencia.

-Anteayer.

-¿Y te rompiste el pie? Ella asintió con la cabeza.

-Sí.

-¿Hubo algún otro herido?

A ella le tembló la voz.

-El otro conductor todavía está en el hospital. Si muere, me acusarán de homicidio involuntario.

Francisco soltó una maldición.

-Shar, si muere, habrá muerto. Eso es peor que que te acusen a ti, ¿no crees?

Ella bajó la cabeza y asintió.

-Habías bebido -no era una pregunta, pero ella asintió otra vez. Conducía bajo los efectos del alcohol. Borracha.

Una sombra cayó sobre las flores y, al levantar la vista, Mia vio frente a ella a la niña pelirroja.

-Hola -dijo Mia.

La niña debía rondar los cinco años. Tenía un asombroso pelo rubio rojizo que se rizaba en una melena asilvestrada alrededor de su cara redonda, cubierta de pecas. Sus ojos eran del mismo azul puro y oscuro que los de Alan Francisco.

Tenía que ser su hija. Mia volvió a mirar a la rubia. Eso significaba que Sharon era... ¿su mujer? ¿Su ex mujer? ¿Su novia? En todo caso, ¿qué importaba? ¿Qué más le daba a ella si Alan Francisco tenía una docena de esposas?

La niña pelirroja dijo:

-En casa tengo un jardín. En el campo viejo.

-¿Qué campo viejo es ése? -preguntó Mia con una sonrisa. Los niños pequeños eran tan sorprendentes...

-En Rusia -dijo la niña, muy seria-. Mi verdadero papá es un príncipe ruso.

Conque su verdadero papá, ¿eh? Mia no podía reprocharle a la cría que hubiera inventado una familia ficticia. Con una madre que conducía bajo los efectos del alcohol y un padre que no andaba muy lejos..., Mia entendía perfectamente las ventajas de imaginar un mundo al que poder escapar, un mundo lleno de palacios, príncipes y hermosos jardines.

-¿Me ayudas a limpiar las flores? -preguntó.

La niña miró a su madre.

-El caso es que no me queda más remedio -decía Sharon entre lágrimas a Francisco-. Si ingreso voluntariamente en el programa de desintoxicación, ganaré puntos con el juez que lleva mi caso. Pero tengo que encontrar un sitio donde dejar a Natasha.

-Imposible -dijo el teniente sacudiendo la cabeza.

-Lo siento. No puedo llevármela.

Francisco alzó la voz.

-¿Qué sé yo de cuidar a una niña pequeña?

-Es muy tranquila -contestó Sharon en tono suplicante-. No te molestará.

-No quiero quedarme con ella -Francisco bajó la voz, pero aun así Mia la oyó claramente. Y la niña, Natasha, también.

A Mia se le rompió el corazón por la chiquilla. Qué cosa tan horrible de escuchar: que su propio padre no quería estar con ella.

-Soy maestra -dijo a la niña con la esperanza de que no oyera el resto de la tensa conversación de sus padres-. Enseño a niños más mayores. A chicos de instituto.

Natasha asintió con la cabeza. Parecía muy concentrada mientras imitaba a Mia e iba arrancando delicadamente las malas hierbas de la tierra blanda del jardín.

-Se supone que tengo que entrar en el centro de desintoxicación dentro de una hora -dijo Sharon-. Si no te quedas con ella, el estado se hará cargo de su tutela. La llevarán a un albergue, Alan.

-Hay un hombre que trabaja para mi padre, el príncipe -dijo Natasha a Mia, como si ella también intentara desesperadamente no oír la otra conversación-, y que sólo planta flores. Es lo único que hace en todo el día. Flores rojas, como éstas. Y flores amarillas.

Mia oyó maldecir a Alan Francisco al otro lado del patio. Hablaba en voz baja y ya no distinguía sus palabras, pero estaba claro que estaba echando mano de todo su repertorio de exabruptos de marino. No estaba enfadado con Sharon: sus palabras no iban dirigidas a ella, sino más bien al cielo despejado de California que se extendía sobre ellos.

-Mis preferidas son las azules -dijo Mia a Natas-ha-. Se llaman ipomeas. Hay que madrugar mucho para verlas, porque se cierran del todo durante el día.

Natasha asintió con la cabeza, todavía muy seria.

-Porque la luz del sol les da dolor de cabeza.

-¡Natasha!

La pequeña levantó la vista al oír la voz de su madre. Mia también miró... y se encontró con los ojos azules oscuros de Alan Francisco. Bajó rápidamente la mirada, temiendo que él notara la expresión de reproche que sin duda había en sus ojos. ¿Cómo podía rechazar a su propia hija? ¿Qué clase de hombre era capaz de decir que no quería tener a su pequeña en casa?

-Vas a quedarte aquí, con Alan, unos días -dijo Sharon a su hija con una mirada trémula.

Él había cedido. El ex teniente de operaciones especiales había dado su brazo a torcer. Mia no sabía si alegrarse por la pequeña o preocuparse. La niña necesitaba muchas más cosas de las que aquel hombre podía darle. Mia se arriesgó a levantar la mirada otra vez y descubrió que sus ojos turbadoramente azules seguían fijos en ella.

-Qué divertido, ¿no? -preguntó Sharon a Natasha, esperanzada.

La pequeña se pensó detenidamente la pregunta.

-No -dijo por fin.

Alan Francisco se echó a reír. Mia no le creía capaz, pero lo cierto fue que sonrió y soltó un bufido de risa que disimuló rápidamente con un acceso de tos. Cuando volvió a levantar la vista, ya no sonreía, pero Mia habría jurado que tenía una mirada divertida.

-Quiero irme contigo -dijo Natasha a su madre con una nota de ansiedad en la voz-. ¿Por qué no puedo ir contigo?

A Sharon le tembló el labio como si fuera una nina.

-Porque no puedes -dijo débilmente-. Esta vez no.

La niña miró a Alan y volvió a fijar rápidamente los ojos en su madre.

-¿Lo conocemos?

-Sí -dijo Sharon-, claro que lo conocemos. Es tu tío Alan, ¿te acuerdas de él? Está en la Marina... Pero la niña negó con la cabeza.

-Soy el hermano de tu madre -dijo Alan.

Su hermano. Alan era el hermano de Sharon, no su marido. Mia no quiso sentir nada al enterarse de aquella noticia. Se resistía a sentir alivio. Se resistía a sentir nada. Siguió quitando las malas hierbas de su jardín como si no hubiera oído lo que decían.

Natasha miró a su madre.

-¿Vas a volver? -preguntó con una vocecilla.

Mia cerró los ojos. Sí que sentía algo. Sentía lástima por aquella niña. Notaba su miedo y su dolor. Compadecía también a su madre. Y sentía algo por Alan Francisco, aquel hombre de ojos azules. Sin embargo, era incapaz de definir lo que sentía por él.

-Siempre vuelvo -dijo Sharon, y volvió a echarse a llorar mientras abrazaba a la niña-. ¿No? -luego apartó rápidamente a Natasha-. Tengo que irme. Sé buena. Te quiero -se volvió hacia Alan-. La dirección del centro de desintoxicación está en la maleta.

Alan asintió con la cabeza y, con un chirrido de sus muletas, Sharon se alejó a toda prisa.

Natasha se quedó mirando inexpresivamente a su madre hasta que la perdió de vista. Luego, tensando muy ligeramente los labios, se volvió a mirar a Alan. Mia también lo miró, pero esa vez él no apartó los ojos de la chiquilla. Su mirada había perdido la expresión de regocijo y en ella sólo quedaban tristeza y compasión.

Toda su ira se había desvanecido. Toda la rabia que parecía arder infinitamente dentro de él se había apagado por algún tiempo. Sus ojos azules ya no eran gélidos. Más bien, parecían casi cálidos. Sus facciones labradas a cincel parecían también más suaves, como si intentara sonreír a Natasha. Quizá no quisiera que se quedara en su casa, él mismo lo había dicho, pero ahora que estaba allí, daba la impresión de estar dispuesto a hacer cuanto pudiera por facilitarle las cosas.

Mia miró a la niña y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Intentaba con todas sus fuerzas no llorar, pero por fin se le escapó una lágrima que rodó por sus mejillas. Se la limpió con rabia mientras intentaba contener el llanto.

-Sé que no te acuerdas de mí -dijo Alan a Natasha con voz increíblemente suave-. Pero nos conocimos hace cinco años. El cuatro de enero.

Natasha casi dejó dé respirar.

-Ese día es mi cumpleaños -dijo, mirándolo desde el otro lado del patio.

La sonrisa forzada de Alan se volvió sincera.

-Lo sé -dijo-. Yo iba a llevar a tu madre al hospital y... -se interrumpió y la miró más atentamente-. ¿Quieres un abrazo? -preguntó-. Porque a mí me vendría muy bien uno ahora mismo, y te agradecería mucho que me lo dieras.

Natasha sopesó sus palabras y luego asintió con la cabeza. Se acercó despacio a él.

-Pero será mejor que contengas la respiración -le dijo Alan en tono remolón-. Creo que huelo mal.

Ella asintió de nuevo y se sentó cuidadosamente sobre sus rodillas. Mia intentó no mirar, pero le resultaba casi imposible apartar los ojos del hombretón cuyos brazos envolvían dubitativamente a la pequeña, como si temiera romperla. Sin embargo, cuando Natasha levantó los brazos y le rodeó el cuello con fuerza, Alan cerró los ojos y la apretó contra sí.

Mia había creído que sólo le había pedido un abrazo por el bien de la niña, pero de pronto dudó. Con la ira y la amargura que le causaba su pierna herida, era posible que hiciera mucho tiempo que Alan Francisco no permitía que nadie se acercara a él para darle el calor y el consuelo de un abrazo. Y todo el mundo necesitaba calor y consuelo: hasta los soldados profesionales, duros y fornidos.

Mia apartó la mirada e intentó concentrarse en quitar las malas hierbas de su última hilera de flores. Pero no pudo evitar oír que Natasha decía:

-No hueles mal. Hueles como mamá... cuando se despierta.

A Alan no pareció gustarle aquella comparación.

-Estupendo -murmuró.

-Mamá está muy gruñona por la mañana -dijo Natasha-. ¿Tú también?

-Últimamente me parece que estoy gruñón todo el tiempo -reconoció él.

Natasha se quedó callada un momento, pensándose aquello.

-Entonces pondré la tele muy bajita para no molestarte.

Alan se rió otra vez. Aun así, aquella risa atrajo la mirada de Mia hacia su cara. Cuando sonreía, se transformaba. A pesar de la palidez de su piel, de la barba que empezaba a crecerle y del pelo revuelto, estaba tan guapo que quitaba el aliento.

-Seguramente es buena idea -dijo. Natasha no se bajó de su regazo.

-No te he visto nunca -dijo.

-Claro -dijo Alan. Se removió, incómodo. Hasta el ligero peso de Natasha era demasiado para su rodilla herida, y movió a la niña para colocarla sobre la pierna buena-. Cuando nos conocimos, estabas todavía dentro de la tripa de tu mamá. Decidiste que querías nacer y que no querías esperar más. Que querías venir al mundo en el asiento delantero de mi camioneta.

-¿De verdad? -Natasha estaba fascinada. Alan asintió.

-De verdad. Saliste antes de que llegara la ambulancia. Tenías tanta prisa que tuve que agarrarte y sostenerte en brazos para que no salieras corriendo por la calle.

-Los bebés no pueden correr -dijo la pequeña.

-Puede que los bebés normales, no -respondió Alan-. Pero tú saliste bailando el tango, fumando un cigarrillo y dando voces a todo el mundo. Ay, cómo chillabas.

Natasha soltó una risilla.

-¿En serio?

-En serio -dijo Alan-. Lo del tango y el cigarrillo no es verdad, pero lo de que chillabas sí. Vamos -añadió, levantándola de sus rodillas-. Agarra tu maleta, que voy a enseñarte mi casa. Puedes hacer... algo... mientras me ducho. Porque necesito urgentemente una ducha.

Natasha intentó levantar la maleta, pero pesaba demasiado para ella. Trató de arrastrarla tras su tío, pero no podría subirla por las escaleras. Alan se volvió para ver qué hacía y se detuvo.

-Será mejor que la lleve yo -dijo. Pero, mientras hablaba, su cara cambió. La ira volvió. La ira y la frustración.

Mia comprendió casi al instante que Alan Francisco tampoco podría subir la maleta de Natasha por las escaleras. Con una mano en el bastón y la otra apoyada en la barandilla de hierro, sería incapaz de hacerlo.

Mia se levantó y se sacudió el polvo de las manos. Hiciera lo que hiciera, iba a ser humillante para él. Y, como todas las cosas dolorosas, seguramente era mejor hacerlo cuanto antes y acabar de una vez.

-Ya la llevo yo -dijo alegremente, y le quitó la maleta de las manos a Natasha. Mia no esperó a que Alan hablara o reaccionara. Comenzó a subir las escaleras de dos en dos y dejó la maleta junto a la puerta del 2℃-. Bonita mañana, ¿en? -comentó, alzando la voz mientras entraba en su apartamento para buscar la regadera.

Volvió a salir en un instante y, al empezar a bajar las escaleras, vio que Alan no se había movido. Sólo la expresión de su cara había cambiado. Sus ojos estaban aún más oscuros y enfurecidos y su semblante tenía una expresión tormentosa. Su boca estaba tensa. La anterior sonrisa había desaparecido sin dejar rastro.

-Yo no le he pedido ayuda -dijo con voz baja y amenazadora.

-Ya lo sé -contestó Mia con franqueza, deteniéndose a unos peldaños del final de la escalera para poder mirarlo a los ojos-. Imaginé que no iba a pedírmela. Y sabía que, si preguntaba, se enfadaría y no querría que lo ayudara. De este modo puede enfadarse lo que quiera, pero la maleta ya está arriba -le sonrió-. Así que adelante. Enfádese. No se reprima.

Al dar media vuelta para volver a su jardín, sintió los ojos de Alan clavados en su espalda. La expresión de él no había cambiado: estaba enfadado. Enfadado con ella y con el mundo. Mia sabía que no debería haberlo ayudado. Debería haber dejado que resolviera sus problemas, que se las arreglara solo. Sabía que no debía complicarse la vida con alguien que, obviamente, atravesaba grandes dificultades.

Pero no podía olvidar la sonrisa que había transformado a Alan en un verdadero ser humano y no en la columna de piedra llena de ira que parecía ser casi todo el tiempo. No podía olvidar la ternura con que había hablado a la niña para tranquilizarla. Y no podía olvidar la expresión de su cara cuando la pequeña Na-tasha le había dado un abrazo.

No podía olvidar ninguna de aquellas cosas... a pesar de que sabía que le convenía hacerlo.