Capítulo 9.

 

Dormir una noche entera en la cómoda cama de un hotel, sentirse limpio y bien alimentado, saber que iba correctamente vestido y que tenía dinero en el bolsillo..., todas estas cosas deberían haber mejorado el estado de ánimo de Peace cuando inició el camino hacia el espaciopuerto de Ciudad Aterrizaje.
En lugar de ello, su cerebro empleó su renovada energía para rastrear nuevos detalles de anormalidad. Al parecer, él, Warren Peace, no sólo tenía una deshonrosa fama por lo que a los niños concernía, sino que además estaba el curioso asunto de la hija del profesor Legge y la máquina del tiempo. El se había arriesgado a la muerte a punta de pistola antes de entrar en la máquina..., y sin embargo se había lanzado a la máquina de muy buena gana para escapar al. abrazo de una mujer. La única migaja de consuelo que pudo recoger en su memoria fue que la fémina en cuestión se parecía a un amoroso blancmanger de dos metros de altura. Quizá su reacción habría sido distinta, especuló Peace, con una mujer joven, esbelta y guapa.
Mientras caminaba entre la nítida brillantez de la mañana de agosto, Peace se puso a prueba contemplando prolongada y fijamente a todas las chicas atractivas que distinguió en la muchedumbre urbana. Obtuvo cierto placer estético del aspecto de aquellas mujeres, pero se desilusionó al no experimentar la agitación propia de un flamante miembro de la brutal y licenciosa soldadesca.
El experimento tuvo un brusco fin cuando Peace, a causa de la ansiedad por lograr resultados, no reparó en que una mujer iba acompañada por un peso pesado con cuello de toro y celosa disposición que dio la vuelta e intentó agarrar a Peace por el cuello. La agilidad que el legionario había adquirido en tantos campos de batalla le permitió librarse de una situación que habría sido desagradable, pero tomó la decisión de no volver a arriesgarse llamando la atención.
No debía entrar en la Legión hasta el día siguiente, es decir, ni lo estaban buscando por desertor ni había hecho aún las otras cosas que le iban a crear problemas. Por eso le pareció aconsejable mantener intacta la nariz hasta llegar a la Tierra. El espaciopuerto civil se hallaba más lejos de lo que el empleado del hotel le había hecho creer, por lo que Peace lamentó su decisión de ir a pie. Paró impulsivamente un taxi que pasaba. El vehículo se detuvo junto a la acera, a su lado, y la ventanilla descendió para mostrar el lúgubre semblante de Trev, el taxista que un mes más tarde, irremediablemente, vería a Peace caer sobre aquella misma ventanilla.
Peace se tapó la cara de un modo instintivo.
—¡Váyase! —murmuró—. ¿Por qué no me deja en paz?
El rostro de Trev se contrajo de indignación y el taxista aceleró y se alejó calle arriba, quejándose en silencio.
Acobardado por el breve encuentro, Peace se esforzó en no llamar la atención durante el resto del camino. Llegó al espaciopuerto diez minutos más tarde y le sorprendió descubrir que el recinto tenía el tamaño de un amplio estadio deportivo y un tipo de arquitectura muy similar. Las llegadas y salidas de naves eran tan incesantes que la parte del cielo situada sobre el espaciopuerto quedaba oscurecida por una inmensa nube, un surtidor de confusas pesas de gimnasia. A Peace le sorprendió la magnitud de los problemas de tráfico lógicos en tal situación, hasta que se dio cuenta de que las trayectorias de las naves se cruzaban al azar, y llegó a la conclusión de que la peculiar forma de locomoción empleada por las naves, que les impedía estar en un lugar concreto en un momento dado, hacía imposible que chocaran.
Peace manifestó mudamente su aprobación, y admitió que aquellas naves cubistas constituían un excelente medio de transporte, a pesar de su fealdad cuando se las comparaba con aquellas ideales agujas resplandecientes de su imaginación. El legionario se acercó a una taquilla, pagó cuatrocientos monits por un viaje de ida a la Tierra y entró en una sala de espera que ofrecía una vista panorámica de las innumerables naves que aterrizaban y despegaban. Con el cuello estirado para ver mejor la escena, Peace se abrió paso hacia la valía donde estaban situados los analizadores de la aduana, y casi había llegado cuando reparó en unos reflejos de oro y bronce que fluctuaban en los límites de su visión. Se volvió y se encontró mirando a dos óscares que avanzaban tranquilamente entre los corros de pasajeros y acompañantes.
La reacción instintiva de Peace fue huir, y sus pies efectuaron reflejos movimientos preliminares, pero su intelecto dictó otra conducta. Echar a correr seria la forma más segura de llamar la atención, y existía la avasalladora consideración de que él no era culpable de un solo delito. Era imposible saber si aquellos dos óscares eran los mismos que lo habían perseguido en su ayer subjetivo —sus lisas facciones eran casi idénticas—, pero lo importante era la fecha, nueve de noviembre, y en consecuencia su deserción de la Legión, su fuga del Sapo Azul y el embarazoso episodio de la sala cinematográfica iban a producirse dentro de un mes, en el futuro. Aunque los óscares fueran capaces de leer la mente, como ciertas personas afirmaban, era imposible que persiguieran a alguien por crímenes aún no cometidos. Peace sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos de encendido automático, aspiró para encender uno y se esforzó en aparentar calma y despreocupación.
Los óscares prosiguieron su camino por la sala de espera, mientras la luz matinal arrancaba destellos de sus ahusados y musculosos cuerpos, manteniendo impasibles sus rostros. Varias personas se hicieron a un lado para dejarlos pasar, aunque fuera de ese detalle no parecieron advertir la presencia de las estatuescas criaturas. Ansiando poder demostrar similar tranquilidad, Peace hizo un esfuerzo para borrar de la memoria todas sus fechorías, pero descubrió que la decisión de no pensar en un tema particular produce el efecto contrario al deseado.
Se mordió los labios y después silbó desafinadamente, pensando que ese truco seria el vivo retrato de un inocente aburrido, pero olvidó que sus pulmones estaban llenos de humo de cigarrillo. Tosió secamente, sólo una vez pero con el estruendo del ladrido de una morsa. Algunos espectadores sufrieron un violento sobresalto, otros le dedicaron miradas de comprensión. Los óscares volvieron la cabeza hacia él y se detuvieron.
Peace, decidido a doblegar aquellas inhumanas miradas, forzó aún más la succión de su cigarrillo. No soy culpable, recitó su aterrada mente. No he hecho esas cosas espantosas.
Las cabezas de los óscares giraron lentamente hasta que ambas estuvieron frente a frente. La silenciosa comunión duró varios segundos, después ambos óscares asintieron y avanzaron hacia Peace. Tan resuelto estaba a demostrar que no tenía nada que temer, que no perdió los nervios hasta que las dos terribles criaturas estuvieron casi encima de él. Tras agacharse para eludir los extendidos brazos broncíneos, Peace salió disparado hacia el único espacio libre que había, que resultó ser la misma pista de aterrizaje. Llegó a la valía de la aduana y, de nuevo con los músculos sobrecargados a causa del pánico, la saltó limpiamente y se adentró en los fortuitos callejones formados por las naves estacionadas. Un estrépito de metal que caía detrás de él anunció que los óscares, de un modo característico, habían decidido atravesar la valía. Sus pasos retumbaron fuertemente en pos de Peace, acercándosele microsegundo a microsegundo.
Desesperado, Peace buscó por todas partes una ruta de escape. Distinguió un oscuro rectángulo que era una puerta abierta en un extremo del espaciopuerto. Se abalanzó hacia la abertura y dio un empujón a la pesada puerta de acero que, para su alivio, se cerró automáticamente. Satisfecho por la protección que le brindaba el casco blindado de la nave, casi una fortaleza, Peace avanzó tambaleante por lo que parecía ser una sala de mandos y se dejó caer en el solitario asiento acolchado. Jadeante, esforzándose por refrenar el temor de sus piernas, examinó el nuevo ambiente e intentó planear su próximo paso. El ensayo de meditación finalizó —sin haber empezado-cuando uno de los sonidos más estruendosos que hubiera escuchado en su vida re sonó en la sala rectangular y, en ese mismo instante, apareció un bulto del tamaño de un plato en la puerta que el legionario acababa de cerrar.
La cara de Peace se contrajo de espanto; imaginó que un óscar había dado un puñetazo a la plancha de acero, y casi habrá logrado perforarla, Con los dedos metidos en la boca, Peace contempló horrorizado el deformado metal y pensó que la puerta se habría abierto irremediablemente si el óscar la hubiera golpeado cerca del punto de cierre.
Quizá los óscares no sean muy inteligentes, pensó Peace, aferrándose ávidamente a un hilo de esperanza. Quizá sea ése el único punto débil, el talón de Aquiles de ellos. Si así fuera, ¿cómo podría aprovecharme de ello? ¿Cómo podría...?
Sus facultades mentales volvieron a zozobrar al producirse un sonido de cataclismo. Un segundo bulto apareció en la puerta, y entonces Peace comprendió que los óscares no precisaban cerebros poderosos. Eran invencibles. Casi enloquecido, hizo gira? el sillón hacia el inclinado tablero de mandos. Una curiosa fluctuación pasó ante sus ojos, acompañada de una sensación de pinchazos dentro de su cabeza, y durante un efímero instante contempló la disposición del instrumental y mandos a través de los ojos de otra persona. Pasó la mano por dos hileras de palancas, apretó un gran botón rojo y empujó hacia arriba la palanca central de mando.
La pared que había delante de Peace se volvió transparente. Vislumbró los edificios del espaciopuerto que se alejaban de la nave, un resplandor del cielo azul que se convirtió en negro..., y a continuación su mirada se clavó en el nítido y hostil brillo de las estrellas.
La velocidad de la nave era tanta que Peace podía observar un fluido cambio de paralaje en las estrellas más cercanas. Fascinado por el espectáculo, observó brillantes motitas que pasaban junto a la pantalla. Y entonces pensó que la nave, para producir tal efecto, debía estar desplazándose endiabladamente deprisa..., en una dirección absolutamente desconocida para él. Tenía que estar más que contento por haber vuelto a librarse de las garras de los óscares, que al parecer le tenían rencor, pero se enfrentaba al nuevo peligro de perderse para siempre en las profundidades del espacio. Tal parecía que no iba a haber fin a las desagradables sorpresas que el destino tenía reservadas para él, que aunque eludiera muchas catástrofes siempre habría otra aguardándole...
—Ya está bien —dijo Peace con voz de aflicción—. ¿Para qué luchar? Seguiré sentado aquí y aceptaré mi destino... ¡Y vaya destino extraño y solitario que va a ser!
"Seguiré adelante —continuó recitando, entusiasmado con el tema—, llegaré mucho más allá de los mezquinos confines de esta galaxia y de todas las galaxias que la rodean. Superaré la velocidad de la perezosa luz, volando con alas revestidas de carcajadas, y sufriré un cambio orgánico. Y qué maravillas contemplaré antes de que la muerte acabe cerrando mis ojos: nebulosas que se retuercen en el exquisito tormento de la creación, rayos cósmicos de supernovas, universos que parecerán luciérnagas enredadas en una trenza de plata...
Complacido con su flamante fatalismo, Peace cruzó los brazos y se recostó en el blando sillón, preparándose para la eternidad. Permaneció unido al cosmos durante diez segundos, quizá, y entonces experimentó aburrimiento, seguido rápidamente de pánico.
—¡A la mierda las luciérnagas y las trenzas de plata! —gritó mientras se levantaba del asiento—. ¡Quiero volver!.
Corrió hacia la pared transparente y la examinó de un lado a otro, como si estar dos pasos más cerca pudiera ayudarle a identificar la motita de luz correspondiente a Sol. Pese a su estado de perturbación, comprendió casi de inmediato que su búsqueda estaba condenada al fracaso: había millones de soles, esparcidos delante de la nave con tal abundancia que era imposible darles algún orden. Nada, aparte de un complejo ordenador, podría hacer frente a los problemas de astrogación que se plantearían, comprendió, y contuvo la respiración al notar que los pinchazos que había sufrido hacía pocos minutos volvían con toda su fuerza y le ocasionaban una extraña sensación de sosiego dentro de la cabeza. Parecía que le hubieran aflojado un torniquete..., aunque el flujo renovado era mucho menos tangible que el sanguíneo, al estar formado por una etérea lechada de asociaciones, ideas y conceptos.
¿Estoy recobrando la memoria?, se preguntó mientras volvía al tablero de mandos de la nave espacial. ¿He pilotado alguna vez una nave como ésta?
Tomó asiento y examinó más atentamente los diversos mandos, y se dio cuenta de que había cierta coherencia en los agrupamientos. Las hileras de palancas que había movido en su primer destello de percepción poseían letreros que las asociaban con el encendido del transceptor y despegue manual, pero había un módulo distinto, parecido a un teclado de máquina de escribir, en cuya parte superior había una placa con las letras 5.A.D. Tras razonar —y suplicar al mismo tiempo por no equivocarse-que esas letras significarían Selector Automático de Destino, Peace apretó las teclas T-I-E-R-R-A y fue recompensado por un giro inmediato de las estrellas, prueba de que la nave estaba cambiando el curso. Un círculo rojo destelló intermitentemente en el centro de la pared transparente; abarcaba una de las escasas y diminutas zonas de absoluta negrura visible para Peace, que comprendió que, al estar tan lejos de la Tierra, la luz de Sol no había completado aún la travesía. Pero mientras contemplaba aquella zona del espacio, una mota de luz apareció en el centro del circulo, con brillantez creciente.
Satisfecho de que las cosas estuvieran mejorando, estudió el resto de los módulos y encontró uno con el letrero Autoaterrizaje, detalle que puso fin a su preocupación acerca de cómo hacer descender la nave sin peligro. Envalentonado por su éxito y por la creciente sensación de familiaridad con los controles, Peace conectó la música. La primera minicinta que probó contenía un arreglo orquestal de una pieza de Sibelius, cuya cautelosa cadencia parecía ideada especialmente para servir de acompañamiento a los astrónomos.
El legionario dio un suspiro de aprobación y se recostó en el blando almohadillón de la silla, resuelto a aprovechar al máximo aquel intermedio de paz. Seguro ya de que la asociación era puramente temporal, volvió a dejar que su alma se uniera con el cosmos y, como adorno visual a sus meditaciones, movió varias palancas que convirtieron en transparentes las paredes restantes de la sala de mandos. Como suele suceder con los últimos toques de una obra de arte, su acción fue un grave error en lo referente a su estado de ánimo. A su izquierda, a escasos pasos, los dos óscares estaban aferrados a la parte extrema del casco. La superficie superior de sus cuerpos reflejaba las intermitencias rojas y verdes de las luces de posición de la nave.
Los he matado, pensó Peace, aterrorizado. ¡Los he arrastrado al espacio interestelar y los he matado!
Su espanto disminuyó..., y se hizo diez veces mayor al ver que, de un modo increíble, las enigmáticas criaturas seguían moviéndose.
Sin mostrar señales de incomodidad en el vacío, los óscares estaban agarrados a la nave con una sola mano, de un modo natural, y se indicaban objetos celestes de interés, igual que turistas en un viaje de placer. Peace clavó la mirada en ellos, petrificado. De vez en cuando un óscar dirigía los rasgados rubíes de sus ojos hacia el legionario, al parecer sin verlo. Peace supuso que la transparencia del casco era de efecto monodireccional.
La frente de Peace se arrugó con el nuevo vislumbre de las fuerzas desplegadas contra él. La vida ya había sido muy difícil antes de que los óscares hubieran salido a escena para acosarlo a través del tiempo y el espacio..., y ahora acababa de saber que aquellos seres eran indestructibles, capaces de sobrevivir en cualquier ambiente y en cualquier circunstancia. La imposibilidad de imaginar qué había hecho él para merecer una persecución tan implacable aumentó su desdicha. Escondió la cara entre las manos y pensó seriamente en poner fin a la persecución dirigiendo la nave hacia una estrella. Seria una solución rápida y perfecta para todos sus problemas... Un solitario cristal de resentimiento se formó y empezó a crecer en la caldera de su torbellino mental: ¿estaba dispuesto a aceptar la muerte en el último momento? Después de todo lo que ya había sufrido, ¿permitiría que dos morones metálicos le impidieran averiguar la verdad sobre su persona?
Peace levantó la cabeza, se irguió y analizó el nuevo aprieto en que se hallaba. Era indudable que los óscares se habían introducido en el campo generado por las torres transceptoras situadas a ambos extremos de la nave, y por ello habían sido arrastrados al espacio. Ryan le había dicho que a un vehículo espacial podía considerárselo en reposo, pese a su velocidad efectiva, lo cual significaba que no existía inercia, y que un pasajero situado en la parte exterior no tenía dificultades en conservar la posición. Pero Peace estaba convencido de que las violentas aceleraciones del vuelo espacial 'normal' desalojarían con rapidez a cualquier loco superfluo.
La estrella que era el objetivo de la nave, Sol, había aumentado su brillo en la pantalla frontal cuando Peace volvió a dedicar su atención al tablero de mandos. Encontró un grupo de controles con el letrero Mor. Aux. PROP. Nuc. y, con creciente seguridad, lo identificó con el módulo que permitía hacer volar la nave mediante propulsión nuclear cuando el sistema principal estaba averiado. Los dedos de Peace se situaron con naturalidad en el selector de altitud y la minúscula palanca de mando, y en ese mismo instante supo que él había pilotado naves espaciales en cierta época de su vida anterior, y que era capaz de ejecutar cualquier maniobra que deseara con la nave que estuviera ocupando.
Con una risotada de triunfo, Peace desconectó el transceptor y la nave, que se estaba desplazando a millones de kilómetros por segundo, se detuvo al instante, sin temblores ni sacudidas. El hecho de que el vehículo espacial careciera de inercia hizo que el brusco cambio de estado fuera imperceptible.
Una ojeada a la izquierda confirmó a Peace que los dos óscares, completamente ajenos a los hechos, seguían agarrados a la nave con las puntas de los dedos. Una expresión de gozosa malicia apareció en el rostro del legionario mientras se disponía a lanzar el vehículo hacia adelante en condiciones de aceleración normal. Tocó el botón de arranque..., y su expresión anterior cambió a otra de consternación al ver que era incapaz de apretar el pequeño disco cóncavo. Sus dedos se negaban a proceder, pese a las numerosas órdenes que les diera.
—Esto es una locura —exclamó, mirando acusadoramente al dedo disidente e intentando razonar con él—. Esos seres ni siquiera son humanos. Es decir, son monstruos.
Muchas personas afirman que tú eres un monstruo, imaginó que replicaba el dedo, pero no te gustaría pensar que te abandonan en el espacio, ¿eh?
—Escúchame, cabeza de alcornoque —arguyó Peace—. Esos personajes se deleitan alimentando a sus mascotas, las alfombras, con hombres inofensivos.
Sólo tienes la palabra de Dinkle para fiarte..., y de todos modos, ¿desde cuándo dos entuertos hacen un derecho?. No puedes hacer eso, Warren. No puedes imponer ese castigo a una persona, ni a un animal.
—¡De acuerdo, de acuerdo!
Peace, imponte, miró coléricamente su dedo durante un instante, y se vengó de él metiéndolo en la nariz.
Activó la propulsión por transceptor con la mano izquierda y antes de un segundo la nave prosiguió su viaje hacia la Tierra a una velocidad de varios cientos de años-luz por hora. Los óscares siguieron flotando junto al casco con ingrávida tranquilidad, con toques de rojo y verde fluyendo como aceite en sus enormes torsos.
Peace trasladó su atención a la pantalla delantera y vio que el punto del agostador brillo, Sol, se había transformado en un disco que se desplazaba hacia un lado del destellante círculo rojo —una indicación de que la nave se dirigía hacia la Tierra—, y Peace comprendió que se estaba agotando el tiempo para resolver el problema de los óscares. A menos que hiciera algo con rapidez, aquellos dos diablos despedazarían la puerta de la nave apenas hubieran aterrizado.
Como para ilustrar hasta qué punto era precaria su situación, una esfera blancoazulada apareció dentro del círculo y se fue hinchando hasta volverse notoriamente el planeta Tierra; su escolta, la Luna, asomó encima. Una luz de aviso se encendió en el tablero de mandos para indicar a Peace que debía fijar los datos del punto de aterrizaje elegido, o recurrir al control manual. Perplejo, contempló las amplias curvaturas azuladas del planeta madre durante varios segundos antes de inspirarse en el color predominante de la esfera.
Tras indicar control manual, Peace siguió un curso para penetrar en la atmósfera, se alegró de que no hubiera efectos en la reentrada, y viró hacia el centro del Océano Pacífico. El descenso fue relativamente lento, y dio tiempo al legionario para buscar un punto apropiado de descarga. Localizó un grupo de atolones, detuvo la nave a cien metros de altura, sobre una laguna, y después de respirar profundamente para tranquilizar sus nervios, desconectó el transceptor.
La nave cayó como un peso muerto.
Peace contó dos segundos y encendió la propulsión nuclear, con espectacular efecto. Al entrar en acción los propulsores, la nave, que caía a plomo, resonó como si hubiera chocado con una invisible barrera, y Peace, que estaba sentado en el borde de la silla, cayó de rodillas bruscamente, golpeándose la barbilla con el tablero de mandos. Se acarició el mentón, dolorido como si se hubiera dislocado, miró a la izquierda, y pese al dolor, se alegró al ver que los óscares habían desaparecido.
La estructura de la nave crujió y protestó mientras los potentes motores nucleares la alzaban de nuevo. Peace acabó con las penas del gigante metálico conectando rápidamente el transceptor, y describió una curva para pasar con lentitud cerca del atolón. Las ondas aún se estaban expandiendo en la laguna central, pero Peace no tuvo dificultad para contemplar las cristalinas aguas. Los óscares estaban en el fondo, impasibles pese a encontrarse bajo varias brazas de agua; sus rostros se alzaron al advertir que la nave espacial navegaba sobre la laguna, y a Peace le pareció que los seres de bronce levantaban los puños hacia él.
—Lo mismo digo, tíos —exclamó—. ¡No os oxidéis!.
Entre risas de satisfacción, Peace elevó la nave en el cielo de la tarde y fijó el rumbo hacia Porterburg, la ciudad que presumía era su hogar. Los problemas de navegación habrían sido considerables en un modelo más antiguo de vehículo espacial, pero Peace se limitó a seguir un brusco ascenso hasta llegar a una altitud orbital —una maniobra que sólo llevó diez segundos-y desde allí distinguió toda la costa occidental de América del Norte. Tampoco fue difícil localizar el estuario del río Columbia, en las latitudes centrales de la estrecha y alargada República de Califanadá que se extendía de México a Alaska. Peace vio el terminador planetario que barría el este, y comprendió que el breve día invernal estaba concluyendo en Porterburg y Fort Eccles.
Fríos e imperceptibles dedos acariciaron el espinazo del legionario mientras éste pensaba que su yo anterior estaba allí abajo en ese momento, preparado para soportar una noche más su pesada carga de remordimientos antes de efectuar la fatal visita a la oficina de reclutamiento de la Legión. Le pasó por la cabeza la fugaz idea de que él no tenía intención alguna de alistarse en la Legión y que, por tanto, ya no precisaba una palanca capaz de liberarlo del contrato de servicio. La acción más prudente sería escabullirse tranquilamente y dejar que su pasado, con toda su carga de culpabilidad, siguiera siendo un misterio. Jugueteó con la idea unos instantes, después sacudió la cabeza y llevó la nave a un pronunciado descenso. Libre de efectos de inercia y aerodinámicos, el vehículo espacial llegó a las cercanías de Porterburg al cabo de veinte segundos.
Mientras la ciudad aparecía en la pantalla delantera, una elevación de plateados prismas en un amplio recodo del Columbia, Peace recordó que. era. culpable de haber robado una nave espacial y que probablemente lo detendrían si aterrizaba en una pista civil o militar. El legionario sobrevoló Porterburg y, tras tomar repentinamente una decisión, navegó cuarenta kilómetros más y eligió un terreno de pasto cubierto de nieve situado razonablemente cerca de un pueblo, aunque separado de él por unas colinas. La nave se asentó tras una sacudida y la puerta de la sala de mandos se deslizó hacia un lado dejando pasar una ráfaga de gélido viento de noviembre.
Peace salió al silencioso crepúsculo y se orientó. El campo estaba bordeado por una carretera secundaria que parecía ir hacia el pueblo que Peace había visto desde el aire. En la zona no había nadie que pudiera haber presenciado su arribo, y en cuestión de minutos la oscuridad cubriría la nave y los subsiguientes movimientos de Peace. Una tranquilizadora sensación de tener la situación controlada brotó en su interior al darse cuenta de que lo único que tenía que hacer era mantener la calma hasta el día siguiente, evitar llamar la atención y, sobre todo, dominar su tendencia a verse envuelto en estúpidos accidentes. Levantó el cuello de su chaqueta, enderezó la espalda y empezó a caminar hacia la carretera.
—¡Un momento, joven! —gritó imperiosamente una voz femenina—. ¿A dónde cree que va?
Peace se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, incrédulo, y se volvió.
La puerta de la sección central de pasajeros estaba abierta y la abertura ocupada casi por completo por una robusta mujer de edad madura que vestía un sombrero de paja y un vestido floreado. Otras damas corpulentas y entradas en años, ataviadas similarmente, se apelotonaban detrás de la primera en el iluminado interior y lanzaban gemidos de consternación. Peace se tambaleó como un hombre atacado con una cachiporra de arena al comprender que había robado una nave repleta de pasajeros de Aspatria.
—¿Has visto? —dijo otra mujer, poniéndose junto a la primera—. ¡Está borracho! Ya le habrá dicho que el piloto estaba borracho. Tengo todo el vestido lleno de café, y por su culpa.
—¿Pero dónde estamos? —terció una tercera mujer—. Esto no me parece el asteroide que nos. prometieron para gozar del placer de librarse de los lazos.
—Lo siento, lo siento murmuró Peace.
El legionario retrocedió, adquiriendo velocidad hasta el máximo permitido para aquella forma de andar, y en ese momento dio media vuelta y echó a correr con todas sus fuerzas. El grupo de robustas damas lo observó hasta que desapareció en la creciente oscuridad. Las mujeres se miraron unas a otras, indignadas. El silencio reinó durante varios segundos, y a continuación, de mutuo acuerdo, las damas sacaron de sus bolsos diversos silbatos subetéreos y prorrumpieron en un prolongado y combinado estallido de puro ultraje.
A cinco mil kilómetros de distancia hacia el sudeste, donde el sol de la tarde seguía iluminando un atolón del Pacífico, dos superhombres de dorado y reluciente aspecto habían estado contemplando la arena de un modo vacilante. De pronto ambos levantaron la cabeza. Permanecieron un minuto en una postura de escucha mientras un fuego rojizo vibraba en sus ojos y las cúpulas sin vello de sus cabezas reflejaban el brillo del sol.
Finalmente los gigantes se miraron, hicieron un gesto afirmativo y se adentraron 'en el mar tras descender un abrupto banco coralífero. Demasiado pesados y compactos para nadar, siguieron corriendo a lo largo del lecho del mar después que el agua cubriera sus cabezas, y diversas criaturas marinas se apartaron rápida y prudentemente para que los invasores de sus dominios siguieran su rumbo hacia Califanadá.
Casi a punto de perder el resuello, Peace saltó una zanja y llegó al borde de la desierta carretera. La nieve apartada de la ruta formaba morenas de poca altura a ambos lados. Tras deslizarse sobre este último obstáculo con cierta dificultad, Peace limpió su ropa de nieve y gotas heladas, metió las manos en los bolsillos e inició la caminata hacia el pueblo cercano.
Todo sigue yendo bien, se dijo para tranquilizarse Los vejestorios de la nave tienen que estar un poco enfadados, pero no saben cuánta suerte han tenido de que yo cambiara de opinión y no fuera mucho más allá de los mezquinos confines de la galaxia y de todas las galaxias que la rodean y sufriera un cambio orgánico. ¡Eso sí que les habría dado motivo de queja!. Bueno..., pasaron horas antes de que hablen con la policía, y mientras tanto tengo suficiente dinero para pagar un transporte, estoy vestido correcta y discretamente, me encuentro cerca de Porterburg y estoy en forma y sano..., aparte de una supuesta fractura del maxilar inferior, y tal vez una ligera congelación.
Lo único que tengo que hacer ahora, se repitió con fuerza, para acrecentar su confianza, es dejar de ser tan condenadamente propenso a los accidentes. ¡Calma! ¡Mantente en segundo plano!. Así te librarás de problemas hasta mañana.
La concentrada dosis de pensamiento racional tuvo un efecto inmediato en el humor de Peace. Su paso recuperó cierto brío y pocos momentos después, como haciendo honor a la promesa de asistencia divina para los que se ayudan a ellos mismos, las luces de un autobús aparecieron a lo lejos. Al acercarse el vehículo, Peace vio que se dirigía a Porterburg, y suspiró de gratitud. Rizo señas al conductor para que se detuviera y, para evitar cualquier riesgo de que una rueda le chafara los pies en la estrecha carretera, trepó al helado montículo de nieve y aguardó a que el autobús frenara ante él. Las puertas se abrieron con un jadeo neumático. Peace quiso dar un paso, sus dos pies resbalaron, la congelada superficie golpeó su nuca y, sin perceptible lapso de tiempo, se encontró tumbado debajo del autobús, en medio de una oscuridad total, con las manos todavía en los bolsillos. Diversos componentes metálicos se agitaron peligrosamente cerca de su nariz mientras hacía denodados esfuerzos por sacar las manos de los bolsillos, que repentinamente habían adquirido el vicio de apresar sus muñecas.
—¿A dónde ha ido ese tipo? —la voz del conductor del autobús apenas era audible con el ruido de la maquinaria, pero reflejaba una clara nota de impaciencia.
—Estoy aquí —gruñó Peace—. ¡que alguien me ayude!
—La gente te hace parar, y luego resulta que no quieren subir —refunfuñó el conductor—. No sé, no sé..., debe ser una moda nueva.
Se oyó el sonido de las puertas al cerrarse, el autobús avanzó y la rueda más próxima rozó el pelo de Peace, quien se congratuló por haber escapado al menos a una sangrienta muerte, y en ese momento un trozo saliente de la parte trasera del vehículo le golpeó las costillas y lo arrastró unos metros antes de dejarlo en medio de la carretera.
Peace se levantó penosamente, con la mano en el costado, y maldijo al autobús. En cuanto las luces del vehículo se desvanecieron en la noche, Peace examinó su estado y se quedó estupefacto al ver que la chaqueta y los pantalones, inmaculados sólo unos instantes antes, estaban desgarrados y manchados de grasa. Rió nerviosamente un momento y después se tapó la boca con la mano.
—No permitiré que esto me derribe —anunció a la solitaria extensión de nieve iluminada por la luna que lo rodeaba—. Soy dueño de mi destino —
Al evaluar su estado físico descubrió que aún podía caminar, aunque ahora, además de la contusa mandíbula, lucía un vibrante bulto en la nuca y experimentaba un agudo dolor cada vez que respiraba, un detalle que sugería una o más costillas rotas. Viajar usando transportes públicos había dejado de ser una buena idea, en vista de su aspecto, pero disponía de dinero para llegar en taxi a Porterburg y buscar un hotel discreto. Después de una ducha y de recuperarse por la noche, se dijo, estaría como nuevo. La primera cuestión esencial era encontrar un teléfono, y a partir de ahí todo iría bien. Tras abrigarse con los jirones de su chaqueta, Peace partió una vez más hacia el pueblo cercano, un pueblo que, pese a su proximidad geográfica, le empezaba a parecer tan lejano e inalcanzable como Shangri La.
Veinte minutos más tarde pasó junto a un letrero que decía, "HARTLEYVILLE-347 habitaciones", y se adentró cojeando en la calle principal en busca de una cabina telefónica.
A pesar de que la noche estaba empezando, la calle aparecía desierta, por lo que Peace experimentó una punzada de irritación al llegar a una cabina y descubrir que no sólo funcionaba, sino que además había otro presunto comunicante que esperaba entrar. Después de recordar la necesidad de mostrarse filosófico ante contratiempos secundarios como ése, aguardó detrás del otro hombre y confió en que su estado no provocara comentarios. Una preocupación que demostró ser vana, puesto que aquel hombre pelirrojo que tenía delante apenas le dedicó una mirada; su atención estaba totalmente absorbida en golpear la puerta con los puños y decir a gritos al ocupante de la cabina que aquello era un abuso. Al parecer llevaba cierto tiempo esperando y, desprovisto del duramente ganado estoicismo de Peace, se encontraba casi en un estado apopléjico. El individuo iba de un cristal a otro, haciendo gestos de rabia e impotencia, pero el apenas visible comunicante frustraba al impaciente volviéndose de espaldas, tal como los usuarios de cabinas telefónicas han hecho desde tiempos inmemoriales.
Peace contempló el insignificante drama con olímpica diversión, mientras reflexionaba sobre la pequeñez de los problemas que hacían perder la serenidad a ciertos mortales. Ya estaba deseando poder echar una indirecta sobre la naturaleza real del infortunio cuando el hombre pelirrojo prorrumpió en una explosión de obscenidades, se alejó rápidamente por la calle y desapareció entre dos edificios. Menos de un minuto después, el hombre de la cabina concluyó su conversación, salió, hizo un breve saludo a Peace y se sumergió en la noche, dejando libre el teléfono.
La paciencia siempre vence, pensó vanidosamente Peace mientras entraba en la cabina. Acababa de pedir información sobre servicios de taxi en el iluminado tablero guía cuando la puerta se abrió violentamente detrás de él. Una brusca mano lo arrastró fuera de la cabina y se encontró ante el pedernalino semblante de un corpulento policía de fría mirada. El pelirrojo había vuelto al lugar con el agente y no dejaba de brincar de un lado a otro en segundo plano.
—¡Es ése! —dijo acusadoramente—. Veinte minutos me ha hecho esperar con el frío que hace. ¡Deténgalo, Cyril, deténgalo!
—Hágame un favor, Reuben —replicó el policía—. No me enseñe mi trabajo, ¿eh?
—¡Pero han sido veinte minutos, Cyril! Todo el mundo sabe que hay un máximo permitido de tres minutos en una cabina pública.
—Perdone, oficial, pero hay una confusión —dijo Peace, con el corazón en un puño—. Sólo he estado unos segundos y...
—¡Mentiroso! —chilló Reuben—. Intenta embaucarlo, Cyril. Cree que usted es un polizonte necio, un patán.
—¿Es cierto eso? —la hostilidad que había en la mirada del policía quedaba acrecentada por su creciente recelo—. ¿Por qué tiene ese aspecto? ¿Cómo se llama, señor, y de dónde viene?
—¿Yo? —contestó Peace con la tranquilidad que proporciona la desesperación—. Vengo de ninguna parte.
Tras reunir una reserva de energía cuya existencia no sospechaba, Peace dio un violento empujón en el pecho del agente. El hombretón, cogido por sorpresa, perdió el equilibrio en la compacta nieve y' cayó de espaldas entre el sorprendente estruendo de su uniforme, enseres y equipo. Peace saltó por encima de él y huyó hacia unos callejones que desempeñaban un papel tan destacado en sus líos. Corrió con tanta rapidez que se sintió unido al viento nocturno y apenas notó el contacto de sus pies con el helado suelo.
Un punzante dolor a un lado del pecho le hizo detenerse brevísimos instantes, y el sueño del vuelo sin esfuerzo concluyó. Examinó los oscuros alrededores. No distinguió nada aparte de árboles plateados por la luna y un llano paisaje nevado más allá de ellos, y no escuchó sonidos de persecución. Tomó asiento en un apropiado tocón y aguardó a que su mente se emparejara con su cuerpo. Aunque se sentía momentáneamente seguro, le pareció un castigo el hecho de que al cabo de media hora de pisar la Tierra ya se las hubiera ingeniado para herirse, destrozar su ropa nueva y aumentar sus problemas con la ley.
No hay duda posible, pensó Peace, incrementando el reducido bagaje de conocimientos sobre sí mismo. Definitivamente, soy muy propenso a tener problemas.
La revelación lo impulsó a efectuar una ardua reconsideración de sus planes. Mientras su respiración volvía poco a poco a la normalidad, adquirió la convicción de que su única esperanza de asistir a la cita matutina residía en llegar a Porterburg solo y sin ayuda, y ello significaba que tendría que caminar toda la noche. La perspectiva era atemorizante, en especial porque el ambiente se iba enfriando de un modo notorio minuto a minuto, pero las restantes opciones habían retrocedido ante él, o ya no existían.
Dolorido de la cabeza a los pies, tembloroso, Peace se levantó torpemente e inició la deprimente caminata de cuarenta kilómetros que debía concluir, así lo esperaba, en la encrucijada del pasado, el presente y el futuro. Su ejercicio filosófico ante la cabina telefónica ya le parecía patético, pero de todos modos hizo un último esfuerzo por localizar al menos un aspecto positivo de la situación, para encontrar una pizca de esperanza que lo sustentara durante la noche. La tarea pareció imposible al principio..., hasta que los pensamiento de Peace se concentraron en el único y resplandeciente logro del día.
—Gracias a Dios —dijo fervientemente, renqueando en la nieve—, logré desembarazarme de aquellos malditos óscares.