Capítulo 9.
Dormir una noche entera en la cómoda cama de
un hotel, sentirse limpio y bien alimentado, saber que iba
correctamente vestido y que tenía dinero en el bolsillo..., todas
estas cosas deberían haber mejorado el estado de ánimo de Peace
cuando inició el camino hacia el espaciopuerto de Ciudad
Aterrizaje.
En lugar de ello, su cerebro empleó su
renovada energía para rastrear nuevos detalles de anormalidad. Al
parecer, él, Warren Peace, no sólo tenía una deshonrosa fama por lo
que a los niños concernía, sino que además estaba el curioso asunto
de la hija del profesor Legge y la máquina del tiempo. El se había
arriesgado a la muerte a punta de pistola antes de entrar en la
máquina..., y sin embargo se había lanzado a la máquina de muy
buena gana para escapar al. abrazo de una mujer. La única migaja de
consuelo que pudo recoger en su memoria fue que la fémina en
cuestión se parecía a un amoroso blancmanger de dos metros de
altura. Quizá su reacción habría sido distinta, especuló Peace, con
una mujer joven, esbelta y guapa.
Mientras caminaba entre la nítida brillantez
de la mañana de agosto, Peace se puso a prueba contemplando
prolongada y fijamente a todas las chicas atractivas que distinguió
en la muchedumbre urbana. Obtuvo cierto placer estético del aspecto
de aquellas mujeres, pero se desilusionó al no experimentar la
agitación propia de un flamante miembro de la brutal y licenciosa
soldadesca.
El experimento tuvo un brusco fin cuando
Peace, a causa de la ansiedad por lograr resultados, no reparó en
que una mujer iba acompañada por un peso pesado con cuello de toro
y celosa disposición que dio la vuelta e intentó agarrar a Peace
por el cuello. La agilidad que el legionario había adquirido en
tantos campos de batalla le permitió librarse de una situación que
habría sido desagradable, pero tomó la decisión de no volver a
arriesgarse llamando la atención.
No debía entrar en la Legión hasta el día
siguiente, es decir, ni lo estaban buscando por desertor ni había
hecho aún las otras cosas que le iban a crear problemas. Por eso le
pareció aconsejable mantener intacta la nariz hasta llegar a la
Tierra. El espaciopuerto civil se hallaba más lejos de lo que el
empleado del hotel le había hecho creer, por lo que Peace lamentó
su decisión de ir a pie. Paró impulsivamente un taxi que pasaba. El
vehículo se detuvo junto a la acera, a su lado, y la ventanilla
descendió para mostrar el lúgubre semblante de Trev, el taxista que
un mes más tarde, irremediablemente, vería a Peace caer sobre
aquella misma ventanilla.
Peace se tapó la cara de un modo
instintivo.
—¡Váyase! —murmuró—. ¿Por qué no me deja en
paz?
El rostro de Trev se contrajo de indignación
y el taxista aceleró y se alejó calle arriba, quejándose en
silencio.
Acobardado por el breve encuentro, Peace se
esforzó en no llamar la atención durante el resto del camino. Llegó
al espaciopuerto diez minutos más tarde y le sorprendió descubrir
que el recinto tenía el tamaño de un amplio estadio deportivo y un
tipo de arquitectura muy similar. Las llegadas y salidas de naves
eran tan incesantes que la parte del cielo situada sobre el
espaciopuerto quedaba oscurecida por una inmensa nube, un surtidor
de confusas pesas de gimnasia. A Peace le sorprendió la magnitud de
los problemas de tráfico lógicos en tal situación, hasta que se dio
cuenta de que las trayectorias de las naves se cruzaban al azar, y
llegó a la conclusión de que la peculiar forma de locomoción
empleada por las naves, que les impedía estar en un lugar concreto
en un momento dado, hacía imposible que chocaran.
Peace manifestó mudamente su aprobación, y
admitió que aquellas naves cubistas constituían un excelente medio
de transporte, a pesar de su fealdad cuando se las comparaba con
aquellas ideales agujas resplandecientes de su imaginación. El
legionario se acercó a una taquilla, pagó cuatrocientos monits por
un viaje de ida a la Tierra y entró en una sala de espera que
ofrecía una vista panorámica de las innumerables naves que
aterrizaban y despegaban. Con el cuello estirado para ver mejor la
escena, Peace se abrió paso hacia la valía donde estaban situados
los analizadores de la aduana, y casi había llegado cuando reparó
en unos reflejos de oro y bronce que fluctuaban en los límites de
su visión. Se volvió y se encontró mirando a dos óscares que
avanzaban tranquilamente entre los corros de pasajeros y
acompañantes.
La reacción instintiva de Peace fue huir, y
sus pies efectuaron reflejos movimientos preliminares, pero su
intelecto dictó otra conducta. Echar a correr seria la forma más
segura de llamar la atención, y existía la avasalladora
consideración de que él no era culpable de un solo delito. Era
imposible saber si aquellos dos óscares eran los mismos que lo
habían perseguido en su ayer subjetivo —sus lisas facciones eran
casi idénticas—, pero lo importante era la fecha, nueve de
noviembre, y en consecuencia su deserción de la Legión, su fuga del
Sapo Azul y el embarazoso episodio de la sala cinematográfica iban
a producirse dentro de un mes, en el futuro. Aunque los óscares
fueran capaces de leer la mente, como ciertas personas afirmaban,
era imposible que persiguieran a alguien por crímenes aún no
cometidos. Peace sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos de
encendido automático, aspiró para encender uno y se esforzó en
aparentar calma y despreocupación.
Los óscares prosiguieron su camino por la
sala de espera, mientras la luz matinal arrancaba destellos de sus
ahusados y musculosos cuerpos, manteniendo impasibles sus rostros.
Varias personas se hicieron a un lado para dejarlos pasar, aunque
fuera de ese detalle no parecieron advertir la presencia de las
estatuescas criaturas. Ansiando poder demostrar similar
tranquilidad, Peace hizo un esfuerzo para borrar de la memoria
todas sus fechorías, pero descubrió que la decisión de no pensar en
un tema particular produce el efecto contrario al deseado.
Se mordió los labios y después silbó
desafinadamente, pensando que ese truco seria el vivo retrato de un
inocente aburrido, pero olvidó que sus pulmones estaban llenos de
humo de cigarrillo. Tosió secamente, sólo una vez pero con el
estruendo del ladrido de una morsa. Algunos espectadores sufrieron
un violento sobresalto, otros le dedicaron miradas de comprensión.
Los óscares volvieron la cabeza hacia él y se detuvieron.
Peace, decidido a doblegar aquellas
inhumanas miradas, forzó aún más la succión de su cigarrillo. No
soy culpable, recitó su aterrada mente. No he hecho esas cosas
espantosas.
Las cabezas de los óscares giraron
lentamente hasta que ambas estuvieron frente a frente. La
silenciosa comunión duró varios segundos, después ambos óscares
asintieron y avanzaron hacia Peace. Tan resuelto estaba a demostrar
que no tenía nada que temer, que no perdió los nervios hasta que
las dos terribles criaturas estuvieron casi encima de él. Tras
agacharse para eludir los extendidos brazos broncíneos, Peace salió
disparado hacia el único espacio libre que había, que resultó ser
la misma pista de aterrizaje. Llegó a la valía de la aduana y, de
nuevo con los músculos sobrecargados a causa del pánico, la saltó
limpiamente y se adentró en los fortuitos callejones formados por
las naves estacionadas. Un estrépito de metal que caía detrás de él
anunció que los óscares, de un modo característico, habían decidido
atravesar la valía. Sus pasos retumbaron fuertemente en pos de
Peace, acercándosele microsegundo a microsegundo.
Desesperado, Peace buscó por todas partes
una ruta de escape. Distinguió un oscuro rectángulo que era una
puerta abierta en un extremo del espaciopuerto. Se abalanzó hacia
la abertura y dio un empujón a la pesada puerta de acero que, para
su alivio, se cerró automáticamente. Satisfecho por la protección
que le brindaba el casco blindado de la nave, casi una fortaleza,
Peace avanzó tambaleante por lo que parecía ser una sala de mandos
y se dejó caer en el solitario asiento acolchado. Jadeante,
esforzándose por refrenar el temor de sus piernas, examinó el nuevo
ambiente e intentó planear su próximo paso. El ensayo de meditación
finalizó —sin haber empezado-cuando uno de los sonidos más
estruendosos que hubiera escuchado en su vida re sonó en la sala
rectangular y, en ese mismo instante, apareció un bulto del tamaño
de un plato en la puerta que el legionario acababa de cerrar.
La cara de Peace se contrajo de espanto;
imaginó que un óscar había dado un puñetazo a la plancha de acero,
y casi habrá logrado perforarla, Con los dedos metidos en la boca,
Peace contempló horrorizado el deformado metal y pensó que la
puerta se habría abierto irremediablemente si el óscar la hubiera
golpeado cerca del punto de cierre.
Quizá los óscares no sean muy inteligentes,
pensó Peace, aferrándose ávidamente a un hilo de esperanza. Quizá
sea ése el único punto débil, el talón de Aquiles de ellos. Si así
fuera, ¿cómo podría aprovecharme de ello? ¿Cómo podría...?
Sus facultades mentales volvieron a zozobrar
al producirse un sonido de cataclismo. Un segundo bulto apareció en
la puerta, y entonces Peace comprendió que los óscares no
precisaban cerebros poderosos. Eran invencibles. Casi enloquecido,
hizo gira? el sillón hacia el inclinado tablero de mandos. Una
curiosa fluctuación pasó ante sus ojos, acompañada de una sensación
de pinchazos dentro de su cabeza, y durante un efímero instante
contempló la disposición del instrumental y mandos a través de los
ojos de otra persona. Pasó la mano por dos hileras de palancas,
apretó un gran botón rojo y empujó hacia arriba la palanca central
de mando.
La pared que había delante de Peace se
volvió transparente. Vislumbró los edificios del espaciopuerto que
se alejaban de la nave, un resplandor del cielo azul que se
convirtió en negro..., y a continuación su mirada se clavó en el
nítido y hostil brillo de las estrellas.
La velocidad de la nave era tanta que Peace
podía observar un fluido cambio de paralaje en las estrellas más
cercanas. Fascinado por el espectáculo, observó brillantes motitas
que pasaban junto a la pantalla. Y entonces pensó que la nave, para
producir tal efecto, debía estar desplazándose endiabladamente
deprisa..., en una dirección absolutamente desconocida para él.
Tenía que estar más que contento por haber vuelto a librarse de las
garras de los óscares, que al parecer le tenían rencor, pero se
enfrentaba al nuevo peligro de perderse para siempre en las
profundidades del espacio. Tal parecía que no iba a haber fin a las
desagradables sorpresas que el destino tenía reservadas para él,
que aunque eludiera muchas catástrofes siempre habría otra
aguardándole...
—Ya está bien —dijo Peace con voz de
aflicción—. ¿Para qué luchar? Seguiré sentado aquí y aceptaré mi
destino... ¡Y vaya destino extraño y solitario que va a ser!
"Seguiré adelante —continuó recitando,
entusiasmado con el tema—, llegaré mucho más allá de los mezquinos
confines de esta galaxia y de todas las galaxias que la rodean.
Superaré la velocidad de la perezosa luz, volando con alas
revestidas de carcajadas, y sufriré un cambio orgánico. Y qué
maravillas contemplaré antes de que la muerte acabe cerrando mis
ojos: nebulosas que se retuercen en el exquisito tormento de la
creación, rayos cósmicos de supernovas, universos que parecerán
luciérnagas enredadas en una trenza de plata...
Complacido con su flamante fatalismo, Peace
cruzó los brazos y se recostó en el blando sillón, preparándose
para la eternidad. Permaneció unido al cosmos durante diez
segundos, quizá, y entonces experimentó aburrimiento, seguido
rápidamente de pánico.
—¡A la mierda las luciérnagas y las trenzas
de plata! —gritó mientras se levantaba del asiento—. ¡Quiero
volver!.
Corrió hacia la pared transparente y la
examinó de un lado a otro, como si estar dos pasos más cerca
pudiera ayudarle a identificar la motita de luz correspondiente a
Sol. Pese a su estado de perturbación, comprendió casi de inmediato
que su búsqueda estaba condenada al fracaso: había millones de
soles, esparcidos delante de la nave con tal abundancia que era
imposible darles algún orden. Nada, aparte de un complejo
ordenador, podría hacer frente a los problemas de astrogación que
se plantearían, comprendió, y contuvo la respiración al notar que
los pinchazos que había sufrido hacía pocos minutos volvían con
toda su fuerza y le ocasionaban una extraña sensación de sosiego
dentro de la cabeza. Parecía que le hubieran aflojado un
torniquete..., aunque el flujo renovado era mucho menos tangible
que el sanguíneo, al estar formado por una etérea lechada de
asociaciones, ideas y conceptos.
¿Estoy recobrando la memoria?, se preguntó
mientras volvía al tablero de mandos de la nave espacial. ¿He
pilotado alguna vez una nave como ésta?
Tomó asiento y examinó más atentamente los
diversos mandos, y se dio cuenta de que había cierta coherencia en
los agrupamientos. Las hileras de palancas que había movido en su
primer destello de percepción poseían letreros que las asociaban
con el encendido del transceptor y despegue manual, pero había un
módulo distinto, parecido a un teclado de máquina de escribir, en
cuya parte superior había una placa con las letras 5.A.D. Tras
razonar —y suplicar al mismo tiempo por no equivocarse-que esas
letras significarían Selector Automático de Destino, Peace apretó
las teclas T-I-E-R-R-A y fue recompensado por un giro inmediato de
las estrellas, prueba de que la nave estaba cambiando el curso. Un
círculo rojo destelló intermitentemente en el centro de la pared
transparente; abarcaba una de las escasas y diminutas zonas de
absoluta negrura visible para Peace, que comprendió que, al estar
tan lejos de la Tierra, la luz de Sol no había completado aún la
travesía. Pero mientras contemplaba aquella zona del espacio, una
mota de luz apareció en el centro del circulo, con brillantez
creciente.
Satisfecho de que las cosas estuvieran
mejorando, estudió el resto de los módulos y encontró uno con el
letrero Autoaterrizaje, detalle que puso fin a su preocupación
acerca de cómo hacer descender la nave sin peligro. Envalentonado
por su éxito y por la creciente sensación de familiaridad con los
controles, Peace conectó la música. La primera minicinta que probó
contenía un arreglo orquestal de una pieza de Sibelius, cuya
cautelosa cadencia parecía ideada especialmente para servir de
acompañamiento a los astrónomos.
El legionario dio un suspiro de aprobación y
se recostó en el blando almohadillón de la silla, resuelto a
aprovechar al máximo aquel intermedio de paz. Seguro ya de que la
asociación era puramente temporal, volvió a dejar que su alma se
uniera con el cosmos y, como adorno visual a sus meditaciones,
movió varias palancas que convirtieron en transparentes las paredes
restantes de la sala de mandos. Como suele suceder con los últimos
toques de una obra de arte, su acción fue un grave error en lo
referente a su estado de ánimo. A su izquierda, a escasos pasos,
los dos óscares estaban aferrados a la parte extrema del casco. La
superficie superior de sus cuerpos reflejaba las intermitencias
rojas y verdes de las luces de posición de la nave.
Los he matado, pensó Peace, aterrorizado.
¡Los he arrastrado al espacio interestelar y los he matado!
Su espanto disminuyó..., y se hizo diez
veces mayor al ver que, de un modo increíble, las enigmáticas
criaturas seguían moviéndose.
Sin mostrar señales de incomodidad en el
vacío, los óscares estaban agarrados a la nave con una sola mano,
de un modo natural, y se indicaban objetos celestes de interés,
igual que turistas en un viaje de placer. Peace clavó la mirada en
ellos, petrificado. De vez en cuando un óscar dirigía los rasgados
rubíes de sus ojos hacia el legionario, al parecer sin verlo. Peace
supuso que la transparencia del casco era de efecto
monodireccional.
La frente de Peace se arrugó con el nuevo
vislumbre de las fuerzas desplegadas contra él. La vida ya había
sido muy difícil antes de que los óscares hubieran salido a escena
para acosarlo a través del tiempo y el espacio..., y ahora acababa
de saber que aquellos seres eran indestructibles, capaces de
sobrevivir en cualquier ambiente y en cualquier circunstancia. La
imposibilidad de imaginar qué había hecho él para merecer una
persecución tan implacable aumentó su desdicha. Escondió la cara
entre las manos y pensó seriamente en poner fin a la persecución
dirigiendo la nave hacia una estrella. Seria una solución rápida y
perfecta para todos sus problemas... Un solitario cristal de
resentimiento se formó y empezó a crecer en la caldera de su
torbellino mental: ¿estaba dispuesto a aceptar la muerte en el
último momento? Después de todo lo que ya había sufrido,
¿permitiría que dos morones metálicos le impidieran averiguar la
verdad sobre su persona?
Peace levantó la cabeza, se irguió y analizó
el nuevo aprieto en que se hallaba. Era indudable que los óscares
se habían introducido en el campo generado por las torres
transceptoras situadas a ambos extremos de la nave, y por ello
habían sido arrastrados al espacio. Ryan le había dicho que a un
vehículo espacial podía considerárselo en reposo, pese a su
velocidad efectiva, lo cual significaba que no existía inercia, y
que un pasajero situado en la parte exterior no tenía dificultades
en conservar la posición. Pero Peace estaba convencido de que las
violentas aceleraciones del vuelo espacial 'normal' desalojarían
con rapidez a cualquier loco superfluo.
La estrella que era el objetivo de la nave,
Sol, había aumentado su brillo en la pantalla frontal cuando Peace
volvió a dedicar su atención al tablero de mandos. Encontró un
grupo de controles con el letrero Mor. Aux. PROP. Nuc. y, con
creciente seguridad, lo identificó con el módulo que permitía hacer
volar la nave mediante propulsión nuclear cuando el sistema
principal estaba averiado. Los dedos de Peace se situaron con
naturalidad en el selector de altitud y la minúscula palanca de
mando, y en ese mismo instante supo que él había pilotado naves
espaciales en cierta época de su vida anterior, y que era capaz de
ejecutar cualquier maniobra que deseara con la nave que estuviera
ocupando.
Con una risotada de triunfo, Peace
desconectó el transceptor y la nave, que se estaba desplazando a
millones de kilómetros por segundo, se detuvo al instante, sin
temblores ni sacudidas. El hecho de que el vehículo espacial
careciera de inercia hizo que el brusco cambio de estado fuera
imperceptible.
Una ojeada a la izquierda confirmó a Peace
que los dos óscares, completamente ajenos a los hechos, seguían
agarrados a la nave con las puntas de los dedos. Una expresión de
gozosa malicia apareció en el rostro del legionario mientras se
disponía a lanzar el vehículo hacia adelante en condiciones de
aceleración normal. Tocó el botón de arranque..., y su expresión
anterior cambió a otra de consternación al ver que era incapaz de
apretar el pequeño disco cóncavo. Sus dedos se negaban a proceder,
pese a las numerosas órdenes que les diera.
—Esto es una locura —exclamó, mirando
acusadoramente al dedo disidente e intentando razonar con él—. Esos
seres ni siquiera son humanos. Es decir, son monstruos.
Muchas personas afirman que tú eres un
monstruo, imaginó que replicaba el dedo, pero no te gustaría pensar
que te abandonan en el espacio, ¿eh?
—Escúchame, cabeza de alcornoque —arguyó
Peace—. Esos personajes se deleitan alimentando a sus mascotas, las
alfombras, con hombres inofensivos.
Sólo tienes la palabra de Dinkle para
fiarte..., y de todos modos, ¿desde cuándo dos entuertos hacen un
derecho?. No puedes hacer eso, Warren. No puedes imponer ese
castigo a una persona, ni a un animal.
—¡De acuerdo, de acuerdo!
Peace, imponte, miró coléricamente su dedo
durante un instante, y se vengó de él metiéndolo en la nariz.
Activó la propulsión por transceptor con la
mano izquierda y antes de un segundo la nave prosiguió su viaje
hacia la Tierra a una velocidad de varios cientos de años-luz por
hora. Los óscares siguieron flotando junto al casco con ingrávida
tranquilidad, con toques de rojo y verde fluyendo como aceite en
sus enormes torsos.
Peace trasladó su atención a la pantalla
delantera y vio que el punto del agostador brillo, Sol, se había
transformado en un disco que se desplazaba hacia un lado del
destellante círculo rojo —una indicación de que la nave se dirigía
hacia la Tierra—, y Peace comprendió que se estaba agotando el
tiempo para resolver el problema de los óscares. A menos que
hiciera algo con rapidez, aquellos dos diablos despedazarían la
puerta de la nave apenas hubieran aterrizado.
Como para ilustrar hasta qué punto era
precaria su situación, una esfera blancoazulada apareció dentro del
círculo y se fue hinchando hasta volverse notoriamente el planeta
Tierra; su escolta, la Luna, asomó encima. Una luz de aviso se
encendió en el tablero de mandos para indicar a Peace que debía
fijar los datos del punto de aterrizaje elegido, o recurrir al
control manual. Perplejo, contempló las amplias curvaturas azuladas
del planeta madre durante varios segundos antes de inspirarse en el
color predominante de la esfera.
Tras indicar control manual, Peace siguió un
curso para penetrar en la atmósfera, se alegró de que no hubiera
efectos en la reentrada, y viró hacia el centro del Océano
Pacífico. El descenso fue relativamente lento, y dio tiempo al
legionario para buscar un punto apropiado de descarga. Localizó un
grupo de atolones, detuvo la nave a cien metros de altura, sobre
una laguna, y después de respirar profundamente para tranquilizar
sus nervios, desconectó el transceptor.
La nave cayó como un peso muerto.
Peace contó dos segundos y encendió la
propulsión nuclear, con espectacular efecto. Al entrar en acción
los propulsores, la nave, que caía a plomo, resonó como si hubiera
chocado con una invisible barrera, y Peace, que estaba sentado en
el borde de la silla, cayó de rodillas bruscamente, golpeándose la
barbilla con el tablero de mandos. Se acarició el mentón, dolorido
como si se hubiera dislocado, miró a la izquierda, y pese al dolor,
se alegró al ver que los óscares habían desaparecido.
La estructura de la nave crujió y protestó
mientras los potentes motores nucleares la alzaban de nuevo. Peace
acabó con las penas del gigante metálico conectando rápidamente el
transceptor, y describió una curva para pasar con lentitud cerca
del atolón. Las ondas aún se estaban expandiendo en la laguna
central, pero Peace no tuvo dificultad para contemplar las
cristalinas aguas. Los óscares estaban en el fondo, impasibles pese
a encontrarse bajo varias brazas de agua; sus rostros se alzaron al
advertir que la nave espacial navegaba sobre la laguna, y a Peace
le pareció que los seres de bronce levantaban los puños hacia
él.
—Lo mismo digo, tíos —exclamó—. ¡No os
oxidéis!.
Entre risas de satisfacción, Peace elevó la
nave en el cielo de la tarde y fijó el rumbo hacia Porterburg, la
ciudad que presumía era su hogar. Los problemas de navegación
habrían sido considerables en un modelo más antiguo de vehículo
espacial, pero Peace se limitó a seguir un brusco ascenso hasta
llegar a una altitud orbital —una maniobra que sólo llevó diez
segundos-y desde allí distinguió toda la costa occidental de
América del Norte. Tampoco fue difícil localizar el estuario del
río Columbia, en las latitudes centrales de la estrecha y alargada
República de Califanadá que se extendía de México a Alaska. Peace
vio el terminador planetario que barría el este, y comprendió que
el breve día invernal estaba concluyendo en Porterburg y Fort
Eccles.
Fríos e imperceptibles dedos acariciaron el
espinazo del legionario mientras éste pensaba que su yo anterior
estaba allí abajo en ese momento, preparado para soportar una noche
más su pesada carga de remordimientos antes de efectuar la fatal
visita a la oficina de reclutamiento de la Legión. Le pasó por la
cabeza la fugaz idea de que él no tenía intención alguna de
alistarse en la Legión y que, por tanto, ya no precisaba una
palanca capaz de liberarlo del contrato de servicio. La acción más
prudente sería escabullirse tranquilamente y dejar que su pasado,
con toda su carga de culpabilidad, siguiera siendo un misterio.
Jugueteó con la idea unos instantes, después sacudió la cabeza y
llevó la nave a un pronunciado descenso. Libre de efectos de
inercia y aerodinámicos, el vehículo espacial llegó a las cercanías
de Porterburg al cabo de veinte segundos.
Mientras la ciudad aparecía en la pantalla
delantera, una elevación de plateados prismas en un amplio recodo
del Columbia, Peace recordó que. era. culpable de haber robado una
nave espacial y que probablemente lo detendrían si aterrizaba en
una pista civil o militar. El legionario sobrevoló Porterburg y,
tras tomar repentinamente una decisión, navegó cuarenta kilómetros
más y eligió un terreno de pasto cubierto de nieve situado
razonablemente cerca de un pueblo, aunque separado de él por unas
colinas. La nave se asentó tras una sacudida y la puerta de la sala
de mandos se deslizó hacia un lado dejando pasar una ráfaga de
gélido viento de noviembre.
Peace salió al silencioso crepúsculo y se
orientó. El campo estaba bordeado por una carretera secundaria que
parecía ir hacia el pueblo que Peace había visto desde el aire. En
la zona no había nadie que pudiera haber presenciado su arribo, y
en cuestión de minutos la oscuridad cubriría la nave y los
subsiguientes movimientos de Peace. Una tranquilizadora sensación
de tener la situación controlada brotó en su interior al darse
cuenta de que lo único que tenía que hacer era mantener la calma
hasta el día siguiente, evitar llamar la atención y, sobre todo,
dominar su tendencia a verse envuelto en estúpidos accidentes.
Levantó el cuello de su chaqueta, enderezó la espalda y empezó a
caminar hacia la carretera.
—¡Un momento, joven! —gritó imperiosamente
una voz femenina—. ¿A dónde cree que va?
Peace se quedó paralizado, con los ojos muy
abiertos, incrédulo, y se volvió.
La puerta de la sección central de pasajeros
estaba abierta y la abertura ocupada casi por completo por una
robusta mujer de edad madura que vestía un sombrero de paja y un
vestido floreado. Otras damas corpulentas y entradas en años,
ataviadas similarmente, se apelotonaban detrás de la primera en el
iluminado interior y lanzaban gemidos de consternación. Peace se
tambaleó como un hombre atacado con una cachiporra de arena al
comprender que había robado una nave repleta de pasajeros de
Aspatria.
—¿Has visto? —dijo otra mujer, poniéndose
junto a la primera—. ¡Está borracho! Ya le habrá dicho que el
piloto estaba borracho. Tengo todo el vestido lleno de café, y por
su culpa.
—¿Pero dónde estamos? —terció una tercera
mujer—. Esto no me parece el asteroide que nos. prometieron para
gozar del placer de librarse de los lazos.
—Lo siento, lo siento murmuró Peace.
El legionario retrocedió, adquiriendo
velocidad hasta el máximo permitido para aquella forma de andar, y
en ese momento dio media vuelta y echó a correr con todas sus
fuerzas. El grupo de robustas damas lo observó hasta que
desapareció en la creciente oscuridad. Las mujeres se miraron unas
a otras, indignadas. El silencio reinó durante varios segundos, y a
continuación, de mutuo acuerdo, las damas sacaron de sus bolsos
diversos silbatos subetéreos y prorrumpieron en un prolongado y
combinado estallido de puro ultraje.
A cinco mil kilómetros de distancia hacia el
sudeste, donde el sol de la tarde seguía iluminando un atolón del
Pacífico, dos superhombres de dorado y reluciente aspecto habían
estado contemplando la arena de un modo vacilante. De pronto ambos
levantaron la cabeza. Permanecieron un minuto en una postura de
escucha mientras un fuego rojizo vibraba en sus ojos y las cúpulas
sin vello de sus cabezas reflejaban el brillo del sol.
Finalmente los gigantes se miraron, hicieron
un gesto afirmativo y se adentraron 'en el mar tras descender un
abrupto banco coralífero. Demasiado pesados y compactos para nadar,
siguieron corriendo a lo largo del lecho del mar después que el
agua cubriera sus cabezas, y diversas criaturas marinas se
apartaron rápida y prudentemente para que los invasores de sus
dominios siguieran su rumbo hacia Califanadá.
Casi a punto de perder el resuello, Peace
saltó una zanja y llegó al borde de la desierta carretera. La nieve
apartada de la ruta formaba morenas de poca altura a ambos lados.
Tras deslizarse sobre este último obstáculo con cierta dificultad,
Peace limpió su ropa de nieve y gotas heladas, metió las manos en
los bolsillos e inició la caminata hacia el pueblo cercano.
Todo sigue yendo bien, se dijo para
tranquilizarse Los vejestorios de la nave tienen que estar un poco
enfadados, pero no saben cuánta suerte han tenido de que yo
cambiara de opinión y no fuera mucho más allá de los mezquinos
confines de la galaxia y de todas las galaxias que la rodean y
sufriera un cambio orgánico. ¡Eso sí que les habría dado motivo de
queja!. Bueno..., pasaron horas antes de que hablen con la policía,
y mientras tanto tengo suficiente dinero para pagar un transporte,
estoy vestido correcta y discretamente, me encuentro cerca de
Porterburg y estoy en forma y sano..., aparte de una supuesta
fractura del maxilar inferior, y tal vez una ligera
congelación.
Lo único que tengo que hacer ahora, se
repitió con fuerza, para acrecentar su confianza, es dejar de ser
tan condenadamente propenso a los accidentes. ¡Calma! ¡Mantente en
segundo plano!. Así te librarás de problemas hasta mañana.
La concentrada dosis de pensamiento racional
tuvo un efecto inmediato en el humor de Peace. Su paso recuperó
cierto brío y pocos momentos después, como haciendo honor a la
promesa de asistencia divina para los que se ayudan a ellos mismos,
las luces de un autobús aparecieron a lo lejos. Al acercarse el
vehículo, Peace vio que se dirigía a Porterburg, y suspiró de
gratitud. Rizo señas al conductor para que se detuviera y, para
evitar cualquier riesgo de que una rueda le chafara los pies en la
estrecha carretera, trepó al helado montículo de nieve y aguardó a
que el autobús frenara ante él. Las puertas se abrieron con un
jadeo neumático. Peace quiso dar un paso, sus dos pies resbalaron,
la congelada superficie golpeó su nuca y, sin perceptible lapso de
tiempo, se encontró tumbado debajo del autobús, en medio de una
oscuridad total, con las manos todavía en los bolsillos. Diversos
componentes metálicos se agitaron peligrosamente cerca de su nariz
mientras hacía denodados esfuerzos por sacar las manos de los
bolsillos, que repentinamente habían adquirido el vicio de apresar
sus muñecas.
—¿A dónde ha ido ese tipo? —la voz del
conductor del autobús apenas era audible con el ruido de la
maquinaria, pero reflejaba una clara nota de impaciencia.
—Estoy aquí —gruñó Peace—. ¡que alguien me
ayude!
—La gente te hace parar, y luego resulta que
no quieren subir —refunfuñó el conductor—. No sé, no sé..., debe
ser una moda nueva.
Se oyó el sonido de las puertas al cerrarse,
el autobús avanzó y la rueda más próxima rozó el pelo de Peace,
quien se congratuló por haber escapado al menos a una sangrienta
muerte, y en ese momento un trozo saliente de la parte trasera del
vehículo le golpeó las costillas y lo arrastró unos metros antes de
dejarlo en medio de la carretera.
Peace se levantó penosamente, con la mano en
el costado, y maldijo al autobús. En cuanto las luces del vehículo
se desvanecieron en la noche, Peace examinó su estado y se quedó
estupefacto al ver que la chaqueta y los pantalones, inmaculados
sólo unos instantes antes, estaban desgarrados y manchados de
grasa. Rió nerviosamente un momento y después se tapó la boca con
la mano.
—No permitiré que esto me derribe —anunció a
la solitaria extensión de nieve iluminada por la luna que lo
rodeaba—. Soy dueño de mi destino —
Al evaluar su estado físico descubrió que
aún podía caminar, aunque ahora, además de la contusa mandíbula,
lucía un vibrante bulto en la nuca y experimentaba un agudo dolor
cada vez que respiraba, un detalle que sugería una o más costillas
rotas. Viajar usando transportes públicos había dejado de ser una
buena idea, en vista de su aspecto, pero disponía de dinero para
llegar en taxi a Porterburg y buscar un hotel discreto. Después de
una ducha y de recuperarse por la noche, se dijo, estaría como
nuevo. La primera cuestión esencial era encontrar un teléfono, y a
partir de ahí todo iría bien. Tras abrigarse con los jirones de su
chaqueta, Peace partió una vez más hacia el pueblo cercano, un
pueblo que, pese a su proximidad geográfica, le empezaba a parecer
tan lejano e inalcanzable como Shangri La.
Veinte minutos más tarde pasó junto a un
letrero que decía, "HARTLEYVILLE-347 habitaciones", y se adentró
cojeando en la calle principal en busca de una cabina
telefónica.
A pesar de que la noche estaba empezando, la
calle aparecía desierta, por lo que Peace experimentó una punzada
de irritación al llegar a una cabina y descubrir que no sólo
funcionaba, sino que además había otro presunto comunicante que
esperaba entrar. Después de recordar la necesidad de mostrarse
filosófico ante contratiempos secundarios como ése, aguardó detrás
del otro hombre y confió en que su estado no provocara comentarios.
Una preocupación que demostró ser vana, puesto que aquel hombre
pelirrojo que tenía delante apenas le dedicó una mirada; su
atención estaba totalmente absorbida en golpear la puerta con los
puños y decir a gritos al ocupante de la cabina que aquello era un
abuso. Al parecer llevaba cierto tiempo esperando y, desprovisto
del duramente ganado estoicismo de Peace, se encontraba casi en un
estado apopléjico. El individuo iba de un cristal a otro, haciendo
gestos de rabia e impotencia, pero el apenas visible comunicante
frustraba al impaciente volviéndose de espaldas, tal como los
usuarios de cabinas telefónicas han hecho desde tiempos
inmemoriales.
Peace contempló el insignificante drama con
olímpica diversión, mientras reflexionaba sobre la pequeñez de los
problemas que hacían perder la serenidad a ciertos mortales. Ya
estaba deseando poder echar una indirecta sobre la naturaleza real
del infortunio cuando el hombre pelirrojo prorrumpió en una
explosión de obscenidades, se alejó rápidamente por la calle y
desapareció entre dos edificios. Menos de un minuto después, el
hombre de la cabina concluyó su conversación, salió, hizo un breve
saludo a Peace y se sumergió en la noche, dejando libre el
teléfono.
La paciencia siempre vence, pensó
vanidosamente Peace mientras entraba en la cabina. Acababa de pedir
información sobre servicios de taxi en el iluminado tablero guía
cuando la puerta se abrió violentamente detrás de él. Una brusca
mano lo arrastró fuera de la cabina y se encontró ante el
pedernalino semblante de un corpulento policía de fría mirada. El
pelirrojo había vuelto al lugar con el agente y no dejaba de
brincar de un lado a otro en segundo plano.
—¡Es ése! —dijo acusadoramente—. Veinte
minutos me ha hecho esperar con el frío que hace. ¡Deténgalo,
Cyril, deténgalo!
—Hágame un favor, Reuben —replicó el
policía—. No me enseñe mi trabajo, ¿eh?
—¡Pero han sido veinte minutos, Cyril! Todo
el mundo sabe que hay un máximo permitido de tres minutos en una
cabina pública.
—Perdone, oficial, pero hay una confusión
—dijo Peace, con el corazón en un puño—. Sólo he estado unos
segundos y...
—¡Mentiroso! —chilló Reuben—. Intenta
embaucarlo, Cyril. Cree que usted es un polizonte necio, un
patán.
—¿Es cierto eso? —la hostilidad que había en
la mirada del policía quedaba acrecentada por su creciente recelo—.
¿Por qué tiene ese aspecto? ¿Cómo se llama, señor, y de dónde
viene?
—¿Yo? —contestó Peace con la tranquilidad
que proporciona la desesperación—. Vengo de ninguna parte.
Tras reunir una reserva de energía cuya
existencia no sospechaba, Peace dio un violento empujón en el pecho
del agente. El hombretón, cogido por sorpresa, perdió el equilibrio
en la compacta nieve y' cayó de espaldas entre el sorprendente
estruendo de su uniforme, enseres y equipo. Peace saltó por encima
de él y huyó hacia unos callejones que desempeñaban un papel tan
destacado en sus líos. Corrió con tanta rapidez que se sintió unido
al viento nocturno y apenas notó el contacto de sus pies con el
helado suelo.
Un punzante dolor a un lado del pecho le
hizo detenerse brevísimos instantes, y el sueño del vuelo sin
esfuerzo concluyó. Examinó los oscuros alrededores. No distinguió
nada aparte de árboles plateados por la luna y un llano paisaje
nevado más allá de ellos, y no escuchó sonidos de persecución. Tomó
asiento en un apropiado tocón y aguardó a que su mente se
emparejara con su cuerpo. Aunque se sentía momentáneamente seguro,
le pareció un castigo el hecho de que al cabo de media hora de
pisar la Tierra ya se las hubiera ingeniado para herirse, destrozar
su ropa nueva y aumentar sus problemas con la ley.
No hay duda posible, pensó Peace,
incrementando el reducido bagaje de conocimientos sobre sí mismo.
Definitivamente, soy muy propenso a tener problemas.
La revelación lo impulsó a efectuar una
ardua reconsideración de sus planes. Mientras su respiración volvía
poco a poco a la normalidad, adquirió la convicción de que su única
esperanza de asistir a la cita matutina residía en llegar a
Porterburg solo y sin ayuda, y ello significaba que tendría que
caminar toda la noche. La perspectiva era atemorizante, en especial
porque el ambiente se iba enfriando de un modo notorio minuto a
minuto, pero las restantes opciones habían retrocedido ante él, o
ya no existían.
Dolorido de la cabeza a los pies,
tembloroso, Peace se levantó torpemente e inició la deprimente
caminata de cuarenta kilómetros que debía concluir, así lo
esperaba, en la encrucijada del pasado, el presente y el futuro. Su
ejercicio filosófico ante la cabina telefónica ya le parecía
patético, pero de todos modos hizo un último esfuerzo por localizar
al menos un aspecto positivo de la situación, para encontrar una
pizca de esperanza que lo sustentara durante la noche. La tarea
pareció imposible al principio..., hasta que los pensamiento de
Peace se concentraron en el único y resplandeciente logro del
día.
—Gracias a Dios —dijo fervientemente,
renqueando en la nieve—, logré desembarazarme de aquellos malditos
óscares.