Capítulo 8.

 

Ante la fascinada mirada de Peace, las paredes del lavabo empezaron a mostrar cambios de colorido.
Una de sus principales preocupaciones desapareció al ver que el estado general del lavabo se deterioraba. Ello significaba que el viaje era hacia el futuro y que el edificio no iba a dejar a Peace en el aire al dejar de existir bruscamente. El legionario se tranquilizó unos instantes, contento del respiro que le permitía ordenar la jungla de sus pensamientos, y después comprendió que todos los edificios se vienen abajo algún día. Si iba a un futuro demasiado lejano, acabaría aplastado contra el suelo o, todavía peor, con el cuerpo partido en dos por algún muro de un nuevo edificio.
Alarmado y apenado por el hecho de que su vida se redujera a una sucesión de saltos de las brasas al fuego, Peace se levantó apresuradamente y sus ojos creyeron ver el lavabo tal como lo había encontrado la primera vez. Miró hacia la puerta, temeroso de ver dos terribles gigantes de oro y bronce con ardorosos rubíes como ojos, pero el rellano estaba desierto. El silencio habría sido igual que el de una tumba si el tenue murmullo del tránsito urbano no estuviera llegando hasta allí.
Tras asegurar su improvisado tonelete, Peace salió precavidamente al rellano. Una espesa capa de polvo cubría hasta el último rincón, y Peace experimentó un cosquilleo en la nuca al comprender que Legge y su hija, vivos hacía tan sólo un minuto subjetivo, debían haber agotado el tiempo de vida que les correspondía para pasar a residir en tumbas o urnas funerarias. Fue a la izquierda, abrió una puerta y entró en la espaciosa habitación que había sido el laboratorio del profesor. Algunos bancos de trabajo seguían en su lugar, pero la maraña de equipo, con excepción de diversos objetos y cables, había sido retirada del lugar bastante tiempo atrás. Mientras contemplaba las paredes, arruinadas por el paso de los años, Peace dedicó sus esfuerzos a asimilar los diversos e incompletos conocimientos que había adquirido.
La hija del profesor Legge lo había reconocido, y también lo había llamado Norman... ¿Sería Norman su nombre real, o simplemente un alias que había usado en algún viaje anterior a aquella época? ¿Qué motivos había tenido para hacer tal cosa? Si el profesor Legge lo conocía, ¿por qué había intentado ocultarlo? Bien pensado, ¿cómo podía estar seguro de que él no era en realidad un ciudadano de fines del siglo veintitrés que por determinada razón se había visto trasladado al siglo siguiente? ¿Había estado huyendo de la ley en el siglo veintitrés y se había visto forzado a escapar al futuro? ¿Qué crimen había cometido? ¿Era él (y la idea resultaba insoportable) un hombre que realmente gustaba de cometer abusos sexuales con niños, tal como había afirmado la propietaria del cine?
El lado práctico de la naturaleza de Peace le hizo comprender de repente que estaba perdiendo el tiempo en fútiles especulaciones, y que su primera necesidad era disponer de ropa y dinero y conocer con exactitud su posición en el tiempo. Abrió varios armarios y apenas pudo creer su suerte al encontrar, colgada de un oxidado clavo, una bata otrora blanca del tipo usado por el personal de laboratorios. Era muy corta, pero un registro completo de los armarios de la habitación no descubrió nuevos tesoros. Peace subió al piso superior y recorrió las vacías habitaciones hasta hallar unas mullidas zapatillas que, a juzgar por su tamaño, debían haber pertenecido a la hija de Legge. El calzado estaba a punto de desintegrarse a causa de los años, pero se amoldó perfectamente a los pies de Peace y les dio cierta protección. El conjunto de su vestimenta carecía de elegancia, pensó el legionario, pero si el edificio no hubiera adquirido fama de estar encantado, los golfos de la zona lo habrían saqueado, y él habría tenido que salir a la calle prácticamente desnudo.
Tras recordar el método usado tradicionalmente por los niños para mejorar sus ingresos, Peace pensó en los diversos montones de quincalla que languidecían entre el polvo del laboratorio. Había un mechero bunsen que, por lo que Peace sabía, pudo haber alcanzado el grado de semiantigutiedad desde que dejó de usarse. Se apresuró en regresar al laboratorio, extendió el periódico y envolvió con él un montón de bobinas de cobre y fragmentos de chatarra electrónica. El mechero bunsen parecía hecho con arte y tenía un aspecto sólido; no tenía la categoría de un microscopio de hojalata del siglo diecinueve, aunque Peace supuso que cualquier buen coleccionista se excitaría al verlo.
Hizo un bulto con el botín, salió del laboratorio y bajó las escaleras hasta el nivel de la calle. Tras una breve pelea con un oxidado cerrojo, Peace abrió la puerta y salió a un frío crepúsculo escarlata. El callejón estaba desierto, pero el sonido del tránsito le indicó que la vida comercial de la ciudad continuaba en plena ebullición, hecho que a su vez indicaba que la estación era primavera u otoño, y que debían ser las últimas horas de la tarde. Peace se alejó por la derecha, apartándose de la calle donde había visto a los óscares, y se dirigió al lado opuesto del edificio.
Al llegar a la esquina examinó atentamente la calle y sintió alivio al comprobar que los vehículos eran prácticamente idénticos a su recuerdo de ellos, una indicación de que no había saltado hasta una época distante del futuro. Los iluminados escaparates tenían un aspecto tranquilizadoramente normal, igual que los peatones que pasaban junto a Peace sin perder el tiempo para mirarlo. Envalentonado, el legionario se unió al torrente de gente e inició su búsqueda de anticuario apropiado. Su avance se vio impedido al tener que arrastrar los pies para no perder las mullidas zapatillas. Además, ante el horror de Peace, una juguetona brisa empezó a levantar el dobladillo de su liviana bata, forzándolo a detenerse a cada momento para apretar la ropa entre sus piernas. Encorvado, con las manos apretadas en el paquete, incapaz de levantar los pies o separar las rodillas, Peace se inquietó al comprender que su aspecto debía ser el de un furtivo Quasimodo vestido de travesti. Y aquella visión tenía que provocar comentarios, incluso entre los más indiferentes moradores de la ciudad.
Tal como temía, hombres y mujeres comenzaron a pararse para observarlo. Peace se esforzó en sonreír tontamente para crear la impresión de que era un inofensivo idiota, pero un corrillo de interesados espectadores no tardó en seguirlo. La sensación de pesadilla aumentó cuando el legionario comprendió que la policía intervendría en cualquier momento. Ya estaba dispuesto a erguirse y echar a correr, a despecho de los riesgos, cuando vio un letrero varias puertas más adelante que decía: R. J. PENNYCOOK —Anticuario. Lleno de alivio, Peace apretó el paso en dirección al establecimiento, que tenía un aspecto discreto, entró velozmente en la tienda y cerró la puerta. Se apoyó en la pared, jadeante, creyendo ser una zorra que acababa de librarse de una jauría.
—Si no sale de aquí ahora mismo, llamaré a la policía —dijo un joven de fría mirada detrás de un mostrador de cristal.
—No puede hacerme eso —dijo Peace entre jadeos, sacudiendo la cabeza.
—Me gustaría saber por qué —el joven cogió un silbato subetéreo y se lo llevó a los labios.
Peace miró alrededor y su corazón dio un vuelco al ver que se había refugiado en una tienda que surtía a la clientela más exquisita del mercado, el tipo de establecimiento que regala jarrones de la dinastía Ming con las compras realmente importantes. El corroído mechero bunsen había perdido su distinción de repente, pero Peace no pudo imaginar otra alternativa aparte de afrontar abiertamente la situación y ganar tiempo.
—Por la sencilla razón, señor Pennycook —dijo Peace en un tono que pretendía impresionar mientras se acercaba al mostrador—, de que tengo algo que vender, algo cuyo valor quizá no aprecie a primera vista, pero que sólo podrá tener en sus manos, a lo sumo, una vez en la vida.
Dejó el paquete en el mostrador y lo abrió, dejando al descubierto un montón de lo que incluso a él mismo le pareció una palada de chatarra. Hasta el bunsen, orgullo de la colección, había quedado reducido a piezas.
Pennycook examinó la miscelánea. El tenue rasgo de color de sus mejillas desapareció con rapidez y su expresión cambió en un segundo: desprecio, incredulidad, alegría y codicia dieron paso a un respetuoso recelo.
—¿Es suyo? ¿Piensa venderlo.?
—Naturalmente.
—¿Dónde lo ha conseguido?
—Lo cogí, eso es todo —Peace, que había contemplado el revoloteo de emoción en la cara. Del anticuario, se preguntó si no habría coincidido con un furor por los viejos mecheros bunsen, un furor capaz de asegurarle el dinero suficiente para un traje de segunda mano—. Podría proporcionarle más —añadió alentadoramente, dándose un golpecito en la nariz.
—Le daré mil monits —dijo enérgicamente. Pennycook—. Sin hacer preguntas.
—¡Mil monits...! —Peace examinó el montoncito de objetos, esforzándose en contemplar los mugrientos restos con una mirada imparcial capaz de identificar riquezas ocultas.
—De acuerdo, dos mil... Pero es mi última oferta. ¿Trato hecho?
Peace recompuso su voz con cierta dificultad —
—Trato hecho.
El joven sacó de un cajón dos grandes billetes llenos de colorido y los entregó a Peace. A continuación recogió con sumo cuidado el mechero bunsen y el resto de objetos y los tiró a un quemador de basura. Se produjo un destello de verduzco fuego atómico mientras los objetos dejaban de existir.
—¿Qué ha hecho? —dijo Peace, confundido por la indiferente destrucción de algo que ya consideraba como un tesoro artístico.
—Ya no nos hacen falta —contestó Pennycook—. Ha sido buena idea usar el periódico para envolver esa chatarra..., el viejo truco de robar carretillas... Pero se ha expuesto a mancharlo —Pennycook alisó el periódico con reverentes manos, lo examinó con atención y miró a Peace con expresión de sorpresa—. Ya sé que es imposible, pero estoy a punto de creer que alguien ha comido empanadas usando el periódico como plato.
—¡Imposible! —dijo Peace, aturdido.
—Supongo que tiene razón. Nadie que esté en sus cabales se atrevería a profanar un genuino periódico de 2292, impreso mediante láser y plegado con el sistema Waldo —el anticuario dedicó a Peace una misteriosa mirada—. Ha transcurrido mucho tiempo desde que vi un espécimen tan bueno como éste... Casi se diría que usted ha usado un extroversor para ir a buscarlo al pasado.
—Pero eso es ilegal —dijo Peace, guiñando un ojo para hacerse pasar por útil fuente de contrabando. La mentalidad del coleccionista experto le resultaba extraña, pero puesto que finalmente había comprendido la situación, estaba decidido a aprovechar todas las ventajas que ofrecía—. Escuche, señor Pennycook, ¿no le...
—Llámeme Reggie, por favor.
—De acuerdo, Reggie. Me llamo Warren. ¿No le gustaría que habláramos en su despacho? Me siento un poco torpe yendo por ahí prácticamente desnudo —consciente en extremo de la delgadez de sus piernas, Peace soportó un cuidadoso examen de todo su cuerpo.
—Pretendía preguntarle al respecto, pero debo ser muy discreto, comprenda —dijo Pennycook—. ¿Cómo ha perdido la rosa?
—Bueno... —Peace estaba demasiado confundido para imaginar una réplica adecuada—. Ya sabe cómo son estas cosas.
La frente de Pennycook se despejó de arrugas.
—¡Ya está! No hace falta que diga nada más, Warren.
—No lo haré —le aseguró Peace.
—El marido de ella se presentó en casa inesperadamente y usted tuvo que salir corriendo. ¡Ah, viejo conejo libertino! —el anticuario propinó un amistoso puñetazo en el hombro de Peace—. No me importa que lo sepa, Warren. Cuando se presentó aquí vestido de esa guisa y apestando a ese horrible perfume de rosas, he pensado que usted era un...
—¡¿Cómo se atreve...?!
—De acuerdo, de acuerdo. Ahora lo conozco mejor y sé que usted tiene algo de semental.
Peace manifestó su acuerdo con un gesto de la cabeza, y entonces un inquietante pensamiento apareció en su mente. No adivinaba en la persona del anticuario interés alguno por el sexo opuesto, detalle curioso tratándose de un saludable joven que llevaría más de un mes sin gratificaciones físicas. Ha sido por el cansancio, pensó, esquivando el recuerdo de sus camaradas de la Legión, que pese al agotamiento y la mala comida pasaban su escaso ocio planeando orgías para el siguiente permiso. Con la frente arrugada, y bastante deprimido, Peace entró con Pennycook en una oficina situada en la trastienda.
—¿Cómo podría conseguir ropa? —preguntó Peace—. No me importa el precio.
—La tienda Trajes a Diez Monits está cerca de aquí, en la misma manzana. Puedo hacer que alguien le traiga un traje y otras prendas.
—¡Diez monits! Un buen precio.
—Serán más de cien. La inflación, ¿sabe? —Pennycook se alejó dedicando una humorística mirada a las desnudas piernas de Peace—. No hay duda de que usted es un viejo conejo libertino, Warren.
—No siga diciendo eso —replicó Peace, irritado. No deseaba que le recordaran los vastos nuevos campos de inenarrables pecados que tal vez se extendieran en su pasado.
Examinó el despacho y su atención fue atraída por un calendario electrónico que anunciaba la fecha 6 de septiembre de 2386. Las relucientes cifras rojas se desvanecieron en la visión de Peace y volvieron a resaltar nítidamente cuando el legionario comprendió el significado de ellas. Si no había error, la máquina del tiempo, en una de las oscilaciones amortiguadas a que se había referido el profesor Legge, lo había dejado en una fecha dos meses anterior a su alistamiento en la Legión.
La debilidad aumentó en las rodillas de Peace cuando se dio cuenta, con un escalofrío de terror casi supersticioso, de que su misterioso yo anterior vivía en otra parte de la galaxia en ese mismo instante, sin duda muy ocupado haciendo crecer la montaña de culpabilidad que finalmente lo llevaría a la oficina de reclutamiento de la Legión y al supresor de memoria. El concepto sumió a Peace en un torbellino mental, pese a lo habituado que estaba a las emociones.
—Voy a llamar al sastre —dijo Pennycook mientras tomaba asiento frente al teléfono—. Lo atenderá en un dos por tres.
—Gracias —dijo Peace, abstraído—. A propósito, ¿funciona bien ese calendario?
—¿Por qué lo pregunta? ¿No sabe qué día es?
—No se trata de eso —Peace hizo un esfuerzo para orientarse en el presente—. He viajado mucho y he perdido el curso de los husos horarios.
—Usamos un calendario local compatible que se ajusta a las estaciones en Aspatria —dijo Pennycook-Si desea saber la fecha en la Tierra, allí debe ser el...déjeme pensar... Ocho de noviembre.
Peace se sentó bruscamente. Sus piernas habían cedido por completo en cuanto pensó que, si permanecía a la espera junto al centro de reclutamiento de la Legión en Porterburg, la Tierra, dentro de dos días, podría encontrar a la única persona del universo capaz de responder todos sus interrogantes.