Capítulo 3.
El trayecto de Fort Eccles al espaciopuerto
fue penoso. En la parte del camión destinada a pasajeros no había
ventanas, y así se negaba a los reclutas el pobre solaz de
contemplar el paisaje. Casi todos mantuvieron un caviloso silencio,
ocasional-mente roto por los gemidos de desesperación o arranques
de malhumor de Ryan y Farr. Un recluta, de semblante latino y
temperamento en concordancia, incluso se levantó de repente al
grito de ¡mamma mía! y empezó a golpearse la cabeza contra la pared
metálica del vehículo. Esta acción, por muy emotivamente catártica
que fuera, produjo unos ecos tan estruendosos —además de una lluvia
de moho y condensación del techo-que el soldado fue rápidamente
convencido de volver a su asiento.
En contraste con la evidente penuria de los
otros, quienes habían alimentado secretas esperanzas de ser más
listos que la Legión, Peace experimentó una perversa alegría.
Abandonar Porterburg y la Tierra no constituía ninguna pena para
él, pues no recordaba su vida anterior y la perspectiva de subir a
bordo de una nave estelar y viajar a otra parte de la galaxia era
sugestiva y excitante. Ni siquiera recordaba si había visto una
nave espacial en otra ocasión, pero no tuvo dificultad en imaginar
las esbeltas y elegantes naves dotadas de proas que eran
relucientes agujas extendidas hacia el cielo. Y allí estaba él,
ataviado con un casco, magníficas botas y un rifle, camino de las
estrellas, después de haber jurado combatir contra los enemigos de
la Tierra.
Sentado, muy erguido en el duro asiento,
casi paladeando su espartana incomodidad, Peace empezó a sentirse
como un auténtico soldado. El efecto habría sido más completo si
hubiera un uniforme completo en lugar de su chaqueta y pantalones a
cuadros, pero Peace sabía que lo realmente importante era el
calibre del hombre que vestía la ropa. Al examinar su vestimenta se
sorprendió al pensar que tal vez contenía alguna información sobre
su identidad. Miró la parte interna de la chaqueta y descubrió que
faltaba la etiqueta del fabricante, una aparente prueba de que su
yo anterior estaba resuelto a romper completamente con el
pasado.
¿Que' cosa tan espantosa pude haber hecho?,
se preguntó mientras arrancaba los hilos de la etiqueta. Con la
curiosidad excitada, Peace metió las manos en los bolsillos y no
encontró nada aparte de algunas monedas. Al parecer se había
desembarazado de todas sus posesiones personales antes de alistarse
en la Legión, si se exceptuaba el dinero y los cigarrillos que se
había apropiado el capitán Widget. ¿Pero por qué? ¿Habría estado
ocultándose de la policía?
Peace examinó finalmente el bolsillo
delantero. Como suele suceder, era un bolsillo hondo y estrecho y
la mano de Peace no pudo llegar al fondo. Estaba a punto de
abandonar la inspección cuando la punta de uno de sus dedos tocó
algo liso y duro. Gruñendo a causa del esfuerzo, Peace sacó
torpemente el objeto y vio que tenía en la mano un pequeño sapo
moldeado en plástico azul. Lo contempló, asombrado. El sapo debía
poseer una memoria plástica que se activaba con el calor de la
mano, ya que mientras Peace intentaba determinar su significado, el
animalito dobló las ancas y saltó al cuello del recluta que estaba
delante.
Tras un gemido de pánico, el soldado, que se
llamaba Benger, tiró el juguete al suelo de un manotazo y lo pateó
hasta dejarlo reducido a un deforme bulto.
—¿Quién se está haciendo el gracioso?
—preguntó Benger, mirando de un lado a otro—. Le romperé... ¡Ah,
eres tú, Warren! —el recluta esbozó una infeliz sonrisa—. Ha estado
muy bien, Warren. Por poco me revuelves las tripas.
Peace reprimió el impulso de disculparse,
decidido a conservar su temible reputación que seguía allanándole
el camino.
—No tenías que aplastarlo, ¿no te
parece?
—Perdona, Warren. Te compraré otro en la
primera oportunidad que tenga.
Peace recuperó el trozo de plástico,
sintiendo por él un creciente interés.
—¿Los has visto a la venta en algún
sitio?
—No, pero seguramente no será difícil
encontrar un juguete de este... —Benger guardó silencio; una
expresión de aflicción apareció en su rostro cuando el camión giró
bruscamente y se detuvo—. Debemos estar en el espaciopuerto.
Peace olvidó la destrucción de su única
pertenencia y las puertas automáticas del vehículo se abrieron. Por
primera vez podía vislumbrar el bullicio de un puerto interestelar.
Corrió hacia la puerta y asomó ansiosamente la cabeza..., para
sufrir una punzada de desilusión al descubrir que había llegado en
un 'período de inactividad. No había naves estelares en ninguna
parte de la extensión de congelado lodo. Varias gaviotas de sucio
aspecto vagaban desganadamente por el descampado emitiendo roncos
chillidos de desaprobación. La única presencia humana era la de un
teniente de la Legión Espacial que, a juzgar por la cadavérica
palidez de su cara, llevaba bastante tiempo aguardando al
transporte de personal. El militar se hallaba ante la entrada de un
edificio metálico, bajo y sin ventanas, que tenía doscientos metros
de largo y una sección sobresaliente en ambos extremos. Sus
junturas, cuidadosamente soldadas, le daban el aspecto de un
refugio aéreo construido con gran premura.
—Por aquí, soldados —ordenó el teniente, al
tiempo que abría una puerta de acero—. Entren.
Peace entró en el edificio encabezando la
hilera de desganados hombres y descubrió que el edificio, siendo
como era una terminal espacial, tenía una singular carencia de
comodidades. Había una sala larga y estrecha con puerta en ambos
extremos, hileras transversales de bancos y una solitaria máquina
de café. El teniente, que no entró en el edificio, cerró
violentamente la puerta en cuanto penetró el último recluta, y a
continuación se escuchó el sonido de pestillos. Una bocina aulló
durante breves instantes, arrancando un vivo coro de gemidos de los
compañeros de Peace, quien aturdido y sorprendido en parte por el
nerviosismo de los otros, tomó asiento ligeramente aparte y se
tranquilizó para aguardar la llegada de la nave que lo
transportaría por los océanos del infinito. Era desilusionante que
el edificio de la terminal no tuviera ventanas para poder ver
descender del cielo a la gran nave, pero Peace se consoló con el
pensamiento de que, en su condición de legionario, tendría
innumerables oportunidades de admirar los majestuosos navíos.
Media hora transcurrió antes de que Peace se
pusiera nervioso. Jugueteó con el aplastado cadáver de su sapo
plástico, lo arrojó al suelo de un modo irreverente, se acercó a la
máquina de café y descubrió que estaba vacía, y finalmente dio
varios paseos por la sala, cada vez más impaciente. La
desalentadora apatía de los otros reclutas, que permanecían
repantigados en los bancos, reforzó el fastidio y el resentimiento
de Peace por estar acorralado como un animal. Después de perder por
completo su temple, Peace se acercó a la puerta por la que habían
entrado e intentó abrirla. La plancha metálica se negó a mover-se.
Peace metió la mano en un hueco del metal, apretó una palanca que
había en el interior y golpeó la puerta con el hombro.
—Eh, mirad a Warren —dijo alguien detrás de
Peace—. Está simulando que quiere abrir la puerta.
—Eso es Warren para ti —comentó Benger—.
Cualquier cosa a cambio de una carcajada.
—Esperad un momento —intervino otra voz—.
Creo que realmente está intentando...
—¡Dios mío! ¡Está intentando abrir la
puerta!
Un banco cayó al suelo y un instante después
Peace se encontró derribado, con Vernie Ryan sentado en su pecho.
Otro recluta se había echado sobre las piernas de Peace para
inmovilizarlo.
—Siento tener que hacer esto, Warren —dijo
Ryan, jadeante—. Sé que un tipo como tú no se preocupa por nada,
pero los demás no queremos morir.
—¿Morir? ¿De qué estás hablando? —a Peace le
resultaba difícil pronunciar las palabras, ya que la mole de Ryan
comprimía su caja torácica—. Sólo quería ver nuestra nave.
Ryan intercambió miradas con los
espectadores.
—Esta es nuestra nave, Warren. Estamos
dentro de ella. ¿No te das cuenta de que hemos despegado hace ya
media hora?
—¡...en esta caja de hojalata...?! —se burló
Peace, incrédulo—. ¿Tengo cara de idiota?
El atezado rostro de Farr asomó entre las
otras caras.
—¿Va por alguien eso de idiota?
—Ya basta, Coppy —dijo Ryan—. Recuerda que
borraron la memoria de Warren. Apenas sabe nada de nada.
Peace se esforzó en respirar.
—Sé que no estamos en una nave espacial. De
eso no hay duda. Ni siquiera tiene la forma apropiada.
—No debe tener ninguna forma especial
—explicó Ryan. No necesita tener un perfil aerodinámico..., cuando
se trata de una nave que no se mueve.
Ya te tengo! —dijo Peace con voz de
triunfo—. Has dicho que ya hemos despegado. ¿Cómo es posible que
hayamos despegado en algo que no se mueve?
Farr apareció otra vez.
—Este tipo estaba en órbita antes de que
partiéramos.
—Deja de molestarlo, Coppy —Ryan miró a
Peace con una expresión amable y suplicante en su cara, igual que
un maestro de escuela que presta especial atención a un niño tardo
de comprensión—. ¿No comprendes, Warren, que una nave espacial que
se moviera no te llevaría a ninguna parte?.
—No, yo... —ante la evidente sinceridad de
Ryan, Peace empezó a dudar de su posición—. ¿Quién ha dicho
eso?
—Albert Einstein, entre otros. Bueno,
podrías revolotear un poco entre los planetas locales, igual que en
los viejos tiempos, pero tu nave jamás superaría la velocidad de la
luz..., es decir, sería completamente inútil para el viaje
interestelar. La barrera de la luz se encargaría de ello.
—Y la forma de superar la barrera de la luz
es usar una nave que no se mueve...
—¡Exacto! —Ryan parecía complacido—. Estás
captando la idea, Warren.
—¿Sí?
—Naturalmente que sí. Un carácter cerebral
como tú... Ya te estás preguntando lo que haría un diseñador de
naves espaciales si las formas convencionales de locomoción fueran
inservibles.
—Justamente —admitió Peace—. Eso es lo que
me pregunto.
—¡Lo sabía! Y tu mente debe estar fluctuando
entre las diversas posibilidades...
—Sí, sí —dijo Peace dócilmente,
experimentando la creciente excitación de la aventura
intelectual.
—...desdeñando todas las soluciones
insatisfactorias...
—Sí, sí.
—...hasta que finalmente llegas a la
solución...
—Sí, sí.
—Desplazamiento acelerado no
euclidiano.
—¡Ah! —Peace se esforzó por ocultar su
desilusión—. Desplazamiento acelerado no euclidiano.
Ryan asintió ansiosamente.
—Cosa que, por supuesto, es solamente otra
forma de decir transmisión instantánea de la materia.
Las esperanzas de Peace se renovaron, pero
sólo momentáneamente.
—Si la transmisión es instantánea, ¿por qué
estamos tanto tiempo aquí dentro?
—Bueno, no puede ser completamente
instantánea..., eso implicaría el absurdo lógico de estar en dos
sitios diferentes en el mismo instante. Pero se aproxima tanto a
instantánea que apenas se advierte la diferencia.
—Yo la advierto..., ¡y bien que la advierto!
—dijo Peace—. Creo que cuarenta minutos...
—¡Ah, pero no has pensado en todo, Warren!
No completamos todo el viaje de un salto.
—¿Por qué no?
—Porque no puede existir tanta distancia
entre la estación transmisora y la estación receptora. Si se supera
cierto límite se produce una pérdida de precisión, y existe el
riesgo de que la recepción sea incompleta —una expresión de
solemnidad se cruzó por el rostro de Ryan—. Podría ser muy
desagradable.
—Entonces, ¿a qué distancia se
transmite?
—A doscientos metros.
—¡Doscien...! —Peace prosiguió sus esfuerzos
para liberarse, pero desistió, exhausto.
—Perdona, Warren... No podemos arriesgarnos
a dejarte levantar hasta que no comprendas que estamos en el
espacio y que todos moriríamos si abrieras la puerta.
—De acuerdo —contestó Peace con voz
ahogada—. Explica-me el resto. Explícame que tenemos una cadena de
transceptores de materia por toda la galaxia..., trillones de
transceptores, separados doscientos metros unos de otros...
—Ahora te estás portando como un idiota —le
reprochó Ryan—. Precisamente cuando lo estabas haciendo tan
bien...
—Lo siento. No volveré a discutir. Explícame
cómo funciona.
—No me atrevería a enseñar nada a un tipo
tan bien educado como tú, Warren. Tú mismo estás resolviendo el
problema. ¿Lo recuerdas, acaso?
—Sí, pero... —Peace contempló los atentos
ojos de Ryan, en busca de inspiración—. Dame una pista,
Vernie.
Ryan miró a los otros, que en su mayoría,
para alivio de Peace, aprobaban con vigorosas inclinaciones de
cabeza.
—Perfectamente. Explícame qué te pareció
esta nave cuando bajaste del camión.
—Veamos —dijo Peace, ansioso por cooperar—.
Parecía una caja metálica, larga y estrecha, con una especie de
torreta en ambos extremos.
—Muy bien, Warren. Muy observador. ¿Y qué
distancia dirías que había entre las dos torretas?
—Unos doscientos metros, pero no
comprendo... —Peace enmudeció al notar que los ojos de Ryan habían
cobrado un brillo de expectación—. Doscien... —calló de nuevo, en
parte porque la idea que había cobrado repentina vida en su mente
era demasiado descabellada para expresarla en palabras, y en parte
porque Ryan estaba botando sobre su pecho para darle ánimos,
dejándolo sin aire en los pulmones.
—Adelante, Warren —lo estimuló Ryan—. Para
mí es un privilegio y un placer ver en funcionamiento un cerebro de
primera categoría.
—Hay un transceptor en la popa de la nave
—dijo Peace, aturdido—. Y un receptor de materia en la proa. Y la
nave se transmite de doscientos en doscientos metros. Y se
recibe.
—Levántate, Warren—. El rostro de Ryan
resplandecía de orgullo cuando se apartó del pecho de Peace y le
ayudó a ponerse de pie—. Sabía que tú lo deducirías sin
ayuda.
—Gracias.
Mudos alaridos de incredulidad sonaban en
todos los compartimientos de su mente, pero Peace supuso que el
castigo por exponer sus verdaderas ideas sería otro intervalo en el
suelo —
—Naturalmente —dijo de un modo tentativo,
buscando palabras neutrales—, la cosa no es tan simple.
—Estás en lo cierto, Warren —Ryan sacudió el
polvo de la ropa de Peace—. Veo que tu mente está muy atareada,
sondeando las implicaciones del principio básico de la transmisión
de materia.
—Por supuesto.
—Es probable que estés examinando problemas
que ni siquiera yo comprendo perfectamente. El problema de la
condensación estelar de materia en torno al centro de gravedad de
la nave, que produce un desplazamiento espacial con todos los
saltos por segundo para obtener una velocidad aparente igual a la
de la luz, el problema de los generadores de gravedad
artificial...
—Exacto, todas esas cosas —replicó
tímidamente Peace, antes de volverse y dirigirse hacia el asiento
más cercano.
En algún momento de la explicación
desaparecieron sus dudas sobre la veracidad de las palabras de
Ryan, y la idea de que su cuerpo se estaba deshaciendo y volviendo
a formar millones de veces por segundo hizo que sus rodillas
flojearan. Esto es terrible, pensó. La borradura de su memoria
consciente significaba que su imagen del mundo se estaba formando
en su subconciencia..., y su yo subconsciente era, así lo parecía,
un bobo soñador, ingenuo, sin siquiera alguna pequeña noción del
funcionamiento del universo real. Su anterior placer de ser
legionario se basaba en la noción de hacer una cruzada por la
galaxia, entero y en una bella nave plateada, y no flotando de una
estrella a otra igual que una nube de partículas, igual que un
almuerzo dentro de una caja de acero. El reajuste era difícil y
Peace ansió el solaz de un cigarrillo.
—¿Qué ocurre, Wárren? —Ryan se sentó junto a
él—. ¿No te sientes bien?
Peace se levantó de un salto para demostrar
que no le sucedía nada, pero fue incapaz de resistir la mirada de
comprensión que aparecía en el rollizo rostro de Ryan.
—Todo es absurdo —dijo—. Me muero de ganas
de fumar..., y no sabía que iba a tener que combatir en favor de un
fabricante de ketchup.
—Por favor, no hables de combatir —replicó
Ryan, muy aprensivo—. Además, vas a...a hacer lo que has dicho...,
por la Legión. Lo único que hace S.S.G. es abastecer al
regimiento.
—Un poco degradante, ¿no te parece?
Ryan meditó unos instantes.
—Tal vez, para los que son como tú.
—¿Para los que son como yo? No tener memoria
no me convierte en algo especial.
—Lo único que pretendo decir es que no
naciste para soldado, Warren. Por tu forma de hablar deduzco que
has estado en la universidad. Debes ser un chico brillante, no como
el viejo Coppy. Seguro que cuando te alistaste en la Legión sabías
que no había salida... El viejo Coppy me hizo creer que íbamos a
poder escapar en cuanto...
—¿La universidad, has dicho? —Peace dio
vueltas en su mente al nuevo hecho, pero no logró extraer ningún
alivio—. Del claustro a la fabricación de salsa.
—Olvídate de la salsa, ¿quieres? Escucha,
¿te sentirías mejor si las cosas no hubieran cambiado desde el
siglo diecisiete y este regimiento se denominara Duque de
Wellington?
—Me atrevería a decir que sí.
—Bien. ¿Y te importaría que el duque que
costeara el regimiento obtuviera el dinero de las rentas de sus
posesiones familiares?
—No.
—¿Y si la principal posesión del duque fuera
una fábrica de salsa?
—Eso es distinto —dijo Peace, creyendo que
su compañero lo había engañado—. Además, el duque de Wellington me
habría dado un uniforme mejor que éste.
—Tu aspecto actual es magnífico,
Warren.
—¿Lo crees así? —apaciguado por el cumplido,
Peace bajó los ojos y deseó ser el afortunado poseedor de unas
piernas algo más gruesas o de unas botas tan magníficas como las
que calzaba pero de diez números menos.
—No estoy bromeando, Warren. Pareces tan
inteligente como el viejo general Nightingale —entusiasmado, Ryan
se volvió hacia Copgrove Farr, que se había tumbado en el banco a
su lado—. ¿Qué te parece el aspecto de Warren?
Farr examinó a Peace con una mirada escasa
en brillo.
—Con esas piernas..., es igual que un grajo
encima de dos cartuchos vacíos.
—¡Bah! ¡Vamos, Coppy! Yo diría que Warren es
un auténtico Beau Geste.
—¿Beau qué?
—Ya sabes, Beau Geste.
El rostro de Farr se oscureció aun
más.
—Se parece más a un cobarde.
—¡Alto ahí! —Peace se acercó a Farr,
esforzándose en no perder las botas—. No olvides quién soy
yo.
—¿Por qué no? —contestó Farr—. Tú ya lo has
olvidado.
—Lo sé, pero...
—No creo que seas un caso tan difícil, de
todas formas —continuó burlándose Farr—. Por lo que sabemos, lo
único que tienes es una memoria piojosa.
Ryan levantó una mano pacificadora.
—Recuerda cómo se enfrentó al sargento
Cleet.
—Cualquiera puede hacer lo mismo —Farr
retorció los dedos y una mirada de salvaje previsión apareció en su
cara—. Al próximo sargento que encuentre le...
La bocina sonó de repente y el bullicio hizo
que las palabras de Farr se perdieran en la confusión. Los otros
reclutas abordaron sus asientos.
—Atención, soldados —dijo una voz
amplificada—. Hemos llegado al planeta Ulfa, y vamos a iniciar la
fase de aterrizaje. Si los asientos donde están disponen de
cinturones de seguridad, abróchenselos y permanezcan sentados hasta
que se abra la puerta.
Peace examinó el banco y vio que había
soportes en forma de anillo a intervalos regulares, pero sin correa
alguna. Una conmoción estalló a su alrededor cuando los reclutas,
Ryan y Farr entre ellos, se disputaron los escasos lugares de los
otros bancos donde las correas seguían visibles. El pánico
desapareció momentáneamente y brotó de nuevo cuando casi todos los
hombres que se estaban asegurando a los bancos descubrieron que
sólo disponían de una correa y no podían completar el lazo de
sujeción. Los oficiales superiores de la Legión necesitarían hasta
el último fragmento de su experiencia bélica y dotes de mando para
integrar la clase de las diez de la mañana en una eficiente unidad
de combate, dedujo Peace. A él no le complacía la idea de entrar en
combate, pero al menos sería un alivio ver las riendas en las
expertas manos de un profesional, de un hombre asentado, templado y
endurecido por años de permanencia en el frente.
El suelo vibró suavemente, la primera señal
de movimiento ofrecida por la nave, y Peace permaneció en tensión,
notando que su corazón se desbocaba cuando la nave pareció caer
unos centímetros, igual que un ascensor que se detiene con el
mecanismo de control averiado. La puerta metálica se abrió. Al otro
lado había un torbellino de vapores blancoazuladós por el que llegó
corriendo una figura humanoide de enormes ojos negros y una trompa
corta y arrugada en lugar de nariz y boca. Un múltiple jadeo de
miedo brotó de los expectantes reclutas.
Peace asió nerviosamente su rifle, y en ese
momento se dio cuenta de que la pavorosa figura era en realidad un
oficial de la Legión con la cara oculta tras una careta antigás. El
oficial entró tambaleándose en la nave y cerró la puerta,
esparciendo espirales de blanquiazulada niebla en la sala. Se apoyó
en la puerta unos instantes, jadeante, antes de quitarse la careta
y examinar al grupo con enrojecidos ojos.
—Soy el teniente Merriman —dijo con una voz
aguda, aflautada, que se correspondía muy poco con el uniforme
manchado de polvo de un veterano del frente—. Han llegado en el
momento oportuno. Los ulfanos nos están atacando con todo lo que
tienen —hizo una pausa y se frotó los llorosos ojos—. ¿Dónde están
sus caretas?
—¿Caretas, señor? —Peace sacó del bolsillo
el protector para deportista y lo sostuvo por las gomas elásticas—.
Este es el único equipo extra que nos han dado.
Merriman hizo un ademán de
impaciencia.
—Pues tendrán que apañárselas sin caretas.
Síganme, vamos a entrar en acción.
—Pero, señor...
Incluso al hablar, Peace experimentó la ya
familiar sensación de lijado en la superficie de su cerebro, y supo
que no podría desobedecer la orden. Los otros reclutas arrastraron
los pies, intranquilos, con el tormento mental reflejado en sus
caras.
—Apresúrense —dijo Merriman con su voz
aflautada. La impaciencia empujaba su voz hacia los límites del
falsete—. Tendrán que ser más impetuosos cuando luchen por
Terra.
—Perdón, señor —Benger levantó la mano—.
Debe haber un error. Nosotros somos de la Tierra.
—Ya lo sé, necio.
Benger miró a su alrededor, perplejo.
—Pero usted acaba de decir que vamos a
luchar por cierto nombre que yo nunca...
—¿Quiere hacerse el gracioso? —Merriman se
acercó a Benger y leyó su placa de identificación—. Suminístrese
tres pellizcos retorcidos, Benger.
Mientras el infortunado Benger se
administraba el castigo, Peace tuvo tiempo de examinar atentamente
a Merriman, y quedó consternado al ver, bajo la grasa y la mugre de
la batalla, que el teniente era un joven con cara de niño que debía
tener dieciocho años. Poseía unos ojos azules de una claridad casi
ideal, y unos labios afeminados siempre abiertos que mostraban
dientes excepcionalmente grandes y perfectos. Si el teniente era un
hombre asentado, templado y endurecido por su permanencia en el
frente, su aspecto no lo demostraba. Peace empezó a sentirse
nervioso por tener que servir a las órdenes de alguien tan
inexperto como Merriman, pero en ese momento percibió un tentador
aroma que flotaba en el aire. Peace husmeó, incrédulo.
—No podemos retrasamos más —Merriman
contempló a sus hombres con aire crítico, mientras los reclutas
examinaban una vez más los bordes de sus improvisadas máscaras. Es
muy desagradable que ni siquiera tengan gafas para protegerse los
ojos. Esa sustancia de ahí fuera ataca a los ojos.
—Perdóneme, señor —Peace alzó una vacilante
mano—. Eso huele igual que humo de tabaco.
—Rápida deducción, Peace. De eso se trata,
precisamente.
—Vulgar humo de tabaco, señor.
—No existe nada que sea vulgar humo de
tabaco, Peace —replicó impacientemente Merriman, mientras la elipse
de sus labios variaba ligeramente de posición con respecto a la
pared de dientes que asomaba detrás—. Es algo que impide el
crecimiento. Un carcinógeno total. ¿Sabían ustedes que,
considerando cantidades iguales, la nicotina es prácticamente el
veneno más poderoso conocido por el hombre?
—A mí no me preocupa, señor. Me gusta.
—¿Quiere decir... ¿Quiere decir que usted
es... fumador?
—Sí, señor, creo que sí, señor.
—¡Válgame Dios! —los labios de Merriman se
contrajeron en un gesto de desaprobación y lograron tocarse durante
un instante, pero la presión de los dientes hacia fuera era enorme,
y tras un retorcimiento convulsivo, la boca del teniente volvió a
quedar abierta. A Peace le recordó alguien que pugna por cerrar la
cremallera de un maletín excesivamente repleto—. ¡Válgame Dios!
—repitió Merriman, aliviando su cólera mediante un lenguaje que
para él era fuerte, al parecer—. ¡Una víctima de esa maldita
hierba! Perderá su vigor. Su resuello. ¿Qué clase de desgracias
humanas nos está enviando Terra?
—Ha vuelto a decirlo, señor. ¿Está seguro de
que no hay un error? —intervino tercamente Benger—. Indudablemente
nosotros procedemos de la Tierra, y no de...
—¡Otros seis pellizcos, Benger! —exclamó
Merriman sin volver la cabeza—. Bien, soldados, ya hemos perdido
bastante tiempo. ¡Síganme!
El teniente se cubrió el rostro con la
careta y abrió la puerta metálica. Humo blancoazulado serpenteaba
en el exterior, iluminado de vez en cuando por anaranjados
destellos y acompañado por el sonido de explosiones y anticuado
fuego de artillería. Merriman, de un modo totalmente innecesario,
hizo girar su brazo derecho de arriba abajo, lentamente —una señal
que a Peace le pareció entresacada de las películas de guerra del
siglo veinte—, y a continuación se agachó y echó a correr. La
escuadra de reclutas adoptó nerviosamente posturas similares y se
escurrió detrás del teniente. Ryan, rollizamente incongruente con
su vestimenta verde brillante, jadeó a causa del esfuerzo antes de
haber dado diez pasos, y Benger, que continuaba pellizcándose, no
cesó de brincar y emitir alaridos de dolor.
Peace oyó que la puerta de la nave se
cerraba a su espalda.
Miró hacia atrás y vio que la alargada
estructura metálica se alzaba en el cielo formando un confuso arco
de imágenes de sí misma que desaparecían con rapidez. La nave se
esfumó al cabo de unos instantes, y a Peace no le quedó más recurso
que seguir a sus compañeros hacia los desconocidos aprietos que el
destino les tenía deparados.