Capítulo 5.
En ciertos aspectos, Threlkeld, el planeta
de cielo amarillo, no era el mundo de pesadilla que Peace había
esperado encontrar.
La campaña de Ulfa era una acción policial
contra colonos disidentes —y a Peace le había consternado la idea
de ver humanos que combatían contra humanos—, pero en Threlkeld la
Legión estaba dedicada simplemente a hacer que un continente
selvático fuera seguro para trabajos de minería. La conciencia de
Peace quedó aún más aliviada al saber que no existía una especie
inteligente en el planeta y que la oposición al desarrollo
comercial procedía de una variedad de animales salvajes. Pero la
lista de detalles favorables en el servicio militar en Threlkeld
acababa bruscamente en ese punto.
Los pobladores de la jungla de Threlkeld
eran tan feroces, horribles y diversos como para dar la impresión
de que la naturaleza había dejado en aquel mundo una especie de
muestrario de la malicia animal. Ingenuamente, la naturaleza había
creado bestias que atrapaban sus presas fingiéndose plantas, y
plantas carnívoras que atrapaban sus piezas fingiéndose animales.
Determinados insectos medraban al ser aplastados por una bota, pues
sus secreciones internas perforaban una suela de plástico en menos
de un segundo y, además,-contenían huevos que, en el instante de
establecer contacto con la carne humana, producían centenares de
voraces larvas capaces de reducir un pie humano a una bota llena de
huesos en menos de un minuto.
Existían serpientes eléctricas, serpientes
garrote y serpientes puñal, y todas hacían honor a sus nombres.
También había pájaros granada, pájaros tomaliawk y pájaros
destrozacráneos, y todos ellos hacían igualmente honor a sus
nombres. Y había monstruos acorazados tan aferrados a la vida que
incluso después de cortados en rodajas conservaban en sus patas el
vigor suficiente para que éstas siguieran saltando durante doce
horas como si de gigantescas y enloquecidas botas de agua se
tratara, siendo así que el animal fragmentado llegaba a ser más
dañino que en su existencia íntegra.
Todos los hombres del 203 regimiento tenían
su bote noire particular, y además había infinidad de tales
bestias. La mayor antipatía de Peace la merecía el multifauces, una
bestia compuesta que a primera vista parecía una enorme oruga, pero
cuyos segmentos eran animales de por sí. Los módulos tenían una
tosca forma de queso, con cuatro potentes extremidades cortas y
gruesas, unas perversas fauces y entrecaras neurales en las
superficies superior e inferior. Los segmentos ya eran
suficientemente peligrosos por sí solos (maliciosas y escurridizas
banquetas difíciles de alcanzar con el rayo de un rifle), pero
cuando diez o doce formaban una cadena y se convertían en un
multifauces completo, su peligrosidad aumentaba de un modo
proporcional. Peace tuvo que destruir casi la mitad de uno de esos
animales compuestos antes de abatirlo, y en ese momento los
segmentos intactos se separaron inmediatamente y prosiguieron el
ataque desde todos lados. Después del incidente, Peace experimentó
una tardía gratitud hacia Salsa Sabrosa para Gambas por haber
gastado sus escasos fondos en protectores de deportistas y no en
artículos más decorativos pero menos prácticos.
Peace también experimentó una renovada
resolución para continuar con su plan de fuga.
El primer paso consistía en hacerse con un
vital fragmento de información que poseía el teniente Merriman,
pero concertar una entrevista con el oficial era muy difícil.
Merriman, que al parecer había recobrado su fervor patriótico,
pasaba buena parte de sus horas de vela en el lugar donde la lucha
estaba en su apogeo. Hasta el tercer día de estancia en Threlkeld,
Peace no había logrado abordarlo. Fue entonces, en la cocina de
campaña, que la boca de Merriman se esforzó vanamente en contraerse
de disgusto cuando el teniente comprendió que estaba
atrapado.
—No puedo hablar con usted, Peace—. Dijo con
su aflautada voz, y se alejó—. No podemos servir a Terra perdiendo
el tiempo en charlar.
—Pero si se trata precisamente de eso, señor
—replicó Peace, pronunciando las únicas palabras que pudo imaginar
atractivas para el interés del joven oficial—. Creo que podemos
servir a la patria.
Meiriman se volvió.
—¿Qué tiene en mente, Peace?
—Bueno, señor..., hemos perdido muchos
hombres con los multifauces y..., y... —Peace escuchó espantado la
mentira que surgió de su boca—. He ideado un método mejor para
luchar contra esas bestias.
—Le escucho.
—Bien... Bien —la mente de Peace se
desbocaba en busca de inspiración—, los multifauces son más
peligrosos cuando diez o más se unen, y lo único que tenemos que
hacer es evitar que lo hagan.
—¿Cómo?
—Rociándolos con aceite, señor. Así
resbalarán. Cualquier tipo de sustancia lubricante podría servir,
incluso un bronceador para la piel.
—Su idea me parece pésima —dijo ominosamente
Merriman.
Peace, que se había formado la misma
opinión, cogió por el brazo al teniente.
—O podríamos rociarlos con algo que
bloqueara las señales nerviosas entre los distintos segmentos.
Serviría cualquier barniz de secado rápido. Laca para el cabello,
tal vez...
¿Qué pensarían de la Legión los hombres que
están en Terra si empezamos a requisar lociones bronceadoras y
aerosoles de laca? —Merriman separó su brazo de la presa de Peace y
miró a éste con recelo—. ¿Está ensayando algún truco
subversivo?
—Por favor, señor, no diga esas cosas
contestó seriamente Peace, advirtiendo que la conversación se
desviaba por fin en la dirección por él deseada—. Nadie podría ser
más leal a la Legión y a usted. Quiero que sepa que obedezco sus
órdenes no sólo por el impositor sino por mi amor a... ehm, a
Terra, y por el respeto que siento por un oficial como usted.
—No trate de adularme.
—Es la verdad, señor.
—Si creyera que usted habla en
serio...
—Es cierto, señor, hablo en serio.
—¡Vaya! Gracias, Peace. Es la primera vez
que alguien...
—Merriinan parpadeó vanas veces y después
sacó un pañuelo y se sonó—. A veces deseo que los miembros del
Mando Supremo se parezcan al general Nightingale y se pronuncien en
contra del uso de impositores de órdenes en sus divisiones. Lo que
quiero decir es que..., ¿cómo sabré si tengo o no dotes innatas de
mando?
—Es un problema terrible, señor... Y todo
por culpa de que alguien le puso en el cuello un estúpido diafragma
que vibra a..., ¿a qué frecuencia? ¿Ocho mil? ¿Diez mil vibraciones
por segundo?
—Doce mil —dijo Merriman, abstraído—. ¿Sabe
una cosa, Peace? Me ha complacido esta charla con usted. Desconocía
que fuera tan sensible y... ¿A dónde va, Peace?
—Me necesitan en el frente, señor —Peace
señaló el muro de verdosa jungla que representaba el límite del
territorio controlado por los humanos; agujas de luz procedentes de
rifles de radiación resplandecían irregularmente en las sombras de
la variadísima vegetación, y ocasionales destellos de color púrpura
indicaban que los lanzarrayos estaban en acción. El ambiente estaba
repleto de gritos de hombres y de rugidos, graznidos y silbidos
procedentes de la variada fauna que poco a poco iba siendo
desplazada de su territorio nativo.
Mientras corría hacia la línea de fuego,
Peace sintió cierta culpabilidad por haber manipulado
psicológicamente al teniente, pero no podía ser escrupuloso con sus
métodos si quería seguir viviendo.
Peace examinó cuidadosamente los alrededores
y al cabo de pocos segundos localizó lo que constituía su segunda
necesidad fundamental: un conjunto de componentes electrónicos. El
material adoptaba la forma de un rifle de radiación abandonado
entre la maleza, que había sufrido una grotesca deformación a causa
de algún acto de violencia. Para Peace estaba muy claro que el
antiguo poseedor del rifle se hallaba en un estado similar, y en
consecuencia fue un alivio para él que no hubiese residuos
orgánicos que extraer del arma antes de poder usarla. Cogió el
rifle, arrancó la sección del generador de rayos y la introdujo en
su bolsillo.
En ese momento un mordedor-azotador,
ejecutando afanosamente las dos acciones que justificaban su
nombre, saltó sobre Peace desde las ramas inferiores de un árbol y
el legionario pasó un minuto golpeando al animal con el destrozado
rifle mientras su arma pendía inútilmente de su hombro. Se encontró
empapado de sudor y parloteando sin sentido tras haber conseguido
aturdir a la bestia y acabar con ella mediante un chorro de
radiación de cinco segundos.
El incidente fue una clara advertencia de lo
que inevitablemente sucedería si no se mantenía completamente
alerta. Y entonces Peace decidió apartar de su mente cualquier
pensamiento relacionado con el plan de huida hasta que las
condiciones fueran más apropiadas para meditar. Una segunda
advertencia llegó una hora más tarde, cuando a pocos metros de
distancia, el volátil recluta latino cuyo nombre seguía siendo una
incógnita para él fue levantado en el aire por un monstruo escamoso
y, tras cantar como un tirolés un último y desesperado ¡mamma mia!,
desapareció en las cavernosas fauces del animal.
Cuando la oscuridad puso fin a la jornada de
combate, los restos de la unidad del teniente Merriman fueron
enviados al refugio de un campamento para recibir un tazón de
gachas y descansar en montones de hierba seca. Pese a estar muy
fatigados, la mayor parte de los reclutas fue incapaz de dormir
debido a que la hierba había sido recogida en las cercanías y
poseía el inquietante hábito de moverse de un modo espontáneo para
echar raíces en cualquier orificio corporal que encontrara.
Peace se acomodó en un rincón y, sin
detenerse más que para partir algún inquieto zarcillo de paja,
inició la tarea de desarmar la sección del generador del rifle. La
luz de la tienda era bastante escasa para un trabajo complejo, pero
Peace se alegró al descubrir que sus dedos tenían un talento
natural para manipular los circuitos. Si los conocimientos
electrónicos que había supuesto poseer hubieran estado tan alejados
de la realidad como sus ideas acerca de naves espaciales, ello
había significado el fin de su plan.
Trabajó durante dos horas, complacido por la
abundancia de terminales de contacto (detalle que le permitió
reconstruir circuitos sin necesidad de material para soldadura), y
al final de ese tiempo tuvo a su disposición un pequeño artefacto
capaz de neutralizar, en un radio limitado, cualquier vibración
dentro de la gama de frecuencias en que operaban los impositores de
órdenes de la Legión. Le costó diez minutos más ajustar el
dispositivo en el interior de su casco, y después se tumbó para
dormir, muy satisfecho de su progreso.
Ryan, que lo había estado observando con
disimulo, se apoyó en un codo para incorporarse
—Eh, Warren... ¿Qué es eso que acabas de
ponerte en el casco?
—Habla en voz baja —musitó Peace—. No quiero
que todos se enteren.
—¿Pero qué es?
—Es...ehm, un alta fidelidad en miniatura
—Peace dirigió una orquesta imaginaria durante unos instantes—.
Cuando me muera, quiero morirme con música en los oídos.
—Ojalá yo fuera capaz de construir algo
parecido —dijo Ryan, con admiración—. Lo único que sé de una alta
fidelidad es que hay un altavoz de graves y otro de agudos, y
varios circuitos para...
—Eliminar ruidos —lo interrumpió Peace—. Eso
es muy viejo, Vernie, y ya era malo cuando lo inventaron. ¿Te
importaría que durmiéramos un poco?
—Sólo pretendía elevar nuestro ánimo,
Warren. ¿No te gustan las bromas? Son mordazas para las
penas.
—Si en este momento tuviera una mordaza, la
extendería bien y...
Peace se durmió de agotamiento antes de
terminar la frase, y durante el resto de aquella noche tuvo sueños
breves y simplificados propios de un hombre cuya memoria personal
no iba más atrás de tres días.
Ser sordo a las frecuencias armónicas
especiales de las voces de los oficiales proporcionó a Peace un
considerable grado de libertad —Tenía que fingir pronta obediencia
a todas las órdenes directas, pero en cuanto se hallaba fuera de la
vista del oficial en cuestión, podía volver a sus ocupaciones
particulares aprovechando la confusión existente en la zona de
lucha. El método del impositor de órdenes era una ayuda cierta,
puesto que los jóvenes idealistas tenientes que componían el cuadro
de mando jamás investigarían las actividades de Peace mientras él
se presentara ante ellos con una mirada suficientemente severa y
resuelta.
Durante el primer día de libertad relativa,
Peace fue a la zona aplanada que se usaba para los aterrizajes de
las naves, y sufrió una desilusión al comprobar que sus nuevas
ideas acerca de los vehículos espaciales estaban equivocadas en un
detalle importante —Después de haberse desembarazado de su anterior
concepto de las naves (que había imaginado como esbeltas y
relucientes agujas), Peace se formó la noción de que en ambos
extremos de las angulosas estructuras existían letreros móviles
accionados manualmente que indicaban los diversos destinos. Pero al
ver la uniformidad de las paredes metálicas de las torres
transceptoras tuvo que aceptar que los letreros que había imaginado
pertenecían a otro tipo de transporte, y ello lo llevó a un nuevo
pensamiento.
Había demostrado que aún conservaba
excelentes conocimientos de electrónica, y sin embargo la máquina a
que lo sometieron en Fort Eccles (diseñada para eliminar todos los
recuerdos relacionados con culpabilidad y remordimientos) había
borrado todo lo que él debía haber sabido sobre tecnología y
técnicas espaciales. ¿Significaba ello que su vida había estado
estrechamente relacionada con astronaves? ¿Había sido piloto? ¿O
diseñador espacial?
Peace acarició la idea de que tal vez fuera
capaz de identificar sus anteriores campos de experiencia si
prestaba atención a los temas que en aquel momento desconocía por
completo. Después comprendió que resultaba difícil hacer distinción
entre ignorancia natural e ignorancia inducida. El hecho de que no
supiera nada acerca de los hábitos reproductores del Anoblum
Ponctatum, ¿demostraba acaso que él se hubiera dedicado a combatir
la carcoma?
Tras concluir que la acción era mejor que la
introspección, Peace volvió a dedicar su atención al tiempo
presente. Tenía el alma puesta en llegar al planeta Aspatria, y
para ello pasó tanto tiempo como le fue posible en la zona de
aterrizaje, confiando en viajar de polizón en alguna nave que fuera
en la dirección apropiada. Su primer plan consistió en interrogar a
los tripulantes acerca de sus destinos, pero decenas de naves
aterrizaron y despegaron sin que Peace viera a un solo astronauta,
lo que le llevó a la firme sospecha de que las naves funcionaban de
un modo totalmente automático. Después decidió preguntar los
destinos a los legionarios que se iban. Esta actividad, aparte de
exponerlo a ser detenido por un oficial extraordinariamente
vigilante, sólo fructificó en la información de que, por más
increíble que pareciera, existían otras zonas bélicas que hacían
que Threlkeld se asemejara a un lugar apto para comidas
campestres.
Tres días después de la construcción de su
neutralizador de órdenes, Peace y su unidad fueron trasportados a
Torver, un planeta lluvioso donde el arisco Copgrove Farr murió de
un modo horrible a consecuencias de dar una patada a un hongo
venenoso. La seta explotó con tanta violencia que millones de sus
esporas atravesaron la vestimenta y piel de Farr. Cuando sus
compañeros lo enterraron, diez minutos después, multitud de hongos
brotaban por todo el cadáver. Peace concedió a Farr el perdón a
titulo póstumo por diversas observaciones que había hecho acerca de
la delgadez de sus piernas. Pero además, redobló sus esfuerzos por
encontrar una nave que fuera a As-patria.
Una semana más tarde, el teniente Merriman y
su unidad fueron trasladados al planeta Hardlmott, donde el
infortunado soldado raso Benger, que había trepado a un árbol para
huir de una manada de corazadillos, no tardó en ser devorado por el
mismo árbol. Por entonces Peace ya estaba desesperado, a pesar de
que había heredado los zapatos de Benger, un calzado que se ajustó
notablemente bien a sus pies en cuanto limpió los restos del
donante. M acostarse por las noches, Peace aprovechaba los escasos
segundos que el sueño le concedía antes de reclamarlo, para
especular acerca de un interrogante: ¿Por qué los tramposos
abogados que idearon el contrato de servicio en la Legión se
empeñaron tanto en asegurar una dedicación de treinta, cuarenta o
cincuenta años? Tal como iban las cosas en el regimiento 203, y
pese a que el invento del neutralizador le permitía desobedecer las
órdenes más suicidas imaginables, él acabaría envenenado,
aplastado, despedazado o devorado antes de un mes. Incluso existía
la posibilidad de que se topara con todos esos destinos
prácticamente en el mismo instante.
Igual que los demás hombres de su unidad,
Peace lloró mucho y adelgazó y sus nervios empeoraron conforme los
días iban pasando. Al acabar el primer mes, la gordura de Vernie
Ryan había desaparecido, y los jirones de su vestimenta verde
brillante creaban la impresión de que su cuerpo estaba cubierto de
cierta forma de alga marina. El soldado Dinkle, con más años de
combate que sus compañeros, empezó a padecer de un tic nervioso y
adquirió el hábito de santiguarse y murmurar tristemente de
Armagedón —
—Por la forma en que habla de Armagedón
—dijo un día Ryan a Peace, mientras tomaban las gachas del
desayuno—, se podría pensar que se trata del fin del mundo.
—Te advertí que no hicieras esas malditas
bromas —replicó Peace, agarrando una tira apropiada de la ropa de
Ryan y doblándola alrededor del cuello de su compañero. Estaba
cerrando más y más, pero pronto se dio cuenta de la barbaridad que
estaba cometiendo y aflojó la presa—. Perdona, Vernie. Creo que
estoy perdiendo la razón.
—No tiene importancia —dijo Ryan, frotándose
el cuello—. Yo era cómico de profesión, ¿sabes? Mis chistes solían
producir el mismo efecto en la gente, incluso en los buenos
tiempos.
—No recuerdo buenos tiempos, ése es el
problema. Por lo que a mi respecta, siempre han sido así —Peace
metió la mano en el bolsillo para tocar el sapo azul, el diminuto
compañero que en otra ocasión le había prometido migajas de
esperanza—. Pero eso no es excusa para tratarte con dureza.
—Olvidémoslo—. Dijo.
Peace sacudió tristemente la cabeza.
Acarició con el pulgar el liso plástico del sapo, deseando que el
animal pudiera hacer aparecer un genio con el poder suficiente para
concederle sus ansias más profundas.
La lona de la entrada de la tienda que
servía como comedor se alzó y el teniente Merriman cruzó la
abertura triangular. Cierto detalle, perceptiblemente anormal en el
aspecto del oficial, sobresaltó a Peace. Después se dio cuenta de
que el teniente se había quitado el traje de faena y se había
emperifollado con un elegante uniforme nuevo. Iba acompañado de un
sargento de tímido aire que llevaba una caja llena de sobrecitos de
color amarillo. El sargento también llevaba un montón de frágiles
ropas azuladas.
—¡Acérquense! —gritó Merriman—. ¡Aquí está!
¡El día que todos esperaban!
—¿Qué día es ése, señor? —preguntó
cautelosamente Ryan.
—Día de permiso, por supuesto. ¿No se lo
había dicho?
—No, señor —Ryan dedicó a sus compañeros una
mirada que indicaba aturdimiento y duda—. ¿Nos dan tiempo
libre?
—¡Vaya pregunta! —la boca de Merriman se
estiró en el intento de formar una sonrisa, pero ello creó una
tensión insoportable en la limitada cantidad de carne labial, que
tuvo que contentarse con varias oscilaciones rápidas en las
comisuras—. ¡ Qué pregunta tan estúpida! ¿Piensa realmente que sus
oficiales son tan altivos e indiferentes como para no apreciar la
tensión que ustedes están soportando? No, soldados. Sabemos
perfectamente que no pueden sobrellevar indefinidamente sin fatiga
la guerra, que necesitan tiempo para relajarse, para que las
cicatrices mentales curen.
—Estupendo, señor. ¿Cuánto tiempo
tenemos?
Merriman consultó su reloj de pulsera.
—Bien, Ryan. Puesto que hace treinta días
que está en la Legión, le corresponden tres horas.
Ryan se echó hacia atrás.
—¡Mierda!
—¡Ese lenguaje! —dijo Merriman, arrugando la
frente. Su ceño desapareció después—. No se preocupe, Ryan. Depende
de mí permitir que usted y Peace disfruten de un descanso
extraordinario y tengan tiempo para divertirse en recompensa por
servicio leal, y voy a permitirlo. Disfrutarán del máximo período
de permiso junto con el resto de la unidad. Cuatro horas.
—Cuatro horas —musitó Ryan—. No puedo
creerlo. Es excesivo.
—No, se lo han ganado, y les complacerá aún
más saber que en esas cuatro horas no está incluido el tiempo de
viaje —Merriman se infló de benevolencia mientras sus ojos se
concentraban en Ryan—. Sus cuatro horas no comenzarán hasta que
hayan desembarcado en Aspatria.
Peace, que estaba escuchando con enorme
interés, creyó que su corazón se había puesto a bambolear
alocadamente al oír mencionar Aspatria. Decidió no hacer nada que
pudiera llamar indebidamente la atención y, al mismo tiempo, sus
dedos se abrieron de forma involuntaria y el tazón de gachas se
derramó en su regazo. El teniente Merriman lo miró disgustado
mientras él se levantaba y trataba de limpiar sus raídos
pantalones.
—¿Qué le produce tanta excitación, Peace?
—preguntó Merriman-No esperará desertar en Aspatria, ¿verdad?
—Claro que no, señor —Peace sonrió
tontamente, tratando de expresar total lealtad y devoción al
servicio.
—Excelente, porque... —Merriman tocó el
bulto de su cuello—. Voy a darles una orden directa. Volverán al
espacio-puerto de la Legión y subirán a bordo de la nave,
dispuestos para partir, en el plazo máximo de cuatro horas después
de que lleguemos a Ciudad Aterrizaje. Ahora, pónganse en fila y
recojan la paga y el uniforme para permisos.
Peace ocupó su lugar en la cola y recibió un
sobre con su nombre, junto con un traje de dos piezas de un
material que parecía papel rizado. Se sintió agradecido hacia la
Legión por haberle dado ropa limpia..., hasta que abrió el sobre y
descubrió que de los trescientos monits que le debían, cien habían
sido deducidos por culpa del traje de papel y otros cuarenta habían
ido a parar al fondo para retirados del regimiento. La última
deducción, teniendo en cuenta la duración media de la vida de un
legionario, sugería corrupción en las altas esferas, pero al menos
Peace tenía suficiente para pagar una buena comida en el Sapo
Azul.
Y además, si tenía suerte, durante las dos
horas que tardase en consumir la comida tendría acceso a una pista
vital sobre su pasado. No tenía una idea clara de lo que le
esperaba —quizás un camarero que lo recordara, quizá su nombre y
dirección en una tarjeta de crédito—, pero era la única
posibilidad, y Peace estaba resuelto a aferrarse a ella con ambas
manos. Le sería necesario ocultarse cuando su deserción fuera
advertida por la Legión, pero Ciudad Aterrizaje, con sus dos siglos
de existencia, había crecido lo suficiente para albergar cuatro
millones de habitantes, y Peace confiaba en que no lo descubrieran
durante varias semanas o meses. Afortunadamente ése sería un tiempo
bastante amplio como para investigar todas las pistas que
encontrara. Siempre existía la posibilidad de que él no hubiese
estado nunca en Aspatria, de que el diminuto recuerdo de plástico
fuera un regalo o un objeto encontrado por casualidad, pero la
existencia de esa posibilidad le era insoportable, y Peace apartó
la idea de su mente.
El teniente Merriman condujo a su reducida
cuadrilla hacia una nave que estaba a la espera. El vehículo era
distinto del que Peace conocía, ya que la sección de pasajeros era
mayor y comprendía un vestuario con lavabo y duchas. Nada más sonar
la bocina, y en cuanto la nave inició su vuelo sin inercia, Peace
entró en el vestuario. El sargento, que también era el encargado de
los servicios, le dio a elegir entre una ducha fría por cinco
monits o una ducha caliente por veinte, y él prefirió el lujo
costoso, pero ahorró varios monits al no usar la máquina de afeitar
para eliminar la barba pardorrojiza que le había crecido durante su
mes de servicio. El rostro que le devolvió la mirada en el espejo
era más flaco, duro y maduro que el que Peace recordaba.
—¿Qué opinas de mi barba? —preguntó a Ryan,
que se estaba poniendo su traje de papel cerca de él.
—Te da un cierto je ne sais quol —contestó
Ryan—, pero no sé qué es.
Peace miró fijamente a su compañero.
—¿... otro de tus supuestos chistes?
—¿Por qué dices 'supuestos'? —preguntó Ryan
con voz de indignación—. Tienes suerte de que yo esté aquí para
animarte.
—Puede que tengas razón.
Peace empezaba a comprender que había
adquirido un genuino afecto hacia Ryan, el único amigo que su
memoria recordaba tener, y que pronto se separarían para siempre,
si sus planes daban resultado. Parecía irónico que él, que en un
principio había dedicado sinceramente su vida a la Legión,
estuviera a punto de protagonizar una temprana huida, mientras que
Ryan, que se había alistado con el ánimo de alguien que pasa una
semana en una quinta de salud, estaba condenado a ser soldado hasta
la muerte —Peace meditó el problema durante unos instantes y
decidió correr un peligroso riesgo. Miró a su alrededor para
asegurarse de que nadie lo vería, y a continuación sacó del armario
el casco de plástico de Ryan y lo sustituyó por el suyo. Ryan se
quedó sorprendido.
—¿Qué estás tramando, Warren?
—Te doy mi alta fidelidad incorporado —Peace
señaló el neutralizador de órdenes antes de dar la vuelta al casco
para ocultar el dispositivo—. Ya no lo necesitaré.
—Pero..., ¿y cuando vuelvas? —la voz de Ryan
fue perdiendo fuerza al ver que Peace sacudía la cabeza—. Warren,
¿estás pensando en lo que yo creo que piensas? Sabía que eras un
chico brillante, pero esto es...
Peace lo hizo callar con un gesto y,
susurrando de un modo confidencial, le explicó el funcionamiento de
su invento.
—Te ayudará a permanecer con vida hasta que
tengas una buena oportunidad de escaparte —concluyó—. Hazlo en zona
de batalla, si es posible, y te darán por desaparecido,
supuestamente muerto. Ni siquiera se preocuparán de buscarte.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Tengo otras cosas que hacer en Aspatria
—dijo Peace—. O al menos creo tenerlas. Quizá volvamos a
vernos.
—Así lo espero. Y que encuentres lo que
buscas, Warren...
Los dos hombres se estrecharon las manos y
Peace, bastante acongojado, se apresuró en volver al compartimiento
de pasajeros. Se dejó caer en un banco junto al soldado Dinkle, que
contemplaba el suelo fija y tediosamente. Tras el impacto provocado
por la llegada de Peace, Dinkle se sobresaltó violentamente, se
santiguó y volvió a sumirse en su sombría apatía.
—¡Animo, Bud! —dijo Peace—. ¡Estás de
permiso!
Dinkle se sacudió ligeramente.
—¿En Aspatria? Te regalo mi permiso.
—Mal lugar, ¿verdad?
—Ya no, ya no lo es... No lo es desde que
derrotamos a los aspatrianos en el 83.
—¿No te hace feliz volver allí?
Dinkle sacudió lentamente la cabeza.
—Demasiados recuerdos.
—Mi problema es que no tengo los
suficientes.
—No dirías lo mismo si hubieses tenido que
matar a un camarada que tenía una alfombra encima. Debería existir
un límite para los actos de un hombre.
Peace tuvo un inexplicable escalofrío. Su
breve estancia en la Legión lo había familiarizado con numerosas
formas de entrar en el más allá, pero la escena descrita por Dinkle
siempre hacia que sus corpúsculos sanguíneos se convirtieran en
millones de minúsculos y ruidosos cubitos de hielo. Se estremeció
ligeramente y se esforzó en ofrecer consuelo.
—A lo hecho, pecho.
Dinkle clavó en él una abatida mirada.
—¿Se trata de cierta filosofía avanzada?
¿Acabas de extender las fronteras del pensamiento humano?
—No es preciso que lo tomes así —dijo Peace,
ofendido—. Lo único que pretendo decir es que... el pasado está
muerto, y bien muerto.
—Los óscares no están muertos y bien
muertos, hijito —el soldado Dinkle se santiguó una vez más.
El extraño pavor volvió a sobrecoger a Peace
con toda su violencia, pero la curiosidad del legionario había
despertado.
—¿Quiénes son esos óscares que tanto
mencionas?
—Superhombres, hijito. Individuos enormes
sin un pelo en la cabeza y con músculos por todas partes. Parecen
hechos en bronce pulido.
—¿...estatuas, quieres decir?
—Las estatuas no se mueven —la voz de Dinkle
se hizo sorda—. Pero los óscares corren como el viento, pueden
derribar árboles con las manos y nada les hace daño. Radiación,
balas, bombas..., todo rebota en sus cuerpos. Ellos pusieron fin a
la guerra en Aspatria. Hasta los oficiales acabaron por tenerles
miedo, y por eso nos sacaron de las selvas del interior.
—No lo comprendo —dijo Peace—. ¿Son los
óscares los nativos de Aspatria?
—Vosotros, los universitarios, no sabéis
muchas cosas de la galaxia real, ¿eh? —Dinkle hizo una pausa para
cavilar sobre el pasado, una pausa suficientemente larga para
dedicar a Peace una mirada de desprecio—. Aspatria es una colonia
humana, una de las colonias más viejas que existe. En realidad, ése
fue el motivo de la guerra. Sólo porque llevaban allí tres siglos,
y porque se hallaban a unos cuantos miles de años luz de la Tierra,
creyeron que podían obtener la independencia y dejar de pagar los
impuestos. ¿Qué sucedería con la Federación si Fulano, Zutano y
Mengano decidieran...?
—Pero, ¿quiénes son los óscares?
—interrumpió Peace-¿De dónde vinieron?
—Nadie lo sabe oficialmente. Aparecieron en
Aspatria en el 82 ó en el 83. Algunos dicen que son mutantes, pero
mi opinión es otra —el rostro de Dinkle se contrajo y su voz se
alzó—. Soldados del Mal, eso es lo que son... —Están preparándose
para la batalla definitiva entre el bien y el mal. ¡Y van a vencer!
Te lo aseguro, Warren, Armagedón está muy cerca, y nos encontramos
en el bando que va a perder.
—Cálmate —dijo Peace, nervioso al darse
cuenta de que otros hombres estaban mirando en dirección a Dinkle.
Su propósito era mostrarse tan discreto como fuera posible antes de
escabullirse silenciosamente, pero el relato de Dinkle ejercía una
fascinación hipnótica sobre él—. ¿Por qué estás tan seguro de que
los óscares son diabólicos?
—Los he visto en acción —Dinkle volvió a
santiguarse y sus ojos se volvieron vítreos—. Un día quedé separado
de mi unidad... Me estaba abriendo paso por la selva para regresar
cuando oí un ruido. Me eché al suelo y me arrastré hacia el borde
de un claro para hacer una inspección rápida..., y vi... Ví a cinco
óscares..., y tenían algunos legionarios tumbados en el
suelo.
"Nuestros muchachos estaban heridos, ¿sabes?
Los oía gemir, llorar, suplicar misericordia, pero de nada les
sirvió. Los óscares estaban decididos a hacerlo... —Dinkle se tapó
la mano con la cara-No puedo continuar.
—Tienes que continuar —una gélida brisa
pareció agitar los pelos de la nuca de Peace, pero su mente era
esclava total de la espantosa historia que Dinkle estaba
exponiendo—. ¿Qué estaban haciendo los óscares?
—Estaban alimentando a... a las alfombras
con nuestros muchachos.
Peace notó que su estómago se
contraía.
—¡Dios mío! ¿No pretenderás decir
que...
—Es cierto, Warren. Les óscares habían
cogido varias alfombras. Ellos pueden hacer esas cosas, ¿sabes?
Nada les hace daño. Y arrojaban las alfombras sobre nuestros
muchachos, que estaban tendidos en el suelo. Todavía los oigo
chillar y suplicar una muerte rápida. Aún los veo retorcerse
mientras las alfombras los digerían y... —Dinkle clavó sus unas en
las rodillas de Peace—. ¿Quieres saber una cosa, Warren?
—¿Qué?
—Los óscares se reían. Disfrutaban viendo
cómo unos inocentes eran devorados en vida. Si yo hubiera sido un
hombre valiente, habría intervenido con mi rifle para acabar con la
miseria de nuestros chicos..., pero fui cobarde, Warren. Temía
demasiado que me hicieran lo mismo... Así que me alejé
arrastrándome y salvé el pellejo. No merezco estar vivo.
La sangre vibraba en los oídos de Peace
cuando se levantó.
—Escucha, Bud —dijo, buscando una forma de
cambiar de tema—. ¿Por qué no te aseas' y te penes el traje de
permiso? Eso te haría sentir mejor.
Dinkle movió la cabeza de un lado a
otro.
—No necesito ningún viaje. Me quedaré en la
nave hasta que despeguemos.
—¿Por qué?
Dinkle se acurrucó junto al débil apoyo de
su rifle.
—No me arriesgaré a topar con un óscar. Van
por ahí fanfarroneando como si el planeta fuera de ellos, y todo el
mundo les teme. Me han dicho que pueden leer la mente de las
personas, y puesto que yo los vi aquel día...
Dinkle se persignó varias veces en rápida
sucesión y después empezó a balancearse y a murmurar alocadamente
de Armagedón, el justo castigo y el día del juicio.
Peace, consternado, se alejó de Dinkle y se
refugió en la protección de la máquina de café hasta que, varios
minutos después, sonó la bocina para anunciar que la nave iba a
entrar en la fase de aterrizaje. En cuanto el suelo sufrió su
familiar oscilación definitiva, Peace se unió al grupo de hombres
apiñados junto a la salida. Tras una exasperante espera, la puerta
se abrió y dejó al descubierto una extensión de hierba iluminada
por el sol que bien podía haber sido césped en lugar de una pista
de aterrizaje. El ambiente era cálido y dulce, y a lo lejos se
alzaba la graciosa arquitectura de la ciudad, repleta de armoniosos
y brillantes colores pastel.
Peace experimentó un inmediato placer por lo
que veía de Aspatria, y se preguntó si aquella sensación no sería
indicio de un conocimiento anterior del lugar. Salió junto a los
demás a la flexible hierba y llenó sus pulmones del oloroso aire,
deleitándose en la independencia del peligro físico. En ese momento
se dio cuenta de un tipo distinto de riesgo. El teniente Merriman
había decidido dirigir la palabra a sus hombres, una vez más, para
hablarles de los diablos del tabaco y el alcohol. Y puesto que el
teniente tenía tendencia a repetir todo cuanto decía, era
prácticamente seguro que iba a reiterar su orden de regresar a la
nave al cabo de cuatro horas. Pero Peace ya no estaba protegido por
el neutralizador de órdenes y, si oía la orden, no tendría más
alternativa que obedecerla.
—Allí encontrarán un autocar del
espaciopuerto que los llevará a Ciudad Aterrizaje —dijo Merriman,
señalando un grupo de edificios bajos—. Visiten tantos museos y
galerías de arte como les sea posible, pero no olviden que...
Tras un gimoteo de alarma, Peace se tapó los
oídos con las manos, se agachó y se escabulló a lo largo del
costado de la nave espacial. Al doblar la esquina de la torre del
transceptor, miró atrás y aunque difícilmente hubiera podido
asegurarlo, tuvo la impresión de que algunas figuras vestidas de
azul se habían vuelto para contemplar su marcha..., que debió
parecer ligeramente rara, por no decir sospechosa. Maldiciéndose
por haber dado un tropezón en una fase tan temprana de su plan,
Peace examinó los alrededores en busca de una ruta de escape y vio
que la valla del espaciopuerto se hallaba a distancia de
sprint.
Echó a correr, esperando escuchar en
cualquier instante un alboroto que siguiera sus pasos, y llegó a la
valla metálica de cinco cables. Después de suplicar que la valla no
estuviera electrificada, Peace pasó a gatas al otro lado,
resguardado por la crecida hierba. Delante tenía una pendiente
suave que ascendió con la máxima velocidad. Miró atrás desde la
cresta y se sintió aliviado al comprobar que ni Merrisnan ni uno
solo de sus ex camaradas estaban a la vista junto a la mole
rectangular de la nave.
Tras un breve descanso, Peace examinó los
alrededores. El terreno descendía ante él describiendo una
pendiente herbosa, larga y bastante abrupta, a cuyo pie se
distinguían las curvas de una sólida carretera que avanzaba hacia
la ciudad. Un elegante automóvil pintado con el inconfundible color
amarillo chillón de los taxis venía circulando por la carretera.
Peace pensó en usar el vehículo corno medio rápido y providencial
de llegar a la ciudad, pero rechazó esa posibilidad, ya que
precisaba conservar el dinero que le quedaba. Empezó a bajar en
ángulo la pendiente, resuelto a moverse con paso tranquilo y
recobrar la compostura. La frondosidad de la hierba hacía que el
descenso fuera resbaladizo, y los muslos de Peace temblaron casi de
inmediato a causa del esfuerzo por sostenerse en la pendiente. Su
ritmo se fue acelerando, pronto perdió el control y, antes de que
pudiera darse cuenta, rodó cuesta abajo a vertiginosa
velocidad.
Poca experiencia extraeré de esto, pensó,
haciendo esfuerzos por conservar una despreocupada calma mientras
el viento silbaba en sus oídos y el contacto con la tierra se iba
haciendo más y más breve. Siempre hay que esperar lo
inesperado.
En ese momento, como ratificación de sus
conclusiones, lo inesperado sucedió de nuevo. Abajo, en la
carretera, el conductor del taxi —que al parecer tenía la impresión
de que el movimiento de los brazos de Peace fuera un gesto para
llamar su atención-hizo destellar los faros delanteros y detuvo el
vehículo en el punto donde consideró concluiría el descenso del
legionario. El taxista debía ser un experto en ángulos y
distancias, porque Peace descubrió que iba en línea recta hacia el
coche, sin posibilidad de detenerse o aminorar la marcha.
—¡Oh, no! ¡Apártate, loco! —gritó; la imagen
del taxi se amplió ante sus ojos con aterradora rapidez.
El conductor asomó la cabeza por la
ventanilla dispuesto a dar la bienvenida a su pasajero, pero su
boca se abrió al comprender tardíamente el peligro inminente. El
hombre aún pugnaba con el freno de mano cuando Peace arremetió
contra el vehículo con las manos extendidas y golpeó la
ventanilla.
Peace, cuyo mentón había topado
dolorosamente con el techo del taxi, cayó de espaldas en la
hierba.
—¡Maniático! —gritó el conductor del taxi,
mientras sus temblorosas manos sacaban confeti de vidrio de su
cabello y de sus hombros—. ¿Por qué ha hecho eso?
—¿Por qué he...? —Peace miró al taxista,
sorprendido—. ¿Por qué ha parado aquí?
—Usted me ha llamado... Y además, puedo
pararme donde me apetezca.
—No lo he llamado, y puedo caminar por
cualquier parte...
—¿A eso le llama caminar?-el conductor hizo
un gesto de burla a través de la abertura recién formada en la
parte lateral del vehículo—. Ustedes, los asnos azules de la
Tierra, son todos iguales. Siguen dolidos por lo del 83 y cuando
vienen aquí de permiso, cogen una mona y empiezan a meterse con
todo lo que ven. Pues bien, le diré una cosa, señor asno azul. Esto
le costará dinero.
—¿Por qué íbamos a estar dolidos...? ¿Qué
pretende decir con eso de que me costará dinero?
—Cien monits por la ventanilla nueva, y
veinte por el tiempo que he perdido.
Fue el tiempo de Peace para burlarse.
—Pues dé un silbido y espere a que le
traigan el dinero.
—Es una cosa que me complace —el taxista
levantó un silbato largo y de aspecto complejo, que colgaba de una
cadena alrededor de su cuello—. Me gustan estos quehaceres
subetéreos. Nunca se sabe quién responderá primero: la policía o
los óscares —se llevó el instrumento a los labios.
—Pagaré —se apresuró a decir Peace, e
inmediatamente se levantó y sacó su enflaquecido fajo de billetes.
Contó la cantidad exigida y entregó el dinero al conductor.
—Así está mejor —gruñó el taxista—. No sé
qué está pasando con la gente estos días... Paran taxis y luego
dicen que no lo han hecho. Debe ser una nueva manía.
—Escuche, siento haberle estropeado el taxi
—dijo Peace—. ¿Y si me lleva a la ciudad?
—Diez monits... Le saldría por el
doble.
—De acuerdo.
Peace estaba preocupado por sus reservas
monetarias, que ya se aproximaban a cero, pero había pensado que el
taxista podía ser una buena fuente de información sobre la vida
cotidiana de Aspatria. Ocupó el asiento delantero, y al hacerlo vio
que ya tenía un pequeño desgarro en la manga de su traje nuevo. El
coche aceleró bruscamente con un suave plañido de su motor
unimagnético y el brillante paisaje verdeamarillento se convirtió
en un fluctuante y panorámico espectáculo luminoso.
—Magnífico día —dijo el conductor, al
parecer dispuesto a perdonar y olvidar. Era un hombre de semblante
triste y cabello descolorido—. Magnífico sitio para un
permiso.
—Realmente magnífico —Peace dedicó al
paisaje un gesto de aprobación—. No sé nada de Ciudad Aterrizaje
y...
—No se preocupe. Lo llevaré al lugar que
necesita.
—¿Si?
—Puede estar seguro. Allí no hay nada para
mí, claro está Me refiero a comisiones o algo así. Pero asegúrese
de que Nelly escriba mi nombre cuando usted entre. Trev, así me
llaman. No lo olvide. Trev.
—Usted se equivoca —Peace se esforzó en no
demostrar su indignación—. Quiero ir al Sapo Azul.
—No puede permitirse ese lujo, soldado —Trev
dio a Peace un amistoso codazo doble—. Escuche, está a punto de
morirse de hambre, porque a todos los legionarios que suben a mi
taxi les pasa igual, y apuesto a que también le gustaría escuchar
buena música.
—¿Buena música? —Peace creyó estar perdiendo
el hilo de la conversación.
—Por supuesto. Mi primo dirige un bar que
lleva el nombre de Handel, un sitio de elevada categoría pues todo
tiene nombres de compositores insignes, y similares... Pero es
barato. Allí no hay nada para mí, claro está. Me refiero a
comisiones o algo así. Pero por veinte monits le darán un estupendo
plato que es la especialidad de mi primo, Bolognaise Chopin,
cargado de ketchup sonata, o un bistec Minuetto, o...
—Debe ser un lugar maravilloso —dijo Peace—,
pero tengo que ir al Sapo Azul.
—Como guste. No es que allí haya algo para
mí, pero si desea simplemente tomar algo rápido, podría probar el
licor de malta Strauss, o...
—Hábleme de los óscares —le interrumpió
Peace, volviendo a un tema que tenía una malsana fascinación para
él—. ¿Dice que responderían si usa ese silbato de policía?
—A veces responden —Trev guardó silencio un
instante, demostrando que el rechazo de sus propuestas comerciales
lo había herido—. A veces no responden.
—¿Pero por qué lo hacen?
—Nadie lo sabe. Jamás hablan con nadie, pero
hay ciertas cosas que no les gustan, eh especial los crímenes
violentos y, muchacho, tendrá graves problemas si alguna vez hace
algo que disguste a un óscar.
—¿Son una especie de vigilantes?
—Sí, excepto que a un vigilante es posible
eludirlo. Pero librarse de un óscar... No es posible.
Peace dio vueltas en su mente a la nueva
información, intentando reconciliar la noción de enigmáticos
superhombres que combatían el crimen con la atroz escena descrita
por Bud Dinkle—. ¿Es cierto que leen la mente?
—Algunas personas afirman que pueden hacerlo
—Trev miró pensativamente a Peace—. De todas maneras, ¿por qué le
preocupa tanto? ¿Es usted un estafador, o algo similar?
—Naturalmente que no —replicó Peace, y se
sumió en un caviloso silencio para repasar sus desgracias. No sólo
lo habían despojado de memoria e identidad, no sólo se hallaba
abandonado en un planeta extraño, no sólo estaba casi sin un
céntimo y sin una casa donde alojarse, no sólo era un desertor que
no tardaría en ser perseguido por la Legión Espacial..., sino que
además podía tener antecedentes criminales en Aspatria. Y si tal
era el caso, se vería acosado y castigado por superhombres,
telépatas invencibles cuya idea de un sencillo esparcimiento
consistía en dar terráqueos heridos como alimento a diversos
monstruos.
—Anímese —dijo Trev después de que el taxi
hubo girado hacia un amplio bulevar que se extendía en el centro de
Ciudad Aterrizaje—. Siempre hay alguien que está en peor
situación.
Era una tesis que a Peace le hubiera gustado
rebatir, pero en ese mismo instante distinguió algo que destacaba
con vívida claridad de entre el resto de letreros comerciales: una
escultura luminosa, una imagen tridimensional que tomaba la forma
de un enorme sapo azul. Peace contempló la imagen sin parpadear
hasta que el taxi se detuvo junto al edificio, ante el que flotaba
el sapo como un globo inmaterial. Tal vez el momento de la verdad
estuviera a su alcance, y si fuera así, Peace se hallaba en un
estado tal que habría preferido varias décadas de tranquilizadoras
mentiras.
Pagó al taxista y, comprendiendo la
necesidad de actuar con rapidez antes de que su temple se
debilitara aún más, irguió los hombros y cruzó las elegantes
puertas deslizantes del Sapo Azul.