Capítulo 5.

 

En ciertos aspectos, Threlkeld, el planeta de cielo amarillo, no era el mundo de pesadilla que Peace había esperado encontrar.
La campaña de Ulfa era una acción policial contra colonos disidentes —y a Peace le había consternado la idea de ver humanos que combatían contra humanos—, pero en Threlkeld la Legión estaba dedicada simplemente a hacer que un continente selvático fuera seguro para trabajos de minería. La conciencia de Peace quedó aún más aliviada al saber que no existía una especie inteligente en el planeta y que la oposición al desarrollo comercial procedía de una variedad de animales salvajes. Pero la lista de detalles favorables en el servicio militar en Threlkeld acababa bruscamente en ese punto.
Los pobladores de la jungla de Threlkeld eran tan feroces, horribles y diversos como para dar la impresión de que la naturaleza había dejado en aquel mundo una especie de muestrario de la malicia animal. Ingenuamente, la naturaleza había creado bestias que atrapaban sus presas fingiéndose plantas, y plantas carnívoras que atrapaban sus piezas fingiéndose animales. Determinados insectos medraban al ser aplastados por una bota, pues sus secreciones internas perforaban una suela de plástico en menos de un segundo y, además,-contenían huevos que, en el instante de establecer contacto con la carne humana, producían centenares de voraces larvas capaces de reducir un pie humano a una bota llena de huesos en menos de un minuto.
Existían serpientes eléctricas, serpientes garrote y serpientes puñal, y todas hacían honor a sus nombres. También había pájaros granada, pájaros tomaliawk y pájaros destrozacráneos, y todos ellos hacían igualmente honor a sus nombres. Y había monstruos acorazados tan aferrados a la vida que incluso después de cortados en rodajas conservaban en sus patas el vigor suficiente para que éstas siguieran saltando durante doce horas como si de gigantescas y enloquecidas botas de agua se tratara, siendo así que el animal fragmentado llegaba a ser más dañino que en su existencia íntegra.
Todos los hombres del 203 regimiento tenían su bote noire particular, y además había infinidad de tales bestias. La mayor antipatía de Peace la merecía el multifauces, una bestia compuesta que a primera vista parecía una enorme oruga, pero cuyos segmentos eran animales de por sí. Los módulos tenían una tosca forma de queso, con cuatro potentes extremidades cortas y gruesas, unas perversas fauces y entrecaras neurales en las superficies superior e inferior. Los segmentos ya eran suficientemente peligrosos por sí solos (maliciosas y escurridizas banquetas difíciles de alcanzar con el rayo de un rifle), pero cuando diez o doce formaban una cadena y se convertían en un multifauces completo, su peligrosidad aumentaba de un modo proporcional. Peace tuvo que destruir casi la mitad de uno de esos animales compuestos antes de abatirlo, y en ese momento los segmentos intactos se separaron inmediatamente y prosiguieron el ataque desde todos lados. Después del incidente, Peace experimentó una tardía gratitud hacia Salsa Sabrosa para Gambas por haber gastado sus escasos fondos en protectores de deportistas y no en artículos más decorativos pero menos prácticos.
Peace también experimentó una renovada resolución para continuar con su plan de fuga.
El primer paso consistía en hacerse con un vital fragmento de información que poseía el teniente Merriman, pero concertar una entrevista con el oficial era muy difícil. Merriman, que al parecer había recobrado su fervor patriótico, pasaba buena parte de sus horas de vela en el lugar donde la lucha estaba en su apogeo. Hasta el tercer día de estancia en Threlkeld, Peace no había logrado abordarlo. Fue entonces, en la cocina de campaña, que la boca de Merriman se esforzó vanamente en contraerse de disgusto cuando el teniente comprendió que estaba atrapado.
—No puedo hablar con usted, Peace—. Dijo con su aflautada voz, y se alejó—. No podemos servir a Terra perdiendo el tiempo en charlar.
—Pero si se trata precisamente de eso, señor —replicó Peace, pronunciando las únicas palabras que pudo imaginar atractivas para el interés del joven oficial—. Creo que podemos servir a la patria.
Meiriman se volvió.
—¿Qué tiene en mente, Peace?
—Bueno, señor..., hemos perdido muchos hombres con los multifauces y..., y... —Peace escuchó espantado la mentira que surgió de su boca—. He ideado un método mejor para luchar contra esas bestias.
—Le escucho.
—Bien... Bien —la mente de Peace se desbocaba en busca de inspiración—, los multifauces son más peligrosos cuando diez o más se unen, y lo único que tenemos que hacer es evitar que lo hagan.
—¿Cómo?
—Rociándolos con aceite, señor. Así resbalarán. Cualquier tipo de sustancia lubricante podría servir, incluso un bronceador para la piel.
—Su idea me parece pésima —dijo ominosamente Merriman.
Peace, que se había formado la misma opinión, cogió por el brazo al teniente.
—O podríamos rociarlos con algo que bloqueara las señales nerviosas entre los distintos segmentos. Serviría cualquier barniz de secado rápido. Laca para el cabello, tal vez...
¿Qué pensarían de la Legión los hombres que están en Terra si empezamos a requisar lociones bronceadoras y aerosoles de laca? —Merriman separó su brazo de la presa de Peace y miró a éste con recelo—. ¿Está ensayando algún truco subversivo?
—Por favor, señor, no diga esas cosas contestó seriamente Peace, advirtiendo que la conversación se desviaba por fin en la dirección por él deseada—. Nadie podría ser más leal a la Legión y a usted. Quiero que sepa que obedezco sus órdenes no sólo por el impositor sino por mi amor a... ehm, a Terra, y por el respeto que siento por un oficial como usted.
—No trate de adularme.
—Es la verdad, señor.
—Si creyera que usted habla en serio...
—Es cierto, señor, hablo en serio.
—¡Vaya! Gracias, Peace. Es la primera vez que alguien...
—Merriinan parpadeó vanas veces y después sacó un pañuelo y se sonó—. A veces deseo que los miembros del Mando Supremo se parezcan al general Nightingale y se pronuncien en contra del uso de impositores de órdenes en sus divisiones. Lo que quiero decir es que..., ¿cómo sabré si tengo o no dotes innatas de mando?
—Es un problema terrible, señor... Y todo por culpa de que alguien le puso en el cuello un estúpido diafragma que vibra a..., ¿a qué frecuencia? ¿Ocho mil? ¿Diez mil vibraciones por segundo?
—Doce mil —dijo Merriman, abstraído—. ¿Sabe una cosa, Peace? Me ha complacido esta charla con usted. Desconocía que fuera tan sensible y... ¿A dónde va, Peace?
—Me necesitan en el frente, señor —Peace señaló el muro de verdosa jungla que representaba el límite del territorio controlado por los humanos; agujas de luz procedentes de rifles de radiación resplandecían irregularmente en las sombras de la variadísima vegetación, y ocasionales destellos de color púrpura indicaban que los lanzarrayos estaban en acción. El ambiente estaba repleto de gritos de hombres y de rugidos, graznidos y silbidos procedentes de la variada fauna que poco a poco iba siendo desplazada de su territorio nativo.
Mientras corría hacia la línea de fuego, Peace sintió cierta culpabilidad por haber manipulado psicológicamente al teniente, pero no podía ser escrupuloso con sus métodos si quería seguir viviendo.
Peace examinó cuidadosamente los alrededores y al cabo de pocos segundos localizó lo que constituía su segunda necesidad fundamental: un conjunto de componentes electrónicos. El material adoptaba la forma de un rifle de radiación abandonado entre la maleza, que había sufrido una grotesca deformación a causa de algún acto de violencia. Para Peace estaba muy claro que el antiguo poseedor del rifle se hallaba en un estado similar, y en consecuencia fue un alivio para él que no hubiese residuos orgánicos que extraer del arma antes de poder usarla. Cogió el rifle, arrancó la sección del generador de rayos y la introdujo en su bolsillo.
En ese momento un mordedor-azotador, ejecutando afanosamente las dos acciones que justificaban su nombre, saltó sobre Peace desde las ramas inferiores de un árbol y el legionario pasó un minuto golpeando al animal con el destrozado rifle mientras su arma pendía inútilmente de su hombro. Se encontró empapado de sudor y parloteando sin sentido tras haber conseguido aturdir a la bestia y acabar con ella mediante un chorro de radiación de cinco segundos.
El incidente fue una clara advertencia de lo que inevitablemente sucedería si no se mantenía completamente alerta. Y entonces Peace decidió apartar de su mente cualquier pensamiento relacionado con el plan de huida hasta que las condiciones fueran más apropiadas para meditar. Una segunda advertencia llegó una hora más tarde, cuando a pocos metros de distancia, el volátil recluta latino cuyo nombre seguía siendo una incógnita para él fue levantado en el aire por un monstruo escamoso y, tras cantar como un tirolés un último y desesperado ¡mamma mia!, desapareció en las cavernosas fauces del animal.
Cuando la oscuridad puso fin a la jornada de combate, los restos de la unidad del teniente Merriman fueron enviados al refugio de un campamento para recibir un tazón de gachas y descansar en montones de hierba seca. Pese a estar muy fatigados, la mayor parte de los reclutas fue incapaz de dormir debido a que la hierba había sido recogida en las cercanías y poseía el inquietante hábito de moverse de un modo espontáneo para echar raíces en cualquier orificio corporal que encontrara.
Peace se acomodó en un rincón y, sin detenerse más que para partir algún inquieto zarcillo de paja, inició la tarea de desarmar la sección del generador del rifle. La luz de la tienda era bastante escasa para un trabajo complejo, pero Peace se alegró al descubrir que sus dedos tenían un talento natural para manipular los circuitos. Si los conocimientos electrónicos que había supuesto poseer hubieran estado tan alejados de la realidad como sus ideas acerca de naves espaciales, ello había significado el fin de su plan.
Trabajó durante dos horas, complacido por la abundancia de terminales de contacto (detalle que le permitió reconstruir circuitos sin necesidad de material para soldadura), y al final de ese tiempo tuvo a su disposición un pequeño artefacto capaz de neutralizar, en un radio limitado, cualquier vibración dentro de la gama de frecuencias en que operaban los impositores de órdenes de la Legión. Le costó diez minutos más ajustar el dispositivo en el interior de su casco, y después se tumbó para dormir, muy satisfecho de su progreso.
Ryan, que lo había estado observando con disimulo, se apoyó en un codo para incorporarse
—Eh, Warren... ¿Qué es eso que acabas de ponerte en el casco?
—Habla en voz baja —musitó Peace—. No quiero que todos se enteren.
—¿Pero qué es?
—Es...ehm, un alta fidelidad en miniatura —Peace dirigió una orquesta imaginaria durante unos instantes—. Cuando me muera, quiero morirme con música en los oídos.
—Ojalá yo fuera capaz de construir algo parecido —dijo Ryan, con admiración—. Lo único que sé de una alta fidelidad es que hay un altavoz de graves y otro de agudos, y varios circuitos para...
—Eliminar ruidos —lo interrumpió Peace—. Eso es muy viejo, Vernie, y ya era malo cuando lo inventaron. ¿Te importaría que durmiéramos un poco?
—Sólo pretendía elevar nuestro ánimo, Warren. ¿No te gustan las bromas? Son mordazas para las penas.
—Si en este momento tuviera una mordaza, la extendería bien y...
Peace se durmió de agotamiento antes de terminar la frase, y durante el resto de aquella noche tuvo sueños breves y simplificados propios de un hombre cuya memoria personal no iba más atrás de tres días.
Ser sordo a las frecuencias armónicas especiales de las voces de los oficiales proporcionó a Peace un considerable grado de libertad —Tenía que fingir pronta obediencia a todas las órdenes directas, pero en cuanto se hallaba fuera de la vista del oficial en cuestión, podía volver a sus ocupaciones particulares aprovechando la confusión existente en la zona de lucha. El método del impositor de órdenes era una ayuda cierta, puesto que los jóvenes idealistas tenientes que componían el cuadro de mando jamás investigarían las actividades de Peace mientras él se presentara ante ellos con una mirada suficientemente severa y resuelta.
Durante el primer día de libertad relativa, Peace fue a la zona aplanada que se usaba para los aterrizajes de las naves, y sufrió una desilusión al comprobar que sus nuevas ideas acerca de los vehículos espaciales estaban equivocadas en un detalle importante —Después de haberse desembarazado de su anterior concepto de las naves (que había imaginado como esbeltas y relucientes agujas), Peace se formó la noción de que en ambos extremos de las angulosas estructuras existían letreros móviles accionados manualmente que indicaban los diversos destinos. Pero al ver la uniformidad de las paredes metálicas de las torres transceptoras tuvo que aceptar que los letreros que había imaginado pertenecían a otro tipo de transporte, y ello lo llevó a un nuevo pensamiento.
Había demostrado que aún conservaba excelentes conocimientos de electrónica, y sin embargo la máquina a que lo sometieron en Fort Eccles (diseñada para eliminar todos los recuerdos relacionados con culpabilidad y remordimientos) había borrado todo lo que él debía haber sabido sobre tecnología y técnicas espaciales. ¿Significaba ello que su vida había estado estrechamente relacionada con astronaves? ¿Había sido piloto? ¿O diseñador espacial?
Peace acarició la idea de que tal vez fuera capaz de identificar sus anteriores campos de experiencia si prestaba atención a los temas que en aquel momento desconocía por completo. Después comprendió que resultaba difícil hacer distinción entre ignorancia natural e ignorancia inducida. El hecho de que no supiera nada acerca de los hábitos reproductores del Anoblum Ponctatum, ¿demostraba acaso que él se hubiera dedicado a combatir la carcoma?
Tras concluir que la acción era mejor que la introspección, Peace volvió a dedicar su atención al tiempo presente. Tenía el alma puesta en llegar al planeta Aspatria, y para ello pasó tanto tiempo como le fue posible en la zona de aterrizaje, confiando en viajar de polizón en alguna nave que fuera en la dirección apropiada. Su primer plan consistió en interrogar a los tripulantes acerca de sus destinos, pero decenas de naves aterrizaron y despegaron sin que Peace viera a un solo astronauta, lo que le llevó a la firme sospecha de que las naves funcionaban de un modo totalmente automático. Después decidió preguntar los destinos a los legionarios que se iban. Esta actividad, aparte de exponerlo a ser detenido por un oficial extraordinariamente vigilante, sólo fructificó en la información de que, por más increíble que pareciera, existían otras zonas bélicas que hacían que Threlkeld se asemejara a un lugar apto para comidas campestres.
Tres días después de la construcción de su neutralizador de órdenes, Peace y su unidad fueron trasportados a Torver, un planeta lluvioso donde el arisco Copgrove Farr murió de un modo horrible a consecuencias de dar una patada a un hongo venenoso. La seta explotó con tanta violencia que millones de sus esporas atravesaron la vestimenta y piel de Farr. Cuando sus compañeros lo enterraron, diez minutos después, multitud de hongos brotaban por todo el cadáver. Peace concedió a Farr el perdón a titulo póstumo por diversas observaciones que había hecho acerca de la delgadez de sus piernas. Pero además, redobló sus esfuerzos por encontrar una nave que fuera a As-patria.
Una semana más tarde, el teniente Merriman y su unidad fueron trasladados al planeta Hardlmott, donde el infortunado soldado raso Benger, que había trepado a un árbol para huir de una manada de corazadillos, no tardó en ser devorado por el mismo árbol. Por entonces Peace ya estaba desesperado, a pesar de que había heredado los zapatos de Benger, un calzado que se ajustó notablemente bien a sus pies en cuanto limpió los restos del donante. M acostarse por las noches, Peace aprovechaba los escasos segundos que el sueño le concedía antes de reclamarlo, para especular acerca de un interrogante: ¿Por qué los tramposos abogados que idearon el contrato de servicio en la Legión se empeñaron tanto en asegurar una dedicación de treinta, cuarenta o cincuenta años? Tal como iban las cosas en el regimiento 203, y pese a que el invento del neutralizador le permitía desobedecer las órdenes más suicidas imaginables, él acabaría envenenado, aplastado, despedazado o devorado antes de un mes. Incluso existía la posibilidad de que se topara con todos esos destinos prácticamente en el mismo instante.
Igual que los demás hombres de su unidad, Peace lloró mucho y adelgazó y sus nervios empeoraron conforme los días iban pasando. Al acabar el primer mes, la gordura de Vernie Ryan había desaparecido, y los jirones de su vestimenta verde brillante creaban la impresión de que su cuerpo estaba cubierto de cierta forma de alga marina. El soldado Dinkle, con más años de combate que sus compañeros, empezó a padecer de un tic nervioso y adquirió el hábito de santiguarse y murmurar tristemente de Armagedón —
—Por la forma en que habla de Armagedón —dijo un día Ryan a Peace, mientras tomaban las gachas del desayuno—, se podría pensar que se trata del fin del mundo.
—Te advertí que no hicieras esas malditas bromas —replicó Peace, agarrando una tira apropiada de la ropa de Ryan y doblándola alrededor del cuello de su compañero. Estaba cerrando más y más, pero pronto se dio cuenta de la barbaridad que estaba cometiendo y aflojó la presa—. Perdona, Vernie. Creo que estoy perdiendo la razón.
—No tiene importancia —dijo Ryan, frotándose el cuello—. Yo era cómico de profesión, ¿sabes? Mis chistes solían producir el mismo efecto en la gente, incluso en los buenos tiempos.
—No recuerdo buenos tiempos, ése es el problema. Por lo que a mi respecta, siempre han sido así —Peace metió la mano en el bolsillo para tocar el sapo azul, el diminuto compañero que en otra ocasión le había prometido migajas de esperanza—. Pero eso no es excusa para tratarte con dureza.
—Olvidémoslo—. Dijo.
Peace sacudió tristemente la cabeza. Acarició con el pulgar el liso plástico del sapo, deseando que el animal pudiera hacer aparecer un genio con el poder suficiente para concederle sus ansias más profundas.
La lona de la entrada de la tienda que servía como comedor se alzó y el teniente Merriman cruzó la abertura triangular. Cierto detalle, perceptiblemente anormal en el aspecto del oficial, sobresaltó a Peace. Después se dio cuenta de que el teniente se había quitado el traje de faena y se había emperifollado con un elegante uniforme nuevo. Iba acompañado de un sargento de tímido aire que llevaba una caja llena de sobrecitos de color amarillo. El sargento también llevaba un montón de frágiles ropas azuladas.
—¡Acérquense! —gritó Merriman—. ¡Aquí está! ¡El día que todos esperaban!
—¿Qué día es ése, señor? —preguntó cautelosamente Ryan.
—Día de permiso, por supuesto. ¿No se lo había dicho?
—No, señor —Ryan dedicó a sus compañeros una mirada que indicaba aturdimiento y duda—. ¿Nos dan tiempo libre?
—¡Vaya pregunta! —la boca de Merriman se estiró en el intento de formar una sonrisa, pero ello creó una tensión insoportable en la limitada cantidad de carne labial, que tuvo que contentarse con varias oscilaciones rápidas en las comisuras—. ¡ Qué pregunta tan estúpida! ¿Piensa realmente que sus oficiales son tan altivos e indiferentes como para no apreciar la tensión que ustedes están soportando? No, soldados. Sabemos perfectamente que no pueden sobrellevar indefinidamente sin fatiga la guerra, que necesitan tiempo para relajarse, para que las cicatrices mentales curen.
—Estupendo, señor. ¿Cuánto tiempo tenemos?
Merriman consultó su reloj de pulsera.
—Bien, Ryan. Puesto que hace treinta días que está en la Legión, le corresponden tres horas.
Ryan se echó hacia atrás.
—¡Mierda!
—¡Ese lenguaje! —dijo Merriman, arrugando la frente. Su ceño desapareció después—. No se preocupe, Ryan. Depende de mí permitir que usted y Peace disfruten de un descanso extraordinario y tengan tiempo para divertirse en recompensa por servicio leal, y voy a permitirlo. Disfrutarán del máximo período de permiso junto con el resto de la unidad. Cuatro horas.
—Cuatro horas —musitó Ryan—. No puedo creerlo. Es excesivo.
—No, se lo han ganado, y les complacerá aún más saber que en esas cuatro horas no está incluido el tiempo de viaje —Merriman se infló de benevolencia mientras sus ojos se concentraban en Ryan—. Sus cuatro horas no comenzarán hasta que hayan desembarcado en Aspatria.
Peace, que estaba escuchando con enorme interés, creyó que su corazón se había puesto a bambolear alocadamente al oír mencionar Aspatria. Decidió no hacer nada que pudiera llamar indebidamente la atención y, al mismo tiempo, sus dedos se abrieron de forma involuntaria y el tazón de gachas se derramó en su regazo. El teniente Merriman lo miró disgustado mientras él se levantaba y trataba de limpiar sus raídos pantalones.
—¿Qué le produce tanta excitación, Peace? —preguntó Merriman-No esperará desertar en Aspatria, ¿verdad?
—Claro que no, señor —Peace sonrió tontamente, tratando de expresar total lealtad y devoción al servicio.
—Excelente, porque... —Merriman tocó el bulto de su cuello—. Voy a darles una orden directa. Volverán al espacio-puerto de la Legión y subirán a bordo de la nave, dispuestos para partir, en el plazo máximo de cuatro horas después de que lleguemos a Ciudad Aterrizaje. Ahora, pónganse en fila y recojan la paga y el uniforme para permisos.
Peace ocupó su lugar en la cola y recibió un sobre con su nombre, junto con un traje de dos piezas de un material que parecía papel rizado. Se sintió agradecido hacia la Legión por haberle dado ropa limpia..., hasta que abrió el sobre y descubrió que de los trescientos monits que le debían, cien habían sido deducidos por culpa del traje de papel y otros cuarenta habían ido a parar al fondo para retirados del regimiento. La última deducción, teniendo en cuenta la duración media de la vida de un legionario, sugería corrupción en las altas esferas, pero al menos Peace tenía suficiente para pagar una buena comida en el Sapo Azul.
Y además, si tenía suerte, durante las dos horas que tardase en consumir la comida tendría acceso a una pista vital sobre su pasado. No tenía una idea clara de lo que le esperaba —quizás un camarero que lo recordara, quizá su nombre y dirección en una tarjeta de crédito—, pero era la única posibilidad, y Peace estaba resuelto a aferrarse a ella con ambas manos. Le sería necesario ocultarse cuando su deserción fuera advertida por la Legión, pero Ciudad Aterrizaje, con sus dos siglos de existencia, había crecido lo suficiente para albergar cuatro millones de habitantes, y Peace confiaba en que no lo descubrieran durante varias semanas o meses. Afortunadamente ése sería un tiempo bastante amplio como para investigar todas las pistas que encontrara. Siempre existía la posibilidad de que él no hubiese estado nunca en Aspatria, de que el diminuto recuerdo de plástico fuera un regalo o un objeto encontrado por casualidad, pero la existencia de esa posibilidad le era insoportable, y Peace apartó la idea de su mente.
El teniente Merriman condujo a su reducida cuadrilla hacia una nave que estaba a la espera. El vehículo era distinto del que Peace conocía, ya que la sección de pasajeros era mayor y comprendía un vestuario con lavabo y duchas. Nada más sonar la bocina, y en cuanto la nave inició su vuelo sin inercia, Peace entró en el vestuario. El sargento, que también era el encargado de los servicios, le dio a elegir entre una ducha fría por cinco monits o una ducha caliente por veinte, y él prefirió el lujo costoso, pero ahorró varios monits al no usar la máquina de afeitar para eliminar la barba pardorrojiza que le había crecido durante su mes de servicio. El rostro que le devolvió la mirada en el espejo era más flaco, duro y maduro que el que Peace recordaba.
—¿Qué opinas de mi barba? —preguntó a Ryan, que se estaba poniendo su traje de papel cerca de él.
—Te da un cierto je ne sais quol —contestó Ryan—, pero no sé qué es.
Peace miró fijamente a su compañero.
—¿... otro de tus supuestos chistes?
—¿Por qué dices 'supuestos'? —preguntó Ryan con voz de indignación—. Tienes suerte de que yo esté aquí para animarte.
—Puede que tengas razón.
Peace empezaba a comprender que había adquirido un genuino afecto hacia Ryan, el único amigo que su memoria recordaba tener, y que pronto se separarían para siempre, si sus planes daban resultado. Parecía irónico que él, que en un principio había dedicado sinceramente su vida a la Legión, estuviera a punto de protagonizar una temprana huida, mientras que Ryan, que se había alistado con el ánimo de alguien que pasa una semana en una quinta de salud, estaba condenado a ser soldado hasta la muerte —Peace meditó el problema durante unos instantes y decidió correr un peligroso riesgo. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo vería, y a continuación sacó del armario el casco de plástico de Ryan y lo sustituyó por el suyo. Ryan se quedó sorprendido.
—¿Qué estás tramando, Warren?
—Te doy mi alta fidelidad incorporado —Peace señaló el neutralizador de órdenes antes de dar la vuelta al casco para ocultar el dispositivo—. Ya no lo necesitaré.
—Pero..., ¿y cuando vuelvas? —la voz de Ryan fue perdiendo fuerza al ver que Peace sacudía la cabeza—. Warren, ¿estás pensando en lo que yo creo que piensas? Sabía que eras un chico brillante, pero esto es...
Peace lo hizo callar con un gesto y, susurrando de un modo confidencial, le explicó el funcionamiento de su invento.
—Te ayudará a permanecer con vida hasta que tengas una buena oportunidad de escaparte —concluyó—. Hazlo en zona de batalla, si es posible, y te darán por desaparecido, supuestamente muerto. Ni siquiera se preocuparán de buscarte.
—¿Por qué no lo haces tú?
—Tengo otras cosas que hacer en Aspatria —dijo Peace—. O al menos creo tenerlas. Quizá volvamos a vernos.
—Así lo espero. Y que encuentres lo que buscas, Warren...
Los dos hombres se estrecharon las manos y Peace, bastante acongojado, se apresuró en volver al compartimiento de pasajeros. Se dejó caer en un banco junto al soldado Dinkle, que contemplaba el suelo fija y tediosamente. Tras el impacto provocado por la llegada de Peace, Dinkle se sobresaltó violentamente, se santiguó y volvió a sumirse en su sombría apatía.
—¡Animo, Bud! —dijo Peace—. ¡Estás de permiso!
Dinkle se sacudió ligeramente.
—¿En Aspatria? Te regalo mi permiso.
—Mal lugar, ¿verdad?
—Ya no, ya no lo es... No lo es desde que derrotamos a los aspatrianos en el 83.
—¿No te hace feliz volver allí?
Dinkle sacudió lentamente la cabeza.
—Demasiados recuerdos.
—Mi problema es que no tengo los suficientes.
—No dirías lo mismo si hubieses tenido que matar a un camarada que tenía una alfombra encima. Debería existir un límite para los actos de un hombre.
Peace tuvo un inexplicable escalofrío. Su breve estancia en la Legión lo había familiarizado con numerosas formas de entrar en el más allá, pero la escena descrita por Dinkle siempre hacia que sus corpúsculos sanguíneos se convirtieran en millones de minúsculos y ruidosos cubitos de hielo. Se estremeció ligeramente y se esforzó en ofrecer consuelo.
—A lo hecho, pecho.
Dinkle clavó en él una abatida mirada.
—¿Se trata de cierta filosofía avanzada? ¿Acabas de extender las fronteras del pensamiento humano?
—No es preciso que lo tomes así —dijo Peace, ofendido—. Lo único que pretendo decir es que... el pasado está muerto, y bien muerto.
—Los óscares no están muertos y bien muertos, hijito —el soldado Dinkle se santiguó una vez más.
El extraño pavor volvió a sobrecoger a Peace con toda su violencia, pero la curiosidad del legionario había despertado.
—¿Quiénes son esos óscares que tanto mencionas?
—Superhombres, hijito. Individuos enormes sin un pelo en la cabeza y con músculos por todas partes. Parecen hechos en bronce pulido.
—¿...estatuas, quieres decir?
—Las estatuas no se mueven —la voz de Dinkle se hizo sorda—. Pero los óscares corren como el viento, pueden derribar árboles con las manos y nada les hace daño. Radiación, balas, bombas..., todo rebota en sus cuerpos. Ellos pusieron fin a la guerra en Aspatria. Hasta los oficiales acabaron por tenerles miedo, y por eso nos sacaron de las selvas del interior.
—No lo comprendo —dijo Peace—. ¿Son los óscares los nativos de Aspatria?
—Vosotros, los universitarios, no sabéis muchas cosas de la galaxia real, ¿eh? —Dinkle hizo una pausa para cavilar sobre el pasado, una pausa suficientemente larga para dedicar a Peace una mirada de desprecio—. Aspatria es una colonia humana, una de las colonias más viejas que existe. En realidad, ése fue el motivo de la guerra. Sólo porque llevaban allí tres siglos, y porque se hallaban a unos cuantos miles de años luz de la Tierra, creyeron que podían obtener la independencia y dejar de pagar los impuestos. ¿Qué sucedería con la Federación si Fulano, Zutano y Mengano decidieran...?
—Pero, ¿quiénes son los óscares? —interrumpió Peace-¿De dónde vinieron?
—Nadie lo sabe oficialmente. Aparecieron en Aspatria en el 82 ó en el 83. Algunos dicen que son mutantes, pero mi opinión es otra —el rostro de Dinkle se contrajo y su voz se alzó—. Soldados del Mal, eso es lo que son... —Están preparándose para la batalla definitiva entre el bien y el mal. ¡Y van a vencer! Te lo aseguro, Warren, Armagedón está muy cerca, y nos encontramos en el bando que va a perder.
—Cálmate —dijo Peace, nervioso al darse cuenta de que otros hombres estaban mirando en dirección a Dinkle. Su propósito era mostrarse tan discreto como fuera posible antes de escabullirse silenciosamente, pero el relato de Dinkle ejercía una fascinación hipnótica sobre él—. ¿Por qué estás tan seguro de que los óscares son diabólicos?
—Los he visto en acción —Dinkle volvió a santiguarse y sus ojos se volvieron vítreos—. Un día quedé separado de mi unidad... Me estaba abriendo paso por la selva para regresar cuando oí un ruido. Me eché al suelo y me arrastré hacia el borde de un claro para hacer una inspección rápida..., y vi... Ví a cinco óscares..., y tenían algunos legionarios tumbados en el suelo.
"Nuestros muchachos estaban heridos, ¿sabes? Los oía gemir, llorar, suplicar misericordia, pero de nada les sirvió. Los óscares estaban decididos a hacerlo... —Dinkle se tapó la mano con la cara-No puedo continuar.
—Tienes que continuar —una gélida brisa pareció agitar los pelos de la nuca de Peace, pero su mente era esclava total de la espantosa historia que Dinkle estaba exponiendo—. ¿Qué estaban haciendo los óscares?
—Estaban alimentando a... a las alfombras con nuestros muchachos.
Peace notó que su estómago se contraía.
—¡Dios mío! ¿No pretenderás decir que...
—Es cierto, Warren. Les óscares habían cogido varias alfombras. Ellos pueden hacer esas cosas, ¿sabes? Nada les hace daño. Y arrojaban las alfombras sobre nuestros muchachos, que estaban tendidos en el suelo. Todavía los oigo chillar y suplicar una muerte rápida. Aún los veo retorcerse mientras las alfombras los digerían y... —Dinkle clavó sus unas en las rodillas de Peace—. ¿Quieres saber una cosa, Warren?
—¿Qué?
—Los óscares se reían. Disfrutaban viendo cómo unos inocentes eran devorados en vida. Si yo hubiera sido un hombre valiente, habría intervenido con mi rifle para acabar con la miseria de nuestros chicos..., pero fui cobarde, Warren. Temía demasiado que me hicieran lo mismo... Así que me alejé arrastrándome y salvé el pellejo. No merezco estar vivo.
La sangre vibraba en los oídos de Peace cuando se levantó.
—Escucha, Bud —dijo, buscando una forma de cambiar de tema—. ¿Por qué no te aseas' y te penes el traje de permiso? Eso te haría sentir mejor.
Dinkle movió la cabeza de un lado a otro.
—No necesito ningún viaje. Me quedaré en la nave hasta que despeguemos.
—¿Por qué?
Dinkle se acurrucó junto al débil apoyo de su rifle.
—No me arriesgaré a topar con un óscar. Van por ahí fanfarroneando como si el planeta fuera de ellos, y todo el mundo les teme. Me han dicho que pueden leer la mente de las personas, y puesto que yo los vi aquel día...
Dinkle se persignó varias veces en rápida sucesión y después empezó a balancearse y a murmurar alocadamente de Armagedón, el justo castigo y el día del juicio.
Peace, consternado, se alejó de Dinkle y se refugió en la protección de la máquina de café hasta que, varios minutos después, sonó la bocina para anunciar que la nave iba a entrar en la fase de aterrizaje. En cuanto el suelo sufrió su familiar oscilación definitiva, Peace se unió al grupo de hombres apiñados junto a la salida. Tras una exasperante espera, la puerta se abrió y dejó al descubierto una extensión de hierba iluminada por el sol que bien podía haber sido césped en lugar de una pista de aterrizaje. El ambiente era cálido y dulce, y a lo lejos se alzaba la graciosa arquitectura de la ciudad, repleta de armoniosos y brillantes colores pastel.
Peace experimentó un inmediato placer por lo que veía de Aspatria, y se preguntó si aquella sensación no sería indicio de un conocimiento anterior del lugar. Salió junto a los demás a la flexible hierba y llenó sus pulmones del oloroso aire, deleitándose en la independencia del peligro físico. En ese momento se dio cuenta de un tipo distinto de riesgo. El teniente Merriman había decidido dirigir la palabra a sus hombres, una vez más, para hablarles de los diablos del tabaco y el alcohol. Y puesto que el teniente tenía tendencia a repetir todo cuanto decía, era prácticamente seguro que iba a reiterar su orden de regresar a la nave al cabo de cuatro horas. Pero Peace ya no estaba protegido por el neutralizador de órdenes y, si oía la orden, no tendría más alternativa que obedecerla.
—Allí encontrarán un autocar del espaciopuerto que los llevará a Ciudad Aterrizaje —dijo Merriman, señalando un grupo de edificios bajos—. Visiten tantos museos y galerías de arte como les sea posible, pero no olviden que...
Tras un gimoteo de alarma, Peace se tapó los oídos con las manos, se agachó y se escabulló a lo largo del costado de la nave espacial. Al doblar la esquina de la torre del transceptor, miró atrás y aunque difícilmente hubiera podido asegurarlo, tuvo la impresión de que algunas figuras vestidas de azul se habían vuelto para contemplar su marcha..., que debió parecer ligeramente rara, por no decir sospechosa. Maldiciéndose por haber dado un tropezón en una fase tan temprana de su plan, Peace examinó los alrededores en busca de una ruta de escape y vio que la valla del espaciopuerto se hallaba a distancia de sprint.
Echó a correr, esperando escuchar en cualquier instante un alboroto que siguiera sus pasos, y llegó a la valla metálica de cinco cables. Después de suplicar que la valla no estuviera electrificada, Peace pasó a gatas al otro lado, resguardado por la crecida hierba. Delante tenía una pendiente suave que ascendió con la máxima velocidad. Miró atrás desde la cresta y se sintió aliviado al comprobar que ni Merrisnan ni uno solo de sus ex camaradas estaban a la vista junto a la mole rectangular de la nave.
Tras un breve descanso, Peace examinó los alrededores. El terreno descendía ante él describiendo una pendiente herbosa, larga y bastante abrupta, a cuyo pie se distinguían las curvas de una sólida carretera que avanzaba hacia la ciudad. Un elegante automóvil pintado con el inconfundible color amarillo chillón de los taxis venía circulando por la carretera. Peace pensó en usar el vehículo corno medio rápido y providencial de llegar a la ciudad, pero rechazó esa posibilidad, ya que precisaba conservar el dinero que le quedaba. Empezó a bajar en ángulo la pendiente, resuelto a moverse con paso tranquilo y recobrar la compostura. La frondosidad de la hierba hacía que el descenso fuera resbaladizo, y los muslos de Peace temblaron casi de inmediato a causa del esfuerzo por sostenerse en la pendiente. Su ritmo se fue acelerando, pronto perdió el control y, antes de que pudiera darse cuenta, rodó cuesta abajo a vertiginosa velocidad.
Poca experiencia extraeré de esto, pensó, haciendo esfuerzos por conservar una despreocupada calma mientras el viento silbaba en sus oídos y el contacto con la tierra se iba haciendo más y más breve. Siempre hay que esperar lo inesperado.
En ese momento, como ratificación de sus conclusiones, lo inesperado sucedió de nuevo. Abajo, en la carretera, el conductor del taxi —que al parecer tenía la impresión de que el movimiento de los brazos de Peace fuera un gesto para llamar su atención-hizo destellar los faros delanteros y detuvo el vehículo en el punto donde consideró concluiría el descenso del legionario. El taxista debía ser un experto en ángulos y distancias, porque Peace descubrió que iba en línea recta hacia el coche, sin posibilidad de detenerse o aminorar la marcha.
—¡Oh, no! ¡Apártate, loco! —gritó; la imagen del taxi se amplió ante sus ojos con aterradora rapidez.
El conductor asomó la cabeza por la ventanilla dispuesto a dar la bienvenida a su pasajero, pero su boca se abrió al comprender tardíamente el peligro inminente. El hombre aún pugnaba con el freno de mano cuando Peace arremetió contra el vehículo con las manos extendidas y golpeó la ventanilla.
Peace, cuyo mentón había topado dolorosamente con el techo del taxi, cayó de espaldas en la hierba.
—¡Maniático! —gritó el conductor del taxi, mientras sus temblorosas manos sacaban confeti de vidrio de su cabello y de sus hombros—. ¿Por qué ha hecho eso?
—¿Por qué he...? —Peace miró al taxista, sorprendido—. ¿Por qué ha parado aquí?
—Usted me ha llamado... Y además, puedo pararme donde me apetezca.
—No lo he llamado, y puedo caminar por cualquier parte...
—¿A eso le llama caminar?-el conductor hizo un gesto de burla a través de la abertura recién formada en la parte lateral del vehículo—. Ustedes, los asnos azules de la Tierra, son todos iguales. Siguen dolidos por lo del 83 y cuando vienen aquí de permiso, cogen una mona y empiezan a meterse con todo lo que ven. Pues bien, le diré una cosa, señor asno azul. Esto le costará dinero.
—¿Por qué íbamos a estar dolidos...? ¿Qué pretende decir con eso de que me costará dinero?
—Cien monits por la ventanilla nueva, y veinte por el tiempo que he perdido.
Fue el tiempo de Peace para burlarse.
—Pues dé un silbido y espere a que le traigan el dinero.
—Es una cosa que me complace —el taxista levantó un silbato largo y de aspecto complejo, que colgaba de una cadena alrededor de su cuello—. Me gustan estos quehaceres subetéreos. Nunca se sabe quién responderá primero: la policía o los óscares —se llevó el instrumento a los labios.
—Pagaré —se apresuró a decir Peace, e inmediatamente se levantó y sacó su enflaquecido fajo de billetes. Contó la cantidad exigida y entregó el dinero al conductor.
—Así está mejor —gruñó el taxista—. No sé qué está pasando con la gente estos días... Paran taxis y luego dicen que no lo han hecho. Debe ser una nueva manía.
—Escuche, siento haberle estropeado el taxi —dijo Peace—. ¿Y si me lleva a la ciudad?
—Diez monits... Le saldría por el doble.
—De acuerdo.
Peace estaba preocupado por sus reservas monetarias, que ya se aproximaban a cero, pero había pensado que el taxista podía ser una buena fuente de información sobre la vida cotidiana de Aspatria. Ocupó el asiento delantero, y al hacerlo vio que ya tenía un pequeño desgarro en la manga de su traje nuevo. El coche aceleró bruscamente con un suave plañido de su motor unimagnético y el brillante paisaje verdeamarillento se convirtió en un fluctuante y panorámico espectáculo luminoso.
—Magnífico día —dijo el conductor, al parecer dispuesto a perdonar y olvidar. Era un hombre de semblante triste y cabello descolorido—. Magnífico sitio para un permiso.
—Realmente magnífico —Peace dedicó al paisaje un gesto de aprobación—. No sé nada de Ciudad Aterrizaje y...
—No se preocupe. Lo llevaré al lugar que necesita.
—¿Si?
—Puede estar seguro. Allí no hay nada para mí, claro está Me refiero a comisiones o algo así. Pero asegúrese de que Nelly escriba mi nombre cuando usted entre. Trev, así me llaman. No lo olvide. Trev.
—Usted se equivoca —Peace se esforzó en no demostrar su indignación—. Quiero ir al Sapo Azul.
—No puede permitirse ese lujo, soldado —Trev dio a Peace un amistoso codazo doble—. Escuche, está a punto de morirse de hambre, porque a todos los legionarios que suben a mi taxi les pasa igual, y apuesto a que también le gustaría escuchar buena música.
—¿Buena música? —Peace creyó estar perdiendo el hilo de la conversación.
—Por supuesto. Mi primo dirige un bar que lleva el nombre de Handel, un sitio de elevada categoría pues todo tiene nombres de compositores insignes, y similares... Pero es barato. Allí no hay nada para mí, claro está. Me refiero a comisiones o algo así. Pero por veinte monits le darán un estupendo plato que es la especialidad de mi primo, Bolognaise Chopin, cargado de ketchup sonata, o un bistec Minuetto, o...
—Debe ser un lugar maravilloso —dijo Peace—, pero tengo que ir al Sapo Azul.
—Como guste. No es que allí haya algo para mí, pero si desea simplemente tomar algo rápido, podría probar el licor de malta Strauss, o...
—Hábleme de los óscares —le interrumpió Peace, volviendo a un tema que tenía una malsana fascinación para él—. ¿Dice que responderían si usa ese silbato de policía?
—A veces responden —Trev guardó silencio un instante, demostrando que el rechazo de sus propuestas comerciales lo había herido—. A veces no responden.
—¿Pero por qué lo hacen?
—Nadie lo sabe. Jamás hablan con nadie, pero hay ciertas cosas que no les gustan, eh especial los crímenes violentos y, muchacho, tendrá graves problemas si alguna vez hace algo que disguste a un óscar.
—¿Son una especie de vigilantes?
—Sí, excepto que a un vigilante es posible eludirlo. Pero librarse de un óscar... No es posible.
Peace dio vueltas en su mente a la nueva información, intentando reconciliar la noción de enigmáticos superhombres que combatían el crimen con la atroz escena descrita por Bud Dinkle—. ¿Es cierto que leen la mente?
—Algunas personas afirman que pueden hacerlo —Trev miró pensativamente a Peace—. De todas maneras, ¿por qué le preocupa tanto? ¿Es usted un estafador, o algo similar?
—Naturalmente que no —replicó Peace, y se sumió en un caviloso silencio para repasar sus desgracias. No sólo lo habían despojado de memoria e identidad, no sólo se hallaba abandonado en un planeta extraño, no sólo estaba casi sin un céntimo y sin una casa donde alojarse, no sólo era un desertor que no tardaría en ser perseguido por la Legión Espacial..., sino que además podía tener antecedentes criminales en Aspatria. Y si tal era el caso, se vería acosado y castigado por superhombres, telépatas invencibles cuya idea de un sencillo esparcimiento consistía en dar terráqueos heridos como alimento a diversos monstruos.
—Anímese —dijo Trev después de que el taxi hubo girado hacia un amplio bulevar que se extendía en el centro de Ciudad Aterrizaje—. Siempre hay alguien que está en peor situación.
Era una tesis que a Peace le hubiera gustado rebatir, pero en ese mismo instante distinguió algo que destacaba con vívida claridad de entre el resto de letreros comerciales: una escultura luminosa, una imagen tridimensional que tomaba la forma de un enorme sapo azul. Peace contempló la imagen sin parpadear hasta que el taxi se detuvo junto al edificio, ante el que flotaba el sapo como un globo inmaterial. Tal vez el momento de la verdad estuviera a su alcance, y si fuera así, Peace se hallaba en un estado tal que habría preferido varias décadas de tranquilizadoras mentiras.
Pagó al taxista y, comprendiendo la necesidad de actuar con rapidez antes de que su temple se debilitara aún más, irguió los hombros y cruzó las elegantes puertas deslizantes del Sapo Azul.