Trece
HOY no ha aparecido por aquí. Me pregunto si ya estará harto. De mí. De los chicos. Y de todo este maldito proyecto.
Normalmente, a Cory le encantaba que su madre estuviera en casa durante el día. Pero aquel día, no tanto. Y no le había gustado porque su madre la había pillado quedando con Nina para cuidar a su hijo al día siguiente por la noche y la había obligado a volver a su apartamento como si fuera una niña de seis años a la que hubiera descubierto pintando las paredes de su casa.
Sandy Capelli cerró de un portazo la puerta y arrojó su bolso sobre el sofá de segunda mano.
—No vas a cuidar al niño de esa mujer.
—Sí, ya lo sé —respondió Cory, malinterpretando intencionadamente sus palabras—. Nina no trabaja esta noche.
—No hablo solamente de esta noche, Cory Kay, y lo sabes perfectamente. No vas a volver a hacer de canguro para esa mujer. Nina Petrocova no es la clase de influencia que quiero para ti.
Cory solía plegarse a los deseos de su madre, pero, por una vez en su vida, no le importó convertirse en una carga más para Sandy, porque sabía que se equivocaba al juzgar a su vecina.
—Lo único que sabes de Nina es que trabaja como bailarina en un club de striptease.
—Y no necesito saber nada más.
—¡Pues te equivocas! No puedes quitarle ninguna importancia al hecho de que esté estudiando para intentar ofrecerle una vida mejor a Kai. Además, es una madre maravillosa.
—He dicho lo que tenía que decir y doy por zanjado el tema. Así que ya puedes decirle a esa mujer que se desnuda para ganarse la vida que tendrá que buscar otro canguro para su hijo.
—¡No!
La madre de Cory se quedó helada. Después, se cruzó de brazos y clavó la mirada en su hija. El cansancio, que generalmente la envolvía como si fuera un abrigo viejo, parecía haber desaparecido como por arte de magia.
—¿Puedes repetir lo que acabas de decirme, jovencita?
Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Cory dijo con voz dura y rotunda:
—Quiero seguir cuidando al hijo de Nina. Me viene bien ganar ese dinero y me gusta tener a alguien con quien hablar por las noches.
—No, no vas a cuidar de ese niño. Te lo prohíbo.
—Qué tontería. ¿Y cómo piensas impedírmelo, mamá, si nunca estás en casa?
Agarró la cazadora de cuero de su padre del perchero de la entrada y salió dando un portazo e ignorando el grito de su madre, que le ordenaba que regresara inmediatamente a casa.
Tenía el estómago hecho un nudo mientras corría escaleras abajo y empujaba la pesada puerta de metal que conducía a la calle. No era justo, se decía mientras caminaba con paso firme hasta la parada del autobús. Su madre nunca estaba en casa y Cory estaba cansada de pasarse las noches sola en su apartamento. Pasaba miedo por las noches, con tantos ruidos y gemidos misteriosos y con toda la gente que entraba y salía de aquel edificio. Su madre haría mejor en preocuparse del tipo del trescientos ocho, que se dedicaba a vender droga, y no de Nina, que sólo estaba intentando salir adelante.
Además, ¿qué estaba consiguiendo siendo tan buena? Desde el día que se había muerto su padre, no había hecho nada más que obedecer para ahorrarle disgustos a su madre. Cory no le había dado una sola razón para que dudara de su criterio. Desde que meses atrás se habían mudado a aquella casa, no había faltado al instituto ni un solo día, a pesar de que le resultaba insoportable y de que prácticamente nadie hablaba con ella. ¿Y acaso había decidido dar rienda suelta a sus preocupaciones en las calles? ¿Acaso había intentado liberarlas con lo único que normalmente le hacía sentirse mejor, con su arte? No señor. Por lo menos, no desde la noche que se había encontrado con aquel matón que, por lo que había conseguido averiguar, se llamaba Bruno Arturo.
Bruno Arturo. Se estremeció al pensar en él. Aquel nombre le recordaba a Brutus, el amigo de Popeye. Era un hombre grande y perverso y no quería volver a cruzarse en su vida con él.
En cualquier caso, tampoco le había servido de nada portarse como una niña buena, de modo que a lo mejor debería arriesgarse a pintar una pared con uno de esos dibujos que había estado ensayando en su libreta. Si tenía cuidado y mantenía los ojos bien abiertos, a lo mejor no corría ningún peligro. Y aunque sólo fuera por una vez, le gustaría volver a las calles y, probablemente, sería una buena idea pedirle a alguien que la acompañara en vez de ir sola.
Se preguntó qué planes tendría Danny G. para aquella noche.
Y se preguntó también si tendría valor suficiente como para invitarle a ir con ella.
Cuando Cory llegó a su destino, Danny G. estaba cruzando ya el aparcamiento para dirigirse a la tienda del señor Harvey. De hecho, ya había llegado todo el mundo, excepto el agente De Sanges.
—Pensaba que ya habíamos acabado con esto —se estaba quejando Henry a la señorita Calloway cuando Cory llegó a donde estaba el grupo—. Lo hemos limpiado todo. Ya hemos cubierto todas las firmas, ¿no? Así que no entiendo por qué hemos tenido que venir hoy.
Cory no lo admitiría ni bajo tortura, pero sabía que iba a echar de menos aquellos encuentros.
Mucho.
Bueno, eso tampoco quería decir que fueran particularmente importantes para ella ni nada parecido. Sencillamente, le gustaba estar con Danny G., que, además de ser muy atractivo, encerraba algún misterio y la intrigaba como nunca había llegado a creer que pudiera intrigarla un chico. En cuanto a la señorita Calloway, era genial, y, en realidad, Henry tampoco había sido tan insoportable como en un primer momento había temido. Por supuesto, podía ser inaguantable, pero por las pocas cosas que había ido dejando caer, Cory había llegado a comprender que su padre era un alcohólico. Ella había perdido a su padre muy pronto, algo contra lo que todavía se rebelaba y le hacía sufrir inmensamente, pero por lo menos había tenido la suerte de tener un padre maravilloso hasta los trece años.
Ni siquiera el agente De Sanges era tan terrible como pensaba en un principio.
—He dicho —repitió Henry en voz más alta—, que pensaba que habíamos...
Levantándose del lugar en el que se había agachado para dejar aquel bolso enorme del que nunca parecía separarse, la señorita Calloway se volvió y le miró a los ojos. Henry cerró la boca inmediatamente. Algo que todos habían aprendido a hacer cuando su profesora les dirigía aquella mirada.
—¿Está hablando conmigo, señor Close? —preguntó con calma—. Asumo que no, puesto que en ningún momento le he oído dirigirse a mí por mi nombre.
Acortó la distancia que la separaba de los adolescentes y fue deteniéndose frente a ellos, primero delante de Danny, después de Henry y al final de Cory, para tenderles sendos cuadernos de dibujo y una lata con una docena de lápices de colores Faber-Castell.
Cory clavó la mirada en los lápices de colores con auténtica admiración. Jamás había tenido unos lápices tan buenos. Siempre había tenido que arreglárselas con pinturas de baja calidad y, normalmente, tenían la punta demasiado blanda como para permitirle la precisión que necesitaba para dibujar.
—Pretendía esperar a que llegara el agente De Sanges antes de empezar la ceremonia, pero, al parecer, le han retenido en alguna parte.
Al decirlo, se sonrojó ligeramente, algo completamente inexplicable que, al parecer, no tenía nada que ver con el agente, porque inmediatamente hizo un gesto con la mano, como si pretendiera restar importancia a lo que acababa de decir, y añadió:
—Pero ya saben lo que se suele decir: «camarón que se duerme, se lo lleva la corriente». Así que él se lo pierde.
Después, se puso muy seria, como si aquél fuera un momento de particular importancia.
—Estoy muy orgullosa de los tres. Habéis sido maravillosos —les tuteó, demostrándoles así su cariño—. Habéis venido siempre que os he pedido que lo hicierais y habéis llevado a cabo un trabajo ejemplar —asomó una sonrisa a la comisura de sus labios—, con un mínimo de quejas.
Estudió a cada uno de ellos individualmente. Primero a Danny G., después a Cory y, para terminar, a Henry. Cory no sabía qué habían sentido sus compañeros, pero durante los segundos que sintió la mirada aprobadora de la señorita Calloway sobre ella, tuvo la sensación de que se iluminaban rincones de su alma que ni siquiera sabía que estaban tan a oscuras. En aquel momento se sintió arropada, protegida y liberada de la desagradable sensación que tenía en el estómago desde que había discutido con su madre.
Se sintió... especial.
Después, la señorita Calloway sonrió y todo volvió a la normalidad.
—De modo que la primera fase ha terminado.
—¿Qué ha dicho? —replicó Henry indignado—. ¿Qué quiere decir eso de la primera fase? Ya hemos terminado lo que teníamos que hacer, ¿no?
—No del todo. Habéis terminado la parte más dura. Ahora viene lo más divertido.
—Que supongo que es cuando nos dejan en paz.
—No, señor Close —respondió Poppy, recuperando el tono formal—. La fase más divertida viene ahora porque vamos a darles la oportunidad de crear una obra de arte de la que pueda disfrutar todo el barrio. Una obra que permanecerá durante años y años —se encogió de hombros—. En el caso, por supuesto, de que a ningún tagger ni a ningún grafitero se le ocurra estropearla.
Señaló con un gesto de la cabeza los cuadernos y los lápices que les había entregado.
—Ése es el motivo de mi regalo. Me gustaría que pensaran qué quieren pintar en la pared del edificio del señor Harvey —inclinó la cabeza hacia la pared inmaculada que habían pintado un par de semanas atrás—. Piénsenlo seriamente. Trabajen sus propuestas. Tiene que ser algo bueno.
—Sí, claro —se burló Henry—. Supongo que tendremos que hacer uno de esos dibujos aburridos que les gustan a los viejos.
—No, no voy a poner ninguna condición. Por supuesto, siempre y cuando no sea nada ilegal. No quiero pornografía ni sangre por todas partes. Pero no tiene por qué estar relacionado con el arte clásico. También puede ser algo gráfico, un mural, un cómic o un grafiti. O algo que yo ni siquiera haya trabajado nunca. El único límite es el de su imaginación, así que, quiero ejemplos de cualquier cosa que se les ocurra. Si se bloquean, pueden ir a ver algunas obras de arte callejero.
—¿Como cuáles?
El tono de Henry era malhumorado, pero Poppy le contestó con una sonrisa.
—Bueno, podría enviarlos a West Seattle, al cruce entre las calles Morgan y Alaska. Hay varios murales en algunos comercios del distrito. Pero estoy segura de que el que más les gustará es el mural de Fremont. En él aparecen tótems, monstruos y otro tipo de figuras que tanto en su ejecución como en los colores utilizados tienen mucho que ver con el grafiti.
—¿Y cuándo piensa hacernos pintar esa pared? —preguntó Danny con frialdad.
Aunque lo preguntaba como si no pudiera importarle menos, en sus ojos brillaba la misma clase de emoción que estaba experimentando Cory en aquel momento.
Poppy buscó entonces en el bolso y sacó la agenda.
—¿Qué tal si empezamos el sábado que viene? De esa manera, tendrían toda una semana para buscar ideas y trabajar en alguna de ellas —como no contestaron, alzó la mirada hacia ellos—. No es una pregunta retórica, les estoy dando la posibilidad de elegir. ¿Qué quiere decir ese silencio? ¿Están de acuerdo?
Henry se encogió de hombros y frunció el ceño, pero tanto Danny G. como Cory asintieron. No con mucho entusiasmo, por supuesto; lo último que querían era parecer unos pelotas. Así que se limitaron a inclinar la cabeza con frialdad.
Poppy respondió con una carcajada.
—Excelente. En ese caso, quedaremos en el Fremont Coffee Shop a las ocho.
—¿De la mañana? —preguntó Henry horrorizado.
—Exacto, así, si descubrimos por fin lo que queremos hacer, tendremos tiempo de sobra para ponernos a trabajar. Vamos, Henry —era la primera vez desde que había empezado aquel proyecto que se dirigía a él por su nombre de pila—. Vamos a crear arte. E incluso estoy dispuesta a invitarles a todas las magdalenas que quieran.
En cuanto todo el mundo se mostró de acuerdo, Poppy se excusó diciendo que tenía que marcharse porque tenía una cita para hacer un cartel, pero Cory no se lo tragó. Henry apenas esperó a que hubiera dado dos pasos para marcharse él también.
Cory miró entonces a Danny.
Y tragó saliva, intentando tranquilizarse.
Intentó pensar en la forma de pedirle lo que quería.
Posiblemente...
A lo mejor...
—¿Por qué no vamos a Fremont y vemos ese mural del que nos ha hablado la señorita Calloway? —preguntó Danny mientras Cory estaba analizando todavía los pros y los contras de invitarle a pintar con ella.
—Sí, estaba pensando en proponértelo yo —exclamó.
Inmediatamente le entraron ganas de abofetearse. Seguro que había sonado como una niña ridícula y dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera.
—¿Sabes qué autobús puede llevarnos hasta allí? —le preguntó.
—El número uno —Danny G. le sonrió de soslayo—. Vamos, te llevo.
Cory comenzó a caminar a su lado, pensando que, si aquello salía bien, a lo mejor le proponía salir más tarde a hacer un grafiti. Se preguntó después qué coche tendría Danny. Si era como cualquier chico de su edad, probablemente se trataría de un cacharro de segunda mano. Por supuesto, eso era lo último que le importaba.
Como si ella pudiera permitirse el lujo de criticar un coche cuando probablemente ni siquiera podría aspirar a ser propietaria de un coche peor que el de la señorita Calloway hasta que fuera vieja.
Cuando Danny G. se detuvo delante de un monovolumen rabiosamente nuevo de color tabaco, se quedó boquiabierta.
—¿Es ahí donde piensas llevarme?
Danny la miró sonriente.
—No será robado, ¿verdad? Porque no pienso montarme en un coche robado.
Danny le mostró un juego de llaves.
—No, no es robado, es mío.
Abrió las puertas e inclinó el asiento del conductor.
Seguramente sería de su padre. O a lo mejor de su madre. En cualquier caso, Cory ni siquiera podía imaginar a su madre conduciendo un coche tan bonito como aquél; y mucho menos, prestándoselo a ella. Clavó la mirada en la espalda de Danny mientras éste manipulaba uno de esos cachivaches para protegerse del sol.
Salió después del coche y le tendió una carpeta de color negro. Cory le miró estupefacta antes de bajar la mirada hacia la carpeta. La abrió, vio un carné de conducir y un registro de la propiedad del coche que leyó inmediatamente.
¡Increíble! El coche estaba a nombre de Daniel Gardo. Cory leyó varias veces el nombre del propietario antes de cerrar la carpeta y tendérsela.
—Pero si es completamente nuevo. ¿Cómo has podido comprarte un coche de primera mano? —la asaltó entonces un pensamiento horrible y le miró con los ojos entrecerrados—. No te dedicarás a traficar con drogas, ¿verdad?
—No digas tonterías, Cory —le espetó Danny—. ¿Primero me acusas de haber robado un coche y ahora de ser un camello?
Sus sentimientos hacia Danny le exigían retirar la pregunta o, por lo menos, reírse de haberla formulado siquiera. Cualquier cosa con tal de evitar que se enfadara con ella y retirara la invitación. Pero Cory tensó la espalda. Jamás hablaría, y mucho menos se involucraría, con un miembro de una banda. Alzó la barbilla con determinación.
—No has contestado a mi pregunta —le advirtió.
—No, porque es una estupidez. No soy un camello —la miró con el ceño fruncido.
¡Bien! ¡Bien!, gritó Cory para sus adentros. Había contestado a su pregunta. Por lo menos la segunda parte. Pero había algo en su interior que le exigía conocer toda la verdad, de modo que se cruzó de brazos y dio unos golpecitos en el suelo con el pie, como exigiendo una respuesta.
Danny se pasó la mano por el pelo y se quedó mirándola fijamente. Después, dijo en voz baja y sombría:
—El marido de mi madre está forrado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Cory se dirigió al asiento del pasajero, se montó y miró a Danny por encima del hombro cuando él se sentó en el asiento del conductor.
—Lo dices como si fuera algo malo. Ojalá mi madre estuviera forrada.
Pero eso le hizo acordarse de la discusión que había tenido con su madre aquella mañana; el enfado y la culpabilidad, que había conseguido olvidar durante un buen rato, comenzaron a hacer mella inmediatamente en su estómago. No. Apartó decidida aquella sensación. Se negaba a sentirse culpable. No era ella la que se equivocaba en aquella ocasión, sino su madre.
—Hay cosas mucho peores que no tener dinero —añadió Danny G. con vehemencia.
Cory se volvió todo lo que el asiento le permitía para mirarle. Y vio algo en la expresión de Danny que no era capaz de definir. Parecía triste, aunque estuviera intentando proyectar la impresión de que todo le era indiferente.
—Sí, y ser pobre tampoco te libra de ellas —contestó Cory con voz queda—. Mi madre y yo hemos discutido esta mañana.
—¿Sí? —Danny liberó parte de la tensión que constreñía sus hombros—. ¿Por qué?
Cory le explicó lo que había pasado mientras conducían a Fremont. A medida que iba reviviendo lo injusto de la postura de su madre, crecía el apasionamiento de su relato.
—Está completamente equivocada —dijo Danny cuando Cory terminó de contárselo.
Cory experimentó una oleada de cálido agradecimiento ante aquella muestra de comprensión.
—Pero aun así... —continuó diciendo Danny.
—¿Aun así qué? —respondió Cory enérgica.
—Nada —pero inmediatamente se reclinó en el asiento y le dirigió una mirada que reflejaba cierta hostilidad—. No maldita sea, claro que es algo. Por lo menos tu madre se preocupa por ti. Es evidente que está intentando protegerte.
Sí, claro, pero ésa no era la cuestión. La cuestión era...
Cory parpadeó al darse cuenta de lo que estaba insinuando su amigo.
—¿La tuya no?
De la garganta de Danny escapó una amarga carcajada.
—De lo único que se preocupa mi madre es de mantener el chollo que tiene con su marido. Yo ocupo el segundo lugar. O el tercero quizá, después de los masajes de los martes, los jueves y los sábados por la tarde. Parece que le gustan esos masajes.
—¿Le dan masajes? —Cory hizo inmediatamente un gesto de fastidio, consciente de que era una pregunta ridícula—. Lo siento, nunca había conocido a nadie que tuviera masajistas —observó a Danny con atención—. ¿Cuánto tiempo lleva casada con tu padrastro?
—No le llames así —le espetó Danny—. Richie el Rico no es mi padrastro ni nada que se le parezca. Llevan seis meses casados.
—A lo mejor todavía están pasando por eso que llaman la luna de miel. Pero estoy segura de que tu madre te quiere —añadió, porque no era capaz de imaginar una madre que no quisiera a su hijo.
—¿Tú crees? —la miró un instante y fijó de nuevo la mirada en la carretera. En sus labios bailaba una sonrisa cargada de amargura—. Sí, claro, seguro que tienes razón.
Pero Cory advirtió que se distanciaba. Alargó la mano para posarla en su brazo al tiempo que Danny detenía el coche frente al espectacular edificio que habían ido a ver.
—Lo siento —volvió a decir Cory, acariciando suavemente el brazo de Danny—. Ya sé que estoy diciendo tonterías. Ni siquiera conozco a tu madre.
Por un momento, Danny se limitó a mirarla como si hubiera conseguido desconcertarle. Pero después, cambió de expresión.
—Será mejor que lo olvidemos todo, ¿de acuerdo? —desvió la mirada y se volvió hacia la ventanilla—. ¡Mira qué edificio! Vamos a inspeccionarlo.
No había ningún hueco en aquella acera, así que levantó el pie del freno y puso el coche de nuevo en marcha. Pocos minutos después, encontró sitio a una manzana y media de distancia y aparcó rápidamente.
Cory salió del coche sintiéndose como si, de alguna manera, le hubiera fallado y lo siguió hacia aquella tienda, o lo que quiera que fuera aquel edificio. En silencio, observaron el mural que cubría dos de sus enormes paredes.
Y a medida que Cory iba estudiándolo, iba creciendo su entusiasmo.
—¡Es genial! Podríamos intentar hacer algo así, ¿no te parece?
—No sé. Fremont es mucho más tranquilo que el barrio en el que estamos trabajando. Por mucho que lo diga la señorita Calloway, no sé si nos van a dejar hacer directamente un grafiti.
—A lo mejor no como el de la fachada principal —se mostró de acuerdo—. Pero sí algo como esto, con las montañas y todo eso... Si elegimos un tema relacionado con el Pacífico, por ejemplo, podríamos meter dibujos relacionados con el grafiti. Podríamos hacer olas, peces y...
—Meterlo de forma subliminal —continuó Danny, y se le iluminó la mirada—. Meter elementos subversivos dentro de un paisaje, ¿sabes?
—Por ejemplo, hadas diminutas.
Danny la miró con ironía.
—Yo estaba pensando en demonios y cosas parecidas.
—Bueno, tú pinta demonios y yo pintaré hadas.
Se miraron en silencio, se echaron a reír y chocaron las manos.
—Pongámonos a pintar algo para enseñárselo a la señorita Calloway que esté relacionado con el tema del mar —propuso Danny—. A lo mejor funciona.
—Sí, claro que sí —respondió Cory emocionada.
Miró entonces hacia un todoterreno negro que en aquel momento recorría la Avenida Fremont a paso de tortuga. En ese mismo momento, el conductor comenzó a bajar la ventanilla.
—¡Eh, muchachos! —les gritó.
Mierda, mierda, mierda. A Cory el corazón le dio un vuelco en el pecho y se le paralizaron las piernas momentáneamente. Conocía aquel rostro: era el mismo que invadía sus pesadillas desde la noche que había sido testigo de un robo. Agarró a Danny G. del brazo.
—Tenemos que irnos —le urgió con voz queda.
—¿Eh? —Danny la miró estupefacto.
—¡Eh, vosotros dos! —gritó Bruno Arturo con impaciencia—. ¡Os estoy hablando! ¡Venid aquí inmediatamente!
La adrenalina se disparó en el interior de Cory.
—Muévete —le ordenó a Danny—. Te aseguro que no quieres tener nada que ver con ese tipo —le tiró de la mano con fuerza—. Danny, ¡vamos!
Cory sólo podía imaginarse lo que reflejaba su propia expresión, pero, fuera lo que fuera lo que Danny vio en su rostro, la miró con dureza y, sin decir una sola palabra, salió corriendo con ella en dirección contraria a la del coche de Arturo.
Corriendo a toda velocidad entre los edificios, regresaron al coche de Danny. Mientras abandonaban aquel barrio por el puente Fremont, Danny se volvió hacia ella.
—Desde luego, tienes buenas piernas, ¿eh? ¿Vas a decirme ahora a qué venía todo eso?
Cory deseaba con todas sus fuerzas poder desahogar sus miedos, confesarle todo lo que le pasaba... Pero aun así, no era prudente. Ni para él ni para ella.
—Lo siento —contestó—. Siento haberte involucrado en esto. Y siento no poder contarte nada más.
Danny desvió la atención del espejo retrovisor para mirarla. Después, se encogió de hombros.
—Si cambias de opinión, ya sabes dónde estoy.