Cinco
SE supone que soy una artista, que tengo un ojo especial para apreciar los detalles. ¡Menudo ojo! En ningún momento sospeché siquiera que Cory pudiera ser una chica.
Cory Capelli, una joven de catorce años y nueve meses, se bajó la visera de la gorra, alzó el cuello de la vieja cazadora de cuero de su padre y se apartó del grupo con el que había estado merodeando por la calle. Le gustaba acercarse de vez en cuando a grupos de grafiteros para enterarse de lo último que se estaba haciendo por las calles y escuchar las mentiras que se decían unos a otros. Pero ella prefería trabajar sola.
Una política que debería haber recordado antes de acompañar a Danny G. y a Henry comoquiera que se apellidara dos semanas atrás. Ir a solas con Danny habría estado bien. Al fin y al cabo, era uno de los mejores muralistas de la ciudad y Cory se consideraba más una artista del grafiti que uno de esos taggers que se conformaban con estampar su firma por toda la ciudad. No había pintado todavía ningún mural, pero su firma, su «tag», como se decía en el argot, CaP, era una obra de arte en sí misma; un trabajo en dos dimensiones, con letras de colores y la a minúscula convertida en una gorra. Ella consideraba que eran muchas las diferencias entre su trabajo y el de aquéllos que se limitaban a garabatear su firma de mala manera en una parada de autobús, en un edificio o sobre el trabajo de otro. Cory había estado trabajando en algunas ilustraciones sobre el papel, pero todavía no se sentía lo suficientemente segura como para intentar pintarlas públicamente. Ésa era la razón por la que quería formar un equipo junto a Danny G.
Henry, el tercero del grupo, era de ésos que se limitaban a garabatear su tag por cualquier parte. Pero cuando Henry había decidido sumarse al grupo para ir a pintar un edificio en un barrio que ninguno de ellos conocía, Cory no había sido capaz de decir que aquél no era un trabajo para ella.
Definitivamente, necesitaba ser más asertiva. Porque por culpa de su silencio, había terminado como había terminado. ¿Podría decirse que había caído en una redada? El caso era que habían terminado citándoles a los tres con una supuesta bienhechora al día siguiente por la mañana, para pintar encima de sus propias pintadas.
Genial, pensó Cory, mientras descubría una pared limpia entre la consulta de un dentista y una joyería. Así era como le habría gustado pasar la mañana del sábado.
Aun así, también podrían haberles llevado a un centro de detención de menores, y eso habría terminado de romperle el corazón a su madre. Y Cory era consciente de que, en cierto modo, Danny G. y Henry habían tenido suerte con las personas a las que habían marcado sus edificios. Bueno, en realidad había sido Henry el que había puesto su firma en todos ellos. De hecho, había conseguido cubrir hasta la última superficie limpia que había en uno de los edificios antes de que Danny o ella hubieran tenido tiempo de sacar un bote de pintura.
Bueno, tampoco eso era del todo cierto. Los dos tenían los botes preparados cuando el tipo de la tienda les había descubierto. Henry podía haberles ganado a los dos, pero tampoco podía decirse que ellos no estuvieran allí para hacer lo mismo que él, si se descartaba el factor talento, puesto que incluso con las manos atadas a la espalda, cualquiera de ellos habría hecho un trabajo mucho mejor.
Pero la cuestión era que habían tenido suerte con la gente de aquella zona comercial. Aunque habían llamado a la policía, no habían querido denunciarles sin darse antes la oportunidad de discutir entre ellos qué podían hacer con aquellos tres chicos. De modo que aquello de la limpieza era mejor que cualquier posible alternativa.
Pero no mucho.
Le bastó con pensar en ello para ponerse de mal humor. Estaba desanimada, era tarde y los estudiantes abarrotaban las calles. En realidad, la última parte no le disgustaba, puesto que así era menos probable que la pillaran. Pero se sentía sola y el cielo comenzaba a cubrirse de nubes de lluvia que ocultaban la luna. Se descubrió mirando con apatía la pared de color crema que iluminaba la escasa luz de la farola que conseguía filtrarse entre los edificios.
Pero se sacudió mentalmente, sacó un spray de color azul y disfrutó del sonido al agitarlo. Debería estar saltando de alegría por haber encontrado una pared virgen como aquélla. Pero...
El problema era que no se le ocurría qué pintar. Normalmente tenía cientos de ideas. Pero estaba cansada de hacer las mismas letras una y otra vez, y no era capaz de entusiasmarse de verdad, por difícil que fuera encontrar una pared limpia.
Podría volver a casa. Teniendo en cuenta cómo iba a tener que pasar el sábado por la mañana, era una tontería desafiar su suerte de aquella forma. Eh, pero tampoco podía decir que no pasara toda la semana encerrada en casa como una niña buena. Si hasta estudiaba para no tener que ver una cara como la que había puesto su madre la primavera pasada, cuando le había llevado el informe del colegio.
Pero los fines de semana eran diferentes. Parecían extenderse sin límite, con su madre trabajando en dos sitios diferentes. Además, sólo hacía dos meses que se habían trasladado allí desde Philly. Cambiarse de colegio en mitad de curso era lo peor. Y sí, le gustaría encontrarse con cualquiera, bueno, seguro que no con una de esas chicas tan alegres, tipo animadoras, que hacían amigas en cuestión de segundos. Y una chica tenía derecho a divertirse.
Algo que había hecho muy pocas veces desde que habían asesinado a su padre.
Una tristeza afilada e implacable atravesó sus defensas. Abatida por el dolor, se cubrió el estómago. Pero aquél no era lugar para ceder a las lágrimas, así que se obligó a enderezarse. Tenía que salir cuanto antes de allí.
Estaba saliendo de entre los dos edificios, cuando oyó ruido de cristales. Fue un sonido tan cercano que saltó asustada. Oyó un grito procedente de la joyería. Después, un disparo. Era un sonido que aparecía constantemente en sus pesadillas y se quedó paralizada entre las sombras, ante la puerta de la consulta del dentista. Un sudor frío cubrió su cuerpo.
Comenzó entonces a sonar el ensordecedor aullido de una alarma y Cory se obligó a moverse. Aprovechando los salientes de la fachada de ladrillo, subió al tejado del edificio. Tuvo la sensación de que pasaba una eternidad, aunque probablemente sólo fueron unos segundos, antes de que pudiera apoyar los codos en el voladizo del tejado y elevarse sobre el borde.
Permaneció allí, tumbada de espaldas sobre el tejado, durante varios segundos, jadeando e intentando sosegar su corazón. Después, giró lentamente hasta quedar bocabajo y, apoyándose en los codos, se arrastró hasta el extremo más cercano a la joyería. Era consciente de que debería haber salido corriendo cuando todavía estaba a tiempo, pero, una vez más, había tomado una decisión equivocada por culpa de uno de sus malditos impulsos y su insaciable curiosidad.
Desde aquel observatorio privilegiado, vio a los chicos que salían por la puerta de atrás de la joyería y comprendió entonces que muchas de las historias que creía inventadas por los grafiteros eran ciertas: había una banda de grafiteros que se dedicaba a robar joyerías. Teniendo en cuenta que la mayor parte de los chicos que estaba viendo le parecían jóvenes hasta a ella, le costaba aceptar que lo del robo hubiera sido idea de ellos.
No acababa de filtrarse aquel pensamiento en su cerebro cuando apareció un hombre tras los adolescentes, apuntando frente a él con una pistola que sostenía con las dos manos y con lo que parecía un pasamontañas negro colgando de la cintura del pantalón. Se detuvo bajo la lúgubre luz que se filtraba por la puerta, pero el borde del sombrero que cubría su cabeza ensombrecía su rostro y resultaba imposible adivinar sus facciones. Para Cory, era infinitamente mejor que así fuera, puesto que una de las lecciones más dolorosas que había aprendido en su corta vida era que saber lo que uno no debía podía llegar a matarle.
Eso era lo que le había pasado a su padre.
—Moved el trasero —gruñó el hombre, y los chicos salieron disparados en todas direcciones—. Malditos aficionados —musitó para sí. Encendió un cigarrillo al tiempo que se apartaba de la puerta.
Y... Mierda. La llama del Zippo iluminó brevemente su rostro.
Lo conocía. Bueno, no lo conocía exactamente, pero sabía quién era. Y había oído decir que era el matón de algún jefe de una importante banda de delincuentes cuyo nombre no recordaba. Pero sí sabía que tenía muy mala fama. Y lo último que ella quería era llamar la atención de aquel tipo o de sus secuaces. Sobre todo cuando era evidente que acababa de disparar a alguien.
Pero debió de hacer algún ruido o moverse sin darse cuenta, porque cuando aquel tipo musculoso estaba saliendo de entre los dos edificios, alzó la mirada.
La miró fijamente.
El corazón dejó de latirle y durante unos segundos, Cory apenas fue capaz de respirar. Pero al ver que el hombre acercaba la mano a la pistola que llevaba a la cintura, reaccionó por fin. Se levantó con torpeza, corrió por el tejado y saltó hasta el tejado de otro edificio con zancadas largas y seguras, a pesar de que era presa del más puro pánico. Su padre había sido una estrella del atletismo en sus años de instituto y había enseñado a correr a Cory prácticamente cuando todavía estaba aprendiendo a caminar. Solía decirle que era el hijo que nunca había tenido y la hija que siempre había deseado.
Pero no podía pensar en su padre en aquel momento, porque le debilitaba las rodillas. Dejando de lado cualquier pensamiento relacionado con su familia, continuó corriendo a toda velocidad por el segundo edificio hasta llegar a un tercero. El tejado de este último era más complicado; tenía numerosas salidas de aire o lo que quiera que fueran y una estructura similar a un pequeño cobertizo con una puerta que conducía al interior del edificio. Se detuvo bruscamente. No podía continuar corriendo sin intentar pensar en lo que estaba haciendo. El matón no había subido al tejado de la consulta del dentista, así que seguramente había ido hasta el último edificio de la calle y estaba esperando su descenso. Por lo menos esperaba que fuera ésa su intención. Porque el plan de Cory era salir cuanto antes de allí. Corrió a la puerta a toda velocidad y giró el picaporte de acceso al interior del edificio.
Estaba cerrada. Pero había una escalera de incendios en la parte de atrás. Con extremada cautela, se acercó hasta ella y asomó la cabeza.
Estuvo a punto de orinarse en los pantalones. En la milésima de segundo que tardó en retroceder, tuvo oportunidad de ver al matón, un tipo enorme y feo, apuntándole con la pistola.
Una pistola que, ya lo había demostrado, no tenía ningún inconveniente en utilizar. Un segundo después, oyó el sonido de un disparo.
Casi simultáneamente, la bala pasó silbando a su lado. Consiguió reprimir un grito femenino en la garganta, que tenía completamente cerrada. Había aprendido mucho tiempo atrás a vestir como un chico cuando salía a pintar. Era más seguro. Cuando les habían pillado dos semanas atrás y habían tenido que reunirse con los propietarios de las tiendas, había continuado haciéndose pasar por un adolescente. No había dicho en ningún momento que fuera un chico, pero era alta y sabía moverse y andar como si lo fuera cuando era necesario. Además, Cory era uno de esos nombres que podían utilizar indistintamente hombres y mujeres.
Si salía de aquélla, era preferible que continuaran tomándola por un chico, puesto que sería mucho más difícil localizar a un grafitero que a una grafitera.
Estaba corriendo de nuevo cuando oyó que la escalera metálica resonaba bajo el peso del matón, pero la adrenalina corría ya por sus venas y aquel sonido activó todos sus músculos mientras salía disparada por el mismo camino por el que había llegado hasta allí. Saltó la distancia que la separaba del siguiente edificio, corrió por el tejado y volvió a saltar al tejado de la consulta del dentista. Casi en el borde, se tiró al suelo, rodó, se aferró al borde del tejado y saltó, doblando las rodillas para suavizar el impacto cuando aterrizó en el suelo.
Todavía no había tenido tiempo de apoyar la mano en el parterre de hierba que había delante de la consulta del dentista y apenas había podido erguirse cuando salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Un segundo después, veía acercarse por la calle un resplandor de luces rojas y azules.
Adelantó a los dos únicos estudiantes que caminaban tambaleantes por la acera y abandonó la zona comercial, mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que nadie la seguía. Continuó corriendo por el barrio, saltando cercas y atajando por jardines y hasta que no estuvo a varias manzanas de distancia, no dejó de correr e intentó relajarse para pensar en un plan que le permitiera volver a casa. Tenía que llegar antes de que su madre se pusiera hecha un basilisco. Y no sólo por el hecho de que hubiera salido sin permiso aquella noche, sino por su disfraz.
Lo cual le hizo recordar de nuevo cómo se había presentado ante el propietario de la tienda. Se le cayó el alma a los pies. Ni siquiera estaba del todo segura de por qué había decidido adoptar una identidad masculina. Sólo sabía que era una manera de protegerse. En la calle, las chicas eran mucho más vulnerables. Pero si Danny G. y Henry descubrían que en realidad era una chica, ya no podría seguir protegiéndose.
Con un poco de suerte, o al menos eso esperaba, saldría sana y salva aquella noche y nadie advertiría la diferencia.
No, era ridículo, al día siguiente tendría que presentarse tal como era ella. Porque una cosa era actuar como un chico durante cortos periodos de tiempo y en penumbra, y otra muy diferente intentar hacerlo a la luz del día durante sólo Dios sabía cuánto tiempo. La mujer que se había puesto en contacto con ella le había dicho que el proyecto duraría durante tanto como lo considerara necesario.
Definitivamente, eso representaba un serio problema: los chicos iban a enterarse de que era una chica. Tenía la sensación de que, en realidad, Danny G. ya lo sabía, pero era un chico callado, casi siempre encerrado en sí mismo, así que no le preocupaba que él pudiera decir nada. Henry, sin embargo, seguramente lo gritaría a los cuatro vientos. Muy pronto, toda la ciudad sabría que el alter ego de CaP era en realidad una chica. Y de esa forma ella perdería el único as que tenía en la manga: el hecho de que el matón no estuviera buscando a una mujer.
En el caso, claro, de que todavía estuviera buscando a alguien. Porque a lo mejor se estaba preocupando por nada. A lo mejor, a esas alturas, había llegado a la conclusión de que aquel incómodo testigo era lo suficientemente inteligente, o estaba lo bastante asustado como para no contarle a nadie lo que había visto.
Pero no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda. Eran demasiados los «a lo mejor». Y tenía el presentimiento de que no iba a ser nada fácil salir de aquel enredo.
Bruno Arturo sacó el teléfono móvil de la cazadora de cuero y caminó a grandes zancadas hacia el aparcamiento para retirar su coche. Marcó un número de teléfono, se detuvo en la acera un segundo y se frotó la mandíbula con la mano libre. Al segundo timbrazo, alguien contestó el teléfono.
—Schultz.
—Hemos tenido problemas, jefe.
—No son ésas las palabras que quiero oír en este momento, Arturo. ¿Qué clase de problemas?
—Había un anciano en la joyería cuando hemos entrado.
La voz de Schultz era cada vez más fría.
—¿Crees que puede hablarle a la policía de los chicos? ¿Sería capaz de identificar a alguien?
—No, ya no.
—En ese caso, no sé dónde está el problema.
—También había un chico en el tejado del edificio de al lado. Un grafitero, creo —había visto a varios por los alrededores mientras se dirigía hacia el coche—. Creo que me ha visto la cara.
Sacó un cigarrillo y lo encendió. Aspiró con fuerza y soltó el humo por la nariz.
—De lo que estoy seguro es de que ha visto mi pistola. Le he apuntado directamente.
Schultz bufó enfadado.
—¿Cuántos años le echas?
—No sé. Era muy joven, todo brazos y piernas. Y corría como el viento.
—Olvídate de él. Probablemente esté muy asustado. Supongo que evitará llamar la atención contando lo que ha visto y tampoco nosotros vamos a hacerlo lanzándonos a la caza del chico. Esperaremos unos cuantos días. Si no tenemos ninguna noticia de que la policía ande buscando a una pandilla de grafiteros, lo dejaremos pasar.
—¿Estás seguro?
—Sí, Bruno, estoy seguro.
Respondió con frialdad, como si estuviera preguntándole si pretendía ponerle en evidencia, con una inflexión que cualquiera que trabajara para él sabía era una advertencia.
—De acuerdo, entonces.
Colgaron el teléfono y pocos minutos después, Bruno continuó caminando hacia su coche. Pero mientras lo abría y se instalaba en el asiento, ya estaba haciendo planes.
Porque para el jefe era muy fácil decir que se sentara a esperar hasta asegurarse de que nadie iba a por ellos. Pero si aquel chaval se decidía a hablar con la policía y se sentaba a dictar un retrato robot, no sería Schultz el que se pudriría en prisión. Sería él.
Por eso él no estaba dispuesto a «dejarlo pasar».
La Unidad contra el Robo del Departamento de Policía de Seattle aumentaba el número de coches patrulla en función de la información que les llegaba por radio. Si se enteraban de que se estaba produciendo un robo, contestaban a la llamada al tiempo que enviaban un coche patrulla.
Pero la llamada que recibió Jase el sábado a primera hora de la madrugada no tuvo que ver con un banco, sino que era una llamada de un compañero de trabajo.
—Ahora no estoy de servicio —contestó Jase gruñendo mientras dejaba el coche en el aparcamiento del edificio en el que vivía.
—Sí, ya lo sé, y lo siento —contestó Hohn—, pero he pensado que te gustaría enterarte de esto: acaban de notificarnos un robo en una joyería. Ahora mismo voy hacia allí.
Jase soltó una maldición.
—¿Dónde?
—En el distrito Universitario —Hohn le dio la dirección y el lugar en el que podían encontrarse.
—Nos veremos allí dentro de diez minutos —Jase cerró el teléfono, salió del aparcamiento y antes de llegar a Greenwood tenía ya colocada la sirena en el techo del coche.
Llegó un par de minutos antes que su amigo. Lo primero que vio fue la ambulancia que se alejaba y un coche de policía con las luces encendidas y la radio en funcionamiento aparcado en uno de los dos huecos que había detrás de la joyería. Aparcó en el otro en el mismo instante en el que llegaba Hohn, que dejó su coche detrás del suyo. Jase se colgó la placa en el bolsillo de la chaqueta mientras salía a recibir a su compañero. Se acercaron juntos a la puerta de atrás.
—Unidad contra el Robo —anunció Hohn en cuanto entraron.
—Estamos aquí —un policía de rasgos asiáticos se acercó a ellos—. Me llamo Greg Vuong —señaló al otro policía que acababa de entrar a la trastienda—. Éste es mi compañero, Mark Nelson.
Jase examinó rápidamente a Vuong con la mirada. El muchacho parecía recién salido de la academia de policía, pero le gustaba la firmeza de su mirada.
—¿Qué tenemos por aquí, oficial? —entraron en la habitación.
—La empresa de seguridad a la que está conectada la alarma nos ha llamado a las doce y cuarto. Hemos llegado a las doce y veintiséis minutos y hemos encontrado la puerta de atrás abierta y a un hombre que asumimos es el propietario en el suelo, herido de bala.
—La ambulancia estaba yéndose en el momento en el que he llegado. ¿Cree que el propietario sobrevivirá?
—Está vivo, pero no sé por cuánto tiempo. Los médicos le han encontrado en muy mal estado.
—¿Tenemos alguna idea de lo que se han llevado?
—Había varios diamantes en el suelo. Es posible que los ladrones se hayan llevado algunos —contestó Vuong y se volvió después hacia su compañero.
—Los estuches del almacén están vacíos —Nelson retomó el informe—, pero no están dañados, así que me imagino que fue el propietario el que los vació para guardar las joyas en la caja de seguridad —señaló una caja incrustada en una de las paredes del taller—. Pero también es posible que el ladrón le haya obligado a abrir los estuches antes de dispararle.
Jase se metió detrás de la mesa de trabajo. Inspeccionó el taburete y las manchas de sangre del suelo sin tocarlas. Después se volvió para examinar la mesa.
—Tenía un cajón medio abierto y dentro tiene una treinta y ocho especial. Supongo que le han disparado cuando estaba sentado, antes de que pudiera alcanzarla. Tengo la impresión de que quienquiera que haya hecho esto, pretendía entrar, agarrar las joyas y marcharse. Seguro que no esperaba encontrar a nadie aquí a esta hora. ¿Hay cámaras de seguridad?
Nelson asintió.
—Dos en la zona de ventas, pero aquí no hay ninguna.
—Tendremos que revisarlas por si han registrado algo.
Llegaron entonces los hombres del laboratorio y comenzaron a examinar la zona en busca de pruebas y a lanzar el polvo con el que identificar las huellas. Mientras, Hohn organizaba a los patrulleros para intentar averiguar la identidad de la víctima y poder ponerse en contacto con su familia, Jase salió afuera para ver qué podía encontrar.
Bajo el haz de la potente linterna que había sacado de la guantera del coche, encontró el envoltorio de un chicle que podía o no haber sido tirado recientemente. Lo recogió. La luz de la linterna iluminó después lo que parecía un resto de ceniza; estaba entre la joyería y la tienda de al lado. Cuando se agachó a examinarlo de cerca, vio un cigarrillo que parecían haber tirado nada más encenderlo. Guardó el filtro en otra bolsa y continuó recorriendo el callejón, paso a paso, iluminando cada centímetro de suelo antes de avanzar un solo paso.
La puerta de la entrada estaba impecable, no parecían haberla tocado. No había mucho más que rastrear en aquella zona y se volvió para ampliar su búsqueda en el callejón. La linterna, que había bajado al llegar a la calle principal, iluminó entonces un pequeño parterre que había delante del edificio de al lado. Jase ya había comenzado a caminar hacia el callejón antes de reparar en ello, pero retrocedió cuando fue consciente de lo que acababa de ver e iluminó el terreno que había delante de lo que resultó ser la consulta de un dentista.
El lecho de flores estaba machacado y había un bote de spray a un lado. Lo levantó con mucho cuidado, utilizando para ello solamente el pulgar y el índice, a modo de pinza y lo giró después hacia la luz.
Era un bote de Krylon, una marca que podía encontrarse en cualquier ferretería de la ciudad. Pero sumando todos los rastros que se estaba encontrando, comenzaba a hacerse una idea de lo que podía haber ocurrido, y tenía la sensación de que podía haber un testigo de lo que había pasado aquella noche, seguramente un joven aficionado a los grafitis. Teniendo en cuenta que podía haber cientos en la ciudad tampoco era una pista demasiado alentadora para resolver el caso.
Pero por lo menos, ya tenía algo por donde empezar.