El mismo Varrón, en ese libro de los dioses selectos, afirma que en la naturaleza universal existen tres grados de alma. El primero discurre por todas las partes del cuerpo que tienen vida, y no tiene sentido, sino sólo naturaleza o principio de vida; dice que en nuestro cuerpo esta fuerza impregna los huesos, las uñas, los cabellos; como en el mundo los árboles se alimentan y crecen sin sentido y, en cierto modo, viven. El segundo grado del alma consiste en la sensibilidad; y esta fuerza es la que anima ojos, oídos, nariz, boca y tacto. El tercer grado es el supremo del alma; recibe el nombre de ánimo, y en él sobresale la inteligencia. De ésta carecen todos los mortales, excepto los hombres; a esta parte del mundo la llama dios, y en nosotros se llama Genio.

Las piedras que hay en el mundo y la tierra que vemos, adonde no llega el sentido, son como los huesos o las uñas de dios; y, en cambio, son sus sentidos el sol, la luna, las estrellas, que percibimos nosotros y por los cuales él percibe. De igual modo, su alma es el éter; y esta virtud, al llegar a los astros, los hace dioses; como al impregnar la tierra hace la diosa Telus, y al impregnar el mar y el océano, al dios Neptuno.

2. Vuelva ya de esto que llama teología natural, donde se refugió como para descansar, fatigado de estos subterfugios y rodeos; vuelva ya, digo, a la teología civil: voy a retenerle aún aquí, voy a tratar un poco sobre ésta.

Aún no quiero decir si la tierra o las piedras son semejantes a nuestros huesos y a nuestras uñas ni si carecen de inteligencia, porque están en el hombre que la tiene. Tan necio sería llamar dioses a la tierra y piedra que están en el mundo, como llamar hombres a los huesos y uñas que están en nosotros. Pero estas cuestiones habrá quizá que tratarlas con los filósofos; al presente todavía hablo con este político.

Puede ocurrir que, aunque parece haber querido levantar un poco la cabeza a aquella especie de libertad de la teología natural, dando vueltas todavía a este libro y pensando entretenerse todavía con él, lo haya considerado también desde el punto de vista de aquella teología; y que haya afirmado esto para que nadie piense que sus antepasados u otras ciudades han dado culto vanamente a Telus y a Neptuno.

Lo que sí quiero preguntar es esto: ¿por qué la parte del espíritu del mundo que impregna la tierra, siendo ella una sola, no hizo también una sola diosa, llamada Telus? Si así lo hizo, ¿dónde estará Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien llaman Dis-pater? ¿Dónde su esposa Proserpina, que, según otra opinión expuesta en los mismos libros, no se presenta como la fecundidad de la tierra, sino como su parte inferior?

Si replican que la parte del espíritu del mundo, al impregnar la parte superior de la tierra hace a Dis-pater, y cuando impregna la inferior, a la diosa Proserpina, ¿qué quedará de Telus? Ha quedado todo lo que era ella, tan dividido en estas dos partes y dos dioses que no se podrá descubrir cuál es la tercera o dónde está. A no ser que se diga que estos dos dioses juntos, Orco y Proserpina, son la única diosa Telus, y no son ya tres, sino una sola o dos dioses. Sin embargo, se habla de tres, se tiene a tres por dioses, se da culto a tres en sus propias aras, en sus templos, con sus propios ritos, con sus imágenes, por sus propios sacerdotes; y por medio de esto, con sus propios demonios que con mil engaños violan el alma prostituida.

Aún tiene que responderme qué parte de la tierra impregna parte del espíritu del mundo para hacer el dios Telumón. No hay otra parte -dice-, sino que la misma tierra tiene una doble virtud: la masculina, que produce las semillas, y la femenina, que las recibe y alimenta: de la virtud femenina procede Telus, y de la masculina, Telumón. ¿Por qué entonces los pontífices, como él mismo indica, añadiendo otros dos, ofrecen sacrificios a cuatro dioses: Telus, Telumón, Altor y Rusor? Sobre Telus y Telumón ya está dicho. ¿Por qué a Altor? Porque -dice- de la tierra se alimenta todo lo que ha nacido. ¿Por qué a Rusor? Porque -dice- todo retornará a la misma.

CAPÍTULO XXIV

Sobrenombres de Telus y su significación. Aunque signo de muchas cosas, no debieron autorizar la creencia en muchos dioses

1. De suerte que la tierra siendo una, por causa de esta virtud cuádruple, debió recibir cuatro sobrenombres, pero no fabricar por eso cuatro dioses. Así, tenemos a Júpiter, que es uno solo y tiene tantos sobrenombres, e igualmente a Juno. Y todos esos sobrenombres expresan una potencialidad múltiple referida a un solo dios o a una sola diosa, sin que esa multitud exija una multitud de dioses. Pero como a veces las mismas degradadas mujeres se asquean y arrepienten de esas catervas que buscaron para saciar su apetito, así le ocurre al alma envilecida y entregada a los espíritus inmundos: si tanto se alampó por multiplicar los dioses, ante quienes prosternarse para ser contaminada, no menos se apesadumbró algunas veces.

El mismo Varrón, como avergonzado de esa muchedumbre, no quiere sino que haya una sola diosa Telus, y así dice: «Gran Madre llama a la misma: el llevar el tambor significa el círculo de la tierra; las torres de su cabeza son las ciudades; los asientos en torno suyo, mientras todo se mueve, indican que ella permanece inmóvil. Si hicieron a los galos prestarle servicios a esta diosa, con ello significan que los que buscan las semillas han de cultivar la tierra, pues que en ella se encuentra todo. Cuando se agitan ante ella, exhortan a los que cultivan la tierra a no descansar, porque siempre hay algo que hacer. El sonido de los címbalos es símbolo del movimiento de las herramientas, de las manos y de los instrumentos del cultivo del campo; címbalos que son de bronce, porque con bronce cultivaban la tierra los antiguos antes de descubrir el hierro.

«También la hacen acompañar -dice- de un león manso y suelto; con ello se significa que no hay tierra alguna, por lejana o resistente que sea, que no se someta al cultivo.» Añade a continuación que la multitud de nombres y sobrenombres dados a Telus madre fue ocasión de que se juzgase que en ella había muchos dioses. «Tienen -dice- a Telus por Ops, porque se mejora con el trabajo; por Madre, porque engendra muchas cosas; por Magna, porque produce alimento; por Proserpina, porque de ella se propagan los frutos; por Vesta, porque se viste de hierbas. Y así, no sin razón, reducen otras diosas a ésta».

Por consiguiente, si es una sola diosa, que apurando la verdad no lo es ella misma; ¿cómo se diluye en muchas? Sean en buena hora muchos los nombres de esta sola; pero no nos pongan tantas diosas como nombres. La autoridad del error de los antepasados le hace titubear aun a Varrón después de ese su juicio. Veamos lo que añade: «No está en pugna con esto la opinión de los antepasados que juzgaron había muchas diosas». ¿Cómo no ha de estar en pugna, siendo tan diverso el que una sola diosa tenga tantos nombres, de que haya muchas diosas? Replica que puede suceder que la misma cosa sea una sola y en ella existan algunas más. Sí, se puede conceder que en un hombre haya muchas cosas, pero ¿lleva eso consigo el que, por eso, haya muchos hombres? Del mismo modo puede haber en una sola diosa más cosas; ¿ha de haber por ello muchas diosas? En fin, pueden seguir dividiendo, hinchando, multiplicando, replicando, implicando.

2. Éstos son los ilustres misterios de Telus y la gran Madre, de donde procede todo lo referente a las semillas mortales y a la práctica de la agricultura. ¿Por ventura referidos a esto y teniendo este fin, prometerán a alguien la vida eterna el tímpano, las torres, los galos, la agitación frenética de los miembros, el chasquido de los címbalos, los leones imaginarios? ¿Sirven acaso los galos castrados a esta gran diosa para significar que los que carecen del semen han de cultivar la tierra, cuando más bien su servidumbre lleva consigo la privación del semen? ¿Adquieren el semen, cuando carecen de él, honrando a esta diosa, o más bien pierden el semen, si lo tienen, cuando la honran? ¿Es esto interpretar o es maldecir? Y no se tiene en cuenta qué vigor ha adquirido la malicia de los demonios, que no han prometido algo grande a estos misterios y, en cambio, han ejercido tan crueles exigencias. Si la tierra no fuera diosa, los hombres aplicarían el trabajo a su cultivo para conseguir las semillas por ella en vez de ser despiadados consigo mismos para perder por su causa su semen. Si no fuera diosa, se haría fecunda con las manos ajenas, de suerte que no obligase al hombre a hacerse estéril con las propias. Vengamos ya a la escena de los misterios de Líbero, en que una honesta matrona coronaba las vergüenzas viriles a la vista de la multitud, entre la que, quizá ruborizado y sudoroso, si queda pudor aún entre los hombres, se encontrara su marido. O también a la otra, que tenía lugar en la celebración de las nupcias, cuando se la hacía sentar a la recién casada sobre el miembro viril de Príapo. Sería todo eso mucho menos importante y mucho menos grave que esa torpeza cruelísima o crueldad torpísima (de los galos castrados), en que por arte demoníaco en tal modo se escarnece a uno y otro sexo, que ninguno de los dos llega a morir de esa herida. Allí se teme la maldición sobre los campos, no se teme aquí la amputación de los mismos; se profana allí la vergüenza de una recién casada, pero no se le quita ni su fecundidad ni su virginidad; aquí, en cambio, se castra de tal modo la virilidad que ni se convierte en mujer ni sigue siendo varón.

CAPÍTULO XXV

Interpretación de los sabios griegos sobre la mutilación de Atys

No se ha hecho mención de Atys, en memoria de cuyo amor se mutila el galo, ni Varrón ha buscado una interpretación. Pero los eruditos y sabios de Grecia no pasaron en silencio asunto tan santo e ilustre. Como el aspecto primaveral de la tierra es más hermoso que el de las otras estaciones, el célebre filósofo Porfirio dice que Atys simboliza las flores, y que fue castrado porque la flor cae antes que el fruto. No fue, pues, al hombre, o cuasi hombre, llamado Atys a quien compararon con la flor, sino sus partes viriles. Cayeron éstas viviendo él; mejor aún; no cayeron ni fueron cortadas, sino totalmente despedazadas. Y perdida aquella flor, no hubo fruto alguno después, sino siguió la esterilidad. ¿Cómo quedó él? ¿Qué significa lo que le quedó al mutilado? ¿A qué hay que referirlo? ¿Qué interpretación se da de esto? ¿No deben persuadirnos los vanos y estériles intentos, que debemos más bien creer lo que sobre el hombre mutilado nos legó la fama y se consignó en documentos? Con razón escurrió el bulto Varrón en esto y rehuyó el citarlo; no es posible se le escapara a un hombre tan erudito.

CAPÍTULO XXVI

Sobre los torpes misterios de la gran Madre

Tampoco Varrón quiso decir nada ni recuerdo haber leído algo en parte alguna sobre los invertidos consagrados contra todo pudor, hombres y mujeres, a la misma gran Madre; hasta ayer, como quien dice, los hemos visto con los cabellos perfumados, rostro maquillado, miembros relajados, andares mujeriles, deambular por las plazas y barrios de Cartago pidiendo con exigencia al pueblo con qué mantener sus torpezas. No tuvo Varrón una interpretación para esto, se avergonzó la razón, enmudeció la palabra.

Superó la gran Madre a todos los otros dioses, no por la grandeza de su divinidad, sino por su crimen. Ni la monstruosidad de Jano puede parangonarse con esta monstruosidad. Tenía Jano la deformidad sólo en las imágenes; ésta, en cambio, en sus mismos misterios muestra la crueldad de su deformidad; aquél acrecentaba sus miembros con piedras, ésta los ha arrasado en los hombres. Ni tanta torpeza ni tan grandes crímenes de Júpiter superan esta desvergüenza: éste, entre la corruptela femenina, deshonró el cielo únicamente con Ganimedes; aquélla, con tantos invertidos profesionales y públicos, profanó la tierra y ultrajó al cielo.

Quizá pudiéramos, en crueldad tan obscena, poner frente a ella y aun delante a Saturno, de quien se dice que mutiló a su padre. Pero en los misterios de Saturno pudieron los hombres morir a manos ajenas más bien que mutilarse a sí mismos. Devoró éste a sus hijos, como dicen los poetas; aunque los físicos lo interpreten a su talante; la historia nos dice ciertamente que los mató. En cambio, sacrificarle los propios hijos, como hicieron los cartagineses, eso no lo aceptaron los romanos. Sin embargo, esta gran Madre de los dioses llegó hasta a exigir castrados en los templos romanos, y conservó esta costumbre cruel, haciendo creer que amputando las partes viriles de los hombres acrecentaba el poderío de los romanos.

¿Qué son, comparados con tamaña vergüenza, los hurtos de Mercurio, la lascivia de Venus, los estupros y torpezas de los demás, que podríamos presentar tomados de los libros, si no se cantaran y celebraran en los teatros? Pero ¿qué es todo esto ante un mal tan enorme, cuya monstruosidad sólo era achacable a la gran Madre? Sobre todo, si se tiene en cuenta que se dice que esas cosas son ficciones de los poetas; como si los poetas hubieran inventado también que todo ello es aceptado y agradable a los dioses.

Pase que sea audacia o petulancia de los poetas el que se canten o se escriban; pero el que se hayan añadido a las ceremonias y honores divinos por orden e imposición de la divinidad, ¿qué es sino un crimen de los dioses o, quizá mejor, confesión de demonios y engaño de miserables? Por otra parte, el que la Madre de los dioses mereciera ser venerada por la consagración de los mutilados no es una invención de los poetas; prefirieron ellos más bien horrorizarse a cantarlo. ¿Quién puede consagrarse a estos dioses para vivir feliz después de la muerte, si consagrado a ellos no puede vivir honradamente antes de la muerte, sometido a tan repugnantes supersticiones y condenado a inmundos demonios?

Cierto, dice, pero esto se refiere al mundo. ¿No sería mejor decir a lo inmundo? ¿Cómo, en efecto, no ha de referirse al mundo lo que está demostrado se encuentra en el mundo? Nosotros, en cambio, buscamos un ánimo que, confiado en la verdadera religión, no adore al mundo como a su dios, sino que alabe por Dios al mundo como obra de Dios, y, purificado de las inmundicias mundanas, llegue limpio a Dios, que hizo el mundo.

CAPÍTULO XXVII

Ficciones de los físicos, que no rinden culto a la verdadera divinidad ni practican el culto a ella debido

1. Vemos que estos dioses selectos han sido más conocidos que los demás, pero no para poner de relieve sus méritos, sino para que no queden ocultas sus deshonras; por ello es más verosímil que fueran hombres. Como nos lo han enseñado no sólo los poetas, sino también los historiadores. Así nos dijo Virgilio: «Vino el primero Saturno desde el alto Olimpo, huyendo de las armas de Júpiter, y desterrado de los reinos perdidos»; y continuó todavía con el mismo tema. Toda esta historia la expone Evémero y la traduce al latín Ennio. Y como han dicho tantas cosas los que antes que yo escribieron en griego o latín contra estos errores, no me ha parecido bien detenerme en ello.

2. Al considerar los argumentos físicos con que hombres sabios y perspicaces tratan de convertir las cosas humanas en divinas, veo que sólo pueden reducirse a las obras temporales y terrenas y a la naturaleza corpórea, mudable al fin, aunque fuera invisible. Y nada de esto puede ser el Dios verdadero. Si esto se tratase al menos con argumentos apropiados a la religiosidad, sería de lamentar que no se utilizaran ésos para anunciar y predicar al Dios verdadero; pero pudiera tolerarse viendo que ni se hacían ni se mandaban fealdades tan vergonzosas. Ahora bien, si no se puede dar culto al cuerpo o al alma suplantando al Dios verdadero, con cuya inhabitación sólo es feliz el alma, cuánto más impío será dar tal culto a esas divinidades que ni el cuerpo ni el alma de quien lo hace puede conseguir la salud o la reputación humana.

Por lo cual, si se venera con templo, sacerdote o sacrificio, que se debe sólo al Dios verdadero, algún elemento del mundo, o algún espíritu creado, aunque no sea inmundo ni malo, no es ciertamente malo porque sean malos los elementos con que se venera, sino porque son de tal naturaleza que sólo deben emplearse en el culto de Aquel a quien se debe tal culto y servicio.

En cambio, si se pretende dar culto al único Dios verdadero, esto es, al creador de toda alma y cuerpo, con la estupidez o monstruosidad de los simulacros, con los sacrificios de homicidios, con la coronación de las partes vergonzosas, con el estipendio de los estupros, amputación de miembros, mutilación, consagración de los invertidos, representaciones impuras y obscenas; si se pretende esto, no está el pecado en dar culto a quien debe darse, sino en dar culto de modo indebido.

También se puede dar culto con actos torpes y malvados, no al Dios verdadero, es decir, al creador del alma y del cuerpo, sino a una criatura aunque no sea mala, sea alma o cuerpo, o alma y cuerpo a la vez; entonces se peca doblemente contra Dios: porque se venera como Dios lo que no lo es, y se le venera con tales actos que no deben emplearse en su culto ni en el de nadie.

En cuanto a éstos, bien a la vista está cómo han honrado a los dioses, es decir, con qué torpeza y perversión. Sería ciertamente oscuro qué cosa o a quiénes han venerado, si no atestiguase su historia las abominaciones y torpezas que confiesan se daban a los dioses, que las exigían bajo amenaza. Por donde consta, removido todo subterfugio, que toda esa teología civil invita a los malvados demonios e inmundísimos espíritus a adueñarse de los corazones insensatos en la contemplación de esas estúpidas imágenes y por intermedio de ellas.

CAPÍTULO XXVIII

Desacuerdo de la doctrina teológica de Varrón

¿Qué importa, pues, que con razonamiento tan sutil al parecer intente el doctísimo y agudísimo Varrón reducir y trasladar todos estos dioses al cielo y a la tierra? No lo consigue; se le escapan de las manos, se escurren, resbalan, se le caen. Al ir a hablar de las hembras, es decir, de las diosas, escribe: «Como dije en el primer libro sobre los lugares sagrados, hay dos principios opuestos de dioses, los del cielo y los de la tierra, y por eso parte se llaman celestes y parte terrestres. En los libros anteriores comenzamos por el cielo al hablar de Jano, a quien unos llaman cielo y otros mundo; así, al tratar de las hembras, comenzamos por Telus».

Comprendo la dificultad en que se encuentra ingenio tan agudo. Se deja llevar por un razonamiento aparente al decir que el cielo es el que obra y la tierra la paciente; y por eso le atribuye a él la virtud masculina, y a ella la femenina. Y no para mientes en que hizo a uno y a otra el que ha hecho todo eso. De ahí que interprete también así en el libro precedente los conocidos misterios de los Samotracios, y promete con marcado acento religioso que va a exponer por escrito y enviar a los suyos cosas que les son desconocidas. Dice que por muchos indicios ha sacado en conclusión allí que entre las estatuas una representa al cielo, otra a la tierra, otra los modelos de las cosas, que Platón llama ideas. Por el cielo entiende a Júpiter, por la tierra a Juno, por las ideas a Minerva: el cielo es quien hace algo, la tierra es de quien se hace, el ejemplo es según el cual se hace.

Paso aquí por alto que Platón afirma que esas ideas tienen tal fuerza que no ha hecho el cielo nada, según ellas, sino que él mismo ha sido hecho según ellas; sólo quiero decir que Varrón en este libro de los dioses selectos destruyó su razonamiento de los tres dioses, en los cuales lo había como abarcado todo. Atribuyó los dioses masculinos al cielo, las diosas hembras a la tierra; y entre ellas colocó a Minerva, a quien antes había puesto sobre el mismo cielo. Además, el dios masculino Neptuno está en el mar, que pertenece más a la tierra que al cielo. Finalmente, Dis-pater, que en griego se llama Πλούτων, hermano masculino de ambos, es presentado como dios de la tierra, cuya parte superior ocupa, teniendo a su esposa, Proserpina, en la inferior.

¿Cómo, pues, tratan de referir los dioses y las diosas a la tierra? ¿Qué solidez, qué consistencia, qué moderación, que precisión tiene esta interpretación? Telus es, en efecto, el principio de las diosas, es decir, la gran Madre, en torno a la cual rumorea la insensata torpeza de los invertidos, mutilados, castrados y contorsionistas. ¿Por qué, pues, se llama a Jano cabeza de los dioses, y a Telus cabeza de las diosas? Ni el error puede hacer una sola cabeza del primero ni el frenesí puede sanar a la segunda. ¿Por qué intentan referir todo esto al mundo? Aunque les fuera posible, ningún espíritu piadoso adoraría al mundo en lugar de adorar al Dios verdadero; y la verdad palmaria les demuestra que ni esto pueden ellos. Achaquen todo esto a los hombres muertos, a los detestables demonios, y habrá cesado toda cuestión.

CAPÍTULO XXIX

Todo cuanto atribuyeron al mundo los físicos ha de referirse al único Dios verdadero

Veamos cómo todo cuanto ellos, según esta teología, y al parecer con argumentos físicos, atribuyeron al mundo, hemos más bien de referirlo sin escrúpulo alguno de pensamiento sacrílego al verdadero Dios, que creó el mundo y que es autor de toda alma y todo cuerpo: nosotros veneramos a Dios, no al cielo y la tierra, partes de que consta el mundo. Tampoco veneramos el alma o las almas repartidas por todos los seres vivientes, sino al Dios que hizo el cielo y la tierra y cuanto ellos encierran, que es autor de toda alma, ya sólo viviente y sin sentido ni razón, ya dotada de sensibilidad o también de inteligencia.

CAPÍTULO XXX

Religiosidad que distingue al Creador de las criaturas, para no honrar en lugar de uno a tantos dioses cuantas son las obras del solo Creador

Empecemos ya por repasar las obras del único y verdadero Dios, que han llevado a éstos a inventar muchos y falsos dioses, como si intentaran interpretar honradamente los misterios más vergonzosos y malvados: nosotros veneramos al Dios que estableció el principio y los fines en las naturalezas creados por Él; al Dios que tiene en sí y dispone de las causas de las cosas; al que creó la fuerza de las semillas, dotó de alma racional, llamada espíritu, a los seres que le plugo; que otorgó la facultad y el uso del lenguaje, que comunicó a quien le pareció bien el don de anunciar lo futuro, y predice por sí mismo lo que ha de venir y por quienes le place cura las enfermedades; que gobierna los principios, progresos y término de las mismas guerras; cuando se hace preciso enmendar y corregir de este modo al género humano; al que creó y rige el fuego tan intenso y violento de este mundo a tono con la inmensa naturaleza; que es creador y director de todas las aguas; que creó el sol, el astro más brillante de las lumbreras corporales, otorgándole la fuerza y el movimiento convenientes; al que no retira su dominio y poder ni de los mismos infiernos; al que suministra a los mortales las semillas y alimentos, secos o líquidos, apropiados a las naturalezas; al que cimenta la tierra y la fecunda, y da frutos a los animales y a los hombres; al que conoce y pone en orden las causas principales y secundarias; al que estableció el curso de la luna y acomoda los caminos celestes y terrestres a los cambios de lugares; al que otorgó a los ingenios humanos, de que es autor, el conocimiento de artes diversas para ayudar a la vida y a la naturaleza; al que instituyó la unión del macho y la hembra para ayudar a propagar la prole; al que concedió a las sociedades humanas para sus usos corrientes el don del fuego para calentarse y alumbrarse. Tales son las obras o atributos que el sabio y agudo Varrón, tomándolo de alguien o por propia iniciativa, se esforzó por distribuir entre los dioses celestes, inducido por sabe Dios qué interpretaciones físicas. Esto es lo que hace en realidad y gobierna el único Dios verdadero, pero a la manera de Dios, esto es, estando todo en todas partes, sin estar reducido a un lugar, ni atado por vínculo alguno, ni dividido en partes, en todo inmutable, llenando el cielo y la tierra de su presencia poderosa, no con naturaleza indigente.

De tal manera gobierna cuanto creó, que a cada cosa le deja el timón de sus propios movimientos. Y aunque nada puedan ser sin Él, no se confunden con Él mismo. Realiza también muchas cosas por medio de los ángeles, pero no es sino por sí mismo como hace felices a los ángeles. Así, aunque envía sus ángeles a los hombres por ciertos motivos, no hace felices a los hombres por medio de los ángeles, sino, como a éstos, por sí mismo. De este único y verdadero Dios es de quien esperamos la vida eterna.

CAPÍTULO XXXI

Beneficios que, además de los generales, concede Dios a los seguidores de la verdad

Tenemos, en efecto, un insigne argumento de su gran amor para con los buenos, aparte de esos beneficios que, según la administración de la naturaleza que hemos recordado, proporciona a los buenos y a los malos. Es cierto que en modo alguno podemos darle las debidas gracias por el ser, por la vida, por el cielo y la tierra que vemos, por la inteligencia y razón que tenemos, con la cual podemos buscar al mismo que creó todo esto. Sin embargo, en modo alguno nos abandonó cargados y abrumados de pecados, apartados de la contemplación de su luz, deslumbrados por el amor de las tinieblas, esto es, de la iniquidad. Nos envió su Verbo, su único Hijo, por medio del cual, después de haber nacido y padecido en su carne mortal tomada por nosotros, conociéramos cuánto amó Dios al hombre y quedáramos purificados de nuestros pecados con su sacrificio, y con la caridad del Espíritu Santo, difundida en nuestros corazones, llegáramos al eterno descanso y a la inefable dulzura de su contemplación. ¿Qué corazones, cuántas lenguas podrían contentarse en sus esfuerzos por darle las debidas gracias?

CAPÍTULO XXXII

El sacramento de la redención de Cristo no faltó nunca en los tiempos pasados y fue proclamado con signos diversos

Este misterio de la vida eterna fue anunciado por los ángeles ya desde el comienzo del género humano mediante ciertos signos sagrados acomodados a los tiempos. Luego fue configurado el pueblo hebreo en una sociedad para llevar a cabo este misterio: para que personas conscientes o inconscientes del misterio mismo predijeran en él lo que había de tener lugar desde la venida de Cristo a nuestros días y en adelante.

Este pueblo, además, fue dispersado después entre todas las gentes para dar testimonio de las Escrituras, en que se anunciaba la salvación eterna que se había de realizar en Cristo. No fueron sólo las profecías que están escritas ni sólo los preceptos que informan las costumbres y la piedad de vida, y que se encuentran en las sagradas letras; también los sacramentos, los sacerdotes, el tabernáculo o templo, los altares, los sacrificios, las ceremonias, los días festivos y todo lo restante relativo al servicio debido a Dios, y que en griego se llama λατρεία; todo esto ha significado y preanunciado los misterios que, por la vida eterna de los fieles, creemos se han cumplido en Cristo, vemos que se están cumpliendo, y confiamos se cumplirán.

CAPÍTULO XXXIII

Sólo la religión cristiana pudo descubrir el engaño de los espíritus malignos, que se alegran con los errores de los hombres

Esta religión, pues, única y verdadera, es la que ha puesto en claro que los dioses de los gentiles no son sino inmundos demonios. Éstos, deseando ser tenidos por dioses, aprovechándose de las almas difuntas o de criaturas mundanales, se han complacido con soberbia inmundicia en honores cuasi divinos, malvados y torpes a la vez, envidiando la conversión de los espíritus humanos al verdadero Dios. De tan inhumana y sacrílega tiranía se libra el hombre por la fe en Aquel que para levantarlo le dio ejemplo de tan gran humildad cual fue la soberbia que a ellos los había derribado. Entre los cuales se encuentran no sólo aquellos de quienes hemos dicho tantas cosas, y tantos otros semejantes de las otras gentes y regiones, sino también estos de los que ahora tratamos, escogidos como un senado de dioses; pero escogidos abiertamente por la fama de sus vicios, no por la dignidad de sus virtudes.

Varrón trata, ciertamente, de referir sus misterios a ciertos motivos naturales, procurando cohonestar sus torpes empresas; pero no puede encontrar la manera de acomodarlos y armonizarlos. No son, en efecto, justificaciones de aquellos misterios las que él piensa, o mejor las que quiere que se piensen. Aparte de esas justificaciones, podría haber otras cualesquiera del mismo género, aunque no se relacionaran con el Dios verdadero y la vida eterna que se ha de buscar en la religión. Y dada alguna explicación sobre la naturaleza de las cosas, mitigarían un tanto la animadversión que habían causado en las cosas sagradas una presunta torpeza o desatino no entendido.

Tal ha intentado hacer en algunas representaciones teatrales o misterios de los templos, no justificando los teatros por su parecido con los templos, sino condenando más bien los templos por su parecido con los teatros. Al menos lo intentó, para desagraviar, con la presunta razón de causas naturales, el sentido injuriado por tales horrores.

CAPÍTULO XXXIV

Libros de Numa Pompilio que el Senado mandó quemar para que no fueran conocidos los argumentos de los misterios sagrados en ellos contenidos

Por los libros de Numa Pompilio, según testimonio del mismo famosísimo varón, hemos descubierto que no se aceptaron en modo alguno los argumentos esgrimidos de los ritos sagrados ni se consideraron dignos no sólo de ser leídos por las personas religiosas, sino ni siquiera de ser archivados en el silencio. Es hora ya de decir lo que en el tercer libro de esta obra prometí que a su tiempo diría.

En el libro del mismo Varrón sobre el culto de los dioses leemos: «Tenía cierto Terencio una posesión junto al Janículo; y arrastrando un boyero suyo el arado cerca de la tumba de Numa Pompilio, desenterró los libros de éste en que se contenían los motivos de las instituciones sagradas. Se los llevó a la ciudad al pretor; y éste, habiendo comenzado a leer el principio, comunicó al Senado asunto de tal importancia. Leyeron los principales algunas causas sobre el porqué de algunas instituciones en los misterios; y el Senado estuvo de acuerdo con la opinión del muerto Numa, determinando los padres de la patria, como varones religiosos, que el pretor quemara semejantes libros».

Piense cada cual lo que le parezca; más aún, diga cualquier ilustre defensor de tamaña impiedad lo que le sugiera su insensata obstinación. A mí me basta recordar que las razones de las instituciones sagradas, escritas por el rey Pompilio, fundador de los misterios romanos, no juzgaron conveniente fueran conocidas por el pueblo, ni por el Senado, ni aun por los mismos sacerdotes. El mismo Numa Pompilio llegó por una ilícita curiosidad al conocimiento de sus secretos demoníacos, que él mismo haría escribir para tener una amonestación con su lectura. Sin embargo, aun siendo rey, y no teniendo por qué temer a nadie, no se atrevió a comunicárselo a nadie ni a hacerlo desaparecer, destruyéndolo o consumiéndolo como fuera. Así, como no quería que nadie lo conociera para no comunicar a los hombres cosas tan nefastas, y como por otra parte temía profanarlo, con lo que se atraería la ira de los demonios, lo enterró donde juzgó estaría más seguro, pues pensaba que nadie llevaría el arado junto a su sepulcro.

El Senado, en cambio, temió condenar la religión de sus antepasados, y se veía por ello en la precisión de adherirse a la opinión de Numa. No obstante, juzgó tan perniciosos esos libros que ni siquiera mandó enterrarlos de nuevo, no fuera que la humana curiosidad buscase con más ahínco una cosa ya pública. Por eso ordenó que fueran destruidos por el fuego documentos tan nefandos. De este modo, aunque juzgaban necesario practicar esos ritos, tuvieron por más tolerable el error, ignorando las causas de los misterios, que la destrucción de la ciudad por su conocimiento.

CAPÍTULO XXXV

Sobre la hidromancia, por la cual Numa se vio burlado con la visión de algunas figuras de demonios

El mismo Numa, a quien no era enviado ningún profeta de Dios ni ángel alguno santo, se vio forzado a practicar la hidromancia para poder ver en el agua las imágenes de los dioses, o más bien los engaños de los demonios, y escuchar de ellos lo que debía establecer y observar en las ceremonias religiosas. Varrón nos informa que esta clase de adivinación había sido importada de Persia, y recuerda que había usado de ella el mismo Numa y después el filósofo Pitágoras. Nos muestra que en ella, haciendo uso de la sangre, se consultaba a los infiernos; y por eso dice que en griego se llamaba νεκρομαντεία. Pero llámese hidromancia o nigromancia, es lo mismo; lo que aparece allí es la adivinación por los muertos. Qué artes utilizaban para esto, ellos lo sabrán. No pretendo afirmar que antes de la venida de nuestro Salvador acostumbraran las leyes a prohibir y castigar con toda severidad estas artes en las ciudades de los gentiles; no pretendo, repito, afirmarlo, pues quizá estaban permitidas entonces tales cosas.

En estas artes, sin embargo, aprendió Pompilio aquellos misterios cuyos hechos descubrió, enterrando las causas: tal temor tuvo él a lo que aprendió. Y el Senado quemó los libros de esas causas. ¿Por qué, pues, Varrón interpreta no sé qué otras supuestas causas físicas de aquellos misterios? Si aquellos libros las hubiesen tenido, seguramente que no hubiesen ardido; digo, ¿habrían mandado quemar de la misma manera los padres conscriptos esos libros de Varrón escritos y editados para el pontífice César? El agua que hizo sacar o transportar Numa Pompilio para la práctica de la hidromancia lo interpretan como haber tenido por esposa a la ninfa Egeria, como se expone en el citado libro de Varrón. Así se suelen transformar, por la dispersión de las mentiras, los hechos en fábulas.

En la hidromancia aprendió el curiosísimo rey romano los misterios que habían de tener los pontífices en sus libros, y las causas de los mismos, que no quiso conociera nadie más que él. Por eso procuró que, escritas aparte, murieran en cierto modo con él, cuando así trató de sustraerlas al conocimiento de los hombres y de enterrarlas. De modo que una de dos: o eran tan inmundas y perjudiciales las liviandades de los demonios allí consignadas, que toda la teología civil tomada de ellas apareciese execrable aun a hombres que habían aceptado tanta vergüenza en sus ritos sagrados, o todos aquéllos no eran considerados sino como hombres muertos que casi todos los pueblos gentiles, por la antigüedad de tiempo tan largo, habían considerado como dioses inmortales.

En tales misterios, en efecto, se complacían aquellos demonios que se presentaban para ser adorados en lugar de los muertos que, con el testimonio de engañosos milagros, habían conseguido ser tenidos por dioses. Pero la oculta providencia del verdadero Dios permitió que esos demonios, reconciliados con su amigo Pompilio por las artes de la hidromancia, le confesaran todos esos desvaríos; y, sin embargo, no permitió que al morir mandase que fueran quemados en vez de enterrados. Aunque intentaron quedar ocultos, no pudieron resistir al arado con que fueron desenterrados ni a la pluma de Varrón, que nos ha transmitido esta narración. No pueden hacer sino lo que se les permite. Y se les permite por un justo y profundo decreto del Dios supremo, por los méritos de aquellos que es justo sean afligidos o sometidos o engañados.

En fin, cuán perniciosos y alejados del culto de la verdadera divinidad han sido juzgados estos escritos se puede colegir de este hecho: el Senado tuvo por más oportuno quemar los que Pompilio ocultó, a temer lo que temió quien no se atrevió a hacer esto. Por consiguiente, quien ni aún ahora quiere tener una vida religiosa, busque en tales misterios la eterna. Pero quien no desee hacer alianza con los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son honrados; antes bien, reconozca la verdadera religión, por la cual son puestos en evidencia y vencidos.

LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO VIII

[Teología natural y filosofía]

CAPÍTULO I

La cuestión de la teología natural debe discutirse con los filósofos de doctrina más elevada

Al presente se precisa una atención mucho más intensa que la exigida para la explicación y solución de los problemas de los libros precedentes. Al tratar de la llamada teología natural, tenemos que habérnoslas precisamente con los filósofos, no con unos hombres cualesquiera (ya que no es la fabulosa o civil, es decir, la del teatro o la de la ciudad: la primera exalta los crímenes de los dioses, la otra pone de manifiesto sus deseos más criminales, y, por tanto, más propios de demonios que de dioses). Y filósofo, según lo indica el nombre, quiere decir «amante de la sabiduría».

Ahora bien, si la sabiduría es Dios, por quien todo ha sido hecho¹, como nos lo dice la autoridad y verdad divinas, el verdadero filósofo es el que ama a Dios. Pero en realidad el contenido de este nombre no se encuentra en todos los que se glorían de él (pues no siempre son amadores de la verdadera sabiduría los que se llaman filósofos); por ello, de entre todos aquellos cuyo pensamiento hemos conocido por sus escritos tendremos que elegir con quiénes se pueda tratar dignamente esta cuestión.

Además, en esta obra no me he propuesto refutar todas las opiniones de todos los filósofos, sino solamente las que se refieren a la teología, cuyo vocablo griego significa discurso o tratado sobre la divinidad. Y aun así, no las de todos, sino sólo las de quienes están de acuerdo en admitir la divinidad y su cuidado de las cosas humanas, pero a la vez opinan que no basta el culto de un Dios inmutable para conseguir una vida feliz aun después de la muerte, sino que han sido creados y establecidos muchos por ese único y deben ser venerados por esta causa.

Éstos ya superan la opinión de Varrón en el acercamiento a la verdad. Varrón, en efecto, sólo supo enmarcar la teología natural en los límites de este mundo y su espíritu. En cambio, éstos admiten un dios superior a toda naturaleza humana, que no sólo ha creado este mundo visible, que denominamos frecuentemente cielo y tierra, sino que ha creado también todas las almas que existen; así como también hace feliz, con la participación de su luz inmutable e incorpórea, al alma racional e intelectual, cual es el alma humana. Nadie con un ligero conocimiento de estas cuestiones ignora que éstos son los filósofos llamados platónicos, palabra derivada de su maestro Platón. Sobre Platón, pues, trataré sumariamente lo que juzgo necesario en esta cuestión; aunque mencionaré primero a sus predecesores en esta materia.

CAPÍTULO II

Dos escuelas filosóficas: la itálica y la jónica; sus autores

Por lo que se refiere a la literatura griega, la lengua más ilustre entre las de los gentiles, se encuentran dos escuelas de filósofos: la itálica, de la parte de Italia que se llamó antiguamente Magna Grecia, y la jónica, en la parte que aún hoy se sigue llamando Grecia. La escuela itálica tuvo como fundador a Pitágoras de Samos, de quien se dice tuvo origen el nombre de filósofo. Antes de él se llamaban sabios los que parecían aventajar a los demás en un método de vida laudable. Preguntado éste sobre su profesión, respondió que era filósofo, es decir, dedicado o amante de la sabiduría; le parecía mucha arrogancia llamarse sabio.

La escuela jónica tuvo por jefe a Tales de Mileto, uno de los siete sabios. Los otros seis se distinguieron por su género de vida y por ciertas normas de buena conducta. Tales destacó en el estudio de la naturaleza de las cosas, y para dejar también sucesores, consignó por escrito sus lucubraciones. Y lo que más fama le dio fue su conocimiento científico de la astrología, con que pudo hasta predecir los eclipses del sol y la luna. Tuvo al agua como principio de las cosas, diciendo que de ahí provenían todos los elementos del mundo, y aun el mismo mundo y cuanto en él se produce. Sin embargo, no puso principio alguno, procedente de la inteligencia divina, al frente de esta obra que la consideración del mundo nos hace ver tan admirable.

A Tales lo sucedió Anaximandro, su discípulo, que cambió la doctrina sobre la naturaleza de las cosas. No pensó, como Tales, que todo procedía de un elemento, el agua, sino que todas las cosas nacen de sus propios principios. Pensó que estos principios de cada cosa eran infinitos, y que ellos engendraban innumerables mundos y cuanto en ellos se produce. También enseñó que estos mundos se disuelven y se originan de nuevo, según el tiempo que puede durar cada uno. Tampoco éste atribuyó influencia alguna en estas mutaciones de las cosas a la inteligencia divina.

Dejó como discípulo y sucesor a Anaxímenes. Éste atribuyó todas las causas de las cosas al aire infinito. No negó los dioses ni los pasó por alto; sin embargo, no los hizo autores del aire, sino más bien nacidos ellos de él.

Su discípulo Anaxágoras ya tuvo al espíritu divino como autor de todas las cosas que vemos, afirmando que todo género de cosas eran hechas, cada una según sus módulos y especies propias, de una materia infinita que constaba de partículas semejantes entre sí; pero que el que las hacía era el espíritu divino.

También Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, afirmó que el aire es la materia de las cosas, y que de él son hechas todas; pero dio un paso más, y lo considera dotado de inteligencia divina, sin la cual no puede proceder nada de él.

Sucedió a Anaxágoras su discípulo Arquelao, para quien todas las cosas están formadas de partículas semejantes entre sí, de las cuales se hacía cada una de las cosas; y de tal modo, que había ahí una inteligencia que, uniendo y separando, gobernaba todos estos cuerpos eternos, es decir, esas partículas. De éste se dice fue discípulo Sócrates, maestro de Platón; por él he traído a colación brevemente todas estas enseñanzas.

CAPÍTULO III

Doctrina de Sócrates

Se cita a Sócrates como el primero en orientar toda la filosofía a la enmienda y ordenación de las costumbres; antes de él dedicaban todos su mayor empeño a profundizar en las cosas físicas, esto es, naturales. Aunque no me parece pueda verse claramente el propósito de Sócrates: ¿pretendió, dominado por el tedio de las cosas oscuras e inciertas, descubrir algo cierto y claro, necesario para la vida feliz, a cuya única consecución parece encaminado el cuidado y trabajo de todos los filósofos? ¿O acaso, como piensan algunos benévolamente, no quería que los espíritus inmersos en apetitos terrenos aspirasen a las cosas divinas?

A veces veía que se afanaban por las causas primeras y últimas de las cosas, que para él sólo estaban en la voluntad del Dios único y supremo; y pensaba que sólo podía comprenderlas una limpia inteligencia. Por eso juzgaba debía insistirse en la purificación de la vida por las buenas costumbres a fin de que, libre el ánimo de bajos apetitos, alce el vuelo con su vigor natural a lo eterno, y pueda contemplar con la limpieza de su inteligencia la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, en que se encuentran firmes las causas de todas las naturalezas creadas.

Consta, en efecto, que él, confesando su ignorancia o disimulando su ciencia, con el admirable donaire de su dialéctica y con su extremada elegancia, puso en solfa y desbarató la necedad de los ignorantes que se las daban de entendidos incluso en las cuestiones morales, en las que él parecía tener centrada toda su atención. Con ello se atrajo enemistades, y, condenado por una calumniosa acusación, fue castigado con la muerte. Luego tuvo que llorarlo públicamente la misma Atenas, que públicamente lo había condenado, y de tal modo se tornó la indignación del pueblo contra los dos acusadores, que uno murió violentamente a manos de la multitud y el otro se libró de tal pena con destierro voluntario y perpetuo.

Con fama tan ilustre de su vida y de su muerte, dejó Sócrates muchísimos seguidores de su doctrina, empeñados a porfía en la discusión de cuestiones morales, en las que se trata del bien supremo, que puede hacer al hombre feliz. Cierto que en las lucubraciones de Sócrates, en que lo trata todo, afirmando unas cosas y negando otras, no aparece claro su pensamiento; por ello cada uno tomó lo que le gustó, estableciendo el fin del bien donde mejor le pareció. Pero el fin del bien se llama a lo que hace feliz a uno cuando lo consigue. De ahí nació la diversidad de opiniones entre los socráticos respecto a este fin, de tal manera que (cosa increíble pudieran hacer los seguidores de un mismo maestro) unos, como Aristipo, tienen como supuesto bien al placer; otros, como Antístenes, a la virtud. Así unos han opinado una cosa, y otros otra, y sería muy largo enumerarlos a todos.

CAPÍTULO IV

El discípulo principal de Sócrates fue Platón; éste dividió toda la filosofía en tres partes

Entre los discípulos de Sócrates se destacó con gloria principal y bien merecida, eclipsando a todos los demás, Platón. Era ateniense, de familia ilustre, y muy superior a sus condiscípulos por su maravilloso ingenio. Pensando que ni por sí mismo ni con la doctrina socrática podía llevar a la perfección la filosofía, recorrió por mucho tiempo las regiones más lejanas que pudo, a dondequiera lo llevaba la fama de alguna ciencia digna de estudio. Así aprendió en Egipto las enseñanzas notables que allí se profesaban y enseñaban; pasó de allí a la región de Italia, célebre por el nombre de los pitagóricos, y con suma facilidad asimiló de labios de sus sabios más eminentes la floreciente filosofía de la Magna Grecia. Por el amor que sentía hacia su maestro Sócrates, le hacía interlocutor de casi todos sus tratados, procurando armonizar con el aire y moralidad de aquél cuanto había aprendido de los demás o había penetrado con su propio talento.

El estudio de la sabiduría se encuentra en la acción y en la contemplación, y así puede llamarse activa a una parte y contemplativa a la otra. La activa trata del gobierno de la vida o de formar las costumbres; la contemplativa, en cambio, de la contemplación de las causas de la naturaleza y de la verdad en sí. Se dice, pues, que Sócrates sobresalió en la vida activa y que Pitágoras se dedicó más a la contemplativa con todos los recursos de su talento.

Se le atribuye a Platón la gloria de haber unido a ambos perfeccionando la filosofía, que dividió en tres partes: la moral, que se encuentra sobre todo en la acción; la natural, destinada a la contemplación; la racional, que distingue lo verdadero de lo falso. Y aunque ésta sea necesaria tanto a la acción como a la contemplación, reclama sobre todo como cosa más propia el conocimiento de la verdad. Esta división en tres partes no es, pues, contraria a la distinción de todo el estudio de la sabiduría en acción y contemplación.

¿Cuál fue la opinión de Platón sobre cada una de estas partes, esto es, en dónde conoció o creyó que estaba el fin de todas las acciones, la causa de todas las naturalezas, la luz de todas las razones? Pienso que es muy largo el tratar de explicarlo con palabras, y también pienso que no debe afirmarse temerariamente. Cuando introduce en sus diálogos a su maestro Sócrates, y procura mantener, porque así le gustaba también a él, la costumbre ordinaria que tenía de disimular su ciencia o su opinión, sucede que quedan también en la penumbra las opiniones de Platón sobre las grandes cuestiones. Sin embargo, de las cosas que se leen en él, ya las haya dicho como suyas, o ya haya referido o escrito que fueron dichas por otros y que a él le han parecido bien, es preciso recordar e insertar algunas en esta obra: sea cuando presta una ayuda a la religión verdadera, que nuestra fe acepta y defiende, sea cuando parece serle contrario, en cuanto se refiere a la cuestión del Dios único y de muchos dioses, a causa precisamente de la vida verdaderamente feliz que vendrá después de la muerte.

Quizá a aquellos a los que ha ensalzado más la fama por haber seguido a Platón y haberlo reconocido con más perspicacia y veracidad como muy por encima de los demás filósofos gentiles, quizá ésos tengan de Dios la opinión de que en él se encuentra la causa de la subsistencia, y la razón de la inteligencia y la ordenación de la vida; de estas tres cosas, una pertenece a la parte natural, la otra a la racional y la tercera a la moral. Pues si el hombre fue creado en tal condición que por lo que en él hay de excelente alcanza lo que excede a todas las cosas, es decir, un solo Dios verdadero y perfecto, sin el cual no subsiste naturaleza alguna, ni instruye doctrina alguna, ni aprovecha costumbre alguna: busque a aquel en quien encontramos la seguridad de todas las cosas; contemple a aquel en quien todas son ciertas; ame a aquel en quien tenemos la suprema rectitud.

CAPÍTULO V

Sobre la teología hemos de tratar principalmente con los platónicos, cuyo sentir debe anteponerse a las doctrinas de todos los filósofos

Si Platón dijo que el sabio es aquel que imita, conoce y ama a este Dios cuya participación lo hace feliz, ¿qué necesidad hay de examinar a los demás? Ninguno de ellos está tan cerca de nosotros como éstos.

Ceda ante ellos la teología fabulosa que recrea los ánimos de los impíos con los crímenes de los dioses. Ceda también la civil, en que los impuros demonios bajo el nombre de dioses sedujeron con placeres terrestres a los pueblos a ellos entregados y tuvieron a bien considerar los errores humanos como honores divinos; incitaban así con los más inmundos afanes a sus adoradores a la contemplación escenificada de sus crímenes como manera de darles culto, y se proporcionaban a sí mismos de parte de los espectadores escenas más detestables. En lo cual, si aún tienen lugar algunas ceremonias dignas, se ven mancilladas por la obscenidad de los teatros que las acompañan, y las torpezas que se representan en el teatro merecen alabanza comparadas con la degradación de los templos.

Ceda también la interpretación que ha dado Varrón, como si estos ritos se refirieran al cielo, a la tierra y a las semillas y actos de los seres mortales; ya que, en realidad, por una parte, no son significados por aquellos ritos que pretende insinuar, y por ello su empeño no atina con la verdad; y, por otra, aunque lo fueran, no debe el alma racional dar el culto debido a su Dios a los seres que le son inferiores por naturaleza; ni debe poner delante de sí como dioses las cosas cuya primacía le dio a ella el verdadero Dios.

Y déjense también a un lado los escritos referentes a estos ritos sagrados que Numa Pompilio procuró fueran enterrados, y que descubiertos por el arado mandó el Senado quemar. En la misma línea se encuentran también, para no cargar las tintas sólo sobre Numa, las noticias que Alejandro de Macedonia comunicó a su madre le habían sido descubiertas por cierto León, sacerdote de gran categoría entre los egipcios. En ellas se presentan como simples hombres no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, así como Hércules, Esculapio y Líbero, hijo de Semele, los Tindáridas y los restantes mortales que tienen por dioses; se presentan también los dioses mayores de los gentiles, que Cicerón en sus Tusculanas parece quiere insinuar sin citar los nombres, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano, Vesta y muchísimos otros que Varrón trata de trasladar a las partes o elementos del mundo. Aquel sacerdote, temiendo como una revelación de los misterios, le encarga con súplicas a Alejandro que los entregue a las llamas tan pronto como le haya dado cuenta por escrito a su madre.

No sólo, pues, han de ceder estas dos teologías, la fabulosa y la civil, a los filósofos platónicos, que reconocieron la existencia del Dios verdadero, creador de las cosas, iluminador de la verdad, dador de la felicidad; han de ceder también ante varones tan ilustres y conocedores de semejante Dios los otros filósofos que, con espíritu sometido al cuerpo, tuvieron como principio de la naturaleza las cosas corporales. Así Tales, que lo puso en el agua; Anaxímenes, en el aire; los estoicos, en el fuego; Epicuro, en los átomos, esto es, en corpúsculos tan diminutos que no pueden dividirse ni percibirse.

Háganse aparte, finalmente, todos aquellos en cuya enumeración no es preciso detenerme, que afirmaron como causa y principio de todas las cosas a los cuerpos ya simples, ya compuestos, ya sin vida, ya con ella, pero, al fin, cuerpos. De ellos, algunos, como Epicuro, creyeron que los seres vivientes podían proceder de los no vivientes; otros, en cambio, que los seres vivientes y los no vivientes proceden de los vivientes ciertamente, pero los cuerpos, del cuerpo. Pues los estoicos tuvieron al fuego realmente como dios, y este fuego no era otra cosa para ellos que uno de los cuatro elementos de que consta este mundo visible, siendo a la vez viviente, sabio y autor del mismo mundo y de todo lo que en él existe.

Éstos y todos los semejantes a ellos no pudieron pensar otra cosa que lo que les comunicaban sus corazones vinculados a los sentidos de la carne. Tenían en sí mismos lo que no veían, y se imaginaban que veían fuera de sí lo que no veían, aunque en realidad no lo veían, sino que sólo lo pensaban. Y esto, en realidad, a la vista de tal imaginación, no es cuerpo, sino semejanza de cuerpo. Y la facultad por la que se ve en el ánimo esta semejanza del cuerpo ni es cuerpo ni semejanza de cuerpo; y esa misma facultad, que juzga si es hermosa o deforme esa semejanza, es ciertamente más elevada que ésta. Ésa es precisamente la mente del hombre y la naturaleza del alma racional, que ciertamente no es cuerpo; como no lo es tampoco esa misma semejanza del cuerpo cuando se la ve y discierne en el ánimo del que piensa. No es, pues, ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, los cuatro cuerpos, llamados también elementos, de que vemos está formado este mundo corpóreo. Y así, si nuestro ánimo no es cuerpo, ¿cómo puede ser cuerpo Dios, creador del ánimo?

Cedan, pues, todos éstos, como se ha dicho, a los platónicos; cedan también los otros que se ruborizaron de afirmar que Dios era cuerpo y, sin embargo, no tuvieron reparo en afirmar que nuestros ánimos son de la misma naturaleza que es Él. No les ha conmovido una mutabilidad tan grande del alma, que es impío atribuir a la naturaleza de Dios. Pero replican que la naturaleza del alma se cambia en contacto con el cuerpo, pues por sí misma es inmutable. Lo mismo podían decir que si la carne recibe heridas es por el cuerpo, pues por sí misma es invulnerable. Lo que no puede ser cambiado no puede cambiarlo nada; y así, lo que puede cambiar por medio del cuerpo, ya puede cambiar por algo y, por tanto, no se puede llamar justamente inmutable.

CAPÍTULO VI

Pensamiento de los platónicos en la parte de la filosofía llamada física

Estos filósofos, pues, que vemos justamente preferidos por la fama y la gloria a todos los demás, reconocieron que Dios no es cuerpo; y así, en la búsqueda de Dios trascendieron todos los cuerpos. Vieron que ninguna cosa que cambia puede ser el Dios supremo. Comprendieron, además, que en cualquier cosa mudable, toda forma que le hace ser lo que es, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede tener existencia sino de quien verdaderamente existe, porque existe sin poder cambiar. De donde concluyeron que sólo de quien tiene existencia simplicísima puede tenerla el cuerpo de todo el mundo, sus formas, sus cualidades, el movimiento ordenado, los elementos ordenados desde el cielo hasta la tierra, y todos los cuerpos que hay en ellos. Y lo mismo ha de decirse de toda suerte de vida: ya sea la que alimenta y conserva, como vemos en los árboles; ya la que, además de esto, siente, como la de los cuerpos; ya la que, además, entiende, como la de los hombres; ya, finalmente, la que sin necesidad del subsidio nutritivo se conserva, siente y entiende, como la de los ángeles. Y en ese ser simplicísimo no es el vivir diferente del entender, como si pudiera vivir sin entender; ni es el entender diferente del ser feliz, como si pudiera entender sin ser feliz; sino que su existencia es precisamente el vivir, el entender, el ser feliz.

Por esta inmutabilidad y simplicidad entendieron que Él hizo todas las cosas, y que Él no pudo ser hecho por nadie. Pensaron que cuanto existe o es cuerpo o es vida; que la vida es mejor que el cuerpo, y que la forma del cuerpo es sensible, y la de la vida inteligible. Y así prefirieron la figura inteligible a la sensible.

Llamamos sensibles a los seres que pueden ser percibidos por la vista o por el tacto; inteligibles, a los que sólo pueden ser entendidos por la mirada de la mente. No hay hermosura corporal, ya sea en el estado del cuerpo, cual es la figura, ya en el movimiento, cual es la canción, sobre la cual no juzgue el espíritu. Lo cual no podría hacer si esa figura no fuera más elevada en él, y esto sin el volumen de la masa, sin el estrépito de la voz, sin el espacio del lugar o del tiempo. Pero a su vez también, si no fuera mudable, no podría juzgar uno mejor que otro sobre la hermosura sensible ni un espíritu más ingenioso mejor que otro más torpe, uno más sabio mejor que otro menos sabio, uno más ejercitado mejor que otro menos ejercitado, y uno mismo ya adelantado mejor que antes de serlo. Lo que en efecto sufre aumento o disminución es, sin duda, mudable. Por ello los hombres ingeniosos, sabios y ejercitados en estas materias, llegaron a la conclusión de que no puede hallarse la primera figura en aquellas cosas en que se la ve cambiante.

De suerte que, habiendo, según ellos, en el cuerpo y en el alma diversos grados de belleza, y no pudiendo tener existencia si no tuvieran figura alguna, concluyeron tenía que haber algo en que existiera la primera e inmutable y, por tanto, incomparable; y pensaron con toda razón que allí se encontraba el principio de las cosas, que no pudo ser hecho, y del cual se hicieron todas ellas. Así lo que puede conocerse de Dios, Dios mismo se lo ha puesto delante cuando lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, también su eterno poder y su divinidad. Por Él fueron creadas también todas las cosas visibles y temporales².

Queda dicho lo que se refiere a la que llaman parte física, es decir, la natural.

CAPÍTULO VII

Los platónicos aventajan con creces a los demás en la lógica, es decir, en la filosofía racional

Por lo que se refiere a la doctrina, de que trata la segunda parte, que ellos llaman lógica, es decir, racional, no pueden compararse en modo alguno con ellos los que colocaron el juicio de la verdad en los sentidos del cuerpo y pensaron que todo lo que se aprende había de estar sometido a sus reglas sospechosas y falaces. Tal es la opinión de los epicúreos y de otros semejantes; tal, también, la de los estoicos, que, teniendo una predilección especial por la habilidad en la disputa que llaman dialéctica, juzgaron que había que derivarla de los sentidos del cuerpo; y de ahí afirman que el espíritu concibe las nociones, es decirἐννοίας , de las cosas, que explican por medio de definiciones. Y de ahí también transmiten y encadenan todo el arte de aprender y enseñar.

Suelo maravillarme mucho cuando les oigo afirmar que sólo los sabios son elegantes: con qué sentidos corporales habrán visto esta elegancia, o con qué ojos de la carne habrán contemplado la forma y la gloria de la sabiduría. En cambio, los que anteponemos con razón a los demás distinguieron lo que contempla la mente de lo que perciben los sentidos: sin quitar a los sentidos lo que alcanzan, y no dándoles más de lo que son capaces; pero afirmando también que existe una luz para conocerlo todo y que ésa era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas las cosas.

CAPÍTULO VIII

También en la filosofía moral los platónicos tienen la primacía

Queda por tratar la parte moral, que en griego se llama ética, en que se trata del bien supremo. Si referimos a él todas nuestras acciones, y lo buscamos no por otro bien, sino por sí mismo, y al fin llegamos a conseguirlo, no es preciso buscar más para ser felices.

En efecto, se ha llamado fin, porque todas las demás cosas las buscamos por él, y a él en cambio sólo por sí mismo. Con relación a este bien beatífico, unos afirman que le viene al hombre del cuerpo; otros del alma, y otros de entrambos. Como veían que el hombre está formado de alma y cuerpo, juzgaron que era natural tenía que venirle el bien de uno de estos dos o de los dos, con un bien final con el que fueran felices, al cual dirigieran todo lo que hacían y no tuvieran que buscar otra cosa a qué referirlo. Por ello, cuando otros añadieron un tercer género de bienes, llamado extrínseco, como el honor, la gloria, el dinero o cosa semejante, no lo añadieron como objetivo final, es decir, de suerte que fuera apetecido por sí mismo, sino por otro; y así este género de bienes sería bueno para los buenos y malo para los malos.

Así, ya solicitaran este bien del espíritu, ya del cuerpo, ya de uno y otro, al fin pensaron que había que solicitarlo del hombre. Los que lo apetecieron del cuerpo, lo apetecieron de la parte inferior; los que lo apetecieron del alma, de la parte superior, y los que de una y otro, de todo el hombre. Fuera, pues, de la parte, fuera del todo, al fin sólo del hombre. Estas diferencias no por ser tres se quedaron en tres opiniones, sino que suscitaron muchas discordias y sectas entre los filósofos: hubo diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, sobre el bien del alma y sobre el bien de uno y otro.

De consiguiente, cedan todos éstos ante los filósofos que afirmaron que el hombre no era feliz por gozar del cuerpo, o por gozar del espíritu, sino por gozar de Dios; no como el espíritu goza del cuerpo o de sí mismo ni como el amigo del amigo, sino como el ojo goza de la luz, si estas cosas pueden suministrarnos alguna semejanza con aquello; cuál sea ésa, en cuanto está de nuestra parte, aparecerá con la ayuda de Dios en otro lugar.

Baste, por el momento, recordar que para Platón el bien supremo consiste en vivir según la virtud, y que esto sólo puede alcanzarlo quien tiene conocimiento de Dios y procura su imitación; según él, no hay otra causa que pueda hacerlo feliz. Y así, no duda en afirmar que filosofar es amar a Dios, cuya naturaleza no es corporal. De donde se sigue que entonces es feliz el amante de la sabiduría (tal es el filósofo) cuando comienza a gozar de Dios. Aunque en realidad no siempre es feliz el que goza de lo que ama; hay muchos que son miserables por amar lo que no debe ser amado, y más miserables aún sin llegar a disfrutar de ello; pero nadie es feliz si no goza de aquello que ama. Los mismos que aman lo que no debe ser amado no piensan ser felices en el amor, sino en el gozo. Por tanto, quien goza de aquel a quien ama, y ama el verdadero y supremo bien, ¿quién, sino alguien muy depravado, negará que es feliz? A ese bien verdadero y supremo lo reconoce Platón como Dios; por eso dice que el filósofo es amador de Dios, a fin de que, como la filosofía tiende a la vida feliz, sea feliz gozando de Dios el que lo ama.

CAPÍTULO IX

Sobre la filosofía que está más cerca de la fe cristiana

Por tanto, cualesquiera filósofos que han reconocido al verdadero y supremo Dios como autor de las cosas creadas, luz de las cognoscibles y bien de las que han de practicarse, que es el principio de nuestra naturaleza, la verdad de nuestra doctrina y la felicidad de nuestra vida: ya sean los llamados propiamente platónicos o de cualquier otra denominación que hayan dado a su secta; sean sólo de la escuela jónica, que fueron los principales entre ellos, los que han tenido esta opinión, como el mismo Platón y los que mejor lo entendieron; o sean también los itálicos, teniendo presentes a Pitágoras y los pitagóricos, o también otros que ha podido haber de la misma opinión; sean cualesquiera de los tenidos por sabios y filósofos entre las otras naciones, los libios, del Atlántico, los egipcios, indos, persas, caldeos, escitas, galos, hispanos y demás: a todos los que hayan pensado así y enseñado estas doctrinas los anteponemos a los demás y confesamos que están más cercanos a nosotros.

CAPÍTULO X

Excelencia de la religión cristiana entre las disciplinas filosóficas

1. Puede el cristiano estar ilustrado sólo en las letras eclesiásticas e ignorar quizá hasta el nombre de los platónicos, y no saber si ha habido dos escuelas de filósofos en la lengua griega, los jónicos y los itálicos; pero no llega su desconocimiento en las cosas humanas hasta ignorar que los filósofos profesan el estudio de la sabiduría misma. Mira con cautela, sin embargo, a los que filosofan según los elementos de este mundo, no según Dios, que ha hecho el mundo. Así se lo advierte el precepto apostólico, y él escucha con fe lo que dice: Cuidado con que haya alguno que os capture con ese sistema de vida, vana ilusión tradicional en la Humanidad, basado en lo elemental del mundo³.

Pero también, para que no piense que todos son iguales, escucha al mismo Apóstol hablando de algunos: Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder, y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras4. Como hablando a los atenienses, dirigiéndoles sobre Dios aquella maravillosa expresión que pocos pudieron entender, en él vivimos, nos movemos y existimos, añadió: así lo dicen incluso algunos de vuestros poetas5.

Cierto que sabe también el cristiano guardarse de esos mismos en los errores que tienen. Ya en el mismo pasaje en que se dijo que a través de las cosas creadas, Dios les ha manifestado sus perfecciones invisibles accesibles a su inteligencia; ahí mismo se dice que ellos no le dieron el culto debido, puesto que rindieron a otras cosas, a que no correspondían, los honores divinos que a él solo eran debidos: Porque al descubrir a Dios, en vez de tributarle la alabanza y las gracias que Dios se merecía, su razón se dedicó a vaciedades y su mente insensata se obnubiló. Pretendiendo ser sabios, resultó que cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles6. Se refiere aquí el Apóstol a los romanos, griegos y egipcios, que se gloriaban de su nombre de sabios. Sobre esto discutiremos después con ellos.

Por lo que se refiere a su coincidencia con nosotros sobre un solo Dios autor de este universo, que no sólo es incorpóreo sobre todos los cuerpos, sino también incorruptible sobre todas las almas, nuestro principio, nuestra luz, nuestro bien, en todo esto tenemos que anteponerlos a todos los demás.

2. Puede ser que el cristiano, ignorante de su literatura, no use de su terminología en la discusión, llamando natural en latín y física en griego a la parte que versa sobre la investigación de la naturaleza, y racional o lógica a la otra en que se busca el modo de percibir la verdad, y moral o ética a la que se trata de las costumbres, de los fines buenos que han de perseguirse y de los malos que deben evitarse. Pero no por ello ignora que es del único y verdadero perfecto Dios de quien tenemos la naturaleza, por la cual hemos sido hechos a su imagen; lo mismo que la doctrina, por la cual le conocemos a él y nos conocemos a nosotros; y la gracia, que nos hace felices por la unión con él.

Ésta es la causa de preferir éstos a los demás: los otros filósofos han gastado su talento y sus esfuerzos investigando las causas de las cosas y el método de aprender y de vivir; éstos, por el conocimiento de Dios, descubrieron dónde estaba la causa creadora del universo, la luz para descubrir la verdad y la fuente donde se saborea la felicidad. Ya sean, pues, estos platónicos, ya cualesquiera otros filósofos de cualquier nación, los que tienen este pensamiento sobre Dios están de acuerdo con nosotros. Pero nos ha parecido mejor tratar esta cuestión con los platónicos, porque son más conocidas sus obras. Pues los griegos, cuya lengua sobresale entre los pueblos, las hicieron bien conocidas con sus alabanzas, y los latinos, movidos por su gloria y su excelencia, las aprendieron de mejor grado, y al verterlas a nuestra lengua las hicieron más ilustres y famosas.

CAPÍTULO XI

Cómo adquirió Platón la inteligencia que lo acercó a la ciencia cristiana

Se admiran algunos unidos a nosotros en la gracia de Cristo cuando oyen o leen que Platón ha tenido este conocimiento de Dios, que reconocen tan en armonía con la verdad de nuestra religión. Por ello han pensado algunos que al ir a Egipto, oyó al profeta Jeremías o leyó en el mismo viaje los libros proféticos; y yo mismo consigné esta opinión en algunos de mis libros. Pero el cómputo diligente del tiempo, registrado en la cronología, nos dice que Platón nació casi cien años después que profetizó Jeremías. Vivió ochenta y un años, y pasaron casi otros sesenta desde su muerte hasta que Tolomeo, rey de Egipto, pidió de Judea los escritos proféticos de los hebreos, que procuró tener y traducir por los famosos setenta varones, conocedores también de la lengua griega. Por tanto, no pudo Platón en aquel viaje ver a Jeremías, tanto tiempo antes fallecido, ni leer las mismas Escrituras, que no habían sido vertidas aún al griego, su lengua. Cierto, como tan aficionado al estudio, pudo aprender mediante intérprete esos escritos, como aprendió los egipcios; no para trasladarlos por escrito, tarea llevada a cabo como un gran servicio por Tolomeo, que por su poder real podía inspirar cierto temor, sino para aprender en el trato su contenido en cuanto le fuera posible.

Esta hipótesis parece confirmada por algunos indicios, pues el libro del Génesis comienza así: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas7. Y Platón, en el Timeo, libro que escribió sobre la constitución del mundo, dice que Dios en esa obra unió primero la tierra y el fuego. Donde es manifiesto que asigna al fuego como su lugar el cielo; y, por tanto, tiene esta teoría cierta semejanza con aquella de Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Luego dice que el agua y el aire son los dos medios por los cuales se unen aquellos extremos. En lo cual se cree que entendió de este modo lo que está escrito: El aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Aunque no se percató de qué sentido suele dar la Escritura al Espíritu (aliento) de Dios, ya que también el aire se llama espíritu; y así parece pudo pensar que en aquel lugar se hacía mención de los cuatro elementos.

Sobre la afirmación de Platón de que el filósofo es un amador de Dios, nada hay más claro en las Sagradas Letras. Lo que ha influido muchísimo en mí para llegar casi a creer que Platón no fue desconocedor de los Sagrados Libros es esto: las palabras de Dios llevadas por el ángel a Moisés, con que había de responder a quien le preguntase por el nombre de quien le mandaba ir a liberar al pueblo hebreo de Egipto: Yo soy el que soy. Esto dirás a los israelitas: Yo soy, me envía a vosotros8. Como si en comparación del que es por ser inmutable no existieran las cosas que son mudables. Platón sostuvo esto con tenacidad y lo recomendó con toda solicitud. Yo no sabría decir si esto se encuentra en alguno de los libros que existieron antes de Platón, a no ser donde se dijo: Yo soy el que soy. Yo soy, me envía a vosotros.

CAPÍTULO XII

Aun los platónicos, a pesar de su recto concepto del Dios único y verdadero, pensaron se debían sacrificios muchos dioses

De todos modos, doquiera haya aprendido él estas verdades, ya en los libros de los que lo precedieron, ya, más bien, como dice el Apóstol, porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras9, pienso haber dejado bien claro que con toda razón escogí a los filósofos platónicos para tratar con ellos lo que se ventila en la cuestión que hemos emprendido sobre la teología natural: ¿es preciso, atendiendo a la felicidad después de la muerte, hacer sacrificios a un solo Dios o a muchos?

Los escogí a ellos sobre todo, porque cuanto más elevado sentir tuvieron sobre el único Dios, que hizo el cielo y la tierra, tanta mayor gloria y prestigio alcanzaron. Cuánto fueron preferidos a los otros a juicio de la posteridad nos lo demuestra lo siguiente: Aristóteles, discípulo de Platón, varón de extraordinario talento, inferior en estilo a su maestro, pero muy superior a muchos, fundó la escuela peripatética, así llamada porque acostumbraba a enseñar paseando; y destacando por la gloria de su fama, conquistó para su escuela a muchísimos aun en vida de su maestro. Pero después de la muerte de Platón, Espeusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su discípulo predilecto, lo sucedieron en la escuela llamada Academia, y por eso ellos y sus sucesores se llamaron académicos. No obstante, los más ilustres filósofos posteriores que siguieron a Platón no quisieron llamarse peripatéticos ni académicos, sino platónicos. Son bien conocidos entre ellos los griegos Plotino, Jámblico, Porfirio; y en las dos lenguas, griego y latín, destacó como platónico el africano Apuleyo. Pero todos éstos y los demás de este estilo, y el mismo Platón, pensaron debían hacerse sacrificios a muchísimos dioses.

CAPÍTULO XIII

Pensamiento de Platón sobre los dioses: no pueden ser sino buenos y amigos de las virtudes

Aunque están en desacuerdo con nosotros en otros muchos e importantes puntos con relación al que acabo de exponer, tan importante y del cual se trata, comienzo por preguntarles: ¿a qué dioses, según ellos, ha de darse culto: a los buenos o a los malos, o a los buenos y los malos? Cierto que tenemos el sentir de Platón, según el cual todos los dioses son buenos, no habiendo en absoluto ninguno malo. De donde se sigue que debe darse culto a los buenos; y entonces se da a los dioses, ya que no serán dioses si no son buenos. Si esto es así (¿y qué otra cosa fuera decoroso pensar de los dioses?), se desvanece ciertamente la opinión de los que piensan que deben ser aplacados los dioses malos para que no perjudiquen e invocados los buenos para que ayuden. Pero dioses malos no existen; luego los honores sagrados debidos, que dicen, deben darse a los buenos.

¿Qué clases de dioses son, pues, los que aman los juegos escénicos y solicitan se les mezclen en las cosas divinas y se celebren en su honor? Su poder indica que existen, pero este afecto los declara malos. El sentir de Platón sobre estos juegos es bien claro: manda sean expulsados de la ciudad esos poetas por haber compuesto obras tan indignas de la majestad y de la bondad de los dioses. ¿Qué clase de dioses son, pues, aquellos que se enfrentan al mismo Platón? Él, en efecto, no soporta que los dioses sean infamados con falsos crímenes; ellos mandan que se celebren sus honores con tales crímenes. Éstos, además, al ordenar que se instauren esos juegos, exigiendo torpezas, realizaron ellos mismos también cosas malas: le quitaron el hijo a Tito Latinio y le dieron una enfermedad porque rehuía su mandato, y en cambio se la quitaron cuando cumplió sus órdenes. Y Platón piensa que no se les debe temer aunque sean tan malos, y manteniendo con toda firmeza su pensamiento, no vacila en arrojar de un pueblo bien constituido todas las sacrílegas bagatelas de los poetas, en que se recrean en ellos participando de la inmundicia.

A este Platón, como ya recordé en el libro II, lo coloca Labeón entre los semidioses. Pues el tal Labeón piensa que los dioses malos se aplacan con víctimas cruentas y con súplicas del mismo género; y los buenos, con los juegos y cosas semejantes que tengan relación con la alegría. ¿Cómo es, pues, que el semidiós Platón se atreva a rehusar con tal firmeza no sólo a los semidioses, sino también a los dioses, y hasta a los buenos, aquellas diversiones precisamente porque las juzga torpes? Estos dioses rechazan de plano la sentencia de Labeón, pues en el caso de Latinio no sólo se mostraron lascivos y burlones, sino hasta terriblemente crueles. Es hora ya de que nos expongan estas cosas los platónicos, que, en atención al sentir de su maestro, tienen a todos los dioses por buenos, honestos y aliados de los sabios por las virtudes, y juzgan impiedad pensar de otra manera sobre alguno de los dioses. Lo explicaremos, dicen ellos. Vamos, pues, a escucharlos atentamente.

CAPÍTULO XIV

Tres clases de almas racionales según algunos: celestes en los dioses, aéreas en los demonios y terrenas en los hombres

1. Los seres vivientes, dotados de alma racional, se dividen en tres clases: dioses, hombres, demonios. Los dioses ocupan el lugar más alto; los hombres, el más bajo; los demonios, el intermedio. Pues los dioses tienen su morada en el cielo; los hombres, en la tierra; los demonios, en el aire. Y como es diferente la dignidad de los lugares, también lo es la de las naturalezas. Por tanto, los dioses son superiores a los hombres y a los demonios; los hombres son inferiores a los dioses y a los demonios, tanto por la categoría de los elementos como por la diferencia de los méritos. De suerte que los demonios, intermedios, como deben ser pospuestos a los dioses, a quienes son inferiores por el lugar, así deben ser preferidos a los hombres, pues habitan más arriba que ellos. Tienen en común con los dioses la inmortalidad de los cuerpos y con los hombres, las pasiones del alma. No es extraño, pues, dicen, que se recreen con las obscenidades de los juegos y con las ficciones de los poetas, ya que les cautivan los afectos humanos, de que están muy lejos y ajenos en absoluto los dioses. De donde se sigue que Platón, al detestar y prohibir las ficciones poéticas, no es a los dioses, buenos todos y excelsos, sino a los demonios, a quienes priva del placer de los juegos escénicos.

2. De que esto sea así, aparte de encontrarlo también en otros, nos informa Apuleyo, platónico de Madaura, en un libro que dedicó exclusivamente a este asunto, titulado El dios de Sócrates. Habla en él y expone de qué clase era la divinidad, que, unida además con cierta amistad, asistía a Sócrates, de quien se dice solía ser amonestado para que desistiera de una obra, cuando lo que quería realizar no iba a tener suceso próspero. Dice clarísimamente, y lo asegura con gran profusión, que aquélla no era una divinidad, sino un demonio; y lo dice estudiando en una diligente discusión la opinión de Platón sobre el lugar altísimo que ocupan los dioses, el bajo de los hombres y el intermedio de los demonios.

Si, pues, todo esto es así, ¿cómo pudo atreverse Platón, arrojando a los poetas de la ciudad, a rehusar los placeres del teatro, si no a los dioses, alejados por él de todo contagio humano, sí al menos a los demonios? Seguramente, porque quiso amonestar al espíritu humano, aunque todavía encerrado en estos miembros mortales, a que despreciara, por el esplendor de la honestidad, los impuros mandatos de los demonios y detestara su inmundicia.

Si Platón denuncia y prohíbe esto con tal honestidad, a buen seguro que lo habían pedido y mandado con la más grande torpeza los demonios. Por consiguiente: o se equivoca Apuleyo, y no tuvo Sócrates una divinidad amiga de esta clase; o Platón sintió cosas opuestas entre sí, ya tratando de honrar a los demonios, ya alejando de una ciudad bien constituida los placeres de ellos; o no se ha de felicitar a Sócrates por la amistad de un demonio, de la cual tal rubor sintió Apuleyo, que titulara su libro El dios de Sócrates, en vez de titularlo no El dios, sino El demonio de Sócrates. Así al menos lo exigía el tratado en que con tal diligencia y abundancia distingue a los dioses de los demonios. Prefirió él poner esto en la exposición a ponerlo en el título del libro. Así, mediante la sana doctrina que resalta en las cosas humanas, todos o casi todos los hombres se apartan con horror del nombre de los demonios, de tal suerte que si alguno, antes de la exposición de Apuleyo, en la que recomienda la dignidad de los demonios, leyera el título del libro El demonio de Sócrates, en modo alguno pensaría que aquel hombre estaba en sus cabales.

Y ¿qué pudo encontrar el mismo Apuleyo digno de alabanza en los demonios, sino la sutileza y robustez de los cuerpos, y el lugar más encumbrado de su morada? Pues con relación a sus costumbres, al hablar de todos en general, no sólo no dijo ningún bien, sino antes muchísimo mal. Finalmente, tras la lectura de aquel libro, nadie se maravilla de que ellos quieran tener la torpeza escénica entre las cosas divinas, y de que, pretendiendo ser temidos por dioses, se deleiten con los crímenes de los dioses; al igual que se halla en consonancia con sus afectos cuanto se ridiculiza o causa espanto en su culto por la solemnidad escénica o la infame crueldad.

CAPÍTULO XV

Los demonios no aventajan a los hombres ni por sus cuerpos aéreos ni por sus mansiones más elevadas

1. Por tanto, lejos del espíritu realmente piadoso y sujeto al verdadero Dios pensar, considerando estas cosas, que los demonios son mejores que él porque tienen mejores cuerpos. De otro modo, debía poner delante de sí a muchas bestias, que nos superan por la agudeza de los sentidos, por la agilidad y rapidez del movimiento, por la pujanza de sus fuerzas, la fortaleza longeva de sus cuerpos. ¿Qué hombre puede igualar en la vista a las águilas y a los buitres? ¿Quién, en el olfato, a los perros? ¿Quién, en velocidad, a las liebres, los ciervos, a todas las aves? ¿Quién, por su gran fuerza, a los leones y elefantes? ¿Quién, por su longevidad, a las serpientes, que se dice con el cambio de su piel dejan también su vejez y tornan a la juventud? Pero como aventajamos a todos éstos por el raciocinio y la inteligencia, así tenemos que ser mejores que los demonios con la bondad y honestidad de nuestra vida.

Por esto, la divina providencia otorgó ciertas ventajas corporales a los que reconocemos inferiores a nosotros para recomendarnos así que hemos de cultivar con mucho mayor cuidado que el cuerpo aquello en que los aventajamos; y para que aprendiéramos a menospreciar la misma excelencia corporal, que sabemos tienen los demonios, ante la bondad de la vida por la que nos anteponemos a ellos; y esto, sabiendo que hemos de tener también nosotros la inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de atormentar la eternidad de los suplicios, sino la que preparará la pureza del ánimo.

2. Ahora bien, sobre la altura del lugar, que habitan los demonios en el aire y nosotros en la tierra, es ridículo perturbarnos de tal modo que por ello vayamos a pensar que han de anteponerse a nosotros. Según esto, pondríamos delante de nosotros a todos los volátiles del cielo. Pero las aves, cuando se fatigan en el vuelo o han de reparar el cuerpo con el alimento, vuelven a la tierra para descansar o para alimentarse; lo que no hacen los demonios, dicen. ¿Les parece bien, entonces, que las aves nos aventajen a nosotros, y los demonios a las aves? Si pensar esto es una extravagancia, no hay por qué pensar que a causa de la habitación en un elemento superior sean dignos los demonios de nuestra sumisión religiosa. Como las aves del cielo no sólo no son preferidas a los que moramos en la tierra, sino que nos están sometidas por la dignidad del alma racional que tenemos; así, los demonios, aunque habiten la región etérea, no por ello son mejores que nosotros los de la tierra, porque sea el aire superior a la tierra; antes deben ser los hombres preferidos a ellos, porque en modo alguno puede compararse su desesperación con la esperanza de los hombres piadosos.

Tenemos el argumento de Platón: compone y ordena proporcionalmente los cuatro elementos, interponiendo entre los dos extremos el fuego nobilísimo y la tierra inmóvil -los dos del medio-, el aire y el agua; y de tal manera, que cuanto el aire es superior a las aguas y el fuego al aire, tanto las aguas son superiores a las tierras; argumento que nos avisa suficientemente lo que debemos apreciar los méritos de los vivientes por el rango de los elementos. Aun el mismo Apuleyo, como los demás, llama al hombre animal terrestre, siendo muy superior a los animales acuáticos, aunque Platón da la preminencia a las aguas sobre la tierra.

De ahí podemos entender que, cuando se trata del valor de las almas, no se debe utilizar la misma medida que se usa en la gradación de los cuerpos; antes bien, puede ocurrir que un alma mejor habite en un cuerpo inferior, y un alma inferior en un cuerpo superior.

CAPÍTULO XVI

Sentir del platónico Apuleyo sobre las costumbres y las acciones de los demonios

Al hablar este platónico sobre las costumbres de los demonios, dijo que se ven sometidos a las mismas perturbaciones que los hombres, irritados por las injurias, aplacados con los obsequios, gozosos con los honores, complacidos con los diversos ritos de los sacrificios y perturbados si en ellos hay algún descuido. Entre otras atribuciones dice que les conciernen a ellos las adivinaciones de los augures, de los arúspices, de los adivinos y de los sueños; y también los prodigios de los magos. Los define brevemente diciendo que los demonios son, por su género, animales; por su alma, sujetos a las pasiones; atendiendo a su mente, racionales; en cuanto al cuerpo, aéreos, y en cuanto al tiempo, eternos. De estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes con nosotros, la cuarta les es propia y la quinta la tienen común con los dioses. Pero observo que de las tres primeras que les son comunes con nosotros, dos también las tienen con los dioses.

Dice, en efecto, que los dioses son animales, ya que al asignar a cada uno sus elementos, nos colocó a nosotros entre los animales terrestres con los restantes que en la tierra viven y sienten; entre los acuáticos, a los peces y otros que nadan; entre los aéreos, a los demonios; en los etéreos, a los dioses. Y, por tanto, el pertenecer al género de los animales lo tienen los demonios común no sólo con los hombres, sino también con los dioses y con los brutos: por la inteligencia, son racionales con los dioses y con los hombres; por el tiempo, son eternos con sólo los dioses; como sujetos a las pasiones por el espíritu, coinciden con los hombres; cuanto a ser aéreos por el cuerpo, se encuentran solos.

Por consiguiente, el ser animales por el género no es gran cosa, pues lo son también los brutos; el ser racionales por la inteligencia no está sobre nosotros, pues que nosotros lo somos también; el ser eternos en cuanto al tiempo, ¿qué tiene de bueno si no son felices? Mejor es una felicidad temporal que una eternidad miserable. En el estar sujetos a las pasiones por el ánimo, ¿cómo pueden estar sobre nosotros, que también estamos sujetos, y no lo estaríamos si no fuéramos miserables? El ser aéreos por el cuerpo, ¿qué estima merece si cualquier naturaleza de alma se prefiere al cuerpo y, por tanto, el culto religioso que se debe por el ánimo jamás se debe a lo que es inferior al ánimo? En fin, si entre las propiedades de los demonios contara la virtud, la sabiduría y la felicidad y dijera que tenían estas cosas comunes con los dioses y eternas, ciertamente ya era algo digno de desear y de ser estimado en mucho. Bien que ni aun así debíamos darles culto por estas cosas como a Dios, sino más bien al mismo de quien sabemos recibieron ellos esas cosas. ¿Cuánto menos dignos de honores divinos son los animales aéreos, racionales, además, para poder ser miserables; sujetos a pasiones para serlo en realidad, y eternos para que no puedan terminar su miseria?

CAPÍTULO XVII

¿Es digno que el hombre dé culto a aquellos espíritus de cuyos vicios es preciso liberarse?

1. Paso por alto otras cosas, y sólo voy a tratar de lo que, según él, tienen los demonios común con nosotros, es decir, las pasiones del ánimo. Si todos los cuatro elementos están llenos de sus vivientes, de inmortales el fuego y el aire, de mortales el agua y la tierra, ¿por qué los ánimos de los demonios se ven agitados por los desórdenes y tempestades de las pasiones? Pues la perturbación es lo que en griego se llamaπάθος; por ello, él quiso llamar a los demonios pasivos en cuanto al ánimo, ya que la palabra pasión, que procede de πάθος, indicaría el movimiento del alma en contra de la razón. ¿Cómo, pues, existen en los ánimos de los demonios estas pasiones que no existen en los brutos? En efecto, si algo semejante aparece en el bruto, no es tal perturbación, ya que no es contra la razón, de la que carecen los brutos.

En cambio, que aparezcan estas perturbaciones en los hombres es debido a la necedad o a la miseria, pues aún no somos felices con la perfección de la sabiduría que se nos promete al fin, cuando nos veamos libres de esta mortalidad. Dicen, en cambio, que los dioses no están sujetos a estas perturbaciones porque no sólo son eternos, sino también felices. Dicen, sí, que tienen las mismas almas racionales, pero totalmente limpias de toda mancha y contagio. Por consiguiente, si los dioses no están sujetos a perturbaciones porque son vivientes felices, no miserables, y tampoco lo están los brutos porque son vivientes que no pueden ser ni felices ni miserables; resta que los demonios, como los hombres, están sometidos a las perturbaciones, porque son vivientes no felices, sino miserables.

2. ¿Qué necedad, pues, o mejor qué demencia puede someternos por algún motivo religioso a los demonios cuando por la verdadera religión nos vemos libres de la perversidad que nos hace semejantes a ellos? Pues el mismo Apuleyo, aunque se muestra muy benigno con ellos y los juzga dignos de los honores divinos, se ve forzado a reconocer que se dejan mover por la ira, y a nosotros la verdadera religión nos manda no ceder a la ira, sino más bien oponerle resistencia; siendo los demonios solicitados con obsequios, la verdadera religión nos ordena no favorecer a nadie por la aceptación de obsequios; ablandándose los demonios por los honores, la verdadera religión nos manda que no nos dejemos mover por ellos en modo alguno; odiando los demonios a algunos y amando a otros no con un juicio prudente y sereno, sino con un ánimo que llama él sujeto a la pasión, a nosotros la verdadera religión nos manda amar incluso a nuestros enemigos10. En suma, la verdadera religión nos ordena deponer todo movimiento del corazón e ímpetu de la mente, todas las agitaciones y tempestades del ánimo en las que dice se agitan y debaten los demonios. ¿Cuál es, pues, la causa, la necedad y el error miserable de que te humilles en la veneración de aquel a quien no quieres asemejarte en la vida? ¿Cuál es la causa de que veneres con la religión a quien no quieres imitar, si precisamente toda religión consiste en la imitación de quien veneras?

CAPÍTULO XVIII

¿Qué religión es la que enseña al hombre a granjearse a los dioses teniendo que servirse de los demonios como abogados?

En vano Apuleyo y todos los de su opinión han concedido este honor a los demonios. De tal modo los ha situado intermedios entre el cielo etéreo y la tierra, que «como ningún dios se mezcla con el hombre», según dicen afirmó Platón, sean los demonios los que lleven las súplicas de los hombres a los dioses y traigan de allí a los hombres lo que han pedido. Pues los que son de esta opinión tuvieron por indigno mezclar a los hombres con los dioses y a los dioses con los hombres; y, en cambio, les pareció bien mezclar a los demonios con los dioses y los hombres para presentar las peticiones de parte de éstos, y traer de parte de aquéllos las cosas concedidas; de tal suerte que un hombre casto, y libre de los crímenes de las artes mágicas, utilice como patronos para que los dioses lo oigan a aquellos que aman estas cosas, cuando precisamente no amándolas él se hace más digno de que le escuchen más fácilmente y de mejor grado.

Pues aman aquéllos las torpezas escénicas que no ama la honestidad; aman en los maleficios de los magos las mil artes del engaño que no ama la inocencia. En consecuencia, la honestidad y la inocencia si quisieran conseguir algo de los dioses, no lo podrían conseguir por sus méritos, sino con la intervención de sus enemigos. No hay motivo para que éste intente justificar las ficciones y escarnios del teatro. Frente a todo esto tenemos a su maestro tan considerado entre ellos, Platón, si el pudor humano tiene tan pobre idea de sí que no sólo ame las cosas torpes, sino que hasta las tenga por agradables a la divinidad.

CAPÍTULO XIX

Impiedad del arte mágico que se apoya en el patrocinio de los espíritus malignos

Contra las artes mágicas de que gustan gloriarse algunos demasiado infelices y demasiado impíos, ¿no he de citar el testimonio público bien notorio? ¿Por qué, en efecto, son castigadas tan duramente por la severidad de las leyes estas artes si son obras de dioses dignos de veneración? ¿Fueron acaso establecidas por los cristianos estas leyes que castigan las artes mágicas? ¿Qué otro sentido pueden tener las palabras del poeta, sino que está fuera de toda duda que estos maleficios son perniciosos al género humano? He aquí los versos: «Testigos me son los dioses, y tú, querida hermana, tú a quien tanto quiero, de que muy a pesar mío recurro a artes mágicas»: En igual sentido se entiende lo que dice de estas artes en otro lugar: «He visto transferir a otro lugar las mieses sembradas»; en que alude a los frutos ajenos que se dice fueron trasladados a otras tierras por la influencia funesta e impía de esta doctrina.

¿No dice Cicerón que en las Doce Tablas, el código más antiguo de los romanos, consta el castigo establecido para quien practicara estas artes? Finalmente, el mismo Apuleyo ¿fue acusado por estas artes mágicas ante jueces cristianos?

Ciertamente si cuando lo acusaron de esto tenía a estas artes por divinas y piadosas, y adaptadas a las obras de las potestades divinas, no sólo debió confesarlas, sino hasta profesarlas públicamente y condenar más bien a las leyes que prohibían y juzgaban condenables estas cosas que era preciso considerar dignas de admiración y veneración.

De esta suerte, una de dos: o lograba persuadir a los jueces de su opinión o, si ellos siguieran con las leyes injustas y lo condenasen a muerte por predicar y alabar tales cosas, los demonios le otorgarían una recompensa digna de su alma, ya que no tenía reparo en ofrecer la vida humana en la predicación de sus obras divinas. Como les sucedió a nuestros mártires cuando se les achacaba la religión cristiana como un crimen: como sabían que ella los salvaba y glorificaba para siempre, no eligieron liberarse de las penas temporales negándola; antes bien, confesándola, proclamándola, predicándola; soportando por ella todos los tormentos fiel y varonilmente, y muriendo con piadosa serenidad, pusieron en vergüenza las leyes que la prohibían y las hicieron cambiar.

Por otra parte, nos queda una larga y muy elocuente disertación de este filósofo platónico, en que defiende que él está libre del crimen de las artes mágicas, y pretende demostrar su inocencia con la negación de los hechos que no puede cometer un inocente. Pero todas las maravillas de los magos, que con razón juzga deben ser condenados, se deben a las doctrinas y obras de los demonios. Vea él cómo juzga dignos de honor y necesarios para llevar nuestras plegarias a los dioses a aquellos cuyas obras debemos evitar si queremos que nuestras plegarias lleguen al verdadero Dios.

Pregunto, además: ¿qué plegarias de los hombres deben presentar a los dioses los demonios, las mágicas o las lícitas? Si las mágicas, no las admiten; si las lícitas, no las quieren por su medio. Y si un pecador arrepentido hace oración, sobre todo porque se contagió con alguna magia, ¿puede recibir el perdón por la intercesión de aquellos cuyo impulso o favor le hizo cometer la culpa que llora? ¿O acaso los mismos demonios, para poder merecer el perdón a los arrepentidos, hacen primero penitencia por haberlos engañado? Jamás ha afirmado esto nadie de los demonios; si fuera así, en modo alguno se atreverían a solicitar para sí honores divinos quienes desean por la penitencia llegar a la gracia del perdón. Aquello sería detestable soberbia; esto, humildad digna de lástima.

CAPÍTULO XX

¿Se puede creer que los dioses buenos se comuniquen de mejor grado con los demonios que con los hombres?

Sin embargo, arguye un motivo urgente y apremiante exige la mediación de los demonios entre los dioses y los hombres: presentar los deseos de parte de los hombres y transferir de parte de los dioses su cumplimiento. ¿Cuál es este motivo? Porque -dicen- ningún dios se comunica con el hombre.

Magnífica santidad, por cierto, la de Dios, que no se digna comunicarse con el hombre suplicante, y lo hace con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre penitente, y lo hace con el demonio falaz; no se comunica con el hombre que se refugia en la divinidad, y lo hace con el demonio que se finge divinidad; no se comunica con el hombre que pide perdón, y lo hace con el demonio que aconseja la corrupción; no se comunica con el hombre, que trata de arrojar de la ciudad bien organizada por medio de los libros de los filósofos a los poetas, y se comunica con el demonio, que solicita a los príncipes y pontífices de la ciudad la presentación de los escarnios de los poetas en las representaciones escénicas; no se comunica con el hombre, que prohíbe la ficción de los crímenes de los dioses, y se comunica con el demonio, que se recrea en los falsos crímenes de los mismos; no se mezcla con el hombre que castiga con justas leyes las perversidades de los magos, y se comunica con el demonio que enseña y practica las artes mágicas; no se comunica con el hombre, que rehúye la imitación del demonio, y se comunica con el demonio, que acecha el engaño del hombre.

CAPÍTULO XXI

¿Usan los dioses de los demonios como mensajeros e intérpretes? ¿Ignoran que son engañados?

1. A buen seguro que hay una gran necesidad de tamaño absurdo e indignidad: los dioses etéreos, que se ocupan de las cosas humanas, no sabrían qué hacen los hombres si no se lo comunicasen los demonios aéreos, ya que el éter está lejos de la tierra y suspenso allá en lo alto, y en cambio el aire está contiguo al éter y a la tierra. ¡Oh admirable sabiduría! ¿Qué otra cosa piensan éstos sobre los dioses, a quienes juzgan óptimos, sino que se ocupan de las cosas humanas para no parecer indignos de culto, y en cambio no los conocen por la distancia de los elementos? De suerte que se juzga imprescindible el papel de los demonios, y por eso ellos mismos se juzgan dignos de culto, ya que por su medio pueden los dioses conocer cómo están las cosas humanas y en qué es necesario ayudar a los hombres. Si esto es así, el demonio es más conocido de estos buenos dioses por la proximidad de su cuerpo, que el hombre por la bondad de su ánimo. ¡Oh necesidad tan deplorable, o mejor aún, vanidad ridícula y detestable, por no decir vana divinidad! En efecto, si los dioses, con el espíritu libre del obstáculo del cuerpo, pueden ver nuestro ánimo, no necesitan para esto de los demonios mensajeros; pero si los dioses etéreos perciben por su cuerpo las manifestaciones corporales del ánimo, como el semblante, el lenguaje, el movimiento, y de ahí infieren qué les anuncian los demonios, pueden ser engañados por las mentiras de los mismos. Si, pues, la divinidad de los dioses no puede ser engañada por los demonios, no puede tampoco esa divinidad ignorar lo que hacemos nosotros.

2. Quisiera yo me dijeran éstos si los demonios han comunicado a los dioses que Platón no estaba de acuerdo con las ficciones poéticas sobre los crímenes de los dioses y callaron que a ellos les complacían: si han callado entrambas cosas, prefiriendo que los dioses estuvieran ignorantes de esto; si les indicaron ambas cosas, es decir, la prudencia religiosa de Platón para con los dioses y su propia obscenidad injuriosa contra los mismos dioses; finalmente, si pretendieron que fuera desconocida para los dioses la opinión de Platón, por la cual no quiso que los dioses fueran infamados con falsos crímenes por el desenfreno impío de los poetas, y en cambio no tuvieron reparo ni temor de mostrar su propia perversidad, con que aman los juegos escénicos, en que se celebran tales indecencias de los dioses. De estos cuatro interrogantes que he propuesto, escojan el que les plazca y sean conscientes del mal que achacan a los dioses buenos en cualquiera de ellos.

Si eligen el primero, han de confesar que no les fue lícito a los dioses buenos comunicar con el buen Platón cuando trataba de rechazar que se les injuriase, y habían comunicado con los demonios cuando se regocijaban con esas injurias, ya que, efectivamente, los dioses buenos no conocían al hombre bueno tan lejos de ellos, sino a través de los demonios malos, a quienes no podían conocer aun siendo vecinos.

Si eligen el segundo y dicen que ambas cosas habían sido ocultadas por los demonios, de suerte que los dioses ignorasen por completo la religiosísima ley de Platón y la sacrílega complacencia de los demonios, ¿qué pueden conocer útilmente los dioses sobre los humanos por medio de los mensajeros demonios, si no conocen siquiera las determinaciones que en honor de los dioses buenos se toman por la religiosidad de los hombres buenos, contra los caprichos de los malos demonios?

Si eligen el tercero y responden que los dioses han conocido por medio de los demonios mensajeros no sólo la opinión de Platón, que rechazaba las injurias de los dioses, sino también la perversidad de los demonios, regodeándose en las injurias de los mismos, ¿cómo llamaremos a esto: anunciar o insultar? Pero aún hay más: los dioses oyen y conocen lo uno y lo otro, de tal manera que no sólo no rechazan de su presencia a los demonios malignos que desean y practican cosas contrarias a la dignidad de los dioses y a la religiosidad de Platón, sino que por esos malos cercanos transmiten sus dones al buen Platón en lugar lejano. De tal suerte los ha vinculado esta especie de concatenación de elementos, que pueden aliarse con los que los acusan, y no lo pueden con quien los defiende, con el agravante de que son conscientes de ambas cosas, pero no pueden cambiar el peso del aire y de la tierra.

No queda ya sino el cuarto; si lo eligen, es peor que los otros. Si los demonios anunciaron a los dioses las criminales ficciones sobre los dioses inmortales y los escarnios indignos de los teatros, así como su ardiente apetito y deleitosa complacencia en todo esto; si, por otra parte, se callaron que Platón, con filosófica gravedad, juzgó se habían de alejar de una excelente república todas estas cosas, ¿quién puede soportar que los dioses buenos se vean forzados a conocer por tales mensajeros los males de los perversos, aun los de los mismos mensajeros, y no puedan conocer los bienes de los filósofos contrarios a ellos, siendo aquéllos una injuria para los dioses y éstos un honor para los mismos dioses?

CAPÍTULO XXII

Repudio del culto de los demonios, contra Apuleyo

Por consiguiente, no se puede admitir ninguno de esos cuatro extremos, ya que en cada uno de ellos tan mal parado queda el concepto de los dioses; y así, en modo alguno se puede creer lo que Apuleyo y los filósofos de su cuerda se afanan por persuadir, esto es, que los demonios median entre los dioses y los hombres como mensajeros e intérpretes para llevar de aquí nuestras peticiones y traer de allí el socorro de los dioses. Muy al contrario, son espíritus ansiosos de causar mal, totalmente ajenos a la justicia, hinchados de soberbia, lívidos por la envidia, sutiles en el engaño. Habitan ciertamente en este aire porque, arrojados de la sublimidad del cielo superior por causa de su irreparable transgresión, han quedado condenados en esta especie de cárcel tan a propósito para ellos. Pero no por hallarse el lugar del aire sobre las tierras y las aguas son superiores ellos por sus méritos a los hombres; éstos con su espíritu religioso los superan con creces no por su cuerpo terrenal, sino por haber elegido al verdadero Dios como auxilio.

Cierto que tienen dominio sobre muchos, hechos prisioneros y esclavos, indignos claramente de participar en la verdadera religión. Valiéndose de falsos portentos de hecho o de palabra, lograron persuadir a la mayor parte de aquéllos de que ellos son dioses. A otros, en cambio, que consideraron con más atenta diligencia sus vicios, no pudieron persuadirlos de que eran dioses. Entonces trataron de hacerse pasar por mediadores entre los dioses y los hombres e intercesores de sus beneficios. Y si los hombres juzgaron que no había de dárseles siquiera este honor, ya que no los tenían por dioses por verlos malos, mientras todos los dioses deben ser buenos, no obstante no osaban tenerlos por indignos enteramente del culto divino, sobre todo por no ofender a los pueblos, que veían les servían con inveterada superstición por medio de tantas ceremonias y templos.

CAPÍTULO XXIII

Sentir de Hermes Trismegisto sobre la idolatría, y cómo pudo saber que habían de suprimirse las supersticiones egipcias

1. El egipcio Hermes, llamado Trismegisto, tuvo ideas bien diferentes sobre los dioses. Apuleyo niega ciertamente que fueran dioses, pero al decir que se encuentran como intermedios entre los dioses y los hombres, de suerte que parezcan necesarios a los hombres ante los dioses, no separa mucho su culto de la religión de los altos dioses. En cambio, este egipcio afirma que unos dioses han sido hechos por el Dios supremo, y otros han sido obra de los hombres. Dicho esto así, puede pensar alguno que se habla de imágenes, puesto que son obra de la mano de los hombres; pero él dice que las imágenes visibles y tangibles son como los cuerpos de los dioses, y que en ellas están ciertos espíritus invitados que tienen algún poder ya para causar mal, ya para satisfacer algunos deseos de los que les tributan honores divinos y el homenaje del culto. Unir con habilidad especial estos espíritus invisibles a los elementos visibles de la materia corporal, de suerte que sean como cuerpos animados, imágenes dedicadas y sometidas a aquellos espíritus; esto es lo que llama aquél hacer dioses, y éste es el grande y maravilloso poder de hacer dioses que han recibido los hombres.

Voy a citar las palabras de este egipcio traducidas a nuestra lengua: «Puesto que nuestro discurso versa sobre el parentesco y relación de los hombres y los dioses, date cuenta, ¡oh Asclepio!, del poder y la fuerza del hombre. Así como el Señor y Padre, o el ser supremo, Dios, es hacedor de los dioses celestes, así el hombre es hacedor de los dioses que están en los templos, satisfechos de la proximidad de los hombres». Y poco después añade: «Así, la Humanidad, teniendo siempre presente su naturaleza y origen, persevera en esta imitación de la divinidad, de suerte que como el Padre y Señor hizo dioses eternos a su imagen, así la humanidad configurase sus dioses a imagen de su semblante».

Como al llegar a este punto Asclepio, con quien habla, le respondiese: «¿Te refieres a las estatuas, ¡oh Trismegisto!?»; contestó él: «Sí, estatuas, ¡oh Asclepio!; ves cómo tú mismo desconfías, pero estatuas animadas y llenas de vida y de espíritu que hacen tan grandes cosas; estatuas conocedoras del futuro, y que lo predican por la suerte, por adivinos, por los sueños, y de otras maneras, que causan las enfermedades a los hombres y se las curan, que dan la alegría y la tristeza a tono con los méritos. ¿Ignoras acaso, ¡oh Asclepio!, que Egipto es imagen del cielo o, con más verdad, el lugar adonde se traslada y desciende cuanto se determina y realiza en el cielo, y, más exactamente aún, ignoras que nuestra tierra es el centro de todo el mundo? Sin embargo, como conviene que el sabio lo sepa todo con anticipación, no debéis ignorar esto: vendrá un tiempo en que aparezca que en vano los egipcios conservaron sus dioses con espíritu piadoso y escrupulosa religión, y en que toda su santa veneración quedará frustrada inútilmente».

2. Luego Hermes prosigue ampliamente en esta cuestión, y parece allí predecir el tiempo en que la religión cristiana cuanto más verdadera y más santa, con mayor ímpetu y libertad desbarata todas las ficciones falaces a fin de que la gracia del Salvador auténtico libere al hombre de los dioses que fabrica el hombre, y lo sujete al Dios que hizo al hombre. Pero Hermes, al hacer estas predicciones, habla como un amigo de estas burlas de los demonios, sin expresar claramente el nombre cristiano; antes como si suprimiera y destruyera cuanto con su cumplimiento conservaba una semejanza del cielo de Egipto; así, deplorando este futuro, da un testimonio con profecía en cierto modo dolorosa. Al fin era uno de aquellos de quienes dice el Apóstol que al descubrir a Dios, en vez de tributarle la alabanza y las gracias que Dios se merecía, su razonar se dedicó a vaciedades y su mente insensata se obnubiló. Pretendiendo ser sabios, resultaron unos necios que cambiaron la gloria de Dios inmortal por imágenes de hombres mortales¹¹; y lo que resta, que es prolijo enumerar.

En efecto, respecto del único verdadero Dios dice muchas cosas que están de acuerdo con la verdad; y no entiendo cómo esa ofuscación del corazón lo arrastra a afirmar que los hombres están sujetos a los dioses que confiesa han sido hechos por ellos; y a la vez se lamenta de que esta sujeción desaparezca en el futuro. Como si hubiera algo más desgraciado que el hombre a quien dominan sus ficciones, porque dejar el hombre de ser tal rindiendo culto como dioses a los que él hizo es más fácil que los dioses, a quienes hizo el hombre, sean tales por el culto que él les dé. En efecto, el hombre, tan levantado en honor, si no es inteligente, baja al nivel de las bestias con más facilidad que se pueda preferir la obra del hombre a la obra de Dios hecha a su imagen, es decir, al hombre¹². Por lo cual justamente el hombre se aleja del que lo hizo cuando pone por encima de Dios lo que ha hecho él mismo.

3. Éstas eran las vanidades engañosas, funestas y sacrílegas que lamentaba el egipcio Hermes, sabiendo llegaría el tiempo de su desaparición; pero su lamentación era tan desvergonzada como imprudente su conocimiento. No se lo había revelado a él el Espíritu Santo, como a los santos profetas, que, conociendo de antemano estas cosas, exclamaban gozosos: ¿Podrá un hombre hacer dioses? No serán dioses¹³. Y en otro lugar: Aquel día -oráculo del Señor de los ejércitos- extirparé del país los nombres de los ídolos y no serán invocados más14. Y precisamente sobre Egipto, en lo referente a esta cuestión, vaticina el santo Isaías: vacilan ante él los ídolos de Egipto, y el corazón de los egipcios se les derrite en el pecho15. Y otras cosas por el estilo.

A la misma estirpe pertenecían los que se alegraban de que hubiera llegado lo que sabían había de venir: tal era Simeón, tal Ana, que reconoció por el espíritu a Jesús recién nacido; tal también Isabel, que lo reconoció concebido por obra del Espíritu16; igualmente Pedro, al decir por revelación del Padre: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo17.

En cambio, a este egipcio le habían descubierto los tiempos futuros de su perdición aquellos mismos espíritus que dijeron temblorosos al Señor, aún presente en la carne: ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?18 Y esto ya porque se les presentó de pronto lo que sabían había de venir, aunque suponiéndolo más tarde, ya porque llamaban su perdición al desprecio en que caerían al ser descubiertos. Sucedía esto antes de tiempo, es decir, antes del tiempo del juicio en que habían de recibir eterno castigo con todos los hombres encarcelados en su compañía. Así nos lo enseña la religión, que ni engaña ni se deja engañar19; no como éste (Hermes), que zarandeado por todo viento de doctrina, y mezclando la falsedad con la verdad, se lamenta de la pérdida de una religión que luego confiesa errónea.

CAPÍTULO XXIV

Confiesa Hermes abiertamente el error de sus antepasados, y lamenta tenga que ser destruido

1. Tras muchas divagaciones, torna a su tema para hablar de nuevo de los dioses que hicieron los hombres, y dice: «De los tales baste lo que se ha dicho. Tornemos a los hombres y a la razón, don divino por el cual el hombre animal ha sido llamado racional. Lo que se ha dicho del hombre es menos admirable, aunque es admirable ciertamente. Pues ha superado la admiración de todas las cosas admirables el que el hombre pudo descubrir una naturaleza divina y producirla. En efecto, nuestros antepasados cometieron un gran error por su incredulidad con relación a los dioses, y descuidándose del culto y religión divinos inventaron el arte de fabricar dioses. A esta invención añadieron una virtud conveniente sobre la naturaleza del mundo: la mezclaron con aquélla, y como no podían hacer las almas evocando las almas de los demonios o de los ángeles, se las apropiaron a las imágenes santas y a los divinos misterios para que por su medio tuvieran los ídolos el poder de obrar el bien y el mal».

No sé si los mismos demonios, al ser conjurados, harían las confesiones que ha hecho éste. Dice, en efecto: «Nuestros antepasados cometieron un gran error por su incredulidad con relación a los dioses, y descuidándose del culto y religión divinos inventaron el arte de fabricar dioses». ¿Dijo acaso sencillamente que ellos habían errado, llegando a descubrir el arte de hacer dioses, o se contentó con decir «erraban», sin añadir «cometieron un gran error»? Este gran error, pues, y la incredulidad de los que no se daban cuenta del culto y religión divinos descubrió el arte de fabricar dioses.

Pues bien, este gran error e incredulidad, y el descuido del culto y religión divinos, fue lo que descubrió el arte de fabricar dioses; y es precisamente lo que lamenta el varón sabio como destrucción de la religión divina en un inequívoco tiempo futuro. Bien claro está que se siente obligado por una fuerza divina a manifestar el error de sus antepasados, y por una fuerza diabólica a lamentar la pena futura de los demonios. Porque si sus antepasados, por su gran error de incredulidad sobre la naturaleza de los dioses y por su descuido del culto y la religión divinos descubrieron el arte de fabricar dioses, ¿qué tiene de sorprendente que cuanto hizo este arte detestable, apartado de la religión divina, lo suprimía la religión divina, ya que la verdad corrige el error, la fe refuta la incredulidad y la conversión enmienda el alejamiento?

2. Si hubiera dicho, sin expresar las causas, que sus antepasados descubrieron el arte de fabricar dioses, hubiera sido incumbencia nuestra, por escaso sentido de la recta religión que tuviéramos, atender y darnos cuenta que nunca hubieran llegado ellos al arte de fabricar dioses si no estuvieran lejos de la verdad, si tuvieran una noción digna de Dios, si prestaran atención al culto y religión divinos. Y si fuéramos nosotros los que atribuyéramos las causas de ese arte al gran error de los hombres, a la incredulidad y al alejamiento del espíritu errante e infiel hacia la religión divina, todavía podría tolerarse el descoco de los que resisten a la verdad.

Pero es él mismo quien admira en el hombre el poder de este arte sobre todas las cosas, por el cual se le concedió fabricar dioses, y a la vez se duele de que vendrá un tiempo en que hasta las leyes ordenan suprimir todas estas ficciones de dioses instituidas por los hombres. Y también expresa palmariamente las causas por las que se ha llegado a tales extremos al decir que sus antepasados, por el gran error e incredulidad y por su falta de atención al culto y religión divinos descubrieron el arte de fabricar dioses. ¿Qué nos queda, por consiguiente, a nosotros que pensar, o más bien que hacer, sino dar cuantas gracias podamos al Señor Dios nuestro, que suprimió todos esos ídolos precisamente por motivos contrarios a los de su institución? En efecto, lo que instituyó el gran error lo suprimió el camino de la verdad; lo que instituyó la incredulidad lo suprimió la fe; lo que instituyó el descuido, el alejamiento del culto y religión divinos lo suprimió la conversión al único santo y verdadero Dios.

Lo cual no tuvo lugar sólo en Egipto, donde únicamente lo lamenta por medio de éste el espíritu de los demonios, sino en toda la Tierra, que canta al Señor un cántico nuevo. Así lo anunciaron las letras verdaderamente sagradas y verdaderamente proféticas cuando se dice: Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra20, pues el título de este salmo es «Cuando se edificaba la casa después de la cautividad». Y se edifica en el mundo entero la casa para el Señor, la ciudad de Dios, que es la santa Iglesia²¹, después de la cautividad en que los demonios tenían sojuzgados a los hombres, de quienes por su fe en Dios se edifica la casa como de piedras vivas. Pues no porque el hombre fabricara los dioses dejaba de ser poseído el que los fabricaba, cuando por darles culto era introducido en su sociedad; sociedad, digo, no de ídolos insensatos, sino de astutos demonios. Pues ¿qué son los ídolos sino lo que dice la Escritura: Tienen ojos y no ven?²²

Y ¿qué se puede decir de los objetos materiales, por muy hábilmente que remeden, si carecen de vida y de sentido? Pero los espíritus inmundos, vinculados por ese arte impío a las mismas imágenes, habían cautivado miserablemente las almas de sus adoradores, agregándolas a su sociedad. Por ello dice el Apóstol: ¿Un ídolo es algo? No, sino que ofrecen sus sacrificios a demonios que no son Dios, y no quiero que vosotros entréis en la sociedad con los demonios²³.

Por consiguiente, después de esta cautividad, por la cual los hombres estaban bajo el señorío de los malignos demonios, se edifica la casa de Dios en toda la Tierra. De ahí el título del salmo, donde se dice: Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones; porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo24.

3. Quien lamenta, pues, la llegada de un tiempo en que fuera suprimido el culto de los ídolos y el señorío de los demonios sobre aquellos que los adoraban, anhelaba, llevado de mal espíritu, la permanencia indefinida de esa cautividad, tras cuyo paso canta el salmo que se edifica la casa en toda la tierra. Anunciaba aquello Hermes con pena; anunciaba esto el profeta con gozo. Y como es el Espíritu vencedor quien cantaba esto por la boca de los santos profetas, el mismo Hermes se vio precisado a confesar de modo bien maravilloso que los ídolos que él no quería y lamentaba fueran suprimidos habían sido instituidos no por varones prudentes, fieles y religiosos, sino equivocados, incrédulos y alejados del culto de la religión divina.

Y aunque llame a esos ídolos dioses, al decir que han sido fabricados por tales hombres, a quienes en modo alguno debemos asemejarnos, tiene necesariamente que confesar que no deben ser adorados por quienes no son iguales a los que los fabricaron, esto es, por los prudentes, fieles, religiosos. Con ello demuestra también que los mismos fabricadores se acarrearon a sí mismos el tener por dioses a los que no lo eran. Así hace verdadero aquello del profeta: ¿Podrá un hombre hacer dioses? No serán dioses25.

A tales dioses, pues, llama Hermes dioses de tales hombres, fabricados hábilmente por tales artistas, es decir, los demonios encadenados, no sabría decir cómo, con los ídolos por sus pasiones. Habiendo llamado dioses a los fabricados por los hombres, no les concede, sin embargo, lo que el platónico Apuleyo (cuya doctrina ya expusimos y demostramos su absurda incongruencia), es decir, el ser intérpretes e intercesores entre los dioses que hizo Dios y los hombres creados por el mismo Dios, llevando las súplicas de parte de éstos y aportando de parte de aquéllos los bienes.

En verdad que es demasiado absurdo pensar que los dioses que fabricaron los hombres tienen más poder ante los dioses que hizo Dios que los hombres que hizo el mismo Dios. Pues el demonio, vinculado con arte impía a un simulacro, ha sido convertido en dios; pero para tal hombre sólo, no para todo hombre. ¿Qué peso, pues, puede tener este dios, que no fabricaría el hombre sino equivocado, incrédulo y apartado del Dios verdadero? Además, si los demonios que son honrados en los templos, metidos no sé cómo en las imágenes, esto es, en los simulacros visibles, por los hombres que de esa manera fabricaron dioses, equivocados y alejados del culto y la religión divinos; si esos demonios no son mediadores e intérpretes entre los hombres y los dioses, ya por sus pésimas y depravadas costumbres, ya porque los hombres, aunque equivocados, incrédulos y alejados del culto y religión divina, son, sin duda, mejores que ellos, hechos dioses artificialmente por los mismos; no queda sino que todo lo que pueden lo pueden en calidad de demonios, ya concediendo beneficios tanto más nocivos cuanto más engañan, ya causando mal abiertamente.

Y aun cualquier cosa de éstas, sólo cuando y cuanto lo permite la profunda y secreta providencia de Dios, no porque, como intermedios entre los hombres y los dioses, tengan un gran valimiento ante los hombres por la amistad de los dioses. Es absolutamente imposible a los demonios ser amigos de los dioses buenos, que nosotros llamamos ángeles santos, criaturas racionales de la santa mansión del cielo, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades. De éstos están tan lejos por su disposición espiritual como los vicios de las virtudes y la malicia de la bondad.

CAPÍTULO XXV

Lo que pueden tener de común los ángeles y los hombres

Por tanto, no es por mediación, digamos, de los demonios como hemos de aspirar a la benevolencia o beneficencia de los dioses, o mejor de los ángeles buenos; debemos hacerlo por la semejanza de la buena voluntad, por la cual estamos con ellos, con ellos vivimos y con ellos adoramos al Dios que adoran, aunque no podemos verlos con los ojos de la carne.

Lo que, en cambio, nos aleja mucho de ellos no es tanto la distancia del lugar, sino el mérito de nuestra vida, ya que tan miserables somos por la desemejanza de la voluntad y la fragilidad de nuestra flaqueza. Si no nos unimos a ellos, no es por habitar en la tierra, dada la condición de nuestra carne, sino por el apego impuro de nuestro corazón a las cosas terrenas. Al recobrar la salud y hacernos semejantes a ellos, nos acercamos a ellos también por la fe si creemos que por su intercesión nos hace felices el mismo que les da a ellos la felicidad.

CAPÍTULO XXVI

Toda la religión de los paganos se redujo al culto de los muertos

1. Hemos de notar ciertamente lo que entre otras cosas dice este egipcio cuando se lamenta de que ha de venir un tiempo en que desaparezca de Egipto este culto, que confiesa ha sido instituido por los equivocados, incrédulos y alejados del culto de la religión divina: «Entonces esta tierra santísima, morada de capillas y templos, estará saturada de sepulcros y de muertos». Como si de no desaparecer aquel culto no hubieran de morir los hombres o hubieran de ser puestos en otra parte distinta de la Tierra; y es claro que cuanto más tiempo y días pasen, tanto mayor será el número de los sepulcros a tono con el mayor número de muertos.

Lo que parece que lamenta él es que las memorias de nuestros mártires sucedan a sus templos y capillas, de suerte que quienes con ánimo apartado de nosotros y perverso leen esto, piensen que los paganos adoraban a los dioses en los templos y nosotros adoramos a los muertos en los sepulcros. Tan alto sube la ceguedad de los hombres impíos que choca, por decirlo así, con las montañas, y no quieren ver lo que tienen ante los ojos, ni presentan atención al hecho de que en todos los libros de los paganos o no se encuentran, o no encuentran con dificultad dioses que no hayan sido hombres, a quienes muertos se les han tributado honores divinos.

Paso por alto lo que dice Varrón, esto es, que tienen por dioses Manes a todos los muertos; lo que demuestra por los ritos sagrados ofrecidos a casi todos los muertos, citando los juegos fúnebres como máximo indicio de la divinidad, pues no suelen celebrarse esos juegos sino en honor de las divinidades.

2. También Hermes, de quien tratamos ahora, atestigua que los dioses de Egipto son hombres muertos; dice, en efecto, en el mismo libro en que se lamenta como presagiando el futuro: «Entonces esta tierra santísima, morada de capillas y templos, estará saturada de sepulcros y muertos». En efecto, habiendo dicho que sus antepasados, muy equivocados sobre la naturaleza de los dioses, incrédulos y sin prestar atención al culto y religión divinos, habían descubierto el arte de fabricar dioses, añade: «A esta invención añadieron una virtud conveniente sobre la naturaleza del mundo, y mezclándola con ella, como no podían hacer las almas, evocando las almas de los demonios o de los ángeles, se las apropiaron a la imágenes santas y a los divinos misterios para que por su medio tuvieran los ídolos el poder de obrar el bien y el mal».

Continúa luego como tratando de probar esto con ejemplos: «Pues tu abuelo, ¡oh Asclepio!, fue el inventor de la medicina; se le dedicó un templo en el monte de Libia, junto al litoral de los Cocodrilos, donde reposa su hombre mundano, esto es, el cuerpo. El resto de él, o mejor todo él, si todo el hombre se condensa en el sentido de la vida, marchó mejorado al cielo, y presta ahora con su divinidad a los hombres débiles los auxilios que solía otorgar con el arte de la medicina».

He aquí que afirma que un muerto es adorado como dios en el lugar donde tenía el sepulcro: se engaña y engaña, puesto que se fue al cielo. Luego añade otra cosa: «Hermes, cuyo nombre llevo como nieto, ¿no ayuda y conserva, morando en la patria que lleva su nombre, a todos los mortales que acuden a él de todas partes?» En efecto, este Hermes mayor, Mercurio, que dice fue su abuelo, se dice que habita en Hermópolis, la ciudad de su nombre.

Así, afirma que dos dioses fueron hombres, Esculapio y Mercurio. En el concepto de Esculapio coinciden griegos y latinos; pero de Mercurio hay muchos que piensan que no fue mortal; y, sin embargo, éste atestigua que fue su abuelo; pero uno es aquél, y otro éste, aunque se los designa con el mismo nombre. No hago cuestión de que aquél sea uno, y éste, otro; lo cierto es que éste, como Esculapio, fue convertido de hombre en dios, según el testimonio de varón de tal prestigio entre los suyos: Trismegisto, su nieto.

3. Todavía añade: «Y de Isis, la esposa de Osiris, ¿no sabemos cuántos favores hace teniéndola propicia, y a cuántos perjudica si está airada?». Luego quiere mostrar que hay dioses de esta clase que fabrican los hombres con este arte; y por ello da a entender su pensamiento: que los demonios han surgido de los espíritus de los hombres muertos, espíritus que, por este arte de hombres tan errados, incrédulos e irreligiosos, fueron introducidos en los simulacros, ya que los que fabricaban tales dioses no podían fabricar también almas.

Y al decir lo que he citado de Isis, cuánto perjudica si está airada, añade a continuación: «Pues les es fácil airarse a los dioses mundanos, ya que están hechos y compuestos por los hombres de ambas naturalezas». De ambas naturalezas, dice, de alma y cuerpo; de suerte que en lugar del alma está el demonio, y en lugar del cuerpo, la imagen. «De donde se sigue -dice- que esas imágenes han sido llamadas por los egipcios animales santos, y que por cada una de las ciudades han sido adoradas las almas de aquellos que fueron divinizados durante su vida, de suerte que vivan según sus leyes y tomen nombre del suyo.»

¿Dónde están aquí las lamentaciones de Hermes por la tierra santísima de Egipto, mansión de capillas y templos, y que luego había de estar saturada de sepulcros y de muertos? Sin duda, el espíritu falaz que inspiraba esto a Hermes se vio en la precisión de confesar por él mismo que aquella tierra estaba ya repleta de sepulcros y de muertos, a los que honraban los dioses. Pero quien hablaba por él era el dolor de los demonios que deploraban la inminencia de sus penas con las memorias de los santos mártires. Porque en muchos de estos lugares son atormentados y confiesan que se ven arrojados de los cuerpos posesos de los hombres.

CAPÍTULO XXVII

Cómo honran los cristianos a los mártires

1. Y, sin embargo, no establecemos nosotros a los mismos mártires, ni templos, ni sacerdocios, ni solemnidades, ni sacrificios, porque no son ellos, sino su Dios, nuestro Dios. Honramos ciertamente sus memorias como de santos hombres de Dios que lucharon por la verdad hasta la muerte de sus cuerpos para dar a conocer la verdadera religión, refutadas las falsas y fingidas; cosa que si algunos pensaban ya antes, se lo callaban por temor.

¿Quién, en efecto, de los fieles, estando el sacerdote ante el altar, aun el levantado sobre el cuerpo de algún santo mártir para honor y culto de Dios, quién le oyó decir jamás en sus preces «te ofrezco este sacrificio, Pedro, Pablo o Cipriano»? Ante sus monumentos es a Dios a quien se ofrece, Dios que los hizo hombres y mártires, y los asoció a sus santos ángeles en el honor celestial. Y esa solemnidad tiene por objeto dar gracias a Dios por sus victorias y exhortarnos a nosotros, por la renovación de su memoria, a la imitación de tales coronas y palmas invocando el auxilio del mismo Dios.

Por consiguiente, cuantos homenajes celebran las personas piadosas en los lugares de los mártires constituyen un ornato de sus memorias, no solemnidades o sacrificios de muertos como si fueran dioses. Lo mismo que quienes llevan sus alimentos (costumbre que no tienen los cristianos de formación más elevada, y que en la mayor parte del mundo no existe), que al colocarlos allí rezan y los llevan para comerlos, o también distribuyen parte a los indigentes. Lo que pretenden es que les queden santificados por los méritos de los mártires, en nombre del Señor de los mártires. Pero quien conoce el sacrificio de los cristianos, que se ofrece allí también, no tiene estas celebraciones como sacrificio de los mártires.

2. Así, pues, no honramos nosotros a nuestros mártires como honran ellos a sus dioses, con honores divinos ni con crímenes humanos; ni les ofrecemos sacrificios, ni convertimos sus baldones en sus ritos sagrados. En cambio, sobre Isis, la esposa de Osiris, diosa de Egipto, y sobre sus antepasados, de quienes se dice que fueron todos reyes, lean los que quieren o pueden, y recuerden los que lo han leído cuántas y qué maldades se consignaron en sus escritos no por los poetas, sino por los místicos, como, según nos informa el sacerdote León, escribe Alejandro a su madre, Olimpíada: estando ella sacrificando a esos antepasados, encontró un haz de cebada y le mostró las espigas a su marido, el rey, y a su consejero, Mercurio, por donde vinieron a llamarla Ceres. Vean, pues, a qué hombres o por qué actos suyos les han dedicado sacrificios como si fueran dioses. Y no tengan la osadía de comparar en lo más mínimo a éstos, aunque los tengan por dioses, con nuestros santos mártires, aunque no los tengamos por dioses.

No dedicamos nosotros sacerdotes ni ofrecemos sacrificios a nuestros mártires, porque es inconveniente, indebido e ilícito; debido solamente al único Dios. No tratamos de recrearlos con los crímenes ni con los juegos vergonzosos con que trataron éstos de celebrar ya las torpezas de sus dioses si, por ser hombres, las cometieron, ya los fingidos deleites de demonios más nocivos, si no fueron hombres.

No tendría Sócrates un dios de esta clase si tuviera algún dios; pero seguramente ellos, queriendo sobresalir en ese arte, fueron los que le proporcionaron un dios semejante al hombre inocente y ajeno a aquel arte de fabricar dioses.

¿Para qué seguir más? Nadie con prudencia mediana puede dudar de que no han de ser adorados estos espíritus por la vida feliz que tendrá lugar después de la muerte. Claro que pueden decir que todos los dioses son buenos, y, en cambio, que hay demonios malos y buenos, y que tienen por buenos a los que juzgaban dignos de honor para llegar por ellos a la vida eternamente feliz. Qué hay que decir sobre esto lo veremos en el libro siguiente.

LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO IX

[Cristo, Mediador]

CAPÍTULO I

A qué punto ha llegado el debate y qué resta por tratar sobre la cuestión

Respecto a los dioses, hay algunos que piensan que los hay buenos y malos; otros, en cambio, teniendo mejor opinión de los mismos, les atribuyeron tal honor y alabanza que no se atrevieron a juzgar por malo a ningún dios. Pero los que afirmaron que había dioses buenos y malos llamaron dioses también a los demonios; aunque también, si bien más raras veces, llamaron demonios a los dioses. Así nos encontramos con que confiesan que el mismo Júpiter, que tienen como el rey y príncipe de todos, fue llamado demonio por Homero.

En cambio, los que dicen que todos los dioses son buenos, y muy superiores a los hombres que con razón tenemos por buenos, se dejan influir por los hechos de los demonios.

Y como no pueden negarlos, piensan que estos hechos no pueden ser realizados en modo alguno por los dioses, a todos los cuales tienen por buenos, y así se ven precisados a establecer diferencia entre los dioses y los demonios. De suerte que atribuyen a los demonios, y no a los dioses, cuanto con razón les desagrada en las obras o afectos malos, en que se manifiesta la fuerza de los espíritus ocultos.

Ahora bien, piensan que de tal modo están los demonios intermedios entre los hombres y los dioses, que ningún dios se ocupa de presentar los votos de parte de los hombres ni de traer los favores de parte de los dioses. Y esta opinión es, sobre todo, de los nobilísimos filósofos platónicos, con los cuales, por ser los más excelentes, nos plugo someter a examen esta cuestión: si el culto de gran multitud de dioses es útil para conseguir la vida feliz que vendrá después de la muerte.

En el libro anterior hemos indagado cómo, por estar más cercanos y ser más amigos, pueden conciliar a los hombres buenos con los dioses buenos los demonios, que se deleitan con lo que rechazan y condenan los hombres buenos y prudentes; esto es, las ficciones de los poetas sacrílegos, torpes, criminales, no sobre cualquier hombre, sino sobre los mismos dioses, y la violencia depravada y punible de las artes mágicas. No hemos podido descubrir razón alguna que haga posible aquella mediación.

CAPÍTULO II

¿Existen entre los demonios, que son inferiores a los dioses, algunos buenos, bajo cuya protección pueda el alma humana llegar a la verdadera felicidad?

Por consiguiente, en este libro, como prometí al final del precedente, será objeto de debate la diferencia, si creen que hay alguna, no de los dioses entre sí, que dicen son buenos, ni sobre los dioses y los demonios; a aquéllos los alejan muchísimo de los hombres, y a los demonios los colocan entre los dioses y los hombres. El debate versará sobre la diferencia entre los mismos demonios; esto sí pertenece a la cuestión que tratamos.

La mayoría acostumbra llamar demonios buenos a unos y malos a otros. Sea esta opinión de los platónicos o de cualesquiera otros, no puede pasarse por alto la controversia. Debe prevenirse que nadie piense tiene que seguir a los presuntos demonios buenos, es decir, a aquellos cuya mediación con los dioses, todos buenos, procura conciliarse a fin de poder estar después de la muerte con ellos; debe prevenirse que no se deje enredar y engañar por la falacia de los espíritus malignos, y así se vea muy alejado del verdadero Dios, con el cual, en el cual y del cual solamente se hace feliz el alma humana, esto es, la racional y la intelectual.

CAPÍTULO III

Atribuciones de los dioses según Apuleyo; sin sustraerles la razón, no les asigna virtud alguna

¿Qué diferencia hay, pues, entre los demonios buenos y malos? Ciertamente, el platónico Apuleyo, disertando de una manera general sobre ellos, y extendiéndose tanto sobre sus cuerpos aéreos, pasó por alto las virtudes del ánimo de que estarían dotados si fuesen buenos. Silenció, pues, la causa de la felicidad; no pudo, sin embargo, silenciar la denuncia de la miseria. Confiesa que su mente, por la que los presenta como racionales, sin estar impregnada y armada con la virtud para no ceder a las pasiones irracionales del ánimo, se siente sacudida, como suelen las mentes necias, por tormentosas perturbaciones. Tales son sus palabras sobre esta materia: «De esta especie de demonios suelen fingir los poetas, no sin cierta verdad, a los dioses contrarios y amigos de los hombres: levantan a unos y los hacen prosperar, contrarían a otros y les molestan. Así, se compadecen, se indignan, se angustian, se alegran, soportan todos los aspectos de la pasión humana, zarandeados al vaivén del oleaje de los pensamientos, con los mismos movimientos del corazón y agitaciones de la mente. Estas perturbaciones y tempestades están muy lejos de la tranquilidad de los dioses celestes».

¿Hay en estas palabras duda alguna de su afirmación sobre que no son algunas partes inferiores del ánimo las que se sienten alborotadas como un mar borrascoso por la tempestad de las pasiones, sino las mismas mentes de los demonios, que los hacen animales irracionales? De suerte que no se han de comparar con los hombres sabios, que, sacudidos según la condición de la vida por estas perturbaciones del ánimo, no ajenas a la flaqueza humana, las resisten con serenidad de espíritu, sin consentir en la aprobación o realización de obra alguna que vaya contra la sabiduría o la justicia. Al contrario, semejantes, por no decir peores en cuanto más viejos y por justa pena incurables, a los mortales necios e injustos, no por los cuerpos, sino por las costumbres, fluctúan en el mar de su misma mente, como indicó Apuleyo; y no se mantienen en la más mínima parte de su ánimo en la verdad y en la virtud, gracias a las cuales se puede luchar contra los afectos turbulentos y depravados.

CAPÍTULO IV

Pensamiento de los peripatéticos y estoicos acerca de las perturbaciones que sobrevienen al ánimo

1. Dos son las sentencias de los filósofos sobre estos movimientos del ánimo, que los griegos llaman πάθη; algunos latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, disposiciones o afectos, y otros, siguiendo al griego con más amplitud, como Apuleyo, pasiones. De estas perturbaciones, o disposiciones, o pasiones, dicen algunos filósofos que también las soporta el sabio, aunque moderadas y sometidas a la razón, de suerte que el dominio de la mente les impone, en cierto modo, leyes que las mantengan en la moderación necesaria. Opinan así los platónicos o aristotélicos, ya que fue Aristóteles, discípulo de Platón, quien fundó la escuela peripatética.

Otros, sin embargo, como los estoicos, no están de acuerdo en que el sabio esté sujeto a pasiones semejantes. A éstos, a los estoicos, pretende convencer Cicerón en los libros sobre Los fines buenos y los malos, de que se enfrentan con los platónicos o peripatéticos más bien de palabra que en la realidad.

Los estoicos, en efecto, no quieren llamar bienes a las comodidades corporales y externas, ya que no admiten que el hombre tenga bien alguno, a excepción de la virtud, que es como el arte de bien vivir, que existe sólo en el ánimo. A esas otras comodidades, en cambio, las llaman bienes sólo por el modo corriente de hablar; pero pequeños e insignificantes si se comparan con la virtud, que nos otorga el vivir con rectitud. De donde se sigue que llámelos como quiera cada uno, bienes o comodidades, los tienen en igual estimación, y en esta cuestión los estoicos no miran sino a la novedad de las palabras.

Así también me parece a mí que cuando se pregunta si las pasiones del ánimo pueden afectar al sabio, o si está totalmente libre de ellas, la controversia entre ellos se reduce más bien a palabras que a realidades. Pues pienso que ellos no opinan algo diferente de los platónicos o peripatéticos en lo que se refiere a la sustancia de las cosas, no en cuanto al sonido de las palabras.

2. Pasando por alto, para no hacerme prolijo, otros argumentos que demuestran esto, expondré con cierta detención alguno bien claro. En los libros que se titulan Noches Áticas escribe Aulo Gelio, autor de brillante estilo y de vasta y abundante erudición, que en cierta ocasión navegó él con un noble filósofo estoico. El tal filósofo, como narra Aulo Gelio extensa y profusamente, y lo recogeré con brevedad, viendo el barco sacudido por horrible tempestad y el mar peligrosísimo, se vio palidecer por la fuerza del temor. Notaron esto los presentes, y aunque en las proximidades de la muerte, observaban, llenos de curiosidad, si el filósofo se turbaba en su espíritu. Pasada la tempestad, tan pronto como la seguridad les dio lugar para charlar y chancear, uno de los que iban en la nave, un rico disoluto asiático, apostrofa al filósofo, mofándose de que hubiera temido y palidecido, mientras él había permanecido intrépido en la catástrofe que los amenazaba. El filósofo contó la respuesta del socrático Aristipo. Habiendo oído éste en ocasión semejante las mismas palabras de un hombre parecido, respondió que era natural no estuviera solícito por el alma de un banal charlatán, pero que él era justo temiera por el alma de Aristipo. Confundido el rico con esta respuesta, preguntó luego Aulo Gelio al filósofo no para molestar, sino para aprender, sobre el motivo de aquel miedo. Y el filósofo, por enseñar a un hombre ávido de sabiduría, sacó al punto de su carpeta el libro del estoico Epicteto, en que se consignan los escritos que concuerdan con los principios de Zenón y Crisipo, príncipes de los estoicos.

Dice Aulo Gelio haber leído personalmente en este libro que enseñaron los estoicos que no es posible conocer si le llegaban al alma y cuándo las visiones anímicas, llamadas fantasías: si proceden de acontecimientos terribles y temibles, por necesidad impresionan aun al alma del sabio; de tal suerte que por un momento cede al miedo o se encoge de tristeza, como si estas pasiones se anticiparan al ejercicio de la mente y de la razón; sin que por ello se contagie la mente del mal ni apruebe o consienta estas cosas. Lo único que hay en la voluntad, y piensan que se diferencia el espíritu del sabio y del necio, en que el del necio cede a las mismas pasiones y acepta el asentimiento de la mente y, en cambio, el del sabio, aunque se ve sometido a ellas por necesidad, mantiene con mente imperturbable el concepto verdadero y estable de lo que debe apetecer y huir razonablemente.