Pero los que, dotados de una piedad verdadera, llevan una vida intachable, si poseen las ciencias del gobierno de los pueblos, no hay nada más feliz para las empresas humanas cuando da la coincidencia de que, por la misericordia de Dios, tienen el poder en sus manos. Esta clase de hombres, por muy excelsas que sean sus virtudes, las atribuyen exclusivamente a la gracia de Dios, que a instancias de sus deseos, de su fe y de sus súplicas se las ha concedido. Son conscientes, al mismo tiempo, de todo lo que les falta hasta llegar a la perfección de la justicia, a la medida de como se practica en aquella sociedad de los santos ángeles, para la cual ellos se esfuerzan en disponerse. Y por mucho que se alabe y se pregone la virtud, que, privada de la verdadera piedad, está al servicio de la gloria humana, no admite comparación con los comienzos más pequeños de los santos, cuya esperanza se apoya en la gracia y en la misericordia del verdadero Dios.
CAPÍTULO XX
Someter las virtudes a la gloria humana es tan vergonzoso como someterlas a las pasiones corporales
Los filósofos que en la virtud ponen el bien supremo del hombre pretenden avergonzar a otros filósofos que aprueban, es cierto, las virtudes, pero las miden por el rasero del placer corporal, su fin último, al que hay que tender -dicen- y apetecer por sí mismo, y las virtudes únicamente sometidas a él. Para lograr este objeto suelen pintar, de palabra, un curioso cuadro: el placer (voluptas), como si fuera una delicada reina, sentada en un trono real. A su alrededor, y sometidas a ella, sus esclavas, las virtudes, pendientes del menor gesto de su reina para cumplir lo que ella ordena. Da órdenes a la prudencia para investigar con vigilancia el modo más oportuno de continuar el reinado y la seguridad de la sensualidad. A la justicia le da órdenes para que haga todos los beneficios que estén a su alcance con objeto de conseguir las amistades necesarias para la satisfacción del cuerpo; que no haga injuria a nadie, no sea que la transgresión de las leyes imposibiliten la seguridad del placer. Da órdenes a la fortaleza para que si sobreviene un dolor corporal que no arrastre a la muerte, mantenga valientemente en su pensamiento a su señora, es decir, la sensualidad placentera, para que el recurso de las delicias pasadas mitigue el aguijón de los presentes dolores. A la templanza le da órdenes para que ponga mesura en los alimentos y demás deleites, no sea que el exceso inmoderado y perjudicial llegue a alterar la salud corporal, con lo que quedaría gravemente perjudicada su reina, el placer, que, según los epicúreos, reside principalmente en una buena salud corporal.
De esta suerte, las virtudes, con toda su gloriosa dignidad, quedan esclavizadas por el placer, como si fuera una mujerzuela mandona e impúdica. Nada más ignominioso, más deforme, más insoportable que la visión que ofrece este cuadro a los hombres de bien, dicen estos filósofos; y dicen bien. Pero si imaginamos otra pintura parecida, representando las virtudes al servicio de la gloria humana, no creo que quedase debidamente reflejada la belleza que se merece. Porque, aunque la gloria humana no sea una mujer sensual, sí está, y en sumo grado, hinchada y llena de vanidad. Por ello es indigno de la peculiar solidez y firmeza de las virtudes rebajarse como esclavas, de forma que nada programe la prudencia, nada distribuya la justicia, nada soporte la fortaleza y nada modere la templanza, si no es del agrado de los hombres y se somete a la hueca gloria.
Y que no traten de excusarse de este baldón quienes, insensibles a la estima ajena y menospreciando la gloria, se complacen en sí mismos, teniéndose por sabios. Su virtud -si es que existe alguna- está sometida de otra manera a una cierta alabanza humana, ya que quien se complace en sí mismo no es otra cosa que un hombre. Pero el que tiene una auténtica actitud religiosa, creyendo, esperando y amando a Dios, pone más interés por las cosas que le desagradan a Él que por aquellas -si alguna hay en él- que le agradan no a sí mismo, sino a la verdad. Y todo esto, que podía darle pie a la complacencia, lo atribuye únicamente a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por las llagas curadas y elevando súplicas por las que aún le quedan por curar.
CAPÍTULO XXI
La soberanía de Roma ha sido dispuesta por el Dios verdadero, de quien viene todo poder y cuya providencia lo gobierna todo
A la vista de lo expuesto no atribuyamos la potestad de distribuir reinos e imperios más que al Dios verdadero. Él es quien da la felicidad, propia del reino de los cielos, a sólo los hombres religiosos. En cambio, el reino de la tierra lo distribuye a los religiosos y a los impíos, según le place, Él, que en ninguna injusticia se complace. Y aunque hayamos expuesto algo de lo que ha tenido a bien descubrirnos, no obstante es demasiado para nosotros, supera con mucho nuestras posibilidades el desvelar los misterios del hombre y emitir un juicio claro sobre los méritos de cada reino.
Ha sido el único y verdadero Dios, que no abandona al género humano sin sentenciar su conducta, y sin prestar ayuda a su actuación, quien dio a los romanos la soberanía cuando Él quiso y en la medida que Él quiso; Él, quien la dio a los asirios y también a los persas, adoradores únicamente de dos dioses, el uno bueno y malo el otro, según nos revelan sus escrituras. Esto por no citar al pueblo hebreo, del cual ya he hablado suficientemente, creo, y que no dio culto más que a un solo Dios, incluso durante el período de su monarquía. Él, quien a los persas dio las mieses sin el culto a la diosa Segetia. Él, quien ha concedido tantos y tantos dones terrenos sin adorar a un sinfín de dioses como los romanos designaron, uno para cada cosa, y hasta varios para una misma realidad. Él mismo ha sido quien les concedió la soberanía, sin el culto de los dioses a quienes los romanos atribuían su Imperio.
Algo semejante ha sucedido con las personas: el que entregó a Mario el poder es el mismo que se lo dio a Cayo César; quien lo entregó a Augusto, lo dio también a Nerón; quien lo puso en manos de los Vespasianos, emperadores humanos en sumo grado, tanto el padre como el hijo, lo puso también en las del cruel Domiciano; y, para no recorrerlos todos, quien concedió el Imperio al cristiano Constantino, se lo dio también a Juliano el Apóstata, de noble índole, pero traicionado por su ambición de poder y su sacrílega y detestable curiosidad. Esta última lo llevó a entregarse a estúpidos oráculos, cuando mandó quemar las naves, cargadas del necesario avituallamiento, seguro como estaba de la victoria. Luego, confiando ardorosamente en sus descabellados planes, pronto pagó con la vida su temeridad, dejando al ejército hambriento y rodeado de enemigos. No hubiera podido escapar de allí si, en contra del famoso augurio del dios Término, tratado en el libro anterior, no se hubieran cambiado las fronteras del Imperio romano. El dios Término, que no había cedido ante Júpiter, tuvo que ceder ante la necesidad.
Todos estos avatares de la Historia es, sin lugar a dudas, el Dios único y verdadero quien los regula y gobierna, según le place. Quizá los motivos sean ocultos. Pero ¿serán por ello menos justos?
CAPÍTULO XXII
La duración y el desenlace de las guerras penden de Dios
La duración de las guerras, el que unas se terminen pronto y otras se prolonguen más, depende del arbitrio divino, de su justo juicio y de su misericordia, según se proponga castigar o consolar a los hombres. Por ejemplo, la guerra de Pompeyo contra los piratas y la tercera guerra púnica, bajo el mando del general Escipión, fueron libradas con una rapidez y con una brevedad increíbles. La de los gladiadores fugados, aunque tras la derrota de dos generales y dos cónsules, además del tremendo descalabro y la devastación de Italia, sin embargo, se extinguió al tercer año, después de muchas ruinas. Los picenos, marsos y pelignos, razas no extranjeras, sino itálicas, tras una larga y fidelísima sumisión al yugo romano, intentaron levantar cabeza e independizarse. Ya Roma tenía gran número de naciones bajo su dominio, y Cartago había sido exterminada. Pues bien, durante esta guerra itálica, Roma perdió dos cónsules y otros distinguidos senadores; con todo, no arrastró esta calamidad largo tiempo: a los cinco años le puso fin.
En cambio, la segunda guerra púnica, en medio de enormes catástrofes y calamidades para el Estado, se prolongó dieciocho años, extenuando y casi agotando las fuerzas romanas: sólo en dos batallas perecieron casi setenta mil de sus guerreros. La primera guerra púnica se extendió a lo largo de veintitrés años. La guerra contra Mitrídates duró cuarenta y tres. Y para que nadie se piense que aquellos viejos romanos de los primeros tiempos, tan llenos de alabanzas por el florecimiento de todas las virtudes, eran más eficaces a la hora de terminar las guerras con prontitud, arrastraron durante casi cincuenta años la guerra con los samnitas. En esta ocasión fue tal la derrota de los romanos, que se les obligó a pasar bajo el yugo. Pero como no amaban la gloria por la justicia, sino la justicia por la gloria, quebrantaron el tratado de paz firmado con ellos.
La razón de traer a la memoria estos acontecimientos reside en que muchos, ignorantes del pasado, y otros, fingiendo ignorarlo, en cuanto ven que una guerra se prolonga un poco durante el período del cristianismo, al punto se abalanzan contra nuestra religión de la manera más perversa, gritando que, si no hubiera existido y las divinidades paganas continuasen recibiendo culto al estilo antiguo, aquel célebre valor de los romanos que terminó rápidamente con tan duras guerras, ayudado de Marte y Belona, la de nuestros días la hubiera terminado con la misma rapidez. Que recuerden, quienes lo han leído, cuán largas fueron las guerras de los primitivos romanos, de cuán diversos resultados, y con qué lamentables desastres: así suele ocurrir al mundo entero, que, como si fuera un proceloso mar, está agitado con frecuencia por la tempestad variable de semejantes calamidades. ¡Que confiesen de una vez lo que no están dispuestos a confesar! ¡Basta ya de perderse a sí mismos con su palabrería insensata, y de tener engañados a los ignorantes!
CAPÍTULO XXIII
El rey de los godos, Radagaiso, adorador de los demonios, derrotado con sus poderosas tropas en un solo día
No quieren recordar los paganos y dar gracias a Dios por lo que ha realizado admirable y misericordiosamente en nuestra más reciente época. Al contrario, hacen todo lo posible para sepultarlo, si fuera posible, en el olvido de los hombres. Caeríamos nosotros en la misma ingratitud si lo dejáramos pasar en silencio.
El rey de los godos, Radagaiso, al frente de un ejército enorme y feroz, había tomado posiciones muy cerca de Roma y constituía una amenaza para sus habitantes: en un solo día fue derrotado, y con tal rapidez que el ejército romano no tuvo no diré un solo muerto, sino un solo herido, causando más de cien mil bajas al contrario. El rey, con sus hijos, cayó prisionero, siendo ejecutado en merecido castigo.
Supongamos que este impío rey, con sus tropas tan innumerables como despiadadas, hubiera entrado en Roma: ¿a quién habría perdonado? ¿A qué monumento de mártires habría tributado honores? ¿De quién no habría derramado la sangre? ¿Qué pudor se quedaría sin profanar? ¡Y qué voces no se habrían levantado de los paganos, magnificando a sus dioses! ¡Cómo nos insultarían diciendo que la victoria de Radagaiso y todo su potencial bélico se debía a su cuidado en aplacar e invocar a los dioses con sacrificios diarios, cosa que la religión cristiana no permite a los romanos!
Estando este rey ya cerca de los parajes donde, a una señal de la suprema Majestad, fue aplastado, como su fama iba creciendo por todas partes, se nos decía en Cartago que los paganos estaban convencidos, y lo publicaban a grandes voces, que Radagaiso, con la protección y el apoyo de unos dioses amigos, a quienes sacrificaba diariamente -se decía-, era totalmente imposible que fuera derrotado por quienes ni ofrecían sacrificios a los dioses de Roma ni permitían a nadie ofrecerlos.
Y estos desdichados, a la vista de tan evidente misericordia, no le dan gracias a Dios. Había determinado el azote, más grave aún, de la invasión bárbara para castigar merecidamente la degradación moral de los humanos. Y, sin embargo, contuvo su indignación con gran mansedumbre: en primer lugar, hizo que fuera milagrosamente derrotado, no sea que, con gran perjuicio de las almas débiles, la gloria de quedar victorioso se la llevasen los demonios, a quienes constaba que él elevaba súplicas. Después permitió que Roma cayera en manos de esta misma clase de bárbaros, los cuales, contrariamente a todo estilo de anteriores guerras, protegieron, por respeto a la religión cristiana, a los refugiados en los lugares sagrados, volviéndose, por el nombre cristiano, tan hostiles a los demonios y sus sacrificios, de los que alardeaba Radagaiso, que parecía librarse una guerra mucho más atroz contra los demonios que contra los hombres.
Fue así como el Dueño verdadero y Gobernador de los acontecimientos castigó con misericordia a los romanos, y mostró a los adoradores de demonios, vencidos de manera tan increíble, que todos esos sacrificios no son necesarios para salvaguardar los bienes presentes. De este modo, los que no se cierran en su testarudez, sino que reflexionan con sabiduría, no abandonan la verdadera religión por las presentes calamidades; al contrario, permanecen fieles en la espera de la vida eterna.
CAPÍTULO XXIV
Felicidad de los emperadores cristianos: su autenticidad
Si llamamos felices a algunos emperadores cristianos, no es precisamente por haber reinado largo tiempo, o porque, tras una muerte plácida, dejaron a sus hijos en el poder, o humillaron a los enemigos del Estado, o supieron prevenirse contra la enemistad de sus súbditos rebeldes y los aplastaron. Estos y otros favores o, si se prefiere, consuelos de esta trabajosa vida merecieron recibirlos algunos de los adoradores de demonios, no pertenecientes al reino de Dios, como estos emperadores. También sucedió así por la misericordia de Dios, para que quienes creen en Él no suspiren por estos favores suyos como si fueran el bien supremo.
Llamamos realmente felices a los emperadores cristianos cuando gobiernan justamente; cuando en medio de las alabanzas que los ponen por las nubes, y de los homenajes de quienes los saludan humillándose excesivamente, no se engríen, recordando que no son más que hombres; cuando someten su poder a la majestad de Dios, con el fin de dilatar al máximo su culto; cuando temen a Dios, lo aman, lo adoran; cuando tienen más estima por aquel otro reino, donde no hay peligro dividir el poder con otro; cuando son lentos en tomar represalias y prontos en perdonar; cuando tales represalias las toman obligados por la necesidad de regir y proteger al Estado, no por satisfacer su odio personal; cuando conceden el perdón no para dejar impune el delito, sino por la esperanza de la corrección; cuando, puestos con frecuencia en la desagradable obligación de dictar medidas severas, lo compensan con la dulzura de su misericordia y la magnificencia de sus beneficios; cuando cercenan con tanto más rigor el desenfreno, siendo más libres de entregarse a él; cuando prefieren tener sometidas sus bajas pasiones antes que a país alguno, y esto no ardiendo en deseos de gloria vana, sino por amor a la felicidad eterna; cuando no son negligentes en ofrecer por sus pecados al Dios verdadero, que es el suyo, un sacrificio de humildad, de propiciación y de súplica.
A estos emperadores los proclamamos felices; ahora en esperanza, y después en realidad, cuando llegue lo que esperamos.
CAPÍTULO XXV
Prosperidad concedida por Dios al emperador cristiano Constantino
Dios, que es bueno, quiso impedir en quienes tenían como un deber adorarlo para conseguir la vida eterna la convicción de que es necesario suplicar a los demonios para con seguir altas dignidades, e incluso la soberanía terrena, dado el supuesto poder de tales espíritus en este campo. Para ello, a Constantino, que no suplicó a los demonios, sino que adoraba al verdadero Dios, lo colmó de tan encumbrados favores terrenos como nadie se atrevería a desear. Le concedió también fundar una ciudad asociada al Imperio romano, como hija de la propia Roma. Y todo ello sin levantar a los demonios ningún templo, ningún ídolo. Ocupó el trono largos años; mantuvo íntegro y defendió todo el mundo romano como único Augusto. A la hora de organizar y realizar las guerras, quedó plenamente victorioso. Tuvo éxito completo en la lucha contra las tiranías. Murió de avanzada edad, por enfermedad y decrepitud, dejando el poder a sus hijos.
Pero luego, para evitar que cualquier emperador se hiciera cristiano para conseguir la felicidad de Constantino, siendo así que la única razón del ser cristiano es la vida eterna, privó de esta felicidad a Joviano mucho antes que a Juliano; permitió que Graciano fuera asesinado por una tiránica espada en circunstancias, es cierto, mucho menos crueles que el gran Pompeyo, adorador de los pretendidos dioses romanos. En efecto, él no pudo ser vengado por Catón, a quien había nombrado heredero, por así decir, de la guerra civil; en cambio, Graciano -a pesar de que las almas religiosas no apetecen tales desahogos- fue vengado por Teodosio, hecho por él partícipe del poder, no obstante tener un joven hermano: más interesado en un fiel consorcio que en un poderío excesivo.
CAPÍTULO XXVI
Fe y religiosidad del augusto Teodosio
1. No se contentó Teodosio con guardarle fidelidad en vida a Graciano. Después de su muerte acogió a su joven hermano Valentiniano en su Imperio, expulsado antes por el asesino Máximo. Recibió al huérfano cristianamente, y veló por él con afecto paternal, en lugar de quitarlo de en medio sin dificultad alguna, desprovisto como estaba de todo recurso, si su alma estuviese inflamada en deseos de ensanchar sus dominios, más que en el amor de hacer el bien. Le conservó su dignidad imperial y lo trató con toda delicadeza y generosidad.
Este desenlace encendió peligrosamente la cólera de Máximo. Teodosio, en medio de sus angustiosas preocupaciones, no cayó en curiosidades sacrílegas e ilícitas: envió mensajeros a consultar a un tal Juan, ermitaño en el desierto egipcio, siervo de Dios, cuya fama se iba extendiendo, y que llegó hasta él como dotado de espíritu de profecía. Éste le predijo una victoria segura. Exterminado por fin Máximo, repuso con una estimación llena de ternura al joven Valentiniano en la porción de su Imperio, de donde había tenido que huir. Murió pronto el joven, no sé si por intrigas o por otra razón, o accidentalmente, y Teodosio acabó con otro tirano, Eugenio, ilegítimamente puesto en el trono del joven emperador, después de haber recibido nueva respuesta profética favorable. La lucha contra el poderoso ejército de Eugenio fue más bien con la oración que con las armas. Soldados que asistieron a este combate nos han descrito cómo un viento fuerte del lado de Teodosio les arrancaba de las manos las armas arrojadizas, lanzándolas contra los enemigos; y no sólo les arrancaba violentamente todo lo que arrojaban contra ellos, sino que volvía los dardos enemigos contra los propios cuerpos de éstos.
De ahí que el poeta Claudiano, aunque adversario al cristianismo, pudo exclamar en sus elogios a Teodosio: «¡Oh tú, predilecto de Dios, por quien Eolo, desde sus antros, despliega los armados huracanes; por quien lucha el éter y acuden los vientos, conjurados al toque de las trompetas!».
Vencedor, como había creído y predicho, derribó unas estatuas de Júpiter que contra él habían sido erigidas y como consagradas con no sé qué ritos en los Alpes. Los rayos que habían tenido estas estatuas, por ser de oro, fueron pedidos entre bromas (lo permitía la circunstancia de la victoria) por los correos, diciendo que querían ser alcanzados por tales rayos. Teodosio, siguiendo la broma, se los concedió con generosidad.
A los hijos de sus enemigos personales, víctimas no de sus órdenes, sino del torbellino de la guerra, y refugiados en las iglesias antes de ser cristianos, les ofreció la ocasión de convertirse al cristianismo. Los amó con caridad cristiana; sin despojarlos de sus bienes, los colmó de honores. No permitió que nadie, después de la victoria, vengase sus enemistades particulares. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y otros por el estilo, que, una vez terminadas, parecían no querer darles fin nunca: él se dolió de que hubieran surgido, más bien que intentó el mal de nadie después de terminarlas.
En medio de todos estos vaivenes, y desde el comienzo de su mandato, no cesó de apoyar en sus dificultades a la Iglesia con leyes, las más justas y benignas, contra los impíos. El hereje Valente, partidario de los arrianos, la había perseguido duramente. Se preciaba mucho más de ser un miembro de la Iglesia que de tener bajo su dominio el orbe entero. Dio orden de derribar por todas partes los ídolos de los gentiles, dándose cuenta con lucidez de que la facultad de conceder los bienes, incluso de la tierra, no reside en los demonios, sino en el Dios verdadero.
¿Hay algo más admirable que su religiosa humildad cuando sucedió el gravísimo crimen de los tesalonicenses? La intercesión de los obispos había conseguido de él una promesa de indulgencia para el crimen; pero presionado por un levantamiento de sus partidarios, se vio obligado a tomar una represalia. Castigado después él por la disciplina eclesiástica, de tal forma hizo penitencia que el pueblo, orando por él, lloró más al ver postrada en tierra la majestad imperial, que la había temido encolerizada por su pecado.
En estas buenas acciones y otras parecidas, que sería prolijo enumerar, llevó siempre consigo el desprendimiento de cualesquiera humos que supone el encumbramiento y la exaltación humana. La recompensa de tales obras es la eterna felicidad, cuyo dispensador es Dios para solos los hombres que realmente vivan una vida religiosa.
Los demás dones de esta vida, como pueden ser los honores y la abundancia de bienes, Dios los concede tanto a malos como a buenos, del mismo modo que les concede el mundo, la luz, la brisa, los campos, el agua, los frutos, como también el alma y el cuerpo del hombre mismo, y los sentidos, y la inteligencia, y la vida. Entre ellos se encuentra el poder, cualquiera que sea su magnitud, y que Dios dispensa según el gobierno de cada tiempo.
2. Así, pues, veo que es preciso también dar una respuesta a aquellos que, refutados y convencidos de su error por pruebas evidentes que demuestran la absoluta inutilidad de la muchedumbre de dioses falsos para lograr los bienes temporales, a los que sólo aspiran los insensatos, siguen todavía empeñados en afirmar que es necesario dar culto a tales dioses no por el interés de esta vida, sino por la que nos aguarda después de la muerte.
Creo, en efecto, haber dado cumplida respuesta en los cinco libros precedentes a todos esos que por el apego a este mundo pretenden dar culto a realidades inexistentes, y que se quejan de que se les pone veto a estas posturas infantiles. Los tres primeros libros ya están publicados, y han empezado a correr de mano en mano. He oído que algunos están preparando no sé qué réplica contra ellos. Después ha llegado a mis oídos que ya estaba escrita, pero que sus autores esperaban el momento propicio para editarla sin peligro. Les advierto a éstos que no se hagan ilusiones de conseguir lo que pretenden. Es fácil creer que se ha dado una respuesta, cuando en realidad lo que se ha querido es no callar. ¿Hay algo más charlatán que la estupidez? Nunca tendrá más fuerza que la verdad, aunque podrá, si quiere, vocear más que ella.
Pero que pongan atención a todos los puntos, y si por casualidad, en un examen sin prejuicios, llegan a descubrir que, más que replicar, lo que pueden es importunar con su garrulería desvergonzada y con su ligereza entre satírica y mímica, déjense de simplezas y decídanse más bien por la corrección de los sensatos que por las adulaciones de los insensatos. Porque si lo que están esperando no es la ocasión de decir francamente la verdad, sino de lanzar insultos a rienda suelta, ojalá no les sobrevenga lo que dice Cicerón de uno que se llamaba feliz por tener la libertad de hacer el mal: «¡Pobre de ti, que tenías permiso para pecar!».
Así que quienquiera que se sienta feliz porque tiene la posibilidad de lanzar improperios, será mucho más feliz si renuncia totalmente a ella. Puede poner desde ahora mismo todas las objeciones que quiera, como en un diálogo de investigación, con tal que renuncie a toda pretenciosa vanidad. Tendrá ocasión de oír, en amigable discusión, una respuesta oportuna, honesta, seria y sincera de sus interlocutores, en la medida de sus posibilidades.
LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA
LIBRO VI
[La teología mítica según Varrón]
PRÓLOGO
En los cinco primeros libros creo haber discutido ya bastante contra los que piensan que, atendiendo a la utilidad de esta vida mortal y a las cosas terrenas, tenemos que venerar y honrar a tantos dioses falsos con el culto llamado de latría por los griegos, debido únicamente al Dios verdadero. La verdad cristiana ha demostrado que aquéllos no son otra cosa que simulacros inmundos y demonios perniciosos o, a lo sumo, criaturas, no el Creador.
Pero ¿quién ignora que para contrarrestar tan excesiva necedad o pertinacia no serán suficientes ni estos cinco libros ni todos los que se pueden escribir? Precisamente tienen como gloria de su vanidad no ceder a la fuerza convincente de la verdad; con perjuicio, por cierto, de quien está dominado por un vicio tan grande. Pues hay enfermedades que se resisten a todos los cuidados del médico, y no precisamente para mal del mismo médico, sino del paciente incurable.
En cambio, los que sin obstinación alguna en el antiguo error o con obstinación mediana leen y sopesan lo que han entendido y considerado, verán que en los cinco libros pasados, más que hablar con brevedad, hemos hecho una exposición más amplia de lo que pedía la misma materia.
Y no pueden poner en duda que toda la animosidad que acerca de los desastres de esta vida y derrocamiento y trastrueque de las cosas pretenden cargar los ignorantes sobre la religión cristiana está totalmente vacía de rectitud de reflexión y razonamiento, y rebosa de la más inconsiderada temeridad y funesta cólera. Y todo esto no sólo ante el disimulo, sino con la aprobación de los mismos sabios, que no tienen escrúpulo en traicionar su conciencia, dominados por insensata impiedad.
CAPÍTULO I
Los que afirman que no dan culto a los dioses por esta vida presente, sino por la eterna
1. A continuación, como lo exige el plan de la obra, tenemos que refutar y enseñar a los que reclaman el culto de los dioses de los gentiles, destruido por la religión cristiana, no por amor de esta vida, sino por la que vendrá tras la muerte. Al presente, pues, me parece bien comenzar mi disertación por el verdadero oráculo del salmo sagrado: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor y no acude a los idólatras, que se extravían con engaños¹.
Sin embargo, entre todas las vanidades, locuras y falsedades hemos de ser mucho más tolerantes con los filósofos que no aceptaron semejantes opiniones y errores de sus pueblos. Éstos levantaron estatuas a los dioses, inventando muchas falsedades o vilezas sobre los llamados dioses inmortales, admitiendo esos inventos y mezclándolos en las ceremonias de su culto.
Con estos hombres, que aunque no predicaron con valentía, sí al menos en sus disquisiciones lo daban a entender y reprobaban tales falsedades, no vemos inconveniente en tratar sobre la siguiente cuestión: ¿se debe dar culto a un solo Dios, autor de toda criatura espiritual y corporal, con vistas a la vida que seguirá a la muerte, o a muchos dioses que fueron creados por ese único Dios y elevados a una altura sublime, y a los que algunos de los filósofos consideraron más excelentes y mejores que los demás?
2. Por lo demás, ¿quién puede soportar la pretensión de que otorguen la vida eterna a nadie aquellos dioses, algunos de los cuales conmemoré en el libro cuarto, y a cada uno de los cuales se encomienda una ocupación de detalles insignificantes? ¿Serán acaso los famosos sabios y perspicaces varones que se glorían de haber aprovechado tanto con sus enseñanzas? Pretendían que todos conocieran con qué finalidad se debía rogar a cada dios, qué se le había de pedir a cada uno, no se fuera a caer en el absurdo vergonzoso, como suele ocurrir jocosamente en la comedia, de pedir agua a Baco o vino a las Linfas. ¿Serán, digo, ésos quienes enseñen a los hombres que suplican a los dioses inmortales a que, cuando piden vino a las Linfas y éstas les contesten «no tenemos vino, pedídselo a Baco», puedan decir más bien «si no tenéis vino, dadnos al menos la vida eterna»? ¿Hay algo más monstruoso que este absurdo? ¿No es cierto que aquéllas, riéndose a carcajadas (pues tan propensas son a la risa), si no tratan de engañar como los demonios, responderán a quien les suplica: «Oh hombre, ¿piensas que está en nuestra mano dar vida, si has oído que no podemos dar la vida?»
Por consiguiente, sería el colmo de vergonzosa necedad pedir o esperar la vida eterna de unos dioses a quienes se atribuye hasta las últimas menudencias de esta misérrima y brevísima vida y cuanto se relaciona con su sostenimiento; y esto hasta tal punto que, si se solicita del uno lo que está bajo la tutela y el poder de otro, se tiene por tan inconveniente y absurdo que corre parejas con la bufonería cómica. Si esto lo hacen los cómicos conscientes de su papel, es justo susciten la risa en el teatro; pero si lo realizan los necios inconscientes, con más razón se burlarán de ellos en el mundo.
A qué dios o a qué diosa se ha de suplicar y por qué motivo, en lo que se refiere a los dioses que establecieron las ciudades, lo descubrieron hábilmente los sabios y lo dejaron consignado: dijeron qué se ha de pedir, por ejemplo, a Baco, a las Linfas, a Vulcano y a todos los demás, de los cuales en parte hice mención en el libro cuarto y en parte tuve por más oportuno pasarlos en silencio. Ahora bien, si fuera un error pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua a Vulcano, fuego a las Linfas, ¿cuánta mayor demencia no será suplicar a cualquiera de éstos la vida eterna?
3. Al indagar, pues, qué dioses o diosas habíamos de pensar dan el reino terreno a los hombres, después de aclararlo todo se demostró totalmente absurdo pensar que cualquiera de toda esta multitud de dioses falsos pudiera establecer ni siquiera los reinos de la tierra; ¿no sería la más insensata impiedad admitir que puede cualquiera de éstos dar a alguien la vida eterna, que, sin la menor duda ni comparación alguna, debe ser preferida a todos los reinos terrenos? El motivo que nos movía a no admitir que tales dioses pudieran dar ni el reino de la tierra no fue precisamente porque ellos eran grandes y excelsos y ese reino de la tierra tan bajo y abyecto, que no se dignaran ocuparse de eso en sublimidad tan levantada.
Antes bien, por mucho que se desprecien justamente las cumbres perecederas del reino terreno, tan indignos aparecieron esos dioses que no se les podía encomendar la donación o conservación de estos reinos. Y por esto, si, como nos demuestran las cuestiones tratadas en los dos libros precedentes, ninguno de aquella turbamulta de dioses, de los plebeyos digamos o de los próceres, es capaz de dar los reinos mortales a los mortales, ¿cuánto menos podrá hacer inmortales de los mortales?
4. A esto se añade que, si tratamos con los que apoyan la veneración de los dioses, no por esta vida, sino por la que ha de suceder después de la muerte, en modo alguno merecen ya culto, ni siquiera por aquellos bienes que, como repartidos y propios, atribuye al poder de tales dioses no la verdadera, sino la falsa opinión. Así lo creen los que defienden la necesidad de su culto por los beneficios que reportan en esta vida mortal. Y contra ellos ya traté, cuanto me fue posible, lo suficiente en los cinco libros precedentes.
Siendo esto así, si la edad de los que dan culto a la diosa juventud floreciera rozagante, mientras que sus desdeñadores murieran en los años de su juventud o languidecieran en ella como aquejados de debilitamiento senil; si la barbada Fortuna engalanara festiva y vistosa las mejillas de sus devotos, mientras contempláramos lampiños o de barba repugnante a los que la desprecian; aun así, diríamos con toda justicia que hasta aquí se extiende el poder de cada una de estas diosas, limitadas en cierto modo a su oficio. Pero por ello no se podría pedir la vida eterna a la Juventa, que no podía dar ni barba ni se podía esperar bien alguno después de esta vida de la barbada Fortuna, cuyo poder no alcanza en esta vida a dar siquiera la edad en que florece la barba.
Ahora bien, su culto no es necesario ni siquiera por los bienes que se les atribuyen como propios, puesto que muchos devotos de la diosa Juventa no florecieron en tal edad y sí, en cambio, otros muchos sin honrarla lozanean con el vigor de la juventud. Y del mismo modo muchos, venerando a la barbada Fortuna, no lograron barba alguna o muy deforme; y si algunos la veneran para conseguir la barba, son objeto de despectiva burla por parte de los que la tienen.
Siendo esto así, ¿tan necio es el corazón humano que tenga por fructuoso para la vida eterna el culto de aquellos dioses que confiesa inútil y despreciable con miras a estos beneficios temporales y fugaces que se atribuyen a cada uno de ellos? No osaron afirmar que pudieran dar esos dioses la vida eterna, ni siquiera los que, para recomendar su culto a los pueblos ignorantes, y pensando que eran demasiados dioses, distribuyeron meticulosamente esos mismos oficios temporales a fin de que ninguno de ellos se quedara sin encomienda.
CAPÍTULO II
Opinión de Varrón sobre los dioses gentiles. Hubiera sido más reverente callar que revelar lo que reveló
¿Quién investigó más curiosidades sobre estas cosas que Marco Varrón? ¿Quién las descubrió con mayor maestría? ¿Quién las consideró con más atención? ¿Quién las distinguió con más agudeza? ¿Quién las describió más diligente y cumplidamente? Aunque de estilo menos elocuente, es tan cabal en su doctrina y en sus opiniones que en la erudición, por nosotros llamada profana y liberal por ellos, puede enseñar tanto al aficionado a estas materias cuanto deleita Cicerón al aficionado a la dicción. El mismo Cicerón da tal testimonio de Varrón, que dice que la discusión que se trata en los libros Académicos la tuvo con Marco Varrón, «el hombre más agudo de todos y el más sabio, sin duda alguna». No lo llama el más elocuente y el más elegante, porque en esta faceta es muy inferior, sino el más agudo de todos. Y precisamente en los libros donde trata de poner en duda todas las doctrinas insiste sobre «el más sabio, sin duda alguna».
Era tal su seguridad sobre esta cuestión que suprimía la duda que suele tener en todas las discusiones, como si sólo al disputar sobre éste en el estilo dubitativo de los académicos se hubiera olvidado de que era académico. Ya en el primer libro, al celebrar las obras literarias del mismo Varrón, dice: «Cuando yo peregrinaba y andaba errante en nuestra ciudad, como un forastero, tus libros me hicieron retornar como a casa para llegar a conocer quién soy y dónde me encuentro. Tú me descubriste la antigüedad de la patria, la distribución de los tiempos, las prerrogativas de los lugares sagrados, de los sacerdotes, las enseñanzas del hogar y de la sociedad, la situación de las regiones y de los lugares, los nombres, clases, oficios y causas de todo lo divino y lo humano».
Éste es el personaje tan insigne por su sobresaliente erudición, y del cual dice también Terenciano brevemente en aquel elegante verso: «Varrón, un varón doctísimo en todo». Tantas obras leyó que nos maravilla tuviera ocio para escribir algo; y escribió tantas cuantas apenas podemos creer capaz a alguien de leer. Este varón, digo, tan grande por su ingenio como por su erudición, si atacara y refutara las cosas divinas de que escribe, y afirmara que no pertenecen a la religión, sino a la superstición, no sé si compilara tantas ridiculeces, menosprecios y abominaciones en sus libros. Sin embargo, en tal forma dio culto a esos mismos dioses y lo recomendó, que en esos mismos escritos suyos lamenta puedan perecer, no por un ataque hostil, sino por la negligencia de los ciudadanos. De esa ruina afirma que los libra él, guardándolos en la memoria de los buenos con esos libros y conservándolos con diligencia más eficaz de la que se pregona emplearon Metelo para librar a las vestales del incendio y Eneas para librar a los penates de la destrucción de Troya. Y no obstante transmitió a la posteridad para su lectura lo que sabios e ignorantes juzgaron reprobable con toda justicia como hostil en sumo grado a la verdad de la religión. ¿Qué hemos de juzgar, pues, sino que un hombre tan enérgico y erudito, pero no liberado por el Espíritu Santo, estaba subyugado por la costumbre y las leyes de su ciudad y, sin embargo, no quiso callar, bajo las apariencias de fomentar la religión, lo que le bullía en el cerebro?
CAPÍTULO III
División de la obra varroniana Cosas antiguas humanas y divinas
Escribió cuarenta y un libros de Antigüedades, dividiéndolos en cosas humanas y divinas, dedicando veinticinco libros a las humanas y dieciséis a las divinas. Método que siguió en esta distribución: dividió las cosas humanas en cuatro partes, y a cada una dedicó seis libros. Tiene por objeto los que obran, dónde, cuándo y qué es lo que hacen. En los seis primeros libros escribió sobre los hombres; en los seis siguientes, sobre los lugares; en los otros seis, sobre los tiempos, y en los cuatro últimos, sobre las cosas. Cuatro por seis son, pues, veinticuatro. Pero antepuso uno especial, que trata en general de todo.
También en las cosas divinas conserva la misma forma de división en cuanto se relaciona con el culto que ha de darse a los dioses, pues se les da culto por los hombres en sus lugares y sus tiempos. Y a cada uno de estos cuatro asuntos dedica tres libros: trata en los tres primeros sobre los hombres, en los siguientes sobre los lugares, en los terceros sobre los tiempos y en los cuartos sobre el culto, y hace resaltar con una sutil distinción quiénes son los que dan ese culto, dónde lo dan, cuándo y en qué consiste. Pero como era preciso decir, y era lo que más se esperaba, a quiénes había que dar ese culto, compuso los tres últimos libros sobre los dioses, de suerte que cinco por tres hacen quince. Y de esta suerte, como dijimos, en total son dieciséis, ya que añadió al principio de ellos uno especial que trata de todo en general.
A continuación de él comienza por los tres primeros de aquella distribución en cinco partes, que se refieren a los hombres; y trata en el primero sobre los pontífices, en el segundo sobre los augures y en el tercero sobre los quindecimviros. Los tres segundos tratan de los lugares, de suerte que en el uno habla de las capillas, en el otro de los templos y en el tercero de los lugares religiosos. Los tres siguientes pertenecen a los tiempos, es decir, a las fiestas: consagra uno a los días feriados, otro a los juegos circenses y otro a las representaciones teatrales. De los tres libros cuartos sobre las cosas sagradas, describe en uno las consagraciones, en el otro los sacrificios privados y en el último los públicos. Como cerrando esta especie de aparatoso obsequio siguen, por último, en los tres que restan los mismos dioses a quienes está consagrado todo el culto: en el primero se citan los dioses ciertos, en el segundo los inciertos y en el tercero y último los dioses principales y selectos.
CAPÍTULO IV
Anterioridad de lo humano sobre lo divino, según Varrón
1. Por lo que llevamos dicho y lo que se dirá después en toda esta disposición de tan elegante y sutil distribución y distinción, claramente aparece, a cualquiera que por su terquedad de corazón no sea hostil a sí mismo, que es vana la búsqueda de la vida eterna y desvergonzado esperarla o desearla. Pues estos designios proceden de los hombres o de los demonios, y no precisamente de los que llaman ellos demonios buenos, sino, para hablar con claridad, de los espíritus inmundos o controvertiblemente malignos. Ellos son los que con sorprendente envidia siembran ocultamente en el pensamiento de los impíos opiniones perniciosas, por las que el alma humana se desvanece más y más, y no puede acomodarse y unirse a la inconmutable y eterna verdad; y a veces aun se las sugieren abiertamente a los mismos sentidos y las confirman con falsos testimonios a su alcance. Es precisamente el mismo Varrón quien confiesa haber tratado primero las cosas humanas, y en segundo lugar las divinas, por la sencilla razón de que lo primero en existir fueron las ciudades, y luego éstas crearon la religión. Pero la religión verdadera no proviene de ciudad terrena alguna. Es ella precisamente la que da origen a la ciudad celeste. Su inspirador y maestro es el Dios verdadero, que otorga la vida eterna a sus auténticos adoradores.
2. Hasta el mismo Varrón declara que escribió primero sobre las cosas humanas y después sobre las divinas, porque las divinas fueron instituidas por los hombres: «Como es antes el pintor -dice- que el cuadro pintado, y antes el arquitecto que el edificio, así son antes las ciudades que lo establecido por ellas». Pero también dice que hubiera escrito primero sobre los dioses y después sobre los hombres si escribiera de toda la naturaleza de los dioses. Como si aquí tratara de alguna parte de ella y no de toda. ¿O hay acaso alguna parte de la naturaleza de los dioses que no deba ser antes que la de los hombres? ¿No es cierto que en los tres últimos libros, donde distingue con diligencia los dioses ciertos, inciertos y selectos, parece no omitir ninguna parte de la naturaleza de los dioses? ¿Qué es, pues, lo que quiere decir al afirmar que «si escribiéramos de toda la naturaleza de dioses y hombres, hubiéramos concluido con las cosas divinas antes que comenzar con las humanas»? Pues o escribe sobre toda la naturaleza divina, o sobre alguna parte, o en absoluto sobre ninguna.
Si escribe de toda la naturaleza divina, ciertamente debe ser antepuesta a las cosas humanas; si de sólo alguna, ¿cómo no ha de preceder también a lo humano? ¿Se considera acaso indigna cualquier parte de los dioses de ser preferida a toda la naturaleza de los hombres? Y si es mucho que alguna parte divina se prefiera a todas las cosas humanas, debe anteponerse al menos a las cosas romanas, ya que escribió los libros de las cosas humanas no en lo que toca al universo entero, sino por lo que respecta sólo a Roma.
No obstante, dijo que con razón había antepuesto en el orden de composición esos libros a los libros de las cosas divinas, como se antepone el pintor al cuadro pintado, como el arquitecto al edificio, confesando con toda claridad que las cosas divinas, como la pintura y la escultura, han sido establecidas por los hombres.
De todo lo cual se deduce que no escribió de ninguna naturaleza divina, y también que no quiso decir esto claramente, sino que lo dejó a los inteligentes. Pues donde dice «no toda», en el lenguaje común se entiende alguna; pero puede también entenderse ninguna, porque la que es ninguna no es toda ni alguna. Como él mismo dice, si escribiera de toda la naturaleza de los dioses, había de anteponerse en el orden de la composición a las cosas humanas; mas como aunque él calle clama la verdad, debía ser antepuesta ciertamente a las cosas romanas, aunque no fuera toda naturaleza, sí al menos alguna; pero se pospone justamente, luego no es ninguna.
No intentó ciertamente anteponer las cosas humanas a las divinas; lo que pasa es que no quiso anteponer las cosas falsas a las verdaderas. Pues en lo que escribió de las cosas humanas siguió la historia de los hechos; pero sobre lo que llama cosas divinas, ¿qué siguió sino los dictámenes de la vanidad? Esto es ciertamente lo que quiso demostrar con la indicación sutil: no sólo al escribir sobre lo divino después que sobre lo humano, sino también al dar la razón que le movió a hacerlo. Si hubiera pasado ésta en silencio, quizá cada cual interpretara el hecho con diferente sentido. Pero en la razón que dio no dejó lugar a libre interpretación, y demostró bien claro que anteponía los hombres a las instituciones de los hombres, no la naturaleza de los hombres a la naturaleza de los dioses. De este modo confesó que él había escrito los libros de las cosas divinas, no sobre la verdad que atañe a la naturaleza, sino sobre la falsedad que atañe al error. Esto lo confesó aún con mayor claridad, como referí en el libro cuarto, al decir que si él fundara una ciudad nueva, escribiría según la naturaleza; pero como ya la encontró antigua, tuvo que adaptarse a ese estilo.
CAPÍTULO V
Tres géneros de teología según Varrón: uno, fabuloso; otro, natural; y el tercero, civil
1. Pasamos a ver qué son los tres géneros de teología que afirma, es decir, la ciencia que trata de los dioses, y que reciben el nombre de mítico, físico y civil. En latín, si lo admitiera el uso, llamaríamos al primero propio de las fábulas; llamémoslo fabuloso, pues el mítico está tomado de la fábula, que en griego se llama mito,μυθος . El nombre del segundo, el natural, ha sido admitido ya por el uso. Y el del tercero, civil, es expresión netamente latina. Dice a continuación: «Llaman mítico el que usan, sobre todo, los poetas; natural el que usan los filósofos y civil, el que usa el pueblo».
En el primero -dice- que he citado se encuentran muchas mentiras contra la dignidad y la naturaleza de los inmortales. En él se dice que un dios procede de la cabeza; otro, del muslo; otro, de gotas de sangre. También se dice que los dioses han robado, han cometido adulterios, han sido esclavos del hombre. Finalmente se atribuyen a los dioses todos los desatinos que pueden sobrevenirle hasta al hombre más despreciable. Aquí, ciertamente, como podía, como se atrevía y se juzgaba impune, expresó sin sombra alguna de ambigüedad qué injuria tan grande se irrogaba a la naturaleza de los dioses con las fábulas mentirosas. Pero hablaba no de la teología natural ni de la civil, sino de la fabulosa, que libremente juzgó merecía su condena.
2. Veamos qué dice de la otra: «La segunda clase que señalé es aquella de que nos dejaron muchos libros los filósofos: en ellos se explica cuáles son los dioses, dónde están, cuál es su naturaleza, sus cualidades, desde cuándo existen o si son eternos, si son de fuego, como piensa Heráclito; o de números, como dice Pitágoras; o de átomos, como afirma Epicuro. Y así otras explicaciones por el estilo que más fácilmente pueden soportar los oídos dentro de los muros de la escuela que fuera en la calle».
Nada encontró culpable en la otra clase de teología, que llaman natural, y que es del campo de los filósofos: solamente citó las controversias entre ellos mismos, que dieron origen a multitud de sectas disidentes. Retiró, sin embargo, esta filosofía de la calle, es decir, del vulgo, y la encerró en los muros de la escuela; pero no retiró de las ciudades aquella otra tan mentirosa y tan torpe.
¡Oh religiosidad de los oídos del pueblo, incluido el romano! ¡No pueden soportar las disertaciones de los filósofos sobre los inmortales, y no sólo soportan, sino que oyen con gusto las composiciones de los poetas y las representaciones de los cómicos, que van contra la dignidad y naturaleza de los inmortales y que no pueden aplicarse ni al más vil de los hombres! Y aún más, tienen por cierto que esto agrada también a los mismos dioses y que se les debe aplacar con ello.
3. Dirá alguien: distingamos estas dos clases de teología, la mítica y la física, esto es, la fabulosa y la natural, de la civil que aquí se trata, ya que él también las distinguió, y veamos ahora cómo explica la civil. Ciertamente veo las notas que caracterizan a la fabulosa: falsedad, torpeza, indignidad.
Tratar, empero, de distinguir la natural de la civil, ¿qué otra cosa es que confesar que la misma civil es mentirosa? Pues si fuera natural, ¿qué tiene de reprensible para excluirla? Y si la que se llama civil no es natural, ¿qué recomendación tiene para que se la admita? Éste es el motivo por el cual escribió primero de las cosas humanas y después de las divinas, porque en las cosas divinas no siguió la naturaleza, sino las instituciones de los hombres.
Examinemos ya la teología civil: «La tercera clase es -dice- la que deben conocer y poner por obra en las ciudades sus habitantes y de modo especial los sacerdotes. En ella se contienen los dioses que debe honrar cada uno y las ceremonias y sacrificios que debe realizar». Prestemos también atención a lo que sigue: «La primera teología -dice- se acomoda más bien al teatro, la segunda al mundo, la tercera a la ciudad». ¿Quién no echa de ver a cuál concede la palma? Ciertamente a la segunda, que dijo arriba era la de los filósofos. Pues afirma que ésta pertenece al mundo, lo más excelente, dicen éstos, que hay en las cosas.
En cambio, ¿distingue o separa las otras dos teologías, la del teatro y la de la ciudad? Pues vemos que no siempre lo que es propio de la ciudad puede referirse también al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el mundo. Puede, en efecto, suceder que por influjo de falsas opiniones se dé crédito y culto en la ciudad a divinidades cuya naturaleza ni existe en el mundo ni fuera del mundo. Y, en cambio, ¿dónde se encuentra el teatro, sino en la ciudad? ¿Quién fundó el teatro, sino la ciudad? ¿Para qué lo fundó, sino para las representaciones escénicas? ¿Dónde se encuentran las representaciones escénicas, sino en las cosas divinas, sobre las cuales se escribe en estos libros con tal agudeza?
CAPÍTULO VI
La teología mítica (esto es, fabulosa) y la civil, contra Varrón
1. ¡Oh Marco Varrón!, siendo el hombre más ingenioso y el más sabio sin lugar a dudas, pero al fin hombre y no dios, y no levantado por el Espíritu de Dios a la verdad y a la libertad para contemplar y anunciar los divinos misterios, aciertas, sin embargo, a penetrar la diferencia tan grande que existe entre las cosas divinas y las bagatelas y mentiras humanas. Y, no obstante, temes chocar contra las opiniones y costumbres viciosísimas de los pueblos en las supersticiones públicas. Que éstas desdicen de la naturaleza de los dioses, aun de tales dioses cuales en los elementos de este mundo sospecha la debilidad del espíritu humano, bien lo percibes tú mismo cuando los consideras en todos sus aspectos, y lo repite el eco de toda vuestra literatura. ¿Qué puede hacer aquí aun el más sobresaliente ingenio humano? ¿Qué te ha favorecido a ti la doctrina humana tan elevada y múltiple que posees?
Deseas rendir culto a los dioses naturales y te ves forzado a dárselo a los civiles; descubriste que otros eran fabulosos, contra los cuales puedes volcar con más desembarazo lo que sientes, con lo cual, quieras o no, salpicarás también a estos civiles. Dices, sin duda, que los fabulosos están acomodados al teatro, los naturales al mundo y los civiles a la ciudad; pero el mundo es obra divina, y las ciudades y los teatros son obra de los hombres. Y no son distintos los dioses que son objeto de burla en los teatros y de adoración en los templos; ni ofrecéis juegos a otros que a los que inmoláis víctimas. ¿Con cuánta mayor libertad y agudeza dividirías estas cosas, llamando dioses naturales a unos y establecidos por los hombres a otros? Pero añadiendo que, de los establecidos por los hombres, una cosa sienten los poetas y otra los sacerdotes, y que unos y otros coinciden de tal modo en la falsedad que en ambos se sienten complacidos los demonios, que tienen por enemiga la doctrina de la verdad.
2. Dejando de momento a un lado la teología que llaman natural, de la cual trataremos después, ¿parece bien solicitar ya o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teatrales, histriónicos, escénicos? En modo alguno; antes líbrenos el Dios verdadero de tan monstruosa y sacrílega demencia. ¿Cómo? ¿Se puede solicitar la vida eterna de aquellos dioses a quienes agradan y aplacan estas cosas, renovándose con frecuencia allí sus crímenes? Nadie, pienso yo, lleva su locura hasta el punto de precipitarse en impiedad tan insensata. Por consiguiente, ni por la teología fabulosa ni por la civil puede uno conseguir la vida inmortal.
Aquélla, con ficciones, siembra torpezas sobre los dioses, ésta las cosecha con su apoyo; aquélla esparce mentiras, ésta las recoge; aquélla ataca las cosas divinas con falsos crímenes, ésta acepta entre las cosas divinas la representación de esos crímenes; aquélla celebra en sus versos las nefandas ficciones de los hombres sobre los dioses, ésta las consagra en las festividades de los mismos dioses; aquélla canta los crímenes y torpezas de los dioses, ésta los ama; aquélla los publica o los finge, ésta o confirma los verdaderos o se deleita con los falsos.
Las dos inmundas y condenables, pero aquélla, que es teatral, profesa públicamente su corrupción, y ésta, que es de la ciudad, se engalana con la inmundicia de aquélla. ¿Puede esperarse la vida eterna de todo esto, que está mancillando la breve vida temporal? ¿O acaso deshonra la vida el contubernio de los hombres nefastos, si se mezclan en nuestros afectos y aprobaciones, y no la contamina la compañía de los demonios, que son honrados por sus crímenes, si son verdaderos esos crímenes, tan perversos ellos, y si son falsos, tan torpemente honrados?
3. Al decir esto, quizá le pueda parecer al ignorante de estas cosas que sólo las composiciones de los poetas y las representaciones escénicas sobre tales dioses son indignas de la divina majestad, ridículas y detestables, y, en cambio, las ceremonias sagradas, realizadas no por histriones, sino por sacerdotes, están purificadas y ajenas a toda indecencia. Si esto fuera así, nadie pensaría jamás celebrar en honor de los dioses torpezas teatrales ni los mismos dioses exigirían nunca se les dedicasen. Pero, precisamente, como en los templos se realizan semejantes indignidades, no se avergüenzan de representarlas en los teatros en honor de los dioses.
Finalmente, al empeñarse el citado autor en distinguir, como tercera en su género, la teología natural de la fabulosa y de la civil, parece quiso entenderla más como una combinación de ambas que como separada de ellas. Dice, en efecto, que lo que escriben los poetas es menos de lo que deben seguir los pueblos, y, en cambio, lo que escriben los filósofos es más de lo que puede penetrar el vulgo. «Estas cosas, a pesar de ser tan opuestas -dice-, sin embargo, de una y otra se han tomado no pocos elementos para la teología civil. Por lo cual escribiremos con la civil lo que tiene de común con los poetas; por ello, hemos de tener más afinidad con los filósofos que con los poetas»; por consiguiente, aún alguna con los poetas.
Y, sin embargo, afirma en otro lugar que sobre la genealogía de los dioses los pueblos se han sentido más inclinados a los poetas que a los filósofos. Cierto, aquí dijo lo que se debe, allí lo que se hace, pues los filósofos escribieron para aprovechar; los poetas, para deleitar. Y por esto lo que escribieron los poetas y no deben imitar los pueblos son los crímenes de los dioses; que, no obstante, deleitan a los pueblos y a los dioses, ya que, como dice, los poetas escriben buscando el deleite, no el provecho. A pesar de todo, escriben lo que los dioses piden y los pueblos celebran.
CAPÍTULO VII
Semejanza y concordia entre la teología fabulosa y la civil
1. Se reduce, pues, a la teología civil la fabulosa, teatral, escénica, rebosante de indignidad y de torpeza; y toda ella tenida con razón como culpable y detestable, es parte de aquella que se juzga digna de culto observante. Y no parte incongruente, como me propuse demostrar, y que, como ajena a todo el cuerpo, está unida a él y como pendiente del mismo, sino totalmente en armonía con él y con la misma correspondencia de un miembro del mismo cuerpo.
¿Qué otra cosa, si no, demuestran las representaciones, formas, edades, sexo y atuendo de los dioses? ¿Acaso tienen por barbado a Júpiter los poetas y a Mercurio por imberbe, y no los tienen los pontífices? ¿Acaso le atribuyeron enormes vergüenzas a Príapo las representaciones escénicas y no también los sacerdotes? ¿Se presenta de diferente manera a la adoración en los templos que a la irrisión en los teatros? ¿Acaso el viejo anciano Saturno o el adolescente Apolo son personajes de los histriones y no estatuas de los templos? ¿Por qué Fórculo, que preside las puertas, y Limentino, que preside el umbral, son dioses masculinos, y se encuentra entre los dos la diosa Cardea guardando el quicio? ¿No se encuentran en los libros de las cosas divinas estos extremos que los poetas serios consideraron indignos de sus composiciones? ¿Acaso la Diana del teatro aparece armada y la de la ciudad es una simple doncella? ¿Es el Apolo de las tablas un citarista y carece de este arte el de Delfos?
Claro que todos estos detalles son muy decorosos si se los compara con los más torpes. ¿Qué concepto tuvieron de Júpiter los que colocaron a su nodriza en el Capitolio? ¿No es cierto que confirmaron el pensamiento de Evémero, quien escribió no con mítica garrulería, sino con solicitud histórica, que todos esos dioses son hombres y seres mortales? Los que sentaron a la mesa de Júpiter a los dioses comilones y parásitos suyos, ¿qué pretendieron sino convertir lo sagrado en bufonesco? Y si un farsante hubiera dicho que parásitos de Júpiter habían sido sentados a su mesa, parecería que buscaba provocar a risa. Pero fue Varrón el que lo dijo, no para mofarse de los dioses, sino para recomendarlos. Son los libros de las cosas divinas, no los de las humanas, los que dan fe de que escribió esto, y no cuando explicaba los juegos escénicos, sino cuando proclamaba los derechos del Capitolio. Finalmente, se ve forzado por todas estas cosas a confesar que, como habían hecho a los dioses de talante humano, así creyeron que los dioses se complacían en humanos placeres.
2. Ni se durmieron tampoco los espíritus malignos en su tarea para confirmar, burlándose de los humanos, estas nocivas opiniones. Es un ejemplo lo que se cuenta de aquel guardián del templo de Hércules. Estando ocioso en día feriado, jugaba con un dado en cada mano, el uno en favor de Hércules y el otro en favor suyo, estipulándose a sí mismo que si vencía él, se prepararía una cena y una amiga a costa de los emolumentos del templo; si la victoria fuera de Hércules, haría esto mismo de su propio dinero para deleite de Hércules. Luego, vencido por sí mismo, como si lo hubiera sido por Hércules, obsequió a éste con la cena debida y la nobilísima cortesana Larencia. Durmió ésta en el templo y vio en sueños que Hércules se había acostado con ella y que le había dicho que al marchar de allí, recibiría del primer joven que encontrara la recompensa que debía tener como dada por Hércules. Al marchar, el primero con quien se encontró fue con el opulento joven Tarucio, que la tuvo consigo mucho tiempo como amiga, y la dejó heredera suya al morir. Consiguió así inmensas riquezas, y para no mostrarse ingrata a la merced divina, declaró heredero de todo al pueblo romano, creyendo hacer una obra sumamente grata a las divinidades. Fue descubierto el testamento sin aparecer ella, y en reconocimiento de esto dicen se hizo acreedora honores divinos.
3. Si esto fueran ficciones de los poetas o farsas cómicas, se las adjudicaría, sin duda, a la teología fabulosa, separándolas de la dignidad de la teología civil. Pero como un autor de tal categoría atribuye estas torpezas no a los poetas, sino a los pueblos; no a los bufones, sino a los sacerdotes; no a los teatros, sino a los templos, es decir, no a la teología fabulosa, sino a la civil; no en vano los histriones representan en sus comedias la deshonestidad de los dioses, y sí intentan en vano los sacerdotes, por su parte, plasmar en sus ceremonias sagradas una honestidad de los dioses que no existe. Existen misterios de Juno, y tienen lugar en su predilecta isla de Samos, donde se entregó por esposa a Júpiter; existen misterios de Ceres, y en ellos se busca a Proserpina arrebatada por Plutón; también hay misterios de Venus, y en ellos se llora al hermosísimo joven Adonis, muerto por los dientes del jabalí; misterios igualmente de la madre de los dioses, donde el hermoso adolescente Atis, por ella amado y hecho eunuco a impulsos del celo mujeril, es llorado también por la desgracia de los hombres eunucos llamados Galos.
Si todo es más deforme que todas las torpezas escénicas, ¿por qué se esfuerzan en apartar de la teología civil las fabulosas ficciones de líos poetas sobre los dioses en el teatro, como si se empeñaran en apartar lo torpe e indigno de lo digno y honesto? Hay, por tanto, motivo de gratitud para con los histriones, que respetaron las miradas de los hombres y no pusieron de manifiesto en los teatros todo lo que se oculta entre las paredes de los templos. ¿Se puede pensar algo bueno sobre los misterios que se cubren en las tinieblas si tan detestables son los que se representan a plena luz?
Ciertamente, lo que hacen en secreto por medio de los castrados y afeminados ellos lo sabrán; pero no pudieron tener ocultos a esos mismos hombres, desgraciada y torpemente acaponados. Traten de persuadir a quien puedan de que realizan algo santo por ministerio de semejantes hombres, que no pueden negar se encuentran entre sus cosas santas. Ignoramos lo que hacen, pero no ignoramos por medio de quién lo realizan. Conocemos las representaciones que tienen lugar en el teatro, adonde jamás, ni aun en el coro de las rameras, entró castrado o afeminado alguno; aunque son también torpes e infames los que las realizan, ya que no podrían realizarlas personas honradas. ¿Qué ceremonias sagradas son aquellas para cuya realización eligió la santidad tales ministros que no admite en su seno la obscenidad del teatro?
CAPÍTULO VIII
Interpretaciones de las razones naturales que sobre sus dioses pretenden dar los doctores paganos
1. Todo esto tiene ciertas interpretaciones que llaman físicas, es decir, de motivos naturales. Como si tratáramos aquí de la física y no de la teología, es decir, el fundamento, no de la naturaleza, sino de Dios. Aunque el verdadero Dios no es según la opinión, sino según la naturaleza, sin embargo, no toda naturaleza es Dios; existe la naturaleza del hombre, del animal, del árbol, de la piedra, nada de lo cual es Dios. Pero si, cuando se trata de las cosas sagradas de la madre de los dioses, el fundamento de esta interpretación consiste en que la tierra es la madre de los dioses, ¿para qué seguir nuestra investigación, para qué indagamos el resto? ¿Qué apoyo más evidente pueden tener los que afirman que todos estos dioses fueron hombres? Pues como son nacidos de la tierra, así tienen a la tierra por madre.
Pero en la verdadera teología la tierra es obra de Dios, no madre del mismo. No obstante, de cualquier modo que quieran interpretar sus misterios y referirlos a la naturaleza de las cosas, el que los hombres se acomoden a la condición de las mujeres no es según la naturaleza, sino contra la naturaleza. Esta enfermedad, este crimen, esta ignominia se manifiesta entre aquellos misterios sagrados, cosa que entre las viciosas costumbres de los hombres apenas se confiesa en el tormento.
Por otra parte, si a estos misterios, demostrados más afrentosos que las torpezas escénicas, se les busca la excusa y justificación de encarnar una interpretación referida a la naturaleza de las cosas, ¿por qué no se busca también una excusa y justificación para las ficciones de la poesía? Y así, en efecto, los han interpretado muchos. De tal suerte que aun el hecho que tienen por más monstruoso y nefando de haber devorado Saturno a sus hijos lo interpretan algunos como la duración del tiempo, significado por Saturno, que va devorando cuanto engendra; o también, en opinión de Varrón, en el sentido de que Saturno pertenece a las semillas, que vuelven de nuevo a la tierra de que nacen. Así también tienen otras diferentes interpretaciones para esto, y de modo semejante para lo demás.
2. Y, sin embargo, se llama fabulosa a esta teología, a la que se reprende, se rechaza y ataca con todas esas sus interpretaciones; y con justa razón, por haber inventado cosas indignas acerca de los dioses, se la separa con repudio no sólo de la natural, que es propia de los filósofos, sino también de esta civil que tenemos entre manos y que se dice pertenece a las ciudades y a los pueblos. La razón de este repudio es que los hombres tan perspicaces y sabios que escribieron esto veían reprobables ambas, la fabulosa y la civil; pero se atrevían a reprobar la primera y no la segunda: propusieron la fabulosa como culpable, y explicaron la civil como su semejante. No de suerte que ésta fuera mantenida con preferencia a aquélla, sino de suerte que se la conociera tan censurable como ella. Y así, evitando el peligro de los que temían censurar la teología civil, con la censura de una y otra pudiera encontrar lugar entre los espíritus mejores la que llaman natural.
En efecto, la fabulosa y la civil son a la vez fabulosas y civiles. Así, quien examine con sensatez las vanidades y obscenidades de ambas habrá de reconocer que ambas son fabulosas; como encontrará que ambas son civiles quien considere los juegos escénicos que pertenecen a la fabulosa en las festividades de los dioses y en las ceremonias sagradas de las ciudades.
¿Cómo, pues, se puede otorgar a cualquiera de estos dioses el poder de dar la vida eterna si tanto las estatuas como los sagrados misterios los demuestran tan semejantes por sus formas, edad, sexo, costumbres, matrimonios, generación, ritos, a los dioses fabulosos tan claramente reprobados? En todo lo cual o bien se demuestra que son hombres, a quienes a tenor de su vida y de su muerte se dedicaron misterios y ceremonias, introduciendo y fomentando este error los demonios, o al menos se admite que estos mismos espíritus inmundos, aprovechando cualquier ocasión, se deslizaron astutamente en las mentes humanas para engañarlas.
CAPÍTULO IX
Oficio de cada uno de los dioses
1. ¿Qué se puede decir de los mismos oficios de los dioses tan baja y minuciosamente repartidos, que afirman ser preciso suplicar a cada uno según su propio cargo? De esto, si no todo, ya hemos dicho mucho. ¿No están más en consonancia esos oficios con la bufonería mímica que con la dignidad divina? Si alguien proporcionara dos nodrizas a un pequeñito, una que le diera sólo el alimento y la otra la bebida, como usan éstos de las diosas Edulica y Potina, parecería, sin duda, haber perdido el juicio y representar en su casa algo semejante a una comedia.
Dicen que Líbero se llama así porque los varones en el ayuntamiento carnal se quedan, gracias a su ayuda, libres del semen expulsado, y que esto mismo hace en las mujeres Líbera, que llaman también Venus, porque también ellas dicen expulsar su semen. Por ello ofrecen a Líbero en el templo esta parte viril del cuerpo, y a Líbera, la de la mujer. A esto añaden que se han consagrado a Líbero las mujeres y el vino por la excitación de la libido. Por ello se celebraban las bacanales en un arrebato de frenesí, confesando el mismo Varrón que no podrían realizar las bacantes tales excesos sin tener la mente fuera de sí. No vio bien esto luego el Senado, más cuerdo, y mandó suprimirlo. Al fin parece percibieron aquí el poder de los espíritus inmundos al ser tenidos por dioses en las mentes de los hombres. Esto ciertamente no se haría en el teatro, pues allí se divierten, sin estar fuera de sí, aunque sea algo semejante al frenesí el tener dioses que se deleitan con semejantes diversiones.
2. ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que el religioso se diferencia del supersticioso en que éste teme a los dioses y, en cambio, el religioso los venera más bien como padres, que los teme como enemigos? Y ¿qué quiere decir cuando afirma que todos los dioses son tan buenos, que son más inclinados a perdonar a todos los culpables que a perjudicar a los inocentes?
Sin embargo, recuerda que a la mujer que ha dado a luz le asignan tres guardianes, a fin de que no se introduzca Silvano por la noche y pueda perjudicarla. Y como símbolo de esos tres guardianes rondan tres hombres por la noche el umbral de la casa y lo golpean primeramente con una segur, después con un mortero y al fin lo barren con escobas para que con estos signos de la cultura quede prohibida la entrada a Silvano; y la explicación es que ni los árboles se cortan y se podan sin el hierro, ni la comida se prepara sin el mortero, ni los frutos se amontonan sin la escoba. De esos tres elementos tomaron nombre los dioses llamados: Intercidona, del corte de la segur; Pilimno, del mortero; Deverra, de la escoba; dioses guardianes de la prole contra la embestida del dios Silvano. Nada valdría ciertamente contra la crueldad de un dios nocivo la custodia de los buenos si no se juntaran muchos contra uno luchando con los signos contrarios de la cultura, contra este dios fiero, horrendo e inculto como silvestre que es. ¿Es ésta acaso la inocencia, es ésta la concordia de los dioses? ¿Son éstas las divinidades útiles de las ciudades, más dignas de risa que los escarnios de los teatros?
3. En el matrimonio del varón y la mujer interviene el dios Yugatino. Pase este detalle. Pero para conducir a casa a la prometida se acude al dios Domiduco; para que esté en casa, al dios Domicio, y para que permanezca con el varón, a la diosa Manturna. ¿Para qué buscar más? Téngase consideración al pudor humano: sea la concupiscencia de la carne y de la sangre la que lleve a cabo el resto, procurando el recato del pudor. ¿Para qué llenar la alcoba de una turba de divinidades cuando aun los paraninfos se apartan de allí? Y no se llena precisamente para que su presencia sea garantía más segura del pudor, sino para que la mujer, débil por su sexo y tímida por la novedad, pierda sin dificultad su virginidad con la cooperación de aquéllos: allí están presentes la diosa Virginiense, el dios Subigo, la diosa madre Prema, la diosa Pertunda, Venus, Príapo...
¿Qué es esto? Si en menester semejante era preciso que los dioses ayudasen al varón en apuros, ¿no bastaría uno o una sola? ¿No sería suficiente Venus sola, que recibe ese nombre precisamente porque sin su vigor la mujer no deja de ser virgen? Si existe en los hombres algún pudor que no lo tengan los dioses, al creer los casados que están presentes tantos dioses de uno y otro sexo, y que son instigadores del acto, ¿no se sentirán invadidos de tal vergüenza que él se conmueva menos y ella oponga mayor resistencia? Si está la diosa Virginiense para quitar el cíngulo a la doncella; si está el dios Subigo para someterla al varón; si la diosa Prema, para que sometida sea apretujada sin moverse, ¿qué hace allí la diosa Pertunda? Cúbrase de vergüenza y váyase afuera; deje que haga algo el marido. Es sumamente vergonzoso que lo que significa su nombre lo haga otro por él. Quizá se tiene cierta tolerancia porque es una diosa y no un dios. Pues si se tuviera por dios y se llamara Pertundo, seguramente que, en defensa del pudor de su esposa, pediría el varón auxilio contra él más que la recién parida contra Silvano. Aunque, ¿para qué decir esto estando allí un dios tan masculino como Príapo, sobre cuyo monstruoso y torpísimo miembro mandaban sentar a la nueva desposada las matronas, según honestísima y religiosísima costumbre?
4. Ea, traten aún de discernir con alguna sutileza, si pueden, la teología civil de la fabulosa, las ciudades de los teatros, los templos de las tablas, los misterios de los pontífices de los versos de los poetas, como cosas honestas de torpes, verdaderas de falaces, pesadas de livianas, serias de jocosas, apetecibles de rechazables. Ya sabemos cómo se las arreglan: conocen que la teología teatral y fabulosa dependen de la civil y que ésta se refleja en los versos de los poetas como en un espejo. Y por esto, tras la exposición de ésta, que no se atreven a condenar, arguyen y reprueban con más libertad su imagen para que quienes saben lo que quieren detesten esta misma apariencia, cuya imagen es aquélla. Sin embargo, los dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman tanto que en una y otra parece mejor lo que son ellos mismos.
Por este motivo obligaron también con terribles órdenes a sus adoradores a consagrarles la inmundicia de la teología fabulosa, a exponerla en sus solemnidades y a tenerla entre las cosas divinas. Y así se nos manifestaron claramente como los espíritus más inmundos, y convirtieron a la teología teatral, abyecta y reprobable, en parte y como miembro de la teología urbana, selecta y recomendable. De suerte que, siendo aquélla torpe y engañosa, y conteniendo en sí los dioses fingidos, aparezca una parte en los escritos de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas. Si tiene aún otras partes, es cuestión diferente: al presente, para seguir la división de Varrón, creo dejar bien demostrado que la teología urbana y la teatral se reducen a la misma civil. Así que, como ambas contienen la misma torpeza, monstruosidad e indignidad, no pueden las personas religiosas esperar la vida eterna ni de una ni de otra.
5. Queda por exponer cómo Varrón comenzó a recordar y enumerar a los dioses desde la concepción del hombre, y fue Jano el primero de la serie. Serie que prolongó hasta la muerte del hombre decrépito; y cierra esa lista de dioses, que se refieren al hombre, con la diosa Nenia, que se canta en los funerales de los ancianos. Comienza luego a presentar otros dioses que no se refieren ya propiamente al hombre, sino a las cosas que con él se relacionan, como el alimento, el vestido y todo lo necesario para esta vida, y muestra cuál es el oficio de cada uno y por qué debe suplicársele.
En toda esta diligente enumeración no señaló ni nombró dios alguno a quien hubiera que pedir la vida eterna, que es la única por la cual somos cristianos nosotros. ¿Quién, pues, será tan limitado que no comprenda las intenciones de este hombre al exponer y descubrir con diligencia la teología civil, así como al demostrar su semejanza con la fabulosa, indigna y bochornosa? Enseñando a la vez, evidentemente, que la fabulosa es una parte de la misma, ¿intentó otra cosa sino preparar en los espíritus del hombre un lugar para la natural, que dice pertenece a la filosofía? Y con tal sutileza lo hace, que reprende a la fabulosa sin atreverse a reprender a la civil, aunque sólo con su presentación se muestra reprensible, y rechazada así una y otra a juicio de los prudentes, no queda sino la elección de sólo la natural. Sobre ella, con la ayuda del Dios verdadero, trataremos con mayor solicitud en su propio lugar.
CAPÍTULO X
Libertad de Séneca, que reprende con más ardor la teología civil que Varrón la fabulosa
1. La libertad que le faltó a Varrón para reprender abiertamente la teología urbana, tan semejante a la fabulosa, como reprendió a ésta, no le faltó en todo, aunque sí en parte, a Anneo Séneca, que por algunos documentos sabemos floreció en tiempo de los apóstoles. La tuvo ciertamente en sus escritos, aunque le faltó en su vida. En el libro que compuso contra los supersticiosos reprendió con mucha mayor abundancia y vigor la teología urbana y civil que Varrón la teatral y fabulosa. Dice hablando de las imágenes: «Dan a conocer a los dioses inmortales e inviolables en la más baja e insensible materia, dándoles figuras de hombres, de fieras y de peces, y llegan algunos hasta a darles diversos cuerpos mezclando los sexos; llegan a llamar dioses a los que, si encontráramos de pronto con vida, tendríamos más bien por monstruos».
Un poco más adelante, al anunciar la teología natural, y después de clasificar las opiniones de ciertos filósofos, se plantea la cuestión diciendo: «Al llegar aquí dirá alguno: ¿puedo creer yo que el cielo y la tierra son dioses, y que hay otros sobre la luna y otros debajo? ¿Puedo estar de acuerdo con Platón o el peripatético Estratón, de los cuales el uno admite un dios sin cuerpo y el otro sin alma?». Él mismo responde: «Pues qué, ¿te parecen más veraces los sueños de T. Tacio, de Rómulo o Tulo Hostilio? Tacio consagró como diosa a Cloacina; Rómulo, a Pico y a Tiberino, y Hostilio, a Pavor y Palor, los más sombríos afectos del hombre, de los cuales el uno es la agitación de la mente aterrorizada, el otro la del cuerpo, pero no como enfermedad, sino como color».
¿Se puede tener por dioses a éstos y admitirlos en el cielo? ¿Con qué libertad habló de los ritos tan torpes y crueles? «El uno se mutila en sus partes viriles, el otro se corta los bíceps de los brazos. ¿Cómo podrán temer la ira de los dioses quienes así los aplacan? Dioses que se complacen en esto no merecen culto alguno. Tan grande es el desvarío de la mente perturbada y fuera de sí, que piensan se aplacan sus dioses con la crueldad que no llegaron a practicar ni los hombres más crueles y despiadados. Despedazaron los tiranos los cuerpos de algunos, pero no mandaron a nadie desgarrar los propios. Se castraron algunos en holocausto de tiránica voluptuosidad, pero nadie por orden de su señor puso las manos sobre sí para dejar de ser varón. Ellos se despedazan a sí mismos en los templos, y ruegan con sus heridas y con su sangre. Si alguno tiene oportunidad de ver lo que hacen y lo que sufren, hallará cosas tan indecentes para los honestos, tan indignas para los libres, tan opuestas a los cuerdos, que no podrá dudar de su locura si fueran muy pocos; pero la multitud de los locos es garantía de cordura».
2. Pasa luego a recordar las cosas que suelen hacerse en el Capitolio, y las reprueba con decidida intrepidez; y ¿quién creerá que son sino burlones y locos los que las practican? Se había él burlado del llanto por la pérdida de Osiris en los misterios de Egipto y del gran contento por su hallazgo. Esa pérdida y ese hallazgo no son sino ficciones; pero se expresa con toda veracidad el dolor y la alegría de los que nada habían perdido ni encontrado.
«Pero esa locura -dice- tiene una duración limitada. Puede pasar la expresión de la locura una vez al año. Llegué al Capitolio; causará vergüenza la demencia generalizada que el vano frenesí tomó como un deber. Uno somete las divinidades al dios; otro le dice la hora a Júpiter; otro está como lictor; otro como masajista, que con el movimiento fingido de los brazos está imitando al que unge. Hay mujeres que componen los cabellos de Juno y de Minerva y mueven sus brazos como las peinadoras, en pie y lejos, no de las imágenes sólo, sino también del templo; las hay que tienen su espejo, otras que invocan a los dioses para sus pleitos y otros que presentan memoriales escritos e informan de su causa a los mismos. Un hábil director de histriones, viejo ya y decrépito, representaba una farsa a diario en el Capitolio, como si los dioses contemplaran con agrado al que los hombres habían ya abandonado. Allí están ociosos toda clase de artífices, que sirven a los dioses inmortales.»
Y añade un poco más adelante: «Sin embargo, éstos hacen al dios una ofrenda superflua, pero no torpe ni deshonrosa; algunas hay que se sientan en el Capitolio y piensan que son amadas por Júpiter, sin atemorizarse por la consideración de Juno, la más iracunda si damos crédito a los poetas».
3. No tuvo Varrón este valor; solamente se atrevió a reprender la teología poética, pero no la civil, que echó por los suelos aquél. Si miramos bien las cosas, son peores los templos donde se celebran estas ceremonias que los teatros donde se simulan. Por ello, Séneca eligió para el sabio estas partes en los misterios de la teología civil, para no tenerlos en la religión de su espíritu, sino fingirlos en sus actos. Dice: «Todo esto lo observará el sabio como ordenado por las leyes, no como agradable a los dioses». Y añade luego: «¿Qué es el casar a los dioses, y sin piedad siquiera, hermanos y hermanas? Emparejamos a Belona con Marte, a Venus con Vulcano, a Neptuno con Salacia. A algunos, sin embargo, los dejamos célibes, como si les faltara algún requisito, sobre todo habiendo algunas viudas, como Populonia o Fulgora, o la diosa Rumina, a quienes no me maravilla haya faltado pretendiente. Y toda esa noble panda de dioses que amontonó una larga superstición en el largo paso del tiempo hemos de adorarla -dice-, pero con la condición de tener presente que su culto tiene más relación con la costumbre que con la realidad».
Por consiguiente, ni aquellas leyes ni la costumbre establecieron en la teología civil lo que era agradable a los dioses o se refería a esa cuestión. Pero él, a quien la filosofía había hecho en cierto modo libre, como era un ilustre senador del pueblo romano, veneraba lo que reprendía, practicaba lo que refutaba, adoraba lo que hallaba culpable. Es decir, la filosofía le había enseñado algo grande: el no ser supersticioso en el mundo; sin embargo, por respeto a las leyes de los ciudadanos y a las costumbres de los hombres no representaba ciertamente un papel importante en el teatro, pero lo imitaba en el templo; y por ello tanto más digno de censura cuanto que inducía al pueblo a juzgar que sus prácticas las hacía convencido; y, en cambio, el actor deleita con la actuación más que engaña con la mentira.
CAPÍTULO XI
Juicio de Séneca sobre los judíos
Entre otras supersticiones de la teología civil, censura Séneca también las prácticas religiosas de los judíos y, sobre todo, los sábados. Dice que es inútil su celebración, ya que, estando ociosos un día en la semana, pierden casi una séptima parte de su vida y salen perjudicados al no realizar muchas necesidades urgentes. Y, sin embargo, no se atrevió a mencionar a los cristianos, tan enemigos de los judíos. No los mencionó en ninguno de los dos extremos, es decir, ni alabándolos contra la usanza de su patria ni reprendiéndolos, quizá contra su propia voluntad. Dice al hablar de los judíos: «Tal poderío alcanzó la manera de vivir de esta gente perversa, que se impuso en todas las regiones: los vencidos dieron leyes a los vencedores».
Estaba maravillado al decir esto, ignorando lo que perseguían los designios divinos, y expuso claramente lo que pensaba sobre el fundamento de sus misterios; dice así: «Ellos conocieron el porqué de sus ritos; la mayor parte del pueblo los practica sin saber por qué». Pero sobre las prácticas religiosas de los judíos, por qué razón y hasta qué punto fueron establecidas por la autoridad divina y cómo después a su debido tiempo fueron abrogadas por la misma autoridad para el pueblo de Dios, al cual se reveló el misterio de la vida eterna; ya hemos tratado en otra parte, sobre todo cuando rebatíamos a los maniqueos. Trataremos también de ello en lugar más oportuno de esta obra.
CAPÍTULO XII
Descubierta la vanidad de los dioses gentiles, está fuera de toda duda que no pueden dar la vida eterna a nadie quienes no ayudan ni a la misma vida temporal
Hemos tratado hasta el presente de las tres teologías que llaman los griegos mítica, física, política, que puede equivaler a los nombres latinos fabulosa, natural y civil; y hemos demostrado que no se ha de esperar la vida eterna ni de la fabulosa, que los mismos adoradores de tantos dioses falsos reprendieron con tal libertad, ni de la civil, de la cual está demostrado ser aquélla una parte, y es tan semejante o aún peor. Si a alguien no le parece suficiente lo que se ha dicho en este libro, añada tantísimas disertaciones de los libros anteriores, sobre todo del cuarto, acerca de Dios como dador de la felicidad. Pues ¿a quién habían de consagrarse los hombres con vistas a la vida eterna sino a la felicidad, si la felicidad fuera una diosa? Pero como no es una diosa, sino un don de Dios, ¿a qué Dios sino al dador de la vida eterna hemos de consagrarnos los que con piadosa caridad amamos la vida eterna, donde se halla la felicidad plena y verdadera?
De todo lo expuesto pienso que nadie puede dudar que no da la felicidad ninguno de estos dioses que reciben tanto y tan inmundo culto, y si no lo reciben, se irritan más torpemente aún, con lo que se delatan como los espíritus más inmundos. En fin, quien no da la felicidad, ¿cómo puede dar la vida eterna? Llamamos vida eterna a aquella en que la felicidad no tiene fin. Pues si el alma viviera en los tormentos eternos en que son atormentados los mismos espíritus inmundos, más bien muerte que vida debiera llamarse ésa. No hay, en efecto, muerte más radical ni peor que aquella en que no muere la muerte.
Pero como el alma, por su naturaleza, ha sido creada inmortal y no puede existir sin vida alguna, su muerte suprema es el apartamiento de la vida de Dios en la eternidad del tormento. Por consiguiente, sólo el que da la verdadera felicidad puede dar la vida eterna, es decir, felicidad sin fin. Ésta, queda demostrado, no pueden darla los dioses que adora la teología civil. Así que no deben ser honrados por las cosas temporales y terrenas, como hemos demostrado en los cinco libros anteriores, y mucho menos por la vida eterna que seguirá a la muerte; lo que con la ayuda de los otros hemos probado en éste solo. Pero como la fuerza de la apatía tiene tan grandes raíces, si alguien piensa que he hablado poco sobre el rechazo y cautela contra esta teología civil, preste atención al libro que, con la ayuda de Dios, seguirá.
LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA
LIBRO VII
[La teología civil y sus dioses]
PRÓLOGO
He intentado con gran solicitud arrancar y extirpar las malas y antiguas doctrinas, enemigas de la verdadera religiosidad, que el error duradero del linaje humano grabó profunda y tenazmente en los ánimos entenebrecidos. Con la ayuda de Dios, que, como verdadero que es, tiene este poder, he cooperado en la medida de mis fuerzas con su gracia. Tengan, pues, paciencia y calma los de ingenio más rápido y agudo, a quienes han sido más que suficientes los libros anteriores sobre esta materia, y no juzguen superfluo por mor de los otros lo que no ven necesario para sí mismos. De gran trascendencia es la cuestión que se ventila cuando proclamamos la obligación de buscar y honrar a la verdadera y verdaderamente santa divinidad, no precisamente por el hábito transitorio de esta vida mortal, sino mirando a la vida feliz, que no es otra que la eterna, aunque también ella nos suministre los auxilios necesarios para la vida frágil que ahora llevamos.
CAPÍTULO I
Si, como se ha demostrado, no existe divinidad en la teología civil, ¿podremos encontrarla en los dioses selectos?
Quizá alguno no se haya convencido aún con el sexto libro que acabamos de escribir de que esta divinidad, o, por decirlo así, deidad, pues ya nuestros escritores no recelan el uso de esta palabra para traducir con más exactitud lo que ellos llaman θεότητα, de que esta divinidad o deidad no se encuentra en la teología que llaman civil, explicada por Varrón en dieciséis volúmenes. Es decir, que no se llega a la felicidad de la vida eterna con el culto de los dioses, que estableció la ciudad y de la manera que mandó se veneraran. Si éste llega a sus manos, no tendrá ya nada que desear para la solución de esta cuestión. Pues puede haber quien piense que al menos los dioses selectos y principales, que reunió Varrón en el último libro, y del que hemos dicho poco, deben venerarse para lograr la vida feliz, que no es otra que la eterna.
No voy a repetir lo que, con más gracejo quizá que verdad, dice Tertuliano: «Si los dioses son elegidos como las cebollas, quedan ciertamente reprobados los restantes». No digo esto, pues veo que aun de entre los selectos se escogen algunos para una empresa mayor o más importante. En la milicia, después de elegir a los bisoños, aun de entre ellos se eligen a algunos para una obra especial de guerra. Y cuando se eligen en la Iglesia jerarquías, no se rechaza a los demás, ya que con razón todos los buenos fieles son llamados elegidos. Se eligen las piedras angulares en el edificio, y no se rechazan las otras que son destinadas a otras partes de la construcción. Se eligen las uvas para comer, sin rechazar las otras que se dejan para hacer vino. No es preciso pasar lista a muchas cosas, estando la cuestión tan clara. Por tanto, de la selección de algunos entre muchos dioses, no debe censurarse ni al que lo escribió ni a los que les dieron culto ni a los mismos dioses; lo que se debe notar es quiénes son éstos y con qué fin han sido elegidos.
CAPÍTULO II
Dioses elegidos, y su posible exclusión de los oficios de los dioses inferiores
Éstos son los dioses selectos que recomienda Varrón en la composición de un solo libro: Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, Líbero padre, Telus, Ceres, Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus, Vesta; unos veinte en total, doce varones y ocho mujeres.
¿Se les ha llamado selectos a estos dioses por la importancia de su papel en el mundo o porque, habiendo sido más conocidos entre los pueblos, recibieron un culto especial? Si lo han sido por la importancia de sus cometidos en el mundo, no deberíamos encontrarlos entre la multitud plebeya de divinidades encargadas de tareas insignificantes.
En efecto, el mismo Jano, en la concepción de la prole, donde comienzan todas las operaciones referentes a esto, repartidas minuciosamente entre otras divinidades, abre la entrada para la recepción del semen; pero allí está también Saturno por la misma causa del semen; allí está también Líbero, que libra al hombre por la efusión del semen; también lo está Líbera, a quien confunden con Venus, que otorga a la mujer el mismo beneficio de liberarla del semen. Y todos éstos pertenecen a la categoría de los llamados selectos.
Y también se encuentra allí la diosa Mena, que preside el flujo menstrual, sin calidad de nobleza, aunque hija de Júpiter. Sin embargo, el mismo autor en el libro de los dioses selectos asigna este papel del flujo menstruo a la diosa Juno, que es también reina entre los dioses selectos; pero con el nombre de Juno Lucina preside la menstruación con su hijastra Mena.
Todavía toman parte otros dos totalmente desconocidos y que yo ignoro, Vitumno y Sentino, el uno dando la vida y el otro el sentido al feto. Y siendo tan desconocidos, conceden mucho más que tantos otros, eminentes y selectos. En efecto, careciendo de vida y de sentido, ¿qué sería lo que se gesta en el seno de la mujer, sino algo abyecto y comparable al limo y al polvo?
CAPÍTULO III
No hay razón alguna para la selección de ciertos dioses, ya que se asigna un papel más excelente a muchos dioses inferiores
1. ¿Hay motivo que obligue a encomendar a tantos dioses selectos estos cometidos insignificantes si en la distribución de esta liberalidad los superan Vitumno y Sentino, olvidados en la oscuridad de la fama? En efecto, abre el selecto Jano la entrada y la puerta al semen; da el mismo semen otro selecto, Saturno; el selecto Líbero concede la emisión del semen al varón; esto mismo da a las mujeres Libera, que es Ceres o Venus; también la selecta Juno, no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, concede los flujos menstruos para el crecimiento del feto; pero Vitumno, oscuro y sin nombre, otorga la vida, y Sentino, también oscuro y sin nombre, el sentido: dos bienes tan por encima de todos aquéllos, cuanto lo están ellos por debajo de la inteligencia y la razón. Porque así como los seres que razonan y entienden son ciertamente superiores a los que viven y sienten sin inteligencia y razón, como los animales, así los que están dotados de vida y de sentido con razón son preferidos a los que no viven ni sienten.
Por consiguiente, Vitumno, que da la vida, y Sentino, que da el sentido, debían tener cabida entre los dioses selectos con más razón que Jano, que admite el semen, y Saturno, que lo da o lo distribuye, y Líbero o Líbera, que lo promueven o lo derraman; cuyos sémenes, por cierto, sería vergonzoso pararse a considerar si no fuera por la vida y el sentido en que desembocan. Y no son los dioses selectos, sino dos desconocidos y menospreciados ante la dignidad de aquéllos, los que conceden estos dones selectos.
Quizá se pretenda objetar: Jano tiene el poder de todo principio, y por eso no sin razón se le atribuye la apertura de la concepción; Saturno, a su vez, tiene el poder de todos los sémenes, y así presiden cuantos actos requiere la propagación de los hombres. Juno, por otra parte, preside la purgación y el nacimiento, por lo cual tiene que estar presente a la purgación de las mujeres y al nacimiento de los hombres. Si dicen esto, veamos qué dicen de Vitumno y Sentino: ¿les concederán el poder sobre la vida y el sentido de todos? Si así es, fíjense en qué lugares tan sublimes han de colocarlos; porque el nacer de semillas, de la tierra procede y en la tierra tiene lugar; en cambio, la vida y el sentido lo consideran ellos propios de los dioses siderales.
Si, por el contrario, pretenden atribuir a Vitumno y Sentino solamente los atributos que se desarrollan en la carne y se apoyan en los sentidos, ¿por qué el dios que da vida y sentido a todos los seres no da también vida y sentido a la carne, otorgando también a los partos esta función en su acción universal?, ¿por qué ha de necesitar de Vitumno y Sentino?
Si quien preside en el universo la vida y los sentidos encomendó a estos, digamos, lacayos suyos tales menesteres de la carne como últimos y más bajos, ¿tan faltos se encuentran de familia los dioses selectos, que no encuentran a quién encomendar estas obras, y, con toda esa nobleza que los hace selectos, se ven forzados a realizar su obra por medio de desconocidos? Juno, la selecta y reina, hermana y consorte de Júpiter, es, sin embargo, la Iterduca de los niños, y lleva a cabo esta obra con diosas tan faltas de nobleza como Abeona y Adeona. También añadieron para esto a la diosa Mente, para que diera a los niños un espíritu bueno; pero no colocaron a ésta entre los selectos, como si hubiera algo más grande que dar al hombre. Colocan, en cambio, a Juno, como Iterduca y Domiduca, como si importara algo andar el camino y dirigirse a casa sin un espíritu recto. Pues los encargados de seleccionar a los dioses no pusieron entre los selectos a la diosa de esta función, que debía ciertamente ser preferida a Minerva, a quien entre otras obras sin importancia atribuyeron la memoria de los niños.
¿Quién puede en verdad dudar de que es mucho mejor tener un espíritu bueno que una memoria prodigiosa? Pues nadie es malo si tiene un espíritu bueno; los hay, sin embargo, pésimos con una admirable memoria, y tanto más culpables cuanto menos pueden olvidar el mal que maquinan. Y, sin embargo, Minerva tiene un puesto entre los dioses selectos, mientras que la diosa Mente se encuentra entre la innoble turba. ¿Qué diré de la Virtud, qué de la Felicidad? Ya he hablado mucho de ellas en el libro cuarto. Las tienen como diosas, pero no han querido concederles un lugar entre los dioses selectos, habiéndoselo dado a Marte y a Orco, causa el uno de los muertos y receptor el otro.
2. En estos quehaceres insignificantes, distribuidos minuciosamente entre muchos dioses, vemos cómo los mismos selectos cooperan en sus funciones como el Senado con la plebe; y descubrimos que ciertos dioses, juzgados indignos de pertenecer a los selectos, realizan funciones de mayor importancia que las de los que llaman selectos. Hemos de concluir, pues, que han sido considerados como elegidos y principales no por la eminente categoría de sus funciones en el mundo, sino porque les tocó ser más conocidos entre los pueblos.
Por eso dice el mismo Varrón que a algunos dioses padres y diosas madres les sobrevino, como a los hombres, la falta de nobleza. De suerte que si la Felicidad no debe encontrarse en la categoría de los dioses selectos, porque éstos llegaron a esa nobleza por el azar, no por sus méritos, al menos debían colocar en ese rango, y aun por delante de los otros, a la Fortuna, que, según dicen, no reparte sus dones según la razón, sino al azar. Ésta es la que debía ocupar el lugar más levantado entre los dioses selectos, entre los cuales, sobre todo, ha demostrado su poder, precisamente cuando vemos que no han sido elegidos principalmente por su virtud o por una felicidad racional, sino, al decir de los adoradores de aquéllos, por el poder irreflexivo de la Fortuna. Aun Salustio, tan elocuente, parece tener puesta la atención en los mismos dioses cuando dice: «Ciertamente, la Fortuna es soberana de todo; ella lo saca todo a la luz o lo oscurece, atendiendo más a su antojo que a la verdad». No se encuentra, en efecto, motivo para enaltecer a Venus y rebajar a la Virtud, ya que ambas han sido consagradas como divinidades y no pueden compararse sus méritos.
Ahora bien, si merece mayor honor lo que apetecen los más, siendo más los amadores de Venus que los de la Virtud, ¿por qué alcanzó Minerva puesto tan alto, y tan bajo la diosa Pecunia? Entre los hombres realmente encandila más la avaricia que la habilidad; y aun entre los mismos habilidosos es raro encontrar quien no venda su arte por dinero, y siempre se estima más el fin que se pretende en una obra que la obra en que se busca aquél. Por consiguiente, si es el juicio de la turba insensata el que ha realizado esta selección de los dioses, ¿por qué no se ha preferido la diosa Pecunia a Minerva, ya que tantos artistas lo son con vistas al dinero? Y si esta calificación es obra de unos pocos sabios, ¿por qué no ha sido preferida la Virtud a Venus, ya que tanto la sobrestima la razón?
Ciertamente, la Fortuna, como dije, a juicio de los que le conceden muchísimo, tiene un dominio universal y enaltece o rebaja todas las cosas a su antojo, más bien que a medida de la verdad. Y si tiene tal poder sobre los mismos dioses que enaltece o rebaja a su antojo a los que quiere, al menos la Fortuna debería ocupar un lugar principal entre los selectos, puesto que tiene poder tan importante sobre los mismos dioses. ¿Habrá que pensar quizá que la misma Fortuna no ha podido ser contada entre ellos, porque ha sufrido el revés de una mala fortuna? Habría que concluir que obró contra sí misma al ennoblecer a los otros dioses y quedarse ella sin nobleza.
CAPÍTULO IV
Trataron mejor a los dioses inferiores, que se vieron libres de infamias, que a los selectos, abrumados de torpezas
Cualquier mortal ávido de nobleza y renombre podría felicitar a estos dioses y llamarlos afortunados si no los viera elegidos más bien para la afrenta que para el honor. Porque en verdad esa baja panda de dioses se ha visto protegida por su misma oscuridad, para no ser cubierta de afrentas. Es ridículo ver cómo el capricho de la opinión humana los encasilla y les distribuye las ocupaciones: como arrendadores secundarios de impuestos o como trabajadores de una platería, donde colaboran muchos artistas en la confección de un pequeño vaso, que podría realizar perfectamente uno solo. Pero así les pareció que miraban por la multitud de obreros, pudiendo cada uno aprender rápida y fácilmente la parte alícuota de ese arte sin necesidad de llegar todos con tanta lentitud y dificultad a la perfección en toda ella.
Sin embargo, apenas se encuentra alguno de los dioses no selectos que hayan contraído la infamia con la comisión de un crimen; como apenas existe alguno de los selectos que no se haya visto cargado con la marca de notable afrenta. Ellos se bajaron a las obras humildes de los no selectos; éstos, en cambio, no llegaron a las grandes maldades de aquéllos.
En efecto, sobre Jano no se me ocurre infamia alguna que lo afrente. Y quizá haya sido tal, con una vida inocente y alejado de maldades y torpezas: acogió con benignidad a Saturno, fugitivo; partió su reino con el huésped, hasta el punto de fundar cada uno su ciudad, Janículum y Saturnia. Pero estos pueblos, buscando las torpezas en el culto de los dioses, y hallando demasiado honrosa la vida de Jano, la mancharon con la monstruosa deformidad del simulacro: ya lo configuraron como bifronte, ya como cuadrifronte. ¿Pretenderían acaso, ya que tantos dioses -selectos- por la perpetración de tantas torpezas perdieron su frente, que Jano tuviera frentes a la medida de su inocencia?
CAPÍTULO V
Doctrina más secreta de los paganos y explicaciones físicas
Escuchemos ya las interpretaciones físicas con que pretenden disfrazar como una aureola de sublime doctrina la torpeza de error tan craso. Varrón, en primer lugar, nos confía estas interpretaciones, afirmando que los antiguos fingieron las estatuas de los dioses, sus insignias y sus adornos con la intención de que al observarlas con sus ojos, los que se acercan a los misterios de su doctrina pudieran ver con su espíritu el alma del mundo y sus partes, esto es, a los dioses verdaderos. Los que forjaron las estatuas con apariencia humana parece han creído que el espíritu de los mortales, que está en el cuerpo humano, es semejante al espíritu inmortal; como si pusieran vasos para señalar a los dioses, y en la morada de Líbero se colocara una garrafa para designar el vino, significándonos el contenido por el continente. De este modo, por la estatua de forma humana se designaría el alma racional, porque en aquella forma, como en un vaso, suele encontrarse esa naturaleza racional, naturaleza que quieren tenga dios o dioses.
Éstos son los misterios de la doctrina que había penetrado este hombre tan docto, y de los cuales saca a luz estas explicaciones. Pero, ¡oh varón ingeniosísimo!, ¿no has perdido en los misterios de esta doctrina aquella prudencia que te hizo afirmar con tanta cordura, por una parte, que los primeros en levantar estatuas para los pueblos quitaron el miedo a los ciudadanos y les aumentaron el error, y, por otra, que los antiguos romanos dieron un culto más limpio a los dioses sin estatuas? Ciertamente, la autoridad de estos antiguos te dio alas para hablar así contra los romanos modernos.
Porque si aquellos antiguos hubieran venerado las imágenes, a buen seguro que hubieras silenciado por temor todo tu parecer, a veces tan verdadero, sobre la supresión de las estatuas; y, en la exposición de tan vanas y perjudiciales ficciones, hubieras explicado los misterios de esta doctrina con mayor elocuencia y elevación. Sin embargo, tu espíritu, tan sabio e ingenioso (¡cómo te compadecemos por ello!), no pudo llegar a través de los misterios de esta enseñanza a su Dios, es decir, a aquel que la hizo; no a aquel con quien fue hecha ni de quien es una parte, sino de quien es criatura; ni de quien es el alma de todas las cosas, sino de quien creó toda alma, y por cuya luz solamente llega a ser feliz el alma si no es ingrata a su gracia.
Lo que sigue nos pondrá de manifiesto la excelencia y la importancia de la doctrina de estos misterios. Mientras, confiesa este varón tan sabio que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de donde se colige que toda su teología, es decir, la misma natural, a la que tal categoría otorga, ha podido extenderse hasta la naturaleza del alma racional. Porque sobre la teología natural apenas nos adelanta algún punto en este libro, en el cual intentaremos descubrir si mediante las interpretaciones fisiológicas puede relacionar la teología civil con esta natural; la civil es la última que escribió sobre los dioses selectos.
Si lo consigue, toda la teología será natural, y ¿qué necesidad había entonces de separar de ella la civil con tal diligencia? Pero pase que haya sido separada con justo motivo, no siendo verdadera ni la natural que defiende, pues llega al alma ciertamente, pero no al verdadero Dios que hizo el alma, ¿cuánto más abyecta y falsa es esta teología civil, que se ocupa, sobre todo, de la naturaleza de los cuerpos? Así lo demuestran sus mismas interpretaciones, algunos de cuyos extremos tengo necesariamente que comentar, y que él investigó y trató de aclarar con tal diligencia.
CAPÍTULO VI
Afirma Varrón que Dios es el alma del mundo; que, sin embargo, en sus partes tiene muchas almas de naturaleza divina
Dice Varrón, en la introducción de la teología natural, que él tiene a Dios por alma del mundo, al que llaman los griegos Κόσμος, y que, a su vez, este mismo mundo es dios; y así como al hombre sabio, compuesto de alma y cuerpo, lo llamamos sabio por el alma, de la misma manera al mundo, formado de espíritu y cuerpo, se le llama dios por el espíritu. Parece, en cierto modo, reconocer aquí un solo Dios; pero llega a introducir luego más, añadiendo que el mundo está dividido en dos partes: el cielo y la tierra; y el cielo, a su vez, en otras dos: el éter y el aire; y la tierra también en dos: agua y tierra firme. De esas partes la más alta es el éter, la segunda el aire, la tercera el agua, y la más baja la tierra. Todas estas cuatro partes están llenas de almas: inmortales las del éter y el aire, mortales las del agua y la tierra.
Desde el supremo círculo del cielo al de la luna moran las almas etéreas, esto es, los astros y las estrellas, cuya divinidad no sólo podemos conocer, sino incluso ver; en cambio, entre el círculo de la luna y las supremas cimas de las nubes y los vientos están las almas aéreas, las cuales sólo podemos comprender con la inteligencia, no con los ojos: éstas son los héroes, los lares, los genios. Ésta es, en resumen, la teología natural propuesta en este preámbulo, aceptada no sólo por éste, sino también por muchos filósofos. De ella hablaré más detenidamente cuando, con la ayuda del verdadero Dios, exponga lo que queda de la teología civil, en lo que se refiere a los dioses selectos.
CAPÍTULO VII
¿Fue conforme a la razón separar las dos divinidades, Jano y Término?
¿Quién fue, pues, Jano, por quien comenzó Varrón? Se responde: es el mundo. Bien breve y clara es la respuesta. ¿Y por qué entonces se dice que a él le pertenecen los principios de las cosas, y, en cambio, los fines a otro que llaman Término? Afirman, en efecto, que, a causa de los principios y los fines, se dedicaron dos meses a estos dos dioses: enero a Jano y febrero a Término; aparte de los otros diez hasta diciembre, encabezados por Marte. Por ello dicen que se celebran en el mismo mes de febrero las Terminales, al realizarse la purificación sagrada llamada expiatoria (Februa), que le da el nombre.
¿Pertenecen, pues, al mundo, llamado Jano, los principios de las cosas, y no le pertenecen los fines, de suerte que se los encomendaron a otro dios? ¿No es verdad que cuantas cosas dicen se realizan en este mundo confiesan que se terminan también en el mismo? Gran ligereza arguye otorgarle un poder dimidiado en realidad, y rostro doble en la imagen. ¿No sería una interpretación mucho más lógica de las dos frentes llamar Jano y Término al mismo, atribuyéndole una cara para los principios y otra para los fines? En efecto, todo el que obra debe atender a uno y a otro: quien en el motivo de su obra no considera el principio no puede extender su mirada al fin.
Es necesario, pues, que la intención que mira al fin esté unida con la memoria que recuerda lo anterior; si a uno se le olvida lo que empezó, no sabrá cómo llegar al fin. Si piensan que la vida feliz comienza en este mundo, y se completa fuera del mismo, y por ello atribuyen a Jano sólo el poder de los principios, deberían poner por delante de él a Término, y no aislarlo de los dioses selectos. Aunque se atribuyen a estos dos dioses el principio y fin de las cosas, debió otorgársele más honor a Término. Es más grande la alegría de terminar cualquier empresa, ya que en su realización siempre está llena de inquietud mientras no se llega al fin, que es lo que sobre todo apetece, pretende, espera y desea quien comienza algo; y no se alegra nadie por el comienzo de una cosa si no la ve terminada.
CAPÍTULO VIII
Por qué motivo los adoradores de Jano que hicieron su imagen bifronte quisieron también que apareciera cuadrifronte
Veamos ya la interpretación de la imagen bifronte. Dicen que Jano tiene dos caras, porque el espacio de nuestra boca abierta parece asemejarse al mundo; de donde los griegos llaman οὐρανός al paladar, y algunos poetas latinos, en sentir de Varrón, llamaron paladar al cielo. Desde ese espacio, en efecto, de la boca abierta hay una salida afuera hacia los dientes, y otra adentro hacia las fauces: ¡a lo que ha llegado el mundo por el vocablo, griego o poético, de nuestro paladar! ¿Qué tiene que ver esto con el alma y con la vida eterna? ¿Se ha de dar culto a este dios sólo por la deglución o expulsión de la saliva, cuya puerta se abre bajo el cielo del paladar? Sería entonces el mayor absurdo no encontrar en el mismo mundo dos puertas opuestas para admitir algo dentro o echarlo afuera; al igual que pretender formar en Jano, por sólo el paladar, que no tiene con él semejanza alguna, una imagen del mundo basada en nuestra boca y nuestra garganta, a las cuales tampoco el mundo se asemeja en nada.
Cuando le atribuyen cuatro caras y llaman doble a Jano, lo refieren a las cuatro partes del mundo; como si el mundo pudiera mirar algo hacia afuera, como hace Jano por todas sus caras. Por otra parte, si Jano es el mundo y el mundo consta de cuatro partes, sería falsa la imagen de Jano bifronte; y si es verdadera, porque el mundo suele designarse también bajo el nombre de Oriente y Occidente, ¿acaso al hablar de las otras dos partes, Austro y Septentrión, se puede llamar doble al mundo, como al cuadrifronte lo llaman doble Jano? No hay razón alguna que autorice la interpretación de las cuatro puertas, abiertas para la entrada y la salida, como una semejanza del mundo, como dicen que la encontraron, sobre la imagen bifronte, al menos en la boca del hombre. A no ser que venga en su ayuda Neptuno, y les presente un pez, que, a más de la abertura de la boca y la garganta, tiene también las fauces a derecha e izquierda. Y, sin embargo, a pesar de tantas puertas, no puede escapar de esta vanidad alma alguna, sino la que escucha a la Verdad que dice: Yo soy la puerta¹.
CAPÍTULO IX
Poder de Júpiter y su comparación con Jano
1. Dígannos ya qué hemos de pensar de Jove, que también se llama Júpiter. Es el dios -dicen- que tiene en su poder las causas de cuanto sucede en el mundo. Cuán grande sea este poder nos lo atestigua Virgilio en el famoso verso «Feliz quien ha conocido las causas de las cosas». ¿Por qué entonces se le antepone Jano? Nos lo dice con su ciencia y agudeza el célebre Varrón: «Porque en poder de Jano están los principios, y en el de Júpiter, el cumplimiento. Por eso tiene a Júpiter como rey de todos; los principios son superados por su cumplimiento, porque aunque preceden en el tiempo, la realización supera en dignidad». Ciertamente esto sería justo si se pudiera distinguir el principio de los hechos de su realización; como el principio de un hecho es partir, y la culminación es la llegada; la tarea del aprendizaje es el comienzo, y la culminación, la comprensión o asimilación de la doctrina. Así sucede en todo: primero están los principios, y los fines son la cumbre. Pero esto ya quedó resuelto entre Jano y Término.
La dificultad está en que lo que se atribuye a Júpiter son las causas eficientes, no las que son hechas; y en modo alguno pueden los hechos o comienzos de los hechos anticiparse a las causas ni en el orden del tiempo. Siempre es anterior la cosa que realiza algo a la realizada. Por lo cual, aunque pertenezcan a Jano los principios de los hechos, no son por ello anteriores a las causas que le asignan a Júpiter. Nada, en efecto, se hace ni puede comenzar a hacerse sin que haya precedido la causa que lo hizo.
Si a este dios, en cuyo poder están las causas de todas las naturalezas hechas y de las cosas naturales, si a este dios lo llaman Júpiter los pueblos y lo honran con tamañas ofensas y tan depravadas acusaciones, se hacen reos de un sacrificio más horrible que si no lo tuvieran por Dios. Cuánto mejor les estuviera dar el nombre de Júpiter a cualquier otro, digno de honores torpes e infames, sustituyendo una vana ficción de que poder blasfemar (como la piedra ofrecida a Saturno para que la devorara como si fuera su hijo), y no llamar dios a uno que truena y adultera, que gobierna el mundo entero y nada en deshonestidades, que dispone de las supremas causas de todas las naturalezas y de las cosas naturales, y no tiene honradez en sus propias causas.
2. Ahora pregunto qué lugar le asignan a Júpiter entre los dioses si Jano es el mundo. Varrón definió a los verdaderos dioses como almas del mundo y partes del mismo; y así, lo que no existe no es, según éstos, verdadero dios. ¿Dirán, por consiguiente, que Júpiter es alma del mundo de tal suerte que Jano sea su cuerpo, es decir, este mundo visible? Si dicen esto, no pueden decir que Jano es dios, pues también, según ellos, el cuerpo del mundo no es dios, lo son el alma del mundo y sus partes. De ahí que el mismo Varrón afirme con toda claridad que, según él, dios es el alma del mundo y que este mismo mundo es dios. Pero a la manera que del hombre sabio, que está formado de cuerpo y espíritu, se dice que es sabio atendiendo al espíritu, así también del mundo, formado de espíritu y cuerpo, se dice que es dios en atención al espíritu.
De suerte que el cuerpo del mundo sólo no es dios, sino solamente el espíritu, o el espíritu y el cuerpo juntos; pero en el sentido de que será dios por el espíritu. Si, pues, Jano es el mundo, y Jano es dios, ¿osarán afirmar que para poder Júpiter ser dios es una parte de Jano? Más bien suelen atribuir a Júpiter el universo; por eso se dice que «todo está lleno de Júpiter».
Por consiguiente, si quieren que Júpiter sea dios y, sobre todo, rey de los dioses, tienen que concebirlo como mundo y así podrá reinar, según ellos, sobre los otros dioses como partes suyas. En apoyo de esta opinión expone también el mismo Varrón los versos de Valerio Sorano, en otro libro que escribió sobre el culto de los dioses; he aquí estos versos: «Omnipotente Júpiter, padre de los reyes, de las cosas y de los dioses, madre también de los dioses, único dios y todos los dioses». Se explican esos versos en el mismo libro: lo llama varón en cuanto emite el semen, y mujer en cuanto lo recibe; y dice que Júpiter es el mundo, y emite de sí y recibe en sí todas las semillas. «Por ello», concluye Sorano, «Júpiter es padre y es madre, y con igual razón es el mismo uno y todas las cosas, porque el mundo es uno, y en este uno está todo».
CAPÍTULO X
¿Es justa la distinción entre Jano y Júpiter?
Si Jano es el mundo y Júpiter también es el mundo, y el mundo es único, ¿cómo puede haber dos dioses, Jano y Júpiter? ¿Por qué tienen templos distintos, altares distintos, ritos diversos, diferentes imágenes? Quizá porque una es la virtud de los principios y otra la de las causas, recibiendo aquélla el nombre de Jano y ésta el de Júpiter. Pero entonces, si un hombre tiene dos poderes o dos artes en asuntos diferentes, ¿se podría decir que era a la vez dos jueces o dos artistas? Del mismo modo, ¿se puede pensar que un solo dios, por tener el poder de los principios y de las causas, es necesariamente dos dioses al ser dos cosas distintas los principios y las causas? Si juzgan esto legítimo, tienen que admitir que el mismo Júpiter es a la vez tantos dioses cuantos son los nombres que en razón de sus muchos poderes le dieron, porque son muchas y diversas las cosas de donde se tomaron esos nombres. Voy a citar algunas.
CAPÍTULO XI
Sobrenombres de Júpiter que hacen referencia a uno solo, no a muchos dioses
A Júpiter le dieron los nombres de Vencedor, Invicto, Opítulo, Impulsador, Estator, Centípeda, Supinal, Tigilo, Almo, Rumino y otros que sería prolijo enumerar. Nombres que se aplicaron a un solo dios por diversas causas y poderes, sin tratar de forzarlo a ser tantos dioses cuantas facultades le atribuían: la de superar todas las cosas, no ser superado por nadie, dar auxilio a los necesitados, tener la facultad de impulsar, de mantener firme, de establecer, de derribar, contener y sostener el mundo como puntal, alimentar todas las cosas, amamantar con su mama a los animales. En todo esto, como vemos, hay funciones importantes y otras que no lo son; y, sin embargo, se dice que uno sólo realiza unas y otras.
Según mi opinión, las causas y principios de las cosas, que les obligaron a aceptar al mundo como dos dioses, Júpiter y Jano, son entre sí más próximas que el contener el mundo y dar la mama a los animales; y, no obstante, no se vieron en la necesidad de hacer dos dioses por estas dos obras tan diversas entre sí por la virtud y la dignidad; antes bien, el mismo Júpiter fue llamado por una función Tigilo y, por la otra, Rumino.
No pretendo con ello afirmar que le hubiera estado más apropiado a Juno que a Júpiter dar el pecho a los animales mamíferos; tanto más cuanto que tenía la diosa Rumina, que podía prestarle su ayuda y servicio para esta función. Pienso que me responderían que la misma Juno no es diferente de Júpiter, según los citados versos de Valerio Sorano: «Omnipotente Júpiter, padre de los reyes, de las cosas y de los dioses, madre también de los dioses». ¿Por qué, pues, se le llamó Rumino si una investigación más diligente descubriría seguramente que él es la misma diosa Rumina? Y si les parecía justamente indigno de la majestad de los dioses que en la misma espiga se cuidara uno de los nudillos y otra de los folículos, ¿cuánto más indigno será que una función tan insignificante como es el alimentar a los animales con la mama tenga que ser atendida por dos dioses, uno de ellos Júpiter, rey de por sí de todas las cosas? Y si al menos hiciera esto con la ayuda de su esposa; pero ha de ser precisamente con la desconocida Rumina, a no ser que sea él mismo la tal Rumina: Rumino quizá para los mamíferos machos, y Rumina para las hembras. Me atrevería a decir que no quisieron darle a Júpiter un nombre femenino si no se le llamase en aquellos versos «padre y madre de los dioses», y no leyera entre otros nombres suyos el de Pecunia, diosa que hemos citado entre los minúsculos en el cuarto libro. Pero teniendo los varones y las mujeres dinero, ellos sabrán por qué no lo han llamado Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino.
CAPÍTULO XII
A Júpiter también se le llama Pecunia
¡Qué ingenio derrocharon en legitimar este nombre! Se le llama Pecunia, dicen, porque suyas son todas las cosas. ¡Razón digna de consideración para un nombre divino! Muy al contrario, es una gran bajeza y afrenta llamar Pecunia a aquel cuyas son todas las cosas. Porque en relación con todo lo que se contiene en el cielo y en la tierra, ¿qué es el dinero entre todas las cosas que poseen los hombres bajo el nombre de dinero? Más bien es la avaricia la que dio este nombre a Júpiter a fin de que quien ama el dinero piense que no ama a cualquier dios, sino precisamente al rey de todos los dioses. Muy diferente sería si lo llamaran divitiæ, es decir, riquezas. Pues una cosa son las riquezas y otra el dinero. Ricos, en efecto, llamamos a los sabios, a los justos, a los buenos, que tienen poco o ningún dinero; más bien son ricos en virtudes, las cuales, aun en las necesidades de las cosas corporales, les hacen sentirse satisfechos con lo que tienen. Pobres, en cambio, llamamos a los avaros, siempre ansiosos y necesitados; pues aunque pueden tener mucho dinero, en su misma abundancia, por grande que sea, no pueden por menos de estar necesitados. Con toda razón llamamos rico al Dios verdadero, no por el dinero precisamente, sino por su omnipotencia.
Así, pues, se dice que son ricos los adinerados; pero en su interior son necesitados si les domina la avaricia. Como igualmente se llama pobres a los que carecen de dinero, pero son ricos interiormente si poseen la sabiduría. ¿Qué concepto puede merecerle al sabio esta teología, en la cual el rey de los dioses recibe el nombre de una cosa «que ningún sabio ha deseado»? ¿Cuánto más sencillo sería, si con esta doctrina aprendieran algo saludable para la vida eterna, que llamaran no dinero, sino sabiduría al dios rector del mundo, cuyo amor limpia las inmundicias de la avaricia, es decir, el amor del dinero?
CAPÍTULO XIII
La explicación de lo que son Saturno y Genio los identifica con Júpiter
Pero ¿para qué hablar más sobre Júpiter, a quien quizá han de referirse los otros dioses, de suerte que siendo él todos, queda sin sentido el concepto de muchísimos dioses? Y esto, ora se los considere como partes o poderes del mismo, ora la virtud del alma, que juzgan derrama por todas las cosas, haya recibido los nombres de muchos dioses procedentes de las partes de esta mole, en las que aparece este mundo visible, o de las múltiples operaciones de la naturaleza. ¿Qué es, en efecto, Saturno? «Es -dice- uno de los dioses principales, que tiene en su poder el señorío de todas las sementeras». Pero la explicación de los versos de Valerio Sorano, ¿no nos dice que Júpiter es el mundo, y que él emite de sí y recibe en sí todas las semillas? Entonces él tiene el señorío de todas las sementeras.
Y ¿qué es Genio? «Es el dios -dice- que preside y da vigor a todo lo que se engendra». ¿Quién piensan puede tener esta fuerza sino el mundo, al cual aplican las palabras «Júpiter padre y madre»? Al decir en otro lugar que Genio es el espíritu racional de cada uno; y, por tanto, que cada uno tiene el suyo, y que el espíritu del mundo es dios, viene a profesar que el espíritu del mundo es como el genio universal. Y a éste es a quien llaman Júpiter, porque si todo genio es dios, y todo espíritu del varón es un genio, lógicamente se sigue que todo espíritu de varón es dios. Si este absurdo les horroriza, no cabe sino llamar genio y claramente dios al genio que llaman espíritu del mundo, y, por tanto, a Júpiter.
CAPÍTULO XIV
Oficios de Mercurio y Marte
Sobre Mercurio y Marte no han encontrado manera de relacionarlos con alguna parte del mundo y las obras de Dios que hay en sus elementos. Por ello los pusieron al menos al frente de las empresas de los hombres, como ministros del lenguaje y de la guerra. Si Mercurio tiene poder sobre la palabra de los dioses, domina aun sobre el mismo rey de los dioses, si Júpiter tiene que hablar a su arbitrio o ha recibido de él la facultad de hablar; ciertamente esto es absurdo. Pero si su poder sólo alcanza al ámbito de la palabra humana, no es creíble que Júpiter se haya dignado descender a amamantar con su pecho a los niños y a los animales, por lo que recibió el nombre de Rumino, y no haya querido aceptar el cuidado de nuestro lenguaje, que nos hace superiores a las bestias. De lo cual se concluye que Júpiter y Mercurio son lo mismo.
Si, por otra parte, se quiere identificar a Mercurio con la palabra, como indican las interpretaciones que dan de él, entonces Mercurio, por propia confesión de ellos, no es dios (efectivamente, Mercurio querría decir «el que corre en medio», porque la palabra corre entre los hombres; por eso en griego se llama Ἑρμης, porque la palabra o la interpretación, que ciertamente se relaciona con el lenguaje, se llama ἑρμηνεία; por eso preside las relaciones comerciales, porque la palabra sirve de intermediario entre los vendedores y los compradores; sus alas en la cabeza y en los pies significan que el lenguaje vuela por los aires como el pájaro; se le llama también mensajero, porque mediante la palabra se comunican los pensamientos). Ahora bien, al hacer dioses a los que no son ni demonios, cuando suplican a los espíritus inmundos, llegan a ser poseídos por los que no son dioses, sino demonios.
Lo mismo sucede con Marte; como no pudieron encontrar elemento o parte alguna del mundo en que realizara cualquier cometido, lo hicieron dios de la guerra, que es obra de los hombres, y nada apetecible. Por consiguiente, si la Felicidad proporciona una paz perpetua, Marte no tendría nada que hacer. Pero si Marte es la guerra, como Mercurio es el lenguaje, ¡ojalá que así como es bien claro que éste no es dios, tampoco exista la guerra, que tan falsamente llaman dios!
CAPÍTULO XV
De algunas estrellas a las que los paganos pusieron el nombre de sus dioses
Puede ser que esos dioses sean aquellas estrellas a las que dieron el nombre de los mismos, ya que a una la llaman Mercurio y a otra Marte. Pero hay también otra llamada Júpiter, y, sin embargo, para ellos Júpiter es el mundo. A otra la llaman Saturno; e incluso le atribuyen una función de categoría, el poder de todas las semillas. También se encuentra allí la más resplandeciente de todas, llamada por ellos Venus, que quieren identificar con la Luna. Existe un astro brillante por el cual, como por la manzana de oro, mantienen competición Juno y Venus: unos dicen que el Lucero pertenece a Venus, otros que a Juno. Pero, como suele ocurrir, Venus lleva la victoria: son muchos más los que atribuyen esta estrella a Venus, y muy pocos los que sostienen lo contrario.
¿Y no es para reírse oyéndolos proclamar a Júpiter rey de todas las cosas, y ver su estrella tan superada en resplandor por la estrella de Venus? Como si tuviera que aventajar aquélla a los demás en resplandor como éste en poder. Replican que parece así, porque la que se tiene por más oscura está más elevada y mucho más lejos de la tierra. Pero si la dignidad mayor mereció un lugar superior, ¿por qué Saturno está allí más alto que Júpiter? ¿No pudo la vanidad de la fábula, que hace rey a Júpiter, llegar hasta los astros? Y lo que no pudo conseguir Saturno en su reino ni en el Capitolio, ¿se le permitió conseguirlo en el cielo? ¿Por qué entonces Jano no recibió estrella alguna? Quizá porque él es el mundo, y todas se encuentran en éste. Pero también Júpiter es el mundo y, sin embargo, las tiene. ¿Por ventura Jano se las arregló como pudo, y por una estrella que no tiene entre los astros recibió tantas caras en la tierra?
Además, sólo a causa de las estrellas tienen a Mercurio y a Marte como parte del mundo; de suerte que pueden considerarlos como dioses, porque ciertamente el lenguaje y la guerra no son partes del mundo, sino actos de los hombres. ¿Por qué entonces no consagraron ni aras, ni sacrificios, ni templos a Aries, a Tauro, a Cáncer, a Escorpión y a los restantes de esta clase que enumeran ellos entre los signos celestes y que están formados no de una estrella cada uno, sino de muchas, y que dicen están colocados más arriba que los otros en lo más alto del cielo, donde un movimiento más constante da a los astros un curso fijo? ¿Por qué no los tuvieron siquiera no digo entre los dioses selectos, sino ni aun entre los que consideran como plebeyos?
CAPÍTULO XVI
Sobre Apolo, Diana y restantes dioses celestes que dicen son partes del mundo
A Apolo, aunque lo tienen como adivino y médico, para colocarlo en alguna parte del mundo dijeron que era también el sol. Y a Diana, su hermana, la llamaron de modo semejante luna y protectora de los caminos. Por eso la hicieron virgen, porque el camino no engendra nada. Y tienen ambos flechas, porque esos dos astros lanzan sus rayos del cielo a la tierra.
Hacen a Vulcano fuego del mundo; aguas del mundo a Neptuno; a Dis-pater, es decir, Orco, la parte terrena e ínfima del mundo. A Líbero y a Ceres les encomiendan las semillas, al uno las masculinas, a la otra las femeninas, o al uno las líquidas, a la otra las secas. Pero todo esto se refiere al mundo entero, esto es, a Júpiter, que justamente ha sido llamado «padre y madre», porque emite de sí, y en sí recibe todas las semillas.
También, a veces, hacen a la misma Ceres la gran Madre, que dicen no es otra cosa que la tierra, y la identifican con Juno; y por eso le atribuyen las causas segundas de las cosas; aunque a Júpiter se le haya denominado «padre y madre de los dioses», porque, según ellos, Júpiter es el mundo entero. Lo mismo hicieron con Minerva, a la que encomendaron las artes humanas, y no encontrando ni una estrella en que ponerla, la llamaron éter supremo y también luna. Asimismo, a Vesta, como es la tierra, la tuvieron por la más grande de las diosas; aunque juzgaron oportuno dedicarle también el fuego ligero del mundo, que se refiere a los usos corrientes de los hombres; no precisamente el violento, que es el de Vulcano.
Según esto, pretenden que todos estos dioses selectos son este mundo: los unos, el mundo entero; los otros, partes del mismo. El mundo entero sería Júpiter; partes de él, Genio, la gran Madre, el sol y la luna, o mejor, Apolo y Diana. Y unas veces le hacen muchas cosas a un solo dios, y otras, en cambio, a una sola cosa la hacen ser muchos dioses. Un solo dios, que es muchas cosas, lo tenemos en Júpiter: al mundo entero se le considera y denomina Júpiter; Júpiter también a sólo el cielo, y no menos Júpiter la estrella sola. Lo mismo se tiene a Juno como señora de las causas segundas, y Juno es el éter; Juno, la tierra, y, si vence a Venus, Juno, la estrella. De manera semejante, Minerva es el supremo éter, y es también Minerva la luna, que, según ellos, se encuentra en el ínfimo límite del éter.
Veamos también cómo de una sola cosa hacen muchos dioses: Jano es el mundo, y también lo es Júpiter; e, igualmente, Juno es la tierra, y también lo es la gran Madre y Ceres.
CAPÍTULO XVII
También Varrón expresó con ambigüedad sus opiniones sobre los dioses
Al igual que todo esto que acabo de recordar como ejemplo, no explica, sino más bien complica todas las demás cosas. Como están a merced del impulso de opinión errabunda, así avanzan y retroceden a una y otra parte, de una parte a otra; de suerte que el mismo Varrón prefiere dudar de todo a afirmar algo. Pues habiendo terminado el primero de los tres últimos libros sobre los dioses, dice al comenzar a tratar en el segundo sobre los dioses inciertos: «Si expusiere en este libro opiniones dudosas sobre los dioses, no merezco reprensión. Quien juzgue que es conveniente y que se puede juzgar ya lo hará él al leerme; yo, en cambio, puedo llegar con más rapidez a poner en duda lo que dije en mi primer libro, que a recoger en un breve resumen cuanto pueda escribir en éste». De esta suerte nos ha dejado en la incertidumbre tanto sobre los dioses inciertos como sobre los ciertos. Además, en el libro tercero sobre los dioses selectos, después del preámbulo que juzgó oportuno sacarlo de la teología natural, al comenzar a tratar de las vanidades y locuras de esta teología civil, en que no sólo no le guiaba la verdad de las cosas, sino que le estrechaba la autoridad de los antepasados, dice: «En este libro voy a escribir sobre los dioses públicos del pueblo romano, a quienes dedicaron templos y honraron con muchas imágenes; pero, como escribe Jenófanes de Colofón, expondré qué es lo que pienso yo, no qué defiendo, pues es propio de los hombres opinar de estas cosas, y de Dios el saberlas».
Al tratar, pues, de comunicarnos lo que ha sido instituido por los hombres, nos promete con cierto reparo un discurso de cosas no entendidas precisamente ni creídas con firmeza, sino opinadas y dudosas. Sabía que existe el mundo, que existe el cielo y la tierra; el cielo esplendente de astros, y la tierra fértil en semillas, y otras cosas semejantes. Creía con espíritu firme y seguro que toda la mole de la Naturaleza se halla gobernada y administrada por cierta fuerza invisible y poderosa; pero no podía afirmar con la misma seguridad que Jano es el mundo ni podía descubrir cómo Saturno es padre de Júpiter y fue sometido a Júpiter reinante, y otras cosas por el estilo.
CAPÍTULO XVIII
Causa más creíble de la propagación del paganismo
La razón más verosímil de todo esto nos la suministra el que los dioses se nos presentan como hombres, a quienes los que quisieron con su adulación que fueran dioses les dedicaron ceremonias y solemnidades atendiendo al ingenio, costumbres, acciones y circunstancias de cada uno. Estos honores, infiltrándose, poco a poco, en los espíritus de los hombres, semejantes a los demonios y ávidos de diversiones, se divulgaron ampliamente enjaezados por las mentiras de los poetas y fomentados por los espíritus falaces.
Es, en efecto, más fácil que un muchacho impío, temiendo ser muerto por su padre, también impío y ávido del reino, expulse del reino a su padre; es más fácil esto que la interpretación que éste nos da: cómo Saturno, padre, fue vencido por su hijo Júpiter, porque la causa, que está en manos de Júpiter, es antes que la semilla, que lo está en las de Saturno. Si esto fuera así, en modo alguno Saturno hubiera existido primero ni hubiera sido padre de Júpiter, pues la causa siempre precede a la semilla, y nunca es engendrada de una semilla. Cierto: cuando pretenden ennoblecer las fábulas más frívolas y las empresas de los hombres con interpretaciones naturales, aun los hombres más perspicaces se ven sometidos a situaciones tan críticas que nos hacen incluso a nosotros lamentar sus desvaríos.
CAPÍTULO XIX
Interpretaciones sobre el culto de Saturno
Según Varrón, cuentan de Saturno que solía devorar cuanto nacía de él, porque las semillas retornan a su lugar de origen, y el presentarle un terrón para que lo devorara como si fuera Júpiter significa -dice- que antes de descubrirse la utilidad del trabajo de la tierra, las simientes comenzaron a ser enterradas por las manos de los hombres. Saturno, pues, debió ser designado como la tierra, no la semilla; ya que ella, en cierto modo, devora lo que ha engendrado cuando las semillas nacidas de ella retornan para ser recibidas de nuevo en su seno. Pero el haber recibido un terrón en vez de Júpiter, ¿qué tiene que ver con que las manos del hombre entierren la simiente en la tierra? ¿No es acaso devorado como lo demás lo que está cubierto con la gleba? Esto se dijo como si el que presentó el terrón hubiera quitado la semilla; como dicen que se le quitó Júpiter a Saturno ofreciéndole el terrón; cuando, en realidad, cubriendo la gleba la semilla hizo que fuera devorada con más rapidez.
Además, según esto, Júpiter es la semilla, no la causa de la semilla, que poco antes se decía. Pero ¿qué pueden hacer los hombres que al interpretar necedades no encuentran nada prudente que decir? Dice que tiene la hoz para cultivar el campo. Pero cuando él reinaba, todavía no existía la agricultura, y por eso se nos presenta su época como primitiva, según la interpretación que Varrón da a las fábulas, porque los primeros hombres vivían de las semillas que espontáneamente producía la tierra. ¿O por ventura recibió la hoz cuando perdió el cetro, de tal suerte que quien había sido rey ocioso en los primeros tiempos se hiciera obrero diligente durante el reinado de su hijo?
Por otra parte, dice que la razón de que acostumbraban algunos a inmolarle los niños, como los cartagineses, y aun más crecidos, como los galos, la razón es que el género humano es la más excelente de todas las semillas. ¿Qué necesidad tenemos de decir más sobre estupidez tan cruel? Advirtamos más bien y mantengamos que estos tales no refieren semejantes interpretaciones al verdadero Dios, naturaleza viva, incorpórea, inmutable, a quien hay que pedir la vida eterna y feliz, sino que sus aspiraciones se limitan a las cosas corporales, temporales, mudables y mortales.
Saturno -dice- nos cuentan las fábulas que castró a su padre, Cielo, y esto significa que la semilla divina está en poder de Saturno, no de Cielo. Esto quiere decir, en cuanto se puede entender, que nada nace en el cielo de las semillas. Mas he aquí que si Saturno es hijo de Cielo, es hijo de Júpiter, pues tantas veces y con tanto cuidado afirman que Júpiter es el Cielo. De esta suerte, todas estas ficciones que no proceden de la verdad generalmente se destruyen a sí mismas sin impulso exterior alguno.
También dice de Saturno que ha recibido el nombre de Κρόνος porque este vocablo griego significa un espacio de tiempo, y sin éste -dice- la semilla no puede ser fecunda.
Estas y otras muchas cosas se dicen de Saturno, refiriéndolo todo a la semilla. Entonces Saturno se bastaría al menos para las semillas con semejante poder; ¿para qué se buscan otros dioses, sobre todo Líbero y Líbera, esto es, Ceres? Sobre éstos repite muchas cosas, en lo referente a la semilla, como si nada hubiera dicho sobre Saturno.
CAPÍTULO XX
Los misterios Eleusinos de Ceres
Entre los misterios de Ceres son famosos los Eleusinos, tan conocidos entre los atenienses. De ellos no hace interpretación alguna Varrón, a excepción de lo referente al grano, que Ceres encontró, y a Proserpina, a quien perdió por el robo de Orco. De ésta dice que significa la fecundidad de las semillas; y como ésta faltase por algún tiempo y la tierra se lamentase de su esterilidad, se originó la opinión de que Orco había arrebatado y retenido en los infiernos a la hija de Ceres, es decir, la fecundidad, y que se llamó Proserpina, de la palabra «proserpere», propagarse. Celebrada esta pérdida con duelo público, al tornar de nuevo la fecundidad nació de nuevo la alegría con la vuelta de Proserpina, y de ahí -dicen- fueron establecidas estas solemnidades. Dice a continuación que en esos misterios- se tratan muchas cosas, relativas todas ellas al descubrimiento de los frutos de la tierra.
CAPÍTULO XXI
Los vergonzosos ritos en honor de Líbero
Vergüenza siento tener que tratar del culto de Líbero y la desmesurada torpeza que ese culto alcanzó, ya que le hicieron presidir las simientes líquidas; no sólo las de los frutos, cuya primacía, en cierto modo, se lleva el vino, sino también las de los animales. Y siento vergüenza precisamente por la prolijidad del discurso, no por la arrogante estupidez de ese culto. Sólo citaré algún detalle de los muchos que tengo que pasar en silencio.
En las encrucijadas de Italia -dice Varrón- se celebraban las ceremonias de Líbero con tan licenciosa torpeza, que en su honor se rendía culto a las partes vergonzosas del hombre, no con cierto recato secreto, sino con la exaltación de la maldad en la publicidad. Durante las fiestas de Líbero era colocado con gran honor en carrozas este vergonzoso miembro, y llevado primero por las plazas de la campiña y luego hasta la misma ciudad. En la villa de Lavinio se dedicaba todo un mes a solo Líbero; y en esos días habían de usar todas las palabras más desvergonzadas, hasta ser llevado por la plaza pública y colocado en su propio lugar. Aún más, era de rúbrica que una de las más honestas matronas coronara en público a este vergonzoso miembro. Para aplacar al dios Líbero en pro de la fertilidad de las semillas, y para alejar de los campos el hechizo, se hacía preciso que una matrona hiciera en público lo que no debió permitirse realizar a una meretriz en las tablas en presencia de las matronas.
Vemos aquí por qué se creyó que Saturno no era suficiente para las semillas: el alma inmunda encontraba así ocasiones de multiplicar los dioses; y abandonada en castigo de su inmundicia por el único verdadero Dios, y prostituida entre tantos dioses con el ansia de mayor inmundicia, instituía como ceremonias sagradas semejantes sacrilegios, y se entregaba a sí misma para ser violada y manchada por este tropel de inmundos demonios.
CAPÍTULO XXII
Neptuno, Salacia y Venilia
Tenía ya Neptuno como esposa a Salacia, que dijeron era el agua inferior del mar; ¿con qué fin se le añadió Venilia, sino para multiplicar la provocación de los demonios, sin motivo alguno de cultos necesarios, sino por sola la sensualidad del alma prostituida? Salga a la luz la interpretación de la ilustre teología, y rechace con argumentos esta nuestra crítica.
Venilia -dice- es la ola que llega a la orilla; y, en cambio, Salacia es la que vuelve al mar. ¡Cómo! ¿Se forjan dos olas, cuando es una sola que viene y vuelve? Aquí tenemos al necio antojo, alampándose por multiplicar las divinidades. Aunque no se duplica el agua que va y vuelve, el alma, que va y no vuelve, aprovecha esta vana oportunidad para invitar a dos demonios y prostituirse así más. ¡Oh tú, Varrón, y vosotros, que habéis leído los escritos de hombres tan sabios y os jactáis de haber aprendido mucho en ellos!: dadnos, por favor, una interpretación de todo esto, no a tenor de aquella naturaleza eterna e inconmutable, que sólo es Dios, sino al menos, según el alma del mundo y sus partes, que tenéis por verdaderos dioses.
Es un error, en cierto modo tolerable, que os hayáis hecho el dios Neptuno de la parte del alma del mundo que penetra el mar. Pero ¿puede tolerarse que la ola, que viene a la orilla y torna al mar, sea dos partes del mundo, o dos partes del alma del mundo? ¿Quién de vosotros con juicio cabal puede admitir esto? ¿Por qué entonces os fabricaron dos diosas? ¿No será una provisión de vuestros antepasados no para que tengáis más dioses que os gobiernen, sino para que os dominen más demonios, que se solazan con semejantes vanidades falsas? ¿Y por qué Salacia, según esta interpretación, perdió la parte inferior del mar, por la cual estaba sujeta a su esposo? Pues al presentarla como la ola que retrocede, la colocáis en la superficie. ¿O acaso por haberse amancebado él con Venilia expulsó ella, enojada, a su marido de la superficie del mar?
CAPÍTULO XXIII
Sobre la Tierra, que Varrón confirma por diosa, porque el alma del mundo, que tiene por Dios, penetra también esta parte baja de su cuerpo y le comunica una fuerza divina
1. Una tierra sola existe, y la vemos llena de animales; ¿por qué, siendo un cuerpo grande repartido en elementos y la ínfima parte del mundo, la quieren hacer diosa? ¿Acaso porque es fecunda? ¿Por qué, entonces, no son dioses los hombres, que son los que la hacen más fecunda con el cultivo, y no precisamente cuando la adoran, sino cuando la labran? Porque -dicen- lo que la hace diosa es la parte del alma del mundo que discurre por ella. Como si no fuera más evidente el alma en los hombres, que nadie discute. Y, sin embargo, no son los hombres considerados como dioses; antes es bien lamentable que, por error craso y deplorable, hayan de estar sometidos al culto y adoración de los que no son dioses ni tan buenos como ellos.