PRÓLOGO
Este libro es una declaración de amor a la filosofía. Se trata de pensar con corazón cálido lo que hubo alguna vez: Dios y el mundo y el gran asombro de que algo exista y no más bien la nada. El libro vuelve la vista atrás hacia un mundo desaparecido en el que la filosofía brillaba todavía, tal vez por última vez, en todo su esplendor. Fueron los «años salvajes de la filosofía»: Kant, Fichte, Schelling, la filosofía del romanticismo, Hegel, Feuerbach, el joven Marx. Nunca hasta entonces se había depositado tanta pasión en el pensamiento filosófico. La razón de ello era el reciente descubrimiento del yo, ya se le presentase bajo el ropaje del espíritu, de la moralidad, de la naturaleza, del cuerpo o del proletariado: había motivos para la euforia, todas las esperanzas tenían ahora cabida. Se trataba de recoger de nuevo «las riquezas dispersas en el cielo». Los filósofos se percataron de que el hombre era el autor de las cosas y de que, por lejano que estuviera el punto de partida, acababa volviéndose hacia lo que era propiedad de uno mismo. Pero esto, que durante cierto tiempo podía embelesarlos, desembocó en una decepción. El descubrimiento de la propia obra en los viejos tesoros de la metafísica hizo perder a éstos su magia y sus promesas. Perdieron brillo y se tornaron triviales. Nadie sabía ya lo que significaba «ser», aunque se proclamase por todas partes que «el ser determina la consciencia». ¿Qué hacer en esa situación? Cuando se es el hacedor, hay que hacer tanto como sea posible, hay que construir el futuro mediante acumulaciones frenéticas; desaparece la alegría del conocimiento y permanece su mera utilidad. Las «verdades» están ahí simplemente para ser «realizadas». Y así se pone en marcha la religión secularizada del crecimiento y del progreso. Llega un tiempo en el que uno se siente cercado por lo hecho y aspira hacia lo devenido, un tiempo en el que adueñarse de lo propio se convierte en problema; dentro de un mundo construido por uno mismo, se habla entonces de enajenación y lo hecho desborda al hacedor. La imaginación descubre una nueva utopía: la posibilidad de adueñarse de lo hecho. Pero, al perder fuerza esta utopía, acecha un nuevo tipo de temor: el temor ante una historia construida por uno mismo. Así llegamos al presente. Los «años salvajes de la filosofía» no carecen completamente de responsabilidad en la situación actual. Una declaración de amor, hecha con retraso, contendrá pues, al mismo tiempo, cierta dosis de crítico rencor. En eso nos ayudará el otro gran tema de este libro: Schopenhauer.
Schopenhauer procede de los «años salvajes de la filosofía» aunque estuvo exacerbadamente enemistado con ellos. Conservó poco de la religión secularizada de la razón. Para él, antiguo aprendiz de comerciante, la razón es comparable al recadero de una tienda: va adonde la envía su dueño, es decir, «la voluntad». La «voluntad» no es espíritu, ni moralidad, ni razón histórica. «Voluntad» es al mismo tiempo la fuente de la vida y el sustrato en el que anida toda desventura: la muerte, la corrupción de lo existente y el fondo de la lucha universal. Schopenhauer nada contra la corriente de su tiempo: no le anima el placer de la acción, sino el arte del abandono. Este «filósofo de lo irracional, racional en grado extremo» (Thomas Mann), diseña una filosofía patética que invita a inhibir la acción. Su sueño es un mundo transformado en el espejo «desinteresado» de la música. Un sueño de reconciliación que, aunque velado por toda clase de enmarañadas sutilezas, fue soñado también después por Wittgenstein y Adorno. Lo que Schopenhauer pretende en su sueño es acrisolarse frente al poder de una realidad metamorfoseada en pesadilla. Y su manera de acrisolarse consiste en introducir la pesadilla en el corazón de su filosofía. Hacia el final de su vida dijo una vez a un interlocutor: «Una filosofía entre cuyas páginas no escuchamos las lágrimas, el llanto y el crujir de dientes, así como el espantoso alarido del crimen recíproco y universal, no es una filosofía».
Kant, bajo cuyo impulso se habían alumbrado «los años salvajes de la filosofía», escribió con los ojos puestos en la Revolución Francesa: «Un fenómeno tal en la historia de la humanidad ya no se olvida, porque ha puesto al descubierto un talento y una disposición hacia lo mejor en la naturaleza humana que ninguna sutileza de los políticos habría podido imaginar a partir de la historia anterior».
Los acontecimientos que nosotros ya no podemos olvidar llevan los nombres de Auschwitz, archipiélago Gulag y Hiroshima. La visión filosófica actual tiene que mostrarse dispuesta a responder a lo que se manifiesta en esos acontecimientos. Para estar a la altura de nuestro tiempo, habrá de recurrir a Schopenhauer. No sólo su pesimismo, sino también su filosofía de la fuerza interior y de la invitación al silencio, sirven de acicate al pensamiento.
Schopenhauer es un filósofo de principios del siglo XIX, algo que se olvida con facilidad a causa de la tardía implantación de su influencia.
Nació en Danzig en 1788. Pasó su juventud en Hamburgo y conoció Europa en el curso de largos viajes con sus padres. El padre, mercader rico, quiso hacer de él un comerciante también. Pero Schopenhauer, favorecido en este punto por la temprana muerte del padre y ayudado por su madre, con la que posteriormente estuvo enemistado, se convirtió en filósofo. La pasión de Schopenhauer por la filosofía surge del asombro ante el mundo, lo que, como es bien sabido, constituye el acicate más antiguo de la misma. Y, puesto que tenía fortuna heredada, pudo vivir para la filosofía y no necesitó vivir de ella. En el ambiente profesional de la filosofía careció de oportunidades y finalmente dejó de buscarlas. Ello le resultó beneficioso: el aguijón existencial que le empujaba a filosofar no llegó a disiparse en la actividad social del gremio. Su mirada conservó la agudeza y pudo contemplar la desnudez de los que reinaban en las cátedras alemanas. Se percató igualmente de las ansias de hacer carrera, el afán de originalidad a toda costa y los intereses económicos que se vislumbraban a través de las redes de sistemas tan artificiales.
Su obra principal, El mundo como voluntad y representación, se gesta entre 1814 y 1818. Termina esta fase de su vida con la consciencia de haber culminado la auténtica tarea de su existencia. Después se presenta al público y tiene que comprobar, con desolación, que no hay audiencia para él. Así que se retira de la escena sin haber llegado a actuar. Tampoco se le ofrece la posibilidad de convertirse en pensador de la tribuna. No corre el peligro de confundir la verdad con brillantes escenificaciones de sí mismo; no se someterá a las mascaradas filosóficas. Una sola le basta: contemplar desde la barrera el carnaval, a veces tan cruel, de la vida. A pesar de todo, esperará, más de lo que está dispuesto a confesarse a sí mismo, que su obra tenga un eco. Demasiado orgulloso para buscar o para tratar de ganarse a un público, anhela en secreto que sea el público quien le busque a él. Quiere ser la encarnación de una verdad que juega a ocultarse. Cuando al final de su vida se le «descubre» en efecto, interpretará retrospectivamente su prolongada situación de incógnito como el largo camino hacia la verdad.
Pero Arthur Schopenhauer se vio obligado a tener paciencia, la paciencia de toda una vida, mientras en torno a él se aceleraba el curso de la historia y «los años salvajes de la filosofía» culminaban en los sucesos revolucionarios de 1848.
Los «años salvajes de la filosofía» ignoraron a este filósofo del «llanto y del crujir de dientes», así como del vetusto arte de una vida contemplativa que aspira a la paz. Ignoraron a un filósofo que, con gran anticipación, había pensado conjunta y radicalmente las tres grandes humillaciones de la megalomanía humana. La humillación cosmológica: nuestro mundo no es más que una de las innumerables esferas que pueblan el espacio infinito y sobre el que se mueve «una capa mohosa de seres que viven y conocen». La humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia sirve exclusivamente para compensar la falta de instintos y la inadecuada adaptación al medio. La humillación psicológica: nuestro yo consciente no manda en su propia casa.
Contaré cómo llegó Arthur a su filosofía y lo que luego esta filosofía hizo del filósofo.
Intentaré reflexionar sobre filosofía al mismo tiempo que la narro, del mismo modo que relato conjuntamente la vida de Schopenhauer y su entorno histórico-cultural. Los hombres que pensaron entonces todas estas cosas han muerto, pero sus pensamientos viven. Lo cual es razón suficiente para dejar que estos pensamientos, que les sobrevivieron, aparezcan en nuestra narración como si de hombres vivientes se tratara.