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SEXTO ESCENARIO FILOSÓFICO:
EL MISTERIO DE LA LIBERTAD Y SU HISTORIA.
LOS DOS PROBLEMAS BÁSICOS DE LA ÉTICA:
Sobre el dolor y la culpa de la individuación. Schopenhauer durante la revolución del 48: la fatalidad de un rentista.
Hegel había dicho que la filosofía es la época captada con el pensamiento. Con ello no sólo había ennoblecido a la historia, sino que además había concedido dignidad filosófica al diagnóstico contemporáneo de la época, exhortando así a filosofar en y para la batalla política. En efecto, su famosa frase: «Lo que es racional es real; y lo que es real es racional» ejerció su influjo en dos direcciones contrapuestas. Unos entendían la frase como justificación de lo existente; otros, los Ruge, Bauer, Engels y Marx, la entendían como una exhortación a convertir en «realidad» lo meramente existente poniéndolo de acuerdo con la «razón». Para unos, la frase formula un estado de cosas existente; para otros, un deber. En cualquier caso, fue común a unos y otros el convencimiento de que la sociedad y la historia representan una dimensión decisiva del desarrollo de la verdad. De modo que el intento de abandonar y superar a Hegel siguió sus huellas a pesar de todo.
Desde Hegel existe por tanto una nueva manera de filosofar. Antes de él dominaba la contraposición inmediata del individuo singular y del todo: Dios y el hombre, o el hombre y la naturaleza, o el hombre y el ser.
Los hombres, así en plural, no constituían una categoría especial, sino una suma de todos los atributos que se podían observar en el individuo aislado. El concepto «humanidad» no designaba tanto un sujeto plural, histórico-dinámico, cuanto que era utilizado en el sentido de: «lo humano». Por eso, en el siglo XVIII se podía decir todavía que todo hombre tiene la obligación de respetar en sí mismo la «humanidad».
A partir de Hegel se interpone entre esta dualidad, «individuo y todo», un nuevo mundo, un mundo intermedio: sociedad y sociedad en acción, es decir, historia. Ese mundo intermedio se nutre de la sustancia de ambos antípodas: la vieja metafísica del todo, del ser, queda absorbida en una metafísica de la sociedad y de la historia. Hablar del individuo se convierte en algo sin sentido ni objeto, puesto que el individuo aparece siempre como algo condicionado por la sociedad y por la historia. El mundo intermedio de lo socialhistórico sólo deja subsistir un «algo más»: la «naturaleza» en su relación con el hombre, la antropología. Pero en cuanto ser específico de la naturaleza, el hombre es, por supuesto, muy poco individual; en Marx, por ejemplo, la dimensión de lo social-histórico es tan dominante que incluso la «naturaleza» parece quedar envuelta en ella.
En adelante no es posible ya sustraerse a este mundo intermedio entre lo social-histórico, por una parte, y la «naturaleza», por otra. Hay que someterse a la necesidad natural y a la necesidad social histórica. La disputa gira en torno a cuál de ambas necesidades es dominante. Hegel, y luego Marx, creen en la victoria de la necesidad social sobre la necesidad natural. Hegel habla del «espíritu que llega hasta sí mismo» y Marx de la «supresión de la sujeción natural». Para ambos se trata de un camino hacia la libertad. En ambos se entiende la libertad como un producto social de la historia.
Los materialistas, por el contrario, creen en el poder superior de la necesidad natural. Pero también ellos secularizan, por lo general, la antigua promesa metafísica de redención: interpretan la historia evolutiva de la naturaleza como un desenvolvimiento hacia lo superior.
Para el pensamiento filosófico del comienzo de la era de las máquinas, las dimensiones que quedan del ser, naturaleza y sociedad, comienzan a transformarse en una especie de «máquinas». Puede confiarse el éxito de la vida de estas «máquinas» a condición, desde luego, de que el comportamiento se adecué a su funcionamiento. Esta idea se expresa así en Hegel: «Libertad es comprensión de la necesidad». Y en el Manifiesto comunista se proclama lo siguiente: «La burguesía está cavando ante todo su propia tumba. Su ocaso y el triunfo del proletariado son igualmente ineluctables». Ese triunfo será «ineluctable» si se deja trabajar sin perturbaciones a la «máquina» de la necesidad histórica. Los factores perturbadores deben ser anulados: ése es el único motivo que justifica la existencia de un «partido» que lanza tales «manifiestos» al pueblo.
En esa época eran muchas las «libertades» por la que cabía luchar, tanto contra la represión política como contra la miseria social: libertad de las cargas tributarias semifeudales para los campesinos; libertad de las obligaciones gremiales para los artesanos y manufactureros; libertad de aduanas interiores, las cuales estrangulaban el comercio; libertad de expresión; libertad contra la arbitrariedad estatal; libertad para organizar e imponer la vida política; libertad para la ciencia; libertad para determinar la propia vida moral; y así sucesivamente.
Al comienzo se establecieron plazos largos para la consecución de estos objetivos. Las luchas, planteadas a largo término, suscitaban la necesidad de elaborar estrategias de acción. Había que planear el despliegue de las acciones, calcular las alianzas y hacer pronósticos sobre el desenvolvimiento de los planes. Y todo ello implicaba una supuesta forzosidad objetiva e imponía a los que tomaban partido una serie de lealtades para con los «grandes» objetivos, los cuales no podían ser puestos en peligro a la ligera con acciones espontáneas. Los movimientos en pro de la libertad, que querían que la «máquina» social trabajase en su provecho, tenían que imponer determinadas restricciones; de ahí la polémica contra los elementos «poco fiables» como Heinrich Heine; de ahí la condena por la detrucción de las máquinas; de ahí también los insultos de Marx y Engels contra los teóricos que exigían la libertad inmediata, como Max Stirner y posteriormente Michail Bakunin. Al fin y al cabo, para el que tiene la libertad como meta ante los ojos todos los espacios quedan abiertos.
Pero el hecho de que la consciencia que quiere construir un camino que lleve a la libertad tenga que ir acompañada de una especie de eliminación de la libertad a gran escala resulta harto singular. La consciencia que quiere la libertad parece conocer con exactitud, como nunca antes lo había hecho, los condicionantes sociales y naturales a los que se supedita la acción supuestamente libre y espontánea. En eso consiste la modernidad: exigencia de libertad y, al mismo tiempo, conocimiento de la necesidad del ser tal como las ciencias nos la presentan; una mezcla singular de espontaneidad ingenua y cinismo desilusionado. La ofensiva atenazante de la sociología y el psicoanálisis, por ejemplo, no deja ningún resquicio para la libertad. En la autointerpretación aparecemos como máscaras de carácter económico, como roles sociales y como naturaleza impulsiva —un incesante chasco para toda consciencia de libertad—. A pesar de ello, el apremio de libertad sigue estando vivo y especialmente entre los que conocen perfectamente el arte de «cuestionar por detrás» su espontaneidad, tanto desde el punto de vista de la sociología como del psicoanálisis. Tal vez tenga ello algo que ver con el hecho de que el apremio de libertad pasa por alto el coraje y la capacidad para sentirse responsable. Se quiere libertad para hacer todo lo posible, camino libre para la satisfacción de las necesidades; pero cuando las cosas salen mal y cuando se trata de cargar con las consecuencias, entonces ha llegado el momento para sustraerse, discursivamente, a la libertad: cabe explicar que las cosas no podían suceder de otra manera y con ello desaparece la responsabilidad. La sofisticada cultura de la explicación-posible opera en una zona de crítica ambigüedad: el tránsito de la explicación a la disculpa es resbaladizo. Se puede incluso poner por delante de una acción la explicación-posible posterior en el sentido de una absolución preventiva para el peor de los casos. Uno se anticipa de ese modo preparándose de antemano para «no haber sido el autor».
Ese «mundo intermedio» de lo social-histórico, elevado a nueva dignidad filosófica, se convierte, pues, por una parte, en el lugar en el que acontece la verdad, desarrollando las condiciones de una libertad progresiva; pero también los alegatos de inocencia y las disculpas para las catástrofes de la libertad se sitúan en ese plano. Hoy no podemos aceptar sin más realidades como la existencia del mal radical. (El fenómeno Hitler, por ejemplo, tiene que ser explicado: niñez triste, necrofilia, miedo pequeñoburgués, intereses del capital, choque de la modernización, etc. Este tipo de explicaciones sirve, en definitiva, para tranquilizarnos ante el espectáculo del horror…).
La tradición que trata de justificar lo que existe no es ciertamente nueva. También en siglos pasados la necesidad metafísica se había complacido en conjuntar todo lo existente bajo la forma del ser necesario, de un cosmos ordenado. Mucho antes de que se conociese el verdadero orden, con sus leyes y condicionamientos necesarios, existía ya toda una sospecha del orden. El ser y el caos no podían ser pensados conjuntamente con facilidad. Incluso Newton pasó media vida tratando de argumentar contra la tesis de los planetas vagabundos, una tesis revivida recientemente por Velikowsky. Para ello, no se confió tanto a las leyes de la gravitación descubiertas por él cuanto más bien, en el fragor de la disputa, a Dios. E incluso Diderot tuvo que soportar los más furibundos ataques porque había osado introducir el azar en el corazón del Universo. Mejor hubiera sido ver allí a un diablo, pues éste, a su manera, resulta al menos predecible, necesario y consecuente (el marqués de Sade elaboró una dramática teología «negativa» de esa clase).
El concepto metafísico de ser necesario y la comprensión religiosa de Dios son, ambos, anticipaciones del concepto científico de necesidad. Hoy, igual que ayer, se opera con el supuesto de un orden que rige todas las cosas incluso cuando la manera de funcionar ese orden en un caso particular se nos escapa. La fe se ha secularizado en la hipótesis de que todo se puede explicar.
La fuerza de este supuesto de orden universal, en la epóca premoderna, trajo consigo que ya entonces la «libertad» se convirtiese en un problema extremadamente intrincado. Por una parte, la libre voluntad de la creatura humana era necesaria para que el mal del mundo no recayese sobre el buen Creador. Pero, por otra, no se podía enfrentar a la creatura con el Creador, pues esto hubiese anulado su omnipotencia. De modo que no podía existir una voluntad libre y en cierto modo debía ser algo necesario y planeado por el propio Dios el hecho de que los hombres se alejasen con tanta obstinación de su camino. Las disputas sobre este tema fueron constantes desde Agustín hasta Leibniz y, a menudo, se recurrió en ellas a la hoguera y a los instrumentos de tortura.
San Pablo había enseñado: «Cristo os ha hecho libres de la ley del pecado y de la muerte». Lutero hizo la siguiente interpretación: uno está sometido al pecado original, no hay libertad para oponerse al mal; ahora bien, hay una elección que la Gracia de Cristo hace posible: existe libertad para dejarse liberar por y en la fe. El pecado de la carne nos ata pero el espíritu hace posible la liberación. No hay libertad que uno pueda tomarse por sí mismo sino sólo una libertad otorgada. La libertad no es fruto de la acción sino del abandono. Pero como podemos rechazar el regalo de libertad que nos otorga la Gracia, somos responsables también por la falta de libertad que se deriva del pecado original. Como puede verse, una manera audaz de pensar conjuntamente la falta de libertad y la responsabilidad. Y un contraste considerable con la manera de pensar actual en la que estamos acostumbrados a conectar la libertad con la falta de responsabilidad. Es el largo camino que va de la metafísica de la autorresponsabilidad a la constatación empírica de la incapacidad de asumir la responsabilidad.
El problema de la libertad fue un desafío no sólo para los teólogos, sino también para los filósofos. Precisamente porque la libertad podía poner a Dios en dificultades, los filósofos tuvieron que ocuparse de ella. La filosofía, rebajada en otras ocasiones al papel de sierva, podía acudir aquí en ayuda de Dios o, según las circunstancias, ponerlo todavía en mayores aprietos.
Spinoza analiza la consciencia de libertad como ilusión de la inmediatez: uno se siente libre en las propias decisiones y acciones sólo mientras se mantiene en tal inmediatez y a causa de ella. La libertad, por tanto, consiste sólo en «que los hombres… son conscientes de su querer, pero desconocen las causas que lo determinan». Es la libertad como autoengaño. Pero el descubrimiento de causas es también libertad y ciertamente libertad verdadera, pues, según Spinoza, nos libera del autoengaño. Somos libres cuando nos liberamos de la ilusión de la libertad. Y en esa libertad que surge de la crítica de la libertad participamos de la necesidad sublime que es el todo.
También Descartes escudriña todos los ángulos que hacen posible pensar la libertad. Distingue la acción libre de la acción arbitraria. «Arbitrariedad» es un impulso humano que no está dirigido por la razón, un impulso al que la razón no le ha dado ningún «argumento». «Arbitrariedad» es por tanto lo que carece de razón en nosotros. Lo que carece de razón es, a su vez, lo que no es «necesario». Pero nuestro entendimiento sólo está en casa cuando se ocupa de lo «necesario». Por eso, la «arbitrariedad» es lo extraño, lo que hace violencia al entendimiento. Y puesto que el entendimiento es lo más humano en nosotros (ya que es divino), hay que concluir que esa «arbitrariedad» representa una amenaza para lo propiamente humano. En la «arbitrariedad» se pierde la autonomía y uno se vuelve víctima de un acontecer que él mismo no ha producido sino que le arrastra. De modo que la arbitrariedad es falta de libertad y la necesidad es libertad.
Con estos argumentos y otros de la misma índole, la filosofía da vueltas, durante siglos, en torno a un problema que constituye, en realidad, un misterio: el problema de la libertad. En esa zona, ardiente y tenebrosa, los discursos filosóficos se convierten en círculos viciosos.
Kant no resolvió el problema de la libertad ni disolvió su misterio; por el contrario, su mérito consiste en haber demostrado la imposibilidad de principio para resolver o disolver el problema de la libertad.
Hay y tiene que haber, según Kant, una doble perspectiva: si nos sentimos como seres en el tiempo, cada instante presente está conectado con la serie temporal, y, por tanto, con todo lo que precede. Pero puesto que yo sólo estoy en el instante presente y el pasado escapa a «la esfera de mi poder», no puedo nunca tener en mi poder lo que, en cuanto pasado, determina mi presente. Eso vale, como hemos dicho, para la autoexperiencia de uno mismo en cuanto ser temporal. Ahora bien, como es bien sabido, el tiempo no pertenece, según Kant, al mundo «en sí», sino que es una forma de la intuición de nuestro sentido (interior). El «en sí» del mundo y nuestro propio yo carecen de tiempo. Pero, por otra parte, nos resulta imposible representarnos tal «ausencia de tiempo» puesto que el «tiempo» es una forma de la intuición absolutamente ineludible para que haya experiencia. En nosotros hay, pues, según Kant, un punto único, una experiencia única que nos arranca de la serie temporal condicionante, en la medida en que ésta queda detrás de nosotros y nos conecta con lo que todavía no es y debe llegar a ser. Nuestro presente, por muy condicionado que esté por lo anterior, lo vivenciamos como algo conectado con algo que podría ser (en el futuro) si así lo quisiéramos. Es una especie de condicionamiento al revés: nos condicionamos a nosotros mismos mediante lo que queremos verdaderamente que llegue a ser. Pero ningún impulso debe venir en ayuda de este querer, según Kant, pues en tal caso seríamos víctimas de una sensibilidad que ejerce poder sobre nosotros. Por eso, como es sabido, ese querer tiene que ser un deber. El deber no debe estar pertrechado secretamente con la fuerza natural del querer sino al contrario: el deber se alza contra el impulso natural del querer y produce otro querer que tiene fuerza propia. Quieres, porque debes. Debes querer. El deber tampoco ha de tener miramientos con el poder sino que por el contrario, siendo el deber incondicionado como es, demuestra su fuerza al producir el poder. Kant no concluye el deber a partir del poder sino el poder a partir del deber: «Puedes hacer lo que debes hacer», proclama el tajante imperativo de la conciencia. En la conciencia —y únicamente en ella— quedamos desgajados del imperio de la necesidad. En la conciencia se anuncia la «cosa en sí» que nosotros mismos somos. Es el punto en el que podemos recoger un cabo de nuestra existencia trascendente; aquí experimentamos algo de la «absoluta espontaneidad de la libertad» (Kant) que constituye nuestro ser último.
Pero con ello no queda resuelto el misterio de la libertad sino que permanece en las tinieblas, puesto que la doble perspectiva de la experiencia de uno mismo no desaparece. En efecto, toda acción motivada por una «conciencia» entendida de este modo es también, desde la perspectiva empírica, una acción determinada por los condicionantes que la anteceden, procede de ellos necesariamente y tiene que ser entendida por tanto como una acción no libre. La «conciencia» puede ser entendida también, bajo la perspectiva empírica, como una causalidad entre otras. Pero, al mismo tiempo, la «conciencia» nos avisa en cada momento presente que podíamos haber actuado de otra manera puesto que debíamos hacerlo. La paradoja consiste en que la conciencia nos hace libres porque no nos absuelve. Y al contrario: el pensamiento de los condicionantes determinantes nos absuelve porque nos deja atrapados en el ser necesario.
Kant llama a esta dimensión del ser, que se nos manifiesta a través de la conciencia moral, nuestro ser «inteligible». Para él, entre nuestro ser empírico y nuestro ser «inteligible» media una tensión desgarradora. Explicar el porqué tiene que ser así, el porqué no se debe relajar la tensión, y cómo se puede vivir con ella —explicar todo esto es la finalidad de toda la empresa que lleva a cabo la filosofía transcendental kantiana—. Hace falta verdadera maestría filosófica y vital para mantener el equilibrio, a la manera kantiana, situándose en el vértice del problema. Los continuadores fueron incapaces, por regla general, de sostener ese equilibrio. Se precipitaron desde ese vértice aferrándose a uno de los polos que constituyen la tensión; unos al polo empírico y otros al «inteligible». Los primeros que entraron en juego fueron los de lo «inteligible», los metafísicos del sujeto.
Fichte argumenta, como hará Sartre después, tomando como punto de partida la «absoluta espontaneidad de la libertad» (Kant): «Pero el que toma consciencia de su autonomía y de su independencia de todo lo que existe fuera de uno —consciencia a la que sólo se puede llegar transformándose en algo por sí mismos, con independencia de todo lo que existe fuera de uno—, ése ya no precisa de las cosas para sostener su propio yo, y no puede necesitarlas porque las mismas suprimirían tal autonomía y la transformarían en apariencia vacía. El yo, que es su posesión, suprime la fe en las cosas».
En 1809, tras la ruptura con Fichte, clamorosamente comentada por el público interesado, Schelling publica su escrito Sobre esencia de la libertad humana y proyecta dentro del ser mismo la intrincada dualidad kantiana de libertad y necesidad cuyo ámbito de validez hasta entonces se había limitado a la experiencia humana. Pero Dios y el ser son, como en Spinoza, conceptos intercambiables. No obstante, al contrario de lo que pasa en Spinoza, el ser en Schelling no está constituido por un cosmos de cosas sino que es un universo de procesos, de acontecimientos, de actividades. Las «cosas» son, por decirlo así, cristalizaciones, solidificación de acontecimientos. Hay que disolver por tanto de nuevo tales cosificaciones en los procesos que están en su base. Es así como Schelling, dando un giro genial, desarrolla su concepto de lo incondicionado: «Incondicionado es precisamente lo que no puede ser convertido en cosa». Esa frase se encuentra ya en sus escritos de juventud y, de manera muy fichteana, recibe su impronta desde el «yo». Pero en el escrito sobre la libertad, de 1809, Schelling va más allá de Fichte. Es un deber mostrar, escribe allí, «que todo lo que es real (la naturaleza, el mundo de las cosas), se funda en la actividad, la vida, la libertad…; que no sólo la yoidad es todo sino que también sucede lo contrario, que todo es yoidad».
El «todo», el ser pleno, y en especial también la «naturaleza», tienen que ser entendidos como «yo». A esa yoidad del todo Schelling le da el nombre «Dios». Así que el oscuro misterio de la libertad, tal como el hombre lo experimenta en sí mismo, tiene que convertirse en un misterio del ser o de Dios. La dualidad kantiana de necesidad y libertad en la autoexperiencia se convierte en una ambivalencia abarcadura de todo el ser, del mismo Dios.
«Sólo el que ha saboreado la libertad», escribe Schelling, «puede sentir la necesidad de convertir todas las cosas en su análogo, de esparcirla por todo el Universo». Pero lo mismo cabe decir de la experiencia de la necesidad. También ésta tiene tal evidencia que no cabe sino esparcirla igualmente «sobre todo el Universo». El ser está sujeto a un orden, con reglas y leyes, es decir, al reino de la necesidad. Pero el fundamento último de este orden sometido a normas es la espontaneidad. Esta es la idea central de Schelling. El ser sometido a reglas es resultado de un autosometimiento de la absoluta espontaneidad a la cual Schelling llama Dios. En el mundo, tal como se nos presenta, «todo es regla, orden y forma; pero en el fondo queda siempre lo carente de regla, como si pudiese abrirse camino de nuevo… Esa es la base inexplicable de la realidad de las cosas, el resto absolutamente irreductible, lo que no se puede disolver en el entendimiento por grande que sea el esfuerzo que se haga para conseguirlo, algo que permanece eternamente en el fondo de todo».
La ausencia de regla en el fondo de las cosas, la libertad por tanto, es el abismo del ser y, al mismo tiempo, el abismo del hombre. Schelling concibe sus vastas divagaciones metafísicas a partir de esa reflexión abismal. Por otra parte, se deja arrastrar por la inercia de una exposición narrativa de lo impensable, de igual modo que lo haría posteriormente Sigmund Freud cuando, para razonar sobre el abismo de los impulsos humanos, introdujo relatos sobre Moisés, Edipo, Electra y otras celebridades mitológicas. Schelling nos «cuenta» la doble naturaleza de Dios, el Dios caótico que, por decirlo así, se impone a sí mismo el orden en su acto de creación y en sus creaturas a la vez que permanece rebelde contra su propio yo ordenado.
Schopenhauer, a su vez, llamó al orden a Schelling. En su ensayo Sobre el libre albedrío (1841), comenta el escrito de Schelling sobre la libertad del modo siguiente: «Lo principal de su contenido es… el detallado informe acerca de un Dios con el que el señor autor mantiene una relación tan íntima que incluso nos describe su origen; es de lamentar tan sólo que no dedique ni una palabra a explicar cómo ha trabado tal conocimiento» (III, 609).
Esto, sin embargo, no es del todo exacto. Schelling llega a ese «conocimiento» del abismo en Dios y en el ser mediante el conocimiento íntimo de su propia condición abisal. El escrito de Schelling sobre la libertad resulta tan osado porque magnifica el misterio de la autoexperiencia de la libertad, convirtiéndolo en metafísica del caos como fundamento del mundo. Con ello eleva su protesta, antes de que lo hiciera Schopenhauer, contra el panlogismo que desde Kant trataba de deducirlo todo del sujeto. Después de haber descubierto que la naturaleza puede ser en el hombre un poder destructor e infernal, Schelling trata de captar la esencia de la naturaleza de manera completamente nueva. De todos los contemporáneos de Schopenhauer, es el que más se aproxima al concepto schopenhaueriano de voluntad: «Voluntad es el ser originario», escribe Schelling, «y sólo a ella le corresponden todos los predicados del mismo: carácter abisal, eternidad, independencia del tiempo, autoafirmación».
En Schelling, tampoco la voluntad es una función del entendimiento sino al contrario: el entendimiento es una función de la voluntad. De modo que el orden del entendimiento queda quebrantado por la voluntad caótica, aunque —y ésa es la última palabra de Schelling en el asunto— todavía es más fuerte el «espíritu» en el que actúa el «amor». «Pues el amor es lo más alto. Es lo que existía antes de que existieran el fundamento y lo existente (como cosas separadas)…». Schelling insiste en ello. En un nivel todavía más profundo, por debajo del abismo, hay «amor», «amor divino», por el que nos sentimos atados y arrastrados.
Nos atrapa la necesidad —primer nivel—. Descubrimos nuestra libertad al abrirse simultáneamente el abismo amenazante del caos —segundo nivel.
El sentimiento de que todo es uno y bueno nos ata y nos arrastra todavía más intensamente hacia la hondura —tercer nivel—. Dicho de otra manera: Debes — Puedes — Tienes el derecho.
Misterio de la libertad; se habrá observado que en el escrito de Schelling sobre la libertad la oscuridad del problema refulge por todas partes. Y ése es tal vez su mayor mérito.
En el año 1838, también Schopenhauer aborda el problema de la libertad.
En 1837 había encontrado en la Hallischen Literaturzeitung una cuestión que planteaba la Real Sociedad Noruega de las Ciencias de Drontheim para la concesión de un premio. La «libertad era el estandarte» por doquier (Freiligrath) y la pregunta que planteaba el premio respondía también a las tendencias de la época: «¿Puede demostrarse la libertad de la voluntad humana a partir de la autoconsciencia?».
Schopenhauer se puso manos a la obra, animado por un pequeño éxito que acababa de tener.
En el verano de 1837 había encarecido en un detallado escrito a los profesores Schubert y Rosenkranz, quienes preparaban una nueva edición de Kant, para que utilizasen como base el texto sin mutilaciones de la primera edición de la Crítica de la razón pura. La segunda edición (1787), según demuestra Schopenhauer con detalle, hace considerables recortes a la radicalidad originaria del texto, acomodándose a la religión y al sentido común. Los editores siguieron su consejo e incluso copiaron en el prefacio los pasajes principales de su carta. Al menos ahora Schopenhauer podía sentirse reconocido como una autoridad en Kant. Tal reconocimiento le dio coraje y amortiguó el malhumor que le había producido otra noticia de junio de 1837: el editor de Sobre la voluntad en la naturaleza le comunicaba que hasta el momento sólo se habían vendido ciento veinticinco ejemplares de la obra.
Schopenhauer trabajó en el escrito para el premio con renovado celo y todavía no lo había completado cuando tuvo conocimiento de otro concurso referido igualmente al problema de una ética filosófica. La Real Sociedad danesa de las ciencias planteaba al gremio de los filósofos la siguiente cuestión, algo prolija: «¿Hay que buscar la fuente y el fundamento de la moral en la idea de la moralidad subyacente de manera inmediata en la consciencia (o en la conciencia moral) y en el análisis de los restantes conceptos fundamentales que emanan de ésta, o existe, por el contrario, otro fundamento cognoscitivo?».
Schopenhauer envió la respuesta a la primera cuestión a finales de 1838 y recibió el primer premio en enero de 1839. El filósofo, que podía regocijarse con esta distinción como «un niño» (Hornstein), esperaba la medalla con impaciencia y, durante los meses siguientes, importunó sin cesar al representante del gobierno noruego en Frankfurt. Entre tanto, trabajaba para el segundo concurso y envió su escrito a principios de verano de 1839. En julio de ese año escribió impaciente, y ya seguro de la victoria, a la «muy honorable Sociedad» de Copenhague: «Les ruego que me informen lo antes posible por correo de la victoria alcanzada. Pero espero recibir de ustedes el premio por conducto diplomático» (B, 675).
Sin embargo, la muy honorable sociedad de Copenhague fue de otro parecer. No consideró en modo alguno digno del premio el escrito de Schopenhauer, único por lo demás que había participado en el concurso. El autor, según ellos, había eludido el asunto en cuestión. «Tampoco se puede silenciar», escriben los académicos de Copenhague, «que el autor hace mención de filósofos eminentes de los tiempos modernos con tan poco decoro que produce un escándalo grave y justificado».
En 1841, Schopenhauer hizo que se publicasen conjuntamente ambos ensayos en una pequeña librería editora de Frankfurt bajo el siguiente título común: Los dos problemas fundamentales de la ética, tratados en dos escritos académicos para concurso. En la página que lleva el título, Schopenhauer menciona expresamente que el primer escrito ha sido «premiado en Drontheim, el 26 de enero de 1839», mientras que el segundo «no ha sido premiado en Copenhague el 30 de enero de 1840». Su propósito era responder a los académicos con una resonante bofetada; pero sólo un decenio después, al comenzar su fama, pudo causar cierta impresión con ello.
Schopenhauer no podía dar como presupuesta la totalidad de su metafísica —el envío debía ser anónimo—, sino que tenía que desarrollar su posición «inductivamente» partiendo del planteamiento del problema. A la cuestión de la sociedad noruega («¿Se puede demostrar el libre albedrío a partir de la autoconsciencia?»), responde del modo siguiente: por mucho que se rebusque en la consciencia no se encontrará nunca la libertad allí, sino sólo la ilusión de la libertad.
Pero tal afirmación sólo resulta posible tras haber aclarado con anterioridad lo que debe entenderse como «autoconsciencia»; hay que determinar, en definitiva, la esfera a la que pertenece la pregunta por la existencia o no existencia del libre albedrío.
Así que lo primero que hace Schopenhauer es definir la «autoconsciencia»: ésta es lo que queda de la consciencia cuando se prescinde de la «consciencia de otras cosas». La «consciencia de otras cosas» nos llena casi por completo; ¿qué es pues lo que contiene el «resto»? Lo dice ya la expresión: la consciencia del propio «yo» (en la medida en que no es «otra cosa»). Schopenhauer pregunta: «¿Cómo llega el ser humano a ser consciente de sí mismo?». Y da la siguiente respuesta: «se hace consciente de sí mismo en cuanto ser capaz de querer». El yo percibido directamente por la consciencia que no se dirige hacia afuera es algo volente. Pero debemos darnos cuenta de que ese algo que «quiere» en uno, no se agota en los actos de voluntad que se transforman después en hechos y en las «decisiones expresas», sino que engloba el amplio espectro de todos los «afectos y pasiones» en sus más diversas manifestaciones existentes: «todo ansiar, anhelar, aspirar, desear, echar de menos, esperar, amar, alegrarse, estallar de júbilo y cosas por el estilo, lo mismo que todo no-querer o resistirse, como aborrecer, huir, temer, encolerizarse, odiar, apenarse o sufrir» (III, 529). Estos impulsos y excitaciones de la voluntad, por internos que sean, se refieren siempre naturalmente a algo externo, algo hacia lo que se dirigen o que produce su estimulación. Todas estas cosas exteriores, sin embargo, no caen ya en el ámbito de la autoconsciencia, sino que pertenecen al ámbito de la «consciencia de otras cosas». Esta distinción no es tan académica ni rebuscada como podría parecer a primera vista, pues es precisamente una concepción estricta del concepto de «autoconsciencia» (consciencia que acompaña de manera inmediata a los efectos de la voluntad), lo que le permite explicar la ilusión de la libertad del modo siguiente: siendo la autoconsciencia una consciencia inmediata de los procesos de la propia voluntad, no puede ir allende de tales procesos vivenciados desde dentro. La voluntad que se vivencia en la autoconsciencia es algo originario y tiene que serlo, pues la consciencia de cosas exteriores que pudieran estimularla, motivándola o determinándola está ausente en un primer momento.
Reducido a su forma más simple, el juicio de la autoconsciencia sobre los propios actos de voluntad, «que cada uno puede escuchar en su propio interior», puede formularse del modo siguiente: «Puedo hacer lo que quiero: quiero ir a la izquierda, pues voy hacia la izquierda; quiero ir a la derecha, pues voy hacia la derecha. Es algo que depende exclusivamente de mi voluntad: soy libre por tanto» (III, 536). Pero eso es, según Schopenhauer, un autoengaño. Pues lo que sigue estando en la oscuridad es el hecho de si también la voluntad, a la que siempre percibo en acción dentro de mi autoconsciencia, es o no es libre. La cuestión estriba en saber si, por el hecho de ser libre para hacer determinadas cosas, soy libre también para quererlas. Desde la perspectiva de la autoconsciencia inmediata no es posible dar ninguna respuesta, pues la voluntad es algo originario para ella. Tan originaria es la voluntad para la autoconsciencia que, en sentido estricto, uno sólo sabe lo que quiere después de haber querido. Sólo hay consciencia de la propia voluntad «post festum».
De modo que no es posible obtener información de la autoconsciencia sobre la cuestión de si la voluntad misma es libre o no. Ese planteamiento sólo conduce hacia ese «oscuro interior» en el que sentimos vivir la voluntad; para adquirir más información debemos saltar de la autoconsciencia inmediata a la «consciencia de otras cosas»; es decir, cuando nos consideramos a nosotros mismos como cosas entre otras cosas, o sea, desde una perspectiva exterior. Entonces aparece un nuevo escenario: contemplo ahora todo un mundo de cosas, hombres, etc., alrededor de mí, los cuales influyen sobre mi voluntad, condicionan sus movimientos, le proporcionan objetos y le presentan motivaciones. Schopenhauer afirma que la relación entre este «medio circundante» y mi voluntad debe ser considerada, desde esta perspectiva, como algo estrictamente causal. El hombre actúa del mismo modo que cae la piedra o reacciona la planta: responde ante los motivos con necesidad forzosa. La motivación es causalidad que actúa a través del conocimiento, en el sentido más amplio de la palabra (también, por tanto, a través de percepciones inconscientes, etc). La voluntad no puede reaccionar más que de un modo determinado cuando determinados motivos entran en su «campo de visión». Entre el motivo que actúa sobre la voluntad y la acción de la misma existe una causalidad estricta, una necesidad que excluye la libertad. El ser humano puede, sin embargo, «representarse repetidamente y en una sucesión arbitraria, mediante su capacidad de pensar, los motivos cuyo influjo experimenta, para presentarlos ante la voluntad. Eso es lo que se llama reflexionar, tiene, pues, la capacidad de deliberación y, en virtud de la misma, adquiere una capacidad de elección mucho mayor que la que le resulta posible al animal. Pero eso no significa sino que es relativamente libre, libre a saber, de sufrir el influjo forzoso inmediato de los objetos que actúan sobre su voluntad como motivos y que están presentes intuitivamente, una forzosidad a la que los animales están sometidos sin más: el hombre, por el contrario, se determina a sí mismo, con independencia de los objetos presentes a partir de pensamientos que constituye sus motivos. Esta libertad relativa es también, en el fondo, lo que las personas instruidas pero sin un pensamiento profundo entienden como libertad de la voluntad, algo que manifiestamente sitúa al hombre por encima del animal» (III, 554). Pero esta «capacidad de reflexión» no cambia para nada el hecho de que, al encontrarse mi voluntad y el motivo más fuerte para ella, entre el motivo y mi acción rija una causalidad estricta y una estricta necesidad.
Me encuentro, pues, por una parte, con mi voluntad, algo que constituye mi propio ser, según Schopenhauer, es decir, mi «carácter» y cuya identidad, que no puede ser conocida desde dentro, es tan fija, tan determinada y tan invariable como la identidad de una piedra. Y me encuentro con todo un mundo que ejerce su influjo sobre esa voluntad y la pone en acción de una manera u otra, como la piedra que, arrojada con determinada fuerza, describe una determinada trayectoria para caer después al suelo. La piedra tiene que volar cuando es arrojada y yo tengo que querer de determinada manera cuando mi voluntad es puesta en acción por determinados motivos.
Schopenhauer bosqueja de ese modo la figura de un universo en el que rige una necesidad implacable —aunque, como hemos dicho, desde la perspectiva de la consciencia de «cosas exteriores», desde la perspectiva por tanto de una consciencia cosificadora.
Esa no es, sin embargo, su última palabra. Vuelve a analizar minuciosamente la autoconsciencia inmediata y, lo que inicialmente aparecía como ilusión de la libertad, recibe en este momento un contenido de verdad. «Pero si ahora», escribe pasando a las consideraciones finales, «como consecuencia de nuestra exposición anterior, hemos suprimido completamente toda libertad de la acción humana y hemos reconocido que la misma está sometida a la más estricta necesidad, hemos llegado hasta el punto en el que podremos comprender la verdadera libertad moral, libertad que pertenece a una especie superior» (III, 618). Schopenhauer apela, como Kant, a la consciencia que tiene el que actúa de ser el autor de su propia obra, es decir, al sentimiento de responsabilidad inherente a la misma; un sentimiento que se mantiene persistentemente anclado en la autoconsciencia inmediata incluso cuando esa autoconsciencia puede disculparse con diversos tipos de explicación. «En virtud de esa consciencia, a nadie se le ocurre, ni siquiera al que está completamente convencido de la necesidad con la que se producen nuestras acciones, tal como la hemos expuesto hasta aquí, disculparse de una acción recurriendo a esa necesidad y transferir la culpa a los motivos, cuya aparición convierte la acción en algo inevitable» (III, 618). Schopenhauer sabe, desde luego, que uno intenta continuamente descargarse de la culpa. Pero lo que quiere decir es lo siguiente: las disculpas no funcionan y, en último término, no hay manera de reprimir el sentimiento de responsabalidad; por muy deformado que aparezca, conserva siempre su lacerante presencia y uno es responsable de sí mismo de manera radical. Schopenhauer concluye con una formulación inauditamente paradójica: «La libertad, que no puede encontrarse en el “operari” (en la acción), tiene que radicar en el “esse” (en el ser)» (III, 622).
Y es así como, al final de la investigación, quedan justificados tanto la ilusión de la libertad, rechazada al principio, como el sentimiento de poder soberano sobre uno mismo. En esa situación de la autoconsciencia inmediata se pone de manifiesto una verdad sorprendente: «La consciencia de poder y originalidad que acompaña ineludiblemente a todos nuestros actos y en virtud de la cual son actos nuestros, a pesar de su dependencia de los motivos, no engaña: pero su verdadero alcance va más allá de los actos y comienza por encima de ellos, por cuanto que nuestro propio ser y nuestra esencia, de los que parten necesariamente todas las acciones (con ocasión de los motivos), está contenido allí. En ese sentido, esa conciencia de poder y originariedad, como también la de responsabilidad, que acompaña nuestras acciones, puede compararse con un indicador que, apuntando en realidad hacia un objeto lejano, parecería apuntar hacia otro más próximo, pero situado en la misma dirección» (III, 623).
En el escrito mencionado, a Schopenhauer apenas le resulta posible hacer una referencia a la dirección en que apunta ese sentimiento que nos impone la responsabilidad y que nos atribuye la culpa a pesar de que aceptemos nuestra determinación, pues para ello tendría que desarrollar toda su metafísica de la voluntad. Lo único que deja entrever es lo siguiente: en el fondo del paradójico sentimiento de culpa y de la paradójica responsabilidad yace la culpa de la individuación, la culpa de ser el que se es y de ser —por la simple existencia— una partícula del cosmos de voluntad desgarrado en su interior y autodestructivo en la lucha universal. La autoconsciencia inmediata, rebosante de la autoexperiencia de esa voluntad impulsiva y devoradora, se hace consciente de la culpa en el sentimiento de libertad y de responsabilidad, así como en la sensación de remordimiento.
Al volver a la autoconsciencia inmediata para desenmascarar allí la verdad oculta de la ilusión, Schopenhauer está describiendo de nuevo el círculo de una metafísica inmanente que no traiciona a la experiencia ni siquiera en la crítica de la experiencia. A renglón seguido de haber disuelto una evidencia (el sentimiento de libertad y responsabilidad) mediante un proceso de explicación (cadena de la necesidad), vuelve de nuevo a esa evidencia que se da en la autoconsciencia inmediata. Necesita volver atrás para comprender esa evidencia que todas las explicaciones no logran hacer desaparecer. Se pregunta por lo que significa realmente el hecho de que la voz que nos culpabiliza y nos convierte en autores de nuestras acciones, cargándonos de responsabilidad, no quiera acallarse en modo alguno.
Tenemos aquí de nuevo ambas dimensiones: el apaciguamiento e incluso la disculpa mediante la explicación, por una parte; y por otra, la intranquilidad que queda presente y que aspira a transformarse en comprensión de la «x desconocida», de ese resto inexplicado en toda explicación. Schopenhauer disuelve la ilusión de la libertad recurriendo explicativamente al ser necesario para volver de nuevo circularmente al ser de ese ser necesario. Y la experiencia inicial de la libertad, disuelta en el análisis, vuelve a recuperarse: ese ser comienza conmigo y en mí siempre de nuevo.
Heidegger hablará aquí de «serenidad»; y Adorno, de esa «no identidad» que se contrapone a la violencia de una identidad cosificadora.
La metafísica inmanente de la voluntad «no se desgaja nunca completamente de la experiencia sino que sigue siendo mera exégesis y aclaración de la misma» (II, 237). Así formula Schopenhauer su programa metafísico en el segundo volumen de la obra principal.
En relación con el problema de la libertad, eso significa que la explicación me muestra por qué hago o he hecho algo. La comprensión pregunta por lo que soy efectivamente al hacer tal cosa.
Resulta evidente que también en Schopenhauer la libertad sigue siendo un misterio. Pero un misterio que está al mismo tiempo tan próximo y es tan cotidiano que se necesita de toda una tradición de la disculpa para prescindir del mismo —por ejemplo, del mito que toma a la «sociedad/historia» como sujeto de acción y en el cual podemos delegar nuestra responsabilidad, exigiendo libertades del mismo para poder perder nuestra libertad.
Al final de su tratado sobre la libertad, Schopenhauer había hablado de la «verdadera libertad moral». En el segundo escrito, «no premiado», se ocupa del «fundamento de la moral».
Con enorme seguridad, escribe en la introducción: «El que ha visto cómo ninguno de los caminos emprendidos hasta el momento llevan a parte alguna, será más propenso a penetrar conmigo en uno que hasta ahora nadie había visto o al que se dejaba de lado con desprecio; tal vez porque era el más natural de todos» (III, 640).
Schopenhauer pasa revista inicialmente a todos los caminos que no llevan a parte alguna y especialmente al de Kant. Su crítica puede reducirse a dos aspectos: crítica a la sobrestimación de la razón en cuestiones de moral y crítica a la alianza secreta entre moral y egoísmo.
En cuanto a lo primero, cabe decir que, durante largo tiempo, se buscó falsamente el fundamento de la moral en el intelecto. Pero ningún hombre se deja arrastrar por esa moral intelectual «en serio y con el impulso de la vida». Tal «moral» es comparable, frente a la voluntad todopoderosa y frente a las pasiones, a una jeringa de agua frente a un incendio (III, 670). «El castillo de naipes apriórico» de la «razón práctica» kantiana no tiene utilidad alguna, pues el hombre no está hecho de tal manera que vaya a ocurrírsele «investigar y preocuparse por una ley para su voluntad a la que tenga que someterse y acatar» (III, 669). Kant cometió sobre todo el fallo imperdonable, según Schopenhauer, de tratar de moralizar sus acertados puntos de vista sobre el a priori de nuestra capacidad cognoscitiva y transfirió falsamente al ámbito moral la fuerza de la razón teórica, la cual apresa el material de la experiencia en sus categorías. Construyó una razón práctica que, al igual que la razón teórica rige a priori la experiencia, también ella pretende regir la acción práctica en cuanto razón moral. De ahí proviene también el hecho de que las doctrinas morales hayan sido siempre más o menos disimuladamente —y eso es el segundo aspecto de la crítica de Schopenhauer— justificaciones teóricas del egoísmo.
El egoísmo no es más que el poder natural que implica nuestra existencia de seres hechos de voluntad. La voluntad es egoísta de por sí, quiere su propio «bien y su propio mal» y no precisa de ningún apoyo moral. El egoísmo es inevitable, pero una moral que sirve a intereses egoístas no es moral, sino precisamente egoísmo revestido de moralidad. El que hace el bien en espera de recibir un premio en el más allá no actúa de manera moral sino egoísta. El creyente hace un préstamo porque está especulando con los altos intereses que recibirá en el más allá. El mismo Kant, después de mucho vacilar, puso finalmente, según Schopenhauer, un premio en la perspectiva de los que siguiesen su imperativo categórico. Con ello, en definitiva, hizo reposar su moral en el egoísmo.
En la crítica de las apariencias morales, Schopenhauer, como luego Nietzsche, es un maestro en el arte de desenmascarar lo que hay por detrás de las apariencias. Sigue el rastro del egoísmo por los senderos más recónditos descubriendo las farsas y las patrañas. Su definición de las acciones que tienen «verdadero valor moral» es breve y concluyente: son acciones hechas con «rectitud voluntaria, puro amor del prójimo y auténtica nobleza de sentimientos» (III, 276). Son acciones que se contraponen a los impulsos del egoísmo; acciones que no tienen como objetivo el propio bien, ni siquiera por caminos indirectos. Pero —y ese es el punto crucial para Schopenhauer— tales acciones necesitan también de una fuerza impulsiva; la «jeringa» del mero intelecto no podría nunca darles vida. El fundamento de la moral, según dice en la introducción, se les ha pasado por alto a todos porque es lo más natural: ese fundamento es la compasión.
El hecho de que la compasión sea algo «natural» no excluye para Schopenhauer que sea también un «misterio» que conduce al corazón de su metafísica.
Al final del ensayo sobre la libertad, Schopenhauer se había enfrentado con la culpa de la individuación; ahora se trata del dolor de la individuación.
La compasión es un suceso que se produce en la esfera de la voluntad misma y no en la de la reflexión.
En la compasión, el «velo de Maya» queda rasgado; a la vista del sufrimiento ajeno, puedo vivenciar «la supresión momentánea de los límites entre el yo y el no-yo»; puedo sufrir con el otro su sufrimiento de manera idéntica a la que «siento mi dolor» (III, 763).
Se trata de un proceso «misterioso: pues es algo de lo que la razón no puede dar cuenta inmediata y cuyo fundamento no es asequible por la vía de la experiencia» (III, 763).
En la compasión, me siento dolorosamente conectado con un mundo lleno de dolor. En eso consiste la patodicea de Schopenhauer: el ser es sufrimiento porque es voluntad; y cuando, por un instante, me siento desgajado de los límites del individuo y de los límites de la autoafírmación egoísta de mi voluntad, entonces quedo libre para entrar a formar parte del ser doliente. Esta unificación se produce en la compasión no como espectáculo contemplativo del universo, sino como implicación en el «caso» concreto individual. Para que surja la acción antes tiene que haberse dado la experiencia. La compasión no es algo que se pueda predicar: se tiene o no se tiene. Es una especie de conexión con el ser más elevada que cualquier razón que impulse a la autoafirmación. La compasión es un suceso en la dimensión de la voluntad. Una voluntad que sufre por su propia esencia y, ante la contemplación del dolor ajeno, deja, por instantes, de quererse exclusivamente a sí misma en su limitación individual.
La compasión es, para Schopenhauer, un «fenómeno originario y el confín allende del cual sólo la especulación metafísica puede todavía avanzar un paso» (III, 741).
Esta ética de la compasión ha sido llamada con razón una «mística práctica» (Lüttkehaus). La compasión procede de la superación espiritual del principio de individuación y no especula sobre una recompensa en el más allá o ni siquiera en esta vida: es «desprendida» en sentido radical; pero, sobre todo, es una solidaridad «a pesar de la historia». La compasión no espera una superación histórica del dolor y de la miseria. Es bien conocida la distancia que media entre las grandes teorías que aspiran a una mejora universal y los actos puntuales de compasión. Estos son denunciados, por regla general, porque carecen de perspectiva, porque sólo sirven para desviar la atención del «mal principal», un mal que debe ser eliminado mediante la acción instrumental-estratégica de la «emancipación». La compasión, desde esta perspectiva, aparece como sentimentalismo frente a los «síntomas». En la «masa confusa del corazón» se gasta la energía que tendría mejor empleo en el duro trabajo de remover las raíces. Max Horkheimer recurre a Schopenhauer para argumentar contra la razón instrumental superestratégica de la «emancipación»: «Desconfía de los que afirman que sólo se puede cambiar la totalidad o que, en caso contrario, no vale la pena hacer nada. Esa es la mentira vital de los que no quieren ayudar en la realidad y se excusan de las obligaciones que plantea cada caso concreto apelando a las grandes teorías. Están racionalizando la inhumanidad».
La ética schopenhaueriana de la compasión es una ética del «a pesar de»; sin la cobertura y la justificación de una filosofía de la historia, y sobre el fondo de una metafísica desolada, aboga por esa espontaneidad que, al menos, aspira a mitigar el dolor permanente. Alienta a la lucha contra el sufrimiento y explica, al mismo tiempo, que no hay ninguna posibilidad de eliminarlo. Es, tal como formula muy acertadamente Lüttkehaus, una «filosofía práctica del “como si”».
Las escenas de sufrimiento universal trazadas por Schopenhauer no son solamente visiones de conjunto, sino que dan testimonio también de un ojo avizor para la miseria social de su tiempo.
En el segundo volumen de la obra principal bosqueja la imagen del mundo como un «infierno que supera al de Dante, puesto que cada uno tiene que ser un diablo para el otro» (II, 740). Tal «infierno» es obra del «ilimitado egoísmo», o incluso, a veces, de la «maldad» premeditada. Después de aludir a la «esclavitud de los negros», Schopenhauer prosigue: «No hace falta ir tan lejos: a la edad de cinco años entran los niños en la hilatura o en cualquier otra fábrica y, desde ese momento, tendrán que pagar caro el placer de seguir respirando: pasarán allí primero diez, luego doce y finalmente catorce horas diarias ejecutando el mismo trabajo mecánico. Pero ése es el destino de millones, y muchos otros millones tienen un destino análogo» (III, 740).
Ahora bien, en el año 1848, toda esa miseria social que Schopenhauer sabe describir con tanta indignación y colores tan vivos, empezó a removerse y se tornó rebelde, levantó barricadas e incluso recurrió a las armas aquí o allá. Arthur Schopenhauer reaccionó con miedo e ira inmisericorde.
Durante los días de marzo se produjeron en la ciudad, como en toda Alemania, disturbios sociales y políticos.
A finales de 1847, el delegado prusiano había dirigido ya una advertencia al Senado ante el incremento alarmante del asociacionismo político; según él, se estaba predicando la insurrección, había incitaciones a la revuelta contra el orden existente, se extendían las ideas comunistas y socialistas entre los trabajadores manuales y el público burgués prestaba oído a los «agitadores demócratas». La policía respondió que, en una ciudad tan floreciente y rica como Frankfurt, no existía un proletariado insatisfecho, los pobres estaban bien atendidos, la burguesía tenía mucho sentido común y guardaba fidelidad a la constitución de la ciudad del año 1816. Dado que había libertad ciudadana, nada tendrían que solicitar los «demagogos».
Pero las cosas eran completamente diferentes, tal como iban a mostrar los acontecimientos de marzo de 1848.
También en Frankfurt se hicieron perceptibles las exigencias que desde todos los rincones de Alemania se reclamaban: libertad de prensa, libertad de reunión, limitación de los poderes del Senado en el que predominaban los patricios, ampliación de las competencias de la «asamblea de ciudadanos», emancipación de los judíos, tribunales con un jurado.
Surgieron las asociaciones como hongos: la «Tertulia del lunes» y la «Asociación de ciudadanos»; la asociación gimnástica pasó a denominarse «Asociación de trabajadores»; los miembros del «Orfeón» empezaron a llevar gorros tricolores: negro-rojo-dorado. Se reunió un congreso de trabajadores manuales y se decretó una «solemne protesta de millones de infelices contra la libertad de la industria». Aquí se abogaba por la reglamentación del trabajo en el sentido de los gremios y contra la «libertad francesa» del capitalesmo. Los maestros artesanos daban todavía el tono. Pero, a partir de mayo de 1848, apareció el Frankfurter Arbeiterzeitung, un periódico mucho más radical. Sus redactores fueron desterrados bajo la acusación de haber alzado la voz contra los «capitalistas liberales». El 2 de abril celebró sesión, en la vecina Offenbach, la asamblea general de la «Sociedad alemana de trabajadores». Se tomó una resolución que iba a causar sensación en Frankfurt al día siguiente: «Los trabajadores alemanes no son comunistas, no quieren una guerra contra los ricos y la propiedad, sólo exigen trabajo y un salario suficiente para su manutención por el esfuerzo y el trabajo, exigen libertad personal, prensa libre e igualdad de derechos; y por todo eso desean la paz». Las asociaciones de trabajadores de Frankfurt se sintieron impulsadas a exigir que fuesen admitidos diputados de los trabajadores en la iglesia de San Pablo, sede del parlamento. Se designaron a sí mismos como los «mejores, los más probos, los más leales, los más honestos» miembros del pueblo. El tono se volvía cada vez más seguro y amenazador. «Contra la miserable maquinación de los príncipes, aristocracia del dinero, burguesía o como quiera que se llamen los enemigos del pueblo», pregonaba una octavilla que se repartió por la ciudad. Entre tanto, celebró sesión en la iglesia de San Pablo de Frankfurt el primer parlamento de Alemania elegido libremente y empezó a deliberar sobre el repertorio de los derechos humanos. En el portal resplandecía el siguiente rótulo: «Oh, conseguid y devolved al pueblo / la grandeza de la patria, la felicidad de la patria».
En marzo de 1848, según relata él mismo en una carta a Frauenstádt de 11 de julio, Schopenhauer se impuso «toda clase de restricciones»: redujo sus gastos y anuló los pedidos de libros. Había que tener todo a punto y «si amenazaba tormenta, recoger todas las velas» (B, 231).
La asamblea de la iglesia de San Pablo había elegido entre tanto a un regente, el archiduque Johann. Para Schopenhauer era un vislumbre de esperanza en el horizonte: tal vez se restableciese el orden. Durante ese mes de julio de 1848 escribió a Frauenstádt que había tenido que atravesar duras pruebas: «He tenido que sufrir espiritualmente de una manera horrible durante estos cuatro meses, de miedo y de preocupación: ¡sentir amenazada toda la propiedad e incluso todo el orden jurídico! A mi edad resulta muy duro ver tambalearse el sostén en el que uno se apoyó toda la vida y del que uno se había mostrado digno» (B, 231).
La aversión creciente de Schopenhauer a la revolución responde a diferentes motivos y adopta diversas formas de expresión. A veces, se siente poseído por el pánico de que la revolución llegue a robarle sus bienes, los cuales le permiten vivir para la filosofía. Y, a veces, su aversión se transforma en rabia furibunda. Entonces, incluso en el Englische Hof, bastión preferido de los conservadores y constitucionalistas, resulta ridicula su postura. Exagera su «belicosidad contra los demócratas», dicen allí. Robert von Hornstein relata que incluso sus «preferidos, los oficiales aristocráticos de la “table d’hote” del Englische Hof a los que agasajaba como salvadores de la sociedad, no le trataban siempre con excesiva deferencia». Schopenhauer brinda su copa por un contrarrevolucionario con las manos manchadas de sangre, el «noble príncipe Windischgrätz» y se lamenta en voz alta de su «exceso de clemencia». «No debería de haber fusilado a Blum [un demócrata radical], sino que tendría que haberlo colgado» (G, 222).
En septiembre de 1848, el parlamento de Frankfurt aprobó el armisticio de Malmö. Prusia había declarado la guerra a Dinamarca, la cual tenía pretensiones territoriales sobre Silesia; todos sintieron que era una acción patriótica, por lo que la retirada de Prusia se consideró como una traición. La aprobación de esta retirada por el parlamento fue estimada como prueba de impotencia y de deshonra nacional. Había que añadir el enojo general de los decepcionados, quienes habían esperado mucho más de la revolución de marzo, en el ámbito político y social.
El 18 de septiembre de 1848 estalla todo esto violentamente. Una multitud enfurecida trata de asaltar el parlamento. Se levantan barricadas en las calles y se producen disparos. Dos prominentes representantes de la contrarrevolución, el príncipe Lichnowsky y el general Auerswald son salvajemente asesinados por la multitud. A uno le cortan la cabeza y al otro le rompen los brazos antes de hacer tiro al blanco con él. El viejo Ernst Morizt Arndt se lamenta: «El flujo que nos inunda se había ido acumulando a lo largo de toda una generación a causa de la estupidez, la codicia y el despotismo; ahora se han roto los diques y ha saltado desde el fondo sobre nuestras cabezas todo el fango y la inmundicia».
Durante esos turbulentos días, Schopenhauer tiene la mala suerte de caer entre ambos bandos en lucha. Relata esos acontecimientos en un informe redactado para la policía, pues quiere contribuir a la identificación de los rebeldes: «El 18 de septiembre del presente año, alrededor de las doce y media, vi desde mi ventana a un gran populacho armado con rastrillos, palos y algunos fusiles, precedidos por una bandera roja, los cuales pasaban el puente procedentes de Sachsenhausen… De unos ocho o diez, armados con fusiles… algunos se quedaron a la entrada del puente y otros en las arcadas del centro y detrás de un carruaje que habían volcado allí mismo. Esos mismos disparaban con gran serenidad y concentración hacia la calzada, afinando cada vez más la puntería. Uno de los tiradores, que llevaba una camisola gris y una gran barba roja, era especialmente activo…» (Bw 16, 164).
En una carta a Frauenstádt, Schopenhauer describe un detalle significativo: «de repente oigo voces y disparos en la puerta de mi casa, a la que había puesto el cerrojo: pienso que debe ser la soberana canalla y atranco la puerta con una barra. Entonces golpean a la puerta amenazadoramente y por fin oigo la tenue voz de mi criada: “¡Son sólo algunos austríacos!”. Abro de inmediato la puerta a estos valerosos amigos: 20 soldados de pantalón azul, originarios de Bohemia, se precipitan adentro para disparar a los soberanos desde mi ventana; pero luego se les ocurre que podrían hacerlo mejor desde la casa vecina. El oficial inspecciona desde el primer piso a la chusma que se esconde detrás de la barricada: inmediatamente le envío los grandes prismáticos dobles de la ópera» (B, 234).
La ira de Schopenhauer contra la «canalla soberana» se dirige sobre todo contra sus representantes intelectuales. En ese sentido, su aversión tiene un fundamento en cierto modo «filosófico», pues se refiere a esa «arrogancia de querer mejorar el mundo», a esa «desalmada manera de pensar» que se expresa en el optimismo. Para él, la «canalla soberana» no es sino una jauría descarriada que cree que las instituciones estatales tienen la culpa de la miseria de su vida y que puede abrirse camino a la felicidad destruyendo el Estado existente y poniendo otro en su lugar. Para Schopenhauer, eso es hegelianismo de izquierdas popularizado. El Estado no es una máquina de progreso; cuando se pretende convertirlo en tal cosa se está procediendo inevitablemente a su divinización. Hoy diríamos que Schopenhauer hace una defensa del Estado autoritario apelando al peligro del «totalitarismo».
En su ensayo sobre el fundamento de la moral, de 1841, había formulado lo que debe ser la única finalidad posible del Estado: «proteger a los individuos de los demás y, a la totalidad, del enemigo exterior. Algunos filosofastros alemanes de esta época venal quisieran tergiversarlo haciendo de él una institución para la moralidad, la educación y el ejemplo: por detrás de estas supercherías… acecha el propósito de suprimir la libertad y el desarrollo individual de la persona singular, para convertirla en mero engranaje de una máquina estatal y religiosa de tipo chino. Pero ése es el camino que condujo a la Inquisición… y a las guerras de religión» (III, 750).
Lo que Schopenhauer contempla en la «chusma» que se refugia detrás de la barricada es esa divinización del Estado. Y ve encarnarse también allí al segundo «producto de la época»: el materialismo vulgar. Se entregan a la ilusión de que la satisfacción de las necesidades materiales representa de por sí una evasión de la miseria de la existencia humana. Los representantes del movimiento son en realidad, según Schopenhauer, «estudiantes emponzoñados», o más exactamente «jóvenes hegelianos» que «se degradan al sostener un punto de vista absolutamente físico, cuyo resultado es el siguiente: edite, bibite, post mortem nulla voluptas; puede ser designado por tanto como bestialismo».
Todas estas razones «filosóficas» de su aversión a la revolución no consiguen explicar, sin embargo, el miedo y la ira furibunda que se apoderan de él tantas veces. Su núcleo íntimo es y sigue siendo, en definitiva, el temor que siente Schopenhauer por sus bienes.
Es precisamente durante los días de la revolución cuando se apodera de él una furia por la propia subsistencia y un sentimiento de autoafirmación que lo volverá completamente insensible frente a los males de la miseria social y de la opresión política, males para los que, por otra parte, había encontrado conmovedoras palabras en su filosofía de la compasión. Ahora se refugia en su casa de la Schone Aussicht núm. 17 y defiende su principium individuationis de una manera que haría honor a Don Quijote. Pues su fortuna no está amenazada en verdad y nadie reclama su piel. Pero él se encoge en torno a su bolsillo precisamente como una piel mojada.
Necesitaba el dinero para no tener que vivir de la filosofía; para no tener que tomar en cuenta a ningún editor, a ningún ministerio, ni al público que paga. Eso es lo que explicaba a todo el que quisiera escucharlo y así se justificaba ante sí mismo. El argumento es correcto, pero esconde, a pesar de ello, una falsedad profunda. Pues lo que debía darle independencia, el dinero, le impide durante esas semanas vivir con un poco de amplitud los puntos de vista de su filosofía, a saber, la filosofía de la compasión, la filosofía de la «mística practica». Pues aunque su filosofía sea extraña ciertamente a la revolución, debería mostrar al menos una comprensión profunda de sus motivaciones sociales y políticas. Y esta comprensión debería haberle impedido, en efecto, ofrecer sus prismáticos como mirilla para disparar. En cualquier caso, durante los días de la revolución, vemos a Schopenhauer reducirse a la mera voluntad de subsistencia de un rentista filosofante.
Tres años después aparece de nuevo un rasgo de compasión. El 26 de junio instituye heredero universal en su testamento al «fondo creado en Berlín para el sostenimiento de los soldados que, durante las insurrecciones de los años 1848 y 1849, habían quedado inválidos por mantener y restablecer el orden legal en Alemania, así como para los descendientes de los que cayeron en esas luchas».