17
Ruptura con Brockhaus. Primer viaje a Italia. Amoríos. Reyerta en el café Greco: «vamos a expulsar a este rufián». De vuelta en Alemania. Crisis financiera y conflicto familiar. Arthur y Adele.
En la primavera de 1818, sin haber acabado aún el trabajo en el manuscrito, Schopenhauer se puso en contacto con el editor Brockhaus por mediación del barón Von Biedenfeld. La madre había hecho editar con Brockhaus un año antes su cuarto libro, Viaje por las riberas del Rin. Pero el conflicto familiar le impidió aprovecharse de las conexiones de su madre con la editorial, aunque la reputación de ésta acabó abriendo las puertas al desconocido filósofo. La carta en la que hacía el ofrecimiento, rebosante de autosuficiencia, no lo hubiera conseguido por sí sola. Schopenhauer escribe a Brockhaus: «Mi obra es, pues, un nuevo sistema filosófico: pero nuevo en el pleno sentido de la palabra: no una nueva versión de lo ya existente sino un conjunto de pensamientos conectados en grado extremo que hasta ahora no se habían dado juntos en ningún ser humano» (B, 29). Despacha la filosofía anterior y contemporánea con cuatro palabras gruesas. Su obra está tan alejada de la «verborrea sin sentido de la nueva escuela filosófica como de la prolija y vulgar charlatanería del período anterior a Kant» (B, 29). En realidad, la obra no tiene precio, pues en ella se condensa toda su vida. Por ello exige ante todo del editor una presentación digna: buena impresión, corrección cuidadosa, buen papel. La retribución que pide no es «digna de mención»: un ducado por cada pliego, es decir, cuarenta ducados por todo el libro. El editor, vistas las cosas a distancia, no corre riesgo alguno, pues «el libro… será… uno de esos que se convierten después en ocasión y fuente de otros cien» (B, 29).
Schopenhauer no envió ningún fragmento de la obra; Brockhaus debía comprar a ciegas. Y compró.
Friedrich Arnold Brockhaus era un comerciante audaz que había llevado al éxito económico en pocos años a su editorial. El Léxico de conversación que Brockhaus había comprado por una miseria al editor en bancarrota Leupold, y que se terminó en 1811 bajo su propia dirección, se había convertido en una mina de oro. Brockhaus era un ilustrado que se movía en los medios empresariales y que no eludía el riesgo de enfrentarse con la censura. En tiempos de la ocupación napoleónica, mantuvo contactos con la oposición patriótica. En su editorial aparecieron las Deutschen Blatter, órgano semioficial de la coalición antinapoleónica entre 1813 y 1814. En 1814, cuando ya no había peligro, reeditó Alemania en su mayor humillación, un escrito que había sido la causa, pocos años antes, del fusilamiento del librero Palm por orden de Napoleón. Para Brockhaus, los riesgos tenían que ser calculables: no era un activista fanático. Brockhaus pretendía estar presente en todas las ramas de la literatura. Publicaba libros de bolsillo para mujeres, narrativa de viajes, obras literarias y obras científicas. El prestigio de la filosofía lo atraía, y como los títulos filosóficos en el haber de la editorial eran escasos todavía, debió pensar que la obra del hijo filósofo de una autora de la casa no desentonaba con los objetivos de la editorial. El 31 de marzo de 1818, Brockhaus escribe a Schopenhauer: «Considero lisonjera su honorable oferta». Schopenhauer da las gracias y pide un contrato formal. Avisa al editor de que podría tener problemas con la censura, pues su obra está en contradicción con los «dogmas de la enseñanza cristiano-judía» (B, 31). En el peor de los casos, debería imprimir y sacar el libro en otro lugar, tal vez en Merseburg, en donde reina una actitud más liberal. De todos modos, ello no sería una desventaja para el editor: «Pues, como es bien sabido, una prohibición no constituye una desgracia para un libro» (B, 32).
Schopenhauer presiona para apresurar la edición. El libro debe aparece para la feria de otoño; después quiere irse de viaje a Italia. Entrega el manuscrito durante el verano, en la fecha fijada, y espera impaciente las primeras pruebas de imprenta. Arthur no tiene idea todavía de cómo funcionan las relaciones editoriales, pues tras dos semanas de espera cree tener que reconvenir a Brockhaus. Al no llegar las galeradas en las dos semanas siguientes, Schopenhauer se muestra grosero por primera vez. Le dice a Brockhaus que no se le ocurra tratarlo como a los «autores del léxico de conversación y semejantes chupatintas». El no tiene nada en común con ellos, «a no ser el uso accidental de la tinta y la pluma» (B, 38). El editor del léxico de conversación no reacciona ante el insulto. Envía, sin comentario, las primeras pruebas. Pero esto es demasiado poco para Schopenhauer: a ese ritmo será imposible que el libro esté listo para la feria. Pide, colérico, que se cumplan los plazos estipulados. «Nada resulta más desagradable para mí que tratar con gente cuya palabra no merece crédito» (B, 40). Como prueba de que el editor se lo toma en serio, exige que se le paguen inmediatamente sus honorarios y, a continuación, sigue la frase con la que Schopenhauer destroza definitivamente la relación de confianza entre él y el editor: «Además oigo decir a muchos», escribe a Brockhaus, «que usted retarda el pago de los honorarios la mayor parte de las veces y que incluso a veces no paga» (B, 41). A lo que contesta Brockhaus: «Si usted pretende que ha oído decir… que hago esperar el pago de los honorarios, me permitirá que, en tanto no pueda usted citar por el nombre un solo autor al que pueda yo pedirle explicaciones por ello, no le tenga a usted por un hombre de honor» (Bw 14, 243). Schopenhauer no responde al desafío, pero en otra carta vuelve con los reproches y Brockhaus rompe el contacto. Deja que se imprima la obra, de arreglo al contrato, pero se niega a tener nada más que ver en adelante con este «perro rabioso», según llama a Schopenhauer ante terceros. En su última carta, de 24 de septiembre de 1818, escribe: «Yo hubiese esperado… una prueba de las afirmaciones injuriosas de su carta anterior o una retractación de las mismas, y puesto que no hay allí ni una cosa ni otra, dejo de considerarle un hombre de honor tal como advertí. No habrá, pues, en el futuro más correspondencia entre nosotros y no aceptaré en absoluto sus cartas, que por otra parte parecerían más propias de un vetturino [un cochero], por su arrogante impertinencia y su ordinariez, que de un filósofo… Lo único que deseo es que no se cumplan mis temores de estar imprimiendo su obra para la maculatura» (Bw 14, 244).
Al hacerse previsible que el libro no estaría listo para la feria de otoño, Schopenhauer acabó con la espera y, en octubre de 1818, inició el viaje a Italia planeado desde hacía tiempo. El libro recién impreso llegaría a sus manos en Roma, a principios del año 1819.
Las buenas relaciones con Brockhaus se rompieron simplemente porque Schopenhauer, lleno de miedo y de impaciencia, había sido incapaz de aguardar este instante.
Pero antes de partir hacia Italia escribe una vez más a Goethe, cuyo Viaje a Italia había aparecido un año antes. Schopenhauer le dice que él ya ha culminado su «tarea» y que no volverá a producir algo «mejor y más pleno». Ahora se dirige al país en el que «florece el limonero», y «en el que el No, el No de todas las revistas literarias, no me alcanzará» (B, 34). Le pide a Goethe «consejo» o «indicaciones útiles» referentes al inmediato viaje a Italia. Igual que pasó con la Teoría de los colores, Schopenhauer quiere seguir, ahora como turista, las huellas de su padre sustitutivo. En realidad, tal motivación no debía resultarle extraña a Goethe, pues él mismo había seguido a su padre en su camino hacia el Sur.
Goethe contesta breve y amistosamente, pero no da «consejo» ni «indicaciones útiles». Promete leer la obra de su «valioso contemporáneo» (B, 501) y añade una carta de recomendación para Lord Byron.
Lord Byron estaba por el momento en Venecia, adonde Arthur llega a principios de noviembre de 1818.
Lord Byron trabaja por aquel entonces en su gramática angloarmenia, mantiene complicadas relaciones amorosas con la condesa Guiccioli y cabalga cada día, durante las horas matinales, a lo largo del Lido. Arthur Schopenhauer lo ve allí. Va acompañado por una mujer, la cual, al ver al donjuán a caballo, prorrumpe en gritos de arrebato. Schopenhauer se pone celoso y no utiliza la carta de recomendación de Goethe para entrar en contacto con el lord. Más tarde, se enojaría por ello, pensando que las «hembras» le habían impedido, una vez más, hacer lo importante. Pero, como vemos, durante las primeras semanas en Venecia había establecido otras prioridades. En una conversación, relataría retrospectivamente que «gozó en Italia no sólo de lo bello sino también de las bellas» (G, 133). Es posible que haya aquí algo de exageración donjuanesca, pues en otra conversación Schopenhauer se decide a confesar, en relación con el viaje a Italia: «Píense usted, ¡a la edad de treinta años, cuando la vida me sonreía! En lo que se refiere a las hembras, sentía gran inclinación hacia ellas —si ellas me hubieran querido tener a mí» (G, 239).
No sabemos si su acompañante del Lido lo «quiso» tener o no; el mismo Schopenhauer tampoco lo supo quizás, pero está claro al menos que temía la competencia del lord. Con todo, y a pesar de tales inconvenientes, Arthur se encontraba a gusto. En Venecia le había sobrevenido un «estado de ánimo maravillosamente dulce», escribe a su hermana Adele.
¡Venecia en otoño! Goethe había descrito el «semblante risueño» que depara al que deja tras de sí las «brumas del Norte». «Viajando por la laguna, contemplaba a los gondoliere que remaban sentados a ambos constados de la góndola, mientras oscilaban suavemente y brillaban al sol los vestidos de colores. Al ver cómo se dibujaban sus siluetas en la superficie verdosa, sobre el fondo azul, creía tener delante de mí el más fresco y el mejor de los cuadros de la escuela veneciana».
La república veneciana ya no existía. Los leones alados de San Marcos habían dejado de custodiar a los dogos y habían dado paso al gobernador austríaco, representante del príncipe Metternich. Y puesto que se temía una conspiración carbonaria —se suponía que Lord Byron estaba implicado en ella— la ciudad bullía por todas partes de espías austríacos. A pesar de ello, conservaba su sensualidad y su alegría, y los cafés de la plaza de San Marcos estaban repletos. Venecia poseía ocho teatros, más que Londres y París. Rebosante de orgullo patricio, y con la carta de recomendación de Goethe en el bolsillo, Schopenhauer iba a las recepciones de la brillante sociedad veneciana. Recién salido del agujero de su estudio de Dresde, tenía que acostumbrarse primero a este nuevo mundo. Y puesto que todo le llamaba la atención temía llamar la atención de todos, escribe en su cuaderno de viaje. Pero se «asimila pronto»; deja «de ocuparse de su propia persona y dirige toda su atención hacia el entorno». Frente a ese entorno «puede sentir ahora su superioridad, al contemplarlo objetiva e imparcialménte, en vez de sentirse como antes oprimido por él» (HN III, 2).
Aunque Arthur se abre ahora a las impresiones del exterior, permanece replegado sobre sí mismo. Conserva su mundo interior en tal medida que, incluso en medio de todo el colorido otoñal del mundo veneciano, sigue rumiando su mística de la negación. Venecia, en la que comienza en ese momento la estación del carnaval, ofrece el espectáculo de una voluntad de vivir desbordante y abigarrada. El mundo de la representación se vuelca sobre él. La negación «no es en modo alguno representable», anota en el diario de viaje.
Sólo es posible expresarla en «las tinieblas y el silencio» (HN III, 2). Pero hay demasiada luminosidad y demasiado ruido en Venecia para ello. Toma parte, pues, en el bullicio, con euforia refrenada, preocupándose al mismo tiempo de no perder su superioridad. A finales de noviembre abandona la ciudad y, en Bolonia, le atormenta ya el sentimiento de no haber aprovechado con la suficiente diligencia la felicidad que se le ofrecía en Venecia. En el diario de viaje racionaliza ese sentimiento convirtiéndolo en una reflexión sobre el destino humano: «Precisamente porque toda felicidad es negativa, acontece que, cuando alguna vez llega a ser perfecta, se desliza tan ligera y suavemente a nuestro lado que no nos damos cuenta de su existencia hasta que desaparece; entonces, la carencia, sentida positivamente, se convierte en expresión de la felicidad perdida: nos damos cuenta en ese momento de que no hicimos nada para conservarla y a la privación se añade el arrepentimiento» (HN III, 3).
A principios de diciembre, Schopenhauer llega a Roma y permanece allí hasta finales de febrero de 1819. Pasa su tiempo en esa ciudad, a la que Goethe había llamado «capital del mundo», haciendo las visitas de rigor: monumentos de la Antigüedad y arte del Renacimiento. Para Goethe, el día en que entró en Roma había significado «una segunda venida al mundo, un auténtico renacimiento». Schopenhauer observa en torno suyo con aplicación, pero no siente ningún renacimiento. Su diario de viaje contiene algunas reflexiones sobre la pintura y la arquitectura antiguas y críticas sobre «la mediocridad y la falsedad» del arte contemporáneo. Con todo, Schopenhauer festeja también aquí otra «segunda venida al mundo». Pues a Roma le llega, como sabemos, el primer ejemplar de su libro. En febrero se entera por una carta de Adele de que Goethe lo ha recibido también y que comenzó «inmediatamente» a leer en él. Ottilie cuenta, escribe Adele, «que su padre se vuelca sobre el libro y lo lee con un celo tal como ella nunca le había visto». Según Ottilie, Goethe habría dicho «que dispone ahora de alegría para todo un año, pues va a leerlo desde el principio hasta el final y cree que necesitará todo ese tiempo» (Bw 14, 250).
Pero eso era prometer demasiado. Tampoco en el caso de Schopenhauer abandonó Goethe su costumbre de limitarse a hojear los libros contemporáneos. Parece, sin embargo, que el primer contacto con El mundo como voluntad y representación le entusiasmó efectivamente. Entregó una ficha a Adele en la que había anotado algunos pasajes que le habían producido una «gran alegría». El primero de esos pasajes, escogidos al azar, habla de la «anticipación», esa presencia anticipada de lo bello en el alma del artista. El artista hace hablar a la naturaleza donde ésta sólo balbuceaba antes, había escrito Schopenhauer. Goethe se apropió inmediatamente del pensamiento de la anticipación, tan halagador para el artista. En la primera parte de los Anales, redactada algunos días más tarde, puede leerse: «Puesto que el poeta prefigura el mundo por anticipación».
Schopenhauer, que tiene ahora entre las manos un brillante ajemplar de su obra y una carta de Adele en la que consta la siguiente frase: «Por lo menos eres el único autor al que Goethe lee con tal seriedad» (Bw 14, 151) —Schopenhauer, pues, se siente elevado a ese nivel superior del espíritu en el que los genios se reconocen y conversan a lo largo de los siglos. Un sentimiento tal precisa de expresión lírica. Después de muchos años de interrupción, el pensador intenta de nuevo un poema: «Entre dolores profundos que abrigaba tanto tiempo / Surgió la obra desde mi corazón más íntimo / Denodadamente luché por retenerlo: / Y ahora sé que al final lo conseguí. / No importa la actitud que adoptéis: / La vida de la obra ya no podéis amenazar. / Podéis frenar su avance, pero no destruirla: / La posteridad me construirá un monumento» (HN III, 9).
Schopenhauer se abandona también en prosa al goce de su obra. En el diario de viaje se acumulan las notas relativas al tema del «genio». Por ejemplo, escribe: «Un erudito es el que ha aprendido mucho; un genio es aquel del que la humanidad debe aprender algo que hasta entonces no conocía» (HN III, 5). Pero Schopenhauer tropezó con el problema de que la colonia de artistas alemanes en Roma, a la que frecuentaba, se resistió a reconocerle como genio. En el café Greco, punto de reunión de ese ambiente, sólo era conocido de hecho como hijo de una madre famosa. Las noticias de la querella familiar habían llegado hasta allí y uno de los clientes habituales del café Greco escribe a sus familiares: «He frecuentado mucho a Schopenhauer… Aquí está muy mal visto, especialmente por lo que respecta a la relación con su madre. Siendo como son los alemanes que hay por aquí, ha conseguido convertirlos a casi todos en enemigos a causa de sus paradojas, y a mí me han precavido varias veces de que me trate con él».
Esta carta procede de Karl Witte, un conocido de Schopenhauer de los días de Gotinga. Witte, nacido en 1800, había sido un niño prodigio muy admirado. Entró en la universidad con diez años, estudió matemáticas y luego Derecho, doctorándose con dieciséis años; un año después, en 1817, fracasó su habilitación en Berlín: los estudiantes no dejaron hablar al muchacho que les quería enseñar. El ministerio concedió una beca que Witt disfrutaba ahora en Italia. La relación entre Witte y Schopenhauer debió ser al principio muy estrecha, pues se ha conservado una breve carta de Arthur a Witte que comienza con las siguientes palabras: «¡Mi tesoro! La fiesta en el campo se ha esfumado. Le recogeré a las cuatro y media en Hermelin [una taberna romana]» (B, 42). La «Trattoria de H’Armellino» y el café Greco eran los lugares que Schopenhauer frecuentaba y en los que pronto conseguía que la gente se pusiera en contra suya. Félix Mendelssohn describió diez años después, en una carta a su padre, el ambiente de artistas que pululaban en torno al lugar, así como el local, de la siguiente manera: «Es una gente tremenda la que se ve por el “café Greco”… Se trata de un pequeño cuarto oscuro, de unos ocho pies de anchura, y mientras en una parte está permitido fumar, en la otra está prohibido. Se sientan en los bancos formando corro, llevan puestos los sombreros de ala ancha y se hacen acompañar por grandes perros; tienen el cuello, las mejillas y toda la cara cubiertos de pelo y hacen una humareda terrible…; se dicen groserías unos a otros; los perros se cuidan de que abunden los parásitos; una corbata o un frac serían innovaciones y la parte de cara libre de pelo la cubren las gafas; ¡además beben café y hablan de Tiziano y Pordone como si estuviesen sentados entre ellos y llevasen también barbas y sombreros de tormenta! Por otra parte, sus madonnas son tan enfermizas, sus santos tan debiluchos y sus héroes tan púberes que te entran ganas de arremeter contra ellos».
En esta pequeña comunidad alemana de enamorados de las madonnas y los púberes, Arthur Schopenhauer tenía que producir escándalo. Una tarde alaba el politeísmo griego: dice que un Olimpo lleno de dioses proporciona al artista un rico elenco de individualidades. En el café Greco consideran injuriosa esa alabanza del paganismo. Uno de la ronda le replica: «¡Pero nosotros tenemos a los doce apóstoles!». A lo que contesta Schopenhauer: «¡Vaya con sus doce filisteos de Jerusalén!» (G, 46).
Otra vez, Arthur proclama que la nación alemana es la más necia de todas. Esto es demasiado para el indulgente público del café. Así que se oye gritar: «Vamos a expulsar a este rufián». Schopenhauer tiene que tomar las de Villadiego antes de que le echen. En casa, anota en su diario de viaje: «Si pudiese simplemente deshacerme de la ilusión de considerar a estas lenguas de víbora y de sapo como a mis iguales evitaría muchos problemas» (HN III, 8).
Esta ilusión que él se hace no hubiese irritado a los miembros de la colonia alemana de Roma: no consideraban en absoluto a Schopenhauer como un igual. Le temían de cerca, pero en cuanto se alejaba un poco se burlaban de él. Un miembro de la clientela del café Greco escribe a su casa: «Entre los viajeros alemanes que han aparecido por aquí me llama la atención Schopenhauer, hijo de la ilustre Johanna Schopenhauer de Weimar, una mujer cultivada que escribe libros… Es verdaderamente un payaso completo…». Después de tanta contrariedad, Schopenhauer evita a sus conciudadanos y busca establecer contactos sobre todo con los turistas ingleses ricos. Estos viajan confortablemente, con varios coches de equipaje, llevan buenos vinos consigo, camas y orinales. En marzo de 1819, Arthur parte con esa compañía hacia el sur, hacia Nápoles, en donde, según dice Goethe en su Viaje a Italia, no sólo se puede aprender, como en Roma, sino vivir y amar. Schopenhauer no se dejó mucho tiempo para ello, pues en abril está de nuevo en Roma, permanece un par de días en la ciudad y se dirige hacia Florencia, en donde se quedará un mes. Es allí, y no en Nápoles, donde le acarician de nuevo los «brazos encantados del amor».
El consejero del gobierno Eduard Crüger, un interlocutor de Schopenhauer durante los últimos años de Frankfurt, relata que «Schopenhauer estuvo prometido en Florencia con una dama de clase alta pero deshizo el compromiso al enterarse de que ella estaba “tuberculosa”» (G, 197). Schopenhauer habló también de tales planes de matrimonio al escritor de comedia Georg Rómer; parece haberle dicho a su interlocutor que, «en parte por inclinación y en parte por sentido del deber, se habría casado si no hubiese aparecido un impedimento insuperable que él, a pesar del dolor, debía considerar ahora como una suerte, “pues una mujer no es conveniente para un filósofo”» (G, 71).
Existen dudas, por otra parte, de si esta historia aconteció verdaderamente en Florencia. En cualquier caso, Schopenhauer debió hablar de tales propósitos a Adele en una carta (no conservada), pero en conexión con su aventura veneciana de noviembre de 1818. Pues en mayo de 1819, Adele escribe a su hermano: «Tu historia [se refiere a Venecia] comienza a interesarme, ojalá que acabe bien; tú amada es rica, incluso de clase alta, ¿y dices además que está dispuesta a seguirte?» (Jb 77, 160).
Hubo proyectos de matrimonio con una rica italiana «de clase alta». Pero está claro que no puede tratarse de esa veneciana, Teresa Fuga, con la que Schopenhauer se había liado durante su primera estancia en Venecia y a la que anuncia su regreso a la ciudad en mayo de 1819. Esta le responde con una carta, dirigida a un tal Arthur Scharrenhaus y que contiene una seductora oferta: «¡Querido amigo! Recibí tu carta con mucha alegría y me di cuenta de que no me has olvidado y que te acuerdas mucho de mí; pero créeme, querido mío, tampoco yo te he olvidado…; te quiero y deseo verte, ven en seguida, te espero para abrazarte y pasar juntos un par de días; tengo ya un amigo, pero está siempre ausente de Venecia y me visita sólo de vez en cuando —en cualquier caso, el domingo se va al campo en donde permanecerá de quince a veinte días; puedes venir por tanto tranquilamente, te espero con todo el corazón; ya no tengo la relación con el “impresario”, tengo este nuevo amigo desde hace tiempo; en cuanto a los ingleses, que huyen de Inglaterra y vienen a Venecia por desesperación, tampoco tengo ya ningún amorío con ellos».
Entre todos estos amoríos, ingleses, empresarios y demás amigos, Teresa pretende dejarle a su Arthur, cuyo apellido ni siquiera lee bien, un pequeño hueco que éste podrá ocupar —durante un par de días—. Si Schopenhauer presentó esta historia a Adele como una posibilidad de matrimonio, parece evidente que, o bien fanfarroneó a su antojo, o bien actuó como un iluso.
Adele había escrito en su diario: «nadie me amará quizá nunca como yo amo» y se consideraba especialmente competente para distinguir entre sentimientos amorosos «superficiales» y «profundos». Ella, que desconfiaba de los hombres, no hizo una excepción con su hermano. Comenta las aventuras amorosas de éste con las siguientes palabras: «Ojalá no perdieses completamente la facultad de apreciar a una mujer, entregándote como haces a lo más común y ruin de nuestro sexo, y ojalá que alguna vez el cielo te pusiese delante una mujer por la que pudieras sentir algo más profundo que esas efervescencias…». A ella «le duele interiormente en verdad», escribe a Arthur el 22 de mayo de 1819, «que en una sola carta hables de dos historias de amor sin amor, y todo ello no como yo lo hubiera deseado para ti». Adele adopta aquí el tono de una hermana a la que su hermano le hubiese abierto el corazón. Pero esto resulta sorprendente, pues, a partir de la ruptura de Arthur con la madre y su salida de Weimar el 22 de mayo de 1814, también la relación entre los hermanos había sufrido un gran deterioro. Adele había escrito entonces a su amiga Ottilie von Goethe: «Mi hermano se ha comportado vergonzosamente con mi madre». Schopenhauer, por otra parte, no quería incluir a su hermana en la ruptura y reemprendió pronto el contacto epistolar, aunque no para confiarse a ella —en 1816, Adele había anotado en su diario: «No sé nada de mi hermano»—, sino para sustraerla a la esfera de influencia de la madre. Parece haberle aconsejado el matrimonio acuciantemente con el objetivo de que se fuese de casa. Pero Adele no se sentía reconfortada con tales consejos, pues, en el verano de 1814, se queja a su amiga Ottilie: «Arthur me ha escrito… no puedo casarme, todavía no, no lo haré en mucho tiempo, probablemente nunca. Arthur me atormenta…». De hecho, Adele buscaba un hombre, pero no era fácil encontrar al hombre adecuado. No es de extrañar por tanto que demorase en responder a las recomendaciones fraternas. «Tenía que haber contestado… estas cartas desde hace tiempo, especialmente la respuesta a Arthur resulta difícil», confiesa a su amiga Ottilie en el verano de 1815.
Un año después, Adele concibe ella misma un plan: quiere trasladarse a Dresde con el hermano por algún tiempo; no para que éste la ayude —Adele es muy orgullosa— sino para ayudar: tiene la sensación de que hay que sacar a Arthur de su obstinado encierro; por otra parte, quiere intentar una reconciliación entre él y la madre. Pero probablemente buscaba también la oportunidad de alejarse por un tiempo de Gerstenbergk, el amigo del hogar. Schopenhauer no acepta nada de ese plan; quiere en verdad alejar a Adele de la madre, pero no tenerla cerca de sí. Debió escribir una carta muy áspera, pues Adele anota desolada en su diario: «Respuesta indignante. Estaba tan fuera de mí que acudí corriendo a Ottilie… ¡Ay, había esperado tanto del plan de ir a Dresde!; todo lo que había construido laboriosamente se ha derrumbado».
Tras esta decepción, la correspondencia entre los hermanos se interrumpe durante algunos meses. En octubre de 1816, estando en Mannheim, durante un viaje, Adele oye desde el escenario del teatro la siguiente frase: «Puedes perderlo todo, a cada uno de tus amigos, te queda el hermano». Esto transforma su estado de ánimo. «He escrito una carta a Arthur con cariño y dulzura», anota en el diario.
Schopenhauer contesta ahora de nuevo y anuncia que su obra estará pronto acabada. Debió contar algo a Adele del contenido de la misma, lo suficiente al menos para despertar el temor en ella de que Arthur pudiese enfrentarse, con toda la rudeza de la que era capaz, no sólo a la familia sino también al espíritu de la época y a los lugares comunes de la religión y la moral. En el verano de 1818, Adele escribe a Ottilie: «Pronto saldrá una obra de mi hermano: en agosto verá la luz y en seguida hará publicar la obra, lo que temo tanto como si fuese la misma muerte… Arthur me preocupa terriblemente».
Pero ahora, durante el viaje a Italia, Schopenhauer, desembarazado de su obra e inmerso en un clima vital más benigno, parece estar más comunicativo con su hermana de lo que lo estuvo nunca antes. Por otra parte, existía para ello otra razón muy poderosa: puesto que la aventura amorosa con una camarera de Dresde había tenido consecuencias —la mujer estuvo encinta y dio a luz a una niña mientras Schopenhauer viajaba por Italia— le vino muy bien la predisposición a ayudar que tenía su hermana. Y puesto que en esta ocasión, según suponía, ella podía efectivamente hacer algo, le dio su confianza. Esto debía pasar en la primavera de 1819, pues el 27 de abril de 1819, Adele anota en su diario: «Su chica de Dresde está en estado de buena esperanza; para mí es horrible, pero él se comporta correctamente». Schopenhauer parece haber reconocido pues la paternidad y probablemente ofreció ayuda económica. Pero Adele siguió siendo escéptica a pesar de ello, pues amonesta a su hermano: «no te tomes tu deber en el estrecho sentido al que vuestra mezquindad suele reducirlo —yo quisiera que la niña no hubiese nacido, pero puesto que está ahí, hazte cargo de ella».
Schopenhauer había dejado traslucir el deseo de que Adele se ocupase un poco del bebé y también de la joven madre. «Si puedo hacer algo… por la chica, dilo abiertamente», responde Adele, ofreciendo ayuda de inmediato; podría enviar dinero a la madre, pero no visitarla, eso verdaderamente no puede ser. Ha oído decir que la mujer vive ahora con otro hombre. Inducirla a prometer tal visita sería una «sorprendente ocurrencia» por parte de Arthur. La niña murió a finales de verano de 1819. Adele escribe a Arthur: «Siento que haya muerto tu hija, pues cuando hubiese sido mayor te hubiera dado alegría».
Adele escribía esto el 8 de septiembre de 1819. En ese momento, Schopenhauer había regresado ya a Alemania y estaba en Dresde. Pero, entre tanto, había sucedido una catástrofe para la familia Schopenhauer. El banquero Muhl de Danzig, al que la madre y Adele habían confiado toda su fortuna y Arthur un tercio de la suya, hizo suspensión de pagos en mayo de 1819, rogó a sus acreedores que no hiciesen nada y que tomasen parte en un ajuste, pues en caso contrario amenazaba bancarrota total. Schopenhauer se enteró en Venecia, a finales de mayo, por medio de Adele. Esta, alarmada en extremo, hablaba de un «vuelco» en su «destino terrenal». Tenía de hecho todos los motivos para angustiarse. Pues la parte de la fortuna perteneciente a la madre había menguado mucho como consecuencia del dispendioso estilo de vida en Weimar. La parte de Adele se había convertido por tanto en la base de la subsistencia común de madre e hija —también para el futuro. Y la vía de salvación por medio del matrimonio tampoco parecía abierta. Gerstenbergk ofreció ayuda, pero las Schopenhauer no quisieron aceptarla. Se tomaron medidas inmediatas: la camarera, la cocinera y el mozo de casa fueron despedidos. Para poder viajar a Danzig, tuvieron que tomar prestada una cantidad de dinero considerable. Lo mejor para el ajuste era estar presentes en el lugar. Adele escribe a Arthur desde Danzig: «Me duele tener que estar aquí en el gran mundo, en todas las reuniones… ¡pienso todo el tiempo en el momento en que se acabe todo! ¡Un nuevo camino, una nueva vida! Tendremos que vivir con mucha sencillez de lo que quede, quiero ganarme lo imprescindible para mis necesidades, por lo menos en la medida que lo permita mi enfermedad… En extrema necesidad, pero sólo en la extrema, abandonaré mi patria e iré a Rusia como institutriz. No puedo ni quiero casarme sin inclinación; cada uno conoce sus fuerzas: lo que acongoja a muchos no es nada para mí, pero lo que miles soportan a mí me destrozaría». Adele mantiene a Arthur al corriente de lo que pasa lo mejor que puede. Deja entender, bajo secreto, que Muhl les ha ofrecido a ella y a la madre condiciones especiales. «Mis planes consisten», escribe el 8 de septiembre, «en recuperar de nuevo una parte del dinero que pierdo ahora en el futuro, cuando Muhl se haya recuperado». Le pide a Arthur, en cuanto acreedor, que se comporte con serenidad y que apruebe el ajuste oficial en el caso de que éste sea ofrecido. Pues el ajuste sólo puede tener lugar si ninguno de los acreedores se opone. «Tienes que estar completamente seguro… de que tu provecho será tan importante para mí como el mío propio. Podrás comprender que cuando ya no pueda hacer nada por ti, trate de sacar alguna ventaja para mí, pero te doy mi palabra de relegar mi propio provecho antes de permitir que tú salgas perjudicado. Confía tranquilamente en mí».
Pero precisamente Schopenhauer no estaba dispuesto a confiar. Las alusiones a condiciones especiales habían despertado su desconfianza.
Al principio, ofreció ayuda espontáneamente, puesto que la bancarrota en perspectiva sólo le afectaba en parte. Escribe que estaría dispuesto a compartir con la madre y la hermana «lo que le quedaba». A esta carta para la hermana había adjuntado no obstante otra dirigida a la madre en la que se hacía la misma oferta, pero añadiendo la siguiente injuria: «a pesar de que usted no ha honrado la memoria de su honorable esposo, ni en su hijo ni en su hija» (Jb 77, 140).
Adele intentó ocultar a la madre la segunda carta, pero ésta la leyó y «siguió una espantosa escena», según el diario de Adele. Escribe a Ottilie: «Ella [la madre] habló de nuestro padre de una manera que casi me partía el corazón, decía cosas horribles de Arthur y añadió que “él tendría en realidad que depender de ella”».
Adele, aterrorizada por este torbellino de inquinas, quiso tirarse por la ventana en un primer momento. Escribe en el diario: «Morir sería un alivio frente a este fardo gigantesco de la vida —pero cuanto sentí en mí el horroroso impulso, Dios me hizo reflexionar y me dio fuerzas».
En tales circunstancias, la oferta de Arthur no era, por supuesto, aceptable. Tampoco él vuelve a insistir; por el contrario: ahora aumenta su desconfianza. Esta se dirige contra Muhl, del que sospecha, con razón, que quiere salvarse con un ajuste. Pero se dirige también contra la madre y la hermana, a las que cree capaces de estar dispuestas a que él salga perjudicado por causa de las condiciones especiales. De hecho hubo acuerdos particulares. Johanna recibiría, además del treinta por cien que le correspondía por el ajuste, una renta de 300 táleros imperiales «como compensación», según se dice en el documento al efecto expedido el 8 de julio de 1820. Recibió además un cuadro auténtico de Paolo Veronese, que, por lo demás, trataría de vender sin éxito.
Pero tales acuerdos, al entender de Adele, no iban dirigidos contra Arthur. Tal como veía ella las cosas, Arthur no podía sacar ya más partido de la situación. Al fin y al cabo, ella le había escrito que debía resultarle comprensible «que si no puedo hacer nada más por ti, trate de sacar alguna ventaja para mí».
Adele, sin ninguna conciencia de haber actuado injustamente, se sintió herida por la desconfianza de Arthur. Aún estaban frescas en el recuerdo las amistosas cartas desde Italia. Escribe: «No quiero ser elevada primero hasta los cielos y condenada luego; hazte una idea clara de mi ser, y si no, déjame estar».
A Adele le había correspondido la ingrata tarea de convencer al desconfiado Arthur para que aceptase el ajuste. Él se negó obstinadamente. Adele suplica: el ajuste podría fracasar y entonces todo estaría perdido. ¿Quería arrastrar a todos a la perdición, incluida la hermana y la madre? Schopenhauer se empecinó todavía más, pues lo que Adele no sabía, a él, antiguo comerciante, le resultaba familiar: aquí se estaba jugando al póquer y era preciso controlar los nervios. El que quiere hacer un ajuste, como pasa con Muhl, tiene que amenazar con el fracaso del ajuste. Pero el ajuste tendría lugar aunque él, Schopenhauer, no tomase parte —el interés de Muhl lo exigía—. Por ello, Schopenhauer prepara una estrategia distinta. Ignora las dificultades de pago de Muhl, conserva sus letras de cambio, espera, y cuando Muhl se salve con el ajuste, presentará sus reclamaciones. Por el momento, no se opondrá al ajuste. Al contrario: debe tener interés incluso en que se produzca, porque de ese modo Muhl volverá a tener solvencia.
Una constelación de cosas complicadas: Muhl se salva a costa de Johanna y Adele y Schopenhauer, a su vez, se salva a costa de la maniobra de Muhl. Sólo porque la madre y la hermana pierden tres cuartos de su fortuna, Schopenhauer salva el ciento por ciento de su parte. Por lo demás, se arriesgaba a perderlo todo en el caso de que, a pesar del ajuste, Muhl hubiese seguido siendo insolvente. Y se arriesgaba además a que el ajuste no tuviese lugar por su negativa a participar en él: un riesgo en el que arrastraba a la madre y a la hermana. Schopenhauer no quería perjudicar a ninguna de las dos, pero tampoco quería que se burlasen de él; y este temor fue mucho mayor que cualquier sentimiento de solidaridad familiar.
Que las cosas sucediesen al fin tal como él había previsto le proporcionó una satisfacción furibunda. Muhl volvió a ser de nuevo solvente y, un año después, el 1 de mayo de 1821, Arthur presentó sus letras de cambio con las siguientes palabras: «Si usted pretendiese aparentar todavía insolvencia, le demostraré lo contrario utilizando el famoso argumento que el gran Kant introdujo en la filosofía para demostrar la libertad moral del hombre, a saber, la inferencia del deber al poder. Lo que quiere decir: si no paga usted de buen grado, protestaré las letras de cambio. Como ve, se puede ser filósofo sin necesidad de ser un necio» (B, 69).
No, Schopenhauer no era un necio y además de tener su «consciencia mejor» sabía también manejárselas muy bien con la «consciencia empírica».
Salió ganador de este asunto. Pero el lazo cordial con Adele, que había durado cierto tiempo, se rompió en el trayecto. El 9 de febrero, Adele anota en su diario: «Por fin una carta de Arthur que me produjo una emoción destructiva. No puedo contestar todavía; entre tanto, le escribí unas líneas de despedida. Mi alma se ha separado de él».