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La vida en Berlín. Disturbios académicos.
Schleiermacher contra Fichte.
TERCER ESCENARIO FILOSÓFICO: FICHTE,
EL ROMANTICISMO REVOLUCIONARIO Y EL PLACER DE SER «UN YO»:
«NADA ES IMPOSIBLE EN EL HOMBRE», EL DESCUBRIMIENTO DE LA JUNGLA INTERIOR.
Arthur espera el «relámpago» de Fichte.
En el verano de 1811, después de cuatro semestres en Gotinga, Arthur Schopenhauer decide ingresar en la universidad de Berlín, recién fundada en 1809.
«En 1811 me trasladé a Berlín con la esperanza de llegar a conocer a un verdadero filósofo y a un gran espíritu en Fichte» (B, 654), escribe en tiempos posteriores.
Además de Fichte, estaban también en Berlín otros especialistas cuyos brillantes nombres le seducían: Schleiermacher, quien le atraía menos como filósofo de la religión que como traductor de Platón y exégeta; el zoólogo Martin Heinrich Lichtenstein, un científico a la vanguardia de su disciplina al que Arthur había conocido en el salón de su madre; Friedrich August Wolf, el helenista más importante de la época. Tanto es así que incluso Goethe solía dirigirse a él cuando necesitaban consejo especializado y a la larga se desarrolló una amistad entre ambos hombres.
Asediado por Johanna Schopenhauer, Goethe hizo una carta de recomendación de Arthur para Wolf, estrictamente reservada: «Puesto que no se debe echar a perder una oportunidad que se ofrece para interrumpir un largo silencio, no quiero desaprovechar la de enviarle, respetado amigo, una carta de recomendación para un joven que se dirige a Berlín. Su nombre es Schopenhauer y su madre la señora consejera áulica Schopenhauer, la cual se encuentra ya varios años entre nosotros. El joven ha estudiado algún tiempo en Gotinga y, por lo que yo sé, aunque más a través de otros que por mí mismo, lo ha hecho con aplicación. Parece haber cambiado varias veces en sus estudios y ocupaciones. Sobre la especialidad y los progresos realizados, podrá usted fácilmente juzgar por sí mismo si le concede un momento en aras de mi amistad y le permite, en la medida que lo merezca, volver a visitarlo».
Goethe se prestó a este pequeño gesto de amistad sólo porque había calculado, como le reconoció luego a Johanna sin ambages, que Arthur Schopenhauer, en su viaje de Gotinga a Berlín, se desviaría por Weimar y quería entregarle entonces algunos libros que Wolf le había prestado. Arthur, sin embargo, viajó por el Harz. La tibia recomendación no merecía, de todos modos, el desvío a Weimar.
Arthur Schopenhauer conocía ya Berlín. Había visitado la ciudad dos veces con sus padres, en 1800 y en 1804. Del primer viaje se le grabó sólo el recuerdo de los frecuentes desfiles militares y de las representaciones teatrales. Había visto caer del caballo al rey de Prusia «cuando una liebre infelizmente extraviada corrió entre las apretadas masas de espectadores» y se produjo un tumulto. Había sido testigo también de los silbidos que había recibido en el escenario el famoso Iffland, lo que indujo a éste a aparecer delante del telón y a declarar «que le resultaba imposible seguir representando, pues no estaba acostumbrado a tal desaprobación». La segunda vez, Berlín fue la última estación del gran viaje a Europa, el final de la moratoria que el padre le había concedido antes de ingresar en la carrera de comerciante. Resulta significativo que no fuese capaz ya de confiar a su diario nada digno de mención sobre la ciudad. «Este mediodía llegamos finalmente a Berlín», había escrito. Y después: «Todo termina aquí abajo» (RT, 279).
Ahora, en el otoño tardío de 1811, Berlín ya no era para Arthur Schopenhauer una trampa a punto de cerrarse, sino una puerta que se abría prometedoramente, confiaba él, a la gran filosofía. Esta vez llegaba a la metrópolis prusiana para alcanzar puntos de vista situados en las alturas del espíritu. Pero primero tuvo que conformarse contemplando el país llano desde las alturas reales y los horizontes abiertos del Harz (allí versifica: «Se acuesta en la ladera del monte, / reposa en paz, reposa largo tiempo / sumido en profundas delicias del alma» [V, 769]). Finalmente llega a un Berlín que parece, en días secos y ventosos, una ciudad de colonos surgida a toda prisa de las arenas de la Marca. «El fino polvo», dice un contemporáneo en un relato de viaje escrito en 1806, «se arremolina por las calles formando pequeñas nubes. Pero si el viento es algo más fuerte, uno se halla sumido aquí en plena tempestad de arena como en África. Una columna de arena, de la altura de una casa, vuela entonces sobre la gran plaza. Una vez se dirigió hacia mí este fenómeno descomunal desde la plaza de palacio mientras estaba en los jardines. Desde la lejanía oscurecía todos los objetos. Se arremolinaba largo tiempo delante de las casas y no exagero cuando digo que, a tres pasos, no se podía ver a ninguna persona. En esas ocasiones, todos los tenderetes que hay en las plazas públicas quedan cubiertos de arena y los vendedores de bagatelas y de fruta tienen que trabajar un buen rato para sacar a relucir de nuevo sus mercanderías de debajo de la capa de suciedad que los cubrió en un instante».
También a Arthur le molestan los vientos arenosos, mantiene las ventanas cerradas y se queja del aire turbio que le enferma. En el recuerdo, Berlín aparece todavía más turbio. Cuatro decenios después escribe a Frauenstädt: «¿Mucho suicidio en Berlín? Créalo; es un maldito agujero tanto física como espiritualmente».
Pero las tormentas de arena podrían hacernos olvidar que Berlín se preparaba en aquel momento para convertirse en una metrópolis europea. La ciudad contaba cerca de doscientos mil habitantes y seguía creciendo. Por las calles, se paseaba un enjambre de gentes originales que, aunque no puede decirse que fueran elegantes de verdad, tampoco eran ya provincianas. «En Berlín podía uno cabalgar por las calles con un gorro de cascabeles sin que nadie le hiciese caso», escribe un contemporáneo. En las anchas avenidas, iniciadas a partir de los años noventa, se podía admirar «la revista viviente de la moda de toda una época».
Berlín daba sobre todo la impresión de novedad precipitada, parecía diseñada sobre el tablero de dibujo y carecía de historia. Aparecieron nuevas construcciones en todas partes, desaparecieron los viejos barrios «francones» y surgieron en la periferia los primeros bloques de alquiler, alineados cuidadosamente y como preparados para las maniobras. Faltaba aquí el sedimento de lo que ha crecido y madurado lentamente. Por doquier imperaba el frenesí de la acción y de las realizaciones e incluso de la mera apariencia de estar haciendo algo. La singular modernidad de Berlín se hacía más perceptible cuando alguien conocía a fondo otras grandes ciudades. Madame de Staël escribe: «Berlín es una gran ciudad de calles anchas y rectilíneas, construidas con regularidad. Como la construcción es reciente en su mayor parte, hay pocas huellas de épocas antiguas… Berlín, esa ciudad completamente moderna…, no produce ninguna impresión solemne y profunda, no lleva el cuño de la historia del país ni del carácter de sus habitantes».
La universidad en la que ahora ingresaba Arthur Schopenhauer era también nueva. Las actividades académicas habían comenzado allí sólo un año antes de su llegada.
Pero la fundación de la universidad tenía una prehistoria llena de ambiciones.
Tras la catastrófica derrota de Prusia contra Napoleón en 1806 y tras la pérdida de la vieja universidad de Halle, que fue consecuencia de aquella derrota, los reformadores prusianos proyectaron un nuevo tipo de educación que debían recibir los cerebros para renovar las instancias rectoras del Estado. Habían conseguido que Wilhelm von Humboldt se sumase al plan de fundar una nueva universidad la cual, según palabras del rey, «debía reemplazar con fuerzas espirituales las fuerzas físicas que el Estado había perdido». En un primer momento, permitieron que Humboldt llevase a la práctica sus elevadas ideas sobre una educación humanística que debía ser algo más que mera preparación profesional. Se dio un peso especial a las «humanidades», es decir, a las disciplinas filosóficas, filológicas y teológicas. Se quería reunir en Berlín a las mejores cabezas en tales disciplinas. Con Fichte, Schleiermacher y Wolf, el propósito quedó cumplido. El primero de éstos fue elegido rector pocos días antes de la llegada de Arthur.
Fichte no había ambicionado el cargo porque sospechaba que su elevado celo reformador difícilmente podría imponerse a los poderes de la tradición y de la costumbre en la vida académica. Así que, apenas estrenado el cargo, se vio obligado a tomar parte en varias trifulcas estudiantiles. Consideraba que las prácticas tradicionales de duelo, las reglas de honor, la obligación de la bebida, los pactos asociativos regionales y la ostentación de condecoraciones y medallas eran inmorales y pensaba que eran restos indignos del pasado. Comenzó su rectorado con una vehemente exhortación a los estudiantes. Sobre el único trastorno posible de la libertad académica es el nombre que dio a su encendido discurso. Pero no sirvió de nada. En la nueva universidad, las costumbres no eran tan nuevas y al cabo de algunas semanas tuvo que ocuparse ya de la primera batalla campal. Estudiantes de medicina y cadetes del instituto sanitariomilitar se agredieron mutuamente. La batalla, iniciada en una sala, prosiguió al aire libre, de modo que fue preciso pedir la intervención militar. Otra vez, un estudiante golpeó con un látigo, en plena plaza pública, a uno de sus camaradas judíos al que había tratado inútilmente de incitar al duelo. Brogi, que así se llamaba la víctima, apeló al rector y el caso llegó al tribunal de honor. Pero fue castigado no sólo el ofensor sino también el ofendido. Fichte protestó: veía en esa decisión un castigo por la negativa de Brogi a aceptar el duelo. Poco después, Brogi volvió a ser víctima. Este pobre estudiante judío, un poco arribista, parecía atraer expresamente la violencia. Esta vez era el hijo del consejero de guerra berlinés Klaatsch el que le había abofeteado, incitando sarcásticamente a su víctima a quejarse de nuevo en el rectorado. Brogi lo hizo y resultó castigado de nuevo por el tribunal de honor. A partir de ese momento, Fichte decidió dimitir de su cargo de rector. En su solicitud de dimisión del 14 de febrero de 1812, considera la sentencia del tribunal de honor (al que pertenecían profesores y estudiantes) como «una aprobación de hecho de la norma según la cual un estudiante que se queje ante la autoridad académica en vez de batirse en duelo ha de ser considerado como alguien que ha perdido su honor».
En ese conflicto, que le enfrentaba con sus colegas, Schleiermacher fue el portavoz de la parte contraria. Scheleiermacher tenía en efecto poco que objetar contra tales trifulcas: se trataba de la vida y la tradición estudiantil, llena, como es lógico, de la rudeza, la naturalidad y el vigor de la juventud. Fichte no pudo dejar de ver en este conflicto la «oposición entre su enseñanza y un sistema que, fundado en una filosofía de la naturaleza y en una historia imaginarias, ve como mero producto de la naturaleza y de la historia lo que tendría que ser considerado en función de leyes morales». La agitación en torno a las batallas estudiantiles nos conduce así insensiblemente a los complicados vericuetos de la vida espiritual postkantiana: Fichte y el Romanticismo.
Nos enfrentamos aquí con los temas candentes de la época: naturaleza contra moralidad; dejar ser o transformar. La cuestión de si se debe dejar a los estudiantes que se peleen o no es elevada por Fichte, pero también por Schleiermacher, al nivel superior de las «grandes» verdades. Arthur Schopenhauer puede ganar una visión de adonde se dirige el espíritu de la época no sólo en los cursos estrictamente «científicos» de los maestros berlineses del pensamiento, sino también con ocasión de esas turbulencias juveniles.
Schopenhauer refiere retrospectivamente que Fichte fue el motivo que le atrajo hacia Berlín, una ciudad que, por lo demás, le resultaba poco atractiva. Fichte había comenzado su ascenso fulgurante dos decenios antes. En poco tiempo fue considerado como el legítimo sucesor de Kant y se había ganado una reputación en calidad de escritor político que había llegado a defender el jacobinismo de la revolución francesa y a actuar luego como propagandista de un renacimiento republicano-nacional de Alemania (Discursos a la nación alemana, 1807). En cuanto filósofo académico, había sobrepasado ya el cénit de su fama y de su influjo en la época en la que Schopenhauer acudió a sus lecciones.
Su carrera había comenzado con un clamor de trompetas. Johann Gottlieb Fichte, nacido en 1762 e hijo de un artesano al igual que Kant, se estableció como preceptor privado después de estudiar teología y jurisprudencia. Un alumno suyo deseaba que le introdujese en la filosofía kantiana de la que todo el mundo hablaba. Fichte emprendió la lectura de las Críticas, que hasta entonces le habían intimidado a causa de su dificultad, y quedó tan impresionado por las mismas que viajó inmediatamente a Könisgberg, en el verano de 1791, para entrevistarse con el gran filósofo. Allí encontró a un anciano cansado que le trató con indiferencia. Esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que Kant, ya muy famoso, era acosado por un número cada vez creciente de jovencitos que le veneraban. Incluso las damas importunaban y pedían consejos morales en asuntos de amor infortunado al ilustre soltero. Así que Fichte fue despedido con la misma indiferencia que tantas damas y caballeros. Volvió a casa y se encerró allí durante treinta y cinco días en los que compuso febrilmente un trabajo con el que pretendía recomendarse al maestro: Ensayo de una crítica de toda revelación. Kant quedó tan impresionado por esta obra que no sólo invitó a comer a su autor sino que le procuró también un editor. El libro apareció en la primavera de 1792, anónimo contra la voluntad de Fichte. El editor había querido tomar precauciones a causa de la censura. Pero había también en esa decisión un elemento de cálculo mercantil, pues el libro estaba escrito en un espíritu tan cercano a la filosofía de la religión de Kant que podía contarse con que los lectores lo atribuirían al filósofo de Königsberg, del que la opinión pública esperaba ya desde hacía tiempo una última palabra en asuntos religiosos; en consecuencia, cabía esperar una buena venta. Y así fue de hecho como sucedió. La Allgemeine Literatur Zeitung, que aparecía en Jena, publicó la siguiente reseña: «Hemos considerado un deber informar al público de la existencia de una obra muy importante en todos los sentidos y que ha aparecido en la última feria de Pascua bajo el título: Ensayo de una crítica de toda revelación (Königsberg, ed. Hartung). Cualquiera que haya leído el más pequeño de los escritos mediante los cuales el filósofo de Könisgberg ha ganado méritos inmortales ante la humanidad, reconocerá inmediatamente al sublime autor de dicha obra». En el mismo periódico, sin embargo, Kant, aunque agradece la lisonjera atribución que se le hace, reconoce que no es el «sublime autor» y que ese honor le corresponde al hasta ahora desconocido Fichte. Tal reconocimiento convertiría a éste de la noche a la mañana en uno de los escritores filosóficos más famosos de Alemania.
En su escrito, Fichte prosigue la línea del subjetivismo kantiano en asuntos de religión. Nuestra moralidad, que nos empuja a tomar decisiones libremente sin que sea necesaria la amenaza del castigo ni promesas de una recompensa futura, es algo tan sublime que puede dirigir la conducta, dice Fichte, como si hubiese una revelación celestial. No necesitamos de la fe para ser morales pero, si lo somos, nuestro ánimo participa de la divinidad; las revelaciones de la religión reciben evidencia sólo desde la altura moral a la que puede elevarnos nuestra acción. Se trata, pues, de una religión post festum, de un ornato de nuestra autonomía. No es la religión lo que fundamenta la moralidad, sino al contrario: la moralidad, las revelaciones del sentimiento del deber, eso es lo que nos hace receptivos con las revelaciones de la religión. La revelación religiosa no da validez a la moralidad (con el premio y el castigo, por ejemplo), sino que simplemente le confiere una dignidad suplementaria.
Así responde Fichte a una cuestión que quemaba los dedos a muchos de los que se habían manifestado por la filosofía kantiana: a saber, si tiene todavía sentido hablar de revelación a partir de los principios de la filosofía crítica. Fichte contesta esta pregunta con un rotundo sí, aunque pone la condición de que no es la revelación lo que fundamenta la moralidad sino al contrario: la moralidad fundamenta a la revelación.
Este primer escrito muestra con gran claridad el punto de partida y la dirección desde los que el kantiano Fichte se proponía continuar la obra del maestro: lo que le importa es la doctrina de la libertad, la autonomía del yo creador. En Fichte, el criticismo kantiano se entrelaza con las inspiraciones de la Revolución Francesa. Kant le enseña el punto de vista trascendental, es decir, el método que consiste en fijar la atención en el sujeto percipiente y cognoscente al acometer el análisis de todo lo percibido o conocido. Kant le enseña también que las cuestiones clásicas: «¿Qué puedo saber? — ¿Qué debo hacer? — ¿Qué me cabe esperar?» son más fáciles de responder cuando se busca una respuesta a la cuarta cuestión: «¿Qué es el hombre?». Fichte cree haberla encontrado: de la aseveración kantiana según la cual «el “yo pienso” tiene que poder acompañar a todas mis representaciones» extrae la concepción de un yo todopoderoso y, a partir de ahí, desarrolla con osadía inaudita el concepto del mundo como mero producto de las «acciones» de ese yo. Dirige la vista sobre el Rin y se siente confirmado: la historia no es mero acontecer sino también realización. Detrás de todo hay un sujeto racional, el cual, a través del océano de los acontecimientos, se dirige hacia una meta determinada: proveer al mundo de la misma moralidad que posee desde siempre la razón cuando ésta se considera en su propio yo. Fichte referirá más tarde que este descubrimiento del yo, en cuanto núcleo del mundo, actuó sobre él como un relámpago; y exigirá de sus alumnos una y otra vez que se dejen transformar por esa inspiración, pues, en caso contrario, la totalidad de su intrincada filosofía quedaría ininteligible.
Kant había partido del «yo pienso» como de algo dado. Pero no es eso lo que debe hacerse, enseña Fichte, sino observar lo que pasa en nosotros cuando pensamos el «yo pienso». El «yo» es algo que engendramos al pensar y, al mismo tiempo, la yoidad originaria es la fuerza engendradora en nosotros mismos. El yo pensado y el pensante están encerrados en un círculo de activismo. No hay un ser estable al que pudiésemos recurrir sino esa actividad originaria que, entre otras cosas, también nos hace pensarnos a nosotros mismos. El mundo empieza con una acción y con una acción empieza también lo que nosotros llamamos yo. Fichte diría: yo me engendro a mí mismo en cuanto yo, luego soy.
Igualmente desorbitadas parecen a primera vista las consecuencias que Fichte sigue extrayendo: «La fuente de toda realidad es el yo», declara, para proseguir luego: «toda realidad del no-yo ha sido transferida desde el yo». El no-yo, el mundo de los objetos por tanto, sólo existe porque el yo tiene que ponerse límites para tomar consciencia de sí mismo. Sólo hay actividad donde hay resistencia. La actividad crea resistencia. La actividad es, pues, actividad en tres sentidos: actividad primaria (1); actividad que crea su propia resistencia (2); actividad que se percibe a sí misma en cuanto tal al chocar contra la resistencia (creada por ella misma) (3). Este delirio conceptual puede explicarse del modo siguiente: la limitación es autolimitación del yo infinitamente activo. Por otra parte, tales construcciones tienen que producir un efecto demencial cuando se entienden como si aquí se hablara del yo empírico, psicológicamente perceptible. Si se hace esa interpretación, la burla resulta muy fácil. Jean-Paul dice: «¡Ah!, si todo yo es a la vez padre y creador de sí mismo ¿por qué no puede ser también su propio ángel exterminador?». Más adelante veremos las burlas de Schopenhauer referentes a los actos creadores de Fichte.
Fichte no se cansó nunca de subrayar empero que su «yo» no se debía entender como el suyo propio particular, ni en modo alguno como algo «individual» y empírico, sino como «yoidad», como esa fuerza activa del autoconocimiento que pulsa por debajo del sentimiento individual de cada yo. El yo de Fichte debía hacerse enormemente expansivo (otros dirían simplemente que debía inflarse) porque Fichte se había alineado con los post-kantianos que rechazaban la ignota «cosa en sí» como algo irrelevante y, por tanto, conservaban sólo el yo capaz de representar.
Fichte, apoyándose en el profesor de filosofía de Gotinga Gottlob Ernst Schulze (que había publicado su crítica de Kant bajo el pseudónimo «Aenesidemus») y en Maimón, había constatado en Kant una deducción defectuosa de la «cosa en sí». La argumentación era la siguiente: el supuesto de que el mundo, tal como nos aparece, esconde un mundo tal como es en sí, y de que este mundoen-sí sea en última instancia la causa del mundo fenoménico que resulta de la transformación que llevan a cabo nuestros sentidos y nuestro entendimiento del «material» sensible proporcionado por el mundo en sí —este supuesto, digamos «realista», se lleva a cabo con ayuda del principio de causalidad y por tanto con ayuda de nuestro entendimiento. El principio de causalidad, cuya validez rige solamente para el mundo fenoménico, es utilizado aquí en un ámbito que rebasa los fenómenos. La «cosa en sí», situada más allá de toda experiencia y de todo entendimiento se deduce por tanto con ayuda de la causalidad cuya validez se restringe al mundo de los fenómenos.
El resultado es que no se trata ya de una «cosa en sí» sino de una «cosa para nosotros» (Schopenhauer, por su parte, utilizará posteriormente también este argumento contra Kant).
Ahora bien, Kant había instalado también en nosotros mismos la «cosa en sí» supraempírica, en el enigma de nuestra libertad, la cual, sin estar sometida a causalidad alguna (es decir, a ninguna necesidad), engendra ella misma causalidad; una libertad que empieza de la nada y que se proyecta en el mundo a la vez que se realiza. Kant había afirmado que, con su libertad, el hombre se introduce en una realidad que trasciende a los fenómenos (ámbito de la causalidad). Y exactamente en ese sentido conecta ahora Fichte con Kant: la «cosa en sí» contemplada desde dentro, la libertad, es lo que hace posible que el yo pueda empezar a ser en cada instante a partir de sus propias fuerzas.
Fichte no pretende afirmar con ello la omnipotencia arrolladura del yo empírico e individual —a menudo protestó contra esa clase de napoleonismo trascendental—, sino de dejar claro que sólo se puede entender la dinámica del proceso vital de la historia y de la naturaleza cuando se piensa el todo por analogía con el yo. La fuerza que mueve a la naturaleza y a la historia es de la misma clase que la que experimentamos en el activismo y en la espontaneidad de nuestro yo. El pensamiento de Rousseau según el cual yo llego a saber del comienzo y del movimiento del mundo porque yo mismo puedo comenzar de nuevo y moverme en cada instante, es llevada aquí osadamente hasta sus últimas consecuencias. La autoexperiencia nos introduce en un universo de espontaneidad. Yo soy la «cosa en sí» —el secreto desvelado del mundo. Tal punto de vista fue el «relámpago» deslumbrante que iluminó la actividad filosófica de Fichte hasta el final. Este «relámpago» surgía de una atmósfera espiritual cargada de tensión y que era producto de la voluntad de emancipación. Esa atmósfera, a su vez, arrancaba de la Revolución Francesa. El influjo de Fichte no se ejerció a través de sus difíciles deducciones, comprendidas por lo menos, sino con algo que servía para acuñar moneda contante y sonante canjeable por el nuevo placer de ser un «yo». Naturalmente, Rousseau había preparado ese tipo de placer. Obstinado rebelde contra el medio social y sus convenciones, fue maestro a la vez en el arte de enfrentarse consigo mismo. Sus Confesiones se convirtieron muy pronto en un libro al que la época rindió culto. Resultaba agradable escuchar que el estudio de cielos y tierra debe comenzar con la auto observación, tal como él escribía. Las primeras frases del libro sonaban a modo de toques de fanfarria: «Yo sólo. Leo en mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como uno de ésos a los que he visto».
Ese era el modo de ser al que se aspiraba, tan absolutamente singular y sin embargo universal; tan próximo a las riquezas del propio corazón. Así era el Werther de Goethe. «Me vuelco hacia mí mismo y encuentro un mundo», había exclamado éste; otros muchos volvieron a repetirlo y trataron de vivir según este modelo.
Fichte había llevado el yo hasta el Olimpo de la filosofía con grandes ademanes y ahora este yo, erigido en la cumbre, a modo de una figura de Caspar David Friedrich, contemplaba el mundo esténdido a sus pies: una vista soberbia. La palabra «yo» adquirió con Fichte, que supo popularizar su difícil filosofía utilizando una retórica arrebatada, una coloración especial comparable sólo con esa densidad de significaciones que confirieron más tarde Nietzsche y Freud a la palabra «ello». El Fichte popularizado se convirtió en el testigo fundamental del espíritu del subjetivismo y de las posibilidades de acción ilimitadas. El supuesto poder de la acción subjetiva estimulaba la euforia. Hacia finales de siglo, Hölderlin, Hegel y Schelling, sentados alegremente en torno a una botella de vino, diseñaban los contornos de una nueva mitología que urgía «hacer». ¿Dónde encontrar esa mitología? En uno mismo, naturalmente. Estaban a la altura necesaria, «daban» sentido y fundaban una nueva idea capaz de configurar la sociedad: la totalidad social más desamparada quedaría de este modo fundida en un grandioso super-yo. El acta de esta alegre reunión fue calificada posteriormente como el programa sistemático más antiguo del idealismo alemán. Se trata de un documento lleno de frescura juvenil, inspirado por el espíritu arrollador de la acción y del yo, por el espíritu de los años salvajes de la filosofía.
Pero los que tan enfáticamente afirmaban su yo se sintieron amenazados a menudo, o limitados, por un mundo que oponía considerables resistencias al deseo de despliegue del yo, un yo que brota con frecuencia de un trasfondo de desconsuelo y dolor. El joven Hölderlin escribe en una carta: «¿Quién consigue mantener el corazón en sus hermosos límites cuando el mundo le golpea con sus puños? Cuanto más nos combata la nada, rodeándonos como un abismo; cuanto más nos disperse la múltiple realidad social y la actividad de los seres humanos, persiguiéndonos sin alma y sin amor, tanto más apasionada, esforzada y violenta tendrá que ser entonces la resistencia por parte nuestra… La miseria y la indigencia exterior transforma para ti en miseria e indigencia la exuberancia del corazón».
La «exuberancia del corazón» requiere efusión; quedarse encerrados en sí mismos resultaría mortal. Y, al término de la prodigalidad, espera la torre de Tubinga en la que Hölderlin, ya sea como «noble simulador» o como enfermo real, pasó en soledad los últimos decenios de su vida; su yo había dejado ya de apropiarse el mundo.
E igual que en Hölderlin, también en el joven Friedrich Schlegel brota de las tinieblas el sentimiento del yo. Escribe a su amigo Novalis: «Yo, fugitivo, carezco de hogar, fui arrojado al infinito exterior (Caín del universo) y tengo que construirme uno con la cabeza y el corazón».
Pero Friedrich Schlegel, al contrario que Hölderlin, está firmemente decidido a que la «exuberancia del corazón» no se convierta en «indigencia» bajo la influencia de una realidad negadora. Pone de su parte a las fuerzas de la negación, las cuales inhiben los excesos suscitados por la Revolución Francesa y las convierte en poder de «aniquilación». Hay que negar lo que a uno le niega y no hay tiempo para la tristeza. La elegía de Hölderlin a la causa perdida no es para Friedrich Schlegel, quien, en su Diálogo sobre la poesía, se retrata a sí mismo como alguien que «practica gustosamente la destrucción con su filosofía revolucionaria». Cuando Schlegel escribe esta frase, la «filosofía revolucionaria» es, para él, la de Fichte. En Jena, donde enseñaba éste entre 1794 y 1799, se concentraron por corto tiempo todos los que buscaban grandeza para su propio yo. August Wilhelm Schlegel enseña literatura allí y su casa se convierte en el centro del joven movimiento. Fichte es huésped a menudo y Friedrich Schlegel vive con su hermano. También está Tieck; y el ingeniero de las salinas de Weißenfels, Friedrich von Hardenberg, que se hace llamar Novalis, viene a menudo. Clemens Brentano estudia medicina en el lugar. Hölderlin llega para oír a Fichte. Schelling recibe un nombramiento en la universidad. Henrik Steffens, que será después filósofo de la naturaleza, pertenece a ese círculo y referirá más tarde echando una ojeada restrospectiva hacia esos años: «Ellos habían pactado una alianza interior y, de hecho, formaban una comunidad. Lo que esa alianza pretendía desarrollar en el terreno de la fantasía pura, abandonada a su libre juego, era lo mismo que la Revolución había hecho en cuanto suceso exterior de la naturaleza y lo mismo que la filosofía de Fichte en cuanto hecho absoluto interior».
Goethe, que iba a menudo a Jena, observaba con cierta condescendencia toda esta alegre agitación; para él eran hombres geniales, aunque un poco excéntricos; dice de ellos que están todos «en la cuerda floja» y que podrían acabar mal, cosa que él sentiría. Pero cuando Friedrich Schlegel empieza a contar a todo el que quiere escucharle que podría morirse de risa con la sublimidad de Schiller, a partir de ahí un olímpico se siente forzado en definitiva a salir en apoyo del otro. Friedrich Schlegel recibe una reprimenda y va hacia Berlín para proseguir allí su ejercitación irónica, tan falta de respeto y tan enamorada del propio yo. La revista Athenäum, que fundó en esa ciudad, tenía en realidad que haberse llamado Hercules. Con ello, debía indicarse que ni el yo ni su «imaginación productiva» necesitaban tener miedo alguno de los establos de Augías de la época.
Fichte había convocado al yo para la toma del poder moral. El círculo romántico de Jena buscaba más bien la autocomplacencia estética del yo creador y configurador del mundo. La «imaginación productiva» que, para Kant, pone en marcha la maquinaria trepidante de la apercepción, y que, para Fichte, ejecuta servicios de partera en el nacimiento del mundo moral, se convertirá con los «nuevos salvajes» en «principio de la imaginación divina». Para Schiller, que se veía a sí mismo del lado del arte pero que quería mantenerse dentro de los amplios espacios de la moralidad, todo eso iba sin duda demasiado lejos: «El poeta de lo fantástico abandona la naturaleza por pura arbitrariedad», escribe, «para poder ceder tanto más desinhibidamente a los caprichos de los impulsos y de los estados de humor y de la imaginación… Y como la fantasía no se deriva de la naturaleza sino de la libertad, surge por tanto de un sustrato digno de respeto, perfectible hasta el infinito, y conduce igualmente a una caída indefinida hacia el abismo que sólo puede concluir en la más absoluta destrucción».
Los románticos no necesitaban de esa lección. Su virtuosismo intelectual, que los impulsaba a situarse siempre irónicamente por encima de sí mismos, les había puesto ante los ojos los riesgos que comportaban los intentos de huida. Ludwig Tieck, Friedrich Schlegel, Clemens Brentano —todos tenían un agudo olfato para el carácter abismal de sus afanes y todos tuvieron la capacidad de gozar singularmente de esta sensibilidad para el «nihilismo» (expresión que aparece en la época)—. Tieck hace gritar a William Lovell, personaje de una de sus novelas: «Vuela conmigo, lcaro, a través de las nubes; nos arrojaremos fraternalmente a la destrucción dando gritos de alegría». Cuando se les reprocha su comportamiento «arbitrario», responden: «¿Cómo no? La arbitrariedad es nuestra mejor parte». Jean-Paul, que sabe de qué habla puesto que se entrega complacidamente a la sublimación de sí mismo y a la negación del mundo, toma el partido de Schiller para no quedarse en aprendiz de brujo. En su Introducción a la estética, de 1804, escribe lo siguiente: «Una consecuencia de la arbitrariedad sin ley del espíritu de la época actual, que destruye apasionadamente el mundo y el Todo sólo para abrirse espacio libre en la nada… es que se tenga que hablar con desprecio de la imitación y del estudio de la naturaleza».
Pero en el círculo de Fichte, si se prescinde del maestro, nadie hablaba despectivamente sobre el estudio de la naturaleza. Provistos con las deducciones de Fichte según las cuales el yo, en cuanto fuerza del devenir, penetra profundamente en el fundamento del ser, pretendían contemplar también el interior de la naturaleza. Schelling lo intentó sistemáticamente en su filosofía de la naturaleza. Novalis, el ingeniero de minas, abunda en observaciones rapsódicas, desgarradas y susurrantes: «El camino secreto conduce a lo interior», o «Lo exterior es un mundo interior permutado en estado enigmático», o «Buscamos un diseño del mundo: ese diseño somos nosotros mismos». Novalis contrasta la «mirada exterior» hacia la naturaleza, que tiene que descubrir causalidad en todas partes, con la «mirada interior» a la que se abren las «analogías». Esta forma de pensamiento «interior» (aquí actúa la «imaginación productiva») nos permite, según explica Novalis, «pensar la naturaleza o mundo exterior como si fuese un ser humano y muestra que sólo podemos y debemos entenderlo todo de la misma manera que nos entendemos a nosotros mismos y a los que amamos, a nosotros y a vosotros».
Apoyado en este procedimiento analógico, Novalis proyecta imágenes grandiosas, como cuando dice que la naturaleza se petrificó al ser alcanzada por la mirada investigadora del hombre. Novalis no aboga por una analítica sin corazón sino por una erótica del conocimiento de la naturaleza. En Novalis, el yo de Fichte, que también yace en el fondo de la naturaleza, se convierte en un tú. Y pasa lo mismo que entre los amantes, es decir, que todo resulta posible: «Lo que quiero, eso puedo. En el hombre nada es imposible». Puesto que el cuerpo es nuestra naturaleza más próxima, Novalis fantasea que nuestra potencia amorosa debe extenderse también a él. Cuando uno ha superado la enemistad con el propio cuerpo ya no hay detención posible: «entonces cada uno será su propio médico y podrá adquirir un sentimiento pleno, seguro y exacto de su cuerpo,… tal vez entonces el hombre estará incluso en condiciones de restaurar sus propios miembros perdidos, de darse muerte con su mera voluntad y, a través de todo esto, de extraer por vez primera verdaderas conclusiones sobre cuerpo, alma, mundo, vida, muerte y mundo de los espíritus. Tal vez entonces dependerá sólo de él resucitar a un muerto. Obligará a sus sentidos a producir la forma que les exija y llegará a poder vivir en su propio mundo en el sentido más propio de la expresión».
Quien hunde tan profundamente su yo en la naturaleza como hace Novalis, acaba teniendo al final la sorprendente experiencia de que para él no es la naturaleza lo que aparece bajo la forma del yo sino que, por el contrario, es el yo lo que aparece bajo la forma de la naturaleza. Se sumerge, juntamente con lo que considera su yo, en el «seno oscuro y seductor de la naturaleza» y se le consume la «pobre personalidad», tal como dice en Los discípulos de Sais. El yo, que quiere reencontrarse y volver a reconocerse en todas partes, se ve rodeado repentinamente de oscuridad y siente que pertenece a la zona nocturna de la naturaleza. Dentro de uno mismo se alza un reino de sombras y se vislumbran los contornos de un continente desconocido: el inconsciente. Este se convertirá a partir de ahora en objeto de un nuevo tipo de curiosidad. No podría ser de otra manera: el que quiere entenderse y sentirse a sí mismo con tanta intensidad hace pronto el descubrimiento de lo indefinible y lo equívoco. La «media luz» comienza en ese lugar en el que los curiosos descubren dentro del yo algo más que las monedas corrientes del «sentido común». Al mismo tiempo que los exploradores se lanzaban a investigar regiones salvajes situadas allende del Océano Pacífico, otros comenzaban a explorar las regiones salvajes de nuestro propio ser.
Muchos de aquéllos a los que el placer de ser un yo les hizo perderse en las recónditas profundidades de la propia región salvaje, acabaron excesivamente agotados. A la seductora llamada de Werther: «Me sumerjo en mí mismo y encuentro un mundo», responde Clemens Brentano en 1802, un tanto desconsolado: «El que me conduce hacia mí mismo, me mata…».
Los «yoes», excesivamente fatigados, aspiran hacia algo estable. Al fin y al cabo, incluso el yo-cometa Bonaparte se había afianzado en la rígida dignidad de emperador durante ese tiempo.
August Wilhelm Schlegel se refugia en la corpulenta y adinerada Madame de Staël. Friedrich Schlegel prepara su conversión al seno de la Iglesia Católica. Hay una vuelta a la tradición, se recopilan canciones populares y cuentos, y, a Dios gracias, por fin no tiene que hacerlo uno todo. Se abre la veda en busca de empleos fijos y relaciones sólidas.
Sólo Fichte siguió siendo lo que era: sus trompetas anunciaban aún el juicio final del yo. Pero el carruaje de los que gozaban con el juego del yo se había desenganchado y sólo quedaba con Fichte el yo moral en su imponente seriedad.
Este era el hombre al que Arthur quería escuchar en Berlín. Lo quería, en parte, porque uno tenía que haber escuchado a Fichte si pretendía estar a la altura de los tiempos; pero, en parte también, porque Arthur buscaba todavía el lenguaje para poder entender y formular, de acuerdo con la época, el alejamiento platónico de la consciencia empírica.
Lo que llegaba hasta Gotinga sobre los estrictos conceptos fichteanos de la moralidad, o sobre sus sutiles estilizaciones de la consciencia del yo, era menos prometedor que esa declaración, repetida siempre por Fichte, según la cual, la verdad filosófica debe golpear a la consciencia ordinaria con la «evidencia» de un «relámpago»; que la verdad conoce sólo un momento deslumbrante, una explosión única pero de inconmensurable fuerza; que una verdadera filosofía consiste realmente en un pensamiento único, el cual, sólo con fines de comunicación y bajo la condición de ésta, va siendo tejido al hilo de una argumentación.
Arthur Schopenhauer, que había sido introducido por su padre en el distanciamiento pietista del mundo, que se había acercado al sentimiento de arrebato a través del arte con Wackenroder y Tieck, y que compensaba el escepticismo kantiano con ascensiones platónicas, se siente desgarrado, como tantos de sus contemporáneos, entre las incitaciones de la tierra y el placer del cielo. Hay un punto decisivo empero en el que Schopenhauer sigue caminos completamente diferentes a los de su época. Esta pretendía conciliar o adormecer el desgarramiento experimentado. Todos buscaban un punto de Arquímedes desde el que la vida pudiese convertirse de nuevo en un todo. Para ello, idearían refinadas construcciones: la dialéctica hegeliana y marxiana dejará que lo irreconciliado trabaje en la vía de su reconciliación. Las viejas fuerzas metafísicas serán recicladas y puestas al servicio de la historia.
Arthur Schopenhauer iba a actuar en una dirección distinta. No es la reconciliación lo que busca, sino que invierte toda su pasión filosófica en el proyecto de comprender la «duplicidad de la consciencia»; comprender por qué y en qué medida estamos y tenemos que estar desgarrados entre dos mundos. Ambas consciencias quedan separadas con despiadado rigor. Una de ellas es la consciencia empírica, en la que Kant había realizado descubrimientos revolucionarios; en cuanto a la otra ¿cómo debemos llamarla? El mismo Arthur Schopenhauer no le ha dado todavía un nombre: busca, tienta, utiliza de vez en cuando términos religiosos y se decide finalmente, en el período berlinés, por un nombre: la «consciencia mejor».