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EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN.
La metafísica sin cielo de Arthur.
Sobre la necesidad del rodeo epistemológico.
No se trata de explicar sino de comprender el mundo.
Hermenéutica de la existencia. La cercanía de la verdad.
Todo es uno. La unidad enemistada. Caminos hacia el exterior.
El arte. Vita contemplativa frente a espíritu del mundo en acción.
En 1818, Schopenhauer concluye el prefacio a la primera edición de su obra principal con la frase siguiente: «Y así… entrego el libro… confiado en que tendrá exactamente el mismo destino que recibió en todo tiempo la verdad: a ésta se le concede el breve regocijo de la victoria entre dos largos períodos de tiempo: uno en el que es condenada por paradójica y otro en el que apenas se la aprecia por trivial».
Efectivamente, la filosofía de Schopenhauer no pudo por menos que resultar paradójica en una época que se entregaba a la metafísica renovada del absoluto; para ésta, la «cosa en sí», trascendentalmente delimitada, escondía un sinfín de promesas, promesas que no daban reposo y cuyo cumplimiento, creían, sería alcanzado por medio de la autorreflexión y de la labor de la historia. Los contemporáneos de Schopenhauer pasaron de la crítica trascendental a la trascendencia: descubrieron en el fundamento del ser, o en su meta, un sentido, algo transparente que señalaba hacia el pensamiento. La «cosa en sí» quiere decirnos algo, es significativa: la filosofía debe descifrar ese sentido. Lo nuevo ahora es la afirmación de que ese «sentido», en definitiva, sólo puede encontrarse en uno mismo. Schopenhauer, por el contrario, aunque había partido igualmente del punto de vista filosófico trascendental, no llegó a ninguna trascendencia visible: el ser no es más que «voluntad ciega», algo vital pero también opaco; no señala hacia el pensamiento ni hacia ningún designio. Su significado estriba en que carece de significado: simplemente es. La esencia de la vida es voluntad de vivir, una frase que es confesadamente tautológica pues la voluntad no es algo distinto de la vida. «Voluntad de vivir» es así mera repetición lingüística. El camino hacia la «cosa en sí», transitado también por Schopenhauer, termina en la más tenebrosa y espesa inmanencia: en la voluntad sentida en el cuerpo. Paradoja para todos los que se afanan para que el pensamiento labore hacia la luz.
Este punto de vista resulta trivial empero cuando no se sitúa al término, sino al principio del camino; cuando un biologismo materialista empobrecido, con pretensiones metafísicas, define la voluntad como fuerza capaz de extraer de la materia toda la plenitud de formas de los seres vivos; cuando se reduce lo vivo a química, mecánica y física, apelando a la manida y jactanciosa fórmula «no es más que», abusivamente aplicada. Se trata, en tal caso, de esa inmanencia evidente, y por tanto trivial, de la ciencia de la naturaleza, que muy poco tiene que ver con la inmanencia de Arthur Schopenhauer. La inmanencia de Schopenhauer responde a una cuestión metafísica (¿qué es la «cosa en sí»?); la inmanencia de la ciencia de la naturaleza excluye desde el principio cualquier problemática de tal índole. El pensamiento de Schopenhauer avanza hasta el punto en el que, tradicionalmente, se produce el salto hacia lo trascendente con la siguiente pregunta: «¿qué se esconde detrás del mundo fenoménico?», una cuestión que también Schopenhauer plantea. Así que deja que se levante el telón del mismo escenario en el que generalmente sólo actúan Dios, el absoluto, el espíritu, etc. Pero en vez de tales figuras majestuosas, dispensadoras de sentido, sale ahora de entre bastidores la «voluntad», inmanencia por antonomasia. No obstante, la «voluntad» schopenhaueriana, que devora a la antigua metafísica, tiene que representar también un papel metafísico sobre el escenario. Pues, en definitiva, es la curiosidad metafísica la que ha organizado esta función. Pero, al prescindir del drama de significaciones de una metafísica última, Schopenhauer se expone a la acusación de trivialidad. Pero eso es así porque se le entiende mal.
El punto de arranque de Schopenhauer, en conexión con su tesis doctoral, está en la filosofía trascendental: el mundo es mi representación. La actividad representativa engloba ambos polos: sujeto y objeto. Son conceptos correlativos: no hay sujeto sin objeto, ni objeto sin sujeto. En el preludio filosófico trascendental, Schopenhauer prepara con extremo cuidado el paso al siguiente acto. Lo que pretende es abrir un camino que conduzca afuera del mundo cerrado de la filosofía trascendental y llegar a la «cosa en sí»; pero, antes, quiere echar el cerrojo a las dos salidas que transitan sus contemporáneos. El camino hacia el exterior no pasa ni por el sujeto ni por el objeto. Y para mostrarlo hay que llevar a cabo una profunda reflexión sobre la relación sujeto-objeto. Schopenhauer pone al descubierto que en esa relación no hay prioridad lógica: ni se puede explicar el sujeto a partir del objeto ni el objeto a partir del sujeto. La referencia a cualquiera de ambos presupone siempre que el otro ha sido pensado a la vez. Al encontrarme a mí mismo como sujeto cognoscente estoy ya frente a los objetos; y viceversa: sólo puedo encontrarme como sujeto en cuanto que tengo objetos. Tanto la pretensión de hacer surgir el mundo a partir del sujeto (el subjetivismo de Fichte, sobre todo) como la de explicar el sujeto a partir del mundo de los objetos (en la línea del materialismo de un Helvétius o un Holbach), son caminos errados. Schopenhauer despacha el subjetivismo en una breve exposición polémica, pero elabora con mucha meticulosidad la demarcación del objetivismo materialista del que teme que pudiera confundírselo con su metafísica de la voluntad: «El materialismo presupone la materia, el tiempo y el espacio, como cosas existentes por sí mismas, pasando por alto la relación con el sujeto en el que sin embargo está todo ello. Hace uso además de la ley de causalidad en cuanto hilo conductor de sus construcciones como si ésta representase el orden en sí existente en las cosas…; olvida de este modo que la causalidad sólo existe en y para el entendimiento. Entonces trata de hallar el estado primigenio y más simple de la materia y pasa a desarrollar a partir de ahí todo lo demás, remontándose hasta el compuesto químico, la polaridad, la vida vegetativa y la animalidad: y, en el supuesto de que se haya llegado hasta este nivel, el último eslabón de la cadena sería la sensibilidad, el conocimiento: éste aparecería entonces como una modificación de la materia, un estado de la misma producido por medio de la causalidad. Ahora bien, si seguimos al materialismo hasta este punto con nuestras representaciones intuitivas, al llegar con él al último término, seremos testigos de una explosión repentina de la inextinguible risa de los Olímpicos: pues, igual que al despertar de un sueño, nos daremos cuenta repentinamente de que su último resultado, el conocimiento, producido con tanto esfuerzo, estaba presupuesto como condición ineludible en el punto de partida: la mera materia. Aunque nos hubiéramos imaginado que pensábamos la materia en primer lugar, lo que habríamos pensado no sería en realidad otra cosa que un sujeto que representa la materia, un ojo que la ve, una mano que la toca, un entendimiento que la conoce…: súbitamente, el último eslabón aparecería como punto de apoyo del cual colgaba ya el primero: la cadena se convertiría en círculo. El materialista sería comparable al barón de Münchhausen, el cual, nadando a caballo en el agua, trataba de tirar del caballo con las piernas y para arrastrase a sí mismo tiraba de su propia coleta hacia adelante». En la tercera edición (1858), Schopenhauer añade: «El absurdo básico del materialismo consiste por tanto en que su punto de partida es lo objetivo…, mientras que, en verdad, todo lo objetivo, en cuanto tal, está múltiplemente condicionado por el sujeto cognoscente y por las formas del conocimiento a las que tiene como presupuesto; por lo que desaparece por completo en cuanto suprimimos al sujeto» (I, 61).
Según Schopenhauer, sólo se puede salir de este círculo (al igual que del círculo del subjetivismo) si encontramos un punto desde el que podamos apresar el mundo al margen de la representación, fuera de la relación sujeto-objeto. El hecho de tener consciencia de dicho círculo debe ayudarnos precisamente a «buscar la esencia íntima del mundo, la cosa en sí, no ya en uno de los dos elementos de la representación (sujeto y objeto), sino en algo distinto por completo de la misma» (I, 68).
Este intento de romper el círculo sujeto-objeto se basa en una argumentación que trata de satisfacer la curiosidad filosófica y que presupone por tanto la reflexión filosófica. Hay, sin embargo, una experiencia incomparablemente más simple que apunta en la misma dirección, y que, precisamente a causa de su simplicidad, había permanecido hasta ese momento en el ángulo muerto de la reflexión filosófica. Schopenhauer, que procede de la gran burguesía y cuya vocación tardía le hace estar poco integrado en la profesión filosófica, tiene la arrogancia y la simplicidad suficiente como para apelar a esta experiencia. Si el mundo es mi representación por una parte, por otra, la confrontación cotidiana con el mismo me indica algo más; las cosas no pasan a nuestro lado, sujetos cognoscentes, como mera representación, sino que despiertan en nosotros un «interés… que absorbe completamente nuestro ser» (I, 151). Para la tradición filosófica, que había depositado la esencia humana en el pensamiento y en el conocimiento, el interés por el mundo surgía del conocimiento. Con Spinoza, por ejemplo, incluso la manipulación de objetos o el acto de amor son primariamente una especie de «conocimiento». La imagen del hombre queda proyectada desde la cabeza y la cabeza, con la que el hombre piensa y con la que piensa también que piensa, es reducida, por regla general, a pensamiento. Algo distinto sucede en Schopenhauer: el «interés» no surge del conocimiento sino que le precede y nos abre una dimensión completamente distinta. «¿Qué es este mundo intuitivo además de ser mi representación?» (I, 51), pregunta Schopenhauer. Ya conocemos su respuesta: Voluntad.
La voluntad es lo más cierto. «Voluntad» es el nombre para la autoexperiencia del propio cuerpo y éste es la única realidad que no sólo tengo como representación sino que también soy yo mismo. Pero, puesto que puedo también representarme mi cuerpo, resulta que el propio cuerpo «me es dado de dos maneras completamente diversas: por una parte como representación en la intuición inteligente, como un objeto entre objetos…: pero, simultáneamente, de una manera completamente distinta, a saber, como ese algo que cada uno de nosotros conoce de manera inmediata y que es designado por la palabra voluntad» (I, 157). Es posible «explicar» las acciones de mi cuerpo, es decir, mostrar las conexiones causales que, en cuanto objetos, tienen unas con otras según el principio de razón. Pero sólo en el propio cuerpo soy y siento además lo que, en el acto de representación, es posible «explicar». Por una parte, puedo situarme en el mundo de los objetos, pero por otra soy a la vez «cosa en sí». La autoexperiencia del propio cuerpo es el lugar exclusivo que me permite experienciar lo que es el mundo además de ser mi representación.
Por eso Schopenhauer aplica ocasionalmente a la voluntad, definida de este modo, un término que en la filosofía escolástica había designado a Dios como el ser más cierto de todos: la «voluntad», vivenciada en el propio cuerpo, es llamada por el ser «realissimum». Schopenhauer procede con su nuevo «realissimum» del mismo modo que la filosofía escolástica, la cual deducía de Dios cualquier otra certeza. Que el mundo exterior a mí sea algo más y algo diferente de la mera representación es una certeza que queda justificada por la autoexperiencia del propio cuerpo. «Si queremos atribuir al mundo corporal, que… está sólo en nuestra representación, la máxima realidad conocida por nosotros, tendremos que concederle la realidad que tiene el propio cuerpo: pues éste es, para cada uno, lo más real» (I, 164).
En este complejo tránsito que va desde la realidad máxima de la voluntad vivida en el propio cuerpo hasta el mundo exterior, Schopenhauer se sirve del procedimiento de «analogía»: «Utilizaremos… las dos formas completamente heterogéneas de conocimiento que tenemos de la esencia y la manera de actuar de nuestro propio cuerpo… como una clave para llegar a la esencia de cada fenómeno de la naturaleza. Y juzgaremos por analogía todos los objetos que no son nuestro propio cuerpo y que, por tanto, no nos son dados de dos maneras, sino que están dados a nuestra conciencia sólo como representación. Tendremos que suponer, pues, que, así como el cuerpo es por una parte representación, y en ese sentido pertenece a la misma clase que los demás objetos, por otra, cuando prescindimos de que éstos son representación del sujeto, el residuo que queda en cuanto esencia de los mismos tiene que ser idéntico a lo que en nosotros llamamos voluntad. Pues ¿qué otra clase de existencia o realidad podríamos atribuir a ese residuo del mundo corporal?, ¿adonde podríamos apelar para extraer los elementos que constituyen tal realidad? Fuera de la voluntad y la representación nada nos es conocido ni resulta pensable» (I, 149).
La simplicidad del argumento es sugestiva y la conclusión analógica consiste en el supuesto de que esta doble manera de ser (tener un mundo representado y ser voluntad) hay que atribuirla también a la naturaleza en su conjunto si no queremos reducirla a la parte que apunta hacia nuestra facultad representativa y convertirla con ello en mero fantasma, un punto de vista que, a no ser que uno sea un filósofo hiperescéptico, según Schopenhauer, predispone directamente para el «manicomio».
La sugestiva plausibilidad del argumento se debe a la consecuente firmeza con la que Schopenhauer se aferra a la filosofía trascendental. Esta enseña que todo el mundo conocido y percibido es nuestra representación. Pero puesto que nuestra representación no lo es todo, aquello a lo que ninguna representación puede llegar (la «cosa en sí» de Kant) tiene que ser buscado en el mismo ámbito en el que nosotros mismos, y por el momento sólo nosotros mismos, somos todavía algo más que seres capaces de representar.
Desde Nietzsche hasta nuestros días (Gehlen, por ejemplo) se ha formulado el reproche de que la filosofía de la voluntad de Schopenhauer podría haberse ahorrado el rodeo filosófico trascendental. Pero, de hecho, sólo el procedimiento filosófico trascendental logra evitar que se hable inconsecuentemente de la «voluntad» como de un objeto entre objetos. Pues si se hace así, ya no tenemos la «voluntad» a la que se refiere Schopenhauer (la voluntad que uno mismo es incluso antes de que uno se la represente). El procedimiento filosófico trascendental circunscribe en el ser (aunque al principio sólo negativamente) aquello que no entra en la representación, objetividad, causalidad, etc. En este ser no representado anida, según Schopenhauer, la «voluntad». Si se le saca de ese ámbito, se convierte en un objeto entre los objetos de la representación y, por tanto, en un eslabón explicativo de la cadena causal de los objetos.
Schopenhauer no se cansa de precaver contra tales malentendidos. Subraya que la referencia a la «voluntad» no constituye una explicación, sino que muestra tan sólo lo que el mundo es al margen de ser un mundo que nos representamos y al que manipulamos, al margen de ser un mundo que precisa de explicación y es susceptible de recibirla (por parte de la ciencia de la naturaleza). «Es tan inapropiado sustituir una explicación física con el recurso a la objetivación de la voluntad como lo sería recurrir a la fuerza creadora de Dios. Pues la física exige causas y la voluntad nunca es causa: su relación con el fenómeno no tiene nada en absoluto que ver con el principio de razón sino que, lo que en sí mismo es voluntad, existe por otra parte como representación, es decir, es fenómeno y como tal obedece a las leyes que constituyen la forma del fenómeno» (I, 208).
La filosofía de la voluntad de Schopenhauer no pretende competir idealmente con las ciencias explicativas de la naturaleza. Por eso he llamado hermenéutica de la existencia al procedimiento de Schopenhauer para comprender el mundo partiendo de la voluntad vivida por dentro. La problemática de Schopenhauer, en el punto en el que se produce el paso decisivo de la representación a la voluntad, es cabalmente hermenéutica. En la siguiente cita están resaltados los términos hermenéuticos: «Refiriéndola, pues, completamente a la representación intuitiva… nos será dado conseguir una aclaración sobre su auténtico significado, sobre ese significado suyo, que normalmente sólo llega por el sentimiento y en virtud del cual tales figuras no nos resultan extrañas al pasar a nuestro lado dejándonos indiferentes, sino que se dirigen a nosotros de manera inmediata, son comprendidas y despiertan un interés que nos absorbe por completo» (I, 137).
Si no se toma en serio el carácter hermenéutico de este planteamiento, queda anulado uno de los aspectos más importantes de la filosofía de Schopenhauer, a saber, que su aproximación a la realidad va en busca de un significado (y no de una explicación). El resultado de la lectura en el libro de la vida será que el mundo no remite hacia nada exterior a él sino que mira hacia atrás, hacia adentro, hacia el mismo que formula la pregunta: estamos en la inmanencia perfecta.
¿Qué apariencia cobra el mundo bajo este punto de vista? He aquí algunos ejemplos de esa contemplación intuitiva, hermenéutica, que reencuentra en el exterior el propio interior:
«Cuando contemplamos el mundo inorgánico con mirada escrutadora, cuando vemos el tremendo e indetenible impulso con el que las aguas se precipitan al vacío, la persistencia con la que la aguja magnética se orienta constantemente hacia el polo Norte, el anhelo con el que el hierro vuela hacia el imán, la violencia con la que los polos de la electricidad tratan de volver a unirse, acrecentándose con los obstáculos, igual que pasa con los deseos humanos; cuando vemos una cristalización repentina, la cual da lugar a la construcción de figuras perfectamente regulares y que manifiestamente sólo es un decidido impulso originado y sostenido por un anhelo de rigidez determinado con exactitud en direcciones distintas; si observamos la elección con la que los cuerpos, dejados en libertad y desprendidos de los lazos de la solidez mediante el estado fluido, se buscan y se repelen, se unen y se separan; cuando, finalmente, sentimos en toda su inmediatez la presión y el forcejeo incansables de un cuerpo que sigue su única inercia y cuyo impulso hacia la tierra es impedido por nuestro cuerpo —si contemplamos todo eso, no nos costará un gran esfuerzo de la imaginación reconocer nuestro propio ser incluso a tan gran distancia, ese algo idéntico que, en nosotros, persigue sus fines a la luz del conocimiento, pero que aquí, en sus manifestaciones más débiles, sólo anhela de forma ciega, obtusa, unilateral e invariable—. Sin embargo, puesto que es por doquier uno y el mismo —igual que la primera aurora comparte con el mediodía radiante el nombre de luz solar— también aquí, como allá, debe llevar el nombre voluntad, el cual designa lo que es el ser en sí de cada cosa del mundo y la entraña de cada fenómeno» (I, 180).
El sentido de este pasaje quedaría completamente tergiversado si no viésemos en su carácter metafórico más que un adorno estilístico y fuésemos incapaces de entenderlo como un lenguaje que se adecúa con la máxima exactitud a una forma determinada de experiencia; a saber, la experiencia de que en todo lo existente vive la misma vida.
He aquí otro ejemplo, referido éste a la contemplación de la naturaleza orgánica:
«El animal es tanto más ingenuo que el hombre cuanto la planta es más ingenua que el animal. En el animal vemos la voluntad de vivir más desnuda, por así decirlo, que en el hombre, el cual la reviste con mucho más conocimiento y en el que aparece encubierta por su facultad de simulación, de modo que su verdadera esencia sólo en parte y casi por casualidad llega a revelarse. En la planta se muestra completamente desnuda, pero también mucho más débil, como un mero impulso ciego a la existencia sin propósito ni fin. La planta desvela toda su esencia a la mirada con perfecta inocencia, pues no se avergüenza de llevar los genitales a la vista en el ápice de sí misma, mientras que en los animales ocupan el lugar más recóndito. Esta inocencia de las plantas reposa en su falta de conocimiento: pues la culpa no está en el querer sino en el querer con conocimiento. Cada planta habla de su entorno, del clima y de la naturaleza del suelo sobre el que ha crecido… Pero habla también de la voluntad particular de su especie y dice algo que en ningún otro lenguaje se puede expresar» (I, 230).
En otro lugar de su obra, Schopenhauer va todavía más lejos. Trata de expresar en fórmulas muy osadas lo que las plantas tendrían posiblemente que «decir» al que se sumerge en su contemplación: «resulta tan llamativo el modo como el mundo de las plantas invita a la contemplación estética…, que uno estaría inclinado a decir que tal encuentro con estos seres orgánicos está en conexión con el hecho de que… necesitan del individuo inteligente, extraño a ellos, para penetrar en el mundo de la representación desde el mundo de la voluntad ciega…, para conseguir al menos de manera mediata lo que a ellos les está vedado de manera inmediata». Schopenhauer subraya que sólo trata aquí de mencionar sin más este «pensamiento rayano en la extravagancia». Pero, en una edición posterior de la obra, recurre de nuevo a una cita de San Agustín en la que resuenan semejantes ideas: «Las plantas presentan sus formas variadas a la percepción de los sentidos y mediante ellas se configura hermosamente la forma visible de este mundo; es como si, puesto que ellas, según parece, no pueden conocer, quisieran al menos ser conocidas» (I, 258).
Del mismo modo que Schopenhauer hace referencia a San Agustín, Marcel Proust se referirá después a Schopenhauer: los tres quedan emparentados en el arte de conversar calladamente con las plantas. Recuérdese el famoso pasaje de la Kecherche en el que el narrador, sumergido en la contemplación de una oxiacanta, tiene el sentimiento inexpugnable de que esta flor tiene algo que «decirle». El narrador pierde la consciencia del aquí y el ahora en tal contemplación y en tal «estado de escucha», así como la consciencia de su persona. El abuelo lo descubre por casualidad y lo devuelve al mundo de la cotidianidad.
A Schopenhauer le sucedió una vez lo mismo que al narrador de la Kecherche. A alguien que le visitaba le relató la siguiente anécdota de la época de Dresde: mientras deambulaba una vez en el invernadero de Dresde, completamente inmerso en la contemplación de la fisiognomía de las plantas, se había preguntado: «¿de dónde proceden formas y colores tan diversos?, ¿qué quiere decirme este vegetal?». Tal vez habló en voz alta consigo mismo y estuvo gesticulando, porque llamó la atención del vigilante. Este tuvo curiosidad en saber quién era ese señor tan extraño y se lo preguntó cuando se iba. Schopenhauer contestó: «¿Quién soy yo? Ah, si usted me pudiese decir quién soy yo, le estaría muy agradecido».
Dirigirse a la naturaleza de esta manera, tratando de comprender en vez de explicar, constituye una actitud contemplativa. Pero debemos recordar que tal clase de contemplación se deriva de una transferencia hecha desde la experiencia interior de la voluntad hacia el mundo exterior. La voluntad es empero un frenesí tenebroso, un impulso ciego, ser sin consciencia. La voluntad puede estar «acompañada» por el conocimiento pero éste no forma parte en modo alguno de su substancia. Así que, en tanto tenemos experiencia de nosotros en cuanto «sujetos del querer» —algo que resulta imprescindible hacer si queremos captar el núcleo profundo del mundo fenoménico— estamos extremadamente distantes de la contemplación en la que el yo se olvida de sí mismo y cualquier pasión queda anulada. La voluntad vivenciada como ser «realissimum» nos permite, como si fuese una palabra mágica, «descifrar el ser íntimo de cada cosa en la naturaleza» (I, 156). Ahora bien, ¡qué transformación ha experimentado esta «voluntad» en el tránsito analógico hacia el mundo exterior! La voluntad nos «habla» en todas las cosas del mundo exterior, pero sólo somos capaces de escuchar esta voz en actitud de contemplación. La experiencia de nuestro cuerpo nos pone sobre las huellas del secreto del mundo, pero para poder contemplar el espectáculo universal de la voluntad, hemos de perder antes el vínculo con dicho cuerpo; tenemos, como dice Schopenhauer, que convertirnos cabalmente en «mero ojo del mundo». El tránsito desde el frenesí vivido hasta el espectáculo contemplado de la voluntad no es empero algo fácil de entender. El virtuosismo conceptual con el que Schopenhauer aborda esta problemática habla a favor del talento del filósofo, pero deja también traslucir sus impulsos íntimos.
Según Schopenhauer, se trata de una experiencia en la que la división entre yo y mundo se desvanece: hay que salir de la representación y entrar en el ser. El punto de fuga de este deseo de éxtasis llevaba desde Kant el nombre de «cosa en sí». La vivencia de la voluntad en el propio cuerpo se muestra, o por mejor decir, se impone dolorosamente como tal «cosa en sí» del propio cuerpo. De hecho, la autoexperiencia inmediata de la voluntad me permite sumergirme en una dimensión que está por debajo del «principio de individuación». Pero, al antidionisíaco Schopenhauer, este descenso a la consciencia empírica, que, en cuanto tal, sigue siendo individual, no le agrada. Uno sigue ahí expuesto al apremio, al frenesí, al anhelo, al dolor del cuerpo. Uno es de ese modo «cosa en sí»; pero precisamente por serlo es imposible contemplar desde fuera lo que se es: tampoco el ojo puede verse a sí mismo. La metafísica de la voluntad de Schopenhauer gira en torno a esta dificultad: ¿desde dónde puede uno contemplar la voluntad, la «cosa en sí», sin ser al mismo tiempo voluntad? Ese lugar, si existe, tendrá que romper, al igual que la voluntad, los límites individuales —pues hay que salir del individuo para no permanecer apresado en la jungla del mundo fenoménico—. Schopenhauer propone ingeniosamente la siguiente inversión: el sujeto del querer, en cuanto «cosa en sí» infraindividual, puede ser contemplado solamente por lo supra-individual, a saber, el sujeto puro del conocimiento. «Puro» significa aquí: liberado de la voluntad, de los intereses empíricos del individuo. Por tanto: contemplación de la voluntad desde la ausencia de voluntad. Entre lo infraindividual y lo supraindividual se produce una complicada transacción: debe transferirse al acto de contemplación el encanto metafísico de la voluntad (su carencia de tiempo-espacio-causalidad), pero no la sustancia de esa voluntad, su anhelo, su apremio, su frenesí. Schopenhauer se ve obligado a hacer juegos malabares con los conceptos. Toda la cuestión se centra ahora en el poder mostrar la existencia de tal tipo de contemplación sin que ello signifique tejer fantasmas conceptuales en el vacío. No se trata de ver si es posible sino de si efectivamente existe. Y para saber si existe habrá que haberla experimentado en uno mismo. Schopenhauer tiene experiencia de esa contemplación y se dispone a hablar de ella con conceptos. No es otra cosa su filosofía.
En sus manuscritos, Schopenhauer había llamado a esa contemplación «consciencia mejor». Se trata de un estado de arrobamiento: abandono del espacio, del tiempo y del yo. Es la experiencia de estar sumergido en la visión: uno está en paz y lo que contempla le deja en paz. Pero sólo se puede mirar el mundo de este modo cuando no hay que defender en él los intereses de la propia afirmación; cuando alguien, momentáneamente, ha dejado de perseguir objetivos, de ponderar la utilidad y de querer ejercitar el dominio. En esos instantes, dice Schopenhauer, «quedamos libres del indigno apremio de la voluntad, festejamos el Sabbath de los trabajos forzados del querer, se detiene la rueda de Ixion» (I, 280). En tales instantes llegamos a gozar la «beatitud de la contemplación carente de voluntad» (I, 283). Tal contemplación es posible para todos y la experimenta cualquiera que logre abandonar durante algunos instantes, por las circunstancias que fuere, el ajetreo de su propia vida. Uno se asombra entonces, se frota los ojos y se pregunta por lo que pasa: es el instante de la auténtica actividad metafísica. No es el trabajo del concepto, ni trabajo alguno en absoluto, lo que conduce hasta este punto, sino un abandono, una dejación, una interrupción de la actividad. La filosofía, dijo Schopenhauer una vez, consiste tan sólo en plasmar en conceptos lo que uno aprehende al conseguir ese estado interior: «La filosofía nunca puede hacer más que interpretar y explicar lo que está a la mano, convertir en un conocimiento claro y abstracto de la razón la esencia del mundo, la cual se expresa intuitivamente a cada uno in concreto, es decir, en cuanto sentimiento» (I, 520).
El conocimiento liberado de la voluntad, la auténtica actividad metafísica, no es otra cosa que una actitud estética: la transformación del mundo en un espectáculo que puede ser contemplado con placer desinteresado. El arte, o mejor dicho, la actitud que el arte inducen el espectador, es el paradigma de esta experiencia de la realidad: «El goce de todo lo bello, el consuelo que proporciona el arte, el entusiasmo del artista, que le permite olvidar los cuidados de la vida… todo esto se basa en que… el en-sí de la vida, la voluntad, la existencia misma, es un padecimiento continuo, en parte fastidioso y en parte horrible; la misma cosa, en cambio, contemplada como representación pura, o reproducida por el arte y libre de tormento, proporciona un espectáculo lleno de significación» (I, 372).
Una generación más tarde, Nietzsche proclamará el mismo pensamiento, aunque haciendo el ademán de haber superado todas las doctrinas precedentes. Su máxima de que el mundo sólo se puede justificar estéticamente no significa más que esto: sólo es soportable convertido en fenómeno estético. Si Nietzsche, contra Schopenhauer, apela a pesar de todo a un compromiso con la voluntad, es porque se refiere a una voluntad transformada con anterioridad en juego estético. Su «voluntad de poder» hace un guiño: se contempla desde la suficiente lejanía como para poder gozar de sí misma.
Ninguna filosofía anterior a la de Schopenhauer había atribuido a lo estético el máximo rango filosófico que éste le otorga. Una filosofía que no explica el mundo sino que proporciona información sobre lo que es y lo que significa, tiene que originarse, según Schopenhauer, en la experiencia estética del mundo. Esa idea, por lo demás, aparece expresada con más nitidez en los manuscritos que en la obra principal. «La filosofía», se dice en una anotación de 1814, «ha ensayado soluciones inútilmente durante tanto tiempo porque buscaba por el sendero de la ciencia en vez de buscar por el camino del arte» (HN I, 154).
La contemplación filosófica del mundo es contemplación estética porque está liberada de la voluntad. Esta ausencia de voluntad no sólo transforma el objeto de la contemplación en espectáculo, sino que invoca la aparición de lo que Schopenhauer llama «objetivación pura de la voluntad» o también «Idea». La «Idea» no es un objeto de pensamiento: las Ideas son figuras del mundo intuitivo vistas desde la perspectiva de la contemplación. «Mientras que la ciencia, siguiendo la corriente incesante y vacía de razones y consecuencias bajo sus cuatro formas, es impelida a proseguir siempre de nuevo cuando consigue alguna meta y nunca puede alcanzar una meta última ni tener completa satisfacción (al igual que nadie puede tampoco alcanzar corriendo el punto en el que las nubes tocan el horizonte), el arte, por el contrario, siempre llega a la meta. Pues consigue arrancar de la corriente de los acontecimientos mundanos al objeto contemplado y lo mantiene aislado ante sí: y esta cosa aislada, que antes no era sino una mínima parte evanescente de la corriente, se convierte ahora en representante del todo, en un equivalente de lo que, en el espacio y en el tiempo, es infinitamente múltiple: el arte permanece fijado a esta cosa singular y detiene la rueda del tiempo; las relaciones desaparecen para él: su objeto es sólo lo esencial, la Idea. Podemos caracterizarlo por tanto como la manera de considerar las cosas independiente del principio de razón, en contraposición al tipo de pensamiento que va a la zaga de razones y consecuencias y que constituye el procedimiento natural de la experiencia y de la ciencia. Este procedimiento podría compararse con una línea que se prolonga horizontalmente hasta el infinito; el primero, en cambio, con una vertical que la corta en cualquier punto. Seguir el principio de razón es ponerse en el plano de la consideración racional, la cual tiene validez y presta ayuda tanto en la vida práctica como en la ciencia: prescindir del contenido de dicho principio es… el único modo de considerar las cosas que tiene validez presta ayuda en el arte… El primero se asemeja a la tempestad enfurecida que deambula por doquier sin principio ni meta, doblegando, alterando y arrastrando todo lo que encuentra; la segunda se asemeja al tranquilo rayo de sol que atraviesa la tormenta sin que ésta acierte a moverlo en lo más mínimo. La primera se asemeja a las innumerables gotas de la cascada con su movimiento frenético y cuyo continuo cambio no conoce un instante de reposo: la segunda se asemeja al arco iris que cruza tranquilamente por medio de ese furor desencadenado» (I, 240).
Todo lo anterior encuentra aplicación en el arte pero sirve también sin restricciones para la filosofía, tal como Schopenhauer la entiende. La filosofía se limita a «traducir» simplemente tal manera de ver las cosas a otro lenguaje, el lenguaje de los conceptos. Sólo por eso dice Schopenhauer de la filosofía que es algo intermedio entre arte y ciencia: la modalidad de experiencia que le corresponde es estética, pero los conceptos que usa pertenecen a la ciencia; «plasma en conceptos» la verdad pero no la obtiene a través de ellos. Esta opinión aleja a Schopenhauer de Hegel y de toda una tradición, anterior y posterior a él, en la que el rango más alto lo tienen los conceptos; en Schopenhauer, lo tiene la intuición. En la tradición aludida, el arte —a pesar de todos los elogios que se le prodigan— es sólo una expresión inadecuada de la verdad. En Schopenhauer sucede lo contrario: los conceptos son una expresión inadecuada de la verdad y el arte está más cerca de ella. Así se explica también que Schopenhauer se convirtiese posteriormente en el filósofo de los artistas y ejerciera su influencia sobre Richard Wagner, Thomas Mann, Marcel Proust, Franz Kafka, Samuel Beckett, hasta llegar a Wolfgang Hildesheimer.
El arte y la filosofía son deudores, en igual medida, de la capacidad para «comportarse de manera puramente intuitiva, para abismarse en la intuición y para sustraer el conocimiento del servicio a la voluntad, servicio al que originariamente estaba destinado. Es decir, para perder completamente de vista el propio interés, la propia voluntad, los propios objetivos, siendo uno capaz así de vaciarse temporalmente por completo de la propia personalidad y de no dejar subsistir sino un puro sujeto cognoscente, ojo claro del mundo» (I, 266).
En Schopenhauer, la felicidad de la visión está ligada, pues, al abandono de todo esfuerzo para controlar la vida práctica, la historia y las maquinaciones de la sensualidad. Se trata de la misma actividad que, en tiempos anteriores, había recibido otro nombre: vita contemplativa.
Estilo de vida con una tradición respetable: el recogimiento como apertura hacia la verdad.
Y aunque la verdad desinteresada había gozado antaño de elevado prestigio, a principios del siglo XIX su ascendiente había decrecido considerablemente. No podía ser de otra manera en una época para la que la política se convirtió en destino y que empezaba a creer que la historia, y con ella también la felicidad, podía ser «hecha». También el espíritu de la acción penetró en la metafísica.
Kant había situado el «placer desinteresado» del arte entre la razón teórica y la razón práctica: el arte constituye una preparación para las tareas más altas que exige la razón práctica. El imperativo categórico ahuyenta a los que se limitan a gozar, sin hacer nada, o también a los que se quedan rezagados en la contemplación.
La religión romántica del arte, por el contrario, situaba el arte en la cúspide de los poderes del espíritu humano. No debía ser devorado por «ningún objetivo ni utilidad comunes» (Wackenroder); en este aspecto, debía seguir siendo «desinteresado». Pero, por otra parte, recibió también un impulso de activismo: el artista es un constructor de mundos en miniatura y la realidad sueña en sus sueños. La productividad artística sirve como paradigma de lo que se llamó más tarde actividad vital «desalienada». La imaginación romántica no era sólo un espacio y un sueño de salvación, sino a la vez una disposición virtual para el quehacer logrado. El ser es poiesis para el Romanticismo. Este no fue una secesión del mundo de la acción, sino que se entendió a sí mismo como proyecto de vanguardia de una autorrealización basada en la actividad.
Nunca estuvo la metafísica tan hambrienta de acción como a principios de ese siglo. La filosofía de la reflexión, que parte de Kant, es filosofía de la praxis. El mismo Kant había entendido su compleja filosofía trascendental como preparación de una ética práctica, adecuada a la época. Sus continuadores, a pesar de todo, lo consideraron demasiado vacilante. Según ellos, en el kantismo el ser y el deber quedaban enfrentados sin suficiente mediación: era preciso eliminar el dualismo entre ambos. La fórmula mágica que propició la desaparición del dualismo recibe el nombre de «dialéctica»: el ser no tenía sólo que deber, sino que también el deber tenía que ser. El ser sería en adelante actividad del yo (Fichte) o sujeto animado de la naturaleza (Schelling) o espíritu del mundo (Hegel). Todo eran escenarios en los que el diligente ser, en razón de su propia dinámica (dialéctica), acudía presurosamente a realizar lo que el imperativo kantiano se había limitado a reivindicar. La comunidad humana reconciliada, y feliz por tanto, no era ya mera idea regulativa, encargada de la realización de la moralidad práctica, sino que era también perspectiva inmanente del desarrollo histórico. Estaba simplemente al orden del día. El cielo había besado a la tierra para que despertara y ésta se puso a trabajar. En el futuro, la filosofía de la historia se haría cargo de custodiar en su santuario el concepto protestante del trabajo.
El concepto schopenhaueriano de voluntad excluye, por el contrario, la idea del espíritu que trabaja en la historia. La voluntad carece de objetivo, es un impulso ciego en movimiento circular. No justifica la esperanza y no se le puede confiar el proyecto de una razón histórica. La voluntad es el motor del movimiento, pero los trabajos que se ejecutan son servicios de esclavitud. En la forja de la voluntad no se fragua felicidad alguna para el futuro; por eso, es mejor escaparse a algún lugar en el que resulte posible permanecer inactivo. Desde allí, será incluso viable gozar del espectáculo. La «voluntad» schopenhaueriana es, de hecho, mucho más activa que todos los sujetos-espirituales concebidos desde Fichte hasta Hegel. Pero su actividad significa tormento sin redención futura: carece de promesas. La vita contemplativa ocupa en la escala de valores, sobre este telón de fondo, un lugar completamente distinto que en las filosofías de la sed de acción.
Aproximadamente al mismo tiempo que surge la obra principal de Schopenhauer, Hegel comienza su primera lección en Berlín con una reflexión sobre la doble verdad: la verdad del «día laborable» y la verdad «dominical». Al día laborable le corresponde el «interés de la necesidad»; se trata aquí de la satisfacción de las necesidades de la vida y hay que aceptar por tanto la pregunta: ¿de qué me sirve este conocimiento? Durante el domingo, en cambio, el Señor no sólo descansa de su creación: ha llegado el día de la contemplación y ahora se puede contemplar lo hecho. La filosofía del domingo es lo que la tradición llama «filosofía perennis». Aquí no sólo se tiene verdades útiles, sino que se está en la verdad. El sello de la filosofía dominical no es la utilidad, sino la felicidad del conocimiento. Hegel se refiere con palabras llenas de entusiasmo a esta teoría dominical del ser, una teoría autosuficiente la cual dirige la mirada hacia las penas de los días laborables que quedaron atrás. Pero no olvida ni un instante que este placer teórico es la «urgencia» de aquéllos que calmaron ya sus demás urgencias. En este sentido, habla de la «filosofía perennis» como de una «urgencia de la falta de urgencias».
«De hecho», escribe Hegel en su lección de Berlín, «la urgencia de ocuparse con el pensamiento puro presupone que la humanidad tiene que haber dado antes un gran paso; es, podría decirse, la urgencia del que ha satisfecho ya la urgencia de la necesidad, la urgencia que brota de la ausencia de urgencias a la que el hombre tiene que haber llegado, de la abstracción de la materia… de los intereses concretos del deseo, de los impulsos, de la voluntad». Hegel, quien no tuvo la suerte como Schopenhauer de tener satisfechas sus necesidades materiales con su herencia y que por tanto no sólo tuvo que vivir para la filosofía sino también de ella, intenta, pues, pensar conjuntamente el domingo y los días laborables. Su filosofía de la historia es una filosofía de toda la semana. Su consuelo es que, puesto que el ser humano es «el artesano de su felicidad», los días laborables de la historia desembocarán en un domingo de la historia también. En el domingo de la historia, el espíritu habrá culminado el «trabajo de transformación», retornará sobre sí y alcanzará la libertad para gozar de sí mismo (con Marx, como es sabido, va por la mañana de caza y pesca, etc.). Pero, por el momento, el espíritu del mundo trabaja todavía; sólo en la cabeza de Hegel ha alcanzado ya el estar-en-sí dominical, una circunstancia que coincide, felizmente, con el hecho de que acaba de concedérsele en Berlín una cátedra bien remunerada.
Para Hegel no cabe duda: el trabajo de la historia es un acontecimiento de la verdad y uno pierde todas las posibilidades de la verdad si abandona en solitario el carro de la historia y busca su domingo privado antes de que llegue el tiempo. El filósofo tiene que seguir el paso al trabajo histórico del espíritu del mundo; allende del mismo sólo queda recoger las cascaras vacías del «supuesto sentido profundo».
Después de Hegel, el espíritu laborioso del mundo irá adoptando, como es bien sabido, formas cada vez más concretas.
Feuerbach lo ve actuar en los «seguros de vida y contra incendios», tan prácticos por otra parte. David Friedrich Strauß se topa con él en un viaje en ferrocarril: «Impresión formidable de esta obra prodigiosa de la modernidad», escribe, «conciencia ensoñadora durante este vuelo mágico. Nada de miedo, sino el sentimiento de que hay un parentesco íntimo entre el principio que nos constituye y tales inventos». Para Marx, finalmente, la industria es «el libro abierto de las fuerzas esenciales del hombre». Pero incluso los activistas sienten alguna inquietud de vez en cuando. Strauß escribe en una carta: «No nos engañemos, la nueva época que ha irrumpido no será tan halagüeña de inmediato para nosotros. Pues desaparece el elemento en el que con mayor agrado nos movíamos hasta ahora. Así debió pasarles a los animales de la tierra y del aire cuando llegó el diluvio en tiempos de Noé. Pues nuestro elemento era ciertamente… la teoría, quiero decir, la actividad espiritual no dirigida a un fin o a una necesidad. Esta apenas resulta ahora ya posible y pronto será incluso proscrita».