23
La montaña viene hacia el profeta. Apóstoles, evangelistas y gran público. La filosofía «para el mundo» de Schopenhauer:
AFORISMOS SOBRE LA SABIDURÍA DEL VIVIR. El espíritu del realismo. El «como si». Elogio de la inconsecuencia. SÉPTIMO ESCENARIO FILOSÓFICO: LA INFLUENCIA DE SCHOPENHAUER.
Schopenhauer y su fortuna sobrevivieron a la revolución. Pero la revolución pereció. Tampoco se había llegado muy lejos de todos modos: se aprobó una constitución monárquica y le ofrecieron al rey de Prusia que se dignase ser en adelante el emperador hereditario alemán por la gracia del pueblo. Eso sucedía el 28 de marzo de 1849. Pero el rey, convencido de serlo por la gracia de Dios y convencido de la legitimidad del imperio de los Habsburgo en Alemania, rechazó la oferta. La corona del parlamento, hecha de suciedad y barro, sería para él como «la cadena de un perro con la que se me quiere atar a la revolución de 1848».
Federico Guillermo IV tenía además buenos motivos, basados en el realismo político, para rechazarla, pues al aceptar la corona constitucional del nuevo imperio alemán hubiese tenido que enfrentarse con la resistencia de Rusia y de Austria, e incluso con la guerra. De todos modos, la voluntad de no vincularse a la revolución liberal, por muy domesticada que estuviera, fue también una razón decisiva.
Tras el rechazo del rey, una parte de los reunidos en la iglesia de San Pablo renunciaron a seguir adelante con la constitución imperial y a tratar de imponerla a toda costa. Los constitucionalistas abandonaron Frankfurt y lo que quedó del parlamento, un caparazón sin poder, dominado por la izquierda, se trasladó a Stuttgart. Allí, el gobierno de Wurtemberg clausuraba el local de reuniones el 18 de junio de 1849 y de este modo quedaba concluida de momento la historia del parlamentarismo alemán. Durante esas semanas se produjeron todavía algunas insurrecciones aisladas como consecuencia de la llamada «campaña por la constitución imperial». En Dresde, por ejemplo, Richard Wagner, que después sería schopenhaueriano, fue a las barricadas. Pero los gobiernos restablecieron de nuevo el orden con ayuda de intervenciones militares masivas, consejos de guerra y pena de muerte, procesos por alta traición y cárcel. Richard Wagner huyó a Suiza llevando el Anillo de los Nibelungos en la cabeza. Schopenhauer puede respirar finalmente en Frankfurt: la «soberana canalla» ha dejado de bramar a la puerta de Schinen Ausskht núm. 17. Schopenhauer continúa su vida como hasta entonces: escribir por la mañana, tocar la flauta dulce antes de la comida, almuerzo en el Englische Hof, ir al Casino después de la comida para leer el periódico, largo paseo, lecturas por la tarde y meditación con los Upanisadas antes de ir a la cama. El Kaspar Hauser de la filosofía no ha salido aún de la oscuridad pero el instante está próximo.
En marzo de 1844 había aparecido la segunda edición de la obra principal, ampliada ahora con un segundo volumen. El editor se había negado al principio a editarla aunque finalmente acabó cediendo. Schopenhauer, desde luego, tuvo que renunciar a sus honorarios. «No es a mis contemporáneos ni a mis conciudadanos, sino a la humanidad, a quien entrego ahora mi obra consumada», escribe en el prefacio. Y, efectivamente, sucedió lo que tanto él como el editor habían recelado: la «resistencia de los ignorantes» no pudo ser subyugada todavía. La obra no tuvo más reseña digna de mención que la de Carl Fortlage en la Jenaische Literaturzeitung, de 1845. La recensión elogia la obra con cierta condescendencia, por cuanto constituye el «eslabón de transición y el complemento» entre Kant y Fichte. Comentario poco halagador para un filósofo que pensaba de sí mismo que con él daba comienzo una nueva era filosófica.
En agosto de 1846, al preguntar Schopenhauer cómo va la venta de su obra, recibe la siguiente respuesta de Brockhaus: «Sólo puedo decirle, a mi pesar, que he hecho un mal negocio. Permítame que ahorre los detalles».
Pero, a pesar de todo, a partir de los años cuarenta empieza a agruparse en torno a Arthur un pequeño círculo de fieles seguidores. 448 Schopenhauer y les años salvajes de la filosofía Son «evangelistas» y «apóstoles», como los llama él, y no completamente en broma.
El «protoevangelista» es el consejero de la Audiencia territorial de Magdeburgo, Friedrich Dorguth (1776-1854). Ese jurista era un aficionado a la filosofía que había sido consejero del gobierno anteriormente en Varsovia y había trabado conocimiento con E. T. A. Hoffmann, quien ocupaba también allí el mismo cargo. Había tratado de acercarse al público con dos voluminosas «críticas», una al «idealismo» y otra al «idealismo realista», sin alcanzar mayor audiencia. Descubrió a Schopenhauer por sí mismo a finales de los años treinta e hizo sonar las trompetas: «No puedo por menos que reconocer en Schopenhauer al primer pensador sistemático real en toda la historia de la filosofía». Naturalmente, con himnos de alabanza de este tenor, el tal Dorguth no podía llegar muy lejos.
El siguiente «evangelista» fue el berlinés Julius Frauenstádt (1813-1879), un filósofo independiente. Durante sus estudios nunca había oído mencionar a Schopenhauer, pero topó en una enciclopedia filosófica con unas pocas líneas en las que se comentaba el «denso y original Mundo como voluntad y representación». Se procuró la obra y quedó atrapado por ella. En 1841 pregonaba en los Hallischen Jahabüchrn: «Entre los filósofos nuevos, Schopenhauer es el único, a mi entender, que ha dado una filosofía pura, tan profunda como aguda, y aunque en verdad hasta ahora casi nadie o nadie la tuvo en cuenta, tanto más cierto es su futuro, algo de lo que el autor tiene plena consciencia y convencimiento».
La segunda edición de la obra principal ganó para Arthur dos nuevos discípulos, quienes llegaron a ser sus preferidos: Johann August Becker (1803-1881) y Adam von Doß (1820-1873).
Ninguno de los dos pertenecía al gremio filosófico, pues ambos eran juristas. Becker, un abogado de Maguncia, se dirige por carta a Schopenhauer en 1844. Quiere presentarle algunas «dubias» y muestra un conocimiento tan íntimo de la obra de Schopenhauer que éste se siente proclive a emprender un extenso intercambio epistolar, el único por lo demás al que él mismo concedió valor. Becker había conseguido el beneplácito de Schopenhauer no sólo por sus dudas, sino también por la insatisfacción que le producía la filosofía post-kantíana. Por lo demás, será la única persona por la que Schopenhauer abandonaría ocasionalmente Frankfurt, dirigiéndose hacia su casa de Maguncia con el ferrocarril en hermosos días de verano.
Pero, para su pesar, Becker siguió siendo un «apóstol» y no tuvo valor para presentarse como escritor «evangelista».
Más activo, por el contrario, fue Adam von Doß.
En 1849 este jurista, recién licenciado, emprende un peregrinaje a Frankfurt tras la lectura del Mundo como voluntad y representación. Schopenhauer lo recibe y queda encantado con el entusiasmo juvenil del adepto. Lo llama su «apóstol Juan», y como le gusta aguijonear a su grey, todavía pequeña, hace a Frauenstádt el siguiente relato de la estimulante visita: «Le iguala a usted, por lo menos, si es que no le supera, tanto en conocimiento exacto de todos mis escritos como en la convicción acerca de mi verdad: su celo es indescriptible y me ha proporcionado mucha alegría… Se lo digo: es un verdadero fanático» (B, 240).
Doß no es ciertamente tampoco un «evangelista», pero sí un «apóstol» que escribe cartas a gente conocida y con instrucción, a la que él no conoce personalmente en absoluto, para decirles que deberían por fin leer a Schopenhauer…
A quien Schopenhauer trató peor en realidad, a pesar de llamarlo su «archievangelista», fue a Julios Frauenstádt, el más activo de la comunidad en todo lo que se refería a las relaciones con el exterior. Frauenstádt es el buen servidor; publica diligentemente, comenta la enseñanza del maestro, combate a los enemigos, hace pesquisas por libros y periódicos en busca de noticias sobre Schopenhauer y reporta luego fielmente sus hallazgos. Busca libros para Schopenhauer y, una vez, presta su ayuda proporcionando incluso información sobre los cursos de valores en la Bolsa. A pesar de lo cual tuvo que sufrir a menudo agrias recriminaciones. Frauenstádt tenía un carácter hipernervioso, precipitado, algo versátil; su capacidad de comprender no estaba a la altura de su curiosidad. De modo que se dejó arrastrar por todo tipo de malentendidos. Llega a decir, por ejemplo, que la «voluntad» es, en definitiva, un Absoluto trascendente a la experiencia. Pretendía con ello, probablemente, hacer digerible el concepto a los teólogos. Schopenhauer se lo recrimina: «Mi valioso amigo, he tenido que recordar sus muchos y grandes méritos en la propagación de mi filosofía, para no perder los estribos y explotar de ira… En vano he escrito, por ejemplo, que usted no debe buscar la cosa en sí en el reino de los cielos (es decir, allá donde se asienta el Dios de los judíos), sino en las cosas de este mundo, en la mesa sobre la que escribe, por ejemplo, o en la silla que hay debajo de sus dignísimas posaderas… Mi filosofía no habla del reino de los cielos, sino de este mundo, es decir, es inmanente, no transcendente» (B, 290).
Una vez que Frauenstádt osa rebelarse contra los groseros bramidos del maestro —Schopenhauer le había acusado de coquetear con la moral del materialismo «bestial»—, Arthur interrumpe la correspondencia. Pero Frauenstádt, alma fiel, continúa la evangelización. Algunos años después, en 1859, Schopenhauer se lo agradecería nombrándolo heredero de su obra publicada y de su legado postumo.
En ese grupo, pequeño al principio, de apóstoles y evangelistas, Schopenhauer se complace en su papel de jefe de la iglesia. Es una iglesia en la diáspora sobre la que Schopenhauer, crítico del dogmatismo filosófico, vigila a veces con una severidad dogmática. No puede soportar la crítica, en particular cuando proviene de la comunidad. Así que su consigna es: «dejar las palabras tal como están». Cuando oye que se han reunido varios miembros de la comunidad, suele decir: «Donde hay dos reunidos en mi nombre, allí estoy yo también entre ellos» (G, 139).
Antes de que llegue la fama, Schopenhauer cultiva el trato con esta comunidad, la cual tiene algo de conventículo y de asociación secreta y halaga su orgullo tan resentido durante el largo incógnito. Un orgullo que tendrá que sufrir todavía humillantes tropiezos a principios de los años cincuenta.
En 1850 concluye los Parerga y Paralipomena, obra en la que ha trabajado durante los últimos seis años. Se trata de «escritos secundarios» y «cosas pendientes», o, como él mismo dice, «pensamientos dispersos, aunque sistemáticamente ordenados, sobre diversos temas». Entre ellos se encuentran los Aforismos sobre la sabiduría del vivir, que tan famosos llegarían a ser después.
Schopenhauer ofreció la obra a Brockhaus el 26 de julio de 1850: «Me propongo no escribir nada más después de esto, puesto que quiero evitar traer al mundo hijos débiles de la vejez que acusen al padre y mengüen su fama» (B, 242). Dice que la obra es «más popular, sin comparación, que todo lo anterior»; se trata, en cierto modo, de su «filosofía para el mundo» (B, 244). Brockhaus no puede creerle y rechaza la oferta. También otras editoriales se muestran poco receptivas. Entonces aparece Frauenstádt y consigue que una librería de Berlín publique los Parerga: ambos tomos aparecen en noviembre de 1851. Es el punto de inflexión decisivo. Arthur triunfará finalmente con esta «filosofía para el mundo», aunque no sólo por mérito propio: el espíritu transformado de la época recorre la mitad de la andadura hacia él. De modo que, finalmente, Schopenhauer se abraza con su tiempo.
No se corresponde en modo alguno con los hechos, sin embargo, la opinión corriente según la cual la gran época de Schopenhauer habría irrumpido como consecuencia del fracaso de la revolución, con toda la angustia existencial, la decepción, el derrotismo generalizado y el pesimismo que predominaban en el escenario cultural.
Naturalmente, entre los activistas, y sobre todo entre los más radicales, imperaba la depresión y la sensación de inutilidad de todo lo que se había hecho. Es natural por tanto que la filosofía de Schopenhauer cayese aquí sobre suelo abonado. Herwegh es un buen ejemplo de ello. Este cantor de las «azoteas del partido», un activista militante —en abril de 1848 había tomado parte en la sublevación militar de Badén— se sumergió en la obra de Schopenhauer tras su fuga al exilio suizo y consiguió que su amigo Richard Wagner se entusiasmase también por el filósofo.
Pero en capas muy amplias del público burgués instruido —y fue en ese ámbito precisamente donde comenzó a ejercer su influencia la «filosofía para el mundo» de Schopenhauer— no había trazas de un estado de ánimo fundamentalmente pesimista. Más bien podría decirse todo lo contrario: la creencia en el progreso se extendía e incluso crecía sin cesar, aunque, por otra parte, cambiase de configuración: se tornaba «realista», como dirán los contemporáneos. Lejos de toda exaltación y de las especulaciones nebulosas, lo artificioso aparece ahora como irrisorio. ¡Hay que terminar de una vez por todas con la pretensión de poner exigencias exageradas a la realidad y hay que practicar la paciencia! En vez de la tendencia subjetiva del espíritu, ahora predomina la tendencia «objetiva», tanto en el tratamiento de las cosas como de sus relaciones. Desde todos los ángulos resuena un grito común, grito que surge del mundo de la política, de la literatura, de la ciencia, de la vida cotidiana e incluso de la filosofía: ¡Volver al suelo de los hechos! En 1853, el liberal Ludwig August von Rochau publica sus Fundamentos de una política realista, libro en el que proporciona a la época un lema que demostrará longevidad: hay que propugnar una política de cambio mediante la adaptación a lo dado. En concreto, eso significa lo siguiente: aceptar la solución prusiana de la «cuestión nacional». También Marx trata de sustentarse en el suelo de los hechos. La misión mesiánica del proletariado pasa a segundo plano y, ahora, analiza con minucioso detalle el cuerpo social cuya alma es el «capital», planteándose la siguiente pregunta: ¿no serán tal vez las estructuras, en vez de los hombres, lo que hace la historia?
A principios de los años cincuenta, algunos bestseller del materialismo vulgar inundaron el mercado del libro: La circulación de la vida de Moleschott; Imágenes de la vida animal de Vogt; y, sobre todo, Fuerza y materia de Ludwig Büchner. En ellos se combate sobre todo a la metafísica, se ataca el pensamiento especulativo y se recurre para ello a los hechos en su forma más cruda. El pensamiento se comporta con el cerebro como la bilis con el hígado o la orina con los ríñones.
Czolbe expresó en 1855, a un nivel filosófico más elevado, el sentimiento de autocomplacencia del que ese materialismo estaba poseído: «Querer mejorar el mundo cognoscible mediante la invención de algo suprasensible y querer convertir al hombre en un ser que sobresale de la naturaleza añadiéndole una parte suprasensible es precisamente… una prueba de soberbia y de vanidad. Pues no cabe duda de que la insatisfacción con el mundo de los fenómenos, que constituye la razón más profunda para suponer lo suprasensible, no es algo moralmente positivo sino una debilidad moral». Sus reflexiones desembocan en la siguiente frase: «Conténtate con el mundo dado». Para Czolbe (y para muchos de sus contemporáneos) existe algo así como un deber moral para con el «realismo».
También Fontane —y con él toda una corriente literaria— se deja arrastrar por el deber del realismo. Apenas habían pasado unos años desde que, durante la revolución del 48, se procurase una escopeta de madera en un cuarto de accesorios teatrales; pero ahora formula el siguiente programa estético: «Lo que caracteriza a nuestra época por todos lados es su realismo. Los médicos rechazan las disquisiciones y teorías sobre la combinación de humores y exigen experiencias; los políticos (de todos los partidos) dirigen sus ojos hacia las verdaderas necesidades y se dejan en el pupitre sus modelos de perfección… Ese realismo de nuestra época no sólo encuentra en el arte su eco más decidido, sino que en ningún ámbito de nuestra vida se expresa tan visiblemente como en él…; el realismo es el enemigo jurado de toda frase hecha y de toda exaltación; …no excluye más que la mentira, lo artificioso».
Hegel está ahora filosóficamente acabado. En la época anterior a marzo del 48 se le había «puesto sobre los pies». Pero la «realidad» en la que entonces pretendían penetrar conservaba un aura singular; el acceso a la misma seguía siendo especulativo a pesar de todo: en el «cuerpo» de Feuerbach, o en el «proletariado» de Marx, se escondía, como es bien sabido, una plusvalía metafísica. «Realidad» era lo que uno acababa encontrando cuando, por así decirlo, se recorría el camino especulativo al revés: es lo que pasa en Feuerbach, en Marx o en el Schelling tardío. La herencia especulativa no podía ser ignorada sin más, sino que había que trabajar para su eliminación. La «realidad» era todavía una meta del deseo y no esa realidad evidente de la «filosofía posterior al 48», la cual, una vez terminada la primera fase de la confrontación con ella, podía convertirse muy rápidamente en algo banal.
Hegel estaba tan definitivamente acabado que era posible dejar de lado su obra sin detenerse siquiera a desmembrar su textura. Típico de la época es el veredicto que da Friedrich Albert Langes en 1875: «Degeneraciones del romanticismo conceptual».
El ideal era conseguir éxitos y progresos en la filosofía, la política, la literatura y la ciencia, apoyándose siempre en el suelo de los hechos. Sobre todo, en la ciencia. El químico Justus Liebig constituye un buen ejemplo. En su laboratorio de Gießen consigue introducir la «química orgánica» en el ámbito de la ciencia experimental exacta. Sus descubrimientos originan una avalancha: la química agrícola, los cultivos con abono químico. Sus éxitos prácticos le permiten polemizar con gran agudeza contra los restos de filosofía natural que quedaban en la enseñanza de la medicina. Llama a la filosofía de la naturaleza «pestilencia de nuestro siglo». Más aún: «A un hombre que mata a otro en estado de locura se lo encierra. Pero a la filosofía de la naturaleza se le permite, todavía hoy, formar a nuestros médicos y transmitirles su propio estado de locura, la cual le autoriza a matar a millares con tranquilidad de conciencia y según principios».
Aquí, como puede observarse, se saldan viejas cuentas. La ciencia exacta había estado demasiado tiempo a la sombra de la especulativa. El resentimiento acumulado puede ahora, en la nueva época del «realismo», desahogar su ira.
Para que la realidad pueda crecer y desarrollarse hay que roturar, con antelación, el suelo de los hechos concienzudamente.
Había que comprender los hechos, en primer lugar, por medio de la experiencia. Eso no era algo evidente en Hegel, por ejemplo. El hecho de que la experiencia garantizase lo concreto no significaba para él que lo concreto hubiese sido hallado con tal experiencia: para convertirse en algo «real» tenía que ser apresado en el concepto constructivo.
En segundo lugar, había que controlar que la experiencia no fuese engañosa. Tenía que ser experiencia controlada, repetible experimentalmente. Pero eso significa que tenía que ser comunicable. Ese es el democratismo inmanente de las ciencias empíricas: es verdadero lo que, dadas ciertas circunstancias (experimentalmente establecidas), puede ser objeto de la experiencia de cualquiera. En el empirismo científico no hay una jerarquía de la experiencia ni una aristocracia del espíritu, sino, al menos según las intenciones, sólo empleados de un proceso de investigación. De manera indirecta, en el interior de la ciencia empírica se da un paso adelante hacia la satisfacción de una de las exigencias del progreso burgués —la igualdad—. No es de extrañar por tanto que las ciencias empíricas diesen vigencia a la idea de progreso no sólo por sus resultados prácticos, sino también por sus estructuras experimentales.
En tercer lugar, los «hechos» debían ser reducidos y atomizados para llegar a saber su composición: así sería posible, tal vez, recomponer en nuevos «hechos» los elementos descubiertos.
Desde que la fisiología descubrió la célula como unidad elemental de los seres vivos, resultaba posible hablar en otros términos de la «vida», ese gran concepto sintético abarcador de la totalidad. Se trataba casi de un renacimiento de la doctrina leibniziana de las mónadas, pero puesto que ahora se explicaba el organismo como un proceso de partición de las células, recientemente descubierto también, no era necesario recurrir a la «armonía preestablecida». También los enemigos de la vida pudieron ser localizados en pequeñas unidades: se descubrieron las bacterias. La medicina emprendió la lucha contra ellas y Rudolf Virchow fue aquí el mariscal de campo.
Todo lo que nace y muere se convirtió en algo observable con el microscopio: una naturaleza sin metafísica. Perdió vigencia la hipótesis de una «fuerza vital» de naturaleza inmaterial.
También los restos de la fe en la Creación acabaron cediendo bajo el embate de la teoría de la evolución darwiniana.
La gran obra de Darwin Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, aparecida en 1859, fue una contribución importante en apoyo del espíritu de adaptación (realista) a lo existente. Pues era precisamente Darwin quien había considerdo como fuerza motriz de la historia evolutiva el conjunto de modificaciones adaptativas de los seres vivos a su medio ambiente, así como las mayores probabilidades de supervivencia en el «struggle of life» que se derivaban de ellas. La historia de la evolución podía ser interpretada por tanto, en su totalidad, como historia de un progreso material que se realiza mediante los premios de supervivencia a los adaptados; un progreso, por cierto, poco benigno para los débiles. La imagen contemporánea de la naturaleza refleja el liberalismo económico inglés. Es lo que se llamó luego «darwinismo social».
La otra gran tendencia desmitificadora de la época, favorable igualmente al «realismo», fue el historicismo. El historicismo procedía con la verdad utilizando usos napoleónicos: todos los «principados espirituales» quedaron mediatizados por él. La filosofía quedó sustituida por las historias de la filosofía. Una época pobre en literatura produjo grandes historias de la literatura. La fama de Ranke llegó hasta los libros de lectura de las escuelas primarias. En el historicismo, la pregunta «metafísica» por el ser y el sentido del ser se reducía a la pregunta por el ser-devenido. Es suficiente saber cómo ha llegado algo a ser lo que es. La verdad se fragmenta en el juego histórico de las «verdades». El plural se revela como la gran fuerza del relativismo.
A pesar de todo, hay que señalar que ese «realismo» dominante, el cual se extiende a todos los ámbitos de la cultura y no representa otra cosa más que un impulso renovado hacia la secularización, tenía un fondo hueco. Incluso entre los científicos de la naturaleza, y particularmente entre ellos, cabía percibir esto. En una reunión de investigadores celebrada en Gotinga en 1854, se produjo un gran altercado. Un grupo de científicos trató de salvar el «alma» y tuvieron que soportar que se les acusase de practicar la «fe del carbonero».
El hecho de que algunos científicos se refugiasen en el «alma», en un tiempo en el que hacían estragos el materialismo y el naturalismo, es el síntoma de un malestar que explica por qué creció la disposición para comprender la metafísica de Schopenhauer. Pues en ella está presente una manera de pensar que se enfrentaba desde hacía largo tiempo a la filosofía del espíritu, ahora rechazada por todos, y que, a pesar de ello, no desembocaba en un materialismo y en un naturalismo irreductibles. Es verdad que se podía malinterpretar a Schopenhauer en sentido materialista, pero la metafísica de la voluntad contrasta demasiado abiertamente con el crudo materialismo que reinaba en el ambiente de la época. A esto se añadía otra dimensión: muchos creían poder descubrir en Schopenhauer una especie de vitalismo oculto. Tal vitalismo daba a la sobria «inmanencia» empírica, en torno a la que todo el mundo parecía haberse conjurado, una «profundidad» de cuya ausencia era síntoma precisamente aquel malestar.
En Schopenhauer puede encontrarse el elogio de un sentido sobrio de la realidad y de las explicaciones materialistas, así como la fundamentación, en conexión con Kant, de las razones por las que nuestra curiosidad empírica tiene que seguir esa vía. Schopenhauer aprobaba los procedimientos materialistas, pero, a la vez, era posible encontrar en su obra la demostración enfática de que ese acceso a la realidad no es el único posible. También el mundo representado de la materia es sólo representación. Schopenhauer provocó un nuevo renacimiento de Kant y abrió la posibilidad de un «materialismo del como si». Así que se podía apostar por la ciencia estrictamente empírica, entregarse al espíritu materialista y no sentirse empero totalmente atrapado por él. Con el «más allá» schopenhaueriano de la voluntad, experienciada en uno mismo, era posible resistirse al empuje de una inmanencia meramente material.
Más influyente todavía que este materialismo del «como si» fue la ética del «como si», que Schopenhauer bosquejó en el contexto de su «filosofía para el mundo». Después de 1850, los aforismos para la sabiduría de la vida se convirtieron muy rápidamente en libro de cabecera de la burguesía instruida.
Como es sabido, Schopenhauer había dejado que su ética desembocara en el misterio de la compasión: la unificación con el sufrimiento de todo lo existente, la rutpura del muro del principio de individuación, el desarme en la lucha por la autoafirmación. Cuando el individuo deja penetrar dentro de sí el sufrimiento de los otros es porque ha pactado ya una alianza secreta con el gran «no» a la voluntad de vivir. La voluntad compasiva es una voluntad que está ya en proceso de «conversión». Pero, como dijimos, nada de esto puede ser inducido y ninguna sabiduría de la vida lo exige imperiosamente; sucede o no sucede. Y, puesto que se trata de un abandono de los impulsos egoístas, resulta irracional desde la perspectiva de la autoconservación. La ética de la compasión no tiene nada que ver con la conquista de la propia felicidad. Frente a ella, la ética del «como si», que Schopenhauer bosqueja en los Aforismos, está bajo un signo completamente distinto. Aquí se trata de «adaptarse» al principio de autoconservación y de aspirar a una vida «feliz» en la medida de lo posible. Pero Schopenhauer sólo podía dar consejos para una vida feliz con reservas. Su «perspectiva metafísica más elevada» conduce a la negación de la vida, como recuerda una vez más en la introducción: «En consecuencia, toda la exposición que haremos aquí reposa en cierto modo sobre una acomodación, en la medida en que permanece asida a la perspectiva empírica habitual y retiene su error» (IV, 375).
Aquí queda amortiguado el pesimismo de base y la sabiduría para la supervivencia y la autoafirmación, censurada en otras ocasiones, recibe ahora nueva valoración pragmática. La cuestión a lo que los Aforismos pretenden responder es la siguiente: suponiendo que la vida valiese la pena ¿cómo deberíamos conducirla entonces para conseguir la medida óptima de felicidad alcanzable? En eso consiste la «filosofía para el mundo», la cual pone entre paréntisis el escándalo metafísico. Esa filosofía debilita el «no» esotérico a la vida, convirtiéndolo en un amortiguado «sí» esotérico: si no podemos dejar de entrar en el juego, hagámoslo al menos con el debido escepticismo, con la firmeza del desencanto; invertir lo mínimo posible y dar tan poco crédito como sea posible. Si uno tiene que participar en la comedia o en la tragedia de la vida, y quiere hacerlo, debería cuidarse al menos de ser «espectador y actor al mismo tiempo» (IV, 525).
Schopenhauer exhorta a una actitud del «como si»; hoy en día eso podría decirse de la manera siguiente: «¡No tienes ninguna oportunidad, pero debes aprovecharlas todas!».
¿De dónde puede provenir tal «felicidad» relativa?
Schopenhauer señala tres fuentes: proviene primero de «lo que uno es»; segundo, «de lo que uno tiene»; y, finalmente, «de lo que uno representa». La comedia de la búsqueda de felicidad se realiza, según Schopenhauer, en esas tres dimensiones: en el propio ser, en el tener y en lo que uno vale para los demás.
Schopenhauer valora sobre todo, siguiendo el estilo de la Stoa, la confianza y la seguridad. ¿Qué es lo que se me puede quitar? ¿De qué dependo? ¿Sobre qué cosas ejerzo el mínimo poder?
Lo que uno «vale» para los demás es el reflejo de mi existencia en los ojos del otro, algo sobre lo que ejerzo la mínima influencia. Si esperamos la felicidad por ese lado, estamos construyendo sobre arenas movedizas. Puede sucedemos además fácilmente, al querer ser algo para los demás, que lleguemos a perdernos.
Lo que «tenemos» nos proporciona comodidad y protección (Schopenhauer habla aquí muy francamente por cuenta propia), pero podemos perderlo con facilidad. Además, el «tener» posee una fuerza que puede revertirse: al final es el «tener» lo que nos posee. Lo mejor es «tener como si no se tuviese».
Arthur Schopenhauer pregona el «repliegue», aconsejando menguar los frentes de modo que sea menor la superficie expuesta a los ataques. La ganancia de felicidad que proporciona ese «repliegue» consiste en que «nos devuelve a nosotros mismos» (IV, 428). Debemos descubrir lo que somos y que, si bien es verdad que podemos malograrnos, no podemos escapar de nosotros mismos. El ideal es una especie de autarquía: sacar placer de uno mismo, de las facultades espirituales, de la fantasía, de la imaginación creadora, del propio temperamento, es decir, de la facultad de influir beneficiosamente sobre todo ello mediante un desarrollo consciente de la personalidad en el ejercicio de la autoeducación. Naturalmente, uno tendrá que vérselas con el poder de la propia voluntad, la cual, lejos de estar disponible para uno, se expresa en forma de apetito, arrastrándonos hacia el mundo de la posesión y hacia el mundo de los otros. Para conseguir la autarquía hay que amortiguar por tanto la voluntad. Tiene que predominar en nostros una capacidad de reflexión que no proviene sólo de la sabiduría de la vida, sometida al principio de realidad, sino en la que se mezcla igualmente cierta dosis de negación de la voluntad. Al proceder así, Schopenhauer está presuponiendo en cierto sentido esa «perspectiva metafísico-ética más elevada» que pretende poner entre paréntesis.
En términos existencialistas podríamos decir que el propósito de Schopenhauer es sustraer al yo del mundo de la «inautenticidad», un mundo que es fruto del ansia de posesión y de la pretensión de valer ante los demás. En realidad, luego consagra la mayor parte de sus aforismos a reflexionar sobre la reyerta con ese mundo «exterior». Eso tiene su lógica: al tratar de arrancar al yo con tal violencia de su comercio con el mundo exterior, los mil hilos que nos conectan con ese mundo experimentan una dolorosa rotura. El mismo Schopenhauer lo reconoce: el mundo de los otros en nosotros es la «espina más dolorosa» (IV, 427) y la que con más dificultad podemos arrancar de «nuestra carne» (IV, 427). De este modo rinde tributo al poder superior de lo social, contrariamente a lo que sucedía en la Stoa. Es evidente para él, sin embargo, que la felicidad no es posible por medio de la sociedad sino a pesar de ella.
Schopenhauer proporciona consejos sobre la manera de arrancar un mínimo de felicidad a la sociedad en la que uno está inmerso. El más importante de los mismos queda formulado en una imagen anotada en su manuscrito cuarenta años antes. La sociedad «puede ser comparada a una hoguera con la que se calienta el hombre sagaz manteniendo la distancia apropiada pero guardándose de poner la mano encima del fuego como el necio que, después de haberse quemado, huye al frío de la soledad y se lamenta de que el fuego queme» (IV, 514).
La misma enseñanza está contenida en la famosa parábola de los puercoespines en los Paralipomena, una parábola que Schopenhauer había contado por primera vez, a principios de los años treinta, a la entonces adorada Karoline Jagemann: «Un rebaño de puercoespines se apretujaba estrechamente, en un frío día de invierno, para protegerse de la congelación con el calor mutuo. Pronto empezaron, sin embargo, a sentir las púas de los demás; lo cual, hizo que se alejasen de nuevo. Cuando la necesidad de calor los aproximaba otra vez, se repetía este segundo mal; de modo que se movían entre ambos sufrimientos, hasta que encontraron una distancia conveniente dentro de la cual podían soportarse de la mejor manera» (V, 765). Todos los otros consejos se relacionan de algún modo con esta «distancia conveniente». Uno debe llevar consigo su soledad a la vida social. Schopenhauer aboga por la cortesía, a la que llama «acuerdo implícito para ignorar mutuamente la miserable constitución intelectual y moral del otro y no tenerla en cuenta» (IV, 552); recomienda guardar los secretos, porque uno puede estar bastante seguro de que alguna vez serán utilizados en contra de los propios intereses —incluso por los seres humanos a los que todavía amamos en este momento. Previene contra la estupidez del honor nacional, pues «éste delata, en el que está poseído por él, la falta de cualidades individuales de las que pudiera enorgullecerse, ya que en caso contrario no recurriría a lo que comparte con tantos millones» (IV, 429).
Todos los consejos presuponen a la sociedad como conjunto de enemistades latentes, de malevolencia mutua. El amor y la amistad son bastiones de la benevolencia, pero, por lo general, quedan desmantelados mucho más deprisa de lo que se cree. Hace bien el que cuenta el amor y la amistad entre los bienes que se debería tener como si no se los tuviera. Peor sucede todavía con el amor que se consolida en un matrimonio. Schopenhauer lo despacha con una observación lacónica y malévola: «Entre las cosas que uno tiene no he contado mujer e hijos; pues lo que pasa es más bien que éstos le tienen a uno» (IV, 420). El matrimonio no tiene nada que ver con la economía de la felicidad moderada.
Schopenhauer no se limita a dar consejos. En los Aforismos traza también, situándose a confortable distancia, un autorretrato de última mano; por ejemplo, cuando describe la solicitud con la que se debe cuidar de la propia salud —el mayor bien—. Aquí desarrolla la dietética con la que él mismo condujo su vida. Lo mismo pasa cuando da consejos de cómo minimizar los riesgos de una pérdida de fortuna mediante una administración razonable; o cuando reflexiona en la manera de preparse para la muerte; o cuando razona sobre el ansia de fama o la vanidad. Schopenhauer, que sufrió tanto tiempo la falta de reconocimiento, sabe muy bien de lo que habla en los siguientes pasajes: «Con vistas a la eudemonología, la fama no es sino el bocado más exquisito y apetitoso para nuestro orgullo y nuestra vanidad. Estas cualidades están presentes en la mayoría de los hombres con desmesura, e incluso en mayor medida quizá en aquellos que, de algún modo, son capaces de conseguir fama y por tanto tienen que arrastrar la incierta consciencia de su valor superior antes de que llegue la oportunidad de probarlo y conseguir que sea reconocido: hasta ese momento experimentan como si se les hiciese una injusticia secreta» (IV, 475).
Poco antes de su muerte, Schopenhauer escribió a mano la siguiente adición: «Puesto que nuestro mayor placer consiste en ser admirados, pero los admiradores no se prestan a admirar con facilidad, incluso cuando hay motivos para ello, el más feliz será aquel que, del modo que sea, consigue admirarse a sí mismo con sinceridad. Tiene simplemente que tener cuidado para que los otros no le induzcan a error» (IV, 475).
Schopenhauer consiguió admirarse a sí mismo de hecho durante tanto tiempo cuanto fue necesario hasta que le llegó la admiración desde afuera, una admiración debida sobre todo a los Aforismos.
¿Por qué precisamente a causa de esta obra?
En la «filosofía para el mundo» de Schopenhauer hay un pesimismo a medias; es un pesimismo que penetra todas las actitudes, pero del que no se sacan las consecuencias radicales de la negación. La gran sensación de malestar queda ciertamente sugerida, pero luego se la pone entre paréntesis, por amor de la vida. Schopenhauer ofrece una doctrina sobre la vida en la que trata de mostrar cómo, a pesar de todo, es posible seguir adelante. En definitiva, él mismo siguió hacia adelante. De ahí salió una enseñanza que, puesto que cuenta con lo peor, tiene la sabiduría de arreglársela con el mal menor. La «añoranza de felicidad» es rebajada a prudente «precaución ante la infelicidad» (IV, 523).
Schopenhauer ejerció su influjo sobre los que no querían adscribirse con carne y uña a ningún proyecto: ni a la cultura de la desesperación ni a la del progreso. Sus primeros seguidores fueron hombres leales, sólidamente establecidos y, en la mayoría de los casos, moderadamente exitosos en la vida. ¿Hay que considerar por eso a la «filosofía para el mundo» de Schopenhauer como una filosofía típica de la época Biedermeier? Así sería si mereciese ser censurada como típica de esa época la negativa a sacar consecuencias prácticas radicales de una doctrina. Pero dudo que sea así. Nietzsche desarrollaría más tarde el pensamiento de que hay verdades para las que el mejor consejo consiste en negarse a «realizarlas» e incluso que es mejor silenciarlas y que en ningún caso deberían ser sometidas al imperativo de la consecuencia. ¿Qué motivos hay para tal consecuencia?
Se dice que el pensamiento debe convertirse en acción; hay que ser consecuente y vivir según la verdad reconocida como tal. Ahora bien ¿no acabará produciendo una autocensura la imposición de este principio? Al final, uno sólo se permite pensar lo que cree poder vivir; o por el contrario: por el hecho de haber sido pensado, hay que vivir algo a cualquier precio, incluso el de la destrucción. En el primer caso, se malogra el pensamiento radical; en el segundo, se sacrifica al pensamiento puro la amalgama de la acción viva. ¿No habría más bien que separar pensamiento y acción respectivamente para que cada uno alcance su derecho y su verdad? Spinoza dijo en cierta ocasión más o menos lo siguiente: «Sólo puedo pensar todo, si no lo debo hacer todo». Si queremos proteger al pensamiento radical de los compromisos de la acción y a éstos del pensamiento radical, hay que renunciar de hecho a la consecuencia.
Hay verdades aptas para ser vividas y otras que no lo son. Hay que aferrarse a ambas. Pero uno sólo puede hacer eso si renuncia a la temible ilusión de que unas son convertibles en las otras. Se trata de un intrincado acto de equilibrio. Sólo el que está libre de vértigo se atreverá a lanzar una mirada al abismo. Sólo el que está seguro de su voluntad de vivir tendrá el valor de pensar hasta el final la negatividad y el carácter abisal de la vida. Eso es lo que sucede en Schopenhauer: el pensamiento de la negación de la voluntad queda en él protegido por la voluntad. Contempla la negación desde la barrera y atrae con él hacia la barrera a otros que se mueven en el medio de un creciente malestar con la cultura. Allí están a resguardo del descalabro total: uno puede refugiarse del «si» en el «no» y al contrario. «Vivir como si» es, en el fondo, la técnica de juego que mejor protege de los fanatismos, de las prisiones fabricadas por uno mismo y de los proyectos ávidos de convertirse en hechos, proyectos que se dirigen a la totalidad e influyen por eso tan funestamente.
La filosofía de Schopenhauer tiene doble fondo. Por una parte, se abandona a la praxis de la vida y de la autoafirmación individual y declara a la vez que, «en realidad», el individuo no es nada; que, «en realidad», la vida tampoco es nada en absoluto; y que, «en realidad», todo es uno. Ese doble fondo fue lo que, mucho más que la filosofía del arte schopenhaueriana en sentido estricto, ejerció su influjo sobre los artistas de la segunda mitad del siglo XIX y hasta hoy. Suscita un sentido y una actitud estéticos ante la vida; da a la seriedad de la vida un fondo de inanidad. Cada uno tiene ciertamente que «participar en el gran juego de marionetas de la vida» y sentir el «hilo, mediante el cual mantiene su integridad y es puesto en movimiento» (V, 495); la filosofía le abre la perspectiva, sin embargo, de contemplar el teatro en su totalidad. Durante algunos instantes, uno deja de ser actor para convertirse en espectador. Se trata de un instante filosófico pero también estético: visión desinteresada, sin implicación en esa seriedad cegadora. De tal actitud proviene la ironía de Thomas Mann. Él lo sabía y dio gracias a Schopenhauer por haber hecho posible esa mirada al «poder-ser-precisamente-todavía» del mundo.
También la figura grandiosa con la que Schopenhauer abre el segundo volumen de la obra principal queda trazada desde esta perspectiva estética: «Innumerables esferas luminosas en el espacio infinito, alrededor de cada una de las cuales gira una docena de otras más pequeñas, iluminadas éstas y que, aunque interiormente ardientes, están recubiertas por anillos rígidos y fríos sobre los que una capa de moho ha producido seres vivos y cognoscentes —eso es la verdad empírica, lo real, el mundo» (II, 11).
Es manifiesto que, cuando uno se ha situado en esa perspectiva, apenas cabe otra posibilidad que la de referirse con ironía o incluso con áspera comicidad a toda esa vida presuntuosa que se agita en «la capa de moho». Ulrich Horstmann llama a esto «pensamiento antropofugal» y sospecha que hay en él un ansia de autodisolución.
¿Constituyen empero efectivamente estas declaraciones sobre la inanidad universal, hechas desde la perspectiva estética, anticipaciones de las campañas de aniquilación que emprende la seriedad de una vida en la que rige la enemistad universal? Tal vez pueda decirse lo contrario; tal vez las declaraciones estéticas sobre la inanidad de todo lo existente logren relajar de tal modo la seriedad de la vida que a ésta le quede poco humor ya para arrojarse a las campañas reales de destrucción.
En cualquier caso, fue de esta manera «relajante» como ejerció su influjo Schopenhauer. Igual que la ironía de Thomas Mann, también el humor de los grandes realistas de la segunda mitad del siglo está en deuda con él. Es lo que puede decirse de Wilhelm Busch, de Theodor Fontane y de Wilhelm Raabe.
En una carta, redactada tras la lectura de Schopenhauer, Wilhelm Busch señala el tipo de constraste del que se deriva su humor: «En el cuartito de arriba se sienta el intelecto y contempla todo el ajetreo de la vida. Dice a la voluntad: “¡Vieja! ¡Detente de una vez o habrá disgustos!”. Pero aquélla no escucha. Llega la decepción: placer breve y preocupaciones continuas; pero ni la vejez, ni la enfermedad, ni la muerte la ablandan; la voluntad sigue hacia adelante. Y aunque salga mil veces de su piel, encuentra otra que pagará la penitencia». Busch tampoco se amedrenta a la hora de aplicar la pespectiva distanciante del maestro sobre el mismo maestro: «La austeridad es el placer de las cosas que no podemos alcanzar».
Fontane vivió su iniciación al doble fondo schopenhaueriano con el «apóstol» Wiesike, un rico propietario de Plauen, quien había erigido al venerado maestro una especie de capilla y daba un banquete el día del cumpleaños de Schopenhauer. En 1874, Fontane asistió al mismo y relata lo siguiente: «Después de que todos hubieron constatado que el café era el principal veneno de la humanidad, procedieron a tomarlo».
En 1888, Fontane confiesa a su hijo el uso que hace del pesimismo schopenhaueriano: «Se puede adiestrar el propio pesimismo también… para que se convierta en alegría. Más aún, uno puede llegar a ser con él verdaderamente alegre… Acaba uno reconociendo en todo una ley, convenciéndose de que nunca fue de otra manera y encontrando personalmente la satisfacción en el trabajo y el cumplimiento del deber. Mirar las cosas crudamente a la cara resulta horrible sólo de momento; uno no sólo se acostumbra pronto a ello sino que encuentra en el conocimiento así conseguido una satisfacción no pequeña, incluso si los ideales se fueron al traste». Fontane escribe esto mientras está trabajando en Stechlin.
Stechlin muere con las siguientes palabras en la boca: «El “yo” no es nada. Hay que dejarse penetrar por esta idea». La Melusine de la novela lleva el nombre de una náyade que ha sido llevada a tierra firme y vive entre los bípedos, aunque al final tiene que tornar al elemento oceánico. La condesa Melusine de la novela impide al gendarme Uncke que taladre un agujero en el hielo, pues teme que podría asomar una mano por el mismo, atraparla y llevarla consigo. No, no puede haber abandono en el yo, pues sería arrastrado por lo elemental. Es lo que ha dado sabiduría al viejo Stechlin y le confiere serenidad. Voluntad es todo, en repetición permanente. Cuando en alguna parte del mundo cacarea el gallo gálico, emerge ella también desde las aguas del lago de Stechlin.
Aproximadamente por el mismo tiempo, Wilhelm Raabe escribe su Stopfkuchen —un singular homenaje al filósofo de Frankfurt—. El protagonista, Heinrich Schaumann, está acostado «bajo el seto» de la «fortificación roja», mira el trasiego del mundo desde una distancia apropiada y, por lo demás, toma el sol en la barriga. Del «mundo» llega Eduard, un antiguo compañero de la escuela; Raabe le ha impreso un emblema: corre en la rueda del «principio de razón suficiente». Es un empirista por tanto al que su insaciable avidez le hace dar vueltas por todo el mundo. Heinrich Schaumann permanece donde estaba, en conexión evidente con el narrador: «Sí, en el fondo es una y la misma cosa quedarse bajo el seto y dejar que la aventura del mundo llegue hasta aquí, o correr… para buscarla por afuera». Ante la «desmesura de las estrellas» que contempla sobre sí este Buda de la «fortificación roja», acostado sobre el suelo, se reduce considerablemente la «hermandad de la Tierra». Esos son los instantes de un «confortable desprecio del mundo».
No hay duda de que en tales «realistas» el pesimismo de base adopta rasgos bastantes confortables.
Otro discípulo de Schopenhauer, el más grande sin duda, Friedrich Nietzsche, arremetió contra tal tipo de acomodación. Pensaba que tenía que proteger a Schopenhauer contra ese pesimismo de «estar por casa». «Aire ético, aroma fáustico, cruz, muerte y tumba», eso es todo lo que, según palabras propias, le atrajo en Schopenhauer, ese pensador «inactual» y obstinado, ese aristócrata del espíritu que no se cuida de las modas de la plebe intelectual.
La radicalización que había hecho Schopenhauer de la teoría del conocimiento kantiana fue sentida por Nietzsche como una gran incitación. Si las fronteras del conocimiento están trazadas con límites tan estrechos, entonces la filosofía no puede ser sino la poesía del pensamiento. No fue sólo Richard Wagner sino también Schopenhauer, el que dio valor al «águila temerosa» (Ross) para desafiar a los «mercachifles» de la filología con su Nacimiento de la tragedia.
Nietzsche sigue las huellas de Schopenhauer. Entronca con su metafísica de la voluntad y, dándole un pathos heroico, la reformula como «voluntad de poder». Trata de apagar el «no» schopenhaueriano contraponiéndole con estruendosa voz un «sí» clamoroso. Sloterdijk señaló con gran perspicacia que todo lo que tiene de artificioso ese «sí» se debe a la circunstancia de que Nietzsche tuvo que persuadirse a sí mismo antes que nada de su propio poder-ser.
También por lo que se refiere a la muerte de Dios —en Schopenhauer éste había tenido un entierro más bien modesto y sin aspavientos— Nietzsche hace sonar estrepitosamente las trompetas. El dolor de su pérdida se mezcla en él con los gemidos del nacimiento de un nuevo dios: Zarathustra. El dios de la inmanencia perfecta, de lo siempre igual, del eterno retorno. «Circulus vitiosus Deus», es el nombre que le da en su escrito más allá del bien y del mal.
Nietzsche rechaza la antidionisíaca unión mística de la compasión de Schopenhauer. El superhombre, la superación del pobre yo dividido, la entrada en la corriente energética de la vida, se consuma en Nietzsche como erotismo del conocimiento y del ser. En ese sentido, Nietzsche y Schopenhauer son también antípodas aunque con el punto de vista común de que el ser no puede ser pensado ni como un yo gigantesco (sujeto), ni como «materia burda» (objeto), sino como un «ello».
Esa ontología del «ello» será desmenuzada y reelaborada psicohidráulicamente a finales de siglo por Freud y sus seguidores. De modo que la filosofía schopenhaueriana desemboca en la ciencia natural del alma, ciencia que rechaza completamente cualquier metafísica. Por ese camino, el «ello» se cosifica convirtiéndose en un objeto entre objetos y entra en la trama de los tratamientos terapéuticos. Schopenhauer se había cerciorado del ser a partir de la voluntad vivenciada por dentro. Eso quiere decir lo siguiente: había logrado una metafísica que escapaba al empirismo cosificador. Hoy, por el contrario, se pretende entablar diálogo con «su» inconsciente. Este se convierte de súbito en un parlanchín sin freno y narra todas las aburridas historias que se le introdujeron con antelación. De nuevo topamos con el desencanto.
Con los nombres de Eduard von Hartmann y Philipp Mainlánder se asocian sorprendentes aspectos del influjo de Schopenhauer en la segunda mitad del siglo XIX. Eduard von Hartmann, oficial retirado, no acaba de comprender lo que Schopenhauer había escrito sobre la negación de la voluntad. La «negación» —que para el propio Schopenhauer era un misterio que no se puede explicar en realidad aunque pueda ser mostrado en los grandes ascetas y santos— tenía que ser cimentada y, por así decirlo, «organizada sistemáticamente». Hartman busca ayuda para esta «sistemática» nada menos que en Hegel. De esa singular síntesis procede una obra ingente —la filosofía del inconsciente— en la que se encuentra una teoría historizante de la progresiva desilusión de la voluntad de vivir, desarrollada en tres estadios y minuciosamente descrita. Su quintaesencia es la siguiente: la voluntad de vivir individual no puede negarse por su propia fuerza sino que es más bien un proceso que hay que dejar —en buenos términos hegelianos— al trabajo histórico. Hartman elogia la «fuerza de la consciencia pesimista de la humanidad». El espíritu pesimista del mundo, que actúa todavía «inconscientemente», llegará hasta sí mismo cuando todas las ilusiones de la felicidad —la ilusión de la felicidad en el más allá, de la felicidad en el futuro y de la felicidad en el ahora— queden arrinconadas, con lo cual el mundo se replegará sobre sí mismo y desaparecerá. «Aunque ciertamente», confiesa Hartmann, «nuestros conocimientos son demasiado imperfectos… como para podernos imaginar, siquiera con un mínimo de seguridad, el final de ese proceso».
Ciertamente produce cierto efecto cómico tanto ese celo laborioso del espíritu pesimista del mundo para llegar al fin como esa alegría casi optimista con el que Hartmann elabora tan minuciosamente su doctrina de la negación. No obstante, hoy, en la época de la bomba, no podemos enfrentarnos sin cierta congoja con su gran perspectiva histórica de la autodisolución de la humanidad.
Philipp Mainlánder, un hombre triste en verdad, bosquejó una filosofía de la voluntad de morir. La voluntad de vivir no tendría otro sentido que el de devorarse a sí misma para convertirse en nada. Es evidente que Mainlánder se había dejado inspirar por la ley de la entropía recién descubierta.
Para que nadie se llame a engaño, pensando que lo que se rechaza son los racimos inalcanzables, desarrolla todo un programa para la felicidad general del pueblo cuya realización hará posible que todos puedan reconocer que los bienes de la vida no solucionan nada. La obra de Mainlánder Filosofía de la redención (1879), aparecida en una época de efervescencia socialista, se plantea la «solución de la cuestión social» del siguiente modo: hay que decepcionar a los que carecen de todo, dándoles lo que desean. Entonces ellos mismos se convencerán de la falta de valor de la vida y todo alcanzará finalmente su conclusión.
El mismo Mainlánder no quiso esperar tanto tiempo y escogió el suicidio.
Estos «sistemas de la negación» grandilocuentes acompañan como una sombra al celo constructor de los tiempos de fundación e imitan sus ademanes imponentes. Ese imperioso «no», que suena a pesar de todo ávido de acción, ha sido reducido hoy a duda y escepticismo. Podemos preguntarnos si ha nacido ya la filosofía que dé cuenta de la experiencia de Auschwitz y Hiroshima. Tal vez en Günther Anders. En cualquier caso, la filosofía de la praxis de la Escuela de Frankfurt se adhiere todavía, aunque con cautela, a una utopía de la reconciliación. Horkheimer, sobre todo, piensa un «utopismo del como si» en el que no es tanto Hegel quien resuena cuanto Schopenhauer. «Con el pesimismo teórico», dice Horkheimer, «podría conectarse una praxis más optimista que, consciente del horror universal, trata de mejorar lo posible a pesar de todo».
Adorno, quien tenía en poco a Schopenhauer, siguió singularmente asociado con él en otro sentido: en la reflexión sobre la música. Adorno trató de atrapar la «verdad» de la sociedad, así como los restos de lo que antes había sido «verdad» metafísica sobre la vida, en el arte sobre todo y, particularmente, en la música. La música, según él, no representa nada exterior a ella misma. Precisamente por eso consuma en su propia lógica la «lógica» del instante histórico. En terminología de Schopenhauer, podríamos formular esa posición del modo siguiente: la música no es la copia de un fenómeno sino que en ella la voluntad actúa sin materia, sin apariencia, sin relación a ninguna otra cosa. La música es el acontecimiento de la voluntad sin materia y es por eso por lo que se expresa desde el «corazón de las cosas»: es el sonido de la «cosa en sí». No remite a nada exterior a ella: es completamente ella misma. Adorno utiliza la siguiente fórmula: «Las obras de arte son la igualdad consigo misma liberada de la coerción de la identidad».
Del mismo modo que Adorno busca en la música la «verdad» sobre el todo, la curiosidad metafísica de Schopenhauer alcanza igualmente en ella satisfacción: «El que me haya seguido y haya penetrado en mi manera de pensar no encontrará tan paradójico que diga lo siguiente: supuesto que fuese posible una perfecta explicación de la música, exacta, plena y capaz de llegar a lo singular, es decir, si fuese posible dar una repetición exahustiva en conceptos de lo que la música expresa, ésa sería al mismo tiempo una repetición y explicación suficiente del mundo… es decir, sería la verdadera filosofía» (I, 368).
Para Schopenhauer (como para Adorno), la reflexión sobre la música toca el meollo del secreto del mundo. Y ello precisamente porque la música no es copia del mundo fenoménico sino que es ella misma, de manera inmediata, aquello de lo cual el mundo es la aparición.
Todavía en tiempos de Schopenhauer, Richard Wagner se había apropiado con entusiasmo de lo que esta filosofía de la música tiene de halagador para un músico. Por otra parte, había pretendido «mejorar» a Schopenhauer: quería —¿a quién puede asombrarle?— redimir a la voluntad por medio del amor.
Schónberg (al que Adorno apela por su parte), al exigir que la música se desembarazase de toda voluntad de representación, se adhirió con más rigor que Wagner a la filosofía de la música schopenhaueriana. Su «verdad» es estrictamente autorreferente.
En el mismo escenario de la Viena de comienzos de siglo, desarrolla Ludwig Wittgenstein, en analogía con la filosofía schopenhaueriana de la música, su mística lógica del Tractatus Logico-Philosophicus. Wittgenstein segrega también del pensamiento lógico, como Schopenhauer, una especie de «consciencia mejor». Y como Schopenhauer también, pretende trazar los límites entre lo decible y lo indecible. La lógica del lenguaje, con la que nos referimos a lo que «acontece» fuera de ella, «acontece» ella misma a su vez. Es autorreferente y juega sus juegos del lenguaje. Los juegos del lenguaje son para Wittgenstein lo mismo que la música para Schopenhauer. El lenguaje «dice» algo al apuntar hacia las cosas; y al mismo tiempo se muestra a sí mismo; se muestra como algo capaz de producir «sentido» sin que no obstante él mismo sea el «sentido».
La música habla de sí misma; el lenguaje habla de sí mismo. Al hacerlo así, se anuncia por medio de ellos ese ser inefable que, a pesar de que constituye nuestro propio ser, nunca puede instalarse delante de nosotros, es decir, nunca podemos verlo ni decirlo. Tendríamos que estar «afuera», pero entonces ya no seríamos. Cuando dejamos que la música hable de la música y que el lenguaje hable del lenguaje nos estamos acercando tal vez a los límites de los mismos.
¿No desaparece acaso la voluntad —ese «ens realissimum» schopenhaueriano—, el cual se expresa en la música, en su propia expresión? ¿No es acaso esa expresión un ensayo de lo que desde la perspectiva de la voluntad es «nada», pero desde lo cual es a su vez también «nada» todo lo que es voluntad? «De lo que no se puede hablar, sobre eso hay que callar» (Wittgenstein).