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La filosofía secreta de Arthur en los manuscritos: la «consciencia mejor».
La bajada del Espíritu Santo. Éxtasis sin Apolo ni Dioniso.
«Pero yo digo», anota Schopenhauer a principios de 1813 en su diario filosófico, «que en este mundo temporal, sensible e inteligible, hay, por supuesto, personalidad y causalidad y que son incluso algo necesario. La consciencia mejor me eleva empero hasta el mundo en el que no hay ni personalidad ni causalidad, ni sujeto ni objeto» (HN I, 42).
Schopenhauer unifica con el nombre de «consciencia mejor» todas sus experiencias en estados de superación interior, ya hubiesen sido adquiridas a través de actos propios o bien asumidas bajo la forma de imágenes del deseo. Podemos contar entre ellas las siguientes: la posición de Matthias Claudius («El hombre no está aquí en su casa»); el arrebato que se produce en el arte y especialmente en la música; la vivencia de las montañas; ese trascender hacia el interior en el que la sensibilidad y el impulso de autoconservación no parecen ya más que un juego; el olvido de sí mismo en la contemplación profunda o, en sentido inverso, la experiencia del yo como un espejo que refleja el múltiple mundo de la apariencia sin formar parte del mismo; la «idea» platónica; y, aunque al principio se aproxime a este concepto con vacilación, el «deber» kantiano —ese enigma de la libertad que desgarra el ámbito del ser necesario.
Schopenhauer busca todavía un lenguaje para tales estados de superación interior. Tiene que ser un lenguaje racional, pero llevado a sus límites extremos porque debe expresar algo que no es fruto de la razón. La «consciencia mejor» no es, para él, algo que la razón produce sino algo que se le contrapone. Tampoco procede de la acción sino del consentimiento. Se trata de un suceso que en modo alguno puede ser invocado, una inspiración, una vivencia de Pentecostés. La consciencia empírica y la «consciencia mejor» se excluyen entre sí. No hay aquí transición gradual sino una repentina traducción. Pero esta traducción es precisamente tan difícil porque la «consciencia mejor» debe ser traducida al lenguaje del sujeto, o más exactamente, al de la relación sujeto-objeto. Pero eso, en realidad, es imposible. Pues la experiencia de la «consciencia mejor» es resultado de un extraño desvanecimiento del yo y, con él, también del desvanecimiento del mundo, un mundo que incita a actuar, a autoafirmarse y a integrarse dentro de él. Como resultado de tal desvanecimiento, el mundo deja de contraponérseme y pierde su objetividad. La «consciencia mejor» no es consciencia de algo, no es un pensamiento que se aproxime al objeto con intención de captarlo o de producirlo. No es algo que pensemos para obtener algo. La «consciencia mejor» no es una presencia del espíritu en lucha; es simplemente una especie de lucidez que reposa en sí misma, que nada quiere, nada teme, nada espera. Carente de yo, e inalcanzable por tanto, la «consciencia mejor» tiene el mundo delante de sí. Pero este mundo, puesto que no «realiza» acción alguna sobre un yo, deja en cierto modo de ser real. El mundo se convierte en «arabesco» y parece que la «ley de la gravedad» haya perdido su vigencia, escribe Schopenhauer en su diario filosófico: «todo lo demás sigue igual pero ha surgido un nuevo discurrir de las cosas; a cada paso nos asombra la novedad de lo que parecería imposible: lo difícil se vuelve liviano y lo liviano se torna pesado; brota un mundo de lo que parecía la nada y lo que era enorme desaparece en la nada» (HN I, 27).
El oneroso curso del mundo y el orden de las cosas parecen ahora un «juego». «El hombre debe alzarse sobre la vida», escribe Schopenhauer argumentando contra el suicidio, «debe reconocer que todos los fenómenos y acontecimientos, con sus alegrías y tristezas, no afectan al yo íntimo y superior y que por tanto todo se trata de un juego» (HN I, 32).
Arthur Schopenhauer llama también de vez en cuando «experiencia estética» a esa transformación por la que el mundo, en el que el yo queda entretejido, se convierte en «juego». No se trata aquí del «placer desinteresado» de Kant, puesto que, aunque hablar de «desinterés» sería adecuado, no lo es hablar de «placer». La «consciencia mejor» es una grieta en lo cotidiano y en lo evidente, una lucidez asombrosa, más allá de todo placer y de todo dolor.
La «consciencia mejor» es un estado en el que uno está «afuera». El mundo no es ya objeto del juicio, por lo que ni el «sí» ni el «no» resultan ya pertinentes. Schopenhauer se enterará más tarde con satisfacción de que los antiguos místicos alemanes (Jacob Bóhme, el maestro Eckhart, Tauler) y la sabiduría india se acercan con palabras semejantes a esa nada sin nombre e ininteligible que lo es todo al mismo tiempo.
Schopenhauer habla de una consciencia «más allá del espacio y del tiempo» —expresión igualmente paradójica, a la que nos fuerza el lenguaje. Al quedar sumergidos, por un instante, en un estado de absorción, desaparece repentinamente toda separación entre yo y mundo. Es indiferente expresarlo diciendo que yo estoy afuera, en los objetos, o diciendo que los objetos están en mí. Lo decisivo es más bien que ya no vivo el arrebato como función de mi yo corporal. Este arrebato queda liberado de las coordenadas espaciotemporales cuyo punto de intersección es el yo corporal: olvido del espacio, del tiempo y del yo. Los místicos llaman a esta experiencia «nunc stans», ahora permanente. La intensidad de ese presente no conoce principio ni fin y sólo puede desaparecer porque nosotros desaparecemos de él. El arrebato desaparece en cuanto vuelvo hacia mi ser subjetivo; en ese momento reaparecen todas las divisiones: yo y los otros, este espacio, este tiempo. Cuando mi yo empírico de nuevo se apodera de mí, quedará fijado de inmediato ese «instante de arrebato» en el anclaje de mi individualidad, de mi tiempo vital y de mi lugar, y habré perdido lo que dio a ese instante su singularidad: carencia de tiempo y de lugar. Para asignar un lugar o un tiempo a tal clase de arrebato tiene que haber desaparecido ya. Puedo decir que me he sumergido de nuevo en la individuación, o que he emergido hasta ella, como se quiera. La «consciencia mejor» es, sin duda, una especie de éxtasis, un éxtasis cristalino de lucidez e inmovilidad, una euforia del ojo, al que, de tanta visibilidad, le desaparecen los objetos. Pero este éxtasis se contrapone directamente al éxtasis que se atribuye a Dioniso desde tiempo inmemorial: arrojarse a la marea del deseo, arrastrado por el cuerpo, y disolverse en la sensibilidad orgiástica. En la experiencia dionisíaca, el cuerpo no queda abandonado sino que se potencia a la dimensión de un cuerpo universal. También aquí, al entregarse a los poderes impersonales del deseo, desaparece el yo: «¡No quiero ya someterme a más pruebas! / Lejos de vosotros el viento me empuja / Quiero abandonarme a la corriente / ¡Ciega el alma de tanto resplandor!… / ¡Viaja! ¡No quiero preguntar / Dónde el viaje acaba!» (Eichendorff).
Según el mito, Dioniso, dios patrón de tales travesías —protege a los vivientes frente al yo— fue despedazado en vida y reducido a papilla. Por eso vive en los líquidos que circulan y fluyen de los cuerpos vivos: en el esperma, en el jugo de las frutas, en el sudor y en la sangre. Finalmente, se solidificó y adquirió de nuevo figura plástica, pero ahora, maltrecho de locura, va tambaleándose de un sitio para otro, aporta fecundidad en todas partes y es amado por ello; se le ama contra la camarilla de los otros dioses; es siempre el dios que llega sin descender del cielo: surge de la tierra, sucio, resplandeciente de grasa, libidinoso; gira alocadamente la rueda del nacimiento y de la muerte; quien se topa con él explota de felicidad y se pierde de ese modo. Dioniso es el «dios vacilante» de una metafísica del cuerpo. Metafísica en verdad, pues traspasa ese límite jadeante al que nos transportan los placeres del cuerpo. La hora pánica de la fusión sexual es, en efecto, una transgresión de los límites: también en ella desaparecen el tiempo y el espacio para nosotros. A medida que los sentidos nos poseen, se desvanece la consciencia. Aquí, el yo sólo juega un papel en el coitus interruptus, por lo que, si no lo hay, está obligado a desaparecer; si el yo permanece presente entonces Dioniso, el «dios que llega», no puede llegar.
Hölderlin, Schelling y Hegel (después también Nietzsche), hijos de pastores protestantes y de funcionarios, gente inhibida en cierto modo, lanzaron flores a Dioniso, dios que llega, en tiempos de Schopenhauer. Pero, en realidad, lo único que pretendían era ponerlo a trabajar; querían establecer con su espíritu un nuevo Estado, nuevas leyes, un nuevo lenguaje. Lo dionisíaco, apto para una felicidad a la que dificultosamente se sobrevive, debía de ser reducido a hilos con los que se pudiese tejer una nueva red de sociabilidad cultural. Todos querían la presencia sin riesgo del «dios tambaleante». Pero Arthur Schopenhauer, que rehuye la obra de reconciliación, no está dispuesto a aceptar compromiso alguno: Dioniso le horroriza y siente que lo mejor es apartarse de él. Le horroriza porque lo ve desnudo y libidinoso; nadie podría confiarle el benigno misterio cotidiano «del pan y el vino» (Hölderlin).
No hay que pensar empero que Arthur Schopenhauer estuviese con Apolo, el contrincante oficial de Dioniso. Apolo representa la forma definida, la individualidad rotunda, capaz de apresar, unificar y domeñar al no-yo del impulso arrasador de límites. El estilo de Arthur Schopenhauer será ciertamente apolíneo, tanto por el avance medido y sereno del ritmo de su prosa como por su plasticidad y claridad; no obstante, las inspiraciones de la «consciencia mejor» de las que surge en definitiva, transgreden igualmente los límites y tienden a disolver el yo; no son por tanto apolíneas sino, para emplear una expresión de Hölderlin, «sobrias de santidad». El suyo es un éxtasis lúcido que tampoco puede entenderse a modo de «reflexividad postorgiástica» (Sloterdijk), como una forma de llenar el vacío subsiguiente al placer, una forma consistente en incorporar el mundo a la teoría. Tal divertimento teórico podría ser considerado como un intento de engalanar la cotidianidad con un reflejo del dominical placer dionisíaco. La «consciencia mejor» de Arthur Schopenhauer, por el contrario, no es un sustitutivo, ni una compensación, sino algo dotado de fuerza propia, un domingo del espíritu, incluso un Pentacostés con su bajada del Espíritu Santo. Desde la cumbre de tal éxtasis, Schopenhauer lanza sus rayos antidionisíacos, invectivas contra las seducciones del cuerpo, tanto más amargas cuanto con más desilusión experimentamos su poder. Escribe: «Contempla sonriente las luchas de tu sensualidad como si se tratase de una broma que algunos acordaron hacerte sin que tú te enterases» (HN I, 24). Sería hermoso que «la persona irrisoria pudiera convertirse en la que ríe» (HN I, 24), pero la sensualidad tiene una seriedad propia con la que no es posible jugar: «La voluptuosidad es, de hecho, muy seria. Imagínate la pareja más bella y atractiva: imagina cómo se aproximan y se alejan en el juego amoroso, cómo se desean y se huyen; todo es un dulce juego, una broma deliciosa. Ahora, míralos en el instante en que gozan de la dolorosa voluptuosidad: súbitamente, al comenzar el acto, desapareció toda esa gracia suave y dejó en su lugar una profunda seriedad. ¿Qué clase de seriedad es ésa? La seriedad animal. Los animales no ríen. La fuerza natural actúa seriamente en todas partes… Tal seriedad es el polo opuesto de la sublime seriedad del entusiasmo, de la ascensión a un mundo superior: tampoco hay allí jovialidad, al igual que pasa en el mundo animal» (HN I, 42). El juego amoroso es cultura aún a pesar de todo y se entiende a sí mismo desde una soberana distancia. Pero la «seriedad animal» del coito nos hunde en la naturaleza impersonal y nos convierte en objeto de su actividad. Ya no puedo jugar, sino que se juega conmigo. «Estoy pasivo», escribe Schopenhauer. El lúcido éxtasis de la «consciencia mejor» también es una especie de pasividad; pero se trata de la pasividad del que está a salvo, mientras que aquí se trata de la pasividad de alguien a quien arrastran. Y eso es lo que él no está dispuesto a aceptar, pues experimenta el deseo como un atentado contra su soberanía. Pero, por otra parte, dicho deseo se despierta con violencia en él en instantes especialmente lúcidos y no puede desconocer que el éxtasis sexual tiene una singular relación de complicidad con la «consciencia mejor». En primer lugar, compara los dos «puntos focales» de la disolución del yo, la cabeza y los genitales: ambos están cubiertos de pelo. Prosigue con la observación de que «la mayor secreción de semen y la mayor actividad del cerebro se produce al mismo tiempo, la mayoría de las veces con luna llena o luna nueva» (HN I, 42). Los genitales, afirma, son las «raíces» y el cerebro la «copa» del árbol. Para que se produzca floración es preciso que suba la savia. Cerebro y genitales son enormemente poderosos y ambos se aguijonean entre sí para que llegue a ejercitarse ese poder. «En los días y en las horas en que el impulso hacia la voluptuosidad es más fuerte, cuando no se trata de un apagado anhelo surgido de la vaciedad y el embotamiento de la consciencia, sino de una avidez ardiente y de una violenta pasión; precisamente entonces es cuando las mayores fuerzas del espíritu están también dispuestas a llevar al límite su actividad. Ahora bien, en el instante en el que la consciencia se entrega a la pasión y está llena de ella, la consciencia mejor permanece latente; se precisa de un poderoso esfuerzo para invertir la dirección y para que, en vez de esa pasión torturante, indigente y desesperada (el reino de la noche), sea la actividad de las elevadas fuerzas del espíritu, el reino de la luz, lo que llene la consciencia» (HN I, 54).
Nos enfrentamos aquí con observaciones sorprendentes. Resulta manifiesto que el impulso que conduce a la «luz» de la «consciencia mejor» es el mismo que arrastra hacia la «noche» de la sexualidad; entre el bajo vientre y la cabeza se desarrolla una lucha por acaparar la energía que nos permite salir de los límites de nuestro yo, ya sea para ir hacia abajo o hacia arriba. Y, tras la desaparición del tribunal de arbitraje que representaba el viejo Dios, nadie puede disponer ya con absoluta autoridad sobre el reparto de las reservas de vitalidad, reservas que distan mucho de ser escasas.
Pero ¿por qué tiene miedo Schopenhauer de entregarse a la explosión del cuerpo cuyo poder experimenta en sí mismo con tanta lucidez?
Acordémonos de que Arthur, ya en la pubertad tardía, había escrito en Hamburgo los siguientes versos: «Ay, voluptuosidad, ay infierno… Desde la altura del cielo / Me arrastraste / Y me arrojaste / Sobre el polvo de esta tierra / Allí estoy encadenado…» (HN I, 1).
Schopenhauer tuvo mala suerte. En la época en que lanzaba sus invectivas contra la sexualidad no había tenido nunca todavía una vivencia amorosa en la que la personalidad quedase totalmente integrada y emprendiese el vuelo. Cuando encontró sexualidad le faltó el amor y cuando amó (por ejemplo a Caroline Jagemann, en Weimar), quedó excluida la sexualidad. Eso produce un doble efecto: la unidad de la persona queda desgarrada, ya sea por la sexualidad satisfecha o por su ausencia. O bien la sexualidad, llena de seriedad animal y carente de juego, se limita a la mera ejecución, o bien permanece irrealizada bajo la forma de un deseo insatisfecho en el que la consunción de amor sólo permite juegos frustrados. En cualquier caso, actúa de aguafiestas: ya sea porque no da tiempo a que se produzca el juego, ya sea que, al quedar excluida, deja que el juego se disipe en la nada. En ambos casos termina siendo, si no triste, por lo menos irrisoria. De ahí la enconada decisión con la que Schopenhauer aspira a convertirse de «persona irrisoria en persona que ríe». Quiere contemplar su sexualidad como sí no le perteneciese, como si se tratase de una trampa tendida por otros en la que no se deja embromar.
Lo que Schopenhauer experimenta —el conflicto con su propia sexualidad— es historia privada, pero en ella se refleja también un fragmento de la historia de la sexualidad.
La época que aprendió a decir «yo» con satisfacción, afirmada en su autonomía e interioridad, no quería dejarse avasallar por la propia «naturaleza». Piénsese, por ejemplo, en las extravagantes circunstancias que establece Rousseau, en su novela La nueva Heloisa, simplemente para no rozar el blando cuerpo de la intimidad amorosa. También la aparición libertina y donjuanesca de los jóvenes románticos fue algo fugaz, un soplo cálido; pero más ganas de tener ganas que verdaderas ganas.
A pesar de ello, o precisamente por ello, en esa época empieza a propagarse todo un rumor henchido de misterio en torno a la sexualidad, a la vez que una curiosidad de nuevo estilo se dirige hacia ella. Durante muchos siglos, la sexualidad había tenido su lugar, demasiado conocido y nada misterioso, en el orden metafísicamente anclado de la vida: en ella se agita nuestra carne anhelante de liberación.
Ahora, desde la perspectiva de un yo que se imagina a sí mismo autónomo, la sexualidad aparece como un abismo. Es ahí precisamente donde se transforma en esa «naturaleza», dentro de nosotros, de la que tememos que podría disolver nuestro yo soberano. La secularización suprime lo que tiene de pecaminoso pero, en compensación, la hace portadora de un peligroso secreto. «El sexo», escribe Foucault, «se convirtió progresivamente en objeto de la gran sospecha; en el sentido general e inquietante de que, a pesar nuestro, atraviesa nuestra conducta y nuestra existencia; de que es el punto débil desde el que amenaza la perdición; de que es un fragmento de noche que cada uno lleva dentro de sí».
Algunos comienzan a sospechar que la sexualidad penetra en la verdad oculta de cada uno de nosotros. Pretenderán incluso obligarla a confesar, pero, naturalmente, pasará todavía un siglo hasta que, con Sigmund Freud, la sospecha de que nuestra sexualidad, y sólo ella, sabe lo que en realidad nos pasa, se convierta en sistema. Después el sistema se tornará epidemia.
Esta sospecha se suscitó en tiempos de Schopenhauer. Por eso, también éste dirigirá su inspiración hacia un doble frente: por una parte, contra los órganos sexuales; pero, a la vez, al atacar globalmente la sobrestimación que hace el espíritu de sí mismo, desarrollará una metafísica grandiosa del cuerpo partiendo del «punto focal» de la voluntad en el impulso sexual. Según él, por regla general, no tenemos nada que hacer frente a nuestra sexualidad. En cuanto manifestación más aguda de la «voluntad» puede ser considerada como la «cosa en sí» en acción y pone en ridículo al pobre yo arrastrándolo tras de sí. Arthur Schopenhauer vivió muy concretamente la sexualidad como fracaso en sus insatisfactorias relaciones con las mujeres.
Tuvo mala suerte. Ahora bien, prescindiendo de las circunstancias históricas, parece haber tenido también cierta predisposición individual para tener mala suerte. Sartre mostró, con el ejemplo de Flaubert, cómo el niño encerrado junto con una madre que sólo lo ama por deber, nace y crece insatisfactoriamente: experimentará siempre frente a sí mismo cierta extrañeza y una distancia angustiosa. Lo probable, en tales circunstancias, es que no se produzca la calidez interior que posibilita que el sentimiento del yo, al despertarse, se funda con la totalidad del cuerpo.
Algo parecido debe haberle pasado al joven Arthur. Para él, lo que vive dentro de uno, en el propio cuerpo, es lo otro, no lo propio; se trata más bien de una corriente fría por la que uno se siente arrastrado aunque no quiera abandonarse a ella. Si, a pesar de todo, el cuerpo se enardece, el yo experimenta un estremecimiento y busca refugio en instancias protectoras que posean soberanía propia. Una de tales instancias fue, para Arthur, su padre, Heinrich Floris. La imagen de éste sobresale por encima de la corriente turbia e impetuosa. Con él resulta posible aprender la virtud del orgulloso autodominio. En cualquier caso, le había estimulado a mantener la cabeza en alto. No es extraño, por otra parte, que se desarrollase en Arthur tal frialdad si tenemos en cuenta que, en la época en que creció, ya no había entre sus padres ninguna atracción erótica.
Arthur vivirá la inexorable aparición de la sexualidad, según sabemos por él mismo, como una fuerza seductora y extraña a la vez. Su vida erótica comienza con una condenación de la «voluptuosidad» y no con exaltadas efusiones de enamoramiento. Parece como si entre su sexualidad «desnuda» y su intelectualidad, tan tempranamente desarrollada, no se hubiera interpuesto un «alma» capaz de amortiguar la tensión y de hacer posible un tratado de entendimiento aceptable para ambos centros de la vitalidad. El mismo Schopenhauer lo vio posteriormente así al escribir que, en las elevaciones de un espíritu poderoso, se abre paso, destemplado e intenso, el «impulso de la voluptuosidad». No parece haber para él un plano intermedio de acuerdo doméstico en el que el espíritu y la sexualidad rebajen sus exigencias y puedan aproximarse. Aquí falta lo que Thomas Mann, en la novela Doctor Fausto, llamaba «estrato sentimental propiamente dicho». No lo tiene el Adrián Leverkühn de la novela, ni tampoco Arthur Schopenhauer muestra sensibilidad alguna hacia esta dimensión de la vida. «Es un hecho», escribe Thomas Mann, «que cuanto más orgullosa es la espiritualidad, de manera tanto más directa se enfrenta con lo animal, con el impulso desnudo, y tanto más peligra de convertirse indignamente en su presa».
Cuando uno se siente arrastrado de este modo, la mujer aparece como cómplice de esa fuerza violenta que pone en peligro la propia afirmación. El deseo le atrae a uno hacia ella pero es preciso experimentarla con frialdad, se quiera o no, porque no se le puede perdonar la humillación que, a través de ella, sufre el autodominio. Será difícil por tanto, en esta situación, alcanzar una experiencia amorosa en la que el espíritu y la sexualidad sean capaces de disolver conjuntamente los conflictos y de disipar los dualismos, desencadenando de este modo la felicidad. Tal vivencia produciría a la fuerza una transformación y lo que era válido anteriormente dejaría de serlo. Pero, al no producirse, va creciendo la energía del conflicto fundamental y se vuelve cada vez más improbable que uno llegue a escapar de él porque la misma experiencia amorosa también se torna más improbable cada vez.
Arthur Schopenhauer, demasiado inmodesto, demasiado ávido de intensidad para contentarse con su yo empírico y afirmarse en él, se abandonará a la transgresión de fronteras que conduce al ámbito de lo suprasoberano, al «lúcido» éxtasis de la «consciencia mejor»; pero al mismo tiempo, se defiende contra la transgresión de fronteras que lleva hacia lo infrasoberano, contra el éxtasis de Dioniso. Sus consideraciones filosóficas, por otra parte, proveen a ese transfondo con la vieja dignidad metafísica de la sustancia. Incluso llegará a proclamar a ese transfondo vital, con el nombre de «voluntad», como sustancia única. Todo es carne de la carne de la voluntad. La «voluntad» constituye el «todo», de modo tal que sólo puede ser contrapesada por la «nada», es decir, por la «consciencia mejor».
La «consciencia mejor», al transgredir los límites del yo empírico, no sólo queda liberada por instantes del ajetreo de la voluntad sino que escapa también al uso inmanente de la razón (conceptos de causalidad, personalidad, espacio y tiempo). Arthur Schopenhauer habla a veces, en términos religiosos, de la «Gracia» o de la «paz de Dios», superior a toda razón. Se trata de una disponibilidad repentina que nos eleva por encima de todos los fines inmanentes imaginables; no puede ser rebajada a servir de medio para cualquier otra cosa. De esta experiencia extrae una certeza de enormes consecuencias: la conexión moderna entre la idea y su realización en la praxis carece aquí de validez; la realización no es ya la prueba de verdad de la idea. La «consciencia mejor» no puede realizarse porque ella misma es «real» de manera tal que anula las demás realidades. Es a partir de esta experiencia que Schopenhauer se enfrenta a todos los proyectos de reconciliación que tratan de suprimir el descontento con la realidad mediante el esfuerzo en mejorarla. Sostiene enérgicamente la «duplicidad» inconciliable entre nuestro ser y nuestra consciencia empíricos, por una parte, y la «consciencia mejor», por otra. E ilustra esta idea con el ejemplo de la actitud ante la muerte: «Una experiencia en la que se vuelve manifiesta la duplicidad de nuestra consciencia la proporcionan los diferentes estados de ánimo con los que nos enfrentamos a la muerte en distintos momentos. Hay instantes en los que nos representamos la muerte con tal vividez y nos aparece bajo una figura tan temible, que no comprendemos cómo con tal perspectiva se puede tener un minuto de sosiego y no pasa todo el mundo la vida lamentándose por su inexorabilidad. En otros momentos, por el contrario, pensamos en la muerte con una alegría serena e incluso con añoranza. En ambos casos tenemos razón. En el primer estado de ánimo estamos henchidos de la consciencia temporal y no somos más que fenómenos en el tiempo; en cuanto tales, la muerte sólo significa destrucción para nosotros y hay que temerla con razón como el mayor de los males. En el otro estado de ánimo, la consciencia mejor está despierta y se regocija con razón por la disolución del misterioso lazo que la une con la consciencia empírica en la identidad de un yo» (HN I, 68).
Es tan evidente para Arthur Schopenhauer que la irreconciliable duplicidad de la consciencia abre la posibilidad de una doble perspectiva, de una doble experiencia, que, como más tarde Wittgenstein, encomienda a la filosofía una tarea negativa: decir en lenguaje discursivo lo que se puede decir de modo tal que quede delimitado el ámbito al que no llega el lenguaje; la filosofía debe llevar el trabajo conceptual hasta sus límites para que brote la consciencia de aquello de lo que no puede haber ningún concepto. La misión de la filosofía, en la concepción de Schopenhauer, consiste en protegerse frente a sí misma, frente al peligro de ser seducida por el impulso de las propias construcciones intelectuales. Pero lo inefable no debe convertirse en algo completamente inexpresable.