Capítulo 13

Evan Burton estaba paralizado.

Uno de sus “protectores” encendió una linterna y Burton se tiró para arriba entre las sombras como para atrapar una pelota de básquet. Sus dedos apenas lograron aferrar la parte superior de la pared del complejo. Con más luces que se encendían y un montón de vehículos que llegaban, la noche encandilaba. Pero Burton había elegido bien su posición y permaneció en las sombras el tiempo suficiente para poder arañar el camino hasta lo alto de la pared, despellejándose los dedos, los codos y las rodillas, y, otra vez, se lastimó la cara. Gateó sobre el parapeto, perseguido por un rayo de luz que lo buscaba.

Las luces alumbraban la parte superior de la pared cuando se dejó caer, desapareciendo de la vista de sus perseguidores. Se aplastó sobre la pasarela, detrás de las falsas almenas, y empezó a arrastrarse velozmente, encaminándose hacia los escalones que bajaban al patio. Por encima de los motores ociosos, las voces lo amenazaban y lo acusaban. Pero nadie disparó un solo tiro.

Eso significaba que les habían ordenado que lo capturaran vivo.

El interior del complejo era del tamaño de una cancha de básquet. Una llama de gas vacilaba bajo una glorieta de piedra en el centro, flirteando con la noche. Cuando llegó a los escalones, Burton se incorporó para luego agazaparse y correr para abajo; cruzó la última media docena do escalones do un salto. Cubría el espacio vacío lo más velozmente que podía, dirigiéndose a los escalones paralelos que subían por la pared trasera. Recorrer el complejo les iba a costar a sus perseguidores tiempo y mano de obra. Si lograba pasar por sobre la pared trasera antes de que lo viesen, dejaría atrás una cantidad suficiente de hombres, dedicados a revisar las habitaciones.

Llegó al parapeto trasero, escuchando los gritos detrás de sí, pero reacio a tomarse aunque fuera un solo segundo para mirar atrás. Trepó hasta el reborde trasero y miró para abajo, hacia la sopa negra. Sin poder ver lo que le esperaba, se lanzó a la oscuridad, manteniendo las rodillas juntas y convirtiendo sus piernas en resortes, tal como se lo habían enseñado en Fort Benning, dos décadas atrás.

Algo interrumpió su caída y luego se partió bajo su peso. El obstáculo le hizo perder el equilibrio. Sus piernas se separaron y cayó sobre los dedos de los pies, y luego sobre las rodillas, estrellándose con todo el cuerpo. La tierra lo recibió con tanta fuerza que sus pulmones quedaron sin oxígeno. Pero no sentía nada de la confusión corporal que acompañaba a las fracturas y las torceduras. Había una bendita blandura hedionda bajo la mayor parte de su cuerpo.

Basura.

Controló rápidamente sus extremidades, y luego se incorporó de un salto. Él y Spoon ya habían inspeccionado el área en busca de rutas de escape, pero habían cometido el clásico error de estudiar el terreno de día. Ahora, con todo el vecindario negro a su alrededor, sólo podía tambalearse en dirección a la huella de tierra que creía recordar, confiando en conservar el rumbo.

Detrás de él, y a ambos lados, la noche se ponía más activa momento a momento. Las órdenes ansiosas, gritadas, significaban que sus perseguidores avanzaban. En el complejo, él no había podido abarcarlos por completo. El ruido de sus vehículos de cacería atravesaba las callejuelas cercanas. Uno detrás del otro, encendían sus faros delanteros, ayudando a Burton a rastrearlos. Estaban trabajando en torno de sus flancos.

Desde el complejo, las voces se alzaban como púas de enojo.

A su izquierda, un resplandor iluminaba la noche.

Le pareció que algo grande había cambiado, pero le llevó varios minutos largos, corriendo con los pies suplicantes a través de la oscuridad, para aclararlo. A la distancia, el mundo se había calmado Ya no se oía ningún tiroteo lejano, y el rugido de los convoyes por los bulevares se había convertido en el rumor de los motores ociosos. Eso podía significar muchas cosas. Tal vez el golpe ya había triunfado, o las cosas podrían haberse empantanado. Quizá fuera una pausa para las negociaciones. En cualquier caso, cuantos menos tiros mejor, decidió.

Encontró la callejuela que quería, con ojos que volvían a escudriñar la noche, después del resplandor de los faros delanteros y el error de haber mirado la llama del patio. Trotando por líneas de cercos y manteniéndose bajo, trataba de ganar la mayor distancia posible antes de que los vehículos dedicados a su persecución se abrieran paso a través del laberinto de callejuelas y barrancas. Volvía a encaminarse en dirección al corazón de la ciudad.

Salió un perro, que aullaba y gruñía como si Burton le hubiera pegado al chico de la casa. Era su suerte terminar como un fugitivo, en el único país islámico en el cual la gente tenía perros. Giró allí donde un ramal de la callejuela bajaba a través de un revoltijo de paredes bajas y cabañas. Avanzaba bien. Había una hondonada a medio kilómetro, bajando la cuesta que separaba el asentamiento del risco del resto de la ciudad. El suelo era tan escarpado que un jeep apenas podría tratar de dominarlo a la luz del día. Una vez que él llegara allí, tendrían que seguirlo a pie. Y Burton estaba convencido de que podía dejar atrás a todo el ejército azerí, cuyo uniforme estaba incompleto sin un cigarrillo hundido entre los labios.

Casi lo logró, tropezando y luchando por mantener el equilibrio; recién en ese momento percibió que una humedad fría le bajaba por la pantorrilla, allí donde la carne había adquirido la sensación de una quemadura entumecida. Supuso que se había rasgado la pierna cuando saltó. En ese momento, ni si quiera lo había registrado. Demasiada adrenalina, su cuerpo no le estaba prestando atención a nada que fuera menor a una amenaza letal. Pero la herida en la pierna no era una buena noticia.

Un cambio en los focos delanteros arrojaba una barrera de luz a través de su camino. Tirándose al suelo, se arrastró hasta una zanja. El lodo le empapaba las piernas y un brazo. Decididamente, el jeep venía en dirección a él, con el sonido y la arremetida de las luces creciendo en intensidad. También oía los pasos que trotaban detrás.

La hondonada estaba tan condenadamente cerca. Era un escarpado aluvión estacional, con barriles oxidados y coches abandonados puntuando el pobre crecimiento de la vegetación en el fondo. Sabía que se conectaba con varias calles asfaltadas del lado más distante. Una vez que la cruzara, podría robar un auto utilizando los cables del encendido y enterrarse en la ciudad antes de que los azeríes pudieran hacer el largo desvío de vuelta hasta la carretera del aeropuerto para seguirlo.

Los faros delanteros lo apuñalaban desde el otro flanco.

Se estaban coordinando por radio. Tenía que ser así. Lo que significaba que no todas las frecuencias estaban obstruidas. O que la obstrucción había estado en actividad sólo durante cierta parte de los acontecimientos.

Gateando a través del lodo de la zanja hasta un borde seco, sacó el teléfono celular del bolsillo, confiando en que el aparato no se hubiera roto en la caída. Estaba empapado de grasa. Tiró de la antena y pulsó los botones en la oscuridad con dedos temblorosos, trabajando de memoria. Llamaba al contestador automático de la oficina.

Apretaba el teléfono con fuerza contra el oído y la mejilla.

Estática salvaje.

De cualquier modo habló. Luego, el teléfono quedó muerto. Adiós a la revolución en las comunicaciones.

Tiró el teléfono en la zanja y se arrastró manteniéndose en un nivel bajo, hacia la pared más próxima. Su mundo se había convertido en un hormiguero de soldados y vehículos, cuyas voces, motores y faros delanteros lo estaban aislando. Se incorporó. La pierna herida ya le empezaba a doler de verdad y se estaba poniendo rígida. Se lanzó por encima de una pared.

Aterrizaje suave. Un jardín. Se movía velozmente, pero colocaba los pies con el mayor cuidado posible. Un retrete, rico en olores humanos. Luego, inesperadamente, una plantación de rosas, completamente en flor, ahogándolo casi con su perfume. Una espina se clavó en sus pantalones.

Sonaba como si hubiera por lo menos una docena de vehículos en pos de él y una compañía completa de soldados. Comprendía que el miedo exageraba las cosas. Pero aun si uno dividiera por cinco, los números no lo favorecían. Se abría paso hacia el centro sin calles de un grupo de casas de familia, seguro de que los residentes se darían cuenta de que él pasaba, y que, sin duda, algunos de ellos ya estaban espiando el espectáculo desde las ventanas oscurecidas. Pero ellos no lo preocupaban. El ciudadano azerí medio había aprendido a no meterse en los asuntos del gobierno.

El flujo de la luz de los faros delanteros rodeaba en círculo la oscuridad por la que él se movía, incapaz de perforar la confusión de paredes, cercos y chozas. En la parte baja de la ladera, sus perseguidores habían apostado varios vehículos a lo largo del borde de la hondonada. Los focos delanteros encendidos, que cruzaban en todas direcciones, creaban una tierra de nadie. Pero Burton seguía creyendo que tenía una posibilidad. Si se movía hábilmente, podía atravesarla antes de que pudieran pararlo. Luego estaría en la hondonada y el juego volvería a empezar.

A menos que decidieran disparar, después de todo.

Se agazapaba a través de patios y jardines, pasando junto a viejas herramientas de labranza y el esqueleto de una antigua instalación petrolera, con el suelo alrededor de ésta chupándole las botas. Había un trecho de oscuridad casi total delante de él donde los azeríes no tenían posibilidad de maniobrar con sus vehículos sobre ese terreno escarpado. Si no movilizaban a las tropas para cubrir el espacio muerto, tendría un buen lugar por donde cruzar.

Burton estuvo a punto de alcanzar la zona de seguridad. Entonces, cuando le quedaba sólo un complejo por cruzar, oyó la voz sin tiempo de un suboficial que apuraba a las tropas. Se hizo una pelota entre la maleza, confiando en que pasaran de largo. Había un grupo de varias figuras reunidas, casi encima de él.

La luz de una sola linterna cruzaba la noche. Eso lo hacía sonreír, a pesar de todo. Los azeríes jamás les daban a los soldados de línea algo tan valioso como una linterna personal. En cada escuadrón, la luz debía estar en manos del líder y, si hubiera sido una emboscada, Burton habría sabido exactamente a quién matar primero.

Los soldados eran ruidosos, desprolijos, carentes de método y de minuciosidad. Uno de ellos hablaba cerca de Burton. La voz era joven y temerosa. Burton se dio cuenta de que, probablemente, no se los había aleccionado. La voz con autoridad más cercana sólo les había ordenado al joven y a sus camaradas que tenían que ir a encontrar a ese tipo en alguna parte allí abajo. El chico, probablemente, imaginaba a un asesino de ojos de acero que se ocultaba en la oscuridad y que lo esperaba para cortarle la garganta.

Chicos asustados.

Chicos asustados armados.

Maravillosamente, el escuadrón avanzaba, pateando chatarra y quejándose. En cuanto juzgó que valía la pena correr el riesgo, Burton volvió a incorporarse y rodó por encima del último complejo que había antes de la hondonada.

El ruido repentino hizo que el miedo lo atravesara como una bala. Durante medio segundo, Burton sintió el miedo más paralizante de su vida, sin tener la menor idea de qué estaba sucediendo. Identificaba los sonidos cuando algo pequeño y vivo viró contra su pierna y huyó, cacareando.

Había caído en un gallinero.

La primera linterna lo atrapó. Los gritos aumentaron. La emoción de la cacería. Luego hubo más linternas, cuando otros equipos de búsqueda corrían hacia él, más voces, y órdenes apremiantes, nerviosas, en azerí:

—No se muevan. Deténganse. No se muevan.

Burton consideraba la posibilidad de una última corrida en pos de su meta, pero alguien disparó una sarta de tiros por encima de su cabeza. La esquivó. Y las primeras manos llegaron a él. Un momento más tarde, las luces surgían de todos lados, haciéndole arder los ojos. Sus captores lo sujetaban con firmeza. Muchos de ellos. Podía oler sus uniformes sucios, su aliento. Algo duro y frío se apretaba bajo su barbilla, echándole la cabeza hacia atrás, y aflojando luego levemente. A la luz cambiante, un rostro conocido destelló ante él. No podía ubicarlo del todo. Entonces el oficial habló y la memoria de Burton se aclaró.

Era el mayor a quien había abochornado esa tarde. El mayor Cabeza Pequeña, el oficial del Ministerio del Interior a quien había persuadido engañosamente para que lo escoltara a la oficina de Hamedov. Las luces que bailoteaban volvieron a dar en los ojos de Burton y el rostro del hombre se le perdió. Pero la voz era suficiente:

—Por favor, coronel Burton —decía el mayor—, se lo ruego. Incíteme a matarlo.

* * *

—¿Va a vivir?

Ruby Kinkiewicz se volvió hacia él como si la hubiera tocado en forma poco caballeresca. Cuando vio quién era, su expresión cambió de la sorpresa a la consternación. Tenía el maquillaje arruinado, y los ojos de color salmón. Con esa extravagante cabellera roja, a él siempre le recordaba a la Belle Watling de Lo que el viento se llevó, una película que nunca dejaba de hacerlo llorar.

—Usted no debería estar aquí —le dijo ella con dureza. Pero él se dio cuenta de que su bravata era tan frágil como la panceta excesivamente cocida.

Dos enfermeros pasaban haciendo rodar una camilla más allá de la sala de espera. Desde una mortaja de cobijas, la cara de una vieja fea miraba las luces fluorescentes, con los labios temblorosos.

—Un ciudadano preocupado tiene derecho a saber. —Él controlaba su voz, pero por más que lo intentara, no podía suavizar la expresión de su rostro. Había demasiado en juego ya—. Sólo dígame cómo está.

La mujer se encogió de hombros y se volvió, mostrando un perfil de mediana edad. Él la tomó del antebrazo. Ella hizo una tentativa poco convincente de soltarse, pero él la retenía. Tenía el sentido exacto de cuánto se le debía. Veía cómo los ojos de ella iban de un lado a otro como si se preguntara si alguien del personal del hospital los observaba. O algún periodista. Era una mujer fácil de leer.

—Dios mío —decía ella—. No tendría que haber venido aquí. Alguien podría relacionarlo. —Pero su voz se había hundido en la resignación.

—¿Va a vivir? Tengo que saberlo.

La mujer emitió un leve resoplido.

—Haga que una rubia pase trotando cerca de su cama. Si él no le toca el culo, está muerto.

Él empezaba a impacientarse.

—¿Qué dicen los médicos, Ruby?

Ella se resistía a mirarlo a los ojos. Eso era malo. No quería un ataque de culpa seguido de confesiones estúpidas de cabecera.

—Escuche —dijo él—, pase lo que pase usted está a buen recaudo. No tendrá que preocuparse por nada. —Ella rió con un sonido parecido al de una lata aplastada en un puño—. Bien, soy un hombre de palabra. Siempre lo he sido. Ocurra lo que ocurra aquí hoy, vamos a ocuparnos de usted. —Por supuesto que la verdad era que ya estaba calculando cómo recortaría las promesas que le había hecho en caso de que Trost muriera. Sin el senador Mitch Trost, ella le servía tanto como una toalla sucia—. Pero debemos mantener esto sin grandes cambios, a un nivel comercial. Sigamos trabajando juntos, Ruby.

Ella, por fin, lo miraba.

—Debe de estar cagándose encima.

Él no se ofendió. Por el contrario, se alegraba de oír que su reconocida impertinencia le hubiera devuelto la voz.

—Sólo dígame qué dicen los médicos y me iré. Me gusta tanto estar aquí como a usted le gusta verme a mí aquí.

Ella meneaba la cabeza y la mirada que había en sus ojos resumía toda una vida equivocada.

—Va a vivir, maldita sea.

Él cerró un momento los ojos.

—Gracias a Dios.

Ruby había empezado a llorar.

—Maldito sea, hijo de puta. Malditos sean todos. —Se cubría la cara con una mano—. Y maldita sea yo, también.

Como no le gustaba perder el tiempo, Bob Felsher se fue apurado por el pasillo del hospital.

* * *

La iban a liberar. Kelly lo sabía. Abbas había cambiado, su nerviosismo se había convertido en algo parecido a la tristeza. Bajó al sótano dos veces para mirarla fijamente, la segunda vez dejándola con la promesa de que “todo anda bien”.

Lo oyó discutir con el patán de arriba, pero el hombre tatuado no volvió a aparecer por el sótano.

Casi había terminado todo. Iba a ser libre. Físicamente se sentía mucho mejor, y había podido comer el pan y el queso que Abbas le trajo. Era como si su vida le hubiera sido devuelta cuando menos lo esperaba. Quería nadar, ver a su padre, volver a estar limpia. Quería volver a su casa para el otoño, leer a George Eliot, tal vez a cursar su master antes de lo planeado. Quería comer una verdadera hamburguesa para el almuerzo con Ruby Kinkiewicz y oír los últimos chismes de la oficina de su papá.

Abbas volvía a bajar la escalera, con zapatos que daban golpes secos. Había algo diferente en él.

Se había lavado y se había recortado la barba. Tenía una camisa blanca y limpia y abotonada hasta el cuello. Las mangas eran demasiado cortas y las muñecas mostraban mechones de vello negro. Había parecido aterradoramente fuerte cuando la manipulaba y era asombroso descubrir que sus muñecas eran delgadas hasta ser casi delicadas. Le perturbaba, de una manera que no podía explicar, pensar que en realidad sólo era un muchacho de su edad, más apto para los libros que para las cosas que había hecho.

En realidad, no me ha hecho daño, se decía. Pero era como tratar de convencerse de no tenerle miedo a las víboras. Cuando acercó una silla rota y limpió el polvo del asiento con la mano, le repugnó tenerlo tan cerca. Era melindroso, del mismo modo en que ella imaginaba que habían sido los peores nazis, en el curso que había hecho acerca de: “El Holocausto: texto y género”.

Él se frotaba las manos en un ademán purificador.

—Conversaremos —le dijo.

Kelly se advirtió de tener cuidado, de no decir nada que ahora pudiera enojarlo. Volvería a ser libre y no quería que ninguna tontería lo echara a perder. No lo enfrentes, se decía. Sé verbalmente sumisa.

Los ojos oscuros de él se mantuvieron fijos en ella hasta que se le congeló la sangre.

—Creo que usted no es una mala persona —dijo él.

—Gracias —susurró ella.

—Creo... que usted tiene comprensión por lo que hice. Cómo todo esto —hizo un gesto con la mano hacia la pared del sótano— ha sido por el bien del pueblo.

—Sí, por supuesto —aceptó ella.

Él se le acercó, casi sonriente. Parecía incapaz de una sonrisa franca. Le recordaba a los muchachos serios del campus, que no conseguían chicas y estudiaban ingeniería.

—Tal vez... yo le he gustado —dijo—. Es comprensible.

Kelly se puso alerta.

Él esperaba su respuesta. Cuando ella siguió callada, desilusionándolo, se puso inquieto y corrió la silla.

—Es normal. Un hombre y una mujer. No pienso mal de usted.

—He... he estado enferma. No se trata de...

Ella se preguntaba si habría dicho alguna tontería en un delirio o durante el sueño. Era eso, o el hombre estaba más que loco. De repente, la expresión de él se volvió radiante. No había otra palabra para eso.

—Mi religión es muy hermosa, ¿comprende? Le leí el Corán todo el tiempo que usted estuvo enferma. Ayuda a pelear contra el Mal. Es mejor que una medicina. Debe aprender más acerca del Islam.

—Sí, tengo mucho que aprender —le aseguró Kelly.

Eso le gustó.

—Sí —dijo, ansiosamente—. Hay mucho que aprender. Sería mi deber enseñarle. Y el mayor de los placeres.

—Pero no hay... no habrá tiempo.

Las ideas le habían cubierto la cara como un velo. Un velo oscuro.

—Alá en su benevolencia nos otorga poco tiempo en esta tierra. Pero no se preocupe. Yo me pondré en contacto con usted. Encontraré el modo de hacerlo. No debe temer. Nos volveremos a ver.

La inesperada idea la llenaba de rencor y cerró los ojos. Había supuesto que habría un final limpio, que ella sería liberada y que todo habría terminado. La idea de volver a ver a este hombre alguna vez le hacía sentir ganas de gritar de terror y de dar golpes con los puños.

—Sí —decía él—. Cierre los ojos y piense en estas cosas.

Sus labios rozaron la frente de ella y ella retrocedió, abriendo los ojos. Estaba por gritar, pero se contuvo.

Abbas se apartó torpemente, derribando su silla.

—Lo siento —decía. No podía mirarla siquiera—. Por favor, no debí haber hecho esto. Es demasiado pronto. Usted está asustada.

Con el impulso de una revelación, Kelly se dio cuenta de que él estaba completamente equivocado. Era él el que estaba asustado. La asombraba. Realmente era como un niñito que vivía en un mundo de fantasía. Un oscuro mundo de fantasía.

Un vehículo con el escape canceroso se detuvo más allá del cielo raso y de las paredes. Abbas se enderezó y miró escaleras arriba. Como si las cosas anduvieran demasiado rápidamente para él ahora, como si quienquiera que había llegado pudiera estar ya adentro de la casa, moviéndose demasiado velozmente como para detenerlo. Se volvió hacia ella una última vez. Kelly bajó los ojos para evitar la mirada de él y vio que le temblaban las manos.

—Ya todo estará bien —dijo—. Veo que me ama.

Hamedov no entró en la casa de inmediato. Un mensaje por radio lo detuvo.

Tenían a Burton.

El general tomó el micrófono del asistente en el asiento trasero del auto de comando, volviéndose a medias, como si ver el aparato de radio pudiera ayudarlo a comunicarse.

—¿El blanco no sufrió ningún daño? —preguntó.

—Una herida leve en la pierna. Nada. Está tranquilo. Cambio.

—No debe sufrir ningún daño. Lo traerán a mi emplazamiento. —Hamedov soltó la llave y le devolvió el micrófono a su subordinado—. Indíquenle al estúpido cómo llegar aquí. Díganle que se apure.

Su asistente mantenía el micrófono a raya. La estación distante inquiría:

—Requerimos su locación —pero los dos hombres la ignoraban, por el momento.

—Encuentren a la alemana —agregó Hamedov— encuéntrenla enseguida. Díganle que tengo lo que ella quiere. Llévenla al cuartel general y reténganla allí hasta que yo llame. Trátenla con la mayor cortesía.

—Sí, camarada general.

Hamedov alzó una ceja.

—Ya no somos “camaradas”. Siguen olvidándolo. —Luego rió—. Naturalmente, podemos no querer perder demasiado la práctica.

El general bajó del vehículo, incómodo en su uniforme apretado. Los guardaespaldas del vehículo que lo seguían ya se habían desplegado para vigilar la callejuela. Un oficial y dos hombres estaban parados en posición de atención para acompañar a su caudillo a entrar en el edificio.

—Nada de disparos —dijo Hamedov—, hasta que yo les avise. —Luego se encaminó sin temor hacia la puerta, golpeó y entró sin esperar respuesta.

Dos hombres esperaban adentro. Uno no era mucho más que un muchacho, con la barba recortada y los ojos vacunos de los religiosos. El otro era un matón con tatuajes de presidiario.

—¿Dónde está ella? —preguntó Hamedov.

El muchacho religioso —aquel con el que había hablado por teléfono— abrió la boca para contestar, pero el matón fue más veloz.

—Hay dos partes en este trato —dijo, dando un paso al frente—. No vamos a simplemente...

Con una gracia que nadie podría haber esperado de él, Hamedov desenfundó su pistola y le disparó al hombre en medio de la cara. El sonido fue muy fuerte en la habitación desnuda y todavía sonaba cuando el hombre cayó al suelo.

Hamedov enfundó la pistola y miró al muchacho religioso. Éste temblaba. Con voz calma, Hamedov repitió su pregunta.

—¿Dónde está la chica?

—Está en... —El muchacho apenas podía hablar. Había cerrado los puños, pero Hamedov sabía que era sólo para dejar de temblar—. Está en el sótano. Allí abajo. En el sótano.

—Muéstrame.

El muchacho vacilaba sobre sus pies. Le recordaba a Hamedov un frágil adorno de vidrio en medio de un terremoto. Probablemente, se había imaginado a sí mismo como un león. Rugiente y dando golpes por su causa estúpida.

El general siguió al muchacho escaleras abajo, yendo delante de sus guardaespaldas para demostrarles que no tenía miedo. La chica estaba esperando según lo prometido, reconocible de inmediato, tal vez algo peor a causa de sus aventuras. Su expresión era casi cómica, con los ojos ansiosos de libertad pero incapaz de entender el significado del disparo y la aparición de semejantes visitas. Bueno, pensó él, esta joven está por recibir una lección de valor incalculable acerca de la naturaleza humana. La perspectiva lo divertía.

—Debe prometerme —dijo el muchacho débilmente— que no le hará daño.

Hamedov echó una mirada en torno del agujero de cemento para asegurarse de que no había más matones emboscados y luego volvió a desenfundar su pistola y le disparó al muchacho en la sien. El rostro de Abbas se estiró por un instante y su sien opuesta hizo erupción. El revoltijo salpicó a la chica que gritó contra el sonido terrible del tiro.

El muchacho cayó con los ojos abiertos. Estaba muerto, pero su cuerpo se sacudía en un tormento obstinado y sus piernas pateaban.

La chica gritó y hamacó la silla a la que estaba atada hasta que ésta cayó de costado, acercando el rostro de ella a la cara del muchacho muerto. Ella gritaba y se retorcía, luchando por apartarse cuando su cabello se empapó al absorber la sangre de él.

Hamedov la volvió a enderezar, asqueado por su hedor. Sacó su pañuelo y restañó algo de la sangre de su cabellera rubia. Ella había dejado de gritar para gemir convulsivamente.

—No me lastime —dijo de repente. Los tiros habían casi ensordecido a Hamedov y apenas podía entender las palabras de ella—. Por favor, no me haga daño. Por favor, haré cualquier cosa.

—Nadie le va a hacer daño —dijo él—. Ahora está a salvo. Ha sido rescatada. Esta es gente muy mala que la ha molestado, muy peligrosamente.

—Por favor no me haga daño.

—Pronto estará con su propia gente.

Pero no hacía nada por desatarla. En cambio, les ladró una orden a sus guardaespaldas para que sacaran los cadáveres de la casa. Luego se volvió hacia la escalera.

Había presentido lo que pasaría después. Su línea de trabajo le había enseñado mucho acerca de la naturaleza humana. De manera que ni siquiera se echó atrás cuando la chica aulló como si estuviera bajo la peor tortura, rogándole:

—Déjeme ir. Déjeme ir Déjeme ir.

Se volvió desde el escalón más bajo y le lanzó una mirada que quebró la voz de ella.

—Sí, señorita Trost —dijo Hamedov, sonriendo con dulzura—. Claro que la dejaremos ir. Pero primero conocerá a algunos nuevos amigos. Ellos también han estado buscándola. Tenemos asuntos importantes que arreglar juntos. —Cansado del mundo, meneaba la cabeza—. Entretanto, es mi deber protegerla en esta peligrosa ciudad.

Con la embajada todavía rodeada, Spooner se apostó en la terraza del techo. Luchaba por rastrear el avance del golpe siguiendo los arcos de los rastreadores, los resplandores y el flujo y reflujo del ruido de los vehículos acorazados. Trataba de imaginar todo como suponía que Burton lo hubiera hecho, garrapateando notas que pudiera conformar en un fax clasificado que llegaría a Washington con mucho tiempo para que los analistas del turno de la medianoche trabajaran en él para redactar los informes matutinos para el alto mando. El fax era la única manera de evitar el control del comisionado sobre el tránsito de cablegramas y Spooner mantenía los dedos cruzados para que cesara la interferencia en las comunicaciones.

Había tratado de telefonear a la oficina de guardia de allá en el Pentágono, pero no había podido conseguir ni una sola llamada. De manera que abandonó el intento, por el momento, y se encaminó a la terraza para reunir más información. Mantuvo su posición concienzudamente, como creía que lo habría hecho Burton, sin cuidarse de las balas perdidas que habían astillado dos veces la mampostería de la fachada del edificio. Su agenda de bolsillo se llenó de controles de tiempo garrapateados y diagramas esbozados a la luz inadecuada. Ansiaba no fallarle a Burton.

Sólo cuando volvió con la cabeza baja a la oficina del agregado para conseguir más papel, notó la luz en el contestador automático.

El mensaje era de Burton. Tenía dos horas de antigüedad.

Anonadado, escuchó las palabras de Burton por segunda vez. A medida que se filtraban a través del atascamiento, hacían el efecto de una antigua transmisión de radio. La voz débil y quebrada devastó a Spooner. No había estado allí cuando Burton lo necesitó. Durante las crisis, alguien tenía que estar siempre al lado de las comunicaciones. Era una regla tan básica que todos los cabos la conocían.

Si algo le pasaba a Burton...

Bajó corriendo la escalera y corrió a la oficina del comisionado, lamentando infinitamente su insolencia previa. Como el embajador se había ido, Vandergraaf estaba a cargo.

La puerta del comisionado estaba cerrada con llave y la luz estaba apagada. Spooner se desplomó junto a la puerta, desorientado y enfermo consigo mismo, mientras escuchaba estúpidamente el griterío de los guardias y el personal que estaba abajo en el vestíbulo donde se habían refugiado. Tardó varios minutos en notar la cuña de luz bajo la puerta de la oficina del embajador.

Spooner corrió hacia la puerta y golpeó con fuerza.

—Estoy ocupado —gritó Arthur Vandergraaf, como si lo hubieran molestado en medio de un día de trabajo agitado, pero típico.

Spooner abrió la puerta de un empujón. El comisionado levantó la vista con una sorpresa que se convirtió en enojo.

—¿Quién cree que es usted?

—Discúlpeme, señor. El coronel Burton está en dificultades. Está...

—Puede estar completamente seguro de que está en dificultades. Enfrenta a una corte marcial.

—No. Quiero decir que los azeríes lo tienen. Hubo un mensaje. La gente de Hamedov se estaba cerrando sobre él. Eso era dos horas atrás.

Vandergraaf sonrió misteriosamente. Luego el veneno volvió a brotar.

—Yo creía que su jefe era tan bueno para ocuparse de todo. ¿Estamos hablando del valiente e infalible Burton? —Los ojos del comisionado eran fríos y seguros—. Salga de acá.

—Señor, por favor. Lamento mi conducta anterior... lo que dije. Pero tenemos que...

—Yo no tengo que hacer nada. Y no tengo tiempo para esta estupidez. —El hombre fornido dejó caer su lapicera sobre el escritorio y se recostó en el sillón del embajador—. Sargento, va a tener mucha suerte si no termina siendo juzgado por una corte marcial junto a su jefe. Quien, a propósito, ha sido declarado persona non grata por nuestro gobierno anfitrión. Si es verdad que los azeríes han hecho algo con el teniente coronel Burton, probablemente sólo lo han llevado en custodia protectora previa a su deportación. Ahora deje de molestarme.

Spooner había llegado al colmo de su potencial de servilismo. Se imaginaba a Burton torturado y asesinado, y eso lo hacía desear arrastrar al comisionado a través del escritorio y arrancarle la mierda a golpes.

—Si algo le pasa a él, usted lo va a lamentar.

El comisionado puso los ojos en blanco y frunció la boca.

—Con toda seguridad. Nuestras conciencias no nos darán paz. Lloraremos. Ahora usted escúcheme a mí, compadrón. El embajador Kandinsky está ausente y yo estoy a cargo de esta embajada. Le ordeno que vuelva a su oficina y permanezca allí hasta nuevo aviso. —Miró el documento que había estado corrigiendo y luego volvió a levantar la mirada con una expresión que habría sido más propia de un policía secreto—. Y a usted se le ordena expresamente no intentar ninguna comunicación con Washington. En ausencia del embajador, yo aprobaré personalmente todos los mensajes, incluyendo los llamados telefónicos. Si usted sólo mueve la cabeza y respira, pasará su retiro en la prisión de Leavenworth. —Vandergraaf hizo una mueca como si hubiera pisado caca de perro—. Junto con su jefe.

Cuando el sargento matoncito de Burton se hubo retirado, Arthur Vandergraaf le dio los toques finales al telegrama que había estado preparando para Drew MacCauley y el resto de Washington. El estómago le ardía. Atribuyó la repentina acidez a una ansiedad perfectamente normal, dadas las circunstancias y la hora, pero pronto tuvo que levantarse del sillón de Kandinsky y volver a su oficina a buscar su frasco de pastillas, maldiciendo a los hombres inferiores que había estado padeciendo a cada paso.

Una vez vuelto a sentar, abarcó su despacho con la mirada. Quería que su relato ingresara a la historia de la diplomacia como una obra maestra de concisión y un monumento a la habilidad de un hábil funcionario del servicio exterior para darle forma a la política en una crisis.

Era bueno. De verdad. La clase de cosa que los historiadores citaban en forma completa. Su esposa estaría orgullosa de él. Y conseguirían su embajada superior. “El embajador Arthur G. Vandergraaf y su esposa”. Seguro de su futuro, leyó el párrafo final del mensaje en voz alta para un auditorio invisible:

A partir de este escrito, la paz está volviendo a Bakú. Las fuerzas de la anticorrupción que se han movilizado para restaurar la democracia azerí están bajo control. El general Hassan Hamedov, un patriota de credenciales impecables, ha sido instalado como presidente interino por un consejo popular. Se ha evitado un enfrentamiento con Moscú acerca de los temas energéticos. Es opinión formada de este comisionado que la evolución de los acontecimientos favorece los intereses y la política de los Estados Unidos. Nuestra única preocupación máxima es la seguridad de cualquier ciudadano norteamericano que, en el curso de esta acción restauradora, haya podido caer en manos de elementos criminales vinculados al régimen saliente. La embajada se ocupa activamente.

A pie, Kandinsky corría de un ministerio de gobierno a otro, rechazado en todos, aquí por puertas cerradas y oscuridad, allí por chicos confundidos de uniforme cuyos oficiales no sabían nada que estuviera más allá de los estrechos parámetros de sus órdenes. Un teniente especulaba con una invasión armenia, mientras un capitán susurraba oscuramente acerca de las mafias y de los rusos, antes de volverse a su jeep que tenía una goma pinchada. Los tanques y los transportes de tropa pasaban rugiendo con una sensación particular de ir a la deriva Y, mientras los disparos ocasionales jugaban a la distancia, la única violencia que el embajador observaba era el saqueo de un negocio que vendía aparatos electrónicos occidentales, por parte de adolescentes y policías.

Los gatos habían abandonado las calles, pero un oscuro carnaval de gente había venido a la plaza principal. Los curiosos estaban reunidos alrededor de los miembros más vocingleros de la multitud y los grupos se hinchaban y encogían cuando jóvenes matones y abuelas iban a la caza de los rumores más sabrosos. Una chica bonita, en edad universitaria, lloraba, mientras una mujer que se parecía a Nikita Khrushchev, con una peluca que daba miedo, empujaba un carrito junto a ella chillando:

—¡Morozhenoye, morozhenoye!

Kandinsky acababa de decidir volver a subir la colina donde estaban las oficinas presidenciales, para ver si había vuelto alguien que tuviera una pizca de autoridad, cuando vio a Heddy Seghers parada en el cordón de la vereda al otro lado de la fuente central. Su melena rubia brillaba como una lámpara de luz. Impulsivamente, él se desvió hacia ella, preocupado por su seguridad, confiando en que pudiera tener noticias. Empezó a trotar y estaba por gritar su nombre cuando dos vehículos militares se detuvieron delante de ella.

Después de un instante de confusión, Heddy trató de correr. Pero no trataba con reclutas atontados. Hombres rápidos, con jinetas de oficiales, saltaron de los coches y la agarraron, metiéndola en un asiento trasero en cuestión de segundos. Lo último que Kandinsky vio de ella fue cómo pataleaba. Los vehículos salieron chirriando por una calle lateral y desaparecieron de la vista.

¿De qué se trataba eso? Había tantas capas de realidad o intriga en la ciudad que cualquier pausa para pensar en ello casi lo aplastaba bajo sentimientos de fracaso. No había sido un embajador demasiado bueno, ni siquiera había captado el pulso de su propia embajada, por no hablar del país al que había sido acreditado.

Pero no se podía deshacer lo que estaba hecho. Kandinsky estaba decidido a concentrarse en el problema que tenía n mano. Ganarse su paga por lo menos por esta última noche de su carrera. El primer paso era descubrir exactamente quién movía los hilos. El segundo sería inculcarles a la fuerza, a estos mal nacidos, el temor por los Estados Unidos, mientras construía un frente en la comunidad diplomática para resistir firmemente cualquier tentativa de derrocar al presidente electo.

Azerbaiyán no le iba a volver la espalda a la democracia —por más imperfecta que esa democracia pudiera ser— mientras él vigilara.

Siempre que se encontraba en movimiento se sentía eufórico. El olor del escape de los tanques, las cuchilladas de las luces de los reflectores, la ansiedad de las caras y el sonido distante de las armas livianas, todo era más excitante que cualquier cosa que pudiera recordar. Tenía un sentido de la historia desplegándose en todos lados, y la conciencia de que él podía mejorar esa historia si hacía bien su trabajo.

Después de todo, era su momento.

Pero era un momento que amenazaba con escaparse. Para toda la energía que había gastado, no había logrado nada. Más allá de mover los pies de acá para allá, francamente, no sabía qué hacer. Solamente necesitaba un lugar de dónde partir, un asidero desde donde pudiera empezar a captar los acontecimientos y darles forma para bien. Sólo una apertura...

Cuando se abría paso a través de una multitud que escuchaba a un orador rugir con anónima perfidia, Kandinsky se encontró cara a cara con un regalo.

Una docena de periodistas había convergido sobre un joven que hablaba algo de inglés. Acosándolo con cámaras de vídeo y micrófonos, le gritaban preguntas en una competencia de inglés americano, británico y de acentos europeos, exigiendo saber quién estaba detrás del golpe y la opinión del público azerí acerca de los acontecimientos de la noche. Mientras luchaba por encontrar las palabras, el joven parecía medio aterrado y medio halagado por la atención. Luego, uno de los periodistas, un hombre a quien el embajador le había concedido diez minutos el día anterior y que casi lo había acusado de incompetencia por no resolver el secuestro de la chica Trost, descubrió a Kandinsky. Sus miradas se cruzaron y el periodista empezó a avanzar.

—Señor embajador... Señor embajador...

—¿Wer ist er denn?

—Der Botschafter, hat er gesagt.

—Es él. Es el embajador norteamericano.

—¿C’est vrai?

—El tipo flaco de anteojos.

Kandinsky alzó las manos en una imitación de entrega. Antes de que pudiera formular la primera pregunta, una segunda multitud más grande se empezó a formar detrás de los periodistas.

—¡Shto zhe takoy! On nikogda nye vigladit kak posol... on sovsyem normalni chelouyek...

—AP, señor embajador, ¿puede decirnos quién está detrás de este golpe?

Una mujer que parecía una Salomé de off Broadway, se abrió paso a codazos y ladró:

—CNN, apártate de mi camino —empujó a alguien—. Señor embajador, ¿los Estados Unidos van a mandar tropas?

—BBC Internacional, señor embajador, ¿todo este lío podría llevar a la cancelación del campeonato de maestros de ajedrez proyectado para...

—Señoras y señores, por favor —dijo Kandinsky.

—¿La chica Trost está involucrada?

—¿Ha presenciado algún crimen de guerra esta noche, señor embajador? —demandó un muchacho con dientes salientes.

—Deutsche Welle, Herr Botschafter... ¿atribuiría este golpe al fracaso de los que toman las decisiones en los Estados Unidos por escuchar el consejo de sus aliados europeos más experimentados? ¿Cuál fue el papel de la CIA?

—Skazali, shto on shpion...

—Etogovno. On igrayet schak...

Una ráfaga de disparos de armas automáticas en la cuadra dispersó a los locales, y los periodistas salieron corriendo. La lente de una cámara mordía el asfalto justo delante de los pies de Kandinsky y en un instante, él y la cazadora de cabezas de la CNN eran los únicos miembros de la multitud que quedaban en pie.

—Aficionados —dijo ella con disgusto. Luego se volvió hacia su equipo—. Jack, quieres apurarte y darme ese condenado micrófono...

—Esta es la historia —empezó Kandinsky.

Apoyado por seis guardaespaldas con rifles automáticos. Hamedov estaba sentado a una mesa, del otro lado estaban tres viejos colegas, a cada uno de los cuales se les había asignado un guardaespaldas con una pistola en mano.

—No está nada bien —dijo Hamedov—. O el Presidente me designa como premier y me da la cartera del petróleo, o deja de ser Presidente.

—Hassan Pasha —dijo un hombre con una corbata sucia—, el cargo de premier es suyo. Él no discutirá eso por el momento. —Los ojos del hombre miraban de un flanco de los guardaespaldas de Hamedov al otro—. Usted se lo ha ganado por sus servicios a la república. Pero la cartera del petróleo... debe comprender... es un asunto de familia...

Hamedov golpeó la mesa con el puño. Los dos enviados con ropa de civil pegaron un salto pero un tercero que usaba el uniforme de un general de la fuerza aérea azerí —que tenía más oficiales de alto rango que aviones— sólo sonreía y miraba el cielo raso. Él y Hamedov habían llegado a un arreglo personal semanas antes.

—El petróleo es dinero. El dinero es poder. ¿El Presidente cree que Hassan Hamedov es un tonto? —Hamedov escupió en su propia alfombra—. ¿Por qué me molesto en seguir refiriéndome a él como “Presidente”?

—Hassan Pasha... todo esto es un mal entendido. Todo el tiempo, el Presidente tuvo la intención de designarlo premier. En cuanto al petróleo... los hombres de buena voluntad siempre pueden llegar a un acuerdo.

Hamedov gruñó. Luego, miró a su aliado secreto con uniforme de la fuerza aérea.

—No quiero perjudicar a mi tierra, a mi país al que amo por sobre todas las cosas. —Extendió una manaza en dirección a los cortinados y al alboroto de más allá—. Sacrificaría cualquier cosa por mi país. Cualquier cosa. Deben decirle eso al Presidente.

—Pero él lo sabe, Hassan Pasha. Con seguridad...

Hamedov volvió a golpear la mesa.

—¡Petróleo! —Se agachó hacia adelante como si estuviera listo para lanzarse a través de la mesa—. El futuro de nuestro pueblo depende del petróleo... de los oleoductos... de los valores morales de aquellos que controlarán los contratos... el desarrollo...

—El hermano del Presidente...

El gran puño volvió a caer.

—No puedo tolerar esto. ¡No puedo tolerar ver a mi país vendido como una oveja en un mercado! —Volvió a mirar una vez más a su aliado de la fuerza aérea, deseando poder estar absolutamente seguro de que el hombre no lo iba a traicionar como ya había traicionado al Presidente—. Le propongo al Presidente un arreglo. La familia de él retiene el cargo ejecutivo en el ministerio del petróleo. Pero un hombre en el que todos podamos confiar —señalaba a través de la mesa— el general Gandarbiyev será nombrado asistente del Ejecutivo. Yo designo al principal funcionario financiero y todos los contratos pasan por mi Banco.

Su interlocutor hizo un gesto de rechazo y tendió la mano hacia su maletín como si se preparara para retirarse.

—El Presidente jamás aceptaría semejante cosa. Los contratos pasan por mi Banco.

Hamedov sonrió y miró su reloj.

—Dentro de quince minutos mis tanques van a abrir fuego contra su Banco.

El representante en jefe del Presidente hizo el gesto de escupir en la palma de su mano.

—Las cuentas ya están fuera del país. Por lo que me importa, fusile a los empleados. El veinticinco por ciento de los contratos para su Banco. ¡Ni un poquito más!

—El cincuenta por ciento.

—El treinta.

—El treinta sobre el petróleo. El cincuenta sobre la financiación del oleoducto.

—Tenedores de libros conjuntos.

—¿Usted no confía en mí? Haré fusilar a toda su familia.

—Mis hermanos degollarán a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

—Dejemos que el general Gandarbiyev decida.

El general de la fuerza aérea asintió pensativamente. Durante unos tres segundos. Luego dijo:

—Tenedores de libros conjuntos. La mitad de la financiación del oleoducto para Hamedov, el cinco por ciento excedente del tope para la fuerza aérea.

—El tres por ciento para la fuerza aérea —corrigió Hamedov—. El cinco para el ejército y el dos para las tropas del interior.

—¿Y la marina?

—Al carajo con la marina. Son tan estúpidos que apoyaron a los ucranianos.

El enviado del Presidente se puso de pie. Sonriente, Hamedov se preguntaba si había cedido demasiado. Pero en realidad no importaba. Siempre podía volver a sacar las tropas.

—Tendré que someter las condiciones a la consideración del Presidente, por supuesto.

—Por supuesto —dijo Hamedov —y yo estaré en el aeropuerto por la mañana para felicitarlo por el éxito de sus esfuerzos diplomáticos y por el éxito aún más grande de su decisión de llamar a los militares para reprimir las actividades criminales en la ciudad. —Miró las ventanas tapadas—. He oído que mañana va a ser un hermoso día. Muy pacífico en Bakú.

Se retiraron a la habitación contigua para la ronda obligatoria de coñac, y el integrante de la troika de enviados que no había dicho nada hasta entonces preguntó:

—¿Y qué hay de la chica norteamericana? El Presidente no quiere tener ningún problema con Washington.

Hamedov se encogió de hombros.

—No sé nada con seguridad. Pero mi corazón me dice que todo irá bien.

—¿Está viva?

—¿Cómo podría yo saber semejante cosa? —Su voz había adquirido un amonestador tinte de enojo, pero lo volvió a suavizar—. De cualquier modo, ¿quién podría tener interés en matarla ahora?

—Podría haber visto mucho.

—Los burros ven mucho. ¿Cuánto comprenden? —Hamedov se despachó un segundo coñac—. ¿Quién de entre nosotros querría hacerle daño a una chica inocente?

Después de eso, la delegación presidencial abandonó el lugar rápidamente. Con los principales problemas resueltos, Hamedov tenía tiempo para volver a los problemas menores. Estaba cansado. Pero esperaba extraer cierto grado de placer del drama que había estado preparando para las pocas horas siguientes. Esta vez los extranjeros desempeñarían los papeles que él les asignara.

Se sirvió otro coñac y se volvió hacia un asistente.

—Abre las líneas telefónicas. Necesito hacer algunas llamadas.

—Sí, señor premier.

De inmediato. El asistente se volvió y le ladró a un oficial más joven todavía, que salió corriendo.

Hamedov observaba ese poco de teatro militar con impaciencia. Esas cosas no sucedían de inmediato, por más alto que uno gritara. Pasaría media hora, tal vez más, hasta que pudiera usar el teléfono. La obstrucción y las interrupciones habrían sido imperfectas, y ahora restaurar las comunicaciones presentaría tropiezos. Pero todo había salido bastante bien.

Ahora disponía de un poco de tiempo. Estaba con buen ánimo, con un ánimo maravilloso, a pesar del agotamiento que lo dominaba. Paladeaba el momento y la leve dulzura que dejaba el alcohol.

—¿Tenemos a la alemana?

—Sí, señor premier. Andaba caminando por las calles como una puta, señor premier.

Hamedov sonreía.

—¿Y al coronel Burton?

El asistente retrocedió algunos milímetros y su rostro cambió en una forma que hacía que el general Hamedov quisiera darle un golpe antes de que hablara.

—Él... él todavía no ha llegado al lugar indicado, hubo... un enfrentamiento... con tropas leales al Presidente... una traición. Hubo lucha...

* * *

Lo primero que Trost vio cuando luchaba por recuperar la conciencia fue el campo nevado del cielo raso. Lo segundo fue el cabello fuerte de Ruby Kinkiewicz. Después de eso se despertó por completo, con la mente un poco más clara de lo que hubiera querido.

—Un ataque cardíaco —dijo.

Ruby Kinkiewicz se inclinó más cerca de la cama.

—Puedes apostar tu trasero.

—Corro todos los días. Nunca, siquiera...

—Ni siquiera mucha carne roja ni alcohol.

Él todavía no podía creerlo. Un ataque cardíaco. Había sabido lo que le estaba pasando allí en el aeropuerto —¿cuánto hacía que había ocurrido?—, pero todavía le parecía imposible. Todavía era joven, apto. Su médico le había dado un informe perfecto tres meses antes. La blancura del cuarto de hospital tenía que ser alguna especie de chiste.

—¿Ellos... hubo que... cuán grave fue?

Ruby puso su cara de dama de hierro.

—Ni siquiera tuvieron que cortarte, amorcito. Ni un solo by-pass. El Señor te estaba prestando atención. —Una sonrisa le arrugaba la mejilla—. Va a haber muchas desilusiones en esta ciudad, permíteme que te lo diga.

—No lo puedo creer.

¿Cuáles serían las consecuencias? ¿Había habido algún efecto secundario? Probó los dedos de las manos, los de los pies.

—Mitch querido, ¿cuántos tienes ahora, cincuenta y cinco? ¿Cincuenta y cinco? A partir de aquí es todo cuesta abajo, cariño. Ya estás en el expreso de los desechos.

—No es una broma, Ruby. —Su voz parecía un eco—. Pude haber muerto.

—No era condenadamente probable. Todavía eres mi bono de comida. Trata de morirte, Mitch Trost, y tendré que escribir mis memorias para pagar el alquiler. Entonces lo lamentarás.

—Mi buena y vieja Ruby.

—No tan vieja como tú, de cualquier modo. Te pareces a Strom Thurmond, ahí tirado.

—Ruby, si te pones más tintura en ese pelo tuyo te van a declarar lugar de desechos tóxicos.

—La única gatita que nunca conseguiste.

De golpe, tomó la mano de él y Trost vio lágrimas en sus ojos. Era un día de shocks. Jamás había visto llorar a esa mujer.

—¿Ruby? —Antes de que ella pudiera responder, el corazón de él volvió a vacilar—. Mi Dios, no se trata de Kelly, ¿no?

Ruby apartó la mirada, pero agitó su mano libre rechazando la idea.

—No es Kelly. No hay nada nuevo. Sólo el viejo Drew MacCauley ladrando como un chihuahua. Te desea un pronto restablecimiento. Un carajo.

—Nunca te había visto llorar.

—Oh, condenado seas, Mitch —dijo con la voz de una tragedia no esperada—, no sabes la más puta cosa acerca de mí.

* * *

—De modo que ya ve —Hamedov decía en el teléfono—, todo está en las circunstancias más excepcionales.

—Esto no puede ser —gritaba la voz que estaba en el otro extremo de la línea—. Usted lo prometió. Se supone que usted... que usted tiene que hacerse cargo del gobierno. Tal como todos lo acordamos. No puede simplemente...

—¿Cómo podría traicionar a mi Presidente? —preguntó el general—. Todo esto ha sido un malentendido, Arthur.

—Pero el golpe, todo estaba dispuesto...

Hamedov rió con indulgencia.

—¿Qué golpe? No ha habido nada parecido a un golpe. El Presidente llamó a los militares para reinstaurar el orden y reprimir los insoportables niveles de actividad delictiva en la capital. —Miró su reloj—. Si escucha, tal vez oiga una redada policial en su barrio. A veces los tanques son muy ruidosos...

—Pero la reconciliación con Moscú, el acuerdo por el oleoducto...

—Todos quedarán conformes. Habrá una normalización de las relaciones. El Presidente es un gran líder, un hombre con visión.

—Los muchachos del petróleo no lo perdonarán nunca.

—Son hombres de negocios, Arthur. Son... ¿cuál es la palabra inglesa para gibki?

—Flexible.

—Sí. Son flexibles. Dick Fleming será el primero en felicitarme por mi nuevo cargo. Me desilusiona que usted no me haya deseado suerte. Como amigo y colega.

—No puede hacerme esto a mí —dijo el americano—.Ya he mandado el cablegrama.

—Redacte otro cablegrama. Explique el error.

—Teníamos un trato.

—Teníamos un malentendido.

—Hamedov, usted no es más que un...

—No lo diga —le advirtió el general amablemente—. Algunas palabras siguen viviendo mucho después de que deseamos que estén muertas.

—Podría haber sido presidente mañana por la mañana —dijo Vandergraaf después de una pausa. Ahora su voz era pesarosa y femenina. El escaso vigor ya lo había abandonado.

—¿Yo? ¿Hassan Hamedov? ¿Presidente? Soy un simple soldado.

—Ha desperdiciado todo.

Estaba claro que el norteamericano no comprendía nada, ni aun ahora. Hamedov quería colgar para terminar con la suciedad. Pero todavía había otro punto que tratar.

—Arthur... tenemos un leve problema con el coronel Burton.

—Ese hijo de puta. —Entonces la voz del americano se concentró más—. ¿Lo tiene?

—Lo han herido. Nada serio. Un disparo limpio. Un poco desangre. Una clavícula rota. En realidad, todavía no lo he visto, pero me cuentan que es muy estoico.

—Sabe demasiado, Hassan.

Hamedov rió.

—No sabe ni la mitad de lo que sabe usted.

—Eso es distinto.

—No lo mataré por usted, Arthur. Puede morir, pero no será por mi mano.

—Sabe demasiado.

—Usted suena asustado.

—Tiene que hacerlo. Él cantará.

—¿Acerca de quién?

—¿Me está amenazando?

—Soy su amigo, Arthur.

—Entonces mate a ese hijo de puta.

—No. Burton me gusta, ¿comprende? Confío en él, Arthur. Si un mutuo colega nuestro elige no matarlo, estará de vuelta en su embajada antes de la mañana. Será necesario dar explicaciones... mandar cablegramas adicionales, me parece...

—Mátelo, por el amor de Dios.

—Yo no.

—¿Y la chica?

—Está muy bien.

—¿Qué quiere decir con que “está muy bien”?

Hamedov se encogió de hombros, aunque el hombre al otro lado de la línea no podía verlo.

—Bastante bien de salud. Asustada, claro. Necesita un baño.

—Se supone que tendría que estar...

—Sí, Arthur. Ya lo sé. Y creo que hay una probabilidad mucho más grande de que esté muerta antes de la mañana, que de que perdamos al coronel Burton. Pero sólo tendremos que esperar y ver qué pasa.

—Está hablando como un loco. Mátelos a los dos. Ya.

—Arthur... ésta es su propia gente. ¿No siente absolutamente ninguna lealtad? ¿Ninguna humanidad? —Hamedov lo preguntaba muy en serio, pero todo lo que recibió del teléfono fue una risa maligna.

—¿Usted me habla de lealtad? ¿Y de humanidad? Ha habido disparos de armas de fuego por toda la ciudad. Probablemente tenga cadáveres de una punta a la otra.

Esta vez le tocó a Hamedov el turno de reírse.

—Me temo que nuestros soldados no tienen muy buena puntería. Pero les gusta el ruido de los tiros. No creo que haya muchos cadáveres.

—Va a ser mejor que por lo menos haya dos.

Hamedov meneaba la cabeza con una repugnancia inexpresable. Se preguntaba si el americano comprendía algo acerca de la muerte. Un grupo de personas iba a aprender su lección antes del amanecer. Sólo deseaba que Vandergraaf pudiera ser uno de ellos.

—¿Sabe, Arthur? Éste es mi país. Creo que yo tomaré las decisiones.

—Sólo deshágase de ellos —decía el americano—. ¿Está bien?

Justo antes de colgar el receptor, Hamedov le dijo:

—Puede que sí. Puede que no.