Capítulo 6

La heroína construyó las casas de los suburbios de Lenkoran. La arquitectura soviética emporcó el centro del puerto, mientras los edificios coloniales sobrevivientes se desmoronaban detrás de los helechos en las calles laterales. Pero sólo los pobres o los tontos, o los honestos, que generalmente eran los mismos, tenían que soportar la humedad del mercado de esclavos del centro. La ética suburbana había comenzado.

Mucho más allá del bullicio de la feria, se elevaban los edificios de tres pisos por sobre las viviendas que se alineaban a los costados del camino. Las verduras reemplazaban a las flores en los jardines, un legado de los tiempos de escasez, pero nuevos BMW relucían junto a las zanjas de riego. Los abuelos guardaban en la memoria que ahí los tigres habían venido en busca de carne humana. Ahora, se curvaban los tejados de cinc que destellaban bordes de encaje de plata que hacían que las casas parecieran pagodas, y los portales profundos y frescos mantenían los interiores en una penumbra permanente.

Spoon detuvo el coche allí donde un panadero ambulante ofrecía tajadas de lavash de su horno. Cuando el jeep salía de los claros de la jungla para trepar a las sierras, los dos hombres arrancaban pedazos del pan caliente y aceitoso, que les cubrían el regazo de migas y les despertaban el apetito. Subían a través de aldeas que la prosperidad todavía no había tocado, donde ancianos harapientos de gorros chatos vagaban a los costados del camino. La vegetación salvaje disminuía después de cada curva hasta que las primeras praderas se abrieron alrededor de ellos y las flores pequeñas, como puntadas de color, bordeaban los atajos que el camino atravesaba.

—¿Tiene ganas de comer? —preguntó Spoon.

Su ruta se deslizó hacia un valle de árboles que se bifurcaban entre las dos extremidades de una montaña y se detuvieron a comer como es debido. Por abajo del camino, un arroyo se precipitaba en una garganta donde los niños campesinos alborotaban, salpicando el aire. Los dos compañeros eligieron asientos en la sombra murmurante.

Sus pensamientos habían tomado diferentes rumbos y pronunciaban sólo las palabras necesarias como para cortar láminas de queso blanco y compartir una bolsa de tomates cuya fragancia era espesa como el perfume de las rosas. El pan todavía estaba apenas caliente y era delicioso, y el agua mineral de la enfriadora les refrescó la garganta. Un insecto largo y verde se posó en el antebrazo de Burton y luego volvió a levantar vuelo, y una mujer observaba a los visitantes desde un jardín al costado de la colina. Cuando dieron cuenta de la comida, los dos hombres sabían que tenían que irse pero presentían que no se dirigían hacia nada que fuera agradable.

—Sabe, patrón, con los cortes que tiene en la cara se parece a un indio que anda buscando guerra.

Burton sonrió.

—Está bien. Ahora estamos en un país indio.

Spoon miró en torno con indolencia.

—Con todo, es un lugar hermoso. El cielo.

Burton asintió.

—Más arriba es mejor todavía. —Y se volvió a convertir en el oficial que era, el aguafiestas—. Botas y monturas, compañero.

Construido para sobrevivir a la jactancia soviética por los caminos, el jeep actuaba como una mula, que se quejaba pero trepaba constantemente. Los árboles a los lados del camino disminuían y las llanuras se hacían más empinadas. Las aldeas que cruzaban, con sus terrazas de casas cuadradas, de ventanas pequeñas, habían aprendido durante siglos a tener cuidado con los viajeros, pero los niños más pequeños salían corriendo hasta los cercos al oír el ruido del vehículo. Ya fueran varones o niñas, los chicos estaban rapados como reclutas. Los más osados hacían ademanes de saludo con las manos. Los americanos devolvían los saludos del mismo modo, con sonrisas de embajadores. Muy arriba del camino, justo debajo de los cerros altos, las cabañas veraniegas de los pastores eran como semáforos de ropa lavada. A través de un valle, a un mundo de distancia, una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo transportaba un balancín de recipientes de agua, mientras bajaba un sendero escarpado, en dirección a un arroyo oculto. En una cuesta en zigzag, a la que llegaron después de trepar durante una hora, la vista que dejaban atrás los conmovió hasta que se borró en la bruma del calor de Lenkoran y el mar. En la curva siguiente, el cielo y la tierra se abrieron.

Spoon, instintivamente, sacó el pie del acelerador. Delante de ellos, entre cimas montañosas menores, un macizo de roca anaranjada indicaba Irán, el paisaje de un contrabandista. A la derecha, las sierras caían y desaparecían hacia aldeas y barrancas oscuras. Las bandadas se alisaban las plumas al sol y el desierto bordeaba el horizonte. A la izquierda, las montañas se volcaban hacia ellos, densas de árboles. Se podían ver los efectos del sol, del viento y del clima con una claridad indecisa, las laderas del norte verdes y atractivas, las que estaban expuestas al sur chamuscadas y jadeantes, desnudas. Al frente, la ciudad de Lerik aferraba la ladera de su colina.

Destartaladas y vivaces, las viviendas familiares rodeaban en círculo a unos pocos edificios desgarbados del tipo de los que las burocracias imperiales con poco dinero en efectivo infligían a las fronteras. Por encima de la ciudad, una gran casa y un complejo de viviendas dominaban la cima de la colina. Sus dependencias bajaban extendiéndose hasta un muro lo bastante alto como para servir de fortificación.

El garito de Galibani. Burton ya lo había visto otras veces desde la ruta, pero nunca lo habían invitado a entrar.

Ingresaron en el pueblo. Los niños en edad escolar chillaban por las calles y las mujeres se encorvaban bajo el peso de grandes cargas de leña o sostenían, en equilibrio, sacos de melones en la cabeza. Las mujeres más ancianas, con ropas tan negras como el alma de un abogado, se detenían para mirar fijamente una presencia que era ajena al paisaje de sus calles. La ropa de las mujeres más jóvenes era colorida, si bien muy gastada, y le recordaba a Burton la ropa de los kurdos, aunque era más armoniosa y menos agobiante. El vehículo avanzaba por las calles haciendo mucho ruido, como un auto viejo y destartalado. Un joven vestido con un traje de segunda mano les hizo un saludo con la mano mientras su compañera corría más hacia adelante el pañuelo que le cubría la cabeza. Cadáveres de animales colgaban del balcón de un carnicero, y un policía, cuya autoridad aquí carecía de sentido, entrecerraba los ojos ante los visitantes como si pudiera convencerlos, por lo menos, de la dignidad de su uniforme. Luego volvieron a trepar, pasaron por las últimas viviendas, las parras disciplinadas y los retretes, hasta que ingresaron en la tierra de nadie entre el pueblo y el santuario de Galibani.

En una barricada del camino, guardias con rifles automáticos y malos modos les exigieron su identificación. Tanto Burton como el suboficial exhibieron pases diplomáticos con fotografías emitidos por el gobierno, pero se negaron a dejarlos en manos de los guardias. Éstos se resistieron hasta que Burton les dijo en su turco de renegado que era un invitado personal del Haji y que no iba a permitir que su dignidad se pisoteara de esa manera, y que daría media vuelta y se iría. Por supuesto, los guardias ya sabían a quién esperaban. Apenas habían mirado las cédulas de identificación. La brutalidad y las exigencias eran parte del ritual, del interminable tráfico de ventajas psicológicas, que era tan endémico en este mundo como los parásitos intestinales.

Los guardias se refugiaron en sonrisas y gestos infantiles. Burton convidó con dos de los cigarrillos americanos que reservaba en el vehículo para ocasiones semejantes y luego Spoon fanfarroneó cambiando el jeep de la primera a la segunda velocidad y apoyándose en el volante como si tratara de ayudar al vehículo a superar lo escarpado del camino.

—Sólo espero —dijo el suboficial— que todavía sonrían cuando nos vayamos.

Kelly luchó cuando trataban de atarla. Cuando se dio cuenta de que no iban a devolver los golpes, luchó con más ferocidad todavía, tirando puñetazos y puntapiés. Sus dos guardianes, el joven que le había dado una conferencia sobre la injusticia y su compañero de más edad, habían hecho la tentativa de arreglárselas solos con ella, pero pronto se vieron obligados a gritar pidiendo ayuda. Llegaron otros dos hombres con las caras sucias, apestando a establo. Al principio no fueron de ninguna ayuda pues tenían miedo de tocarla. Luego empezaron a apretarla con demasiado entusiasmo. Ella pateó el rostro de uno de ellos, haciéndole sangrar el labio, y cuando él volvió sobre ella, la lastimaba de manera tal que los otros no lo notaran.

La nueva fase de su cautiverio había comenzado cuando dos mujeres, a las que Kelly nunca había visto antes, le trajeron un par de pantalones abolsados y una bata. Todavía se sentía enferma. Y un nuevo terror se había producido por la violencia que había presenciado. Tropezaba al ponerse la ropa, dejándose caer con una pierna en el piso, a la distancia suficiente como para poder ver el corredor, donde el cuerpo de la anciana yacía inequívocamente inmóvil en un charco de sangre. Kelly gritó, y entonces volvieron los hombres, y ella volvió a gritar, cubriéndose como mejor podía, y el joven que hablaba inglés repetía:

—No hay nada por qué preocuparse, por favor, no hay nada por qué preocuparse.

Una vez que estuvo vestida, se agazapó en un rincón. Mareada, con el estómago que se le retorcía. Las mujeres trajeron el marco de una cama de madera con sogas. De brazos cruzados, los hombres observaban la torpeza de la lucha de las mujeres. Finalmente, las mujeres cubrieron la cama con un saco pulposo y rayado. Habían barrido la habitación antes de bañarla, pero ahora la volvían a barrer, levantando aún más el polvo asfixiante y provocando la migración local de los bichos. Nada estaba limpio. No habían lavado el piso que todavía estaba terriblemente sucio como consecuencia de su descompostura. Pero el cuarto parecía más prolijo. El mayor de los dos guardianes gruñó su aprobación y el más joven dijo algo que Kelly no entendió. Luego la dejaron sola.

Durante un hermoso y esperanzado cuarto de hora, Kelly estuvo sentada en la cama, poseída por una felicidad inesperada: que su cuerpo ya no estuviera en contacto con el piso. Empezó a imaginarse que la tratarían mejor de ahí en adelante. Luego los hombres regresaron con varias piezas de soga que podrían haberse usado para atar ganado.

Kelly gritó ¡No! lo mejor que pudo, pero otra vez tenía la garganta seca y el sonido que salió de su boca era un chirrido. No obstante, todavía tenía en el cuerpo una fuerza sorprendente, como si la descompostura hubiera pedido un intervalo. Luchaba para librarse de las sogas con las que le habían enlazado las muñecas y los tobillos, levantándose sólo para que volvieran a tirarla. Se lastimó el codo con el marco de la cama, pero no dejo de luchar. Entonces entraron los refuerzos.

Finalmente lograron retenerla contra el colchón arrugado con las piernas y los brazos abiertos, con cada una de sus extremidades bien ceñidas a las distintas esquinas de la cama, con las sogas mordiendo los tobillos que ya estaban en carne viva por las esposas que había tenido puestas durante dos noches seguidas.

—Mal nacidos —les dijo—, malditos inmundos mal nacidos.

Pero ellos no le entendían y, a pesar de ella misma, empezó a llorar. El miedo a la violación había vuelto a aparecer con fuerza, pero pronto comprendió que le habrían arrancado los pantalones abolsados antes de atarla si hubieran querido hacer eso. Era casi la sensación de una violación, sin embargo. Tal como ella imaginaba una violación. La habían reducido a un nuevo nivel de impotencia. Tenía la sensación de que todavía no podía controlar los intestinos, y ahora ni siquiera podía usar el cubo, no podía apartar a las chinches. ¿Por qué diablos le habían permitido limpiarse, si iban a hacer esto? Se quebró. Por primera vez sentía una ausencia total de esperanza. Cuando sus torturadores abandonaron la habitación dejó que su cara se entregara a profundos sollozos, diciendo: “Papito... por favor... Papito...”.

Los sollozos hacían que le chorreara la nariz, y no podía ni sonársela ni limpiarla, y se frenó un poco, mientras pensaba: “Por favor, no me dejen morir así... por favor, que alguien me ayude...”. Lloró hasta que no pudo llorar más y se puso a esperar a que su cuerpo la traicionara o que los bichos del piso descubrieran su impotencia.

Con un espasmo de miedo, volvió a pensar en el grandote que había entrado con violencia, que había parecido tan sorprendido por su desnudez. Había matado a la vieja. Por nada. ¿Cómo podía ser que la muerte fuera algo tan casual para esta gente? Antes de que la raptaran se había creído saciada, empujada hasta el borde de la experiencia, pero ahora parecía haber algo horrible y nuevo con cada hora que pasaba. Este mundo era inconmensurablemente diferente del lugar que se describía allí donde se había educado, donde la humanidad era intrínsecamente buena y sólo necesitaba ser liberada de la opresión occidental o de dictadores inexplicables, y donde las mujeres pronto se liberarían para elevarse por sobre la sordidez masculina de la historia. El hombre grandote con ojos de monstruo y los puños como bolos de bowling había venido y matado a una anciana sin aviso o palabra o ningún tipo de idioma o alguna clase de vacilación. La facilidad con la que la muerte ocurría aquí todavía le resultaba increíble, del mismo modo en que un miembro roto puede tardar horas en registrarse completamente en la mente. Esta simplicidad de la muerte era algo que ella no quería aceptar, y hubiera sido impensable para sus profesores. Se sentía como si le hubieran mentido toda la vida.

Una vez que hubo pasado el ardor de la lucha, se dijo que nada de lo que le había pasado hasta entonces parecía tan terrible como los ojos del asesino grandote abarcando su desnudez. Ni siquiera el más torpe o el más estúpido de los muchachos o los hombres que habían pasado por su vida habían logrado reducirla de esa manera.

De una manera estremecedora y repentina, el joven que hablaba inglés volvió y se paró a un lado de la cama. La contemplaba. Sonreía, mostrando su dentadura blanca y regular y ella no pudo soportarlo y apartó los ojos.

—No tenga miedo —le dijo con una voz untuosa—. Por favor, no somos animales. —Sacó un trapo y le limpió la boca y la nariz.

Odiándose por ello, Kelly volvió a llorar.

—No somos animales —repetía el joven, como si tratara de convencerse también él. Luego enrolló el trapo como un pañuelo y lo colocó sobre la boca de Kelly. A pesar de la furia con que ella movía la cabeza, se las arregló para atárselo en la nuca.

—Ahora debe guardar silencio —le dijo. Luego se agachó y le acarició el cabello.

Abbas trataba de volver a su lectura del Corán, pero no podía concentrarse. La chica se negaba a abandonar sus pensamientos. Se daba cuenta de que todas las mujeres occidentales eran putas y estaban condenadas, pero se preguntaba si no podría ser posible enseñarle a una de ellas la gracia de Alá y el esplendor de una vida vivida de acuerdo con la Ley del Profeta, la Paz sea con Él. Tal vez esta chica no fuera una puta tan grande. Peleaba con los hombres como una leona. Quizá no hubiera tenido tantos amantes. Por un momento, imaginó a su hermana instruyendo a la chica en cánones de decoro.

Sus pensamientos cambiaron y la ira se apoderó de él. Galibani era un perro. Había sido estúpido tratar de pactar con un hombre así. No era un verdadero haji, sino un ladrón y un explotador de los pobres, odioso a los ojos del Profeta. La insolencia del caudillo era insoportable. Peor aún, Abbas se daba cuenta de que él y su compañero analfabeto que portaba el rifle estaban casi tan maniatados como la chica.

Cuando llegara la revolución de la Palabra, todos los Galibani pagarían. La revolución de Irán había sido imperfecta, manchada por la corrupción, pero habían aprendido de ella. Había que exterminar a todos los enemigos de la religión auténtica. No se podía negociar, no se podían hacer arreglos con ellos. Había que matarlos a todos. La próxima revolución complacería a Alá.

Volvió a pensar en la chica. Parecía estar mejor ahora que la habían lavado y presentía cuán hermosa podía ser con los cuidados apropiados, la ropa adecuada. Tal vez no fuera en absoluto una puta. Hasta podía ser virgen. Resolvió que nunca permitiría que Galibani la tocara.

Era embarazoso, por supuesto. Humillante. Su contacto en Bakú había interpretado mal el papel del padre de la chica con fines que todavía desconcertaban a Abbas. Un llamado telefónico esa mañana, que se cortó dos veces, le había informado finalmente acerca de las descripciones del senador Mitchell Trost en los periódicos internacionales. El norteamericano no era el gran sionista y el hombre de poder ilimitado que el garante del secuestro había dicho que era.

No obstante, el padre era lo bastante poderoso y los Estados Unidos eran culpables. Tendría que pagar por la devolución de su hija. Tendría que hacer que los Estados Unidos pagaran. Los Estados Unidos tendrían que corregir sus terribles errores contra los hijos del Islam, tendrían que detener este genocidio satánico.

De cualquier modo, pensaba Abbas, su “gran amigo” les había mentido. ¿Acerca de qué otra cosa habría mentido? ¿Qué otros descubrimientos habría? Posibilidades vagas dejaban helado a Abbas. ¿Tal vez el hombre fuera un agente de la CIA o de los rusos? Cuando llegara la revolución, a él también habría que matarlo. Su “protector” de Bakú merecía la muerte aún más que Galibani.

Y no obstante, Abbas no sabía a quién más podía recurrir. En los últimos dos días, casi todos sus coconspiradores se habían esfumado, y sus promesas de ayuda y sus declaraciones de valentía carecían del menor peso. Habían hecho todo mal. El había hecho todo mal. Ahora él mismo era poco más que un prisionero.

Con impotencia, Abbas volvió a pensar una vez más en la chica. Recordaba la visión de su desnudez, la desvergüenza del vello sin afeitar, los senos blancos como nubes. El Corán que tenía en el regazo se deslizó y se cerró. Él había conocido mujeres, por supuesto. Era un hombre. Pero ninguna mujer se había acercado jamás espontáneamente a él. En sus viajes en automóvil por Francia, cuando transportaba la heroína, se había detenido con sus compañeros en burdeles turcos, y había visitado a mujeres por dinero también en Teherán, cuando estuvo en la universidad. En dos oportunidades había tenido que ver a un médico. En Francia, también, había tenido una mujer, una marroquí que él creyó que había querido estar con él porque lo deseaba. Había habido una gresca por dinero y un hombre con un cuchillo.

Soñaba con rescatar a Kelly Trost del precipicio del pecado y con la gratitud que ella depositaría a sus pies. Indudablemente, un hombre jamás podía casarse con una mujer así. Pero tal vez pudieran tener un gran amor, un amor del tipo irresistible tolerado en los grandes poemas. Tal vez pudieran vivir un poema juntos.

Recordaba el tacto de la cabellera de ella bajo su mano y se estremecía.

—¡Un honor para mi humilde casa! ¡Un honor! —gritaba Galibani. Se inclinó levemente cuando Burton emergió del jeep, y luego le tendió la mano al estilo occidental. El sudor le otorgaba a su gran bigote el brillo de la antracita. Era una cabeza más alto que los talysh medios, con el pecho de un buey y manos como guantes de boxeo. Usaba una camisa de poliéster demasiado pequeña que habría pasado por ser de alta moda en la época soviética y la chaqueta de un traje sobre pantalones abolsados de montañés. Vello negro se asomaba por las aberturas del frente de su camisa. Rebotando en sus zapatillas importadas, el caudillo reforzó el apretón de manos con su manaza izquierda y Burton notó un gran reloj Breitling en la muñeca del hombre. El reloj tenía un brillo dorado, bordeado en los dos lados por mechones de vello.

—¡Le doy la bienvenida a mi casa!

Estrujaba la mano do Burton lo suficiente como para demostrar su fuerza.

El hombre fornido lo soltó, hizo caso omiso de Spoon, y ejecutó una rápida media vuelta. Hablaba con rapidez en el dialecto local. Un niñito gordo había estado remoloneando en el fondo. Ahora corrió hacia Galibani, con una risita feliz.

—¡Éste es mi hijo menor! —dijo Galibani—. El orgullo de mi vida. ¿Usted sabe que tengo muchos nietos, coronel Burton? ¡Catorce nietos! ¡Lo juro! Y no obstante he hecho un niño tan pequeño. ¿No es una maravilla?

—Mashallah —dijo Burton—. Se parecerá a su padre. Las montañas se estremecerán cuando él se acerque.

Su anfitrión rió con magnificencia. Pero la verdad era que Burton pensaba que el niño no se parecía ni remotamente a Galibani.

El rey de la heroína del sur de Azerbaiyán tomó a Burton del brazo, y Burton olió un sudor de caballo.

—Ahora bien... estoy sumamente desencantado. ¡Me dicen que ya ha comido! En el claro. En ese hermoso lugar donde el camino se esconde. ¡Usted hiere mis sentimientos! ¡Cómo le habría dado de comer! ¡Habría matado a mis mejores corderos! Y mi invitado norteamericano sólo ha comido pan y queso. Esta noche comeremos los corderos.

El niño caminaba junto a ellos, enfadado porque su padre ya no le hacía caso. Algunos de los servidores del centro del complejo habitacional usaban ropa occidental, mientras otros seguían fieles a la vestimenta tradicional de los montañeses. No había revólveres a la vista, pero Burton sospechaba que las armas nunca estaban muy lejos.

—¿Desearían mis invitados descansar en privado un rato? ¿Su vehículo necesita combustible? ¿Hay algo que desearían pedirle a este sencillo dueño de casa?

—Haji Mustafá —dijo Burton—, no deseo nada más que el honor de su tiempo. Mi compañero y yo comimos un almuerzo modesto porque sabíamos que su cena sería un festín.

Galibani volvió a reír, mientras su hijo lo tironeaba. De repente, el hombre grandote alzó a su hijo en brazos, lanzándolo al aire y recogiéndolo, haciéndolo reír y chillar. No era una hazaña menor, puesto que el niño era muy morrudo.

—Pero, coronel Burton, me dicen que usted no tiene esposa. ¡Tiene que casarse! Yo le encontraré una esposa. ¡Una esposa adecuada para un coronel norteamericano! Tiene que tener hijos. Todos los hombres tienen que tener hijos. Un hijo sano complace a Alá. No hay nada mejor sobre esta tierra.

Repentinamente cansado de jugar, Galibani bajó al niño y llamó a su sirviente jorobado. El hombre se acercó corriendo como un jinete lisiado.

Galibani encabezó el paso hacia una marquesina descolorida bajo la cual se habían dispuesto botellas y copas. Entonces le hizo un gesto a Spoon con la mano.

—Su chofer también debe tomar un refresco. Pero, ¿no es un oficial?

—Los sargentos norteamericanos tienen un rango más alto que los oficiales rusos —dijo Burton, y su anfitrión aulló de risa.

—Me dicen que este hombre hace una tarea digna del Profeta con los huérfanos de Bakú.

—Su red de inteligencia es perfecta.

—Me enorgullece ser el anfitrión de un hombre así. En mis tierras, será como un general.

Spoon se acercó rápidamente a ellos.

—El sargento Spooner, el Haji Mustafá Galibani, rey de todo lo que los ojos pueden ver.

Burton hablaba en inglés, pero Galibani sonreía de todos modos, pues percibía el sentido.

Galibani alzó una botella de coñac con una mano, y una de vino blanco georgiano con la otra.

—¿Qué les gusta a mis huéspedes? —preguntó.

—Un poco de vino, por favor —dijo Burton, y Spoon asintió.

—Saben —dijo Galibani—, estos fanáticos religiosos están más allá de mi entendimiento. —Llenó en exceso la primera ropa, y al derramar un poco de vino gruñó—. Soy un hombre profundamente religioso, un hombre que contempla sus creencias y venera la Palabra del Profeta, la Paz sea con Él. Pero no hay ninguna censura contra el vino en el Corán. Esas cosas también son dones de Alá. El vino es alabado por todos los grandes poetas de nuestra historia...

—El vino de sus labios es como el vino de la buena tierra —citó Burton—. Ambos transportan al que bebe hacia la Divinidad.

Galibani sonreía, pero Burton dudaba de que conociera la referencia de verdad. Los tres hombres brindaron por la eterna amistad de los pueblos talysh y norteamericano. Galibani tomó el vino como si fuera un trago de whisky barato. Volvió a llenar las copas de sus invitados, y luego llenó la suya con coñac. Burton propuso un brindis.

—Por el profundo honor de los talysh, que nunca permitirían que se le hiciera daño a una mujer inocente.

Los ojos de Galibani relucieron antes de beber y luego apoyó su copa vacía.

—Creo que éste es un brindis muy inteligente, coronel Burton. Pero me dicen que usted es un hombre muy inteligente.

—En sus dominios, soy el más humilde de los tontos.

Galibani volvió a reír. Su risa era como un signo de puntuación, tal como el gesto de asentimiento de algunos hombres, y tomó a Burton del brazo.

—Su sargento nos perdonará, pero creo que debemos hablar a solas. Venga, le mostraré la belleza de este país.

El viejo caudillo encabezó la salida por una puerta en el costado de la pared del patio, y él y Burton siguieron el perímetro de un corral donde triscaban buenos caballos. A esta altura, el viento venía directamente de los pulmones de Dios, era fresco y transportaba el olor de los caballos. A pesar del brillo del sol, el aire enfrió los antebrazos de Burton y congeló la humedad de sus axilas. Un guardia abrió una puerta en el muro exterior y emergieron a un prado que a Burton le recordaba las caminatas por los Alpes. Había conocido Alemania y las montañas de su frontera cuando era teniente, y luego de nuevo cuando ya era capitán, y el y Heddy habían ido allí de vacaciones dos veces. La última vez habían llegado hasta Austria trepando, bien arriba de Schamitz, donde se podía parar para hacer el amor entre los abetos.

Dos guardaespaldas con rifles los seguían a una prudente distancia, escrutando la tierra como si el pasto bajo escondiera a asesinos.

En un minuto más alcanzaron la verdadera cresta del cerro y Galibani se detuvo, para permitir que Burton subiera a su lado.

—Creo que el Paraíso se debe parecer a esto —dijo Galibani, barriendo con la mano desde el macizo iraní que se había vuelto a colorear de gris y malva a medida que el sol se corría hasta las planicies distantes, y de vuelta hasta sus bosques y praderas, y las montañas con las cimas arrasadas por los vientos crudos. Era la clase de vista que tenía demasiados detalles. Todo lo que se podía hacer era permitir que su gloria le empapara—. ¿Ha visto alguna vez un lugar más bello?

No. Burton había visto muchos lugares hermosos, desde los Himalaya hasta el Gran Cañón, y no había conocido nunca un paisaje más humanamente apremiante. Un rebaño de ovejas se movía por el costado de una colina como una nube caída en tierra, y se oía el retumbar de distantes recipientes para el agua. La tierra y el cielo parecían abrazarse en un ritmo lento y largo. Era un lugar hermoso y duro, y mil conquistadores lo habían regado con sangre.

Sin hablar, Galibani volvió a caminar, volviendo a cruzar el risco, y empezó a bajar, pavoneándose hasta el valle donde el camino, bien abajo, se ondulaba en dirección a Lerik. Burton seguía, con la memoria que fluctuaba con otros lugares y mujeres que había conocido hacía mucho tiempo, pero su preocupación por la chica desaparecida volvía para echarle a perder el buen ánimo. Ardía por tocar el tema de Kelly Trost, pero sabía que no podía apurar a Galibani. El caudillo quería hablar. Ese era todo el punto de haberlo invitado aquí. Pero Galibani empezaría en su propio momento.

El hombre mayor redujo el paso, para volver a permitir que Burton lo alcanzara.

—Creo que quizá yo debería visitar Estados Unidos. He oído que es un país muy hermoso.

—Algunas de sus partes son más hermosas que otras. Para mí, es hermoso. —Luego citó—: Un hombre siempre amará las colinas yermas donde nació.

—¿Usted nació en “colinas yermas”, coronel Burton?

Burton sonrió, pensando en los veranos verdes y frondosos de la parte superior de Nueva York, en los lagos profundos y ríos.

—No, Haji. Era muy verde. Con buenas granjas y colinas suaves como mujeres.

—¿Y cuál es su estado?

—Nueva York.

Galibani puso la cara de un hombre que ha encontrado una ostra en mal estado.

—Pero Nueva York es una ciudad. Me dicen que es un lugar terrible, si bien muy rico.

—Hay dos Nueva York, Haji. Está la Nueva York donde la gente llega a hacer dinero y a hacerse de una reputación, y luego está la Nueva York donde la gente viene a hacer el amor. Yo soy hijo de la segunda Nueva York.

—Quizá yo debería visitar esa Nueva York. Donde todos hacen el amor. Recurriré a usted para obtener una visa.

—Le podría gustar Arizona. Muchos disentirían, pero yo creo que Arizona es el estado más hermoso.

—Pero ¿y California? Todas las estrellas del cine están allí. Debe de ser el más hermoso.

Burton pensaba en las mujeres doradas con el oro en la mente y en los hombres a los que no se los podía tomar en serio.

—California es un mundo en sí misma.

—Creo que yo amaría a California. Quisiera conocer a vuestra Sharon Stone. Esta noche veremos un video.

—De todas las mujeres del mundo, en este momento a la que más querría encontrar es a Kelly Trost —dijo Burton—. Nuestra amiga desaparecida debe de estar muy asustada. Sólo podemos desear que goce de buena salud.

Burton no había podido dejar pasar la oportunidad, pero captó el cambio inmediato en el humor de Galibani. El caudillo había estado postergando el tópico, quizá todavía luchando con la participación que él tenía en el asunto. En ese momento el fastidio le brotaba de la piel como si fuera calor. Pero se desvaneció con rapidez. Y la táctica dio resultado.

—Por cierto que si un hombre de esta tierra se apoderó de ella —dijo Galibani— gozará de buena salud. Nosotros, los talysh, no les hacemos daño a las mujeres. —Se interrumpió, y Burton percibió el resurgir del mal humor—. Pero no creo que nadie entre mi gente esté involucrado. Yo lo sabría.

—Usted sabe todo lo que pasa, Haji.

—La mayor parte de las cosas, la mayor parte de las cosas. Pero... escuche, mi amigo. He oído hablar de esta desgracia. Y pensé, Haji Mustafá, tienes que ayudar. Este es un asunto de honor. La hija de un gran norteamericano, una joven que ha venido a este país a ayudar a la gente, ha sido robada por bandidos o asesinos o quién sabe quién. Por lo tanto, muy rápidamente le dije que quería hablar con usted. Pero he aquí el problema. No sé cuál es la mejor manera de ayudarlo.

—La mejor manera sería encontrar a la chica. Ponerla en libertad.

Galibani asintió.

—Pero éste es un asunto muy complejo, me parece. Exigiría muchos recursos. Y habría riesgos. —Se interrumpió y miró a Burton a los ojos. Burton medía un metro ochenta y cinco, pero, no obstante, el hombre mayor lo miraba desde arriba—. Soy un hombre viejo e, Inshallah, no demasiado tonto. Correría esos riesgos por los Estados Unidos. Pero me pregunto: ¿Haji Mustafá, qué riesgos correría Estados Unidos por ti?

—Quienquiera que encuentre a la chica se ganará la gratitud de los Estados Unidos.

Galibani sonrió y comenzó a descender otra vez. Ahora la pradera era muy empinada y el pasto, resbaladizo. Pero el caudillo caminaba con una confianza ilimitada en sus Reeboks.

—¿Pero qué es la gratitud en este mundo? ¿Qué significa, mi amigo? Comprenda que no estoy hablando de dinero. El dinero es tan poco importante como las hojas del pasto. Pero permítame preguntar... ¿Qué piensa de un país independiente para los talysh? Somos un pueblo oprimido. Y hay petróleo en nuestro mar. ¿Qué pensaría vuestro presidente de una República Independiente de Talysh?

Burton sabía que la respuesta era que su presidente ni siquiera sabía de la existencia de los talysh, y que el secretario de Estado se desmayaría ante la idea de un nuevo estado astilla en el Caspio, justo contra Irán y, ah, a propósito presidido por el Gran Papito Heroína. Sí, se le ocurría que se le estaba ofreciendo la oportunidad de alterar el curso de la historia y, de paso, convertir la vida de Drew MacCauley en una pesadilla, pero sospechaba que el pueblo talysh, al igual que Azerbaiyán y los Estados Unidos, estaban mejor con las cosas como estaban.

—Creo que es un concepto interesante digno de una consideración más profunda —dijo Burton, en su mejor imitación del Departamento de Estado—. Pero podría haber problemas.

Aparentemente, el Talyshstan Libre no era más que un ente imaginario, porque Galibani también estuvo de acuerdo.

—Sí, habría problemas. Quizás ésta sólo sea una posibilidad para el futuro. Pero... hay otro tema. El gran oleoducto. El oleoducto que transportará el petróleo a través de Georgia y Turquía hasta el mar. ¿Es necesario que siga un recorrido tan tonto?

—El recorrido no se ha terminado —dijo Burton con lentitud.

—¡Sí! Bien, bien. Como usted ve, yo creo que ésta sería una cosa muy tonta. ¿No sería más sensato traer el oleoducto a través del país talysh, y luego por Irán hasta el mar?

—Pues bien, ese recorrido se ha tenido en cuenta. Pero los Estados Unidos e Irán no están en buenos términos.

—¡Pero eso no es nada! ¡Nada! Los iraníes harán cualquier por dinero. Los conozco. Ellos también quieren este gran oleoducto.

—Haji Mustafá... no puedo mentirle. Los Estados Unidos no apoyarán un oleoducto que pase por Irán.

Seguían descendiendo y el caudillo estaba de mal humor.

—Está bien. Pero podría pasar por Armenia. No se preocupen por esos azeríes. Los talysh y los armenios pueden ser amigos. Todavía pueden hacer ustedes un oleoducto aquí.

Y de aquí derecho a través de la tierra de nadie de aldeas incendiadas y tierras de labranza arrasadas, pensaba Burton. Justo a través de una zona de guerra. ¡Seguro! ¿Dónde firmamos?

—Es una idea muy interesante. Se la comentaré a mi embajador.

—Bien. Una buena cosa. Pero hay otro asunto. Además del oleoducto, que le traería una gran prosperidad a mi pobre gente, Estados Unidos podría ayudarme con estos malditos europeos. Causan grandes problemas. Los alemanes, especialmente. Me acusan de cosas terribles, de fabricar narcóticos y hacerlos ingresar de contrabando en sus países. Tratan de herirme a mí, que soy un hombre inocente...

—Haji Mustafá, hay rumores... Tal vez usted tendría que ocuparse más por confirmar su renombrada honestidad.

—¡Rumores! Y eso es todo los que tienen los europeos esos. No son más que seres muy pequeños. Los seres pequeños creen en los rumores. El Haji Mustafá Galibani es un hombre de negocios, un padre para su pueblo. Mire. —Volvió a señalar con un ademán—. ¿Dónde están las amapolas? ¿Qué ve usted? Ovejas. Es un país pobre. Pobre y hermoso. Le diré la verdad. Todas estas drogas son un problema creado por los europeos. Tal vez sea verdad que algún mal talysh u otro vendan esos narcóticos ocasionalmente. Pero son los europeos los que los quieren. Y nada de esto es un problema para los Estados Unidos. Las drogas de ustedes no llegan de acá ni de Irán y ni siquiera de Afganistán. ¿Y los europeos son vuestros amigos? No son otra cosa que enclenques y prostitutas. Lo que yo digo es que si quieren destruirse ellos mismos con estos narcóticos, es un pecado, pero es el pecado de ellos. No es mi problema. No es el problema de los Estados Unidos.

—Con todo... no comprendo exactamente que podría hacer Estados Unidos para ayudarlo.

Galibani se detuvo y agitó ambos brazos.

—¡Pero ellos son los sirvientes de ustedes! Hacen lo que ustedes dicen. Los Estados Unidos les podrían decir a estos alemanes y a los otros: “Paren con estas mentiras acerca de nuestro amigo el Haji Mustafá. Es un buen hombre. ¡Dejen de tratar de castigarlo por algo que no haría en cien años!”.

Pensándola bien, Burton decidió que la idea no era tan descabellada. El viejo bribón podría hacer que la CIA mordiera el anzuelo. Pero él no se iba a prestar a eso.

—Creo —dijo Burton— que usted no tiene nada que temer. Los europeos son prisioneros de sus leyes. No podrían castigar a un hombre inocente.

Galibani mandó a los europeos a la perdición con un par de dedos.

—¿Pero usted comprende mi predicamento, coronel Burton? Quiero ayudar a los Estados Unidos. ¿Pero qué clase de ayuda serían los Estados Unidos para mí?

En realidad, era una muy buena pregunta. Esta no era más que la última de una sarta de circunstancias que Burton había enfrentado, para las cuales ninguno de los libros o clases sobre normas allí en la Agencia de Inteligencia de Defensa lo preparaban a uno. Había que hacer política cruzando los dedos y con un ojo cerrado. Y a veces uno tenía que hacer cosas que no le gustaban.

—Pues bien —dijo Burton—. Permítame decirle lo que puedo hacer. Lo que puedo prometer. Le informaré personalmente y en forma confidencial, si los alemanes o algún otro parecen estar cerrándose sobre usted. Si tienen algo escondido en la manga. No, haré algo mejor que eso. Usted no ha mencionado a los rusos. Pero ellos están en pos de usted. Está bien. Sé que tiene protectores en Moscú. Pero no a todos los rusos les gusta el número creciente de adictos a la heroína que se tambalean por el Arbat. —Alzó una mano—. Ni siquiera importa qué es verdad y qué no. Los rusos creen que usted es el proveedor de una buena proporción de la heroína que se desvía hacia allí. Lo matarán si tienen la oportunidad de hacerlo, Haji. Aunque no creo que harían un esfuerzo demasiado grande por hacerlo, todavía. Tienen las manos muy ocupadas a través de las montañas. Pero el día llegará. Lo que yo puedo hacer es lo siguiente: estar alerta, avisarle. Y lo sacaré de aquí en un periquete y le conseguiré una visa para un país que no lo extraditará. Si puede entregar a la chica.

Se estaban acercando al camino. Un camión militar robado, ligeramente repintado, gruñía cuesta arriba bajo una carga de recipientes de embalaje. Había una ruta trasera para entrar a Irán desde Lerik que se había utilizado para el contrabando durante siglos.

—Todo esto —dijo Galibani—, puede no ocurrir nunca. ¿Qué pasaría si yo pudiera ayudarlo, llevarle a esta chica... pero nunca necesitara su ayuda?

Burton sonrió tenso.

—Entonces, Haji Mustafá, ambos sabríamos que Alá le sonríe a usted de verdad. Y usted habría hecho algo digno.

Galibani sonrió, pero su expresión indicaba claramente que no estaba convencido y sí desencantado. Con todo, lo pensaría.

—Pero he aquí lo que quería mostrarle —dijo Galibani, con la voz nuevamente brillante. Señaló una fuente escondida en un tramo alejado del costado de la colina. Sostenía un mosaico del rostro del presidente Aliev que parecía haber sido hecho con las piedras de colores del fondo de un tanque de pececillos de colores. No obstante, el parecido era inequívoco—. Esto lo he hecho yo —dijo el caudillo—. En agradecimiento por los actos heroicos de nuestro presidente, que es mi buen amigo. Le he pagado a un artista que vino de Tbilisi.

Divertido, Burton dijo:

—Pero recién hablábamos de una patria independiente para los talysh. Usted dijo que estaban oprimidos.

Galibani formó una copa con las manos y bebió el agua que salpicaba, sin turbarse.

—Esta es un agua especial. Tiene que probarla. Es fría por naturaleza. Viene del corazón de la montaña.

Burton inclinó la cabeza y las manos. Por cierto que el agua era fría, y tenía un gusto maravilloso. Era una tierra de riquezas ocultas.

—El presidente Aliev es un gran hombre. —El caudillo volvió a sacar el tema—. Si él no fuera el presidente, apoyaría la independencia de los talysh. Lo sé en mi corazón. De cualquier modo, un presidente es un rey de nuestra época. Y nunca está mal erigirle un monumento al rey.

Burton volvió a beber. Amaba la dulzura del agua. Probablemente fuera pura. En las elevaciones más altas, se podía beber de las vertientes que corrían velozmente.

—Venga —le dijo Galibani—. Debemos regresar. Daré un festín, si usted acepta mi humilde hospitalidad. No le faltará nada.

Con un gesto de asentimiento, Burton seguía el ritmo de los pasos del hombre mayor. No había otra opción que ver esto hasta el final. Una rabieta no ayudaría.

—Pero debo hacerle una pregunta difícil —dijo Galibani—. Por favor, en su opinión, ¿quién es la más linda, Sharon Stone o Kim Basinger? Creo que Bajos instintos y Nueve semanas y media, son las películas más grandes de todos los tiempos. Pero, ¿quién es la más linda?

Burton casi se echó a reír ante la idea de un concurso de belleza entre dos actrices mediocres aquí, en el fondo del más a allá. ¿Cuál de las dos películas era peor? Era difícil decirlo. No obstante, ésta era la parte de su cultura que aceleraba los apetitos del mundo.

—Yo más bien soy de los hombres que prefieren a Juliette Binoche —le dijo Burton.

Pero el caudillo estaba serio. Estaba parado, erguido sobre sus zapatillas, con el viento que le agitaba el cabello que empezaba a escasearle y le sacudía la chaqueta, un paraíso duro para su telón de fondo. Casi sombríamente, Galibani dijo:

—Quisiera poseer a una mujer así solamente una vez.