Capítulo 10

Cuando te entrenas para ser agregado o representante militar, asistes a un curso en la Base de la Fuerza Aérea de Bolling, un pedazo de la civilización entre el Potomac y las tierras yermas de Washington, D.C. La mayor parte de las clases tienen lugar en un edificio macizo, notablemente feo, donde la Agencia de Inteligencia de Defensa se esconde del futuro. Otras clases te llevan a centros de compras de manera que puedas practicar una vigilancia agitada o a hipódromos para que puedas aprender las técnicas de manejo evasivas. Vuelves a Alejandría para almorzar en un restaurante francés donde la propietaria te explica cómo utilizar un cuchillo de pescado. Todas las agencias federales importantes te describen su excelencia y practicas el juego de roles para prepararte para los choques interculturales. Te gradúas con una aptitud básica para el protocolo y el papeleo y con un sentido suficiente del país en el que vas a servir como para saber qué medidas tomar con la mano derecha y cuáles con la izquierda. Pero en ningún momento, durante el curso, los instructores te dicen qué hacer cuando encuentras a un embajador extranjero, quien también resulta ser el novio de tu amante, desangrándose en tu bañera.

—Lass mich sterben —gritaba el embajador con la voz de un ratón torturado.

Burton ligó los antebrazos del hombre con torniquetes hechos con remeras. El embajador opuso una resistencia débil que salpicó sangre y agua sobre su salvador. Su piel tenía la blancura plateada de la grasa del tocino y hacía tiempo que no ejercitaba sus extremidades. Lágrimas lentas se acumulaban en los ojos del embajador y bajaban confusas por sus mejillas.

—Ach, lass mich sterben.

—Sterben, un carajo —le dijo Burton. Ligó el segundo torniquete con un tirón vengativo, y luego se secó la sangre y el agua que tenía en la cara—. Usted se muere y yo lo voy a matar.

—Es ist alles vorbei...

—Cállese la boca, imbécil.

Burton corrió al dormitorio. La ropa de cama no había sido tocada. Tomó el teléfono sólo para darse cuenta de que no tenía idea a quién llamar.

Pensó en envolver al embajador en una bata y llevarlo en el coche a la clínica azerí colina abajo. Pero el escándalo sería incontenible. No le importaba su propia reputación —en realidad, los azeríes con quienes trataba le otorgarían un gran puntaje como macho—, pero no podía hacérselo al embajador ni siquiera ahora. Herir al embajador significaba herir a Heddy.

Le telefoneó a Kandinsky y lo despertó.

—Señor —le dijo Burton—, tengo una noticia bastante mala...

Kandinsky estuvo de acuerdo en que se llevara con urgencia a la enfermera de la residencia del embajador a la casa de Burton lo más pronto posible. Al colgar, el embajador sólo dijo:

—Dios, Evan. ¿Eso es música? ¿Estás escuchando música?

Miles, que soplaba una banda de sonido que azotaba las muñecas.

Burton volvió al baño para asegurarse de que el embajador seguía vivo y no se había quitado los torniquetes.

El embajador se conformaba con lloriquear. Todavía estaba muy vivo.

—...sterben... die Liebe meines Lebens...

Burton se preguntaba si todo el asunto no habría sido un poco de teatro enfermizo, en el momento escogido como para causar efecto.

—Usted —le dijo Burton— es el huésped más condenadamente desconsiderado del siglo.

Luego corrió escaleras abajo para apagar el estéreo. El piso inferior todavía apestaba por las flores de Heddy. Trató de llamarla, pero nadie contestaba en su departamento. Llamó a la embajada de Alemania. El oficial de guardia atendió, pero todavía no la había visto.

—Ist doch früh —le dijo a Burton—. Ruf mal um zehn Uhr zurück.

El hombre sonaba como si Burton lo hubiera despertado de una siesta del fin del turno. Necesitaba su ayuda. Sobre todo, el embajador necesitaba la ayuda de ella. Burton no se imaginaba dónde podría estar Heddy tan temprano en la mañana.

La oficina del general Hamedov olía a cañerías estancadas. El aire acondicionado había sangrado agua oxidada por la pared antes de morir, y todavía flotaba el humo de los cigarrillos de ayer.

—Encontrará un millón de dólares en la maleta —decía Heddy—. Todo lo que mi gente pide es que Mustafá Galibani nunca... que nunca exporte heroína... o cualquier otra cosa... que nunca esté en condiciones de... exportar semejantes cosas a Alemania nuevamente.

Sin afeitar, y extrañamente fuera de carácter en el uniforme que rara vez se tomaba la molestia de usar, Hamedov sonreía con una confianza que Heddy no entendía. Tomó la maleta, dejando que el contacto de su mano se alargara en la mano de ella, y luego, sin pronunciar una sola palabra, se volvió hacia la caja fuerte que tenía al lado del escritorio. Se arrodilló, resollando, e hizo girar el dial. En cuanto la puerta se abrió, el general metió la maleta de cuero adentro. Luego cerró la caja fuerte con un golpe.

Todavía sonriente, tomó un asiento más cerca de Heddy que el que había ocupado antes. Las rodillas de ambos casi se tocaban y ella podía oler en él las aventuras de la noche anterior. Fingiendo adoptar una postura más cómoda, ella se apartó de él todo lo que podía sin cambiarse de asiento.

—Mi querida amiga —dijo Hamedov—, le juro que este hombre Galibani nunca la volverá a molestar. Nunca. —Hablaba inglés como si despedazara un esqueleto con un cuchillo de carnicero, divirtiéndose—. Galibani es un hombre muerto. —Parecía estar al borde de la carcajada—. Mi amiga alemana me dice que lo mate. —Hizo chasquear los dedos en alto—. Y él está muerto. Hago todo por usted. —Se inclinó más cerca.

—Yo no especifiqué que hubiera que matar a nadie —replico Heddy, aterrorizada por la legalidad, por los titulares, por una vida fracasada. Las cosas ya estaban bastante mal. Cuando abandonó la casa de Burton, Helmut le había seguido gritando que ella no era nada más que una puta norteamericana. Y Burton había desaparecido—. Nunca le pedí que matara a nadie. Yo sólo...

Hamedov reía a carcajadas, en forma teatral, y su aliento la atacaba como gas liberado por un cadáver.

—Ustedes los alemanes son gente tan inteligente... tan inteligentes. Todas las cosas muy correctas, ¿no? Dice algo, pero no lo dice. ¡Qué diplomática! —Le palmeó a Heddy la rodilla y luego dejó que sus dedos pesados descansaran en la media de ella un momento antes de sacarlos. Unió sus manos en un aplauso, todavía sonriente—. Pero es lo mismo. Le aseguro que Galibani es hombre muerto. —Rió como si un fantasma le hubiera susurrado otro chiste al oído.

Heddy se daba cuenta de que había hecho algo mal, pero no tenía idea de qué sería. Él se estaba riendo de ella. Se preguntaba si habría ocurrido algo mientras ella estuvo ausente. Había logrado abordar el último vuelo después de dos transbordos sin espera, había corrido a su departamento para hacer un cambio equivocado de ropa, y luego había ido directamente a la casa de Burton. Había dejado que su corazón rigiera.

Se decía que tendría que haberse detenido primero en la embajada. Para chequear los últimos acontecimientos. Era el profesionalismo más básico. Pero entonces habría habido preguntas. Y llevar el dinero había sido algo penoso y preocupante. Deseaba haber podido hablar con Burton. Deseaba haber podido hacer el amor con él. Deseaba estar en cualquier otro lugar menos ahí. Una mosca surcaba el aire, sofocándose durante el vuelo.

Sabía que tenía que seguir, que terminar con eso. Pero el asunto la enfermaba. Del mismo modo que la enfermaba Hamedov. Con su aliento a alcohol, su olor a sudor y su uniforme demasiado apretado.

—Creo que hay algo más, mi querida amiga —decía Hamedov, trampeando el guión que ella había preparado para él—. Pero usted no está dispuesta a compartirlo conmigo. ¿Tal vez el pueblo alemán quiere que se mate a alguien más?

Heddy se sacudió como si el general le hubiera agarrado con ambas manos. Pero él seguía sentado, sonriente, mirándola como si ella fuera un espécimen.

—No —dijo Heddy—. Se trata sólo de... la chica. La chica americana. La que fue secuestrada.

—La señorita Kelly Trost.

—Sí.

“No puedo hacer esto”, pensaba ella. “No puedo pasar por esto”.

—¿Qué interés podría tener la señorita Trost para usted? Ahora estoy muy interesado.

—Habrá más dinero —dijo Heddy de repente. Era como si ella se hubiera dividido en dos, una de las cuales pronunciaba las palabras mientras la otra escuchaba y odiaba la situación—. Creemos en recompensas proporcionales. Recompensas generosas. Todo lo que queremos... queremos lo que es bueno para Azerbaiyán. Bonn cree que es esencial que los secuestradores no resulten pertenecer a la etnia azerí. U otros ciudadanos o residentes de Azerbaiyán. No se puede permitir que nada ensucie la imagen de su país como lugar estable... como lugar seguro para el oleoducto. Es... es por nuestro mutuo interés, ¿comprende?

—Pero... mi querida amiga... ¿qué ocurriría si estos secuestradores, estos bandidos, pertenecen de verdad a mi pueblo? En estos tiempos...

—No. Los secuestradores tienen que ser rusos. Quizá bandidos rusos. O militares rusos. Pero rusos. Solamente rusos. —Lo miraba a los ojos y se veía reflejada como un animal pequeño y vulnerable—. Habrá mucho más dinero.

La sonrisa de Hamedov había desaparecido. Estaban solos en la habitación grande, pero él se le acercó más, como un camarada conspirador.

—Los rusos se enojarán mucho, me parece. Pero... tal vez los secuestradores sean de verdad esos rusos. ¿Quién puede decirlo? —Su sonrisa volvió a trepar a sus labios, como un gusano enroscándose al sol—. Naturalmente, yo no hago nada por dinero. Es mi deber como patriota de mi país.

“Dios querido”, rogaba Heddy, “que se acabe ya, por favor. He cumplido con mi deber. Por favor, permíteme que me vaya”. Rezar era algo que no había hecho desde la infancia.

Pero Hamedov era más rápido que Dios. Se puso de pie. Miraba para afuera por las ventanas mugrientas con las manos unidas por encima del trasero, con el uniforme a punto de reventar la abotonadura y las costuras. Tenía el perfil de un boxeador que se había quebrado hacía tiempo.

—Existe, por supuesto, el problema de la chica —dijo.

—Yo no por qué ella tendría que ser un problema —mintió Heddy.

Hamedov sonrió con afectación, volviéndose hacia ella con un movimiento carente de huesos.

—Todo esto es palabrerío sin acción. Ustedes los europeos... Ustedes saben que la chica es un problema, si estos bandidos que se han apoderado de ella no son rusos. Supongo que ella no es tan estúpida que no pueda notar la diferencia. Les dirá la verdad a todos.

—Estará feliz de ser libre —dijo Heddy. Sonaba estúpido.

Hamedov agitó una mano ante ella en señal de disgusto. Ella percibía que había logrado impactar al hombre, algo que jamás se había imaginado capaz de hacer. Él había esperado algo mejor de parte de ella, de parte de su clase.

—Ustedes... ustedes quieren que matemos a la chica por ustedes. —Bajó la vista hacia ella. Heddy, que había estado preocupándose por sus propios sentimientos, notaba que la mirada del hombre se había vuelto menos segura—. Si ella no eligió a los secuestradores apropiados, sí es un inconveniente.

—No tienen que matarla —dijo Heddy. Una puta diciendo “te amo”.

Hamedov sacó un cigarrillo y no se molestó en ofrecerle uno a ella. Lo encendió hundiendo la cara en sus manazas. Sorprendida, Heddy veía que las manos de él temblaban.

—¿Cuánto? —preguntó él.

—Cuatro millones.

—¿En dólares norteamericanos?

—Sí.

Él asintió.

—Veré lo que se puede hacer. —Luego se volvió para enfrentarla—. Pero quiero que usted lo diga.

—¿Qué?

—Dígame que mate a la chica.

—Yo nunca dije...

Él se precipitó hacia ella como un atacante, frenando su cuerpo justo delante de la silla de ella.

—Dígalo —gritaba.

Con la voz de un loco. Con el sudor fresco en las sienes. Con las manazas ansiosas por agarrar carne.

—Mate a la chica, si tiene que hacerlo.

—No. No “si tiene que matarla”. —Su furia parecía lo más genuino que ella había encontrado en el hombre.

—Mate a la chica.

—Dígalo de nuevo. Una vez más. Como para que mis oídos puedan creerlo.

—Mate a la chica. Hágalo aparecer como que los rusos lo hicieron. Nosotros le pagaremos.

Heddy creía que se iba a descomponer. El estómago le hervía. Quería estar sola para poder llorar. No era una mujer que, por regla general, llorara, pero ésta ya sería la tercera vez en cuestión de días. Estaba perdiendo el control de todo.

Hamedov se apartó de ella. Caminó hasta donde el escritorio le cerraba el camino, luego se quedó quieto, recuperando el ánimo lejos de la madera. Meneaba la cabeza ante sus pensamientos.

A guisa de despedida, dijo:

—Dele saludos míos a su amigo, el coronel Burton.

El agregado ruso comprendía el propósito de la visita. Normalmente, Sviridov era todo calor y fricción, aficionado a tener a sus visitantes esperando. Esta vez corrió al puesto de guardia del vestíbulo de la embajada para saludar a Burton. El coronel ruso tenía el aspecto demacrado de un sacerdote que acababa de volver de Siberia. Levantado toda la noche, juzgó Burton, y no en una fiesta. Ningún sudor alcohólico revelador. No obstante, Sviridov no había estado en su oficina, tampoco.

El bribón sabía que le esperaba una paliza.

Burton esperó hasta que estuvieron parados en la oficina de Sviridov en el corazón de la embajada. El ruso cerró la puerta y Burton lo atacó.

—¿Dónde está ella? ¿Está bien?

—Coronel Burton, siéntese, por favor.

—¿Dónde está la condenada chica?

—¿Qué chica?

El ruso tenía el autodominio de un chico del coro al que lo habían pescado robando en una tienda.

—No me venga con esa mierda, Mitya. No me venga con ninguna mierda. Sólo dígame dónde sus hijos de puta tienen a Kelly Trost. Luego dígame que goza de buena salud y está ansiosa por volver a su casa con papi.

El agregado se irguió como si hubiera sido insultado en un baile.

—No tengo idea de lo que está hablando.

Burton dejó caer su puño sobre el escritorio del hombre. Las cosas inútiles saltaron.

—Vi los condenados helicópteros —gritaba—. Vi las condenadas marcas. Ni siquiera se molestaron en tapar las banderas y los números.

Era una mentira. Los helicópteros habían estado tan lejos que Burton no habría podido asegurar que fueran HIP o HIND. Pero estaba dispuesto a apostar que el agregado no disponía del nivel de detalle suficiente en su poder como para desenmascararlo.

Sviridov alzó las manos horrorizado, haciendo gestos que pedían calma. Rogando por ella. Con su cara hambrienta y sus dedos de nicotina.

—No grite. Por favor... el embajador...

—A la mierda con su maldito embajador. ¿Dónde está Kelly Trost?

—Favor de sentarse. Tenemos que hablar. Debemos ayudarnos unos a otros.

—Usted hable —dijo Burton. Pero se sentó. Observó que Sviridov había colgado un mapa nuevo desde su última visita. Un mapa muy nuevo. Los pliegues todavía eran evidentes.

Era un mapa de Bakú.

El ruso arrimó una silla cerca de Burton. Cuando habló, la voz le salió como el susurro de un centinela.

—Nosotros no tenemos a la chica.

—Mentira. Un disparate.

El ruso le hizo bajar la voz otra vez. Sviridov tenía círculos oscuros alrededor de los ojos que parecían neumáticos viejos. Definitivamente, no había dormido mucho estos últimos días. Bueno, pensaba Burton, eso hace que seamos dos. Se había lavado y afeitado en una pileta del piso de abajo, dejando a Kandinsky y a la enfermera con el embajador alemán. Kandinsky le había dicho francamente que tendría que abandonar el país. Burton le había mentido, quebrando sus propias reglas, diciéndole al embajador que estaba a punto de descifrar el código, que tendría a Kelly Trost a su lado en el vuelo de salida. Sólo necesitaba un poco de tiempo. Kandinsky meneaba la cabeza, pero sus palabras eran más indulgentes que su expresión.

—Drew MacCauley quiere que tu trasero esté fuera de aquí hoy. Puedo estirar eso hasta mañana. Pero no más cagadas. Por favor, encuentra a la chica. —El embajador se subió los anteojos más arriba, sobre el puente de la nariz y se volvió hacia su colega enfermo de amor, diciendo por sobre el hombro—: La prensa está en todas partes. Equipos de segunda, y tienen hambre. Mantente alejado de ellos, Evan.

Los ojos de Sviridov parecían mapas gemelos de Marte.

—No tenemos a la chica. Lo juro. Admito el ataque. Pero sólo queríamos ayudar.

—Mataron a todo lo viviente en ese complejo. Mataron a las condenadas cabras.

El ruso meneó la cabeza.

—No queríamos eso. Es Chechenia, el legado. Las tropas especiales ya no corren más riesgos. No podemos controlarlas. No nos dijeron que harían una cosa semejante.

—Échele la culpa a Caín. Sólo hábleme de la chica. Sé que ustedes la tienen, Mitya.

La cara de Sviridov cambió. Hubo un aumento de la confianza, casi de rectitud, detrás de la tez gris y del miedo.

—No, ésa es una mentira. Usted no puede saberlo porque no la tenemos.

—¿Así que se escapó a juntar flores silvestres? Hágame el favor...

El ruso bajó los ojos.

—Yo no sé dónde está. —Luego volvió a mirar a Burton a los ojos—. De verdad. Nadie lo sabe. Había desaparecido cuando llegaron las tropas especiales. Todo... todo fue para nada.

—Chistaya Skazka.

—Nyet. Eta pravda. Absolutnaya pravda. —El agregado tironeaba la delgada corbata que hacía juego con el color de su camisa militar—. Tratamos de conseguir a la chica. Creíamos que sería una oportunidad. De demostrarle a usted que Azerbaiyán no puede autogobernarse. Que sólo nosotros, los rusos, podemos poner orden. Ella iba a ser un regalo para su padre, el senador. Para su país.

—Por la bondad de sus corazones.

—No. Por el oleoducto. Esto no es un secreto. Creemos que es muy tonto de parte de ustedes construir un oleoducto aquí. Rusia les ofrece el único recorrido seguro. Pero ustedes se niegan a escuchar. Queríamos probárselo.

Burton volvió a golpear el escritorio con la mano. Pero esta vez el golpe no fue tan fuerte. Trataba de pensar con rapidez, pero su mente estaba en Lento.

—Sigo creyendo que la tienen. Así que no trate de burlarse de mí. —La maldición era que su instinto le decía que el ruso, que era un cachorro nervioso, decía la verdad. Y él estaba demasiado cansado como para ordenar todo. Al estirarse, disgustado, medio se volvió y el nuevo mapa atrajo su mirada nuevamente—. Ese es el mejor mapa de Bakú que jamás he visto. ¿Tiene uno de más?

El agregado se volvió con rapidez. Miró el mapa y sus nervios volvieron a aparecer. Después de un momento, se incorporó de un salto y caminó hacia la parte trasera de la oficina. Luego se sentó en otra silla para obligar a Burton a apartar la mirada del mapa.

—Debemos trabajar juntos —decía Sviridov— para resolver este problema de la chica. Creo que no hay otra solución que no sea la de trabajar juntos.

—No estoy acostumbrado a trabajar estrechamente con gente que mata a mujeres y a niños a plena luz del día —dijo Burton.

El agregado puso cara de incredulidad.

—Evan, estas cosas ocurren. Usted lo sabe. Es un mundo violento.

—Vamos. Dígame algo que yo no sepa. Primero trata de darme algo que es un ciento por ciento mentira, y ahora bajamos a quizás un cincuenta por ciento. Hágame la vida más fácil.

El coronel ruso alzaba manos implorantes.

—Por favor, tiene que creerme. Todo esto es un inconveniente terrible. No queremos problemas ahora.

—¿Ahora? ¿Como contrario de mañana o de ayer?

El agregado miraba hacia un costado.

—No más problemas. Estos son tiempos difíciles. Cuando los rusos y los norteamericanos discuten, estos negros nos toman por tontos.

Burton se puso de pie.

—Hasta que usted demuestre lo contrario, tengo que suponer que tienen a la chica. Y la prueba está de mi lado, camarada. —Meneó la cabeza fingiendo lástima—. Va a sentir el calor, Mitya. Usted. Personalmente. Vamos a convencer a su mafia del petróleo de que es culpa suya que perdieran ese oleoducto. Hará amigos nuevos e interesantes. —Observó cómo la cara del ruso pasaba de la desesperación al terror, y luego caminó hacia la puerta—. Y ya que usted no tiene tiempo para “negros estúpidos”, puede devolverme esos discos de Duke Ellington que le presté.

El agregado lo siguió hasta el corredor gritando:

—Evan, por favor. No tenemos a la chica. Se lo digo francamente.

Aun cuando los guardias se pusieron alertas ante el alboroto y se movieron para escoltar a Burton hasta la salida, Sviridov los siguió, ordenándoles que no lo tocaran, que lo trataran con respeto, gritándoles alternativamente a sus subordinados y rogándole a Burton que fuera razonable.

En lugar de ir directamente a la embajada alemana, Heddy pasó por su departamento. Había transpirado su ropa en la oficina de Hamedov. Quería volver a ducharse. Y ponerse algo limpio y fresco. Pero sabía que había cosas que una ducha no arrastraría.

“¿Qué he hecho?”, se preguntaba. “¿Qué he hecho?”.

No trataba realmente de contestar la pregunta. Sus pensamientos se tambaleaban de Hamedov y el negocio sucio que ahora los vinculaba, a Helmut, llorando y acusando. En forma simultánea temía haberlo perdido y no podía imaginar una vida a su lado. Había sido tonto, infantil, dejarlo plantado de ese modo.

Pensaba en Burton con temor. Tenía miedo de que, de algún modo, él pudiera descubrir lo que ella había hecho, que Hamedov compartiera su secreto. O lo vendiera Ahora veía cuán completamente se había puesto en las manos del general azerí. Y en las manos de la gente allí, en Bonn y en Pullach, que habían resultado ser tanto peores que lo que ella jamás esperara. Lo peor era que ellos habían sabido exactamente lo que hacían.

Todos los planes de ella se derrumbaban.

Estacionó su auto a medias sobre la vereda frente a su edificio y dejó que una sucesión de vehículos veloces pasaran como relámpagos. Se tocó la cara y se dio cuenta de que había estado llorando.

—Evan —dijo.

Tal vez él nunca lo descubriría. Tal vez todavía les quedaba algo de tiempo para estar juntos. Creía haberse reconciliado con una pérdida de él metódica y bien manejada, pero ahora se sentía más enferma ante la idea de no poder estrecharlo nunca más contra ella, que lo que había sentido cuando prometió pagarle a un hombre para que matara a una chica inocente.

Abrió la puerta del coche para vomitar, pero su garganta siguió seca excepto por un poco de bilis. Un conductor furioso viró bruscamente para evitarla y chocó con fuerza contra el cordón de la vereda opuesta de la estrecha calle. Hizo sonar estridentemente su bocina mientras desaparecía. Con la cabeza baja, Heddy vio botas parecidas a las que Evan usaba a veces, y una voz decía en inglés:

—Señorita Seghers, tiene que tener cuidado.

Era el sargento que trabajaba para Evan. Spooner. Parecía tener malas noticias.

Burton casi se quede dormido esperando que le sirvieran su almuerzo. Era temprano, y Charley’s estaba vacío con la excepción de una mesa de trabajadores petroleros que estaban en la ciudad para pasar el día y tres gringos nuevos con ropa de safari que sólo podían ser periodistas. Se quejaban entre ellos en voz alta de las comodidades del hotel y de la incapacidad de los funcionarios del gobierno local para hablar un inglés decente. La camarera de turno vestía jeans negros que le apretaban más que un par de calzas. Miró durante un tiempo quizá demasiado largo los tajos que se estaban curando en la cara de Burton, pero con todo trató de flirtear por principio. Hasta que se dio cuenta de que la mente de él no ocupaba tanto espacio como su cuerpo.

El quería que los rusos tuvieran a Kelly Trost. Quería que los rusos la tuvieran y que la devolvieran sana. Dejémosles que tengan derecho a jactarse. Él sólo la quería sana y salva. Podía ver cómo el asunto se estaba convirtiendo en una obsesión para él, como si observara a un extraño a través de un vidrio espejado.

Además, un buen fin podría otorgarle a él el tiempo suficiente como para empacar sus pertenencias para poder despacharlas antes de tener que irse. Ésa sería la diferencia entre tener la mitad del embarque robado y perderlo todo. Su discoteca tendría que ir por correo en valija diplomática. Los azeríes romperían el estéreo, por supuesto, pero eso era reemplazable. En la columna positiva, probablemente permitirían que las antigüedades y los tapices que había coleccionado salieran para los Estados Unidos sin problemas. A los locales les interesaba sólo la mercadería flamante y brillante que se pudiera enchufar o vender con rapidez. La Historia era descartable, una lección soviética duradera.

Una inglesa flaca y feroz entró y maldijo a todos. Se sentó a la mesa con los periodistas y chilló para pedir una cerveza, con un acento espantoso.

Burton deseaba no haber visto nunca el aspecto de Heddy con el que se había encontrado la noche anterior. Todavía la oía atacando ferozmente al embajador, humillándolo con una precisión apabullante. ¿Los hombres y las mujeres se conocían alguna vez de verdad? ¿Más allá de unos pocos detalles íntimos y despiadados?

Te estás desviando del camino, muchacho. Vuelve a poner ambas manos en el volante. Confiaba en que los rusos tuvieran a la chica, viva y bien, pero había empezado a dudarlo. Sviridov le había tenido miedo a las preguntas equivocadas.

¿Y ahora qué? El estómago le ardía por culpa del café y del hambre y de la preocupación y el despecho. Su retorcido sentido de la realidad le recordaba cómo se sentía al final de una gran ejercitación de campaña, cuando uno y uno de cada dos oficiales acababan de pasar una semana fingiendo que, en tiempos de guerra, nadie tenía que dormir. No eran las condiciones óptimas para tomar decisiones de vida o muerte.

Todo lo que podía pensar hacer era en volver a empezar sus rondas, golpeando una puerta detrás de la otra, suplicando por jirones de información. Con muy poco que ofrecer a cambio. “La buena voluntad de los Estados Unidos”. Lo que no le pagaría el almuerzo.

La camarera le trajo una hamburguesa hecha con cordero picado, junto con verduras fritas y una botella de euro-kétchup aguado. Volver a casa tendría algunas ventajas. Y el proceso de retirarse sería un asunto descansado. Probablemente lo detendrían en la Agencia de Inteligencia de Defensa los últimos meses, permitiéndole escribir informes que nadie leería.

El primer bocado de comida magnificó su apetito. Comía con un descuido por los modales que lo habría abochornado en cualquier otro momento. La camarera, condicionada por las costumbres locales, lo observaba con aprobación.

Primero visitar a Hamedov. Ver qué estaba cocinando ese tramposo. Luego... tal vez ir con el coche por el cabo hasta Sungait. Hablar con las compañeras de trabajo de la chica en el proyecto asistencial. Simplemente empezar de nuevo desde el principio. Buscar las cosas evidentes que podrían habérseles encapado a todos.

Si pudiera hacer una sola cosa que importara por el resto de su vida, sería encontrar a Kelly Trost.

Un chorro de color rojo brillante de kétchup cayó de la hamburguesa, aterrizando allí donde el teléfono celular abultaba en el bolsillo más bajo de sus pantalones caquis.

Burton les practicó los primeros auxilios a sus pantalones, luego terminó de comer y tomó un puñado de servilletas de papel, dejando el dinero suficiente como para cubrir la cuenta y una propina. Al salir, se detuvo a conversar con el encargado del bar, que acababa de aparecer para limpiar la madera con un trapo mojado.

—Piel roja, ¿no? —le preguntaba Eamon a un compañero invisible—. No sé qué le ven las tipas. —Por fin, miró a Burton—. ¿Encontraste a tu Kelly, entonces?

Burton meneó la cabeza.

—Estuve en el interior, ¿qué dice la calle?

—Oh, que la secuestraron los malditos marcianos. Maldito sea lo que saben. No hay un solo rumor que valga una escupida. —Hizo un gesto en dirección a los periodistas, que tomaban cerveza y tramaban—. Y las preguntas tontas que ellos hacen. Como si yo tuviera a la chica escondida detrás del bar, por el amor de Dios. —Resopló—. Ni siquiera escuchan tus respuestas. Y a juzgar por las míseras propinas, creerías que se trata de una reunión de los clanes. Estuvieron sentados allí desde que abrimos. Exprimiendo moneditas del culo, de a una por vez. —Arrojó el trapo al fregadero—. Nada nuevo en absoluto acerca de tu Kelly, querido Evan.

Burton captó la inflexión, la broma. Siempre se trataba de un juego de treinta preguntas en el Charley’s American Bar.

—¿Algo más, sin embargo?

Eamon se encogió de hombros.

—Los policías están preparando las bayonetas para algo. Condenada Belfast, ¿no?

—Anoche vi algunas tropas que se dirigían hacia el sur.

—¿Y sabes quién estuvo haciendo un gran negocio hasta la madrugada? El viejo Torgut, el Shylock de la Meca.

Torgut Keyseri era un cambista. Tarifas de mercado negro, sólo en grandes cantidades.

—¿En dólares?

—No eran putas rupias.

Burton asintió. Cuando la política se ponía dura, todos corrían a cambiar la moneda local por dólares.

—¿Qué clase de tasa?

—Por mierda, no.

—Gracias.

—Eh, Evan. ¿Sabes por qué vuestros regimientos galeses siempre tienen oficiales ingleses?

—Dímelo.

—Las tropas coloniales necesitan el liderazgo blanco. Eh, tienes condenada sangre en los pantalones.

—Kétchup. Gracias.

Apretando las servilletas de papel, Burton se encaminó hacia el baño público para limpiarse los pantalones lo mejor posible. Los baños eran la peor parte de lo de Charley, una rica experiencia tercermundista construida para servir el recinto de deportes de arriba. Al menos había agua corriente en las piletas.

Cuando uno está cansado, comete errores, se decía. Derrama cosas. Y no puede pensar.

Bakú se había vuelto una tortuga, metida en su caparazón.

Dígame por qué, señor Mago.

¿La reverberación de Kelly Trost? ¿Un estallido producido por la muerte de Galibani? ¿Otra ofensiva solitaria lista para empezar en lo alto de las montañas?

Burton sabía que tendría que estar posesionándose de información en todas partes, redactando, siguiendo convoyes. La verdad era que estaba demasiado cansado como para andar conduciendo en forma segura, pero necesitaba tener a Spooner en la embajada y no podía confiar en los choferes locales nacionales a esta altura. Sólo yo y mi Lada, pensaba.

Bajó la mirada hacia la mancha de sus pantalones caquis, disgustado consigo mismo. Ni siquiera tenía las pelotas como para ir a su casa a cambiarse. Temía que Kandinsky hubiera retenido al embajador alemán escondido en su cama, y que Heddy estuviera allí, y que la cosa se pusiera más fea que un burdel en un leprosario.

Solo en el baño, se frotaba el muslo, convirtiendo las servilletas en una pasta, y le hablaba a una compañera imaginaria.

—Heddy... podrías haberlo hecho mejor.

Creía que estaba solo.

Pero estaba equivocado.

El pequeño Talaat, la respuesta de Azerbaiyán a Peter Lorre, y el rey del rumor del Cáucaso, apareció en el espejo, una cabeza por debajo de Burton, aun teniendo en cuenta que el americano estaba agachado trabajando en la pierna manchada de su pantalón. Levemente cojo, Talaat se inclinaba para favorecer su pierna buena.

—Lo encontré, Burton-effendi.

“No tengo tiempo para esto”, pensaba Burton. “Ni tiempo ni paciencia. Hoy no”.

Para abreviar la ceremonia, Burton sacó la billetera para darle a Talaat el dinero suficiente como para comprarse un shaslik en alguno de los vendedores callejeros. Pero el hombrecito cerró su mano con suavidad sobre la muñeca de Burton. En la jerarquía de las castas y las costumbres locales, eso tenía la dimensión de un acto de extrema urgencia y desesperación.

—Por favor, tiene que escucharme.

—¿Podríamos hablar más tarde, Talaat-bey?

El hombre más pequeño se movió para mantener el equilibrio y acentuó el apretón de su mano. Era como tener a un loro aferrado al brazo.

—Por favor, Burton-effendi. Usted es mi gran amigo, el más generoso de los hombres. Debo ayudarle. Por favor. Un momento.

Burton se enderezó. Decidió que se estaba portando como un cochino. Por supuesto que tenía un minuto para el pobre viejo tonto. Allí voy, por la gracia de la genética, la nacionalidad, la educación y la personalidad.

—Hable, mi amigo. Por favor, comparta sus noticias.

Una sonrisa resplandeció en el rostro del hombrecito, y luego volvió a desvanecerse. Sus ojos le recordaban a Burton las bolitas duras en las que su padre había tratado de interesarlo cuando era chico.

—Está equivocado acerca de los rusos, Bey-effendi. Ellos no tienen a la chica. Ella está aquí, en Bakú.

El guardia del vestíbulo del Ministerio del Interior no le permitía a Burton que pasara. Era un muchacho montañés, nuevo en la ciudad y nuevo para su uniforme, y Burton con su dialecto apenas lograba conectarse. El uniforme del muchacho no sólo era nuevo, sino también equivocado. Los guardias regulares, la mayoría de los cuales conocían a Burton de vista, usaban gris. El chico tenía puesto el traje de fajina abolsado color mostaza del ejército, y portaba una Kalashnikov derrengada al hombro.

¿Conmoción en el ministerio? ¿Alguien había sido relevado? ¿Otra tentativa de asesinato? Burton tenía la sensación de que muchos problemas volvían a ocurrir con demasiada rapidez. Ya era una sensación casi constante.

—Escucha —decía Burton, que hablaba con lentitud y firmeza—. Estoy aquí para ver al general Hamedov. ¿Comprendes?

El muchacho lo miraba sin curiosidad.

—No tener pase, no entrar.

—Soldado, quiero que vayas hasta ese escritorio y llames a la oficina del general Hamedov.

Más jóvenes vestidos de mostaza se empezaban a reunir en el fondo.

—Sin pase, no entrar.

Burton hizo la prueba con su tarjeta de acreditación del gobierno azerí. El muchacho la estudiaba, sosteniéndola con las dos manos. Burton pensaba que no sabía leerla. En un instante, el muchacho se la devolvió, con expresión abochornada pero irreductible. No dijo nada, pero seguía bloqueándole el paso.

—¿Me harías el favor de llamar a la oficina del general Hamedov? Dile que el teniente coronel Burton está aquí para verlo. De lo contrario, voy a cruzar ese pasillo por mi cuenta.

Con lentitud, el muchacho bajó el rifle que tenía al hombro y apuntó al estómago de Burton. Burton se preguntaba si alguna vez lo habría disparado. Apenas parecía saber cómo sostener el arma. Pero no había manera de interpretar mal su decisión.

Un suboficial apareció de un corredor lateral y exigió saber qué quería Burton. Era más listo y menos seguro que el soldado, y Burton vislumbró una oportunidad.

—He venido a ver al general Hamedov —dijo con su voz de dar órdenes—. Póngalo al teléfono.

El nombre del general hizo efecto. El suboficial le habló al muchacho como si lo abofeteara y el caño del rifle se apartó del torso de Burton. Luego el suboficial marchó hacia el teléfono y levantó el tubo. Pero nunca habló. Un momento después volvió a Burton con expresión insegura.

—El teléfono está descompuesto. Es lamentable.

—Está bien —dijo Burton—. Llame a un oficial. A cualquier oficial. Miró su reloj con una preocupación exagerada y mintió—. Tenía una reunión con el general Hamedov y estoy atrasado.

El suboficial asintió y regresó apurado a su corredor. Tres soldados ya se habían reunido alrededor de Burton. Éste deseaba haber tenido cigarrillos para convidarlos. Aunque Burton no fumaba, generalmente llevaba consigo uno o dos paquetes de Marlboro cuando estaba en campaña, para romper el hielo con los centinelas y otros por el estilo. Pero hoy estaba llevando a cabo una operación austera.

—¿Han estado en Bakú mucho tiempo, muchachos? —decía Burton en un turco de los barrios bajos. Miraba en torno del vestíbulo grande y deslucido.

—Sólo desde anoche —dijo uno de los muchachos. Parecía levemente mayor y más seguro, algo arrogante.

Burton asentía.

—¿Un viaje largo?

El soldado arrogante hizo una mueca.

—Nada menos que desde Gyandzha. Los hijos de puta no nos dejaban parar ni siquiera para mear. ¿Alguna vez trató de mear desde la parte trasera de un camión? Uno se salpica todo.

—¿Has estado mucho tiempo en el ejército?

Apareció un mayor, con el uniforme no más prolijo que el de sus tropas. No obstante, sus rasgos faciales eran muy delicados, más típicos del norte de la India que del Cáucaso. Corrió hacia Burton, abrochándose el cinturón mientras se acercaba y su cráneo parecía mucho más grande que el resto de su cuerpo.

—Mis disculpas, señor. Mis disculpas. ¿Usted está aquí para encontrarse con el general Hamedov? Los soldados no comprenden. Lo siento. Creí que ya estaban todos aquí para la reunión. No sabía. No me habría apartado de mi puesto. Por favor, acepte mis disculpas.

Inmediatamente, Burton empezó a dirigirse a grandes pasos hacia el corredor central.

—Estoy atrasado —volvió a mentir. Ni siquiera había llamado a Hamedov, temeroso de que el general lo despachara. Ahora sonaba como si hubiese dado con un premio gordo accidental—. ¿Dijo que todos los demás ya están aquí?

—Sí —le dijo el oficial, que luchaba por seguir el ritmo de los pasos de Burton.

Burton había confiado en que el oficial diera nombres.

—¿Y la reunión es en la oficina del general Hamedov? ¿Tal como me lo dijo el general? —Mentiroso, mentiroso, te va a salir una jorobita, se decía Burton.

—Sí, sí. Todos están aquí.

—Usted es de Nakhichevan, ¿no? ¿Su acento?

—Oh, sí —decía el mayor con orgullo—. Del mismo pueblo del general Hamedov. Pero no soy pariente de él.

—No obstante, su unidad procede de Gyandzha, ¿no?

El mayor se encogió de hombros.

—Un soldado sirve donde lo mandan.

—Gyandzha es un lugar fascinante —continuaba Burton quizá con su mentira más grande hasta ese momento. Gyandzha era una ciudad industrial sucia cuyos productos más importantes eran la desocupación y el delito, y cuyos días de gloria habían pasado hacía siglos. Subieron hasta la oficina de Hamedov—. La ciudad de Nizami, la de la poesía y las rosas. Supongo que el general lo trajo para poder tener tropas en las que confiar.

—Sí, sí. Éstos son tiempos muy terribles. El general nos mandó a llamar de golpe. Como usted puede ver, mis hombres ni siquiera están completamente adiestrados. Nuestro batallón todavía no había terminado con los reclutas. Pero el resto del regimiento es muy bueno.

—¿Ellos también vinieron? —Burton trataba de que la pregunta sonara todo lo casual que fuera posible. No había mucho tiempo. La oficina de Hamedov estaba a pocos pasos.

—Sí. Pero están esperando fuera de la ciudad. Por si hay problemas.

Dos guardias con armas automáticas estaban parados frente a la puerta exterior de la oficina de Hamedov. Burton, quien se daba cuenta, con absoluta certeza, de que no se lo quería en este lugar en este momento, suponía que su mentira se descubriría enseguida y que lo acompañarían a la salida del edificio con la boca de un arma en la región lumbar.

Deseaba haberle dicho a Spoon o al embajador dónde iba. El teléfono celular que tenía en el bolsillo no valía nada ahora.

El mayor les gritó una orden a los guardias y éstos saltaron a un lado. Uno de ellos hasta le abrió la puerta a Burton.

“Este mayor”, pensaba Burton, “va a tener una carrera abreviada”.

Burton casi corría por la oficina exterior. No había más guardias, sólo una sorprendida secretaria de uniforme, y Burton abrió violentamente la puerta interior antes de que nadie pudiera detenerlo.

Dentro de la oficina, sobre un mapa desplegado a través de la mesa de conferencias, con Hamedov parado en el medio, estaba el grupo de seres humanos más inverosímil que Burton hubiera encontrado jamás. Sviridov, el agregado ruso, estaba allí, inclinándose sobre el mapa junto a Dick Fleming, el señor Petróleo Basura. Fahrad Adjami, el mercader extraordinario iraní, acababa de volverse hacia un hombre de baja estatura al que Burton no reconoció, pero que parecía tan armenio como un khachkar. Esta no era gente que normalmente tuviera mucho en común, y en el caso del armenio —si de verdad lo era— estaba arriesgando la vida sólo por estar en el país, sin hablar de estar en el cuartel general de la policía secreta.

Burton todavía no comprendía lo que estaba viendo. Pero sabía que no le correspondía verlo. Si hubiera podido hacerlo sin correr riesgos, se habría retirado de la habitación, hubiera cerrado la puerta detrás de sí, y hubiera salido corriendo.

La piel de Hamedov se volvió del color de una mala quemadura de sol. Por otra parte, Fleming se puso pálido. El rostro de Adjami no cambió en lo más mínimo. Al agregado ruso se lo veía como si lo hubieran agarrado con la mano en el tarro de galletitas. Y el armenio parecía desconcertado.

Burton confiaba en no parecer demasiado asustado.

Hamedov se dominó.

—Ah, coronel Burton, que placer inesperado. Pero me temo que ha venido en un mal momento. Tengo invitados.

—Dime lo de la chica y me iré.

Hamedov alzó una ceja.

—Los malos modales no te sientan, Evan.

Burton miraba una cara detrás de la otra. Se estaban reponiendo de su sorpresa. Y no tenían la intención de ayudarlo.

—Sólo confiaba en que hubieras oído algo. —Burton trataba de no dejar que su voz vacilara.

Con todo, Hamedov percibió el temor. Sonrió.

—Me mantendré en contacto contigo. Pero creo que ahora deberías irte. —Dirigía su mirada hacia el mayor y su expresión se endureció.

—Acompañe a nuestro visitante a salir del edificio. Luego vuelva a mi oficina.

Ya no era un juego. Burton se preguntaba si Hamedov fusilaría al mayor o si sólo lo torturaría. Sospechaba que el mayor se preguntaba lo mismo. Ya fuera o no un muchacho de su mismo pueblo.

El mayor comprendía cuánto se había equivocado. A modo de compensación, sacó su pistola.

—Eso no será necesario —le dijo Hamedov, con la voz más áspera por el autocontrol que se oía en ella—. El coronel Burton no causará problemas. —Se volvió nuevamente —¿No, Evan? A propósito, todos estamos muy preocupados por la chica. Estamos decididos a ayudarte.

—Agradezco cualquier ayuda que pueda recibir —le dijo Burton. Mantenía los ojos fijos en Hamedov todo lo firmemente que podía, y luego se volvió con brusquedad para retirarse. Suponía que si lograba salir de la sala de espera, tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de lograr salir del edificio.

Le había echado un vistazo al mapa que estaba desplegado sobre la mesa. Idéntico al que colgaba en la oficina del agregado ruso, cubría la ciudad de Bakú.

El general estaba por montar un golpe.

Burton iba caminando por el corredor principal, flanqueado por los dos guardias de la oficina de Hamedov con el mayor Cabeza Pequeña caminando detrás de ellos. Era la caminata más larga que Burton pudiera recordar.

No podía creer que Hamedov fuera a dejarlo salir con esta información. A menos que las cosas hubieran avanzado tanto que el general no creyera que Burton o el embajador de los Estados Unidos pudieran hacer nada que alterara el curso de los acontecimientos.

Aun si eso fuera cierto, Burton sabía que había visto demasiado. El corredor no estaba excesivamente cálido, no obstante sentía que tenía la ropa empapada. La constelación de actores que estaban en la oficina todavía no tenía sentido para él. Pero sabía que lo descubriría. Tantas otras cosas tenían sentido ahora. Como la guardia presidencial enviada al sur la noche anterior. O la ocupación del ministerio por tropas de línea del interior. Hamedov había estado limpiando la capital de tropas leales al gobierno actual mientras el presidente estaba fuera de la ciudad. Aliev estaba en Asia Central para una conferencia de la Comunidad de Estados Independientes y se lo esperaba de vuelta mañana.

Esta noche era la noche.

Las ideas se arañaban las unas a las otras. Hasta el ataque al complejo de Galibani podría haber sido parte de algo más grande. ¿El secuestro estaba vinculado de algún modo al golpe? ¿Y cuál era la vinculación de ese gusano de Fleming? El petróleo, por supuesto. ¿Pero cuál era el enfoque? ¿No estaba él también con Aliev? Y los armenios, por el amor de Dios. Ve a descubrirlo, señor Mago.

El mayor le pisó el talón a Burton, algo menor si no había sido un accidente, pero hizo que Burton percibiera nuevamente cuánto daño deseaba hacerle el mayor. O, mejor aún, matarlo.

El hombre sólo temía cometer otro error. Burton nunca había visto a un hombre tan asustado y furioso al mismo tiempo como había estado el mayor en presencia de Hamedov. Los pasos del mayor lo seguían de cerca ahora, calientes como el aliento de un desconocido en la nuca. Pero el arma nunca fue amartillada, y el puño nunca le cayó encima.

Tal vez fuera la vieja y buena magia norteamericana. Tal vez Hamedov, con toda su jactancia, no quería arriesgar el herir a un oficial estadounidense. Aunque no hubiera testigos amistosos. Por supuesto, había una buena posibilidad de que simplemente no quisiera que los otros que estaban en la habitación presenciaran el hecho, que no quisieran que tuvieran a su disposición ese tipo de conocimiento acerca de él.

El vestíbulo que estaba al final del pasillo parecía infinitamente distante. El corredor apestaba, y Burton se preguntaba si era el olor de su propio miedo. Después del vestíbulo habría que cruzar un patio, y luego estaba la calle. Una esquina que doblar. Media cuadra hasta donde había estacionado. Le podían meter una bala adentro de su coche, por supuesto. Pero cada paso traía un poco más de seguridad.

Era curioso cómo se podían sentir las emociones de otro ser humano. Uno casi se podía meter en ellas como si fueran un par de pantalones. El mayor Cabeza Pequeña deseaba, más que ninguna otra cosa, meterle a Burton una bala en la nuca. Convertirlo en una pulpa sangrienta con la culata de su pistola. Antes o después de apretar el gatillo. Causar el mayor daño posible.

Justo antes de que llegaran a la casi salvación del vestíbulo, una voz enorme llenó el pasillo.

—Esperen. Reténganlo allí.

Era Hamedov.

Burton trató de volverse. Quería dar la cara ante su destino. No recibirlo por la espalda como un pistolero descartado. Pero sus guardianes lo sujetaban tanto que no se podía mover.

Los pasos del general retumbaban en el viejo piso de mosaicos. A medida que se acercaban desde muy lejos, el mayor se aproximó y susurró al oído de Burton.

—Si vivo, lo encontraré. Le juro que lo voy a matar.

“Póngase en la cola”, pensaba Burton.

Las botas se acercaban. Burton esperaba un puño. O una bala.

—Déjenmelo a mí —ordenaba la voz de Hamedov.

Los guardias se apartaron. Velozmente. Seguidos por el mayor que era más reacio. Y Burton se volvió.

El general se había abierto los botones de la camisa de un tirón, dejando en libertad su gran cuello. Su cara todavía estaba roja. Y sudaba. Pero también él parecía cansado. Y no tenía un arma en la mano.

El general atrajo a Burton a una oficina lateral, haciendo salir al pasillo con una maldición a dos secretarias sobresaltadas. Cerró la puerta de un portazo e inmediatamente empezó a apretarse los nudillos.

—Evan, escúchame.

¡Por supuesto!

—Eres un hombre de la inteligencia. Entiendes lo que has visto. O lo entenderás muy pronto. Pero no creo que comprendas a Azerbaiyán.

“Eso es lo que tú crees”, pensaba Burton. Sentía las piernas gomosas como las de un personaje asustado de un dibujo animado. La valentía, pensaba, era algo condenadamente circunstancial.

—Evan... mi país necesita paz. No hay paz. Necesitamos la paz con los rusos, con los iraníes. Y aunque me revuelva la sangre decirlo, necesitamos la paz con los armenios. El petróleo no significará nada si no hay paz.

—Yo estoy completamente a favor de la paz —dijo Burton.

—No me crees.

—Todos los hombres que están en esa habitación son enemigos de tu país. Tal vez con excepción de Dick Fleming, que es un parásito todo propósito.

—Los enemigos cambian. Y los hombres hacen muchas cosas por dinero.

—Azerbaiyán tiene un presidente electo. Reconocido por los Estados Unidos.

Hamedov sonrió con amargura y meneó la cabeza.

—Eres un hombre muy valiente al decirme eso. Sabes que podría matarte ya. Y nadie podría probar nada. Los Estados Unidos te olvidarían.

“Esa es una verdad fea”, pensaba Burton. Trataba de imaginarse al hombre que estaba parado frente a él como líder de un país. Era repugnante, pero no difícil. La mayoría de los países que Burton conocía de primera mano estaba gobernada por hombres similares. Por hombres peores, en realidad.

—¿Qué quieres que haga?

Hamedov lo miraba. El azerí era más bajo, pero más corpulento en todos los otros aspectos.

—Olvida lo que has visto. Por un tiempito. No te dirijas a tu embajador.

—Es mi deber. Tú lo sabes.

—¿Por qué? Háblame como un hombre, no como un títere militar. Dime que crees de verdad que tu gobierno quiere que haya democracia aquí—. Agitó un brazo ante un Washington imaginario—. Petróleo, Evan. Los Estados Unidos quieren nuestro petróleo. Tú eres igual que todos los demás. Y les voy a dar su petróleo. Viste a Fleming allí adentro.

—Es mi deber informar a mi embajador.

El general hizo un ademán de rechazo.

—El deber... es algo complejo. Pero escúchame, Evan. Si la realidad no te importa, ¿qué hay de la chica? ¿De la señorita Trost? Sí. ¿Comprendes? Pronuncio su nombre y tu rostro cambia. Nunca podrías ser un azerí. Te preocupa esta chica y no lo ocultas. Pero, mi amigo, eres el único al que le preocupa. Ella se ha convertido en una carga para tanta gente. Pienso que mucha gente cree que sería mejor que esta chica ya esté muerta cuando se la encuentre.

—¿Esa es una amenaza?

Hamedov sonreía como si se encontrara frente a un chico bien intencionado pero lerdo.

—Claro que es una amenaza. Hecha de muy mala gana. ¿Pero de qué otro modo puedo tratarte? Eres como un tonto santo. Escúchame. Encontraré a la chica. Es sólo una cuestión de tiempo. Sabes que mis ojos están en todas partes en este país.

—No viste en el complejo de Galibani.

—¿Cómo lo sabes? —El general sonreía—. ¿Cómo sabes que no vi? Los rusos son tan torpes, tan estúpidos. Arruinan las cosas. Pero yendo al grano, Evan, te prometo que tendré a la chica. Y la oferta que te hago es simple. Si te diriges a tu embajador... si me causas más problemas... dejaré que los otros hagan lo que quieran con ella. Están haciendo cola como rusos esperando vodka gratis. Yo no tendría que mover un dedo.

—¿Y yo me olvido de lo que vi?

—Te daré a la chica. Lo juro. La encontraré y te la entregaré. Viva. Después de que todo haya terminado. —Su rostro asumió una expresión de auténtica tristeza. O de una tristeza que parecía auténtica—. Te hablo como amigo, Evan. ¿Por qué no puedes creer que deseo ser tu amigo? Nunca elegiría hacerle daño a esa chica.

—Estás engañándome.

—¿Sí? —Hamedov meneó la cabeza como si lo lamentara profundamente—. ¿Cómo te puedo probar todo esto? ¿Me escucharás? Te contaré lo que sé. La chica fue secuestrada por fundamentalistas islámicos. Por idiotas. Locos. Alienados. En realidad, sabían muy poco acerca de ella. Y creían tener un trato con nuestro amigo Galibani. Pero algo salió mal. Tal vez tu visita los asustó, esto no lo sé. Pero un joven se llevó a la chica antes del amanecer, mientras dormías con la mujer que Galibani te dio. Mi gente los ha rastreado hasta una aldea de contrabandistas en la frontera con Irán.

—Quizás ella esté en Irán ahora. Tal vez ya esté fuera de tu alcance.

Hamedov meneó la cabeza.

—Trataron de cruzar la frontera. Pero tuvieron que volverse. Los iraníes tienen dos divisiones de tropas registrando la zona de la frontera en busca de la chica. Dos divisiones, Evan. Todos la quieren. A tu hija del senador. No, todavía están en Azerbaiyán. Yo los encontraré. Y si tú te comportas como mi amigo, te entregaré a la chica, sólo a ti. A propósito está enferma.

Todo sonaba cierto.

—¿Podemos hacer un trato, Evan? ¿Entre amigos?

—¿Cómo sabría yo...?

El general sonrió.

—Habitualmente piensas con rapidez, mi amigo. ¿No está claro? Necesitaré hacerme amigo de los Estados Unidos. Después de haber echado a perder vuestra “democracia’’. —Rió a carcajadas—. ¿Tienes idea de cómo dirigimos la última elección? ¿Esta elección que ustedes los americanos deseaban tanto? ¿Tienes idea? ¿Con todos los observadores internacionales de ustedes borrachos y putañeando? —Cerró una mano sobre el bíceps de Evan. Lo apretaba con mucha fuerza—. Creo que sería bueno que yo mostrara respeto por la ley y el orden, si uno de mis primeros actos oficiales fuera encontrar a la chica y liberarla. Naturalmente, perdería la buena voluntad de otras partes interesadas. Pero valdría la pena a cambio del favor de los Estados Unidos.

—Esa trama... —dijo Burton— hace que sea casi lógico que tú seas la mente maestra que está detrás del secuestro.

Hamedov rió.

—Estás pensando como un persa. Conspiraciones en todas partes. Azerbaiyán es un lugar complicado. Pero quizá no tan competente. Me gusta tu teoría, sin embargo. Ahora, por qué no te vas a descansar. Tengo entendido que al embajador alemán lo han trasladado a su propia sede. —Le abrió la puerta a Burton, pero lo retuvo adentro con una mirada repentina que Burton sólo podía describir como atormentada—. Escúchame, Evan. Mi amigo. Soy el único en el que puedes confiar ahora.

El general Hamedov creía que había maniobrado para llevar a Evan a la impotencia, lo que era lo mejor para todos los interesados, incluyendo a Burton. Pero el asunto lo entristecía. Burton le gustaba de verdad y habría preferido tratar con él, hacerlo su socio. Pero Burton volvía todo tan difícil...

Burton era un dzhigit, un guerrero de las viejas leyendas, un hombre de honor y probidad y de absurdo coraje. Pero la hora de hombres así había pasado. Si es que, por cierto, hubiera existido alguna vez. Si todos los cuentos y las canciones no habían sido un legado de mentiras.

La intrusión del norteamericano en la reunión había sido chocante. Más aún para los otros hombres que estaban en la habitación, que no habían querido que Burton abandonara el edificio vivo. Especialmente Fleming, había sido inflexible. Hamedov había sido la voz solitaria que estuviera en contra de una ejecución inmediata.

Pero los otros habían tenido más razón que la que él había estado dispuesto a admitir ante ellos. Su respeto y afecto por Burton siempre le obnubilaban el juicio. La verdad era que Burton era impredecible. Con su honestidad fanática. A Hamedov, los norteamericanos como Burton le recordaban a los fundamentalistas religiosos del otro lado de la frontera, en Irán. Renuente a transigir aun en los asuntos más menores, incapaz de aceptar el mundo como era de verdad.

Lo mejor que Hamedov había podido hacer era comprar un poco más de tiempo para Burton, y eso le había exigido toda su autoridad. Ahora dependía de Burton el mantenerse con vida.

Ahora también compadecía a Burton, y eso lo hacía sentirse más cerca de él. Los dos habían sufrido la traición. Burton, que siempre parecía tener mujeres espléndidas a su disposición. Un hombre al que envidiar. ¡Vean cómo lo traicionaron! Las mujeres tenían almas débiles y nunca se podía confiar en ellas. Y la alemana era un monstruo. Lo había impactado con su falta de vergüenza, su sed de sangre, su falta de consideración ante la crueldad. Había estado nerviosa, pero despiadada. ¡Cuán perversa podía ser una mujer!

Con todo, Hamedov estaba convencido de que podía controlarla. Los alemanes se habían vuelto blandos, de manera que necesitaban que otros mataran por ellos. Fraülein Seghers nunca tendría la fuerza necesaria para apretar el gatillo personalmente.

Pero todos estos sucesos habían sido preocupantes, y a ellos los perseguían los peligros, algunos evidentes, otros aleteando en el borde de la imaginación. De manera que, cuando hubo finalizado el horario para las acciones nocturnas y se hubo levantado la reunión, Hamedov telefoneó al más importante de sus auspiciantes.

—Vandergraaf —contestó el hombre.

Cuando Hamedov se identificó, el diplomático dijo:

—Espere a que cierre la puerta.

Hamedov le contó lo que había pasado, omitiendo sólo los detalles acerca de la chica.

—El hijo de puta convincente —decía Vandergraaf—. Se lo contará a Kandinsky. Y el imbécil telefoneará a Washington.

—Usted dijo que Washington no sería un problema.

—MacCauley no será un problema. Es completamente favorable. Lo que quiero decir es que no lo he fastidiado con todos los menores detalles. Pero Drew sabe que Azerbaiyán necesita tener una relación más sana con Rusia. Hasta está dispuesto a tolerar que ustedes se codeen con los iraníes, siempre que no se metan en la cama con ellos.

—¿Pero otra gente causará dificultades?

—Bueno... el secretario tal vez se tome su misión con respecto a la democracia y los derechos humanos un poco demasiado en serio. Y la prensa puede deformar las cosas.

—Hay muchos periodistas aquí ahora. A causa de la señorita Trost.

—No se preocupe, lo ayudaré a hacerlos dar vueltas.

—¿Cómo?

—No se preocupe por la prensa.

—¿Usted lo va a arreglar, entonces? ¿Los Estados Unidos me apoyarán?

—Después de algunas semanas. Después que el polvo se asiente. MacCauley se ocupará de todo, una vez que lo piense bien. Pero no podemos tener ninguna agitación por adelantado. ¿Comprende?

Hamedov no dijo nada por un momento.

—¿Bien? —dijo Vandergraaf.

—¿Qué significa esto? ¿Que cometí un error? ¿Tendría que meter preso a Burton por esta noche? ¿Qué me está diciendo, Arthur?

—Le estoy diciendo —le dijo el diplomático— que hay preocupaciones más importantes que un teniente coronel en quien no se puede confiar.

—¿Qué quiere que haga? —Hamedov detestaba hablar con diplomáticos, pero eran tan necesarios como las mujeres—. ¿Usted no puede impedir que Burton hable con su embajador?

—Burton no importa —dijo Vandergraaf después de un momento.

—¿Qué?

—Escúcheme, Hamedov. Burton no tiene importancia. No se lo echaría de menos. Ocúpese simplemente de eso. ¿Comprende?

Hamedov ya comprendía.

—¿Y la chica? —le preguntó al diplomático.

—Es una noticia rancia. A mí no me interesa en ningún caso. Sólo asegúrese condenadamente bien de que nadie pueda culparlo a usted. Ahora estoy muy ocupado, ¿sí?

Hamedov estaba impactado. ¿La perfidia de los occidentales no tenía fin? Sabía lo que decían de él, de sus compatriotas. ¿Pero alguna de su gente era tan perversa como esto? ¿Estos occidentales no tenían el menor sentido de la lealtad?

La idea de matar a Burton seguía siendo repugnante e inútil para el general. Había confiado en que Vandergraaf defendiera a su compatriota, en que lo protegiera, en que insistiera en su inviolabilidad, de manera de que Hamedov les pudiera decir a sus colegas que tenía las manos atadas, que había que dejar en paz a Burton. Pero había ocurrido exactamente lo contrario. Su propia falta de visión, de comprensión, lo enojaban ahora. ¿En qué otro aspecto se había equivocado al juzgar a Vandergraaf?

Hamedov decidió que permitiría que mataran a Burton sólo si resultara ser absolutamente necesario. Y ahora veía que podría ser necesario. Pero eso no le causaría a él ningún placer.

Si pudiera descubrir alguna manera de conservar vivo a Burton, se aferraría a ella, se decía. Buscaría la forma. A menos que Burton redactara su propio destino. Lo que Hamedov, con auténtico dolor, sospechaba era lo que el americano podía hacer. Imaginaba un enfrentamiento terrible.

No sería la primera vez que Hassan Hamedov hubiera sido forzado a hacer algo que le era odioso.

La chica era otra cosa. No le gustaba su muerte, tampoco, pero ella no era importante. De verdad le habría gustado entregársela a Burton, para ganar de ese modo la gratitud de los Estados Unidos. Pero esa puerta parecía haberse cerrado. Necesitaba el apoyo de Vandergraaf y tendría que hacer la mayor parte de lo que él pedía. Hamedov pensaba con amargura en la carne blanda y el corazón duro del hombre. Vandergraaf le recordaba a un eunuco de un harén. ¿Cómo había llegado a depender tanto de aquellos que menos le gustaban?

El general ansiaba encontrar una solución mejor y no podía encontrarla.

Bueno, si al final fuera necesario matar a la chica, ella sólo sería uno de tantos que habían muerto debido a sus propias opciones. Él lo podría hacer aparecer como si los adictos al presidente lo hubiesen hecho. Al diablo con los alemanes. Y sus mujeres diabólicas. Los rusos estaban más cerca, y eran mucho más poderosos. De modo que a la mierda con los alemanes y sus cuatro millones de dólares. Cuatro millones no serían nada. ¿Quién creían que era él? ¿Un pistolerito? ¿Quizá después intentarían deshacerse de él?

Ya verían. El mundo vería.

Solo, el general se recostó en su sillón y miró la nada. Al borde de la grandeza, su día tenía gusto a ceniza. La oscuridad de la humanidad lo dejaba perplejo.