Capítulo 1

Su cabello oscuro caía pesado por la mugre. Toda su piel estaba cubierta de llagas maduras, ronchas rojas sobre un blanco larval. Después de sobreponerse al impacto de la luz del día, sus ojos miraban fijos como si no vieran, aunque los movimientos repentinos hacían que las pupilas los siguieran. Era joven, menor de veinte años, con buenos huesos afilados por su deterioro. Las capas de ropa se le pegaron al cuerpo cuando se puso en cuclillas, y su olor se extendió más cruelmente que el de cualquier animal. Mientras Kelly la miraba, la insana se sacudió una vez, y luego sus garras arañaron la vida que había en su cuero cabelludo. La exposición al aire fresco no significaba nada para ella. Un cono de luz solar penetró y formó una nueva celda en medio del bosquecillo, suspendiéndola en la belleza profunda y calurosa del verano. Las otras mujeres, a quienes la guerra había tocado sólo por fuera, se retiraron con sus hijos hacia la sombra, apartándose de la línea visual. Kelly estaba parada entre las guardianas y la prisionera. La joven insana graznó una vez, en un reflejo automático y no como una tentativa de comunicarse.

—¿Cuánto tiempo ha estado así? —preguntó Kelly, a través de su intérprete.

El joven bien afeitado —un ser completamente habituado a la vida urbana— les hablaba nervioso a las mujeres refugiadas. Ellas se agruparon en la escasa frescura que había debajo de los árboles, con sus rostros tostados y sus cuerpos gruesos envueltos en gastadas telas floreadas y pañuelos para la cabeza. Las mujeres no miraban de manera directa al intérprete o a Kelly, pero su parloteo mordía el aire.

—Dicen —le dijo el intérprete a la norteamericana— que usted debe llevársela de inmediato. Antes de que los hombres vuelvan.

El intérprete se llamaba Yussuf. El sudor le perlaba la frente. Al comienzo de su asociación había intentado manosear los pechos de su empleadora, mientras ella dormitaba durante uno de sus largos viajes en el jeep humeante de fabricación soviética, pero ella le pegó un fuerte puñetazo en la mejilla y él nunca más volvió a molestarla en ese sentido.

Dos disparos sonaron a lo lejos, seguidos por un tercero, pero ése sería el enfrentamiento de algún otro.

—Diles que necesito más información —dijo Kelly—. Su nombre. Cuánto tiempo ha permanecido en este estado. Y tienen que decirme qué le ocurrió.

Kelly creía que ya sabía qué le había ocurrido a la joven. Había estado cinco meses en el país y había visto lo suficiente como para cinco vidas, nada de ello en los libros de texto. Pero quería oír las palabras. Quería arrancar a esta gente de su idiotez medieval. Había estado en este campamento de refugiados varias veces antes, haciendo un inventario de necesidades que después llevaban a discusiones interminables allí en la oficina de Asistencia Mundial de Bakú. La asistencia era política en un noventa por ciento y un diez por ciento verdadero esfuerzo. Y eso era antes de que chocara con el genio local de la corrupción. A veces, Kelly sospechaba que el único motivo que le impedía renunciar era que la abochornaría volver a su casa como una fracasada.

El asentamiento, uno de cientos en un país con más de un millón de personas desplazadas, era un racimo de lonas gastadas y cabañas de barro, a un costado de la carretera, con surcos cavados en la tierra para los animales y el invierno. Los refugiados habían acampado dentro del radio de acción de la artillería del frente, y esperaban un regreso rápido a sus hogares en las montañas, pero cada vez que Kelly volvía, los indicios de permanencia eran más y más evidentes. El frente se había estancado y los soldados deambulaban por los pueblos con los ojos turbios, sólo alertas ante el paso de las mujeres. La disentería asolaba a los chicos.

Los refugiados varones, quienes tomaban todas las decisiones, no habían querido tener tratos con una mujer acerca de ningún punto que consideraran importante, hasta que se enteraron de que Kelly venía de los Estados Unidos. Entonces se quejaron febrilmente de que Estados Unidos estaba en contra de ellos porque eran musulmanes y de que no los ayudaban en su guerra justa. Kelly no había tenido el valor de decirles que su país ni siquiera sabía que ellos existían. A medida que desarrollaban la percepción de su presencia allí, los hombres, alternativamente, se encerraban en el silencio o tenían exigencias ferozmente divorciadas de la realidad. Las mujeres decoraban el fondo o sonreían, con sus dientes de oro y cautelosas, cuando Kelly las sorprendía realizando sus tareas.

Durante las primeras visitas de Kelly habían mantenido escondida a la insana. Pero hoy era distinto. No había ningún hombre presente. Habían ido a otra reunión colmada de mentiras que terminaría en limosnas mezquinas. Las mujeres, literalmente, arrancaron a Kelly de su jeep, y la arrastraron hasta un bache en el suelo que se parecía a la boca de una mina pobre, mientras otras mujeres, apuradas, sacaban de la oscuridad a una rígida forma humana.

El asentamiento era uno de los peores, montado bajo un bosquecillo devastado, con agua que sacaban de una zanja, al costado de la carretera, donde se juntaban los desechos y los fertilizantes químicos de los campos vecinos. Los refugiados más afortunados, de los campamentos que estaban subiendo la carretera, tenían vagones o viejas carpas militares, y algunos hasta tenían electricidad intermitente como para hacer funcionar los televisores que habían rescatado antes de poner a salvo las fotografías familiares. Los vagones eran infernales en verano, pero preferibles en invierno, cuando el viento bajaba barriendo desde las montañas. Las letrinas estaban siempre demasiado cerca de las áreas de viviendas. Los campamentos dirigidos por los turcos eran bastante limpios y no eran malos. Tenían una atención médica básica y hasta escuelas, pero los otros, los dirigidos por los iraníes o los sauditas incompetentes o por el gobierno de Bakú, parecían bolas de hilado humano. Lo mejor que se podía decir de ellos era que este año habían mantenido el cólera al mínimo, pero el verano no había terminado.

Kelly miró con rabia y desagrado al conjunto de mujeres. Era obstinada, y quería que la confesión saliera de los labios de ellas. ¿Por qué enterraron viva a una de sus hijas?

Después de algunos intercambios deslucidos, Yussuf volvió a rendirse. Yussuf era un hombre que vivía rindiéndose, alguien para quien un esfuerzo sostenido era imposible. Especialmente si era en favor de una mujer. Kelly detestaba confiar en él. Detestaba confiar en quien fuera. Pero no había aprendido el idioma lo suficiente como para transmitir esta clase de información por sí sola. No había tiempo para estudiar. Apenas había tiempo para dormir. Y su organización consideraba a Yussuf el mejor de los contratados locales.

La transpiración se le atascaba bajándole por la espalda, y sus pensamientos se escapaban brevemente hacia la necesidad de cuidarse mejor la piel. Todo era tan difícil aquí.

—Dicen: “Váyase”—tradujo Yussuf—. Dicen que debe llevarse a la muchacha e irse ya. O todo va a ir muy mal.

Kelly convirtió su rostro en una máscara de hierro.

—Escúchame. Quiero que les digas que podrían ir a la cárcel por esto. Todas ellas. Por mantenerla así. Hasta este país dejado de la mano de Dios tiene leyes contra el encierro de seres humanos en agujeros en el suelo.

Pero Yussuf quería discutir.

—Por favor, Kelly-hanum. Usted sabe qué le ha pasado a esta mujer. —Señaló a lo lejos la cortina de árboles en dirección a las montañas que se levantaban en forma abrupta sobre la planicie. Como si las montañas mismas fueran responsables—. Ellos la usaron de mala manera. Es una gran vergüenza para la familia.

—La palabra en inglés es “violación”. Y sólo por el hecho de que a una mujer la violen no significa que haya que enterrarla viva.

El intérprete se ruborizó y bajó los ojos.

—Es una vergüenza terrible para la familia. Creo que es mejor si ella estuviera muerta.

Pocos meses antes, Kelly hubiese explotado ante cualquiera que dijese una cosa semejante.

—Necesito saber su nombre, nada más. ¿Está bien? Y cuánto tiempo ha estado así. Solamente esas dos cosas. No puedo llevármela si ni siquiera sé quién es.

—Creo que ahora no tiene nombre.

—Tiene nombre.

—Creo que su familia no quiere que tenga nombre.

Kelly sentía que las fosas nasales se le hinchaban. En la sombra castaña, las mujeres murmuraban entre ellas.

—Esto es jodidamente enfermo —dijo Kelly.

—¿Qué?

—Dije que quiero su nombre. Diles que me digan su nombre. O no me la llevaré.

Fanfarroneaba. Se iba a llevar a la muchacha. Lo más lejos que pudiera. Viajarían durante la noche hasta el campamento de la Cruz Roja Internacional en Sumgait, donde el aire era tan infame como competente era la atención. Desparramado a lo largo de una línea costera en ruinas, Sumgait sufría la enfermedad de la industria, un legado soviético. Los hijos de los trabajadores del mundo se ahogaban por el asma y exhibían sus deformidades. Un pogromo en Sumgait, supuestamente disparado por la belleza de una muchacha armenia, había hecho empezar esta guerra. Pero el campamento de refugiados era bueno.

Yussuf insistía en quejarse. La joven ensuciaría el jeep, que, a su criterio, él mantenía muy limpio. Y Kelly anticipaba sus propios remilgos durante el futuro viaje, el temor a grandes y pequeños contagios. Nada la había preparado para esto.

Miró a la joven cuya vida había sido destruida para siempre. La imaginaba contra el fondo de un valle alto y somnoliento. Cuidando ovejas. No, ése era un trabajo para hombres. Acarreando agua del arroyo. Tal vez atando nudos para hacer alfombrillas. Y soñando con su boda. Antes de que la guerra pusiera una aldea a masacrar a la próxima.

Yussuf se sentía frustrado con ella. Pero Yussuf siempre estaba frustrado con ella, y a Kelly le importaba un pito. Se le pagaba bien.

Sin embargo, ahora había otra cosa. La oleada de temor que atacaba a su traductor-chofer-guardaespaldas-vigilante le llegaba como si fuera un olor.

—Kelly-hanum, debe escuchar. Por favor. Si no se la lleva de inmediato...

Los ojos de las mujeres refugiadas cambiaron de golpe y se acercaron más las unas a las otras. Un gran puño arrojó al intérprete al suelo.

Los hombres habían vuelto.

Más y más de ellos. Como atraídos por una alarma.

Oscuros, veloces, y sin sonreír, los hombres bajaban en oleadas desde la carretera. Los chicos que había entre ellos se contoneaban como adultos honorarios, mientras duraba el encuentro.

Un viejo de gorra negra se zambulló en medio de las mujeres reunidas, pegando latigazos con una fusta. Las mujeres chillaron y escaparon corriendo. Él persiguió a las más lentas apuntándoles a la cabeza y a la cara.

Nadie tocó a Kelly.

Y Kelly no se movió.

Los hombres se cerraron sobre ella, formando un óvalo irregular que incluía también a la insana y a Yussuf, quien había abierto los ojos sólo para volverlos a cerrar. Seguía encogido en el suelo.

El viejo de la fusta se le acercó, y Kelly se sobresaltó. No pudo evitarlo. Pero no retrocedió. El cabello del hombre era del color de la ceniza del cigarrillo y tenía cejas negras sobre ojos que parecían los orificios de un arma de fuego. A pesar del calor terrible, usaba la camisa abotonada hasta el cuello bajo un viejo chaleco tejido, y la chaqueta de un traje que caía sobre todo lo demás. Quebró los labios para hablar, luego se volvió de golpe, apartándose y gritándole una orden a alguien. El anillo de hombres se estrechó.

Un hombre más joven, que parecía mucho menos seguro, se acercó a Kelly. Le gritaba en su dialecto montañés, con una voz que se le quebraba, y agitaba las manos. Ella sentía que, de no haber tratado de mantenerse quieta, habría estado temblando.

Ahora estaba asustada.

Dos de los hombres pusieron de pie a Yussuf. El vocabulario de Kelly en el idioma de ellos aumentaba, y captó las palabras equivalentes a “automóvil” y “puta”, pero no las podía conectar. No sabía si “puta” se refería a ella o a la insana.

Sacudido, Yussuf la miraba con una expresión que imploraba: “Por favor, no cometa ninguna tontería ahora”.

—Quieren saber qué le ha hecho a esta mujer —dijo Yussuf con cuidado—. Quieren saber si la ha embrujado para que haga de prostituta en la ciudad.

—Qué, yo...

Kelly miró a los hombres. Iba de un rostro a otro idéntico. Luego bajó la mirada hacia la joven, que parecía no darse cuenta del cambio de atmósfera. Estaba en un mundo lunático y, por un momento, tuvo ganas de reír. Por cierto que no podía imaginar a la insana logrando gran cosa como puta. No sin mucha rehabilitación.

—Diles —dijo Kelly con calma— que ella está enferma. Mo propongo llevarla a un campamento donde puedan tratarla. Volver a ponerla bien.

—Creo que debemos irnos ya —le dijo Yussuf.

—Diles lo que dije, maldito seas —voz de hielo, corazón de fuego—. Diles que no les tengo miedo.

Confiaba en haber heredado el talento de su padre para hacer que las mentiras fueran creíbles.

Yussuf les habló a los hombres. Por lo que a Kelly le concernía, podría haber estado hablando de deportes o del tiempo.

El viejo que había azotado a las mujeres se había demorado al borde de la multitud. Ahora volvió a avanzar y le dio una orden lapidaria al joven que había gritado.

Los demás hombres lo alentaban a los gritos.

Yussuf parecía aterrorizado.

Antes de que Kelly pudiera hablar o actuar, el joven sacó un cuchillo de su cintura, se volvió y se inclinó sobre la castigada muchacha. La cabeza de ella cayó con fuerza hacia atrás y la sangre corrió a torrentes por su pecho como si se la hubieran arrojado con un balde. Sus párpados se agitaron. Su asesino la soltó y su barbilla cayó. Luego se desplomó en el suelo.

Kelly no gritó. Mantuvo la boca herméticamente cerrada mientras luchaba por mantener el contenido de su estómago a mitad de camino de la garganta. Cerró los ojos, se sintió mareada, y entonces los volvió a abrir.

El mundo, malignamente cálido aun debajo de los árboles, se detuvo exhausto. Hasta las moscas se calmaron. Todos observaban, simplemente, cómo se extinguía el pulso de la sangre de la muchacha, cómo la presión se convertía en un hilito que salía de una cuchillada tan profunda que dejaba ver el hueso de la nuca.

—¡Dios mío! —exclamó Kelly.

El joven que había cometido el asesinato se despertó ante el sonido de su voz. Corrió hacia ella, con el cuchillo todavía en la mano. Le gritaba, le gritaba y le gritaba, mientras permanecía parado delante de ella. Las lágrimas le brotaban de los ojos.

Ella no tuvo más miedo. Él no la iba a matar. Sintió que el drama había terminado. Por dentro, sentía un vacío más grande y más oscuro que las montañas de Karabakh. El Jardín Negro.

En el fondo, al borde de un maizal, un anciano diminuto, con una gorra de tela, pasaba trotando sobre un burro, golpeándole los cuartos traseros con una vara, sin prestarle atención al drama del mundo.

El joven arrojó su cuchillo y se alejó vacilante. Luego se produjo un silencio.

—Son todos unos desgraciados —dijo Kelly con la voz encogida—. Sus padres fueron unos desgraciados. Y los padres de ellos también. —Su voz se elevaba con cada palabra que decía. De repente, les estaba gritando—: Asesinos... asesinos... asesinos...

Yussuf la llevó al automóvil. Nadie los siguió, excepto el sedán color ratón que los había estado siguiendo a intervalos durante el día. No había nada de extraño en eso. El gobierno monitoreaba constante y torpemente a todos los que trabajaban en la asistencia. Cuando el sedán los había alcanzado esa mañana justo a la salida de Yevlakh, Kelly supuso, simplemente, que se trataba de agentes que vigilaban para asegurarse de que Yussuf realizaba un trabajo adecuado al vigilarla a ella. El equipo de vigilancia había desaparecido un rato, probablemente para hacer una siesta a la sombra, en el momento más caluroso del día. Si la guerra alguna vez resurgía, tendría que esperar hasta que ambas partes almorzaran y echaran un sueñito.

—Ellos podrían haberlo impedido —dijo Kelly, dirigiéndose en parte a Yussuf, y en parte a ella misma—. Esos mierdas.

—Kelly-hanum... creo que nadie puede hacer nada.

—Oh, cállate la boca. —Estaba decidida a no llorar delante de este hombre. Delante de ningún hombre. No aquí—. Entonces cuéntame. ¿Qué pasó?

—Tenían que matar a la muchacha.

—¿Por qué?

—Porque usted sabe lo de ella. Hay demasiada vergüenza. Ellos son montañeses.

Ella lloraba ahora.

—Maldito sea este lugar. Tendrían que incorporarse al maldito siglo XX, ¿sabes?

Yussuf, que había sentido tanto miedo, perdió sus propios estribos.

—Señorita Kelly, usted no me está escuchando. La chica muere porque usted nunca está escuchando. ¿Usted cree que el hermano quiere matar a su hermana de ese modo? ¿Con el cuchillo? Usted le ha causado mucha vergüenza a la familia. La chica no puede aparecer así ante los extraños. A su hermano se le romperá el corazón. El padre morirá de vergüenza.

Kelly sintió el gusto del vómito.

—Detén el jeep.

—Nos estamos alejando.

—Detén el maldito jeep.

Yussuf clavó los frenos. Odiándola. Pero a ella no le importaba. Saltó del vehículo y bajó corriendo un terraplén de la altura de un niño, dirigiéndose hacia unos arbustos que habían sido pasados por alto por los refugiados que hurgaban en busca de combustible. Notó que el sedán color ratón se detenía a poca distancia detrás del jeep, más cerca de lo que la mayoría de los seguidores se aproximaran nunca. Pero ya no le importaba. Corría a través de las zarzas, haciendo caso omiso de todas las advertencias acerca de las víboras, y los tallos secos se quebraban y le atravesaban los pantalones.

Empezó a vomitar antes de llegar al primer escondrijo. Terriblemente mareada, incentivada por el calor, tanteaba en busca de apoyos invisibles. En cuanto creía que había terminado, empezaba a vomitar de nuevo.

Tuvo que sentarse. Había pequeñas espinas, pero no podía cambiar de posición. Dejó caer la cabeza entre los muslos. Recién ahora el asesinato se volvía real.

Oyó voces en el camino, una de ellas la de Yussuf. Luego hubo un disparo y la voz del intérprete se quebró en medio de una oración.

La adrenalina la hizo ponerse de pie. Pero dos hombres con barba ya habían bajado corriendo el terraplén detrás de ella. Kelly trató de correr, pero resbaló en su propio vómito y cayó de cara sobre unos brezos marchitos. Luego sintió las manos de ellos.

Heddy se volvió para enfrentarlo y se apoyó en un codo. La contraparte oscura de su condición de rubia emergió de las sábanas, mojada y brillante a la luz de la lámpara, con el glande hinchado, que mostraba una protuberancia de color gris rosado, como la cresta de un gallo en una gallina. El semen derramado cubría la parte superior de sus muslos y se pegoteaba en el vello alto que ella no se afeitaba, ya que no había ningún lugar limpio donde nadar en el país. Bajo sus hombros rigurosos se apilaban sus pechos, atípicamente pesados en ese ángulo. Frágil, casi recatada en público, era desvergonzada a la luz dirigida de su dormitorio, una delicia para él y para ella misma. La voz de Heddy le recordaba a Burton la franela oscura, un accesorio perfecto para el aspecto atractivo con el que las mujeres alemanas sustituían la belleza. Ella le gustaba más sin perfume, un día sin lavarse y agotada por el sexo, con buen jazz como fondo. Así como estaba ahora: con los ojos pálidos, satisfecha y pensando en sí misma.

—El embajador quiere casarse conmigo, Evan —dijo con el acento británico instilado en las venas de las buenas chicas de Hamburgo—. ¿Debería aceptarlo?

Burton sonrió. De todas las mujeres que había conocido, Heddy era la que tenía el sentido más sofisticado de lo teatral. El sudor de su espalda había mojado la cabecera de la cama y él se apartó para acomodar su almohada. Se tomó su tiempo. Cuando estuvo cómodo, puso una mano sobre el hombro de la mujer y le dijo:

—Escucha esta parte. Luego hablaremos.

A la luz ambarina, enfriada por un gran aparato de aire acondicionado, Charlie Parker tocaba Bloomdido para los fantasmas de Bakú. Burton imaginaba las válvulas del saxofón quemando las yemas de los dedos del hombre. Cuarenta años atrás. Bird murió y nació un soldado. El curso de la vida y toda esa mierda.

Ya estaba enterado de la proposición del embajador alemán. No era mucho lo que ocurría en el circuito diplomático que él no supiera, porque a sus compañeros azeríes les encantaba reírse con él de las flaquezas de ese tipo. Para los azeríes, todos los carapálidas que no eran rusos pertenecían a la tribu de Burton, y la risa compartida lo respetaba y se burlaba de él al mismo tiempo. Era esa clase de lugar. Hubiera deseado conocer la cuarta parte acerca del mundo cerrado de los azeríes, qué se sabía acerca de las infidelidades y el mercado negro de la comunidad diplomática.

El surco terminó con un estallido de tambores grabados en forma amortiguada —el viejo sonido Verve— y Heddy se levantó de la cama, pura carne blanca. Apagó el aparato estéreo de compacts sin sacar el disco.

—Bird vive —dijo Burton. Le había regalado media docena de discos de jazz para atraerla a esa parte de su mundo, pero la música era demasiado espontánea y desordenada para ella. Heddy era una chica que tenía un plan.

Un plan en el que a él le había encantado representar su papel.

Ahora se estaba terminando.

Ella se paró un momento delante de él, ofreciéndole su desnudez, la buena salud que sobresalía allí, en esta hermosa ciudad en ruinas, con caderas sólo una medida demasiado ancha para un clasicista. Apartó su cabello lacio, y severamente cortado, de una clavícula que tenía una pequeña cicatriz que le había quedado de unas vacaciones esquiando que no habían salido como fueran planeadas. Podía olerla profundamente, como manteca rancia, y eso aceleró sus instintos antes de que su cuerpo estuviera preparado. Encontró sus ojos —avisos nórdicos de inteligencia— y pasó al tono menor de una pérdida para la que no estaba totalmente preparado.

—Echaré de menos tu conversación —le dijo—.Y tu cuerpo.

Ella sonrió, casi maternalmente, y se sentó en el borde de la cama. Los ojos de él recorrieron la belleza de su cuerpo, y luego volvieron a su cara.

—No tendríamos que terminar —dijo ella, con una voz como de humo—. Helmut sabe lo nuestro. No le importa. De veras.

Burton meneó la cabeza.

—A mí me importaría. Dejé de dormir con las esposas de otros hombres hace mucho tiempo. Yo juego limpio.

—Nadie juega limpio.

La sonrisa de él se aflojó.

—Yo trato de hacerlo. ¿Alguna vez te he sido infiel?

Ella mostró los dientes blancos y fuertes.

—Me obligas a escuchar jazz.

Su excelente acento falló y pronunció la última palabra “chass”. Al tratar de ser graciosa, Heddy terminaba siendo alemana. Los alemanes eran un pueblo con muchas cosas a favor, pero lo más que se acercaban al humor era un chiste escatológico contado en una cervecería. La imagen perdurable que Burton tenía de Alemania databa de sus tiempos de teniente de la Octava División de Infantería, dos décadas atrás, cuando él y sus amigos marchaban por el borde del Rin, en el otoño. En un festival aldeano del vino, había ido al baño del centro comunal y había encontrado a un alemán medio absorto, sentado en el inodoro con los pantalones de golf caídos y comiendo una salchicha gigante.

Deutschland.

—¿De manera que crees que debo casarme con él? —continuó ella, con un tono ligeramente sazonado con impaciencia—. ¿No te importa?

—Sí. Creo que deberías casarte con él. Y no. Estás equivocada. Sí que me importa. Pero me importa a un nivel realista.

—Echaré de menos nuestro sexo —dijo ella de una manera tal que le indicaba a Burton que no creía realmente que él abandonaría su cama para siempre—. Pero seguiremos siendo amigos. ¿Por qué crees que debería casarme con él?

Burton casi rió.

—Hedwig, creo que deberías casarte con él por las mismas razones por las que tú crees que deberías casarte con él. Es rico. Tiene buenos contactos. Y todo lo que pide es que decores su vida. Con cierta discreción. A cambio, serás la bella de Bonn, con una Familiensitz dándose aires allí en Hamburgo. Y una casa para las vacaciones en la Toscana, gracias. Ganaste el loto, bebé. Diez, quince años, y tú misma serás embajadora. —Meneó la cabeza con suavidad, con burlona admiración.

—Él me ama —dijo ella.

—Acuéstate, por favor. Sólo quiero mirarte así.

Ella hizo lo que él le pedía, rodando sobre su vientre y apoyándose en los antebrazos. La postura desparramaba su carne, deformando los contornos de su cuerpo de una manera que resultaba inexplicablemente erótica.

—Él me ama de verdad, ¿sabes?

—Sí.

—Tú no me amas.

—No. Y tú no me amas a mí.

—No lo amo a él, tampoco —dijo ella.

La luz de la lámpara doraba sus nalgas. Sin la música, el paso veloz de los coches y el repentino sonar de las bocinas describían la noche más allá de las persianas.

—Quisiera amarlo —dijo ella.

Tenía lágrimas en los ojos, un fenómeno tan raro como un cometa.

Burton se deslizó a su lado y la tomó en sus brazos, disfrutando del regalo de su compañía con redoblada intensidad.

—No, no quieres amarlo —le dijo consolándola con su voz—. No deseas amarlo. No es eso de lo que se trata, Hed. Tampoco deseas amarme a mí. De verdad no. Porque la única cosa que no quieres en un matrimonio es una competencia de voluntades.

—Tenemos una relación sexual maravillosa.

—Sí.

Ella se apretó contra él.

—Es un comienzo, como dicen ustedes los norteamericanos.

—No. Cuando tienes veinte años, es un comienzo. A los cuarenta, es una cuerda salvavidas con nadie en el otro extremo.

—No es necesario que seas tan duro, Evan.

—Tengo que empezar a romper mi adicción por ti.

—Todavía no.

Él le concedió el tributo de un suspiro y sonrió.

—Supongo que todavía no.

Ella lo recorrió de arriba abajo con una mano, buscando lo que era confiable.

—¿Qué piensas de nosotros, Evan?

La sonrisa de él aumentó. Sentía su tacto. Dejaba que las cosas ocurrieran. Pensaba.

—Pienso en nosotros como sobrevivientes. Lo bastante afortunados como para haber compartido por un tiempo un bote salvavidas muy agradable.

—Creo que me extrañarás. Creo que me extrañarás mucho.

—Te dije que te extrañaría.

—Entonces demuéstrame cuánto me extrañarás.

Él estaba perfectamente dispuesto a hacerlo. Se movió en ángulo para besarla, sintiendo todo su calor contra él, el calor de su cuerpo en una habitación enfriada por una máquina, con la noche espesa y cálida más allá, una vida estratificada en una ciudad que olía a aceite, basura y sudor. La boca de ella estaba rancia por el sexo y la sed, y él le mojó los labios con la lengua, y luego la besó francamente. No era ninguna mentira. La extrañaría mucho. El carnaval del dormitorio de Heddy. Y su voz de franela recitando poesía mientras yacían en el vino y la oscuridad. Die Frauen von Ravenna tragen... La simple y buena compañía de ella sobre una taza de café.

Alguien golpeó la puerta del departamento.

Al principio pareció distante y fácil de ignorar. Pero, después de una pausa, el puño volvió a probar.

Burton se apartó levemente de su amante.

—¿La visita de un embajador?

—Se irán —le dijo Heddy, estrechando nuevamente sus cuerpos—. No quiero atender.

Pero el visitante no se iba.

—Mejor ve a ver quién es, Heddy.

Ella lo miró. Sus ojos gris-verdosos eran incandescentemente egoístas. Pero él sabía que había algunas cosas acerca de las que ella nunca mentiría. Era su resaca luterana.

—Vete, por favor. Es tarde.

—Si es...

—No es él. Sabe lo que conviene. Por favor. Es tarde.

Él asintió. En su calidad de atractiva rubia occidental, Heddy había suscitado una atención excesiva en el vecindario. Y después de un poco de vino, los varones locales podían llegar a imaginarse grandes fantasías. Ella había golpeado a un admirador que la había seguido a su casa, dándole de lleno en la cara con un maletín, tirándolo escaleras abajo y mandándolo al hospital. De cualquier modo, Burton suponía que sabía abrir puertas. Era parte de su trabajo.

Los golpes en la puerta se repitieron, con una fuerza casi destructiva. Burton se calzó los jeans de un tirón, haciendo un esfuerzo para poder meter en ellos la torpeza de su anatomía mientras Heddy lo miraba y reía con la risita de una adolescente.

—Vuelve pronto —le dijo.

Cruzó descalzo el pasillo, encendiendo la luz y logrando, por fin, subir el cierre automático. Bakú era una ciudad de antagonismos complejos y a veces repentinos. Antes de abrir las cerraduras, Burton tomó el bate de béisbol que le había dado a Heddy para que lo tuviera detrás de la puerta.

Era su suboficial de la embajada, el sargento de primera clase Spooner. Con cara afligida.

—¿Jefe? Perdón por venir a buscarlo de este modo. Tenemos algo delicado. No quería transmitírselo por el celular. Con todos esos oídos por ahí afuera. Quiero decir, supongo que, de cualquier modo, lo descubrirán pronto, pero usted sabe... Dios, es un castigo estacionar aquí. ¿Hay algún secreto para hacerlo?

—¿Qué pasa, Spoon?

—La hija de ese senador, ¿la benefactora?, Trost. Kelly Trost. Ah, sí.

—¿Sí? —dijo Burton.

—Alguien la agarró del culo.

—¿Qué?

—La secuestraron.

El primer pensamiento de Burton fue que iba a echar mucho de menos a Heddy.

Agosto es un mes terrible en Washington, D.C. El Distrito está más sureño que nunca, cuando los fantasmas de los antiguos pantanos se levantan del asfalto y el aire te aplasta los hombros como un par de manos hinchadas. Los días son largos, el calor es de una tenacidad bautista, y el crepúsculo tarda mucho en actuar.

Un hombre más débil habría conducido en la comodidad del aire acondicionado, desde el garaje subterráneo hasta el restaurante de atención excesivamente cordial de la calle K, pero al senador Mitch Trost le encantaban los despliegues de fortaleza. Dejó atrás a sus empleados clave en su suite del Edificio Dirksen: la jefa del grupo de scouts de la oficina, Ruby Kinkiewicz, y un grupo de muchachitos muy ambiciosos agazapados sobre las leyes del mañana, durante lo que debería de haber sido un receso parlamentario. Ruby era grandiosa porque era sencilla, desesperadamente trabajadora, y jamás una tentación. La jefa de personal perfecta. Sobre los árboles oscuros, la cúpula del Capitolio atraía la última luz naranja del Sol.

Trost caminaba entre el césped y la calle, con la chaqueta echada sobre un hombro, como recordaba a su papá cuando venía desde la corte del Condado de Schuylkill, con una postura muy fina y una ocasional perla de sudor en camino hacia su corbata de moño, un aristócrata entre sus electores de las minas de carbón. Como su padre, el senador Trost no transpiraba en exceso y hasta el calor vespertino le parecía un alivio, ya que sus aromas le recordaban cuadros de su niñez y su juventud; las fiestas en el césped de la calle Mahantongo, donde la gente que ganaba dinero con el carbón detenía el futuro tomando manhattans y whisky sours, y más tarde el contacto áspero de las chicas que se habían disputado su deseo precoz. A Mitch Trost le importaba apasionadamente su estado quebrado, y lo hacía más romántico cuanto menos lo visitaba, enamorado de su pasado, aburrido por su presente. Leía a John Updike por lealtad y releía a John O’Hara por amor; nunca tenía citas con mujeres que no fueran por lo menos cinco años mayores que su hija, y sabía más de vinos de lo que jamás admitiría ante sus votantes de su tierra natal, en las serranías de antracita o en las tierras bajas holandesas.

Después de tantos años, Trost consideraba Washington, y no Pottsville, como su verdadero hogar, y estimaba el tiempo que pasaba en Pennsylvania no como un placer sino como un deber militar. Mendigando los votos de los yonkos de su tierra natal que recordaban no su récord de votos en el Capitolio sino sui récord como defensor para el equipo de fútbol del estado de Pennsylvania. También estaban los holandeses, que todavía detestaban hacer correr el agua en el inodoro por el costo que representaba, trabajadores y agrios, con mujeres como bueyes. Y los mineros sin minas, los trabajadores siderúrgicos sin fábricas, los granjeros siempre malhumorados, perdidos en un mundo que ya no comprendían, donde la televisión era más real para ellos que sus propias vidas. Excepto durante la temporada de caza, Mitch Trost era todo lo diferente a ellos que un hombre puede ser y, sin embargo, comprendía sus necesidades y deseos —se consideraba a sí mismo como el último sindicalista bueno en cualquiera de las dos casas —y tenía el don necesario para hablarles. Eran de la familia, pero una familia a la que era más fácil amar desde lejos.

Washington era su hogar. Trost había estado en la ciudad durante casi dos décadas y la veía como sólo unos pocos más la veían, con ojos de conocedor heredados de una madre que era una artista fracasada y con el cálculo de un apropiador de los fondos del gobierno de la ciudad, como un moralista y como un amante apasionado. Observaba con atención a la gente y las cosas, y tenía talento para recordarlos. Después del tercer trago habría podido describir en detalle a los turistas curiosos y a los trotadores nocturnos, a los empleados agotados y a los sin techo, a los que veía pasar en su camino. Al acercarse a la conjunción de las calles Constitution y Pennsylvania, una de las intersecciones nobles del mundo, les echó una mirada de viejo conocido a los edificios para familias de la Galería Nacional, donde a veces se reunía con mujeres a la hora de almorzar, y donde se había enamorado de la esposa de Richard Brinsley Sheridan, muerta hacía ya mucho tiempo. Pasó junto al viejo George Meade, sin caballo —el hijo de puta afortunado de Gettysburg—, y por el iceberg de la Embajada de Canadá.

Frente al restaurante especializado en bistecs que estaba de moda, las piernas de una mujer lo sobresaltaron cuando emergieron de un Lincoln azul. A la luz, que se volvía más profunda, tenía una piel joven y el cabello blanco cortado en una melenita corta y tenía puesto un traje negro, corto y atrevido, que no le hacía el menor caso al deprimente código de ropa de la ciudad. Rápido para juzgar, Trost la encontraba admirable. Hasta que una terrible cabeza hirsuta emergió del lado del conductor, casi llevándose por delante al encargado del estacionamiento. Trost saludó a su colega con un movimiento caballeresco de cabeza. El encuentro, el deplorable desperdicio de la carne de una mujer, sacó a Trost de su paso por un momento y no fue de ninguna ayuda cuando, justo frente a los Archivos Nacionales, un espantapájaros vestido con una remera inmunda surgió del monumento conmemorativo de la Marina para acosarlo pidiéndole unas monedas. Trost, que creía firmemente que los sin techo eran víctimas única y exclusivamente de su propio comportamiento licencioso, le echó al hombre una mirada que ninguno de sus electores vería jamás. El senador era alto y se mantenía atlético, y el mendigo esperó hasta que se hubo adelantado varios pasos para gritarle:

—Basura, hijo de puta.

Pero había chicas turistas vestidas con shorts y corpiños, algunas voluminosas, otras elásticas, promotoras de la memoria. El movimiento del aire se desvanecía, y el calor estaba harto de sí mismo. Para cuando llegó al Hotel Willard, donde una familia desaliñada se volcó de un Range Rover con patente de Connecticut, el día ardiente volvía a ser delicioso, y pasar caminando por delante de la Casa Blanca le levantó el espíritu. Nunca se sabía. Realmente, nunca se sabía.

Dobló por Pennsylvania con la segunda camisa del día todavía fresca y sorprendentemente seca, y pasó a los insondables chiflados con sus carteles de protesta que arruinaban la Plaza Lafayette, deseándose el anonimato hasta llegar a la seguridad de la avenida Connecticut. Dejó una nota en el Club Naval y Militar para un general retirado de cuatro estrellas, luego avanzó más allá de los refugios intelectuales a oscuras y los cafés ya cerrados, más allá de los quioscos callejeros que ofrecían fantasías africanas por cinco dólares y los taxis destartalados cuyos conductores no conocían ni la ciudad ni su idioma. Las librerías, los bancos y las casas de cambio, dormían. La calle K florecía durante las horas de trabajo, y luego se vaciaba con rapidez. Los pocos transeúntes con los que se cruzaba estaban perdidos o salían de sus coches en dirección a los restaurantes.

Trost se detuvo un instante antes de entrar a Prime Rib, aunque el portero ya lo había reconocido y corría a cumplir con su deber. Todavía no era noche cerrada, pero la frescura ya estaba allí, perfumando una ciudad sudorosa. Habida cuenta de todos los trajes abolsados y la abundancia aburrida del gobierno, Washington le parecía romántica, húmeda de oportunidades.

Washington la capital del mundo. Sabía que en la ciudad había lugares menos atractivos, pero no sentía ninguna necesidad de ir allí. Dejemos que el alcalde aparente. La Washington de Trost era una maravilla pálida, en forma de abanico, con la base ubicada un poco al este del Capitolio, la frontera izquierda tocando el Aeropuerto Nacional y la derecha llegando hasta Massachusetts, pasando por la catedral, hacia la tierra de las cenas de gala y las esposas de amigos disponibles. Una ciudad maravillosa, empapada de poder, vívida de día y monumental por la noche. Lo había convertido en un adicto a ella como ninguna mujer lo lograra nunca, ni siquiera la esposa que había mantenido su atención durante unos cinco años antes de tenerlo sometido ante la ley durante otros diez.

La capital del mundo.

Mientras se acomodaba la chaqueta y se alisaba los puños de la camisa, el senador se zambulló en el esplendor del aire acondicionado del restaurante. Sonrió, pero en realidad no escuchó el saludo del capitán. Ahora era un político, un buen político, que agitaba las manos, saludaba, modelaba las pausas, los toques, las palabras. Tomándose su propio tiempo, hizo su entrada triunfal como una procesión de un solo hombre mientras se dirigía a la mesa donde lo esperaba la mujer de esta temporada.

—Laura —dijo finalmente, mientras le sonreía—. ¿Y cómo está la mujer más hermosa de nuestra bella república? —Se inclinó sobre la mano que ella le ofrecía, pero no la besó del todo.

—Con hambre.

Ella tenía una voz manchada por el cigarrillo, del tipo que la generación por venir se perdería. Ya no fumaba, pero lo había hecho durante el tiempo suficiente como para conformar el movimiento de sus antebrazos sobre una mesa tendida. Su vida era algo muy bien esculpido, y tal vez le quedaran cinco años más de gran belleza. Su cabello era cobrizo, ella le otorgaba una intensidad otoñal a las cosas más importantes, y si bien él no la amaba, la valoraba lo suficiente como para serle fiel mientras estuvieran juntos.

Nunca menos que perfecta en su aspecto, su ropa se movía con ella como si anhelara sentir el contacto de su piel. En privado era una mujer sensual, derretida, dispuesta a encontrar placer en una amplia gama de actividades. Su única norma era nada de artefactos, y ésa era también una de las normas de él.

—Tendrías que haber pedido algo. —Él acomodó su silla—. Algún bocado para mantener la barriguita bien dispuesta.

Le gustaba el restaurante por su exclusividad con quienes lo frecuentaban, pero había muy poco espacio entre las mesas y había que hablar con precisión. Para empezar una relación prefería el 701, tanto por su conveniencia con el Capitolio como por la distancia entre las mesas.

—Bueno, ¿los locos de tus amigos te van a tener en sesión permanente? ¿O vamos a poder tener unos días de playa?

—Laura, mi amada. —La miró, juzgándola siempre de nuevo, esta vez satisfecho—. Hemos elegido un Congreso de reaccionarios con inclinaciones revolucionarias y a un presidente que anhela ser revolucionario pero que adora el statu quo. Ésa, mi querida, es una receta que lleva a la frustración. Pero no le prestes atención. —Se inclinó sobre la mesa, buscando el aroma de ella, y reguló sus palabras como para seguir el compás del camarero a cargo de los vinos—. Tengo la intención de hacerte el amor a la luz de la luna en las playas más remotas de las Outer Banks.

—Una sola playa será suficiente. Jesús, ahí está esa basura de MacCauley.

Aunque Trost compartía ese sentimiento, no lo habría expresado como para que la gente de la mesa de al lado, o el personal del restaurante lo oyera. No obstante, se volvió y miró, si bien el camarero a cargo del vino le tapaba algo la visual.

El camarero se lanzó a una perorata acerca del caso único de un Gevrey-Chambertin muy especial, pero MacCauley, el número dos del Estado, amigo del presidente y un estúpido espectacular, hizo evidente, por medio de su mirada y su expresión, que no había venido a cenar. Atravesó un montón de obstáculos para llegar al bar.

Trost no era alguien que desestimara su propia importancia, pero le pareció un poco raro que un hijo de puta arrogante como MacCauley hiciera de su propio mensajero. No podía imaginarse por nada de qué se trataba esto. MacCauley era el hombre de vanguardia del gobierno para su política totalmente fracasada con Rusia, que consistía principalmente en devolverle a Moscú los estados recién independizados, de nombres impronunciables. Si bien despreciaba a MacCauley por su combinación sumamente festejada de arrogancia e incompetencia, la cartera de ese hombre no era de mucha preocupación para Trost, ya que los rusos no le compraban nada a su estado ni construían nada en él. Pero era evidente que MacCauley, torpe entre las mesas apretadas, tenía algo in mente.

Entonces Trost hizo una asociación de ideas. Y el sudor que el verano no había logrado hacer brotar le corrió por la espalda.

Oh, Dios. No.

—Mitch... senador... Yo...

—Sin aliento. Por el amor de Dios, hombre. Está sin aliento. Cálmese. No demos un espectáculo. ¿Salimos, Drew? ¿Tenemos que hablar?

—Si me hace el favor, senador.

Cuando maniobraban a través de la multitud, Trost minimizó la parte social. El corazón le golpeaba las paredes del pecho. La puerta de entrada se abrió y los indolentes encargados del estacionamiento se apartaron velozmente del camino. El calor parecía amplificado después del brillo del aire acondicionado del restaurante. Un patrullero policial pasó veloz, con su luz azul dando vueltas. Los dos hombres se pararon en la vereda junto al Lincoln con chofer de MacCauley, los dos nerviosos pero sólo uno de ellos mostrándolo.

—Se trata de su hija —dijo MacCauley por fin.

La analista que esperaba en el salón de conferencias de la Secretaría de Estado del séptimo piso era una mujer de unos treinta años con el aspecto de estar casada con su trabajo. Su espantoso traje rojo estaba oscuro en las axilas. A Trost le recordaba a la Ruby Kinkiewicz de veinte años atrás, e inmediatamente confió más en ella que en Drew MacCauley.

—Me temo que la información todavía sea incompleta, señor, pero, como le dije, en este momento no hay indicios de que su hija haya sufrido ningún daño físico.

El senador asintió.

—Al conductor le pegaron un tiro en la nariz —replicó—.Y la última ubicación conocida de mi hija está muy cerca del lugar donde degollaron a una muchacha. No suena amistoso.

La analista parecía afligida. No sólo por tener tan poco que ofrecerle a un hombre poderoso, sino porque detestaba hacer mal un trabajo. Trost la clasificó como uno de esos pequeños héroes que hacen andar al gobierno, pero que ellos mismos nunca van a ninguna parte.

—Señor... la única sangre que había en el lugar donde se encontró al conductor del coche parece ser sólo de él. Es probable que quienquiera le haya disparado quería secuestrar a su hija, no hacerle daño. Pero... francamente... no tenemos la información suficiente como para sacar conclusiones firmes.

Trost estudió a la mujer. De piel cerosa hasta en verano. Ojos serios.

—¿Su nombre de pila, señorita Rains?

—Virginia, senador.

Trost siempre conseguía producir una leve sonrisa.

—Un gran nombre y un gran estado. Pues bien, Ginny. ¿Qué tal si me cuenta lo que realmente cree? ¿Qué le dicen sus entrañas?

Ella miró brevemente a MacCauley, enamorada de su trabajo y temiendo la pérdida de su amado. Pero tomó la decisión correcta.

—Señor... verdaderamente es demasiado pronto para decirlo. Pero apostaría a un secuestro.

—¿Porque ella es mi hija?

La analista se encogió de hombros.

—Por cierto que eso condiciona el escenario. La región es un lío tal que podría haber sido cualquiera, desde bandidos puestos a ganarse unos pocos dólares hasta terroristas en busca de un intercambio de rehenes. Quizá sólo tendríamos que esperar a que los secuestradores aparezcan en la Red con sus exigencias.

—Si fuera un secuestro.

—Sí, señor.

—Cosa curiosa, encontrarte deseando que tu hija haya sido secuestrada, cuando ésa es la mejor opción con la que te enfrentas.

—Sí, señor.

Trost se volvió hacia MacCauley y habló con la jocosidad de una cobra.

—Yo creía que su gente iba a cuidar a Kelly por mí. ¿Cómo se llama ese embajador?

Los rasgos faciales de MacCauley se mantuvieron aplomados y en pose, pero sus ojos estaban inquietos.

—Kandinsky, senador. Equipo B, me temo. He tenido problemas para hacerle comprender los contornos más grandes de nuestra política. —MacCauley más bien evitaba mirar a su huésped a los ojos—. Uno de esos funcionarios jóvenes a los que tuvimos que recurrir para llenar las nuevas embajadas cuando la Unión Soviética se desmoronó sobre nosotros.

Trost tomó nota mentalmente de que el embajador probablemente fuera bueno. No podía imaginar una recomendación mejor para un profesional del servicio exterior que estar en la lista de aquellos a quienes Drew MacCauley desaprobaba.

—En defensa del departamento —continuó MacCauley—, Kandinsky tiene muy poco personal y una misión desgraciadamente inmensa. Azerbaiyán es el estado clave para todos esos asuntos del petróleo y del gas que usted ha estado escuchando. Su presidente tiene delirios de grandeza y yo lo he pasado muy mal tratando de hacer que llegara a un acuerdo con Chernomyrdin. Pero a Kandinsky sí se le pidió que cuidara de su hija. Como lo permitía la cantidad de personal con que cuenta.

Un leve cambio en la expresión de la analista atrajo la atención de Trost.

—¿Algo que agregar, Ginny?

Ella volvió a mirar a MacCauley. Y una vez más tomó la decisión correcta. Trost hizo una nueva nota mental: hacer que alguien del personal la siguiera con atención, para asegurarse de que MacCauley no la perjudicara.

—Señor... el gobierno azerí era plenamente consciente de que la hija de un senador norteamericano estaba trabajando como voluntaria en su país. El jefe de la Comisaría informó que el Ministerio de Seguridad tenía un control muy bueno de su paradero. Seguimientos y ese tipo de cosas. Probablemente algún monitoreo telefónico.

—No parece que hayan hecho un trabajo muy bueno.

—No es, exactamente, un vecindario —dijo la analista.

—Bien —MacCauley se dirigió a los presentes—. Debo hablarle con franqueza, senador. Toda esa región estaba mucho mejor cuando los rusos tomaban las decisiones.

Trost lo miró. Su mirada hizo que su anfitrión retrocediera físicamente.

—Dígame, Drew —preguntó el senador—. ¿Qué le parecería a usted que los rusos tomaran las decisiones en su vecindario? Me parece que los valores de la propiedad han bajado un poco en Chechenia en el último par de años. ¿Lo pronuncio bien?

MacCauley se ruborizó. Trost volvía a concentrar su atención en la analista.

—Dígame, Ginny. ¿Exactamente qué está haciendo el gobierno local para recuperar a mi hija?

—Señor, no tengo todos los detalles... para cuando la noticia se filtró en Bakú, ésa es la capital de ellos, el gobierno había decretado feriado por ese día. Nuestro embajador tuvo que rastrear a los funcionarios en sus casas, o en fiestas... o en locaciones privadas. Pero la embajada informa que ahora los azeríes están a los saltos. No quieren hacer nada que ponga en peligro el apoyo de los Estados Unidos. Y el embajador Kandinsky va a ir en persona a Yevlakh por la mañana. —Miró su reloj—. Es de mañana allí ahora.

—¿Este Kandinsky es un buen hombre, Ginny?

—Sí, senador. —Ella miró con cautela a MacCauley—. Pero de verdad está actuando con muy escasos recursos.

Trost se reclinó en su asiento.

—Bien, tal vez necesitemos enviarle un poco de ayuda. ¿Quiénes son nuestros expertos, quiero decir los verdaderos expertos, en ese lugar dejado de la mano de Dios?

La analista y MacCauley intercambiaron miradas. Luego MacCauley dijo:

—Bien, senador, usted sabe que con todos los recortes que hemos estado haciendo, con el achicamiento...

—¿Ginny? ¿A quién tenemos que sepa algo de ese lugar?

Ella lo observó con seriedad.

—Creo que ésa soy yo, senador. En cuanto concierne al Estado. Aunque el personal de la embajada tiene un mejor sentido diario de las cosas.

—¿Nos daría resultado mandarla a usted allí para ayudar a encontrar a mi hija?

Trost observaba los músculos del rostro de ella, los pensamientos en sus ojos. Ningún temor. Quería ir. Una mujer hambrienta, hambrienta de cualquier cosa. Muy buenas notas y relaciones fallidas en la escuela de graduados, luego dejada a la deriva en un mar de pequeñas y desagradables trampas. Y de asnos como MacCauley. Al senador le parecía que conocía la respuesta por anticipado, de manera que se sorprendió cuando ella dijo:

—He servido en ese país, senador. Ayudé a abrir nuestra embajada. Volví hace sólo unos pocos meses. —Apartó la mirada de los ojos de él—. Por mucho que odie admitirlo, una mujer se enfrenta a paredes de ladrillo. Una se da de cabeza contra ellas. Ese es todavía un mundo de hombres.

Trost sonrió tan levemente que una cámara no lo hubiese raptado.

—Le duele mucho decirlo. ¿No es así?

La analista parecía derrotada. Trost no quería que ella ya se sintiera vencida. La pelea recién empezaba.

—Senador, me indigna más allá de toda descripción.

—Usted es sincera, Ginny. Cosa rara en esta ciudad. Si alguna vez necesita trabajo, venga a mi oficina. Entretanto, dígame quiénes son los varones más calificados. Para ir allá y encontrar a Kelly.

Lamentó instantáneamente las palabras que había elegido. Creía en la suerte, a la que veía como algo frágil.

—Pues bien, francamente, el mejor hombre ya está en la escena. Al menos, el mejor que yo conozco. Es un teniente coronel del ejército. —Sonrió, pensando en algo privado—. Pero en realidad él es más bien un...

MacCauley la interrumpió.

—En realidad, creo que queremos minimizar la intervención de los militares en esto.

—Drew, ¿por qué no escuchamos bien a nuestra experta? Resulta que a mí me impresiona mucho su juicio. —Volvió su atención a la joven de los eternos círculos oscuros debajo de los ojos—. Hábleme más de este teniente coronel suyo.

Ella se movió como si tratara de encontrar una manera de estar parada que la volviera más convincente.

—Trabaja en la embajada. Como representante militar temporario. En realidad no tenemos un agregado militar allí debido a... Pero eso no viene al caso. Su nombre es Evan Burton, y ha estado en todas las zanjas de la región. Conoce a todos, habla los idiomas. Es...

Trost sonrió más abiertamente.

—Es exactamente como usted quisiera ser. ¿No es así, Ginny?

Ella se ruborizó.

—Así que —continuó Trost— ¿usted cree que este teniente coronel salvaje es el indicado para encontrar a mi hija?

La analista asintió.

—Él sabe cómo funcionan las cosas. Cuando yo estaba en la embajada... cada vez que tenía un problema, él me lo resolvía, o me lo explicaba... me hacía poner tan endiabladamente furiosa. —Miró a Trost a los ojos.

De repente, ocurrió algo terrible. Trost sentía el escozor de las lágrimas. Como en un relámpago, acababa de ver a Kelly de niña, corriendo hacia él con una sonrisa de alegría indisimulada. El senador se tomó un momento para recomponerse, tocándose los ojos con un pañuelo de monograma azul. Luego dijo:

—Bien, Drew, estoy seguro de que podemos poner a este teniente coronel a trabajar en el caso. Dele carta blanca y todo lo demás. Junto con todos nuestros otros esfuerzos, por supuesto. Hablaré con el secretario de Defensa al respecto, para estar seguro de que estamos cubiertos en ese frente. Y le telefonearé al presidente.

—Si es eso lo que usted quiere, senador.

—Eso es lo que quiero. —Volvió a pensar con más lucidez—. ¿La red NOIWON está en esto?

—Todas las terminales del mundo tendrían que tener el informe ya. Todos estarán alertas. Se va a saber. Siempre se sabe.

MacCauley se encogió de hombros, indeciso acerca de cómo contestar.

Trost concentró su mente en los negocios.

—Tendremos que preparar un informe para la prensa.

—Podemos manejar...

El senador levantó una mano.

—No. Mi oficina se ocupará de eso. Le mandaré una copia por el correo electrónico. —Observó a la analista, que parecía verdaderamente agotada—. Sólo para asegurarnos de que nuestro cuello y puños hacen juego. ¿Algo más?

MacCauley y la analista menearon las cabezas.

Trost se puso de pie. Se sentía como apaleado.

—Saben —dijo con voz más queda—, mi primer impulso fue correr allí y meter las manos en el problema. Subir a un avión esta noche. Sólo para estar más cerca de Kelly. Pero supongo que debería esperar por lo menos hasta ver qué quieren estos mal nacidos, hasta descubrir exactamente qué pasó. Sospecho que puedo interponer más influencias acá en la ciudad que las que podría mover allí atrás del más allá.

MacCauley empezó a decir alguna estupidez acerca de darle tiempo para actuar a la diplomacia, pero Trost se alejó, sin prestarle más atención. Había estado pensando en voz alta, una actitud atípica en él. Pero nada se sentía igual, ahora. Se sentía desusadamente solo. Indefenso. Se preguntaba adonde habrían llevado a su hija, quién lo había hecho, cómo la tratarían. Descubrió que Kelly era lo único en toda su vida que había podido amar sin egoísmo y en forma duradera.

Por primera vez, desde que podía recordar, el senador Mitchell Trust, estaba asustado.