Capítulo 5

Hay cosas que uno no olvida. En los últimos días, antes que la guerra entrara en su gran estancamiento, cuando la ofensiva armenia quebrara el país, Burton había estado como observador en el frente sur. Desarmado, miraba cómo un pueblo, que había sufrido terriblemente durante siglos, incendiaba las ciudades de otro pueblo, que no había sido lo bastante importante como para sufrir mucho antes de esto, y la naturaleza calcinada de la violencia se retorcía dentro de él, hasta que creyó que no podría soportar ver nada más. Un paisaje humano que había florecido durante milenios se disolvía. Los armenios eran, con mucho, los mejores soldados, y habían aprendido a planificar, mientras que los azeríes bebían y fanfarroneaban y disparaban sus armas demasiado pronto. Luego huían. Las mejores unidades trataban de escudar a los refugiados, pero las tropas Karabakh los desbordaban y los fusilaban; fusilaban a los sobrevivientes, a los heridos.

Previamente, con la suerte de su parte, los azeríes habían hecho lo mismo en las montañas. Luego los armenios reequipados invadieron las tierras bajas decididos a crear una zona muerta alrededor de sus hogares ancestrales. Para Burton, a quien le gustaban y respetaba a los armenios, y a quien le gustaban y era complaciente con los azeríes, la carnicería era tan hipnótica como innecesaria y, mientras miraba, se sentía cubierto de inmundicia, sabiendo, en una forma profunda, que no podía vencer con la lógica, que estaba mirando en un espejo. El colapso azerí era el último codazo que lo apartaba del largo camino que su vida había seguido.

Esa mañana estaba en un camino más mundano. Cuando abandonó el lecho de Heddy, donde le había robado una hora a su deber, Burton trepó somnoliento a un jeep de fabricación rusa conducido por su suboficial de la embajada. Viajaban hacia el sur bajo una luz de color naranja, rodeando la cabecera de tierra donde el camino abrazaba el acantilado por encima de los yacimientos de petróleo. Era un comienzo feo. El famoso salvajismo de las torres de petróleo desaparecía a medida que los buscadores de chatarra vendían el acero viejo, pero la tierra yacía negra, marrón y envenenada, allí donde se había dragado un siglo de petróleo. Habría sido un desafío amontonar más devastación ecológica por kilómetro cuadrado, que la sucesión de los barones del petróleo de fin de siglo, seguidos por la vanguardia del proletariado, habían logrado producir. Pasar por franjas de tierra arruinada lo helaba de una manera poco razonable cada vez que tenía que dirigirse hacia el sur.

El camino describía una curva desde el mar y los desechos de petróleo, con la cuesta al costado de ellos, y luego bajaba y se extendía a lo largo de una bahía. El nivel creciente del agua había arrasado un complejo de servicios playeros, dejando los enmohecidos toldos varados en el mar. La clase media de la ciudad todavía nadaba allí los fines de semana. Burton no habría puesto los dedos de los pies. Del lado de la tierra, planicies blancas, suaves como sábanas, se extendían hacia las sierras, y los niños que estaban al costado del camino vendían grandes sacos de sal que sus familias habían juntado. Figuras escurridizas atendían fogatas para el desayuno frente a las carpas. Hacia el sur, la nueva maquinaria petrolera se asomaba en grandes formas indistintas, como una superestructura tan amenazadora como naves alienígenas, que ocupaban la tierra y el mar.

Allí donde terminaban las planicies de sal, un cementerio de pertrechos militares espantaba bajo las sierras muertas. Algunos de los transportadores y tanques habían sido completamente perforados por los disparos, pero muchos más se habían arruinado porque algún recluta no había sabido lo suficiente como para controlar el aceite, y sus oficiales habían estado demasiado embelesados consigo mismos como para preocuparse. Había la cantidad suficiente de pertrechos reparables como para equipar a un regimiento, además de unos cuantos batallones extra para el ejército muerto de hambre, pero los azeríes se conformaban con dejar que todo se todo se oxidara, cuidado por un par de muchachos somnolientos. Una vez, cuando Burton había bajado para contar cuántos cascos había en respuesta a un mensaje de la AID (Agencia de Inteligencia de Defensa) que insistía en que los vehículos pertenecían a una unidad lista para el combate dispuesta a lanzar una contraofensiva, un niño de uniforme que portaba un rifle le había disparado una salva de tiros, después le había rogado que le diera un cigarrillo, contento de haber cumplido con su misión.

Luego venían los furgones. Alineados en los desvíos, embanderados con ropa lavada, docenas de ellos hervían de rehilados. Había más de un millón de refugiados desparramados en todo el país protegidos en los pliegues del paisaje, gente de un fatalismo y una paciencia notables, que esperaba día tras día un milagro que los llevara de vuelta a sus hogares con campos de melones y rebaños. Burton se había detenido a hablar con ellos cada vez que podía hacerlo, para recoger sus historias, para conocer a esa gente. Pero no lo aguantaba más.

En lugar de acostumbrarse al sufrimiento, se sentía avergonzado ante cualquier tolerancia por las penurias humanas. Ya no era el hombre adecuado para su trabajo, había dejado de ser despreocupado y eficiente, y esa mañana se veía como un ser especialmente inútil, que se escondía detrás de la rutina y las restricciones de su cargo. Casi le alegraba que la chica Trost se hubiera metido en problemas. Con todas sus confusiones, la situación le ofrecía la clase de objetivo claro que había ansiado durante tanto tiempo.

Hay cosas que no se olvidan. Y Burton nunca olvidaría la tarde en que sospechó por primera vez que dejaría el ejército. Las tropas Karabakh habían sacado la unidad, con la cual él se movía, fuera de una ciudad ferroviaria en la frontera iraní. Verdaderamente, el esfuerzo necesario no había sido demasiado grande, puesto que los azeríes se habían acostumbrado a ser derrotados y habitualmente escapaban antes de la primera ráfaga de tiros. No era su pelea, pero Burton se había sentido avergonzado cuando iba aferrado al costado del jeep, huyendo con los oficiales de ojos despavoridos cuyos soldados habían tirado al suelo sus armas para poder correr más velozmente. El coronel, un hombre bien conectado de interminables quejas y sin ninguna idoneidad, se detuvo detrás de un montecillo a un kilómetro de las últimas construcciones, ansioso por reunir la mayor cantidad de sus tropas como para protegerse a él mismo y su botín, dándose aires heroicos ahora, puesto que los armenios nunca continuaban hasta que hubieran dejado el asentamiento del que se apoderaran en un estado tal que era imposible volver a vivir en él. Era una guerra de aficionados que preferían el odio a la eficiencia.

Burton había estado acostado en el pasto achaparrado de la cuesta, con la tierra arenosa brillante de hormigas, observando la destrucción de la ciudad a través de un par de binoculares soviéticos excedentes. Los armenios fusilaban a los varones cautivos en edad militar, pegándole o disparándole al azar a cualquier otro habitante de la ciudad que hubiera quedado paralizado por la velocidad del ataque. Los disparos sonaban claramente, pero los sonidos humanos eran poco más que un murmullo, apagados por la distancia y el gruñido de las máquinas militares. Burton yacía en la tierra viendo cómo las bocas se abrían en un ruego inaudible antes de que las culatas de los rifles bajaran, y veía cómo florecían los primeros incendios, y cómo el humo negro ensuciaba el cielo. Ya lo había visto todo antes, pero nunca desde una posición tan clara y ventajosa.

Una pandilla de hombres en uniformes negros había tomado por asalto una casa al borde del asentamiento, arrancando la puerta. Arrojaban sillas y utensilios y montones de tela por las ventanas, vaciando la casa como si fuera un bolsillo. Luego sacaron a un hombre de cabellos blancos, empujándolo afuera con la parte plana de sus armas, azuzándolo con los caños. En esta película muda, los soldados reían exageradamente, pero era imposible entender la expresión del rostro del anciano. Entonces uno de los soldados sacó a una chica de la casa, tironeándola de los cabellos.

Burton nunca sabría exactamente la edad de la muchacha. Por su tamaño, suponía que tendría doce o trece años. Pero podía haber sido pequeña para su edad. No obstante, era muy joven. Se podía deducir por la torpeza de sus extremidades. El anciano alzó los brazos como si le suplicara a Dios. Una bota grande lo derribó. Los soldados no se tomaron la molestia de desnudar a la chica —a ambas partes les avergonzaba la desnudez—. Simplemente, la acostaron en el suelo con la falda levantada y su ropa interior arrancada y se turnaron. Cada vez que un soldado terminaba, la chica trataba de cubrirse, rodando sobre un costado, hasta que el hombre siguiente le apretaba el vientre contra un cajón o la aplastaba en el polvo. Burton miraba y no hacía nada, lleno de excusas legítimas, y sus binoculares se estremecieron una sola vez, cuando el último hombre terminó y le pegó a la chica tres tiros en el abdomen con su pistola. No se habían molestado en matar al anciano. No mucho tiempo después, los armenios lanzaron un mortero en un campo próximo y el coronel azerí decidió que era hora de continuar su retirada. Le ofreció a Burton un lugar en su jeep y un trago de su botella de coñac.

Ahora Burton recordaba continuamente a esa chica, como de costumbre. En la realidad de su experiencia no tenía facciones, pero se las imaginaba. La veía oscura, con el pelo suelto que le caía en cascada mientras los soldados la manoseaban, con las piernas desnudas tan flacas que no eran más que astillas, y sus diminutos zapatos negros. Veía las nalgas como flanes de los soldados cuando la montaban, con los pantalones que se habían bajado sólo hasta las rodillas. Y se veía a él mismo entre ellos.

Al principio luchó por racionalizar su descubrimiento, por acorazarse con las lecciones de la historia. Sabía que los hombres siempre librarían guerras y que era necesario proteger a las sociedades decentes. Le había llevado más de un año enfrentar aquello que había comprendido esa tarde: que ya no podía considerar el ser soldado como una profesión moral. No para él. Se podía ser un soldado honesto sólo hasta que se comprendía lo que significaba ser soldado.

Aunque ya no podía esconderse más de su propia conciencia, se abstuvo de gestos grandilocuentes. En lugar de renunciar, resolvió terminar su vigésimo año de servicio, recibir la pensión que se había ganado. El dinero de la sangre. Imaginaba ante sí la senda de un peregrino, y se decía que necesitaría dinero para ella, y no estaba dispuesto a renunciar a todo. La verdad era que estaba perdido. Sabía que, ante los demás, parecía el más seguro de los hombres. Ante sí mismo se sentía estúpido e ignorante, con la excepción de que sabía que no quería más ser parte del negocio de la violencia, cualquiera fuera el código o la tradición que la dignificara. Para el teniente coronel Evan Burton era como haber sido uno de esos violadores. Uno de los criminales glorificados que se lavaban las manos con sangre y se las secaban con una bandera.

—¿Le importa si le hago una pregunta personal, señor? —dijo el sargento Spooner. Con las ventanillas cerradas, habían pasado por la nube del purgatorio de una monumental planta de cemento, que emergía en el desierto achaparrado bajo un cielo azul teñido de verde.

Burton volvió a bajar el vidrio y el aire caliente entró como un puñetazo.

—No te lo puedo decir hasta que no oiga la pregunta. —Sabía que sería acerca de Heddy. Spooner tenía una pasión por ella que era tan grande como dos veces el tamaño de Cleveland y siempre encontraba la manera de sacarla como tema de conversación cuando viajaban juntos.

—Bueno... no sé... usted sabe, patrón, que simplemente no puedo ver a esa chica suya casarse con ese embajador estúpido. ¿De veras lo va a hacer?

Entraron en una aldea de viviendas construidas al costado del camino donde los chicos miraban el mundo desde portones de madera. Casi todas las familias se habían vuelto empresarias sirviendo a los camiones, que estaban del lado iraní, desde puestos hechos de madera terciada junto a la carretera. Refrigeradores retorcidos por el paso del tiempo se erguían blancos como un hueso al sol, y funcionaban por medio de conexiones con las líneas que corrían por arriba. Cigarrillos, gaseosas, latas de cerveza. Helados derretidos y pan. Comercio.

—Así se rumorea —contestó Burton con lentitud—. Sería un matrimonio muy bueno.

Spooner hizo un ruido de disgusto.

—Oh, vamos. No parece que ese tipo calculara que su pito sirve para poco más que una meada.

—Helmut Hastling es un diplomático distinguido.

—Es un desperdicio de una mujer bárbara. Si no le importa que lo diga.

Burton sonrió para sí mismo, seguro de que Heddy no sería desperdiciada, pero para nada seguro de que alguna vez sería feliz.

Más adelante, una mujer estaba parada junto a una mesa endeble atiborrada con algo color púrpura.

—¿Te parecen uvas, Spoon?

—Toda esa fruta lo va a matar —le dijo el suboficial. Pero frenó al costado del camino, contento con el esquema de sus viajes juntos. Cada vez que un viaje por el camino tenía que ver con temas sensibles, se convertía en el “Show de Burton y Spooner”. Burton ejecutaba su rutina del Club de la Salud con los vendedores de frutas, y Spooner esperaba su oportunidad. Luego, en el viaje de vuelta, con la tarea cumplida, Burton manejaría y se detendrían de tanto en tanto para que Spooner le comprara una cerveza fría a alguno de los puesteros islámicos para los que la religión se había venido abajo y convertido en una superstición y un repertorio de trabajos físicos.

Las uvas eran gordas y oscuras, rasgadas, agrias. La mujer que las ofrecía sonreía, con un vientre que era un bulto descuidado debajo de colores gitanos. Un niñito hacía payasadas contra su pierna, desnudo de la cintura para abajo. Burton arregló el precio, y luego preguntó si podía sacarle la tierra a la fruta. Siguió a la mujer a un corral embadurnado con gallinas y antiguos repuestos de máquinas y esperó mientras ella sacaba agua de un pozo. Metió las uvas en el cubo, y también las manos para sentir la deliciosa frescura, y luego se llevó el gran racimo mojado de vuelta al jeep, dejando una estela de frutas caídas detrás de sí. Partió un tallo repleto y se lo ofreció a su compañero, pero Spooner puso mala cara y se pasó una mano por sus cabellos cortados muy cortos.

—El agua que tienen encima me rasgaría las tripas por una semana. No sé cómo lo hace, patrón.

—Uno se acostumbra. —Volvieron al hilo de dos manos que conectaba dos mundos diferentes, Moscú y Teherán—. Un hombre puede acostumbrarse a casi cualquier cosa. Esa es la buena y la mala noticia.

—Volviendo a lo que estábamos hablando, sin embargo. Quiero decir... más me vale ser franco. Es como que me los imagino a usted y a Heddy como un equipo. Están bien juntos. Usted la hace sonreír como un tipo quiere hacer sonreír a una mujer.

Las uvas eran dulces con semillas amargas, y su carne era espesa y húmeda. Sí, pensaba Burton, y ni siquiera puedo hablarle. Y sé cosas acerca de ella que tú nunca sabrás.

—Heddy es grandiosa, Spoon. Pero confunde lo que quiere con lo que necesita. Si se le diera tiempo, descubriría que yo fui el mayor desencanto de su vida.

—Sigo pensando que están bien juntos.

—No es más que palabrerío, compañero. No me puedo aferrar a él. Estuvo aquí y pasó. ¿Estás seguro de que no quieres unas uvas?

Spooner meneó la cabeza. Era un sureño de los que tienen la cara huesuda y la mala dentadura que había frustrado la carrera de muchos comandantes de la Confederación.

—La última vez, cuando me convenció de que comiera ese melón, casi me muero. De cualquier modo, habla en serio, ¿no? Acerca de abandonar el ejército, ¿no ha cambiado de opinión?

—No paro de decírselo a todo el mundo. Pero vivimos en una época de incredulidad.

Un gran camión iraní, cuyo conductor era barbudo y usaba gorra, pasó a un chico que iba montado en un burro.

—Quisiera que me lo explicara aunque más no fuera una vez. Lo que quiero decir es que tiene una gran carrera por delante. Todos lo dicen. Podría llegar a ser general.

—Todos somos polvo a los ojos de Dios, Spoon. ¿Quieres una Coca? —Burton tendió la mano detrás de los asientos hacia la pequeña heladera que los mantenía hidratados en el camino.

—Esperaré. ¿Sabe, patrón? No lo comprendo. Por mi vida. Tiene a esa gloriosa mujer como para caerse muerto, que cruzaría el océano a nado por usted. Y usted simplemente se va. Tiene una carrera por la que otros oficiales apuñalarían a sus camaradas por la espalda, si me perdona la manera de decirlo, y simplemente, como si tal cosa, la abandona también. Quiero decir, ¿qué va a hacer con su vida?

Burton sonrió divertido por lo perfecto de la pregunta. Entraron en una ciudad donde se intersecaban los canales de irrigación y los caminos. Una enorme terminal de autobuses derrengada empequeñecía las casas, con jardines como una jungla de frutas y verduras. Podría haber otro largo trecho de desierto, con sierras grises elevándose hacia el oeste y luego la campiña se volvería verde y las casas se harían más grandes y más frecuentes, y el agua volvería a estar cerca, y las sierras se convertirían en la barrera montañosa que concentraba a los ejércitos nómades y ahora también los camiones diésel a lo largo de la costa.

—¿Qué voy a hacer con mi vida?—dijo Burton paladeando la pregunta como si fuera fruta—. Te lo dije, Spoon. Simplemente voy a caminar. Me voy a poner una mochila y andar. Soy un hombre caminador.

—¡Vamos, señor! Tiene que tener algún plan. Los hombres grandes no hacen cosas así.

Pero él lo haría, pensaba Burton. Sus amplias tareas lo habían dejado con viejos pagos casi intactos, con buenas inversiones y una media pensión. Calculaba que podría viajar durante mucho tiempo. Ver si podía aprender algo, después de todo. Tratar de hacer que las cosas tuvieran sentido. Era lo suficientemente maduro como para saber que la revelación tenía tantas posibilidades de presentársele a uno en McDonald’s como en el Tíbet. Pero se decía que no iba en busca de revelaciones dramáticas. Sólo quería conocer el mundo y a los hombres y mujeres que lo habitaban, incluido él mismo, un poco más. Para ver si Dios era realmente detallista.

—¿Música? —preguntó Burton, sin ganas de seguir hablando. Spooner era bien intencionado. Cinco años más joven que Burton, parecía y actuaba como si fuera diez años mayor, y tenía la buena costumbre de los suboficiales de desear que su oficial fuera el mejor y de querer lo mejor para él. Burton valoraba al hombre y lo cuidaba. Pero había algunas cosas para las que no encontraba las palabras.

—Sí, supongo que es hora de oír música.

Burton sacó una moneda.

—Dilo.

—Cara.

Salió ceca.

—Ganaste —mintió Burton.

—Steve Earle.

—Ya lo tienes.

Burton se inclinó para atrás, por encima de su asiento, hacia el revoltijo de casetes que guardaban amontonados en una pequeña bolsa de papel. Spoon había montado un pequeño equipo estéreo, de manera tal que los parlantes estuvieran escondidos para los ladrones y el aparato se pudiera desconectar y esconder debajo de un asiento, cuando estacionaban. Spoon era aficionado a la música country, lo cual era casi un requisito para ser suboficial, pero, afortunadamente, sus gustos incluían la nueva música country que tenía algo que decir y la vieja música con su intensidad dolorosa —y no sólo la cosa mecánica de una línea de montaje de Nashville. Juntos, los dos hombres habían ido hasta el fin del mundo ida y vuelta, escuchando a Johnny Cash cantarles a los vagabundos y a John Coltrane describir un amor supremo, mientras los países se marchitaban a su alrededor.

—“Ciudad de la gui-tarra” —canturreaba Spoon, sonriendo y apretando el acelerador. Pero cuando la canción terminó, el suboficial tendió la mano para bajar el volumen.

—Así que... señor, supongo... ¿ya tiene un plan para recuperar a la chica? ¿Para sacársela a Galibani? Quiero decir, si es que él la tiene.

Burton emitió una risa breve.

—Cielos, Spoon. No sólo no tengo un plan. Ni siquiera tengo una pista.

—Sólo pensé que sabía algo que no decía. Usted es así, ¿sabe?

Burton sonrió. Y de repente comprendió por qué había estado pensando en la niña violada allí en el frente. Era parte de la maraña de temores que tenía acerca de Kelly Trost.

Como si leyera la mente de Burton, Spooner dijo:

—Tengo que decírselo, señor. Estoy preocupado por esa muchacha. Parece una buena chica. Y para decirle le verdad, siempre me impresionó como alguien que sería muy atractiva, si se lo permitiera. Detesto ver este final terrible, ¿comprende?

—Cinco puntos de reprobación por el sexismo, Spoon. No se supone que tu compasión deba aumentar por los atractivos de la víctima.

Spooner golpeteó el volante con una mano, marcando el compás.

—¿Eso no es una mierda, acaso? Como si no fuera natural sentir más lástima, por ejemplo, por Michele Pfeiffer que por una de esas profesoras lesbianas. No se puede cambiar la naturaleza humana, patrón. Ni siquiera mediante una ley. Ni siquiera con un montón de leyes. Lo que quiero decir es que si el buen Dios no quisiera que nos gustaran más algunas mujeres, ¿por qué las haría más atractivas?

La carretera se desvió hacia el desierto y las líneas de energía cruzaban el horizonte. Pasaría una hora antes de que volvieran al mar.

—¿Te parece justo, Spoon? ¿Que el aspecto de una persona determine la forma en que vive?

El suboficial hizo un gesto como si Burton hubiera tratado de venderle una mula disfrazada de caballo.

—Como si yo fuera Brad Pitt o algo así. ¿Desde cuándo es justa la vida? —Meneó la cabeza—. Todo este asunto del feminismo. Como si uno pudiera obligar a un tipo a querer algo que no quiere. Sólo explíqueme por qué todos esos grandes escritores y tipos como ellos tienen la teoría acerca de la razón por la cual la gente normal tiene la culpa de algo —gruñó—. Al diablo con ellos, después de todo. Yo supongo que los hombres y las mujeres van a seguir haciendo bebés y disfrutando al hacerlo. Digan lo que digan los libros.

Burton pensaba que el sargento Spooner era la cáscara de banana que los intelectuales disconformes con la farsa de Dios habían estado pisando desde que el primer artista persuadió a la primera graduada universitaria de que posara desnuda para una pintura rupestre. Pero en Spooner había más que lo que el hombre mostraba. El suboficial había organizado el apoyo voluntario de la embajada para un orfelinato donde los niños habían estado viviendo en circunstancias bestiales, y trabajaba como un esclavo en el lugar en todos sus pocos momentos libres. Aunque la imagen estándar del sargento duro le parecía tan cómoda como un par de jeans viejos, no había maldad en Spooner. Sólo sufría de la incapacidad masculina para admitir gestos de nobleza.

El suboficial subió el volumen del reproductor de casetes, sólo para volverlo a bajar un instante más tarde.

—No sé —dijo—. Tal vez soy un tonto por una cara bonita. Tal vez soy estúpido e injusto y retrógrado y todo, pero todo este asunto con la chica Trost simplemente me devora. Quiero decir, aquí está ella tratando de ayudar a esa gente. Tal vez no lo hace del todo bien, y tal vez a veces se pone desdeñosa. Pero, por Dios, está intentándolo. Y la agarran del trasero y le hacen quién sabe qué. Simplemente no está bien. —A Spooner se le endureció la expresión de su rostro—. Sólo quisiera que la chica sobreviviera para que pudiera vadear por toda la mierda contra la que los jóvenes luchan actualmente y levantar la cabeza bien derecha. Sólo quiero que viva. Y me siento impotente e inútil y estúpido como una piedra, ¿comprende?

Sí. Burton comprendía.

El hijo menor del Haji Mustafá Galibani —una prueba elocuente de su perdurable virilidad— corrió hacia su padre con una expresión que mezclaba el deleite floreciente con el temor. Los pantalones del niño regordete ondeaban hacia abajo desde el lío de nudos que su madre le había atado en la cintura y él se movía dando pasos incoherentes que todavía no habían empezado a expandirse hacia la hombría. El chico extendió los brazos envueltos en ropas blancas para abrazar a su padre y, con un chillido, los cerró en torno del muslo del hombre.

Galibani palmeó la cabeza del niño, y luego deslizó su mano hacia un hombro. Los huesos del niño se sentían frágiles, inocentes, y Galibani decidió que un gesto tan casual no era suficiente. Alzó al niño en sus fuertes brazos, contento con el buen peso de quien era sangre de su sangre. Pronto el niño estaría demasiado grande como para alzarlo, y él mismo estaría demasiado viejo. El hijo alzaría al padre. La idea llenó a Galibani de una tristeza dulzona.

—Bueno, bueno —dijo el hombre—. ¿Qué es esto? ¿Dónde está Baba? Tendrías que estar con Baba.

—Baba es malo.

La expresión del niño se afirmaba en torno de un temor recordado. Galibani sonreía.

—¿Y por qué es malo Baba? ¡Creía que Baba era la persona que más te gustaba después de mí!

Su hijo meneaba la cabeza.

—Baba es malo. Baba es perverso. No lo quiero más. ¿Me das un Snickers?

Galibani empezaba a preocuparse. Se suponía que el baba del niño, su cuidador, no debía permitir que el niño estuviera fuera de su vista. Jamás. Pero al hombre no se lo veía en ninguna parte. A Galibani no le gustaba esta clase de pequeños misterios. Le encantaban los grandes desafíos, pero los problemas que tenían que ver con los detalles lo enfurecían.

—No has comido la comida buena. ¿Cómo le puedo dar a mi hijo un Snickers cuando todavía no ha comido su comida buena?

El niño sonrió.

—¡Tú puedes hacerlo todo! ¡Todos lo dicen!

Ah, pensaba Galibani. Tal vez este niño se convierta en un líder político. El niño sabía qué decir con tanta seguridad como una mujer inteligente. Bajó a su hijo al suelo y luego, agachándose, le tomó la mano.

—Bien, ¿dónde está Baba?

El niño señaló el televisor y videograbador de pantalla gigante que dominaba una pared de la habitación que era una mezcla de la oficina y cuarto de recepción de Galibani.

—Quiero volver a ver El Rey León.

—Algún día tú serás el rey de los leones. Y bien... ¿dónde está tu baba?

—Baba es malo. Quiero un Snickers.

Esta vez la pregunta de Galibani no necesitó una respuesta. El guardián del niño había aparecido en el vano de la puerta, con el rostro limpio de cualquier expresión que estuviera por encima de la humildad.

El niño siguió la mirada de su padre, y luego tironeó de sus dedos.

—Baba dijo que me pondría en el cobertizo del burro. Dijo que allí hay una mujer diabla que me devorará.

Galibani mantenía la mirada firme. Y veía que el hombrecito que estaba en la puerta comprendía claramente que había hecho algo malo. Tenía una joroba en un hombro y una oreja grotescamente hinchada y ahora se encorvaba más que nunca.

—Me estás lastimando la mano.

El niño empezaba a llorar.

Galibani volvió a tomar al niño en sus brazos. Tranquilizándolo con sus palabras, atravesó el cuarto en dirección al cuidador.

—Llévaselo a su madre. Y luego vuelve a mí. De inmediato.

Los ojos del guardián se llenaron de terror. Sí. Sabía, por cierto, que había hecho algo malo. Y quienquiera que le hubiera contado al hombre lo de la chica también había hecho algo malo. Le pedirían cuenta de todos estos errores.

Galibani no tenía tiempo que perder en esta felonía menor, era mediodía, y los norteamericanos podían llegar en cualquier momento, aunque sospechaba que pasarían una o dos horas antes de que su vehículo trepara hasta la cima de la colina. Había estado pensando —pensar era lo que lo hacía un gran hombre— y no había terminado su meditación. Los temas involucrados eran complicados, y había que manejar las cosas de manera de obtener las mayores ventajas. Estaba seguro de que podía poner en deuda con él, por lo menos a dos de las partes involucradas, y quizás a más. Pero también era una insensatez tratar de montar demasiados caballos al mismo tiempo.

El hombrecito aterrorizado reapareció. Tenía un rostro simple y confiable, pero Galibani sabía que no se podía confiar eternamente en ningún hombre o ninguna mujer. Se podía extender la confiabilidad sólo por medio de una combinación de temor y obligación.

—Quítate la camisa —le dijo Galibani al hombre.

Tembloroso, alzando los ojos y luego volviéndolos a apartar, el hombre hizo lo que se le había ordenado.

—Dobla el extremo de la alfombra. Más. Mantente lejos del televisor.

El hombrecito lo miro una última y desesperada vez. Su boca formó una palabra, pero no pudo producir el menor sonido.

—Acá. Delante de la mesa. Arrodíllate.

El hombrecito obedeció una vez más.

—Extiende las manos hasta la mesa.

Galibani se quitó el cinturón y envolvió el puño en la hebilla. El peso de las tachas de plata tiraba de la tira de cuero hacia abajo.

—Por favor... Excelencia... No tuve ninguna intención —decía el hombre arrodillado.

La fuerza del primer latigazo hizo caer al hombre de panza sobre el piso.

—Levántate —dijo Galibani con calma—. De rodillas. No toques la alfombra. ¿Quién te contó lo de la chica?

El hombre postrado apartó su cuerpo de su lecho de piedra.

—Bey-effendi... todos lo saben..., hasta en la aldea...

Galibani le pegó con más fuerza esta vez, haciendo brotar sangre justo debajo de la protuberancia desagradable del hombro del hombre. Galibani siempre había tenido una inclinación caritativa por los inválidos y los desgraciados. Los ayudaba en público, hasta había hecho entrar a éste en su hogar. Ahora se acusaba de estupidez. Tal vez el alma del hombre fuera tan deforme como su espalda jorobada. Tal vez Alá hubiera querido castigarlo. ¿Y cómo iba a interferir un hombre con la voluntad de Dios?

El hombre había vuelto a desplomarse, pero Galibani no esperó. Lo azotó por tercera vez, disfrutando de la buena tensión de sus músculos, haciendo retroceder el brazo sobre el hombro antes de lanzar todo el cuerpo hacia adelante. El cuero descendió con el ruido de un disparo. Luego se montó a horcajadas del cuidador de su hijo. El hombrecito se protegía la cara y la cabeza con las manos como mejor podía, gimiendo, y Galibani, que odiaba la debilidad en los hombres, le asestó dos golpes más.

—¿Quién te contó lo de la chica?

El hombre lloraba como una mujer.

—Yasmin —dijo, en medio de sollozos que deformaban el nombre—. Yasssminnn.

—Levántate. Vete de aquí. No dejes tu sangre inmunda en la alfombra.

El hombre se escabulló con la camisa hecha una pelota en sus manos, gimiendo, con la espalda reluciente de sangre.

El Haji Mustafá Galibani había adquirido un cierto grado útil de religión y de su correspondiente vocabulario con el cambio de los tiempos, y estaba orgulloso de la noción de que contemplaba a Alá y al Profeta, la Paz sea con Él, durante varias horas seguidas, aunque en verdad todo lo que hacía era soñar despierto con un Corán que no había leído. En realidad no había hecho el Haj, la peregrinación religiosa a la Meca, pero había viajado hasta Abu Dhabi por negocios, y lo halagaba el título que le había caído después de insistir un poco. El mundo había cambiado bajo los pies de los hombres, y los centros de poder y de ganancias se habían trasladado, y él había construido mezquitas en tres de sus aldeas más grandes en los últimos tres años. Había llegado a considerarse a él mismo romo un hombre cuya vida estaba en consonancia con la verdadera religión, e impartir justicia entre su gente le provocaba más placer que el que le había causado en el pasado. Retrospectivamente, le parecía notable que tantos de sus actos aún durante la época soviética hubieran sido indudablemente placenteros para Alá. En cierto sentido, Alá siempre lo había acompañado, guiando su mano.

Era obvio que el personal de la casa supiera lo de la chica. Y la aldea. ¡Qué tonto había sido! ¡La codicia era la perdición hasta de los poderosos! Él no había querido retener a la chica aquí, su instinto había estado en contra de eso. Pero había tomado una decisión precipitada, preocupado por el temor de que si él no controlaba personalmente a la cautiva, estos locos abusarían de su hospitalidad y protección para después abandonarlo sin ningún provecho. Todas las promesas eran polvo. Y los extremistas religiosos eran idiotas impíos. Si se los dejaba librados a ellos mismos, dilapidarían el fruto de sus esfuerzos, mientras él, el Haji Mustafá Galibani, veía una docena de maneras de sacar provecho de la posesión de esta joven especial. Reía en voz alta. Ellos ni siquiera habían entendido quién era ella.

Eran estúpidos, y los estúpidos siempre eran peligrosos. Cuando regresó esta mañana, después de dos días de hacer negocios nada desagradables en Lenkoran, le había consternado las condiciones en las que habían mantenido a la chica. Había ordenado que se la bañara, que se la vistiera con ropa limpia, y que se la tratara con decencia. Ellos alegaban ser hombros religiosos, pero trataban a una chica bonita como a la peor de las bestias —algo que no sólo podría provocar innecesarios pedidos de venganza, sino que también podrían devaluar el valor comercial de ella. A los fanáticos había que vigilarlos con un revólver preparado en el bolsillo. El Haji Mustafá Galibani tenía la intención de sacar un gran provecho de entregarle la chica a la parte correcta en el momento justo, mientras dejaba a los extremistas —que ensuciaban las enseñanzas del Profeta, la Paz sea con Él— pagar el precio justo por sus actos.

Y había tantas posibilidades. Todos querían a la chica. Él había sido lo bastante sabio como para ver la oportunidad cuando ésta se posaba en su techo. La idea debería de haberlo complacido. Pero su día tenía un matiz de amargura. ¿Qué pasaría si algún tonto dejaba caer una palabra suelta entre los americanos? El hombre de la embajada, Boor-tan, tenía fama de inteligente. ¿Habría sido una insensatez invitarlo aquí? ¿Y si se veía obligado a matarlo? ¿A hacerlo mientras el hombre era su invitado? ¿Tal vez había sido demasiado impaciente? La idea de que pudiera haber cometido un error enfurecía a Galibani. Limpió su cinturón mojado con la mano, se lo puso alrededor de la cintura, y salió de la habitación dando grandes pasos.

Se decía que tenía que asegurarse de que sus instrucciones con respecto a la chica se estuvieran cumpliendo. Pero la verdad era que quería volver a mirarla. Le recordaba a Sharon Stone. Por cierto que la chica no tenía la belleza plena de la actriz ni su atractivo, pero hasta degradada por la mugre era joven y occidental y muy rubia. Galibani nunca había poseído a una rubia occidental, sólo a falsas rubias rusas que resultaban ser tan oscuras como sus almas. Sabía que sería lo suficientemente hombre para una mujer occidental, todas ellas sólo querían sexo brutal y no podían ser controladas por sus débiles varones. Lo enojaba especialmente pensar que la chica que tenía en su poder probablemente ya habría tenido muchos, muchísimos amantes, a pesar de su juventud.

En la sabiduría solemne del Haji Mustafá Galibani, el vídeo Bajos instintos captaba perfectamente la decadencia de Occidente. Mujeres que no tenían una mano firme que las sujetaran se convertían en seres voraces, prisioneras del apetito sexual. Eran demasiado débiles como para resistir el aguijoneo constante de su carne. Aunque Galibani nunca había llegado más al oeste de Kiev, sabía que todas las mujeres de Europa y los Estados Unidos traicionaban a sus maridos, entregándose a orgías inimaginables. Todas las películas de Sharon Stone eran instructivas al respecto, y él importaba copias piratas de Estambul o Varsovia en cuanto estaban disponibles. Pero Bajos instintos seguía siendo su preferida. Era impensable que se pudiera ser tan complaciente con las mujeres, y la desvergüenza de la actriz, su belleza desperdiciada, le hacían querer taparse los ojos horrorizado. Había visto la película más de veinte veces.

Galibani atravesaba, a grandes pasos, el laberinto del hogar que había construido con su sudor y su inteligencia. Guardaespaldas, parientes, sirvientes... todos se apartaban de un salto de su camino, conscientes de que hasta ese momento el día no había sido muy bueno. Abría puertas y las cerraba de un portazo detrás de sí, apartaba cortinados, maldecía la resistencia del aire. Finalmente penetró en un corredor bajo que tenía cuartos que hacían las veces de depósitos a ambos lados. Una puerta tosca se abría a los pastos traseros, lo que era tanto una medida práctica para los animales que se alojaban allí durante el invierno como una de las salidas irregulares ubicadas de manera tal que él pudiera huir de su propio hogar en una emergencia. Sentado en una silla al final del corredor, un hombre de barba descuidada sostenía un rifle automático en su regazo. Un hombre más joven estaba sentado con las piernas cruzadas en el piso próximo. Él también tenía barba, pero su vello facial estaba delicadamente recortado y su atención había estado sumergida en un libro, un ejemplar repujado del Corán. Cuando vieron a Galibani, los dos hombres se pusieron de pie de un salto con las bocas abiertas.

Galibani los obligó a hacerse a un lado sin siquiera tocarlos, en realidad. El lector empezó a protestar. Antes de que el hombre pudiera darles forma a las palabras suficientes, Galibani abrió violentamente la puerta del cobertizo trasero que se había convertido en la cárcel de la joven.

La chica estaba en cuclillas con su piel blanca en una tina redonda mientras Yasmin le echaba agua sobre los hombros. En cuanto apareció Galibani, la vieja dejó caer al suelo el jarro que tenía en las manos, y éste se hizo pedazos. Ella dio un paso atrás, cubriéndose la desnudez de la boca.

La desnudez de la muchacha, que había estado enferma, era diferente. Trató de ponerse de pie, de cubrirse, y luego se desplomó en el agua poco profunda, enroscándose hacia adelante, ocultando los pechos, el rostro. Pero Galibani la había visto, había visto su palidez impactante, su palidez reluciente. Y su color.

El último freno cedió y las emociones de él echaron a correr. Apartó los ojos de la chica, pero se adelantó con rapidez y agarró a Yasmin, la traidora, la vieja puta, la mentirosa. En su mano, el brazo de la vieja tenía la fragilidad de la paja. Él lo quebró y ella gritó. La chica también gritó, y las voces de los otros hombres se alzaron en un griterío detrás de él. Galibani no hizo caso del ruido y sacó a la anciana del cobertizo, arrastrándola del brazo roto.

Mientras la llevaba por el pasillo le pegaba con los puños, pateándola cuando caía, y luego poniéndole el pie en la espalda. Gruñendo, la alzaba sólo para volver a tirarla con sus golpes. Los huesos de ella se desintegraban y los gritos se convirtieron en jadeos. El hombre más joven trató de frenarlo, sorprendiéndolo y enfureciéndolo todavía más, y Galibani lo apartó de un golpe, gritando insultos. Cayó a horcajadas sobre la anciana, rasguñándose las rodillas, y tomó la cabeza de ella con una mano, golpeándola contra el piso una y otra vez. Ya no estaba disciplinando a una vieja perra sirvienta, les estaba pegando a muchas mujeres, a todas las mujeres, a su esposa, a las actrices inalcanzables, a la chica de la tina. Encorvó la espalda, y, con un rugido terrible, quebró la cabeza de la mujer hacia atrás. El hueso chasqueó y se astilló, y la vida la abandonó. Después de darle dos golpes reflexivos más, se enderezó, jadeante, empezando a darse cuenta de lo que había hecho.

La anciana había estado mucho tiempo con la familia. Este era un mal final. Pero no era culpa de él. Ella se lo había buscado. Las mujeres siempre se buscaban las cosas. Eran monstruos engañosos. Alzó las manos, y luego los ojos, hacia el cielo, pero sólo vio una telaraña en un rincón del cielo raso.

Oía un plañido que venía de otro mundo. Lentamente, se dio cuenta de que era la chica, cuya desnudez había visto. La recordaba con exactitud. La tirantez de los músculos y de la piel. Su color fabuloso. La cabellera de una actriz. No recordaba su rostro.

De golpe, se volvió hacia los dos hombres que procedían de la facción de los fanáticos, los estúpidos que habían empezado todo esto.

—Cubran a la chica. Denle algo con qué cubrirse. Tráiganle una cama. —Pensó un momento—. Luego átenla a ella. Y tápenle la boca. Hasta que yo diga que se la pueden destapar.

El hombre más joven, el que había estado leyendo el Corán, empezó a hablar, y luego se detuvo.

Galibani abandonó el corredor, pisando de manera tal que sus botas no entraran en contacto con el cadáver marchito. Volvió sobre sus pasos a través de la casa y se arrojó en el gran sillón que estaba en la sombra detrás del enorme escritorio. Sólo entonces notó la sangre que tenía en las manos. Se limpió los nudillos en los costados de sus pantalones oscuros. Luego gritó. Ni siquiera formó una palabra, pero un sirviente aterrorizado apareció de inmediato.

—Tráeme a mi hijo —gritó Galibani—. ¡Tráeme a mi hijo!

Era terrible el destino que la vieja se había buscado. Cosas así no debían ocurrir. No en su casa.

El niño apareció en el vano de la puerta, con su baba encorvado detrás de él. El niño reía, con dos dedos en la boca. Era como si fuera el único ser de la casa que no se daba cuenta de lo que había pasado. O tal vez era que sabía que no tenía que tener miedo. Nunca.

—Déjalo —le dijo Galibani al lisiado. Con una mirada carrada de duda, el cuidador se retiró arrastrando los pies.

Galibani sonrió y abrió los brazos, girando en su sillón. El niño rió y cruzó la habitación para arrojarse sobre él. Se besaron muchas veces, y las manos que acababan de ocuparse de otros menesteres acariciaban el cabello, los hombros, la espalda. Galibani le dijo al niño que se tapara los ojos y luego buscó en una gaveta del escritorio y sacó una de las barras de golosina envuelta en papel marrón del tamaño de una caja de cartuchos.

—Abre los ojos —ordenó el padre.

El niño aplaudió con sus manecitas y luego se apoderó de su premio.

—Sniiickers —declaró. Su padre lo ayudó a arrancar la envoltura y luego lo sentó en la tapa del escritorio.

—Ahora veremos una película —le dijo—. Miraremos juntos una película maravillosa.

El niño ni siquiera se volvió.

Con gestos ya muy practicados, Galibani encendió el televisor y pasó de la recepción satelital a la videograbadora, luego insertó una película. No estaba completamente rebobinada, pero no importaba. Padre e hijo conocían el argumento de memoria. Galibani aumentó el volumen del sonido, pero no tanto como para no poder oír si un vehículo se acercara, y volvió a sentarse sosteniendo al niño contra su pecho mientras las manchas de chocolate cubrían su carita y se volcaban sobre las camisas de ambos. Cuando la golosina se acabó, Galibani apretó al niño con fuerza contra él, mejilla a mejilla primero, hasta que el chico se quejó de sus patillas, y luego contra su pecho. Más tarde, miraron los hermosos colores y milagros de Aladino y las lágrimas brotaron en los ojos del padre cuando pensaba en la crueldad de la vida y la perfidia de la carne y lo transitorio del esplendor mortal, mientras el hijo reía, y esperaban la llegada de los americanos.