Capítulo 7

Heddy abandonó el aeropuerto de Colonia-Bonn en un taxi que no era para nada un taxi. No le dio instrucciones al chofer y éste no le hizo ninguna pregunta. Todo estaba claro y bien planeado, tan preciso y geométrico, y mortalmente aburrido, como la campiña que se esfumaba y las viviendas que se amontonaban a los costados de la autopista. Era domingo en Alemania, un día que era una cárcel, y ella se sentía como si la hubieran desangrado al llegar.

Desde el punto de vista del tiempo, era un hermoso día. El sol tenía un ataque desusado de generosidad y las pocas nubes que se dirigían al sudoeste, sobre las Ardenas, eran fáciles de descartar. El Rin marrón relucía cuando cruzaban el puente grande. Verdes colinas salpicadas de casas de campo apretaban a una ciudad vieja y hermosa contra el río, y todo esto era su propia tierra, confiable y sorprendentemente solitaria. Los automóviles pasaban veloces y correctos, con sus ocupantes alertas que pasaban de un régimen a otro, desesperados por exprimir todo el jugo que la semana les debía. Conocía a esta gente; sus hábitos y prejuicios le habían dado forma a su vida. Los había despreciado, por supuesto, de acuerdo con la moda de la época, riendo en compañía de sus amigas y de hombres inteligentes de “Herr Meier”, pero, en realidad, ella no había cuestionado nunca su lugar de pertenencia. Ahora se sentía extranjera, al mismo tiempo privilegiada y víctima de un naufragio, mientras observaba su heredad a través de los ojos del hombre al que amaba.

El chofer dobló en una de las salidas de Bonn, y las calles limpias y equitativas se precipitaron hacia ella. Entraron en un barrio donde las casas, uniformemente blancas con paredes cubiertas de flores, estaban frente a hileras de casas particulares urbanas. Las calles empedradas gruñían bajo los neumáticos. La casa de mala fama, donde un general anciano le había pegado un tiro a su amante izquierdista antes de suicidarse, apareció y quedó atrás, y sus fantasmas eran la única insinuación de pasión que Heddy podía imaginar para este mundo confortable y seguro.

Siempre había sido práctica, con una vida a la que le había dado forma la ambición desmedida que mantenía muy bien escondida y por su habilidad para pensar con rapidez y trabajar duro. Creía que había hecho buenas elecciones, y su vida privada había sido de una libertad preservada y de placeres controlados. Sus amantes habían sido hombres serios, generalmente mayores que ella y con talento para esto o esto otro. Nunca había sido de las que tienen amoríos de vacaciones o la cruda mecánica de la carne. Entonces conoció a Evan, al que al principio había considerado como un americano inocente, delicioso y poco exigente. Y aprendió que ella no era, en absoluto, una buena jueza de hombres, y que no se conocía, y que la pasión no sólo existía sino que, además, era adictiva.

Una parte de ella deseaba no haberlo conocido nunca. Había echado a perder tantas cosas, entre la cuales la paz de su mente no era la menor. Helmut, por otra parte, era el compañero con el que había soñado: distinguido, de maneras brillantes y confiablemente rico en un estilo que llevaba generaciones lograr. Le había telefoneado al personal de su casa en Bad Godesberg para que abrieran el lugar, de manera que ella no tuviera necesidad de alojarse en un hotel. Mañana despertaría a un café servido en plata Jugendstil y a una vista del Rin. También estaba la casa de Hamburgo, con sus interiores Biedermeier y el jardín donde un poeta se pegó un tiro por amor, durante un brote de cólera.

Aunque se presentaba a ella misma como una chica oriunda de Hamburgo, Hedwig Seghers había nacido en Bremen, con sus brumas, su ladrillo y su monotonía, y su familia ancló allí hasta que el ascenso de su padre lo trasladó a un cuartel general naviero a través de las llanuras de Hamburgo. Ella había crecido con privilegios intelectuales, un piso más elevado que los de su familia, y con una disciplina que la mantuvo a flote a través del surgimiento del Grosse Freiheit sin el menor peligro de zozobrar. El hogar anónimo de clase media de su familia estaba a apenas un kilómetro de la mansión familiar de Helmut, pero, en los días de su infancia, bien podía haber estado del otro lado del océano.

Ahora la habían invitado a entrar. Y quería ir. Lo único que la retenía era un amor obsesivo, idiota, irracional y risible por un hombre que en realidad no la quería, al menos no de la manera en que ella lo quería a él.

Era una mentirosa, y lo sabía. El enamoramiento había quedado muy atrás. Estaba enamorada de la manera en que sucedía en esos libros que las mujeres desilusionadas empuñaban con fuerza en los tranvías. Helmut era maravilloso y perfecto, y nunca la sorprendería ni bien ni mal. Evan era... Evan. Probablemente se iría a la tumba tan pobre como un estudiante, y podría no encontrar nunca el lugar adecuado dónde estacionar su corazón, y siempre estaría a medio paso delante de ella. Ni siquiera se trataba de sexo. O no sólo de sexo. Aún después de hacer el amor ella se aferraba a él como nunca lo había hecho con otro hombre, y quería estar con él, tocarlo con inocencia, respirar el aire que él respiraba. Pensaba en él mientras el taxi que no era un taxi doblaba por una callejuela, y luego se colocaba en ángulo entre un par de portones de metal que se abrieron automáticamente cuando ellos se acercaron.

Nadie salió de la casa para recibirla, pero eso era rutina. Con el taxi esperando con el motor apagado, ella siguió el sendero entre las últimas rosas del verano y sólo entonces notó a los guardias que acechaban entre los árboles.

La puerta se abrió antes de que ella pudiera oprimir el timbre, y un rostro conocido le sonrió.

—Fraülein Seghers —dijo el hombre—, qué gusto volver a verla.

—No seas imbécil, Oskar —le dijo Heddy. Habían sido amantes hacía años, cuando ambos fueron asignados a la embajada en Budapest. El episodio no había dejado huellas en ellos respecto del otro—. ¿De qué se trata todo esto?

—Entra. Siéntate. Ya lo sabrás.

La condujo al salón. Ella había estado en la casa con frecuencia para recibir instrucciones o discutir algo, pero esta vez la esperaba una sorpresa.

En medio de la decoración costosa, poco imaginativa, sentado justo debajo de un cuadro institucional acerca del cual Evan le habría hecho una broma, la esperaba su jefe.

Su verdadero jefe.

El gran jefe.

—Herr Minister —dijo ella, perdiendo el equilibrio por un instante—. Perdóneme, yo...

—No hay nada que disculpar. Absolutamente nada. —El hombre sonreía como si estuviera posando para la tapa de una revista—. Por favor, Fraülein Seghers, siéntese conmigo unos minutos. Luego la enviaremos a que siga su camino hacia esos insufribles colegas suyos del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Heddy se sentó, deseando haberse detenido en el aeropuerto para peinarse y alisar su ropa. No sabía de qué se trataba esto, sospechaba distintas posibilidades; sólo sabía, con certeza, que era importante. El ministro tenía cosas mejores que hacer que darle la bienvenida a una agente de nivel medio un domingo a la tarde.

Naturalmente el BND estaba encantado con la perspectiva de que ella se casara con Helmut Hartling. No se podría haber diseñado una pantalla mejor, era un regalo de Dios. Tal vez, pensaba ella, se tratara de eso. La idea de que el servicio pudiera interferir en su vida personal la llenó de una variedad de enojo que no habría sentido un año antes.

—De manera que —empezó Heddy— no me hicieron volver...

—No fue un asunto de rutina. —El ministro redondeó la idea por ella—. Para nada. Esta vez no está simplemente registrándose con nosotros. No, no. Dispuse personalmente su convocatoria. Un asunto delicado. No quiero comprometer su identidad ahora. Por cierto que no, ahora. —Hizo un leve ademán, como si apartara migas invisibles, y Oskar salió de la habitación, cerrando suavemente las puertas vidriera al retirarse.

Heddy miraba al hombre. Se había encontrado con él dos veces, una vez para un apretón de manos; una segunda, para una ceremonia de entrega de premios a la que no se había invitado a la prensa. Estaba bien vestido en una forma conservadora, y Heddy, que sabía muchísimo acerca de cómo los hombres se acorazaban, habría apostado a que el traje era de Zechbauer, la camisa una Van Laack, y la corbata algo francés en lo que la esposa habría insistido. Era el uniforme de la clase a la que ella pertenecía ahora. Por otra parte, Helmut se hacía hacer los trajes en Londres y las camisas, por docenas, en Hong Kong. El algodón de las camisas era tan delicado que no se lo podía almidonar y, en cambio, Helmut se las cambiaba dos y hasta tres veces por día. Ese era el mundo al que la habían invitado.

—Bien, Fraülein Seghers... éste es un asunto de cierta complejidad, y de no poca delicadeza. El asunto de la chica secuestrada, la hija del senador norteamericano. Un asunto desgraciado. Bonn quiere hacer todo lo posible por ayudar a devolvérsela a su padre, por supuesto. Su... amigo, el embajador, ha recibido sus instrucciones. Es un muy buen hombre. Usted lo sabe, por supuesto. Pero él es, al fin y al cabo, un diplomático. Y creo que usted estará de acuerdo con que los diplomáticos son, por definición, limitados. No lo quiero decir en ningún sentido personal, por supuesto.

El ministro corrigió su postura casi perfecta. En la mesa, delante de él, había una botella pequeña, verde, medio vacía, de agua mineral, y un vaso. Él miró el arreglo y luego apartó la mirada, sin molestarse por preguntarle a Heddy si deseaba beber algo. Ella pensaba que Helmut nunca habría cometido semejante descuido, ni siquiera si él fuera el canciller y ella la mujer de la limpieza. Pero ella y el ministro tenían orígenes parecidos. Ella comprendía.

—Bien... —continuaba el ministro—, si se tratara sólo de la chica, sería un asunto más bien sencillo. Pero el caso está interconectado con otros asuntos. El oleoducto, por supuesto. Pero también con el tema de las relaciones con Irán. —Se aproximó a ella, rompiendo el plano de su postura. Casi se podía oír crujir su ropa—. Quisiéramos ver que la chica fuera devuelta a su padre. Por supuesto. Pero hay distintas maneras en las que ella podría ser devuelta. —Suspiró—. Primero... creemos que los secuestradores podrían estar asociados con elementos de Irán. Algo probablemente informal, no sancionado a los niveles más altos. Pero esa distinción apenas importa a los ojos de nuestros amigos norteamericanos. Washington no puede superar su pequeña disputa con Teherán, y a muchos del otro lado del Atlántico les gustaría prolongar la enemistad por razones políticas. No me explayaré acerca de sus cabildeos con los judíos. —Se inclinó todavía más cerca de ella y Heddy se sintió como si él hubiera estado rodeándola—. Pero vayamos al grano. Por cierto, que, si se desenmascara a los secuestradores como iraníes o como ligados a Irán, aunque más no sea por el hilo más delgado, probablemente tendremos que enfrentarnos con muchas más tonterías de parte de Washington. Oiremos renovadas exigencias de un boicot económico europeo contra Irán. Lo que es completamente inaceptable, por supuesto, e imposible para los intereses económicos alemanes. Pero usted lo sabe. No queremos vernos forzados a elegir entre hacer negocios con los Estados Unidos o hacer negocios con Irán. No es para nada una opción verdadera. No hay ningún sentido de justicia de parte de Washington en estos días. Una ingenuidad notable acerca del mundo, aunque el canciller disfruta de sus cenas en la Casa Blanca. Pero eso no tiene importancia. La cosa es que los norteamericanos tienen la capacidad de hacernos mucho daño imprudente a todos.

El ministro tomó un trago de su agua mineral y volvió a omitir el ofrecerle algo a Heddy. Debajo de dos manchas negras de cejas hirsutas, sus ojos lo miraban fijamente a uno sin ver nada más allá que aquello que lo afectaba personalmente.

—Segundo —prosiguió, levantando dos dedos—, los rusos planean algo. Un pueblo con una cultura de hijastro y ambiciones sangrientas. Sólo horas después de que la chica fuera secuestrada, las comunicaciones entre la misión rusa en Bakú y Moscú se encendieron. Francamente, nos vemos reducidos a leer sólo lo externo de la mayor parte del intercambio..., pero el aumento de volumen no puede ser una coincidencia. Mi mejor analista está convencido de que planean algo. No estamos seguros de qué podría ser, exactamente... pero sí tienen interés en la región. Yo ofrecería la hipótesis de que nuestros amigos rusos pueden querer encontrar a la chica primero. Ya sea para entregársela a su padre en un gesto de buena voluntad o para señalar que Azerbaiyán sigue siendo un lugar demasiado turbulento para el oleoducto principal, en comparación con la bendita quietud del sur de Rusia. A pesar de Chechenia. —Ajustó la atención que ponía en ella, como si fuera un médico que examinara a una paciente—. O... para matarla a escondidas e indicar lo mismo acerca de los recorridos del oleoducto. Algo reforzado. —Apoyó las manos en las rodillas como si estuviera por incorporarse, pero no hizo ningún otro movimiento. El sol de la tarde enmantecaba el cuarto a través de sutiles cortinas—. Nuestros intereses están poderosamente involucrados en lodo este Schweinerei. Si bien no nos oponemos a recorridos múltiples para el oleoducto, debemos estar absolutamente seguros de que exista, por lo menos, un recorrido principal que salga del Cáucaso a través de Turquía. Es un problema de estabilidad. Y de economía. Azerbaiyán para la primera etapa, luego probablemente Georgia, aunque yo no descartaría Armenia para todo el recorrido. Pero el egreso debe ser a través de Turquía. Desgraciadamente, con la agitación actual por los derechos humanos, Bonn no puede aparecer como demasiado autoritario en su apoyo a Ankara. ¿Me entiende, Fraülein Seghers?

Los temas políticos eran obvios. No hubiera hecho falta convocarla de vuelta a Bonn para esto. Pero el verdadero punto estaba por surgir. Lo presentía. Como uno presiente cuando alguien que está en la puerta de su casa trae malas noticias.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó.

La expresión del ministro cambió e insinuó una sonrisa. Luego tendió la mano hacia abajo, junto al sillón, y sacó un grueso portafolio. Lo corrió suavemente contra el pie de ella.

—Adentro hay un millón de dólares. Usted visitará a nuestro “amigo” el general Hamedov en cuanto esté de regreso en Bakú. Le informará que sus amigos alemanes querrían que él hiciera lo posible por asegurarse de que, uno, cuando se encuentre a los secuestradores, éstos no tengan ninguna vinculación con Irán. Más aún, yo sugeriría que resultaran ser bandidos rusos. Bandidos rusos muertos. Dos, sería mejor que a la chica la encontraran fuerzas azeríes leales, no rusos. Pero Hamedov se daría cuenta de eso. La pregunta es la siguiente: ¿hasta qué punto está nuestro amigo el general en connivencia con los rusos, actualmente?

—Hamedov está en connivencia con todos.

El ministro asintió.

—Sí, bueno... usted también le dirá al general Hamedov que, si él entrega lo que se le solicita, usted le regalará otros cuatro millones de dólares extra, o que se los puede depositar en Luxemburgo para él. Sospecho que le parecerá una cantidad competitiva.

—¿De eso se trata? —preguntó Heddy.

El ministro le ofreció otra sonrisa fingida.

—Bien. No del todo. Relájese, Fraülein Seghers, por favor. ¿Querría tomar agua mineral? ¿O alguna otra cosa?

—No, gracias, Herr Minister.

—Ahora bien, creo que usted tiene un íntimo amigo, el teniente coronel Burton, de la embajada de los Estados Unidos. ¿No es así?

Cosas innombrables se agitaban dentro de Heddy, y se sorprendió a sí misma al pensar: ahora sólo dígame que me aparte de él. Y me apartaré de usted. Por esa mismísima puerta.

Pero el ministro la sorprendió.

—Un golpe de buena suerte, de verdad. Normalmente, no nos inmiscuimos en las vidas privadas, si no es necesario. Nada más allá de los controles de rutina de segundo plano. Pero este hombre, Burton, está notoriamente bien vinculado. Y, como dicen los norteamericanos, en este asunto es el “dueño de la pelota”. Me desilusionaría que una colega de sus posibilidades no capitalizara una relación semejante. —El ministro agitó una mano—. Estoy familiarizado con su vida. Dos vidas profesionales, ambas muy bien manejadas. Usted será embajadora muy pronto. En una embajada muy buena. Usted es la madera del futuro.

—¿Qué me está pidiendo que haga? —le exigió Heddy. Pero u voz no era tan fuerte como ella la imaginaba.

—Directa. Me gusta eso —mintió el ministro. Heddy vio que él mentía y que no le importaba que ella se diera cuenta—. Se asegurará, como mejor pueda, de que el teniente coronel Burton no libere a la chica. Por lo menos no de una manera que pudiera... abochornar la política de nuestro gobierno.

—Pero yo no puedo controlar los actos de él. Nosotros no...

—Sí. Entiendo que usted y él han llegado a una especie de acuerdo de separación. Sin duda, a la larga, mejor para usted. No se debe dejar atrapar actuando en demasiadas representaciones al mismo tiempo. Pero, por ahora, creo que es mejor que siga con esta relación. —La miró con una dureza que fue una revelación—. Sea lo que fuere lo que tuviera que hacer. Oh, comprendemos que usted no puede controlar lo que él hace. No todo. Pero... usted podría influir en sus actos. Como mínimo, nos mantendrá informados acerca de sus actividades.

—No es esa clase de relación —dijo Heddy con franqueza—. No habla de cosas así, él...

—Haga que sea esa clase de relación —dijo el ministro, llanamente—. Está jugando un juego muy peligroso y sólo queremos estar seguros de que no se lastime. Pasan cosas horribles en esa parte del mundo. —Entonces, el ministro expuso su sonrisa horrenda otra vez—. Oskar —llamó—, Oskar. —Ladrando como lo podría haber hecho el abuelo de ella, el posadero—. Creo que conoce a Oskar Schiele —dijo el ministro Actualmente es mi asistente personal.

El ex amante de ella apareció detrás de las puertas vidriera, y luego las abrió. El vidrió captó un resplandor de sol al girar.

—¿Herr Minister?

—Tráiganos ese regalito. Del refrigerador.

—Sí, Herr Minister.

—Entiendo que su... amigo... ha ido a ver a Galibani —dijo el ministro, volviéndose nuevamente hacia Heddy—. Como usted ve, con toda su charlatanería acerca de la rectitud, los norteamericanos están perfectamente dispuestos a tratar con el diablo cuando les conviene. Galibani... o permítame ofrecerle a nuestro amigo Hamedov una alternativa más. Si Galibani llegara a ser responsable de este secuestro... si fuera responsable y estuviera muerto... Bonn no se desilusionaría. —Su boca se retorcía como una corteza de fruta en un cóctel amargo—. Constitucionalmente, hay poco que podamos hacer contra él, sin la cooperación azerí. Y aun contando con ella, en realidad. Pero creo que usted estará de acuerdo con que a Galibani no se lo extrañaría.

Oskar volvió con una pequeña bolsa de compras doblada sobre sí misma. La puso sobre la mesa delante del ministro y volvió a salir. Lentamente, como si se despertara, la parte superior de la bolsa se levantó.

El logo era el de Leónidas, la firma belga de chocolate. De la tienda en Colonia.

—Usted volará a primera hora de la mañana —dijo el ministro— y quisimos asegurarnos de que volviera llevando regalos. Entiendo que el teniente coronel Burton pidió esto. Sumamente caros, como usted sabe. Hay un kilo aquí.

Heddy sabía que había perdido el control de su rostro. Con tanta seguridad como que había perdido el control de su vida. El ministro siguió sonriendo con su sonrisa de depredador, con la mayor desvergüenza. Por fin Heddy dijo:

—Usted... usted escuchó... en mi departamento...

El ministro asintió.

—Sí, Fraülein Seghers. Y no dejo de prestarle atención a su bochorno. Sólo le pediría que pensara por qué motivo yo le revelaría algo así a usted. A propósito... Oskar le entregará un regalo extra para la casa de campo del embajador Hartling que usted le llevará. Algunas grabaciones de jazz recientes. El teniente coronel Burton todavía no las tiene y se sentirá complacido. Usted querrá demostrarle su devoción. Son los pequeños detalles, como usted sabe.

—Mal nacido —dijo Heddy, con la voz de una niñita. Se sentía a punto de llorar, pero se negaba a quebrarse tanto. Pensaba en mil formas de virtual vergüenza. En todos los secretos robados de su vida.

—Usted va a tener que disculparme —dijo el ministro—. Me espera una fiesta campestre. Un asunto aburrido de la embajada, pero es mi excusa para estar en la ciudad un domingo. Y usted tiene que componerse, para su pequeño intercambio con sus colegas del Ministerio de Relaciones Exteriores. Estoy seguro de que querrán enterarse de los menores detalles acerca de los acontecimientos de Bakú. Y de que estarán de muy mal humor por haber renunciado al mejor de sus fines de semana.

Se incorporó para retirarse, tratando de huir mientras Heddy seguía sentada y confundida. Pero, por fin, ella pensaba con claridad. Le lanzó la última pregunta antes de que atravesara las puertas vidriera.

—Espere —le dijo—. Usted no... ¿y qué hay de la chica? Ella sabrá quién fue su raptor. ¿Cómo podríamos fingir que fueron los rusos si fue algún otro? Ella diría...

Las cejas hirsutas del ministro ni siquiera se movieron.

—Usted es una mujer inteligente —le dijo—. Destinada a triunfar.

Los bailarines sonreían como seres en bancarrota que no han perdido las esperanzas. Mientras los restos del festín se congelaban, Galibani les ladró a los músicos que tocaran más ligero. Éstos inclinaban sus instrumentos derrengados con la urgencia de boy scouts usando palitos para hacer fuego. Los bailarines miraban hacia arriba, con sonrisas inmóviles, y los músicos miraban para abajo, con la cautela intemporal de los campesinos que estuvieran siendo objeto de una inspección, y Galibani los miraba en un orden aleatorio, golpeando la mesa con una botella de vodka del tamaño de una pequeña de gaseosa, ya para marcar el ritmo, ya para exigir atención. Sus pistoleros seguían masticando, hinchando los vientres, y su caudillo se dirigía a sus invitados en un ruso de borracho, olvidando por el momento que Burton hablaba turco y que no venía de Moscú, ni del viejo y opresor aparato del Estado.

El banquete era un dibujo animado de días mejores cuando la hospitalidad había sido sentida y esta misma música había conmovido el corazón. Ya todo se estaba muriendo, los pasos de baile aprendidos en forma incompleta y desprolijos, la música un hábito que se demoraba, la hospitalidad un mal teatro, y ni siquiera todos los multiculturalistas y antropólogos delirantes de la tierra podían salvarlo. El disco satelital conquistaba al mundo y Burton lo aceptaba como la manera en que las cosas pasan. Apenas probó su bebida, impresionado como siempre por la habilidad de los huérfanos de la finada Unión Soviética para castigarse a sí mismos con tragos de cualquier cosa, desde coñac hasta loción para después de afeitarse. A su lado, Spoon seguía su ejemplo brindando con delicadeza, aceptando la condescendencia de un cuarto lleno de hombres que bebían en exceso. Pero era una noche larga y, con todo, Burton se las arregló para ingerir el vino, el vodka y el champán dulce suficientes como para sentir los efectos.

Por fin los bailarines se retiraron y disminuyó la cantidad de músicos. Un bajo cantaba con más volumen que habilidad, y Galibani dirigía los aplausos de los hombres de su clan. En un lapso diminuto, el bajo continuó con su éxito al bramar Noches de Moscú, como sin duda lo habría hecho durante décadas para los funcionarios del Partido, y Burton aplaudió con entusiasmo por lástima, sólo para que lo recompensaran con una versión en ruso de Tú me vuelves sentimental. Luego, Galibani se puso de pie. Tenía las piernas firmes, pero su cuerpo parecía resistirse a hacer algo que fuera más allá de quedarse parado inmóvil. Miraba a Burton con los ojos llenos de gruesas lágrimas.

—Los viejos tiempos pasan —dijo, volviendo a su propio idioma—. ¿Y qué puede hacer uno? Nuestros padres fueron gigantes... nuestros abuelos, reyes... ¿y nosotros qué somos? Los métodos antiguos fueron los mejores.

Después, el gran cacique gruñó algo en dialecto y Burton no pudo seguirlo. Pero dos de los sirvientes se movieron con la mayor rapidez.

—Le mostraré algo —anunció Galibani en un arranque de ruso de presidio—. Es hora de un duelo. Veremos quién es mejor.

Burton no tenía la menor idea de qué le esperaba. Y no se sentía en el mejor estado como para batirse a duelo. Pero no iba a retroceder ante nada menos que pistolas. Se preguntaba con rapidez si Galibani se proponía asustarlo, lastimarlo un poco, para probar algo.

Planeaba los posibles tratos. Todos los integrantes del clan estaban mucho más borrachos, pero eso significaba que no sentirían un gran dolor. Y no querrían perder categoría ante el anciano Haji el Grande. Por otra parte, Burton sabía que podía cuidar de sí mismo —tal vez mejor de lo que Galibani sospechaba— y por cierto que se proponía lastimar a cualquiera que se le enfrentara.

Se puso de pie y, con la gravedad del alcohol insistiendo en que se volviera a sentar, Burton le ofreció al caudillo un rostro decidido.

Pero Galibani tenía pensado algo diferente. Dejó caer un brazo de matadero sobre los hombros de Burton, convidando a su invitado con el olor de su aliento, y lo sacó de atrás de la mesa, mientras sus pistoleros se apartaban de un salto de su camino. El caudillo se balanceaba como si su mansión fuera un barco en medio de un mar agitado y Burton le seguía el ritmo, casi echándose a reír a carcajadas ante la imagen mental de una hilera de matones talysh ejecutando la ola en un estadio. Después de pasar apretadamente por un umbral cubierto por un cortinado de un tejido barato y brillante, entraron en un territorio donde chocaban Oriente y Occidente.

Parecía ser una combinación de oficina, recepción y centro de entretenimientos. Sillas de estilo europeo se alzaban como sobrevivientes, desorientadas entre pilas de alfombrillas y almohadones rellenos. Un escritorio tallado con toda la dignidad de la vieja Persia sostenía una lámpara de plástico que podía haber sido ganada en una kermesse. Pero el indiscutible loco central de la habitación era un enorme tridimensional negro rodeado por una serie de videograbadores, amplificadores y altoparlantes.

—Ahora veremos quién es mejor —aulló Galibani—. ¡Ahora juzgaremos!

Sus servidores, con Spoon claramente erguido entre ellos, entraron furtivamente en la habitación como eunucos al servicio de un sultán impredecible.

—¡Resolveremos este problema! —continuaba el caudillo—. ¿Quién es mejor? ¿Quién es la más hermosa? ¿Sharon Stone o Kim Basinger?

Y eso fue exactamente lo que hicieron. Con todo, el programa doble pasó tapido, ya que Burton no tenía interés en los méritos relativos de Michael Douglas o Mickey Rourke. El caudillo estaba sentado en una silla plástica, lo suficientemente cerca de la pantalla como para que ésta le produjera una seria fatiga visual, con el control remoto como una varita mágica en su manaza. Aceleraba el desarrollo del argumento, tal como se trataba, lo aminoraba en las escenas que mostraban ropa interior y lo congelaba en las desnudeces.

—Creo que Sharon Stone es demasiado hermosa —dijo Galibani en un punto estratégico—. Es como la reina Tamara, que arrojaba a los hombres a la muerte desde las torres de su castillo. Muchos hombres le temían... —El tono del caudillo dejaba muy en claro que él no le temería. En la semioscuridad, los ojos de sus guerreros brillaban mientras jadeaban por el horror y el deseo.

Burton sabía que habrían matado a cualquiera de sus parientes que insinuara siquiera un comportamiento semejante, pero también le impresionaba que Sharon Stone enviara exactamente el mensaje que la mayor parte de los hombres del mundo quería oír: que las mujeres eran demonios insaciables que necesitaban ser usadas, dominadas, contenidas pero, por cierto, no respetadas. La gran cosa acerca de Sharon Stone y compañía para los tipos del planeta, era que uno no tenía que preocuparse por las conversaciones o las emociones o ninguna otra cosa que lo apartara a uno del tema. Madonna había sido un genio para eso. El militarismo norteamericano era una tontería comparado con las rubias norteamericanas conquistadoras del mundo. Esta era una guerra psicológica en su mejor sentido: hilarante, irresistible para sus blancos e irreparablemente destructiva.

Cuando se rebobinaba el último vídeo, un aura de tristeza poscópula llenaba la habitación.

—¿Cómo es posible decidir? —suspiraba Galibani, con la voz cargada de poesía trágica—. Va más allá de un hombre el poder juzgar cosas así...

Burton se sentía asqueado por todo eso. Tenía sed de agua, y estaba listo para irse a dormir. Ya había dejado de ser gracioso. De golpe le impresionó con mucha fuerza el haber perdido un día y una noche, que hubiera una gran probabilidad de que Galibani estuviera tanteándolo en busca de alguna información, y que, entretanto, Kelly Trost estaría soportando lo que sólo Dios sabría qué en alguna parte de un sótano en Villa Mierda. Si todavía estaba viva. Tenía una sensación de fracaso que el alcohol aumentaba, de haber manejado muy mal las cosas, de haber tomado decisiones pobres. Y las escenas masturbatorias del filme le habían parecido deprimentes. Se sentía como si se hubiera ensuciado por pura negligencia.

Todavía lo esperaba una sorpresa más. En su habitación, una joven de rostro angosto, casi bonito y hermoso perfil estaba sentada en la cama de él a la luz de la lámpara. Pegó un salto al entrar él, pero después de un momento de duda, una mirada de inequívoco alivio le pasó por el rostro y sonrió, mostrando un diente de oro.

No hablaba ni ruso ni turco. Sólo el dialecto local, que se había conformado como para excluir a los extraños. Cuando él no hizo ningún ademán de abrazarla, pareció perder seguridad y se dio vuelta con rapidez para desabrocharse la ropa. Como preparándose para un castigo inevitable. Burton le puso las manos encima, pero sólo para detenerla. Había oído hablar de la costumbre, que todavía se practicaba ampliamente en las tierras altas del lado iraní, donde los terratenientes feudales capeaban cualquier temporal. La mujer tenía que ser una esposa joven, de la capa más baja del clan, a quien el caudillo convocaba para satisfacer a su invitado. La situación era una de esas rarezas que hacen difícil clasificar a la humanidad en categorías. Si Burton se hubiera acercado a esta joven de día, sin una presentación previa, ofreciéndole el gesto o la palabra menos inconveniente, su esposo lo habría matado o hubiera muerto en la intentona. Y sus hermanos y primos habrían continuado la venganza. Pero la voluntad del caudillo era como la mano de Dios. Esto no contaba como una infidelidad, no contaba para nada. Sería olvidado, ocultado, enterrado, y la vida continuaría.

Burton hubiera querido que compartieran un idioma común. Habría tratado de explicarle que la encontraba muy atractiva, pero que, por principio, no la tocaría. Habría mentido diciéndole que tenía una esposa de la que estaba locamente enamorado. Habría tropezado, pero habría tratado de reunir alguna decencia humana con la que cubrir una situación semejante. Finalmente, sólo señaló la cama, volvió a impedir que siguiera desvistiéndose y la dejó tenderse. Todavía vestido él mismo, se tendió junto a ella, mirando el cielo raso. No la podía hacer ir, porque eso habría abochornado a todos los involucrados De manera que la noche fue algo que había que pasar, como una mala tanda de maniobras.

Después que apagó la luz, ella le tocó el brazo una vez, y él buscó la mano de ella, la estrujó, y luego la soltó nuevamente. Se preguntaba qué pasaría por su cabeza, si lo creería impotente o si pensaba que ella no era lo bastante deseable, que no podía competir con el mundo del cual él venía. Volvió a desear tener palabras que decirle, dándose cuenta de cuánto significaba para él la comunicación y de cuán lejos estaba del mundo de caricaturas femeninas que exprimían los dólares extra de los machos de un planeta que se encogía.

En realidad, le habría gustado hacerle el amor. Por un crudo deseo. Pero no podía hacerlo. Las esposas de otros hombres, hasta las de los enemigos, no se debían tocar. Y maldito fuera que él aceptara semejante regalo del fanfarrón del barrio, un asesino traficante de heroína con mal gusto para el cine.

Pero no podía conciliar el sueño, y escuchó al otro ser humano que tenía al lado cuando su respiración pasó del temor a la duda y de allí al sopor. Ella olía a flores pesadas y le hubiera gustado abrazarla, estrecharla un poco, pero no confiaba en poder detenerse. De manera que dormitaba desilusionado de sí mismo y del día, corroído por un sentido del deber sin cumplir, de los hechos mal resueltos. Luego, temas más importantes culebrearon a su alrededor, preguntas acerca de su vida. Durante años había disfrutado de este mundo, de sus confusiones exóticas y de las sorpresas que lo esperaban sólo al pasar la siguiente cuesta. Pero ahora se preguntaba si esa no había sido su versión de la pornografía, si no había sido un mirón de las miserias de otros.

Volvió a pensar en Kelly Trost, sin recordar bien los detalles de su rostro, y luego pensó en la violación que había visto a través de sus binoculares y en la dificultad de vivir una vida honorable sin renunciar simplemente a la raza humana. No era de asombrar que los santos huyeran del desierto.

Por fin, Burton se durmió. Se despertó una vez de una pesadilla sin imágenes a un grito muy débil, imaginado, en inglés, Ayúdenme. Lo sobresaltó, y la mujer que estaba a su lado gimió una vez sin despertarse y acomodó el brazo sobre un desconocido como podría haberlo hecho sobre su amado. El sonido del sueño había sido ferozmente vívido, y Burton se sintió desorientado durante largos ratos mientras su estado insomne se batía con el silencio de la casa grande y muerta. Pero el llamado no se repitió. Había sido sólo un fantasma del subconsciente, y pronto volvió a quedarse dormido, esta vez profundamente y de verdad.

Kelly oía música. Amortiguado por pisos y paredes, el sonido era leve pero electrificante. Música. La sorprendía que alguien en el mundo pudiera estar tocando música a semejante hora. Tenía la garganta tensa, y la mordaza sobre la boca le producía el renovado temor de asfixiarse. Distante, si bien notablemente extranjera, la música era del tipo que recientemente se podría haber obligado a disfrutar, comprometida con el trato igualitario de otras culturas. Ahora las escalas eran serpientes.

La música la desesperaba. Sin pensarlo en realidad, se imaginaba que hasta para sus secuestradores su destino tenía que ser lo más importante en el mundo. Y ahora estaban escuchando música. Quizás hasta daban una fiesta. Los sonidos metálicos y los ruidos sordos amortiguados que cabalgaban por los maderos de la casa y llegaban hasta su prisión eran devastadores. Luchaba por incorporarse, pero no podía hacerlo.

Detestaba su propia vulnerabilidad, había construido su fortaleza por negarse a la debilidad. Pensaba que, tanto como cualquier otra cosa, había sido una lucha contra su padre. Y sus atenciones abrumadoras e impredecibles. Ya adulta, se había creído libre de las debilidades que limitaban a otros, imaginándose a ella misma como una veterana endurecida. Y ahora el impacto de la música, de una voz ladrando palabras incomprensibles ante una melodía, la quebraban.

Él siempre la había hecho luchar. Calculaba el descubrimiento de su Yo desde las pruebas de aptitud del equipo de natación cuando estaba en el noveno grado, una chica nerviosa y flacucha, con su torpeza adolescente indescriptiblemente empeorada por el gorro de natación y las antiparras. Iba caminando pesadamente del vestuario a la piscina cuando acertó a oír la voz de su padre desde la oficina de la entrenadora, una voz que hasta una niña de pecho y nalgas chatas podía reconocer como una amenaza para las mujeres de todas partes, azuzando hábilmente a la entrenadora, arrancándole una promesa nunca formulada completamente en palabras, de que su Kelly formaría parte del equipo.

Había sido el momento más enojoso de la vida de ella. Hasta esa tarde, nunca se había imaginado capaz de sentir tanta furia. Su natación había sido algo propio, algo que hacía completamente sola, y ahora su padre lo estaba echando a perder, quitándole hasta eso. Salió a la piscina hecha una furia y nadó el segundo estilo pecho más veloz de la historia de la escuela. Para el fin de la temporada, había batido tres récords escolares. Y su padre había sido un papito muy orgulloso de ella. No obstante, ella más tarde se preguntaba si a él no lo habría decepcionado su independencia. Había algo en él que la había hecho desear torcer los labios y mostrarle los dientes.

Naturalmente, el noveno grado había sido un mal año. En muchísimos sentidos. Y su padre todavía no había podido readaptarse a la vida de ella con cierta constancia en ese sentido. Pero había sido un indicio de gran progreso el haber dejado de llamarla “su potranquita” y de haberla apodado “la barracuda”.

Con todo, tenía una manera de atemorizarla. Más adelante, en la universidad, ya había soñado con poder integrar el equipo olímpico, pero había sido lo suficientemente madura y había tenido la mente lo bastante clara como para darse cuenta a tiempo de que no era tan buena. No obstante, había cometido el pasmoso error de hablarle de su ambición a su padre durante uno de los encuentros íntimos que él maquinaba, para luego vivir aterrorizada de que pudiera tratar de manipular eso también.

Ella suponía que se podía odiar tanto a la gente sólo cuando en el fondo uno realmente la amaba y la quería sólo para sí. Tantas cosas se habían aclarado con el paso de los años y, últimamente, había llegado a comprender que ella no había estado libre de culpa. Si bien los viejos resentimientos y celos todavía se le aferraban a los huesos, habían llegado a tener cada vez menos poder sobre ella. Su padre se había convertido de verdad en su amigo, si bien un amigo al que era necesario vigilar. Con la música atormentándola, Kelly trataba de adivinar qué hora era y de calcular la diferencia entre su parte del mundo y Washington, imaginándose qué podría estar haciendo su padre y confiando casi maternalmente en que no estuviera demasiado preocupado por ella.

Curiosamente, habría chillado de gratitud si él hubiera roto la puerta personalmente para rescatarla. Esta única vez estaba dispuesta a aceptar cualquier ayuda que él pudiera traer. Pero también lo veía más viejo de lo que ella le permitiera ser, con la espalda más enjuta, y veía sus debilidades y su soledad con una claridad que la desarmaba, y no quería causarle ningún dolor. Quería que fuera feliz, y que no estuviera demasiado desilusionado de ella.

Finalmente, la música se interrumpió y ella quedó tendida en la oscuridad con sus miedos y la aspereza de las sogas en las muñecas y tobillos. La vieja casa tenía una vida propia, que crujía encima de su cabeza, e imaginaba que oía cosas que se movían por el piso. La volvió a arrasar una ola de descompostura, arruinando la comodidad mínima que su cuerpo había rescatado de su predicamento. En una nueva huida de la lucidez, imaginaba que no debía quedarse dormida, pues si se quedaba dormida jamás se despertaría. Combatía el sueño, o creyó que lo hacía, como había combatido tantas cosas en su vida. Pero el sueño, un padre gigantesco, triunfó.

Se despertó ante el sonido de una puerta que se abría, a la oscuridad, al ruido de pasos veloces y de manos encima de ella.

Por la noche, Heddy tomó un verdadero taxi desde la casa de campo de su novio hasta Colonia. El costo fue horroroso, pero lo pagó como una forma de penitencia. Bajó junto a la principal estación ferroviaria, que en este momento estaba tranquila, ornamentada sólo por unos pocos vagos que compartían una botella, y un chico increíblemente flaco con púas de pelo verdes. Las nubes habían llegado a la ciudad desde el oeste, opacando la última luz. Caminó con sus tacos bajos repiqueteando en la vereda. Empezando por la resucitada catedral, donde Burton la había besado profanamente en una de sus vacaciones compartidas, volvió a pasar por los lugares que los dos habían recorrido. Con el vacío dentro de ella.

Cuando se encaminaba hacia el Rin, pasó por el museo de bellas artes que había sido reinstalado en el momento cumbre de la inclinación por la fealdad de la posguerra, y empezó a caer una lluvia leve. No tenía paraguas, no le importaba y lo único que hizo fue levantarse el cuello de su chaqueta veraniega. Delante de ella, el Rin viraba a gris y se sentía como si hubiera empezado el otoño en cuestión de horas.

El museo era uno de los importantes lugares sagrados de ellos. Burton se bahía excitado como un chico, llevándola a ver una pintura de un paisaje holandés por la que había pasado una docena de veces sin notarla. Al principio, ella no había podido profundizar el entusiasmo de él, pero él había seguido hablando, mucho más rápido de lo que era su costumbre, y finalmente ella lo había captado. Lo había entendido a él, había comprendido por qué él le gustaba tanto. Sus palabras no habían sido eruditas, y sus ojos habían saltado de acá para allá entre ella y el cuadro como si hubiera tenido miedo de que ella escapara. Tendía su mano hacia el cuadro como si levantara un telón para que ella pudiera ver, y era tan franco y falto de cautela que eso la penetró y deseó poder ser así también, unirse a él en ese tumulto de gozo ante una pintura menor en un día de lluvia. Deseó poder ver como él veía.

Eso era lo que él tenía —sabía de verdad cómo ver. Miraba las cosas sin el prejuicio de la sofisticación, tomándolas en sus propios términos. En poco tiempo, ella también había visto. Burton le prestaba los ojos del artista, alguna figura secundaria que no podía soportar que el mundo olvidara cómo esas ramas verdes murmuraban en una tarde poco importante. Captada al óleo, una niña de gorro blanco hacía sus tareas ante la diversión de un caballero que no tenía nada que hacer. Un rayo de sol daba en la empuñadura de su espada. En la ventana de la casa de una granja, una anciana barría, y las cúspides de una ciudad atraían la vista hacia la distancia.

Todo era común y poco heroico y hermoso más allá de toda medida cuando uno se tomaba el tiempo para ver lo que el artista había visto. Por un instante, Heddy había sentido el peso de las nubes que oprimían los árboles oscuros, la frescura de la sombra de éstos y el aire húmedo, y la intensidad de la luz. Y le asustaba y la enojaba un poco pensar que el hombre que tenía al lado pudiera ver el mundo con tanta intensidad todos los días, mientras ella no veía absolutamente nada.

Luego habían comido un almuerzo tardío con una botella de vino blanco en la trattoria del momento, y habían caminado junto al río donde la vieja ciudad había sido reconstruida después del bombardeo y él había tanteado el cuerpo de ella con el entusiasmo de un adolescente. No habían podido esperar volver a su departamento prestado en Bonn, de manera que tomaron una habitación a un precio exorbitante en el Maritim y habían hecho el amor hasta que les dolió y, con todo, ella no quería que se detuviera, y luego se quedaron tendidos el uno al lado del otro con los cortinados descorridos y los capiteles de la catedral protegiendo los techos de la ciudad de todos los demonios del mundo.

Con el cabello mojado pegado al rostro, Heddy caminaba junto al río. Barcas blancas de turismo perforaban las olas y un solitario barco carbonero navegaba bajo por el agua, violando el descanso impuesto de la noche del domingo. Doblando por las callejuelas, con sus bares cerrados y sus tachos de desperdicios, no podía pensar en otra cosa más que en el hombre al que amaba, y la lluvia lo hacía mejor y peor, y ella quería besarlo ahora mismo en alguno de los portales vacíos. Pasó por su trattoria, ahora cerrada, donde habían comido y se habían tocado por debajo del mantel, y más allá, pasando junto a un tranvía cansado y las espantosas estatuas Gründerzeit y los coches que cruzaban el puente mojado siseando. Enorme, impersonal, magnífico de recuerdos, resplandecía el Maritim, un faro para los hombres de negocios que llegaban volando para las reuniones de los lunes por la mañana. A través de un parque partido en dos, una vieja cervecería, la Malzmülle, esperaba en la oscuridad la llegada de los parroquianos del día siguiente. Recordaba a Burton riendo contra un viejo banco de madera, encantado con la comida campesina renana, “el paraíso y la Tierra”, tragando vasitos de cerveza, y le parecía que él siempre reía, su caballero riente, salvo que ella sabía que había una inquietud en él que se habría convertido en infelicidad si alguna vez se quedaba quieto y, más que nada en el mundo, ella quería que él se quedara quieto.

Casi sonreía al paladear la lluvia, recordando la época en que ella había vuelto a su departamento de Bakú y lo encontraba esperándola, sentado en la cama vestido sólo con una remera, escuchando jazz excéntrico y tocando un saxofón imaginario. Había sonreído, sin abochornarse, porque ella lo descubría así, y el darse cuenta de cuán distinto era él de ella y de su mundo de imitación, casi la había hecho llorar.

Helmut se sentaba erguido y escuchaba cuartetos de cuerdas.

Arrebatada por los recuerdos, Heddy se veía a ella misma igualmente chata y muy alemana y condenadamente mojada. Aceptaba que amaba a Burton, y todo esto era una despedida autoindulgente. Porque sabía que no optaría por él. Haría lo que le pidieron y se casaría con Helmut, y tendría una vida buena y exitosa, porque así era como las cosas ocurrían de verdad, y había algo más importante en la vida que mediocres paisajes holandeses.