Capítulo 4

—Son locos. —El embajador empujó el puente de sus anteojos—. ¿En qué planeta está esa gente? —Casi gritaba—. No hay manera de que el gobierno de los Estados Unidos pueda satisfacer una sola de estas exigencias.

Kandinsky había abandonado una recepción y la corbata le colgaba desarreglada, con el cuello de la camisa abierto. Burton nunca había visto al hombre tan perturbado. El embajador miraba al comisionado en jefe de la Misión, cuyo volumen castigaba el sofá de la oficina, y luego a Burton. De repente, Kandinsky se desplomó hacia adentro. Se dobló sobre su escritorio, con el rostro entre las manos, por varios largos segundos.

Con los anteojos inclinados como en una historieta, le dijo a Burton:

—Todo nuestro trabajo... Esto podría arruinarlo todo.

—Señor embajador. Tengo un cable preliminar, listo para salir, al respecto —dijo Burton—. Sólo necesito su autorización.

Le extendió el papel por segunda vez. La primera vez que lo hizo, la explosión emotiva del embajador lo había detenido.

Kandinsky asintió. Burton dejó el papel sobre su escritorio.

El comisionado se esforzaba por ver el contenido, aunque era imposible leer el cable desde donde él estaba sentado. Dándose por vencido, el grandote miró con cólera a Burton: Todos los papeles pasan por mí.

Mientras el embajador estudiaba el papel, Burton observaba la vieja alfombra Kazakh que la esposa de Kandinsky había encontrado para la oficina de su marido, un lugar asombrosamente humilde. El diseño de la alfombra aparecía destacado y obvio, a menos que uno mirara muy bien y supiera lo que estaba buscando. Entonces, había significados ocultos en todas las formas, mensajes en cada uno de los matices, indicios y códigos entretejidos con la lana. Burton pensaba en las exigencias que los secuestradores esperaban que los Estados Unidos aceptaran como precondición para liberar a Kelly Trost. Su extravagancia le decía mucho acerca de los secuestradores de la muchacha, y hacía que cada vez estuviera más preocupado por las posibilidades de supervivencia de ella. Pero el extremismo mismo de las exigencias lo hacía preguntarse qué más podía estar oculto detrás de ellas, esperando para explotar.

El embajador leía con lentitud. Muy cansado. Se quitó los anteojos, y luego se los puso otra vez.

—Buen Dios, Evan. ¿De qué se trata esta gente? Los Hijos de la Salvación. ¿Realmente se imaginan por un momento que los Estados Unidos cortarían sus vínculos con Israel? ¿O que lo expulsarían de las Naciones Unidas? ¿O que utilizarían la tuerza militar para sacar a los armenios de Karabakh? ¿O que le pagarían a algún Consejo islámico indefinido una indemnización de cien mil millones? Esta gente no puede estar hablando en serio.

—Esto no es más que una jugarreta —interrumpió el comisionado en jefe—. Una pista falsa. —Su rostro tenía el aspecto de una goma de mascar masticada. —Yo no creo que esta ridiculez tenga alguna conexión con los verdaderos secuestradores. Una broma como ésta no merece un cable.

El embajador no le prestó atención y siguió mirando a Burton a través de sus anteojos torcidos.

Burton meneó la cabeza.

—Señor embajador, creo que la mala noticia es que hablan completamente en serio.

—¿Y que nosotros retiraremos nuestras tropas de Medio Oriente y les negaremos cargos gubernamentales a los judíos norteamericanos?

Burton asintió.

—Son solo los muchachos de la mezquita Dogpatch con una borrachera retórica. No tienen la menor idea de cómo funciona verdaderamente el mundo. Lo único que les llega es la televisión satelital y los ladridos de los mullahs. Lo que no contribuye a la claridad del intelecto. Es probable que lo hayan pasado bien cuando inventaban las exigencias, tratando de superarse los unos a los otros en fastidiar al Gran Satán. —Pensó por un momento—. No me sorprendería que uno o dos de los cabecillas tuvieran una educación occidental incompleta. La suficiente como para ser peligrosa. Los pobres antecedentes de Pol Pot en la Sorbona. Ese tipo de cosa.

—Señor embajador —dijo el comisionado en jefe—. Ésa es una especulación ociosa. —Se movió hacia adelante en su asiento y el sofá chilló en su agonía—. El hecho es que no tenemos ninguna prueba de nada. No podemos actuar en forma prematura cuando hay tanto en juego.

Kandinsky miraba al hombre con una expresión mezcla de fastidio e indulgencia.

—¿Y qué recomiendas tú, Arthur?

—Esperar un poco —dijo el comisionado—. Dejar que la situación evolucione. Conseguir los verdaderos hechos.

—No estoy seguro de que Kelly Trost compartiría su paciencia —dijo Burton.

Arthur Vandergraaf gruñó.

—No perdamos nuestra perspectiva. La señorita Trost es sólo una parte de la ecuación. Aquí estamos hablando del futuro de nuestra política euroasiática. —Se debatía en las garras mojadas de su camisa—. Si bien la señorita Trost y su padre cuentan con mi más profunda compasión, es nuestro deber profesional conservar nuestra objetividad. Si estas exigencias llegan al Times y al Post, por no mencionar al The Wall Street Journal, esta misión puede ser el hazmerreír de Washington. No podemos arriesgar nuestra política por un llamado chiflado.

—¿Evan?

—Arthur... puede tener razón. —El comisionado daba un respingo cada vez que Burton se refería a él por su nombre de pila, de manera que Burton siempre insistía en hacerlo—. No hay ninguna garantía en este barrio. Pero yo apuesto a que el llamado era auténtico. En este rincón del bosque, hasta los líderes gubernamentales tienen una idea tergiversada de las realidades internacionales. Excepto Aliev, y es la única excepción divina. Señor embajador, no tengo ningún problema en creer que media docena de patanes fundamentalistas podrían autoconvencerse de que pueden cambiar el mundo apoderándose de la hija de un senador. —Sonrió con amargura—. Apuesto a que ni siquiera están seguros de qué hace su padre o de qué es un senador. Es probable que solamente hayan escuchado a través de la usina de rumores que ella es la hija de alguien importante en el gobierno de los Estados Unidos. Y fantasearon a partir de eso.

—Ridículo —dijo Arthur—. Pero ya que todos estamos sacando conclusiones precipitadas, permítanme ofrecer mi opinión meditada: es evidente que éste es el trabajo de un grupo sumamente organizado. Tienen que ser los iraníes. Teherán está detrás de esto. Es un esfuerzo oficial. Ese llamado telefónico fue falso del principio al fin.

—Arthur —dijo Burton—, si resulta que el gobierno iraní está manejando esto como una operación clandestina, jamás volveré a disentir contigo.

El embajador estudió a los dos hombres.

—Voy a enviar el cable. No veo qué otra opción tenemos. No podemos retener información a este respecto. Y yo no querría hacerlo. —Se concentró en Burton—. Pero tengo que decirte, Evan... que estas exigencias no me parecen terriblemente creíbles. Arthur puede tener razón en esto. O tal vez todos nos equivocamos en este punto. De cualquier modo, despacha el maldito cable. —Garrapateó sus iniciales en el margen superior del papel—. Pero voy a volver a llamar a Washington y a hacer una advertencia informal. Consíganme un poco de tiempo. —Trasladó su mirada de un hombre a otro, mientras sus anteojos se balanceaban—. Entretanto, ¿qué hacemos, caballeros? —Se volvió nuevamente hacia Burton—. Evan, en Yevlakh no había la menor maldita cosa. Una pérdida de tiempo.

Burton había pensado en mantener su destino de la mañana siguiente para sí mismo hasta que volviera. Era más fácil obtener el perdón que conseguir permiso para un acercamiento tan poco ortodoxo en el mundo diplomático. Pero Kandinsky estaba sufriendo mucha presión, y Kandinsky era un buen hombre. Que confiaba en él. El embajador necesitaba saber cuáles eran los árboles que su personal estaba sacudiendo antes de que los cocos empezaran a golpear las cabezas. Burton sólo deseaba que Vandergraaf no estuviera en la habitación.

—Señor —empezó Burton—, a primera hora de la mañana me voy al interior. Una pista desusada. Es delicado, de manera que dejaré a mi chofer acá y me llevaré al sargento Spooner. Puede que usted no tenga noticias mías por un tiempo; estaré fuera de la red celular. Encaminándome hacia Lerik. Tengo acordada una entrevista con Mustafá Galibani.

A pesar de la dedicación de su cuerpo a la gravedad, el comisionado casi se puso de pie de un salto.

—Espere un minuto. Sólo espere un minuto. Ningún representante de esta misión puede permitirse una vinculación con un conocido señor de la droga. —Alzó la barbilla, lo que lo hizo parecerse a Mussolini cuando posaba ante la multitud—. Galibani es el hombre más notorio de la región. Nuestros aliados alemanes no nos lo perdonarían nunca. Ese hombre trafica la mayor parte de la heroína que llega a Berlín desde esta parte del mundo. Caramba, si están tratando de conseguir la extradición hasta mientras estamos hablando. —Se volvió a acomodar en el sofá, con una mirada disgustada, de rechazo—. ¿Y qué pasaría si la prensa se enterara? Ya he parado dos llamadas de reporteros que acababan de bajar del avión, con los hocicos hundidos en la suciedad. Y hay más por venir. Se los garantizo.

Burton miró a Kandinsky.

—Señor, mantendré el perfil más bajo que pueda. Pero, en este momento, es la única pista que tengo. No puedo prometer que algo va a resultar de esto. Pero estoy endiabladamente seguro de que no quiero quedarme sentado tranquilo junto al teléfono mientras ninguno de nosotros sabe dónde está la chica Trost ni qué le está pasando. —Bajó la vista hacia la espléndida alfombra, y luego miró al embajador—. Si alguien se enterara, puede decirles que fue un viaje no autorizado. Azóteme. Hágalo constar en mi legajo. Pero no nos quedemos sentados sobre nuestros traseros mientras Kelly Trost esté por ahí preguntándose cuándo diablos va a aparecer la caballería.

El rostro del comisionado se despejó.

—Evítenos el melodrama, Burton, por favor.

El embajador alzó la mano: haya paz, hermanos.

—Evan —dijo Kandinsky—, tengo sentimientos confusos acerca de esto. Por decir lo menos. Galibani no es la clase de gente con la que queremos estar asociados. —Empujaba el puente de sus anteojos con el dedo índice—. No obstante... estoy de acuerdo con que no podemos dejar ninguna piedra por mover. Nada de esa tontería de una “misión” no autorizada, sin embargo. Tú vas allí con mi aprobación. —Alzó los ojos detrás de los anteojos que se desintegraban—. Y buena suerte.

—Protesto —dijo el comisionado.

—He tomado nota. Dime, Evan. Ahora bien, francamente. No creerás que haya alguna posibilidad de que Galibani se apodere de ti... ¿no? No querría tener dos historias de rehenes entre manos.

Burton mismo no estaba completamente seguro.

—Tengo una especie de invitación. Me parece. Y los talysh se toman las leyes de la hospitalidad en serio. Él probablemente esperaría hasta que yo volviera a Bakú antes de hacerme daño.

—Simple romanticismo —dijo el comisionado—. La hospitalidad talysh. Galibani es un matón y un asesino.

A Kandinsky se lo veía inconmensurablemente cansado. Y el espectáculo recién empezaba. Se echó atrás en su sillón y meneó el bigote como si una mosca se le hubiera posado en la nariz.

—Estoy un poco avergonzado de mí mismo —dijo el embalador, como si estuviese solo—. Mi primera preocupación debería ser el bienestar de esa chica. Y me encuentro pensando en mis políticas que se están deshaciendo, en mis planes que se están frustrando. Es extraño descubrir exactamente cuán egoístas somos de verdad, ¿no?

El senador Mitch Trost estaba sentado en el sótano de su casa de Georgetown, recorriendo fotografías familiares. Afuera, la luz del crepúsculo había empezado a dorar los techos, pero él había perdido la noción del tiempo. En el fondo de su mente, permanecía alerta a la campanilla de la puerta y al visitante que esperaba, pero el resto de su ser se disolvía en los recuerdos.

Kelly con sus amigas del equipo de natación de la universidad, con una medalla al cuello, su femineidad atenuada por la intensidad del deporte, sus músculos como una amenaza para los hombres de su generación. Una Kelly más joven en los Amigos de Sidwell, alternativamente seria y alocada. En un viaje a China organizado por la escuela, posando con un chico insignificante contra un fondo majestuoso. Kelly, cuando recién empezaba a caminar, con su madre arrodillada junto a ella, sonriente y casi agradable, sosteniendo a su hija cuando la niña se esforzaba por dar un paso.

Sí, su madre, Janet, con quien se había casado porque su padre había formado parte del gabinete, y porque era decorativa, y porque él había sido mucho más ambicioso e ingenuo cuando era joven que lo que era ahora. Había existido la pasión suficiente como para permitirle racionalizar el aspecto mercenario. Habían copulado lo bastante bien como para retener la atención de él y mantenerla durante media década. Janet, la belleza que otros hombres deseaban. La segunda vez, ella se casó con un hombre dedicado al desarrollo inmobiliario y socio del grupo hípico, y parecía haber encontrado satisfacción como hembra.

Después de su divorcio, su margen de victoria en las elecciones había sido el más mínimo. Pero se había recuperado de eso. Como se recuperaba de todo.

Y ahora, Kelly. Felizmente tan distinta a su madre, salvo por el gusto por los caballos. Kelly, que leía y pensaba acerca del mundo, que sentía tanta hambre por la vida como su madre lo había tenido por el status. Miraba fijamente una toma alternativa de la foto de graduación de Kelly guardada en una envoltura de papel. Se podían ver ambas familias en ella. Pero tenía los ojos de él.

Y tenía su corazón. Él había deseado tanto un varón, había luchado tanto en las últimas etapas de su matrimonio, haciéndole el amor a una mujer por la que cada vez sentía menos, deseando, nada más, que le diera un hijo. Hasta la noche en que se pelearon por milésima vez y ella dio un paso en falso, burlándose de su idea disparatada, y diciéndole que se había hecho ligar las trompas inmediatamente después del nacimiento de Kelly. Fue la única vez que le pegó, la única vez que le levantó la mano a una mujer. Porque lo había tomado por tonto y le había robado más de una década de su vida. Actualmente, él y Janet se sentían socialmente cómodos el uno con el otro, y no hubo ninguna incomodidad cuando los acontecimientos distintivos de la vida de Kelly los reunieron frente a una cámara. Allí estaban en Charlottesville, los tres. Sonrientes. La madre hermosa y muerta por dentro, la hija luchando por dejar atrás a la marimacho, maravillosamente viva.

Recordaba cómo le había leído El búho y la gatita a su niñita, solo para horrorizarse al día siguiente cuando la vio bailar, feliz, frente a él, mientras cantaba la letra aprendida de memoria de una canción de discoteca que exaltaba la promiscuidad homosexual.

La campanilla de la puerta sonó por fin, y se incorporó. Tenía las rodillas rígidas por haber estado sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y subió lentamente las escaleras del sótano, confiado en que su visitante esperaría. Más tarde vendría Laura, que insistiría en envolverlo en su belleza. Pero ahora, su visitante era un hombre al que nunca había esperado ver en su casa, un hombre de quien nunca había oído hablar hasta esa mañana.

Trost abrió la puerta de entrada, sorprendido al ver cuánta luz del día había desaparecido. En ese otro país, donde desconocidos tenían a su hija, sería casi el amanecer.

El extraño que estaba en la puerta sonrió, aunque luego lo pensó mejor. Parecía ser todo lo común que se podía ser en una ciudad de seres humanos tan penosamente comunes. De cincuenta y pico de años, con panza y una herradura de cabello que encanecía rodeándole la cabeza calva. Era la clase de hombre que suda de manera intolerable, pero, a pesar de que era sábado y del calor, se había puesto un traje, que era el contrapunto de la gastada polera y los pantalones caqui de Trost.

El hombre le tendió la mano.

—Soy Bob Felsher, de la Petrolera Oak Leaf. Es un honor conocerlo, senador. Soy un gran admirador.

Trost sintió la palma mojada contra la suya, registró la incapacidad del hombre por mantener la fuerza inicial del apretón.

—Pase, por favor, señor Felsher.

—Lamento haber tardado tanto, senador. Es un buen trecho desde Potomac. Hasta en los fines de semana. Y luego el estacionamiento por acá... mi esposa y yo nunca venimos a Georgetown debido a eso.

—Yo no estaba midiendo el tiempo, señor Felsher. Al contrario, le estoy agradecido por su buena voluntad para compartir su fin de semana, ¿tiene familia?

Felsher sonrió con un orgullo inequívoco.

—Por cierto que sí, senador. Una familia maravillosa. Una esposa maravillosa. Dos chicos a los que no cambiaría por todo el oro del mundo. Jack es abogado, y nuestra Jackie está por ingresar en Medicina.

Luego su huésped se moderó y atenuó su sonrisa, al recordar el motivo de su visita. Trost encabezó el camino escaleras arriba hasta el estudio formal donde recibía a sus visitantes.

—Tiene un hermoso lugar —dijo Felsher—. Elegante es la palabra. ¿En cuánto están estas casas ahora? ¿Alrededor de un millón y medio? Increíble, ¿no? No obstante, no querría vivir en la ciudad.

—Por favor, tome asiento. ¿Puedo ofrecerle algo para tomar?

Felsher rechazó el ofrecimiento.

—No quisiera incomodarlo. —Se sentó en el sillón de lectura favorito de Trost.

Trost también se sentó.

—Señor Felsher, he tenido un día frustrante. No voy a abrumarlo con los detalles pero el hecho es que nadie parece saber quién tiene a mi hija, o por dónde empezar a buscarla. A pesar de un montón de buenas intenciones sinceras. Me han dejado... dispuesto a hacer cualquier cosa por salvar la situación. —Trost sonrió, invitando a su invitado a sonreír con él—. Ahora bien, se ha producido un hecho que usted probablemente no conozca. Algo sumamente reciente. Los secuestradores, o alguien que alega representarlos, telefoneó a nuestra embajada con una lista de exigencias extravagantes e imposibles de satisfacer. —Miraba fijamente hacia una de las bibliotecas, incapaz, en su impotencia, de mirar a otro ser humano a los ojos—. Estos... hijos de puta... si me perdona... esperan que los Estados Unidos...

—Está bien —dijo Felsher, sonriente. Tenía la sonrisa de un vendedor que tiene un muy buen producto—. Sé todo acerca de las exigencias. Diría que son una estupidez.

—Pero... la información de prensa...

Su visitante mantuvo la sonrisa, pero ahora era condensada, desapasionada.

—Como le dije en mi mensaje telefónico, senador, estamos muy bien conectados allí. No pasan muchas cosas que nuestro hombre, Fleming, ignore. —Hizo un gesto especial, como si alisara sábanas invisibles—. Ya sabe lo que ocurre por esos lados. Se reparte un poco de dinero, y la gente le cuenta cualquier cosa que quiera saber.

Sorprendido, Trost se puso en guardia, cambió de actitud.

—Bueno, está bien. Eso me ahorra el tener que enojarme repitiendo toda esa basura. Pero, ¿te importa si te llamo por tu nombre, Bob? De verdad tengo que preguntarte algo directamente. Dada mi posición en esta ciudad. —Inclinó la cabeza hacia un lado, como un artista que estudiara una perspectiva—. Sin duda, estoy muy agradecido por tu ofrecimiento de ayuda. —Y lo estaba. Había perdido el día en reuniones apuradas con hombres que tenían las manos vacías, desde generales hasta empleados resentidos del personal de la Casa Blanca. Y la prensa había sido despiadada. Había tanta nada en el aire que había telefoneado a Felsher en su desesperación, buscando su número en la guía telefónica después de borrar, enojado, el mensaje dejado en el contestador telefónico, y esperando recordar correctamente el nombre—. Pero los senadores aprenden a ser escépticos. Así que, por favor, no te ofendas por mi franqueza. —Ahora miraba a su visitante a los ojos—. ¿Qué gana tu organización al ayudarme?

Felsher arrugó la barbilla como si ésta fuera una pregunta justa que merecía una respuesta fidedigna.

—Pues bien, senador, tengo dos respuestas para eso. Primero, queremos ayudar auténticamente. Y nos encontramos en una posición única para hacerlo. Naturalmente, un jugador de primera como Oak Leaf busca cualquier oportunidad de crear buena voluntad. —Se mordió la mejilla por un instante y su rostro le recordó a Trost una pelota de basquetbol aplastada—. La segunda respuesta... Bueno, es más pragmática. Nosotros tenemos mucho dinero invertido en la región, y se acerca la decisión acerca del oleoducto; usted ya habrá oído hablar de eso. Pues bien, no queremos que esa decisión se distorsione a causa de hechos accidentales, no quiero decir eso como una falta de respeto, en absoluto. Pero queremos que la ruta del oleoducto sea elegida por sus méritos comerciales; dentro de la estrictez de nuestra política exterior, naturalmente. Nosotros... detestaríamos que alguien, ya se trate de algún grupo de payasos renegados o de un gobierno que busque conflictos, desvíe la decisión del Gobierno de los Estados Unidos con respecto a esto.

Trost miraba al hombre: Felsher tenía los ojos de un perro de caza y la quijada de un acusado en el caso Watergate, lo asemejaba a alguien que conservaría su mediocridad esencial a través de cualquier resultado, haciendo de la responsabilidad de su medianía la plataforma de lanzamiento para otros éxitos. No amenazaría a nadie, y los sobreviviría a todos. Un imbécil ladino, también.

—Bob, aprecio tu franqueza. Es siempre la mejor base para una buena relación. Quisiera que en esta ciudad hubiera más hombres que hablaran claro. —La doble papada de Felsher tembló, como si se preparara para responder. Pero Trost continuó—. Ahora bien, te diré honestamente... que este asunto del oleoducto no era más que un leve eco para mí. Hasta ayer. Y, de repente, es decisivo para mi vida. Pero no estoy en condiciones de tomar una decisión o un compromiso. Estoy... distraído. Por decir lo menos. Mi corazón y mi alma están concentrados en recuperar a Kelly. Y mi mente parece estar quedándose muy atrás.

Felsher agitó las manos. Manos anchas y regordetas.

—Por favor, senador. No estamos buscando ningún tipo de compromiso. Nada por el estilo. Estamos en el registro público creyendo que el oleoducto debe transitar por Azerbaiyán y Rusia, en camino hacia Turquía y el Mediterráneo. Absolutamente consonantes con la política reconocida por el Departamento de Estado. Todos lo saben. No hay ningún secreto en eso. No queremos que los acontecimientos locales puedan crear en alguien prejuicios en contra de una decisión esencialmente sabia. No estamos tratando de desviar su voto. Lo juro por Dios. Sólo estamos tratando de asegurarnos... de asegurar... que los hechos desvinculados... —Sudaba a pesar del aire acondicionado de la casa—. Quiero decir, que no queremos que ningún otro desvíe su voto tampoco. En un campo de juego nivelado...

Trost quería liberar al hombre de su sufrimiento.

—Bob, siempre he pensado en dar mi voto con objetividad.

Tenía conciencia, hasta mientras hablaba, de que esto era falso. Pero quería que tuviera ese sentido, de verdad intentaba expresar ese sentir a cierto nivel.

Su visitante se inclinó más cerca de él.

—Senador, a nuestro hombre en el lugar de los hechos, Dick Fleming, un buen hombre, un buen hombre, le preocupa que esto sea el complot de una tercera parte, destinado a desviar ese oleoducto. —Trost podía ver las venas debajo de los ojos del hombre, el desgaste de su piel—. Usted mismo sabe, senador..., que cuando hablamos de decenas si no de cientos de miles de millones de dólares, la gente empieza a buscar remedios desesperados. Todos quieren un poco de la acción que está ocurriendo allí... sus iraníes... sus rusos..., arroje un dardo al mapa y dará en un nido de maquinadores nacionalistas o de fanáticos religiosos, o de tipos de mafias... o de los tres. Es como caer en una convención de serpientes de cascabel. Tenemos que conservar claras las cabezas.

—Y —dijo Trost en tono medido— tenemos que traer de vuelta a mi hija.

—Absolutamente. De eso se trata. Por supuesto. ¿Ve como nuestros intereses coinciden? Es la política a su nivel más práctico. Sospechamos que su hija fue secuestrada para hacer que Azerbaiyán se viera mal, para hacer que el lugar pareciera hostil, inestable. Para mover la ruta de ese oleoducto. De manera que también queremos a su hija de vuelta sana y salva. —Movió lentamente la cabeza de un lado a otro—. El destino de Kelly y el futuro de la Petrolera Oak Leaf también están entrelazados. Y vamos a hacer lo más que podamos por usted.

Trost se reclinó en su asiento y asintió. “Seguro. ¿Por qué no? Nadie tenía ninguna idea. Traigan a Kelly de vuelta con vida y tendrán mi voto por toda la eternidad. Echen sus dados”.

Se puso de pie, obligando a su visitante a hacer lo mismo. Esta vez, el senador tendió la mano primero.

—Bob, estoy en deuda contigo. Aprecio todo y lo que sea que puedan hacer para traer a Kelly de vuelta a casa.

Sentía el apretón blando y húmedo de la mano del hombre con una intensidad inconmensurable. Y dentro de él, una conexión se rompió. Trost soltó la mano de su visitante y volvió a hundirse en su sillón como si las piernas ya no lo pudieran sostener más. Se cubrió el rostro con una mano, y luego con las dos. Temblando. Incapaz de dominarse. No lloraba. Se sentía suspendido, shockeado, lo contrario de lo emocional. Era como si hubiera perdido el control de sus músculos. Sus intestinos se estremecían.

Después de un momento helado, su visitante colocó una mano sobre el hombro de Trost. Era una sensación horrible. El senador no podía soportar que nadie lo viera así. No se podía confiar en nadie que lo viera así. Pero no podía dominarse.

—Va a estar todo bien —decía el hombre con una voz como la que se usa para hablarle a un bebé—. No se preocupe, senador. Simplemente confíe en el viejo Bob Felsher.

El mundo se había fracturado y Trost no podía volver a armarlo. No veía bien. Ni siquiera podía reprimir lo que decía delante de un extraño.

—No sé donde está —decía Trost abrazándose a sí mismo y hamacándose—. No sé donde está.

Era horrible. No había dormido durante dos noches. Cada voz que trataba de limpiar un punto contra la pared, las chinches la volvían a encontrar. Y hacía frío. El día entre las dos oscuridades había sido brutalmente caluroso, con la única ventanita del cuarto fuertemente cerrada cerca del techo. Pero la temperatura cayó de golpe al llegar la oscuridad, y las sabandijas buscaban el calor de ella. Ansiaba que empezara el nuevo día. Su prisión parecía al mismo tiempo alucinante y más real que nada que pudiera recordar.

¿Cuánto más se prolongaría esta noche?

La primera noche, una mujer de velo negro le había traído un potaje y agua, pero el agua la descompuso en horas y Kelly ensució el establo en el cual la habían encadenado. Más tarde, la mujer le entregó un cubo para desechos. Pero no le dio a Kelly nada para limpiarse, y nadie vino a vaciar el cubo, y el estómago le dolía tanto que apenas podía moverse y ni siquiera le importaba su propia desnudez cuando se le volvía a presentar la necesidad frenética de evacuar. Entre retortijones, se enroscaba en el piso y sollozaba.

Se consideraba una persona capaz, racional, pero ya había empezado a caer en delirios menores. Su piel le comunicaba la presencia de bichos cuando no había ninguno, e imaginaba tener encima manos que la tocaban en forma íntima. Las figuras, de humanidad borrosa, se movían en la periferia de su visión. Yussuf, su chofer, yacía frente a ella con la parte superior de la cabeza volada, negándose a morir, culpándola. Pero desaparecía cuando ella trataba de tocarlo. Emergía de la mala borrachera de falta de sueño y descompostura, sólo para volver a caer para atrás. El día había sido un crepúsculo fétido, ardiente, las noches una cloaca sucia. Deshidratada, le preocupaba volverse loca. Pero la cordura de hierro prevalecía.

Al principio, había temido una violación, el deporte de contacto favorito de la región, y la muerte subsiguiente. Sus secuestradores barbudos parecían no conmoverse en lo más mínimo por el asesinato que habían cometido y, sin embargo, habían sido casi victorianos en la escrupulosidad con la cual la manejaban. La lastimaban sólo lo suficiente como para hacerle saber que eran capaces de hacerle mucho más daño si ella lo hacía necesario, y luego la abandonaban a su miedo. Con el cuerpo de Yussuf tirado cara arriba en el camino, los hombres habían ejecutado la comedia lúgubre y casi cortés de tratar de meter a una mujer norteamericana sana, de un metro setenta y cinco de altura, en el baúl de un auto demasiado pequeño. Finalmente, se conformaron con amontonarla bajo una manta en el asiento trasero, advirtiéndole en un inglés de historieta, No moverse. Nosotros matarte.

Ella se había encogido y boqueado debajo de esa manta, oliendo sus restos de sudor y aceite de motor, mientras ellos continuaban y continuaban conduciendo el auto sin detenerse en ninguna de las caprichosas barreras militares que punteaban los viajes de cualquier trabajador voluntario. Una vez, la dejaron bajar del coche para que se desahogara en un punto verde del desierto cubierto de excrementos, y pudo calcular por la posición del sol poniente que viajaban hacia el sur. Hacia las sierras talysh. O Irán.

Mucho después, el auto luchaba para trepar por un largo camino en la montaña, con los cambios que chillaban, hasta que se detuvieron por última vez y voces y manos nuevas la sacaron del auto con la manta todavía sobre la cabeza. La guiaron, a los tropezones, dentro de un edificio, y una mano fuerte le bajaba con fuerza la cabeza cada vez que se amontonaban para pasar por una puerta. Finalmente, le arrancaron la manta y la encadenaron como una bestia.

Su prisión era muy diferente de los campos de refugiados. Vacío de animales, el cobertizo todavía apestaba al olor de éstos. Era un lugar permanente, hecho de piedra, adosado a un edificio más grande. Hasta había electricidad. Cada vez que aparecía la mujer del velo, encendía una desnuda bombita superior que apuñalaba los ojos de Kelly. En esta parte del mundo, una luz eléctrica en un establo significaba una gran prosperidad y, probablemente, la proximidad de una ciudad.

De algún modo, la idea de que pudiera haber una ciudad cercana parecía tranquilizadora.

¿Por qué le estaban haciendo esto? ¿Rescate? ¿Política? ¿Venganza? Ningún otro voluntario había sido secuestrado, que ella supiera. Y su padre no era ninguna figura mundial. Su interés por la política exterior se había limitado a un verano con una mujer brasileña que había frustrado el sueño de la casa con orgasmos chirriantes y que había interrogado a Kelly con asombrosa imperturbabilidad acerca de sus “amantes” de la escuela secundaria.

Su padre. Movería cielo y tierra por ayudarla. Esa idea la consolaba en forma intermitente, sólo para dejarla sintiéndose débil, frustrada y enojada.

Siempre se trataba de su padre.

No podía escapar de él ni siquiera ahora. Ni quería escapar de él esta vez. Quería que viniera a rescatarla, y no podía evitar desearlo. Se sentía inconmensurablemente sola y descubría anhelos tan fundamentales y poco glamorosos como jamás habían entrado en su vida.

Amaba y apreciaba a su padre y sólo quería una vida propia. Lo había odiado durante todo el noveno grado. Después que abandonara a su madre. Pero él era insoportablemente seductor para los votantes, las mujeres y los perros, que lo seguían ciegamente, moviendo los traseros o las colas. Las hijas eran fáciles.

Su padre era irresistible sin la ventaja de una gran distancia. Ella lo había amado y se había ofendido con él, y se había sentido terriblemente celosa. Luego vio cómo su madre se volvía a casar de una manera muy mala. Chuckie tenía una caballeriza grande e irregular que funcionaba a inercia y él nunca perdía la oportunidad de manosear a su hijastra. Cuando ella se quejaba, su madre le decía:

—Cariño, sólo está tratando de hacerte sentir como parte de la familia.

Entretanto, su padre hacía su campaña por recuperar a su hija. Con su elegancia reposada —era el único hombre que ella jamás hubiera conocido que se veía sexualmente atractivo con corbata de moño—, su padre la trataba como a una mujer madura cuando no lo era, y la hacía reír cuando imitaba a sus colegas. A pesar de sus pecaminosas ganas, nunca se acostó con las compañeras de la universidad que ella traía de visita a casa. Ella lo valoraba mucho por eso. Ella y su padre se habían hecho compinches, y todo habría andado bien, si él no hubiera sido tan abrumador.

La atormentaba con su ayuda. Y cuando sus esfuerzos se tomaban un descanso, la infinita cantidad de personas que estaban en deuda con él y lo adoraban, se dedicaban a ocuparse de ella sin que nadie se los pidiera. Vivía en un monstruoso capullo de privilegios, y los muchachos y hombres a los que había admitido en su vida nunca parecían ser consecuentes por mucho tiempo. Su padre era demasiado. Gigantesco. Con su sonrisa a lo Paul Newman y con los modales heredados como una vajilla de plata familiar. Ahora, en esta mazmorra, pensar en él la hacía llorar de enojo, esperanza y confusión.

La natación había sido muy buena. Era la única cosa en la que su padre no podía ayudarla, algo propio por fin. Él había estado orgulloso de ella, por supuesto. Pero no podía arreglar las carreras, manipular el reloj. Hasta sus fracasos eran valiosos para ella. Porque eran suyos, suyos, suyos.

Tirada en el piso del establo, deseaba poder meterse ahora en una piscina limpia. Sumergirse. Hundirse y darle forma suavemente a su cuerpo y dejar que el agua la limpiara por completo. Se imaginaba que, de algún modo, estaría segura en el agua, y sana otra vez.

Abandonar la natación había sido el único sacrificio que había hecho para venir a Azerbaiyán. Donde todo un mar estaba enfermo y había cólera en el agua de la canilla.

Apartó un bicho de patas de seda de su tobillo.

Sin previo aviso, la luz se encendió y la mujer entró arrastrando los pies. Tenía que ser vieja. Era encorvada, lenta, y sus movimientos más rápidos eran sacudones imprecisos. Kelly vio a la forma velada de negro acercarse a ella a través de ojos shockeados y gritó:

—¿Qué quiere? ¿Qué quiere de mí?

Pensaba que había gritado. Quería gritar. Pero su voz era un graznido marchito. La vieja puso la comida en el piso prematuramente y se escabulló. En su apuro, la mujer había colocado el bol y el jarro fuera del alcance de Kelly. Las luces volvieron a apagarse.

Kelly se esforzó por alcanzar el agua, dando zarpazos en el aire. Pero los grilletes le aferraban los huesos de los tobillos y la cadena no cedía para nada. Imaginaba ejércitos de pequeña vida negra corriendo hacia su comida, amontonándose sobre ella, espesando su agua.

Renunció, y se dejó yacer estirada en el piso, llorando de nuevo.

La luz del día se negaba a volver, y cada vez que creía que podría dormir, algo la picaba y la hacía retorcerse con un pánico exagerado. Tenía los tobillos rasgados en carne viva. Finalmente, empezó a gemir, haciendo un ruido seco, nasal, que se negaba a parar.

La puerta se abrió, y la luz volvió a herirla. Al principio no podía mirar para arriba. Las chinches emboscadas se desparramaban por el piso.

Entró un hombre. No dijo nada, pero cuando los ojos de ella volvieron a aceptar la luz, lo descubrió observándola de brazos cruzados. Como sus secuestradores, usaba una barba prolijamente recortada y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. A ella le parecía que la camisa era la cosa más limpia que jamás hubiera visto. La mareaba. Y la hacía llorar más todavía. Nunca había visto una camisa tan hermosa.

Su visitante era un hombre joven, delgado y no muy alto. Tenía buenas facciones, pero sus ojos le recordaban las cosas que reptaban sobre ella en la oscuridad. Nada en su actitud indicaba que estuviera perturbado en lo más mínimo por el estado en el que la encontró.

Inesperadamente, sonrió. Con dientes pequeños, regulares y muy blancos. Verlos hizo que Kelly tomara conciencia de sus propios dientes, que estaban cubiertos de suciedad. El hombre buscó en un bolsillo de sus pantalones abolsados y sacó algo pequeño y marrón.

Era una barra de Snickers.

La tiró entre las piernas de ella. Ella quería mostrarse orgullosa, demostrar su desafío. Pero sus manos se negaban a obedecerle. Arrancó la envoltura, consciente de la mugre de sus dedos, asqueada aun cuando se metía rápidamente la comida en la boca. Era como en casa, era algo conocido, era todo lo que necesitaba. No podía pensar más allá de eso. Se sentía como si se hubiera estado muriendo de hambre.

Pero su organismo no quería el chocolate. No todavía. Su boca no lo aceptaba. Tenía la lengua, las encías y la garganta secas como arena.

—Agua —suplicó, incapaz de masticar. Entonces recordó la palabra de ellos: Su.

El visitante entendió. Se agachó para acercarle el jarro y ambos vieron que el bol de potaje que estaba al lado se retorcía por las sabandijas. Kelly cerró los ojos, tratando de no escupir la pasta de chocolate que tenía en la boca.

El joven gritó una palabra. Kelly creía que era un nombre de mujer: Yasmin. Jazmín. Un nombre que era una broma en este lugar. La voz de él era segura, plena de superioridad y sentido de la propiedad, la voz de un muchacho de una fraternidad de clase alta trasplantado a otra cultura.

La mujer de negro entró corriendo y el joven se volvió y le pegó allí donde el velo le cubría la mejilla. Ella cayó contra la pared y Kelly esperaba que se quebrara como el vidrio. Pero la mujer se recuperó inmediatamente, como si ese trato armonizara con su vida. El joven le impartió una serie de órdenes y la mujer agarró el bol y el jarro y salió corriendo.

El joven se calmó inmediatamente, como si las emociones fueran una cuestión de elección, y dijo en inglés:

—Es una mujer estúpida. Esta clase de gente necesita mucha supervisión.

Pronunciaba claramente cada palabra, como si recitara en clase.

Kelly seguía sin poder tragar, sin poder hablar. Sus intestinos estaban al borde de otro motín y no quería descomponerse frente a este varón. Pero sólo a una parte de ella le importaba de verdad.

Se sentía como si pudiera enfurecerse con su secuestrador. Pero estaba demasiado cansada. Lo mejor que podía lograr era una sensación de humillación.

El joven sacó la mano de su torso. El gesto no tenía ningún significado en el mundo de Kelly.

—Éste es un mal lugar —dijo lentamente, como si recitara un discurso preparado—. Pero así es el sufrimiento de nuestro pueblo a causa de los Estados Unidos. Así es como ellos deben vivir.

La mujer volvió con el jarro de agua, pero no traía nada de comida. Esta vez dejó el recipiente en el piso de manera tal que casi tocaba la rodilla de Kelly e hizo una rápida inclinación de cabeza a modo de reverencia, y luego salió corriendo hacia la seguridad de más allá de la puerta.

Todavía aferrando la golosina, Kelly agarró el jarro y bebió, enjuagándose la boca hasta dejarla vacía y limpia. Luego jadeó, derramando agua por su barbilla y en su cuello y su pecho. En cuanto recobró el aliento volvió a beber, con los ojos cerrados, sin querer ver nada que pudiera haber quedado en el agua. El líquido tenía un sabor dulce y putrefacto.

Cuando hubo bebido, comió la golosina con rapidez, de manera codiciosa y descuidada. Se imaginaba que, de algún modo, la textura acaramelada le uniría las tripas y disminuiría el pánico de sus intestinos. Y tenía miedo de que su torturador le arrancara la golosina antes de que pudiera terminarla. El chocolate estaba rancio y derretido en la envoltura, y su olor se mezclaba con el olor de sus excrementos y de lo que la rodeaba. Pero no se detuvo hasta que lo terminó.

—¿Ve como tiene que vivir nuestro pueblo? —preguntó el joven cuando ella hubo terminado—. Pero sin la bondad de un chocolate como éste. Ni siquiera para los niños pequeños.

Kelly oía las palabras a medias. Quería comer más ahora, comida de verdad. Y lavarse. Y sobre todo, quería dormir sin ser molestada.

—Todas estas condiciones terribles —continuaba su visitante— se producen por culpa de su padre. Es un hombre muy malo.

Kelly se puso alerta. Sentía que su cerebro volvía corriendo a la vida.

—Su padre enferma a los niños. Es el guerrero de Israel y el gran enemigo del Islam. Ama a los judíos.

Kelly no comprendía. Ni siquiera comenzaba a comprender. Éste tenía que ser un error.

¿Tal vez todo era sólo un error?

—Su padre produce el genocidio —pronunció la palabra con una g dura— contra el pueblo del Islam. —Sonrió satisfecho—. De manera que ahora nos hemos apoderado de su hija.

—Por favor... no sé de qué está hablando. Mi padre es Mitchell Trost. Él... no sabe nada de política exterior.

El joven rió con un sonido duro, de rechazo.

—¿Usted cree que nosotros somos los tontos? Sabemos todo. Ahora su padre debe pagar. Los Estados Unidos deben pagar. No más Israel. Nosotros haremos la paz.

Kelly rebuscó en su memoria cualquier conexión remota que su padre pudiera tener con Israel o con el sionismo. Ni siquiera sabía si su padre había salido alguna vez con una judía. Bueno, era probable que sí. Pero tendía a gustarle el tipo delgaducho anglo-sajón. Las pelirrojas. Y creía que New Jersey era un país extranjero.

—Por favor —suplicó—. Mi padre es el senador Mitchell Trost. Lo único que le importa son las subvenciones federales y los talleres para obreros agremiados y esas cosas. No sabe nada acerca de todo esto.

El joven la miraba con un desdén teatral.

—Lo sabemos todo. Usted no nos puede mentir. He ido a la universidad.

—Por favor —insistía Kelly—. Todo esto es alguna clase de error.

—Usted es alguna clase de puta norteamericana —le dijo su visitante de manera directa. Luego le volvió la espalda y se marchó.

Olvidó apagar la luz, y Kelly pudo ver bien por primera vez los bichos que vivían con ella durante la noche. El saber no siempre era una cosa deseable.

* * *

—Acabo de presenciar la cosa más especial —decía Bob Felsher mientras se sentaba ante su cena recalentada—. Vi quebrarse a un senador norteamericano. El hombre perdió totalmente el control.

—Eso es interesante, querido. —Su esposa se agachaba para cargar el lavaplatos en el otro extremo de la cocina enorme. Era el día franco de la mucama. Cuando habían empezado a vivir juntos, todo su primer departamento entraría dentro de este único ambiente.

É1 comió durante un rato, disfrutando de la comida sin prestarle mucha atención, y pensando. Su esposa suspiraba y buscaba alguna cosa debajo del fregadero.

—¿No es algo importante, sin embargo? —le preguntaba él—. ¿Cuán lejos hemos llegado en la vida? Quiero decir que hemos trabajado duro para lograrlo, Dios lo sabe. Pero sólo medítalo, Ellen. Esta casa. Los chicos. Todo. Hace tiempo, cuando empezamos, ¿alguna vez pensaste que llegaríamos tan lejos? ¡Qué país maravilloso es éste!

Cortó otro trozo de carne asada y lo pasó por la salsa. Buena cocina anticuada.

—Yo recuerdo todos los días cuán afortunada soy, cariño —le dijo su esposa—. Llamaron los Anderson para saber si estamos libres para reunirnos el sábado próximo.

Después de tragar, Felsher dijo:

—Nos conviene ir. Él tiene relaciones estrechas con el Parlamento. Pero... sólo piénsalo un minuto. ¿Cuánta gente consigue ver a un senador de los Estados Unidos hacerse pedazos delante de ella?

—Probablemente estaba alterado —dijo Ellen, sentándose a la mesa frente a él—. Recogí el vídeo que querías. Tuve que pagar el precio total, sin embargo.

Cuando hubo terminado de comer, Felsher enjuagó su plato y lo puso en el lavaplatos mientras su esposa iba al cuarto favorito para encender el televisor de pantalla gigante y cargar la videograbadora. Era una rutina agradable, y él consideraba que llevaba una vida muy placentera.

Vieron High Noon, una película favorita de él y mientras se rebobinaba, rodeó a su esposa con el brazo y dijo:

—Ése es el problema que tiene este país ahora. Nadie está dispuesto a defender lo que está bien. A nadie le importa hacer lo correcto. Sólo se trata de yo, yo, yo.

—¿No es una barbaridad? —dijo ella.

Bob Felsher se fue a la cama con un estado de ánimo especialmente satisfecho y rodeó a su esposa con un brazo, amoldando su panza al trasero de ella.

—Te amo, Ellen.

—Yo también te amo.

Pero el sueño no le vino enseguida. La verdad era que estaba excitado como un chico. No sólo porque hubiera visto a un senador quebrarse en su presencia. Era algo mejor que eso. Bob Felsher tenía un secreto. Y nadie más en todo el país lo conocía.