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10:09 p.m.

El Bund

El director del Ministerio de Seguridad del Estado ocupaba una butaca de cuero rojo detrás de una mesa fea y sencilla en un pequeño despacho gris sin vistas. Era un hombre obeso, con papada, los labios húmedos, el ceño de un inspector de hacienda y un carácter impaciente.

Shen Deshi, con el brazo en cabestrillo, la cabeza vendada y afeitada, y varios puntos de sutura a la vista, intentaba mostrarse seguro en su incómoda silla.

—Menudo desastre —dijo el director en Shangháinés—. Le pediría que me lo repitiera todo, pero no deseo oírlo. Si los americanos presentan cargos contra usted...

—Sí. Lo comprendo.

—¿Se lo llevó a punta de pistola?

Shen mantuvo cerrada la boca. Le sudaba la frente y el labio, inconfundible señal de debilidad. El ministro podía cortarle los huevos si quería.

—Tenía usted que encontrar y proteger cualquier prueba de contaminación medioambiental. Tenía que atar todos los cabos sueltos antes de que la mano sacada del río propagara problemas como una plaga.

Shen Deshi se encogió en su silla.

—Y, en lugar de eso, ahora nos enfrentamos a una posible investigación de los americanos. De haber querido esta clase de atención, habría contratado a una empresa de relaciones públicas.

Shen pretendía comprar su billete de salida de aquel atolladero. Se esforzó por recobrar la compostura y habló con valentía.

—Ahí fuera tengo pruebas físicas que implican al cámara americano. Su videocámara.

—Destrúyala, imbécil.

—Por supuesto. Como desee.

—Es lo último que necesitamos.

—Hay otra cuestión. —Shen se acercaba al momento de la verdad.

—Explíquese.

—Cien mil dólares americanos. Y trescientos mil yuanes.

El ministro se encendió como el dragón de un desfile. Miró con los ojos entornados al inspector y se frotó los labios con el dorso de la mano rechoncha.

—¿Cuáles son sus intenciones? —preguntó por fin, mientras abría un cajón y encendía un pitillo. Sacó una tableta de chocolate y se metió un trozo en la boca. Echaba humo al masticar y hablar a la vez—. Por favor, inspector.

—Me jubilé la semana pasada. Si se realiza una investigación, yo trabajaba por mi cuenta.

—Lo mismo estaba pensando yo. Tendré los papeles preparados. Manténgase un par de días fuera de la circulación. Yo paralizaré su búsqueda en cuarenta y ocho o setenta y dos horas. El tiempo justo para que parezca que hemos hecho el esfuerzo.

Shen Deshi asintió con la cabeza.

—Como desee.

—Esto es bueno para nosotros.

«Nosotros», fue todo lo que Shen oyó.

—Desde luego.

—Su integridad nunca se ha cuestionado.

Shen tragó saliva.

—Le doy las gracias, señor ministro.

—¿Y la prueba?

—No se ha informado de los contenidos de la bolsa. He venido directamente a usted, como me aconsejó. Por lo tanto, no hay noticia de ello. No está en ningún informe.

—¡No queremos que aparezca esa prueba en ningún informe! Esto es un maldito desastre. —Ahora el hombre estaba inmerso en una nube de humo.

—Exactamente, señor.

—De manera que sin duda habrá que decidir qué hacer con ese... esa prueba.

—Sin duda.

El hombre quería que Shen propusiera la alianza. No estaba dispuesto a hacerlo él.

—Podría entregar los fondos a la Policía Armada del Pueblo.

—Es una posibilidad.

—O intentar devolverlos a sus originales dueños.

—¿Los dueños del dinero de un rescate? Una compañía aseguradora occidental, sin duda. No lo echarán de menos.

—También lo había pensado. —A Shen se le aceleraba el corazón—. Sí.

—Tiene que haber otra solución —ofreció el otro. La humedad de sus labios se había extendido al cigarrillo, que ahora estaba pringado de chocolate—. ¿Hmm? —animó al inspector.

—Había pensado que ese dinero podría hacer mucho bien para escuelas, para las víctimas de inundaciones y terremotos. Pero por supuesto jamás podría verse que proviene directamente del Ministerio.

—¡No lo quiera Dios!

—Pero si proviniera de individuos particulares... eso ya sería otra cuestión.

—Totalmente.

—Si, digamos, dividiéramos esos fondos... en un porcentaje que tenga en cuenta su veteranía, por supuesto, señor. Yo llevo diez años en el Ministerio... usted lleva quince... Digamos sesenta, cuarenta.

—Setenta, treinta.

—Sesenta y cinco, treinta y cinco.

—De acuerdo.

—Nosotros nos encargaremos de que esas sumas se distribuyan de manera mucho más responsable que si dependieran de una burocracia como la del Ministerio.

—Entiendo muy bien su punto de vista. Bien dicho, inspector. Sí. Veo la claridad de su pensamiento en este asunto. —Entonces vaciló un momento—. ¿Cuándo puede concluirse este asunto?

—Cuando usted así lo desee, por supuesto.

—Aquí no. En el parque. En el taichí de esta tarde. Un banco del parque.

—Perfecto.

—No me decepcione. Nada de cambiar de opinión, ¿eh?

—No, señor. —Shen Deshi apenas podía imaginar en qué infierno se metería el hombre que se pusiera a malas con Ho Pot.

—Puede marcharse.

Shen Deshi se levantó despacio, dolorido. El Ministerio de Seguridad del Estado tenía la tarea de combatir la corrupción y el abuso medioambiental de las corporaciones. Era una enorme ironía.

—Vamos a dejar una cosa clara —añadió el ministro—. Técnicamente, esto no es dinero de sangre. —Lo estaba preguntando, más que asegurándolo. No quería arriesgarse a la pena capital.

Shen Deshi recordó la cara del mongol cuando se cayó del barco. Pensó en la mesa de carnicero en la curtiduría, donde el mongol había descuartizado al cámara. Casi oía de nuevo el zumbido de las moscas.

—No, por supuesto que no. Es un dinero perdido y encontrado, nada más.

—Perdido y encontrado.

—Sí.

—Muy bien, pues.

Shan llegó hasta su coche con gran dificultad y, decidiendo echar un vistazo a su futuro, abrió la portezuela de atrás.

Retirar el asiento trasero podía resultar dificultoso, puesto que el mecanismo se atascaba incluso cuando no tenía detrás metida una bolsa de deportes. Y eso sucedió justamente. A causa de las costillas rotas y el brazo herido, Shen apenas podía moverse, y mucho menos echar adelante aquel asiento. Pero al final lo consiguió con un fuerte tirón.

Dicen que cuando uno va a morir, toda su vida pasa delante de sus ojos, desde la infancia hasta el presente, que las puertas del cielo son más un espejo que unas puertas. La vida de Shen pasó ante él, y a pesar de todo, excepto por algunos huesos rotos, siguió viviendo.

El asiento trasero estaba vacío.

Tardó un momento en asimilar no solo la realidad de su situación, sino también su enormidad. Movió adelante y atrás el asiento, como si la pesada bolsa pudiera haberse caído al suelo del coche...

Él mismo había escondido ahí el dinero. Había estado en el coche con él en todo momento, excepto por unos minutos...

¡La muy puta!

Había dejado a la agente en el coche cuando bajó a inspeccionar la curtiduría. La joven había girado el coche tras la llegada del americano.

Shen se quedó pensando qué demonios podía hacer, mientras en su mente se alzaba el coro griego: ¡Sal corriendo!