14
1:25 p.m.
Distrito de Huangpu
Knox solo se había alejado tres manzanas del mercado cuando vio reflejada en un escaparate la moto verde a su espalda. Había empezado a lloviznar otra vez. Se encaminó deprisa hacia el sur, y el mongol lo siguió. La hipótesis de Dulwich, según la cual era el taxista quien había informado de su localización, era factible, aunque improbable. Lo más posible era que el mongol los hubiera visto a Grace y a él en su lilong, y luego hubiera investigado la matrícula de la moto y averiguado que el dueño era el empleado del Quintet a quien Knox se la había alquilado. Tomó nota mental de comentar aquello con Fay.
Se dirigió hacia la Modern Electronic City, una galería comercial muy moderna de tres plantas en la intersección de las calles Xiangyang y Fuxing Middle. El interior era una congestionada madriguera de estrechos pasillos y un apretado conglomerado de puestos que vendían todo lo habido y por haber en electrónica, así como las ubicuas prendas de ropa y enseres de cocina.
Nada más entrar lo asaltó el rugido de los regateos. Subió por unas escaleras mecánicas, giró a la derecha y puso un billete de cien yuanes sobre un arañado mostrador de cristal. Dio un puñetazo a «Kenny G.» en el hombro y, en un torpe mandarín, le explicó al dependiente de la tienda que lo seguía un cabrón mongol que pensaba que había que acabar con todos los waiguoren.
—Un carterista común, sin duda.
Ser calificado de «común» se contaba entre los más graves insultos.
Kenny lanzó una maldición. Knox, un cliente habitual cuando estaba en la ciudad, se metió entre las sombras de un rincón. La salida de emergencia que quería quedaba a su espalda.
Pasaron dos minutos y el mongol no había aparecido.
Enfrente había una tienda que vendía cámaras digitales, y sobre el mostrador se veía todo un muestrario de marcos digitales con pantalla LCD. En uno de ellos iban pasando imágenes de la Gran Muralla y los soldados de terracota. Otro iba anunciando en un letrero que cruzaba la pantalla:
¡¡Únete a la revolución en memoria digital!!
¡Capacidad para más de 1.000 fotografías y 5.000 canciones!
Grace había fotografiado un marco digital en el apartamento de Lu Hao. No se le había ocurrido llevárselo. Pero al ser digital debía de tener una memoria interna. Los marcos aceptaban imágenes a través de conexiones USB.
¡Lu Hao había escondido sus notas a plena vista!
De pronto a Knox le preocupaba mucho menos atrapar e intentar sacarle información al mongol (que era el plan de Dulwich), y mucho más volver al apartamento de Lu Hao para llevarse el marco.
En ese momento vio a Dulwich merodeando por la planta inferior. Después de dejar pasar unos minutos, subió también por las escaleras mecánicas y se unió a Knox en el Kenny G. Intercambiaron rápidamente chaquetas y gorras, de manera que Dulwich iba ahora vestido con el ScotteVest, tejanos y gorra de béisbol, mientras que Knox llevaba la cazadora de piloto de Dulwich, de lona gris, en cuyos bolsillos encontró varios envoltorios de chocolatinas. Gracias a la lluvia, el truco podía dar resultado.
—Olvídate del mongol —dijo Knox—. Tengo una pista nueva. —Y explicó que Grace había visto el marco digital en el apartamento de Lu Hao, y que no se les había ocurrido pensar que podía ser un escondrijo de información digitalizada—. Lo único que necesito es quitarme a este tipo de encima.
—El plan sigue siendo factible —repuso Dulwich—. Está ahí fuera, vigilando. Podemos atraparlo ahora mismo.
—Ese tío no sabe una mierda —aseguró Knox—. Por eso me está siguiendo.
—Sabe algo que nosotros ignoramos. Tiene contacto con Pekín. Eso lo convierte en una fuente de información.
—Tú limítate a alejarlo, a quitármelo de encima. Tienes su situación en tu móvil. Podemos atraparlo en el momento en que queramos.
—Nada de «podemos». Yo tengo que tomar un tren. Es ahora o nunca.
—Entonces nunca —declaró Knox. Y luego añadió—: Ahora no. Ese marco es más importante.
—Tú mismo. Cuídate. —Y Dulwich dio media vuelta para encaminarse hacia las escaleras mecánicas.
Knox recorrió la tercera planta hasta llegar a una tienda que vendía máquinas de hervir arroz, batidoras y planchas calientes. Al fondo se abría una de las pocas ventanas de esa planta, de unos quince centímetros de anchura y siete de altura. Knox pegó la cara al cristal, y a través de la mugre atisbó al mongol en la intersección de las calles, en su moto, ajeno a la lluvia. Vigilaba a Dulwich, ahora con la chaqueta y la gorra de Knox, que se abría paso entre los paraguas hasta donde aguardaba un taxi. En cuanto Dulwich subió, el taxista se incorporó al lento flujo del tráfico.
Knox celebró su éxito: la corta distancia hasta el taxi había demostrado que la sustitución funcionaba a la perfección. El mongol arrancó la moto de una patada pero se quedó donde estaba mientras el taxi se alejaba.
¿Por qué no lo seguía? La idea era apartar de allí al mongol. ¿Por qué dejaba que el taxi le tomara tanta ventaja? Todos los taxis eran iguales y resultaban difíciles de seguir. Knox miró la calle. ¿Habría un segundo mongol? ¿La maniobra había sido un fracaso?
Sintió una punzada de pánico.
Llovía a cántaros en Shanghái, conseguir un taxi con este tiempo podía ser una ardua tarea, y sin embargo...
El taxi esperaba parado. Ya era improbable un día de sol, pero un día de lluvia era imposible.
Knox martilleó con los nudillos en la ventana, como si pudiera con ello detener el taxi que se alejaba. Trasteó frenético con el móvil, se le cayó, se agachó para recogerlo y marcó el número mientras se incorporaba.
De nuevo en la ventana, veía el tráfico avanzar en torno al taxi de Dulwich. Otra anomalía. Era evidente que el vehículo se dirigía hacia el carril de la derecha.
—¿Sí? —contestó Dulwich, su voz algo alterada por la cambiante señal programada en la seguridad del iPhone.
—¡Sal de ahí! ¡Era una trampa! ¡Ese taxi me estaba esperando a mí!
—Ey, amigo, para aquí —oyó decir a Dulwich en inglés—. Ting!—gritó a continuación. «Para.»
Knox oyó el golpe y el ruido de cristales rotos un milisegundo antes de que esos mismos sonidos llegaran hasta la red telefónica inalámbrica. Un modelo antiguo de un Toyota gris se había estrellado contra el taxi, que había salido disparado de la intersección para estamparse contra un árbol. Ambos conductores salieron de los vehículos y se dirigieron a trompicones hacia la cuneta.
Ahora el mongol avanzaba con la moto por la acera. Se bajó de un salto y metió los brazos por el parabrisas roto, como intentando ayudar. Pero Knox sabía que no era así.
Una enorme multitud de mirones se arracimó de inmediato en torno al accidente. Nadie podía resistirse a la curiosidad.
Knox llegó a la planta baja antes de tener tiempo de pensar siquiera. Según dictaba el protocolo para estos casos, tenía que alejarse del accidente andando con tranquilidad. En lugar de eso, echó a correr hacia allí y se abrió paso a empujones entre el gentío, gritando improperios en mandarín. El mongol, que había vuelto a su moto, aceleró y desapareció tras una curva.
La multitud dejó paso a Knox, que ya veía una mancha de sangre en el coche. El alarido de una sirena anunciaba la llegada de una ambulancia del cercano hospital Huashan o de la policía. De cualquier manera, Knox no podía quedarse allí. Lo interrogarían, se vería involucrado.
Llegó hasta el taxi y abrió de un tirón la deformada puerta trasera. Dulwich estaba inconsciente, con el rostro ensangrentado. Cuando metió los brazos por debajo de él para sacarlo, tocó con la mano el disco duro. Estaba buscando el iPhone cuando una vieja desdentada le dio un palmetazo en la mano al grito de:
—¡Ladrón!
Knox la insultó a su vez, pero echó a correr por la calle antes de que la turbamulta decidiera darle un buen escarmiento.
3:20 p.m.
Distrito de Jing An
Shanghái
Knox llamó a Rutherford Risk en Hong Kong y esperó diez minutos antes de que el director de la empresa, Brian Primer, devolviera la llamada al iPhone. Mientras hablaban, Knox avanzaba por Changle Road hacia el hospital Huashan.
—¿Qué? —dijo Primer, sin más prolegómenos.
—El sargento, David Dulwich, ha caído. Un accidente de tráfico. Por la pinta, su estado será grave o crítico.
—¿Usted ha salido indemne?
—No iba en el taxi. ¿Cuáles son las instrucciones? Puedo sacarlo de ahí en unas... dos horas. Requiero una casa segura con un equipo médico o incluso un equipo táctico.
—Aprecio su... lealtad. Pero la identificación es buena y no debería llamar la atención. No hay necesidad de poner en peligro la operación. Al menos todavía.
—Pero el dinero del rescate...
—Sí, soy muy consciente de la situación, créame.
—¿Quiere que vaya yo a Guangzhou? —preguntó Knox.
Se produjo una larga pausa al otro lado de la línea. Primer estaba sopesando sus opciones. Tal vez le había sorprendido que Knox conociera los detalles de la operación.
—Necesito tiempo. Una hora. ¿Tenemos el hospital?
—Estoy llegando ahora mismo.
—Operación de reconocimiento, por si llega alguien para interrogarlo o cualquier cosa que sugiera que la operación está comprometida.
—Bien. No permitiré que se lo lleven —declaró Knox.
—Tranquilo. En peores situaciones nos hemos visto.
—Ese accidente estaba preparado para mí.
—¿Eso es información o especulación?
—Divisé a un adversario en la zona. Ambos conductores huyeron.
—Bueno es saberlo. Entonces en su lugar no me haría notar mucho.
—Quiero sacar a Dulwich de ahí. —Y al cabo de una pausa añadió—: Necesito el dinero del rescate.
—Le digo que se tranquilice. Esto es nuestro trabajo, déjenos hacerlo. Usted encárguese de lo suyo. ¿Qué hay de las cuentas?
—Estamos en ello.
—¿Y hay algún progreso?
Knox tuvo claro que aquel era el primer objetivo de Primer.
—¿Voy a Guangzhou? —repitió, preguntándose si Primer autorizaría que alguien relativamente desconocido recogiera un cuarto de millón de dólares en efectivo.
—La entrega requería la presencia de Dulwich. Ya se nos ocurrirá algo. No hay de qué preocuparse.
—¿No? ¡Nos quedan dos días! Ahora menos. Puedo poner a Dulwich en un avión. O en un barco.
—Usted encárguese de las cuentas y del intercambio.
—¡No habrá intercambio sin el dinero!
—Entonces habrá extracción. Tenemos cubierto a Dulwich.
«Seguro», pensó Knox, preguntándose hasta qué punto Dulwich era prescindible para un hombre como Brian Primer.
—No se aleje de este teléfono. —Y la línea se cortó.
Knox había llegado a la esquina. A la izquierda se veían los edificios blancos del hospital Huashan. En las primeras horas de cuidados médicos sería difícil llegar hasta Dulwich, pero luego...
Mantuvo la vigilancia, esperando la llegada de la policía, que no llegó a producirse. Pasó una hora. Primer tenía razón: estaban tratando el «accidente» de Dulwich como si se tratase de un incidente cualquiera.
La cuestión era por cuánto tiempo.
6:20 p.m.
Distrito de Zhabei
Shanghái
—Las cosas se están saliendo de madre —le dijo a Grace, al volver al apartamento seguro—. Tenemos que sacar a Dulwich de ahí. Primera prioridad.
—La empresa se encargará del señor Dulwich.
—La empresa fingirá que Dulwich no existe.
—No el señor Primer.
—Créeme. En realidad probablemente el sargento no existe. Lo más seguro es que sea un agente independiente, como tú. Como yo ahora. No aparecerá en ninguna nómina, a pesar de que trabaje allí. Es un insidioso arreglo concebido justamente para ocasiones como esta.
—Como Lu Hao —afirmó ella solemne.
—Sí. Eso es. Todo depende de lo buenos que sean los papeles de identidad del sargento. Pero...
—No puedes estar pensando en sacarlo del hospital.
—¿Por qué no?
—¡No podemos darle los cuidados necesarios! Por lo que has dicho del accidente...
—Tranquila, no te me pongas como una moto.
—¿Perdón?
Knox no se molestó en traducir.
—En algún momento determinarán que es americano. Por la ficha dental se lo diría. O con radiografías. Por los tatuajes... Hay maneras.
—Debemos concentrarnos en Lu Hao y el señor Danner.
—El sargento era quien iba a recoger el dinero del rescate. —Knox le contó la conversación en el mercado, incluida la recogida del dinero en Guangzhou. Una recogida que no tendría lugar.
Grace se inclinó sobre la silla de ruedas.
—Extracción.
—Justo.
Knox la miró. Grace necesitaba dormir. Y los dos necesitaban comer.
—Vale, cada cosa a su tiempo. Tal vez en el marco estén los archivos de Lu. A lo mejor los números nos dicen algo que no sabemos. —Pero ya no lo creía. Ahora los veía más bien como el medio para un fin—. Estamos enfocando esto mal.
—¿Por?
—Todo el mundo parece andar detrás de los documentos de Lu, ¿no?
—Es posible. Sí.
—De manera que quienquiera que los tenga, tiene poder sobre los otros. Y eso significa una ventaja para negociar.
—Los números siempre revelan más de lo que cualquiera imagina.
Knox bostezó.
—Estás pasando por alto lo principal.
—¿Que es...? —preguntó ella irritada.
—Que necesitamos dinero para pagar el rescate.
—Soy consciente de ese problema.
—Pues ahora a lo mejor tenemos algo que vender.
Veinte minutos más tarde Knox estaba en una silla de ruedas junto al probador de una boutique de ropa.
—¿Conoces la expresión «no hacer prisioneros»? —preguntó, mientras Grace se probaba ropa al otro lado de una cortina de seda negra. Solo se veían sus pies descalzos. La mujer menuda que regentaba la tienda estaba en la parte delantera, con una cliente.
—La he oído antes.
—Significa no dejar cabos sueltos.
—Sí —dijo ella impaciente.
—De ahí el cambio de ropa de ambos, y mi silla de ruedas. Por si alguno de esos pasmas sigue vigilando el edificio.
—La policía.
—No sabemos quiénes son. Podrían ser de la Seguridad del Estado. O matones a sueldo.
Grace abrió la cortina. Llevaba un traje de ejecutivo gris con rayas negras, y una blusa blanca abierta para mostrar un buen escote. Parecía mayor. Llevaba un bolso al hombro. «Perfecto —pensó Knox—. Ligeramente provocativa.»
—¿Cómo sabes que esos hombres no nos atacaron por esa mujer con la que te acostaste? —preguntó ella.
Ambos sabían que había sido el descuido de Grace lo que había llevado a los hombres de Yang hasta aquel callejón, pero Knox se mordió la lengua.
—¿Y tú cómo sabes que Lu Hao no es un chantajista? —contraatacó—. Podría haber estado chantajeando a algún ministro de Pekín, que a su vez le echó encima a los mongoles para no dejar cabos sueltos.
Ella lo miró con una expresión de decepción y desdén, y un toque de curiosidad.
—¿Lu Hao? Imposible.
Knox iba en la silla de ruedas con una manta sobre el regazo. Llevaba un sombrero de bambú y una chaqueta de algodón azul, sin cuello, típica de los jubilados. Los hombros hundidos, la cabeza gacha bajo una ligera llovizna. Apenas se veían sillas de ruedas por las calles de Shanghái. No se sabía dónde estarían metidos los ancianos o los minusválidos de la ciudad, pero no era en las calles. Aun así, Knox encajaba a la perfección con los que sí se veían de vez en cuando: viejo y decrépito, un triste testimonio de los estragos de la edad.
Empujaba la silla de ruedas con una mano una ejecutiva, una mujer de buena figura con tacones. Con la otra mano sostenía el bolso sobre su cabeza para protegerse de la lluvia.
—Empujar esto es mucho más difícil de lo que parece —comentó.
Knox apenas la oyó. Se había pasado las últimas horas pensando en la pérdida de Dulwich, decidido a rescatarlo de cualquiera que fuese el hospital al que lo hubieran llevado. Lamentaba no haberse hecho con su iPhone, con el que podía seguir a los mongoles.
Ahora, a menos de treinta metros del edificio de Lu Hao, Knox miró bajo la visera del gorro, buscando señales de la policía o los vigilantes que habían encontrado allí la última vez. Llegaron a la entrada y Grace metió la silla de espaldas en el portal.
Una vez dentro actuaron deprisa según lo planeado. De cara a las cámaras, Grace metió la silla de ruedas en el ascensor y pulsó el botón de la séptima planta.
Luego se dirigió hacia las escaleras, dejando atrás a Knox.
En el pasillo encontró una puerta donde se leía ADMINISTRADOR, en inglés y en mandarín. Sin dejar de contar los segundos mentalmente, bajó por las escaleras hasta un sótano con olor a humedad pero bien iluminado.
Después del ataque de Knox al mongol en las escaleras, la policía habría interrogado al administrador, a los residentes y a la agente de la inmobiliaria. A pesar de ir disfrazada, Grace tendría que distraer al administrador para que no se fijara en su cara. Se detuvo en un rellano y se inclinó para desgarrarse la falda. Hizo lo propio con la blusa, arrancando los botones hasta mostrar el sujetador. Se chupó el dedo para correrse el maquillaje de los ojos. Con la respiración agitada, se acercó a la puerta entreabierta por la que salía humo de tabaco y el ruido de fondo de un culebrón chino en la televisión. Llamó con fuerza y entró sin esperar respuesta.
—¡Ayúdenme! —exclamó en mandarín.
El plan de Knox tenía que funcionar fuera cual fuese el sexo del administrador. Al verla en aquel estado, no habría hombre en el mundo que no se levantara de un brinco para acudir en su ayuda. Por otro lado, con su aspecto de haber sufrido una agresión sexual se ganaría las simpatías de cualquier mujer. Si se trataba de un matrimonio (como solía ser el caso de los porteros), miel sobre hojuelas.
Era un matrimonio.
Cuarenta y pocos años. Él con inicio de calvicie y muy enclenque, todo pellejo y huesos. Ella vestida con un chándal azul, el cutis grasiento, el pelo recogido en un moño.
Había entrado en un espacio muy reducido en el que cada milímetro estaba utilizado con eficiencia. Un estrecho futón, dos taburetes con una improvisada mesa entre ellos. Una pequeña televisión de rayos catódicos parpadeaba entre unas ordenadas pilas de ropa en un estante. A su derecha, otro pequeño televisor en blanco y negro junto a dos videocámaras. Exactamente como Knox lo había descrito.
Grace se dejó caer en la cama vacía sin invitación.
—Ha... ha... ha intentado... —Y miró suplicante a la mujer—. Por favor.
Advirtió la expresión seria del hombre. A menos que pudiera rápidamente controlar aquella historia, se vería en la calle buscando trabajo. Ya se había producido un asalto en el edificio en los últimos días. Otro significaría su fin.
—Te voy a preparar un té, querida —dijo la mujer, mirando a su esposo como instándole a hacer algo.
La cocina estaba detrás de una manta morada. Con el estrépito de fondo de cazos y sartenes, Grace se puso manos a la obra. Tendió los brazos hacia el perplejo portero. Y, para alivio de Grace, el hombre le devolvió el abrazo.
6:40 p.m.
Siete Cisnes. Apartamento de Lu Hao
Knox, ocultando con la visera su rostro a las cámaras de seguridad, llamó a la puerta con los nudillos, para no dejar huellas. No apartó la vista de la mirilla, y en cuanto se puso un instante negra, indicando que habían bloqueado la fuente de luz, abrió la puerta de tal patada que la arrancó del marco.
A continuación volvió a cargar contra ella con el hombro, para aplastar al hombre que estaba detrás. Entró con dos grandes zancadas, noqueando a un punky grasiento que se levantó del sofá y a otro chaval algo más resistente que había reaccionado con menos reflejos. Ninguno quedó inconsciente, pero no iban a tardar en lamentarlo.
Knox pivotó sobre el talón derecho y el hombre detrás de la puerta alzó las manos resignado.
Entró sin dilación en el dormitorio de Lu Hao y agarró el marco digital. En menos de un minuto había salido de la casa y bajaba en el ascensor, queriendo acelerarlo mentalmente.
6:42 p.m.
Grace tomó las manos del portero para que la ayudara a levantarse de la cama. Al ponerse en pie, le dio la vuelta bruscamente y le echó el brazo al cuello en una llave, silenciándolo hasta que quedó yerto, inconsciente. Con su esposa a menos de tres metros de distancia, lo dejó con suavidad en el suelo.
Sacó las dos cintas de los reproductores de vídeo. No podían ser identificados, en esto Knox había hecho mucho hincapié. Grace se metió también en el bolso otras cintas ordenadamente apiladas.
La esposa salió de detrás de la cortina, alertada por el ruido, y asumió una expresión horrorizada. Grace le tapó la boca desde atrás.
—Su esposo está bien. No se mueva. Nada de policía. Aquí no ha pasado nada.
El plan de Knox contaba con que el matrimonio no querría tener otro informe negativo en su expediente.
—El problema de arriba eran unos inquilinos borrachos. Los jóvenes de siempre. ¿Entendido?
La mujer primero negó con la cabeza, luego asintió. Sus lágrimas corrían por las manos de Grace.
—Lamento la intromisión —dijo Grace—. Por favor, acepte mis disculpas.
Y al cabo de un instante estaba de nuevo en las escaleras.
6:44 p.m.
Knox salió en silla de ruedas del ascensor, contando los segundos. Le daría a Grace un minuto, no más. Si no aparecía para entonces, iría a por ella.
Pero Grace llegó con la camisa sin botones cruzada sobre el pecho y metida en la cintura, y la falda girada de manera que el desgarrón se subía por la pierna mostrando el elástico negro de sus bragas. No dijo nada, solo le hizo un gesto con la cabeza antes de empujar la silla para salir del edificio.
Knox tendió la mano y le metió el marco digital y el cargador en el bolso.
Dos manzanas más allá, una silla de ruedas abandonada con una manta húmeda que recogía lluvia llamaba la atención del ocasional transeúnte. Era una imagen triste que parecía albergar una descorazonadora historia.
Quince minutos después, había desaparecido.
Una hora más tarde, ya había sido revendida dos veces.