15
4:00 a.m.
Hospital Huashan
Shanghái
—¿Me oye? —El hombre de duras facciones junto a la cama del hospital hizo pantalla con la mano sobre los ojos del paciente para protegerlo de la luz del techo—. Me llamo Kozlowski. Del consulado de Estados Unidos.
David Dulwich miró en torno a la sala sin mover la cabeza, inmovilizada por un collarín. Buscaba una vía de escape. Tenía atados al cuerpo cuerdas y pesos y poleas que tiraban de él.
—Resulta que tiene usted suerte —dijo Kozlowski, demasiado alegremente—. Lo crea o no, puede darle las gracias a la Fórmula 1. Hace diez años, la ciudad quería celebrar aquí una carrera de Fórmula 1, un evento santificado. Pero a los organizadores se les exige contar con la mejor medicina occidental antes de autorizar un evento. El resultado —explicó, con un gesto de la mano— son incontables millones de dólares invertidos en pabellones hospitalarios con las últimas tecnologías y todo el personal necesario, para expatriados. Y usted, amigo mío, es ahora el beneficiario. Por lo que me cuentan, tiene suerte de seguir vivo. Si hubiera llevado puesto el cinturón de seguridad, a lo mejor no se hace ni un rasguño, pero claro, cualquiera encuentra un solo taxi en Shanghái con cinturones de seguridad en el asiento trasero. ¿Me equivoco?
Kozlowski rodeó despacio la cama.
—Por si quiere saberlo, fueron los clavos que lleva en el tobillo lo que le puso el sello de «hecho en Estados Unidos». Aunque no me pregunte cómo.
Dulwich contestó con un convincente acento australiano.
—Acertaron con mi tratamiento, pero no con mi país de origen. Soy de Australia. Y es un «evento sancionado», no «santificado».
Kozlowski no parecía un hombre que tolerase ser corregido.
—En otros tiempos de mi carrera, alguien como usted me habría desconcertado, o incluso me habría engañado por completo. —Kozlowski alzó una tarjeta con unos pequeños recuadros en la parte superior. Cada uno contenía una huella dactilar—. El pasaporte australiano es bueno —prosiguió—. Muy bueno. Demasiado bueno, de hecho. Tal vez incluso auténtico. Lo cual me dice más de lo que usted querría, créame.
Kozlowski se puso al pie de la cama, buscando la mirada del paciente. Pero Dulwich se la negó.
—Ambos conductores se marcharon andando. Uno de los coches era robado. El taxi lo conducía el sobrino del taxista poseedor de la licencia. A ojos de cualquiera, esto parece el típico caso del americano en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Pero tenemos el pasaporte, y un iPhone como no han visto nunca mis técnicos, un billete de avión desde Hong Kong comprado una hora antes del despegue de ayer por la mañana, ¿y un billete de primera clase para el tren de Guangzhou?
—¿Ayer? —exclamó Dulwich, intentando incorporarse. No pudo—. ¿Qué día es hoy?
—Es 13 de septiembre. —Kozlowski acercó una silla—. ¿Significa algo para usted?
—Nunca me ha gustado perder la noción del tiempo.
—Hoy mismo habré confirmado su identidad. No me voy a poner en plan abogado de película diciéndole que sería mejor para usted hablar ahora y no más tarde. Los dos sabemos que eso es una idiotez. Lo mejor para usted es no decirme ni una palabra. Lo mejor es que se largue de aquí a toda leche sin que lo vean. Pero en su estado, no creo que eso sea posible. Tal vez pudiera marcharse a gatas. Francamente, lo más probable es que no me convenga ni siquiera saber por qué está usted aquí. Me veo venir toneladas de papeleo.
Dulwich intentó incorporarse de nuevo y dio un respingo de dolor.
—Hay una multitud de individuos como usted en esta ciudad. No se crea que es tan especial. El problema es que los americanos son mi responsabilidad. Se supone que tengo que limpiarles los mocos y tal. Puede que haya venido para robar algún secreto, o siguiendo a alguien, o buscando a alguien desaparecido, o para intentar liderar una revolución. Me da igual. Necesito que desaparezca. Solo hay una manera de que pueda ganarse mis favores.
Y Kozlowski sacó unas fotocopias y le plantó la primera delante de la cara.
—No —dijo Dulwich con voz rota, viendo una fotografía de Lu Hao.
—Primer punto. ¿Y este? —preguntó, sacando otra fotografía. Clete Danner.
Dulwich tragó saliva.
—No.
Pero la medicación traicionaba sus intenciones y Kozlowski advirtió su pequeño respingo.
—Segundo punto. —Y sacó la tercera foto: la foto policial de un chino—. ¿Y este?
—Parece un tipo desagradable.
—¿Se cree que va a ser más listo que los chinos? Están metidos en esto hasta el cuello.
—¿En qué?
—Venga ya.
Dulwich había dominado sus espasmos y no revelaba nada. Pensaba en la Mano de Hierro y el cámara desaparecido. Kozlowski bien podía formar parte de esa investigación, y bien podía creer que él mismo estaba involucrado también.
—Va a necesitar toda la ayuda que pueda recibir, amigo. Porque por lo que me dicen los médicos, de aquí no va a salir en una temporada. Y aquí es como un blanco de feria. Si le queda algún hueso sano en el cuerpo, no se lo han encontrado. Si quiere ayuda, protección, tal vez la transferencia a otro hospital, solo tiene que pedirla. —Aguardó entonces un momento—. ¿Nada? ¿En serio? —Kozlowski respiró hondo y se alejó un paso—. Pues que disfrute de la cárcel china. Espero que le guste el arroz.
9:20 a.m.
Distrito de Changning
Knox y Grace se pasaron la noche trabajando en el apartotel. Grace revisó las cuentas del Grupo Berthold prestando especial atención a los gastos de viaje de Marquardt, mientras de fondo se veía en la pantalla la grabación de seguridad de los DVDs del edificio de Lu Hao. Si los mongoles habían mantenido un previo contacto con Lu, tal vez habían sido grabados. O si los secuestradores habían vuelto a por la medicación y el portátil de Lu, a lo mejor podían ser identificados.
Knox se esforzaba por encontrar cualquier documento oculto en la memoria del marco digital, un proceso muy por encima de sus habituales tareas. Determinó que la memoria estaba fraccionada en dos discos virtuales, como dos archivadores distintos. Había logrado recuperar las imágenes de uno de los discos, pero el otro parecía estar bloqueado por una contraseña.
—Si en este marco hay alguna cosa que no sean fotos, vamos a necesitar un experto —admitió por fin.
Grace no dijo nada.
—¿Me has oído?
—Te he oído.
Knox alzó la vista hacia la grabación que pasaba a toda velocidad.
—¿Has dado con algo? —preguntó.
Grace tenía delante los dos volúmenes de interminables hojas de cálculo. Había ido marcando algunas páginas con trozos de servilletas, y ahora parecía que tuvieran plumas.
—He puesto en peligro a Selena —dijo sin alzar la vista.
—No tenías ni idea de que se iba a sentir culpable porque su jefe se hubiera ido a una isla y que se iba a poner a cantar como un canario.
—La he convertido en cómplice.
—A veces pareces muy fría. Pero no hoy.
—Y tú casi siempre pareces más terco que una muía.
—Creo que a los dos nos vendría bien dormir un poco.
—Necesito los documentos de Lu Hao.
—Creía que eso estaba claro.
Grace le miró por fin. Tenía el agotamiento marcado en el rostro.
—Los contables del Grupo Berthold anotaron los pagos a la empresa consultora de Lu Hao en la contabilidad general. Supongo que pretendían que los gastos parecieran transacciones habituales, cuando sabían que no lo eran. El problema con esto es que cuando esos gastos cambian sustancialmente, como ha sido el caso, son una voz de alerta. —Mostró a Knox la página de números y él fingió seguirla—. En este caso, se realizó un pago adicional de doscientos mil dólares americanos a la empresa consultora de Lu Hao. Y las fechas son significativas, John. Primero los adicionales doscientos mil. —Grace cogió el otro volumen de cuentas y pasó el dedo por una columna—. Luego, menos de una semana después, el viaje de Marquardt a la isla de Chongming. —Volvió a por el primer tomo—. Luego un segundo pago de doscientos mil dólares americanos, el mismo día que Lu Hao desapareció.
Knox lanzó un silbido.
—Cuatrocientos mil pavos. Por eso no querían que te hicieras con sus libros. Solo has tardado unas horas en relacionarlo todo.
—Hay cien mil formas de ocultar cosas así. Han sido o bien arrogantes o bien negligentes. Ambas cosas son delitos en contabilidad.
—De manera que realizaron un par de pagos extra, seguramente a los mongoles. Gracias al sargento, ahora sabemos que el mongol tenía relaciones con Pekín. De manera que los pagos fueron al norte. Pero eso no nos ayuda en nada para la extracción de los rehenes, ¿no? No nos ayuda a encontrarlos. Quiero decir que todo esto está muy bien y es fascinante y todo eso —se burló—, pero ya habíamos establecido que el mongol tiene tanto interés como nosotros en encontrar a Lu Hao. De manera que es... una distracción.
—Selena sostenía que Marquardt y Preston Song jamás viajarían juntos a menos que fuera para realizar gestiones para un proyecto futuro. —Grace bajó la voz—. Conecta eso con Pekín, donde el gobierno decide todos los grandes proyectos de construcción. Lu Hao no estaba pagando al mongol para ayudar a la torre Xuan. Estaba pagando por información sobre un nuevo proyecto del gobierno. Esos proyectos pueden valer miles de millones.
—Pura especulación.
—Una deducción lógica basada en investigación y datos. ¡Debemos actuar!
—Así pues Lu Hao entrega el segundo soborno. ¿Qué interés puede tener en él el mongol después de eso?
—Proteger a su superior de Pekín —aventuró Grace—. Si Lu Hao habla, rodarán cabezas.
La ejecución de los oficiales corruptos no era inusual en China. Aunque hacía ya algún tiempo desde la última.
—Interesante. Pero digo lo mismo, eso no nos ayuda a rescatar a los rehenes.
—Escucha. Marquardt nos contrató para recuperar a Lu Hao. Pero podía estar tan alarmado como el contacto de Pekín. Si el Grupo Berthold aparece involucrado en el soborno a un oficial del gobierno, Marquardt podría acabar en la cárcel. A los australianos les cayeron doce años. —Se refería a un reciente juicio que había llegado a los titulares internacionales—. Tal vez podrían librarse de los cargos criminales por los sobornos relacionados con la torre Xuan, pero nunca con algo de este calibre y relacionado directamente con Pekín.
Knox no pensaba repetirse.
—Tal vez los documentos de Lu Hao confirmen esto.
—No quisiera ser grosero, ¿pero a quién le importa? —saltó Knox—. Sinceramente, en este momento me da igual quién esté pagando a quién. Lo que quiero es una dirección. Quiero rescatar a los rehenes.
Grace guardó silencio un rato.
—Los documentos de Lu Hao son nuestra única fuente posible de información.
Knox cerró los ojos, intentando pensar. El rastro del dinero era por lo visto fascinante para una contable, pero a él ya le había cansado. Los cuantiosos pagos a los mongoles y a Pekín eran claramente significativos.
—Yang Cheng podría estar detrás del secuestro. Eran sus hombres los del callejón detrás del Quintet. Y sabía que estabas contratada por el Grupo Berthold, de manera que es evidente que tiene un topo en la compañía. Quería que dejaras a Marquardt, ponerle así las cosas más difíciles. Tal vez tengamos algo para negociar a cambio de los rehenes.
—Si Yang tuviera a Lu Hao, tendría también la información de Lu Hao. Yang no es el secuestrador.
—¿Sabes qué? Que me importa todo una mierda. Aquí lo importante es que ahora que el sargento ha caído, no hay dinero para pagar el rescate.
—Sí.
—Y no vamos a negociar con las cuentas, a menos que sepamos qué es lo que estamos dando.
—No te sigo.
—Las cuentas de Lu podrían revelar quién tiene más que perder, quién tiene más que temer. Y, por lo tanto, quién está dispuesto a pagar más.
—John, ¿estás en lo que estás?
—Las cuentas son el premio gordo. Eso explica tanta atención centrada en el apartamento de Lu. Y el hecho de que nos asaltaran.
—Tú y yo queremos lo mismo, aunque por distintas razones. Los libros de Lu Hao.
—Pareces un consejero matrimonial.
—Ya puedes esperar sentado.
—¡Ja! En fin, que cuando tengamos los libros de Lu, podemos empezar a negociar. Con Yang Cheng, con los mongoles, a lo mejor incluso con Marquardt.
—Tú quieres vender la información por dinero. Para reunir la cantidad necesaria para pegar el rescate —dijo por fin Grace.
—Pensaba que no me seguías. —Knox se calló un momento—. Amy conoce a un tipo... Yo he estado con él un par de veces. Vende videojuegos pirateados. Es un genio de la informática. Podría ayudarnos.
—Pues llámalo —dijo ella con reticencia—. Selena me debe una copia del extracto de la tarjeta de crédito de Marquardt. Se lo pediré de nuevo. También podría ser de ayuda.
—Veo que te hace muchísima ilusión que Amy nos ayude.
—Esto no tiene nada que ver contigo. Es algo chino. No lo entenderías.
—¿Una cuestión de honor? Eso lo entiendo.
—Los occidentales racionalizan el honor. Los chinos lo viven. Es algo muy distinto.
5:40 p.m.
A Knox no le gustaba la idea de juntarlos a todos en una sala, como cerdos en el matadero, pero no veía otra opción. Con el marco digital de Lu Hao en una mochila negra, comprobaba cada dos minutos que no lo siguieran. Y cada pocas manzanas modificaba un poco su aspecto cambiándose de gorra y de gafas.
Llegó temprano a la cita, un triste salón de belleza con un poste de barbero en el exterior en rojo, rosa y azul. Pasó de largo y se encaminó a la siguiente manzana. Cruzó la calle, dio media vuelta en el siguiente semáforo y volvió por segunda vez a la peluquería.
Se detuvo junto a un grupo de hombres que jugaban a los dados sobre una caja de cartón volcada a la sombra de un plátano. Los cigarrillos colgaban de labios húmedos. Los hombres de ojos legañosos escupían tabaco, bebían té frío y competían fieros.
Amy fue la primera en llegar, sin haber tomado la más mínima precaución de seguridad. A continuación, Grace, que también pasó una primera vez de largo para volver al cabo de un momento. Selena había enviado por correo electrónico el extracto de la tarjeta de Marquardt. Knox había dejado a Grace estudiándola, sin saber si llegaría a asistir a la reunión. Se alegraba de verla allí.
Esperó a que pasara un autobús urbano para ocultarse de la acera de enfrente, y en ese momento entró en la peluquería.
Amy ocupaba la última de las tres sillas a la derecha, con el pelo lleno de espuma, mientras la peluquera le lanzaba un chorro del líquido de una botella en la cabeza y se la frotaba. A pesar de todo, aquello se denominaba «champú en seco». Grace, en la silla de en medio aguardaba su turno.
Knox saludó al propietario, un tipo atlético de cuarenta y pocos años con una catarata en el ojo izquierdo. El hombre miró a Amy por el espejo y ella asintió con la cabeza.
—Espera. Unos minutos. Por favor —dijo el hombre, en un inglés pasable—. Sala de espera atrás —indicó—. Detrás de cortina.
Knox y Grace intercambiaron una mirada. Knox se preguntó si también Grace habría advertido al mongol que seguía a Amy. ¿Cómo era posible que el mongol descubriera la conexión entre Amy, la fiesta de Yang y el Quintet?
Detrás de la cortina, una sábana de los Simpson pegada con chinchetas al dintel de la puerta, había un diminuto lavabo y un taburete. Knox tuvo que ponerse de perfil para pasar junto al lavabo y entrar en un angosto pasillo que llevaba a una puerta trasera. Inspeccionó tanto la puerta como la cerradura. Daba a un callejón donde estaban tendidas las coladas. Despejado en ambas direcciones. Se dio la vuelta. Homer y Marge se reían de él en desvaída gloria.
Los estantes del diminuto almacén estaban atestados de toallas, productos para el pelo, un hervidor de arroz, una tabla de cortar y un cubo de plástico con verduras. Junto a la pared, una puerta de madera cortada por la mitad y apoyada en oxidados archivadores metálicos hacía las veces de mesa. Y tras ella, de espaldas a Knox, se sentaba un chino de unos veintitantos años con el pelo muy mal cortado. Tecleaba en un portátil a tal velocidad que parecía a punto de romperlo.
El chico se volvió hacia Knox. Había hecho un intento patético por dejarse barba y masticaba un chicle de color púrpura.
—Estoy listo cuando quiera, profesor —dijo en inglés.
—Tom —se presentó Knox, tendiéndole el marco digital.
—Randy.
Amy entró en ese momento con una toalla sobre los hombros y el pelo de punta lleno de champú.
—¿Ya os habéis presentado?
—Sí —contestó Knox.
Grace entró a continuación. Apenas cabían todos. Sus ojos se tensaron, pasando de Amy a Knox.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Randy. Parecía ensayado. Tenía pinta de ser de esos que ensayan las frases delante del espejo.
Amy, que había organizado el encuentro, mostraba la honda preocupación de una anfitriona ansiosa. Grace parecía más interesada en ella que en el portátil.
—Aquí no cabemos —declaró—. Os dejamos un poco de espacio.
Knox se quedó. No pensaba dejar a un desconocido con el marco digital y sus posibles contenidos. Randy conectó el marco al ordenador y comenzó a teclear. Pasaron diez minutos que parecieron treinta.
—La memoria tiene una partición —informó—. Una parte está codificada. ¿Quiere conservar el marco?
—Solo los contenidos.
Randy abrió entonces el marco con un destornillador, sobresaltando a Knox.
—Es error común intentar descodificar la encriptación —comentó, mientras seguía desmontando el aparato. Dejó al descubierto un pequeño circuito, que estudió con una lupa mientras buscaba a tientas con la otra mano el destornillador encima de la mesa.
—Pero eso es lo que queremos —protestó Knox—. Los datos de la partición encriptada.
—Entiendo. Pero romper ese código podría llevar días, semanas.
—No tenemos días ni semanas.
—No. Pero tenemos esto. —Randy alzó el destornillador, sin apartar la vista todavía de la lupa.
—La batería CMOS está soldada —comentó.
Se incorporó entonces.
—Igual que en un portátil, el circuito utiliza una pequeña batería de reloj para mantener la contraseña. Si no hay batería, no hay contraseña. A veces la batería se suelda para que no se pueda quitar. Es nuestro caso. El destornillador es demasiado grande. Necesito un clip.
—¿Te vale una horquilla? Estamos en el sitio perfecto para conseguir una horquilla.
—¡Excelente!
Minutos más tarde Randy había provocado un cortocircuito con la horquilla para descargar la pequeña batería. Todo el directorio de la partición de memoria aparecía ahora en la pantalla de su portátil.
Las mujeres volvieron a entrar.
—¿Qué hay de los contenidos? —preguntó Knox.
—Archivos de extensión xls. Microsoft Excel. También algunos pequeños archivos de audio. Fotos. Se lo bajo todo. —Y tendió a Knox un pendrive.
—Danos un momento, por favor —dijo Knox, mirando a Amy para que se llevara a Randy.
—El masaje de espalda es de lo más agradable —dijo Amy, llevándose a Randy de la sala—. Solo dura diez minutos. Debes probarlo ahora.
Grace abrió la hoja de cálculo. Pasaron cinco minutos. Knox aguardaba junto a ella impaciente, ansioso. Todas las notas estaban escritas en caracteres chinos. Era capaz de leer algunos, pero no todos.
—Aquí está todo —dijo Grace por fin, en inglés—. Lu Hao anotó los nombres completos, números de teléfono. Todos los pagos. Mucho dinero, John. Más de lo que indicaba el Grupo Berthold, por supuesto. En los últimos seis meses, nueve millones de yuanes. Más de un millón de dólares. Con esta información —prosiguió—, cualquier empresa de construcción tiene garantizado el éxito. Por otra parte, si esta lista llega a manos del gobierno, acabarían absolutamente todos en la cárcel. El valor inherente de estos archivos es astronómico.
—¿Cuántos contactos? ¿Cuántos pagos?
—Los mismos que teníamos. No hay localizaciones nuevas.
—¿Y los mongoles?
—No hay señales de los pagos más recientes.
Knox se quedó pensando un momento.
—¿De verdad?
—Sí. Los cuatrocientos mil no aparecen aquí.
—¿Por qué tanto detalle? ¿Tan estúpido es Lu Hao?
—Lu Hao no es estúpido. ¿Ambicioso? Sí. ¿Demasiado confiado? También. Pero no estúpido. Dudo de que estos archivos fueran idea suya. Alguien debió de exigírselo.
—¿Entonces por qué las notas están incompletas?
Grace se encogió de hombros.
Knox intentó aclararse.
—Me estás diciendo que Berthold quería estas cuentas.
—Es demasiado dinero para incluirlo en la contabilidad general. Cualquiera podría malversar una pequeña fortuna.
—¿Crees que es eso lo que ha pasado, que Lu Hao metió el dedo en el pastel? Eso explicaría el secuestro.
—No Lu Hao.
—¿Quién era su superior directo? ¿Marquardt?
—¡Desde luego que no! Esto lo pondría en riesgo directo de ser procesado. Alguien en quien Marquardt confía. Preston Song, tal vez. También es posible que se trate de mi jefe inmediato, Gail Bunchkin. Pero yo apuesto por Song. El hecho de que sea chino es muy conveniente para la compañía si se ve investigada: así los cargos no caerían sobre un ejecutivo extranjero, algo que se vería fatal. Lo más probable es que Marquardt solo recibiera un informe verbal sobre las actividades de Lu Hao.
—Vale. De manera que en cuanto entreguemos esto, lo más probable es que comiencen de nuevo los sobornos.
—Sin duda. Esto permitirá que el proyecto de la torre Xuan vuelva a ponerse en marcha.
Knox advirtió algo en su actitud.
—¿Qué pasa, Grace?
—Como ya hemos hablado, si el Grupo Berthold trabaja contra nosotros, en cuanto tengan las notas de Lu Hao, ya no necesitará a Lu Hao. Con toda la atención que hay puesta sobre él, podría ser más conveniente que desapareciera. La policía querría interrogarlo. Y tal vez otros en el gobierno.
—Sí. Pienso lo mismo. Y ahora que el sargento está fuera de juego, tal vez no obtengamos nunca el dinero del rescate.
—Te recuerdo el viaje de Marquardt a la isla de Chongming. Y vuelvo a sugerir que ese viaje no tenía nada que ver con la torre Xuan, y seguramente tiene mucho que ver con la desaparición de Lu Hao.
—Explícate.
—Mi madre sostiene que Lu Hao estaba en Chongming el día 16, para una fiesta de cuatro días. El día 17 me dejó el mensaje de voz.
—Te estás atormentando con esa llamada.
—¡Estaba en la isla de Chongming el día 17! Los sobornos —añadió, señalando el portátil— son a cambio de favores. Inspectores. Proveedores. Hay aquí hasta un banquero.
Knox asintió. Conocía a los destinatarios personalmente, de sus anteriores visitas.
—Pienso que los dos pagos de doscientos mil dólares tenían algo que ver con la isla de Chongming. Donde está mi casa. Y la casa de Lu Hao. Creo que los pagos se realizaron mediante un intermediario: los mongoles. La llamada que me hizo Lu Hao... estaba frenético. Tal vez se volvió estúpido y presionó demasiado. Se metió en líos. Lo que creo es que vio algo. Mi madre me confirmó que estaba en Chongming el día que me llamó, solo unos días después del viaje del señor Marquardt.
A Knox le parecía un probable motivo para el secuestro.
—Tiene lógica —comentó.
—Tengo el nombre del chófer que utilizó Marquardt en Chongming. Tenemos el extracto de la tarjeta de Marquardt. Podemos seguir su rastro. Necesitamos averiguar el propósito de ese viaje. Es posible que eso nos lleve a Lu Hao y el señor Danner.
—Eso se sale de nuestro ámbito —advirtió Knox.
—Tú hablas del poder que implican estas notas —comentó Grace—. Y por supuesto tienes razón. —Era la primera vez que lo admitía: que la posesión de la información, más que la información en sí, les daba una ventaja para negociar—. Pero si averiguamos cuál es el secreto que tanto se esfuerzan en ocultar, tendríamos mucha mejor comprensión del asunto y aún más a nuestro favor.
—Marquardt no es el enemigo. Es quien nos contrató. ¿Que nos ha ocultado cosas? Por supuesto. Pero podemos utilizar el viaje que realizó a Chongming sin conocer los detalles exactos. Se llama «sutileza».
—Una vez entreguemos las notas, puede ser el fin de Lu Hao. El fin de Danner. ¿Dónde está la sutileza? ¿¿Y si a Marquardt, al Grupo Berthold, solo le interesa trabajar con Rutherford Risk para averiguar hasta qué punto una investigación externa puede descubrir, si es que puede, esta ilegalidad?
Knox ya había considerado la misma idea: que tanto él como Knox estaban siendo utilizados como investigadores externos. Investigadores prescindibles.
—El sargento nunca me haría eso. Y Marquardt no le haría eso a Rutherford Risk. No se sostiene.
—Por favor, John. Debemos averiguar qué pinta en todo esto el viaje de Marquardt a la isla de Chongming. Creo que es la clave del secuestro.
—No tenemos tiempo. Estas notas nos dan lo que necesitamos para negociar. Más vale pájaro en mano. Jugaremos con las cartas que tenemos. Vamos a pasear por ahí estas notas. Y te prometo que ni Lu Hao ni Danner sufrirán por ello.
—Para sufrir hay que estar vivo —le recordó ella.
—Necesitamos que Randy nos haga dos copias. Copias encriptadas en pendrives. Encárgate tú. Cuando termine, Amy y Randy se marcharán por separado. Randy por la puerta trasera, Amy por la principal. Debemos dejarles perfectamente claro que tienen que salir de la ciudad de inmediato. No pueden volver al trabajo ni a sus casas. Tienen que irse ahora mismo.
—El mongol —dijo Grace. También ella se había dado cuenta.
—Sí. Yo me encargo de él. Pero por eso tienen que marcharse de inmediato.
—Entendido.
Cinco minutos después, con todo el mundo informado y en su puesto, Knox se marchó por la puerta trasera y tomó el callejón hasta la pared que lo cerraba. La saltó y subió por un andamio de bambú. Se movió entre los obreros que estaban reparando un tejado hasta un punto desde el que veía mejor la calle. Allí estaba el mongol, que no se había movido de su puesto. Knox estudió la calle atentamente, por si había más vigilancia, y por fin atisbó a un segundo mongol algo más lejos.
El más cercano se comportaba con la arrogancia de un policía, casi desafiando a su presa. El factor intimidación. Si se hubiera cambiado de sitio en la última hora, Knox podía no haberlo visto. ¿Por qué hacerle el trabajo tan fácil? ¿Tenía esperanzas de salir vencedor?
Knox envió un texto a Amy, y un minuto después ella salía por la puerta principal de la peluquería, caminando segura. Ninguno de los mongoles se movió.
Knox envió un segundo mensaje, y Grace salió, tapándose un poco con un paraguas. Knox se sorprendió al ver que se detenía en la acera intentando parar a un taxi, que escaseaban debido a la lluvia. Habían acordado evitar los taxis, después de la trampa de Dulwich. Pero resultó que no era más que una estratagema para dejar que el mongol la viera bien. Luego Grace se dio la vuelta y se apresuró a la parada del autobús. El mongol se montó en su moto.
Knox envió un último mensaje, esta vez al móvil de Randy:
«Ya.»
6:45 p.m.
Para Melschoi seguir a un autobús era un juego de niños. La simplicidad del ejercicio lo indujo a la complacencia: era como intentar divisar un portaviones entre las barcazas del río Yangtsé. El tráfico de motos y bicicletas mantenía su habitual caos controlado, y Melschoi dividía su atención entre el autobús y el retrovisor.
Cuando un motorista con casco se le acercó por detrás, Melschoi aminoró la velocidad. El eBpon llevaba casco. ¿Habría estado este hombre vigilando también la peluquería?
El autobús aceleró, alejándose entre el tráfico rodado a la izquierda. El casco a su espalda seguía acercándose, sin aminorar la velocidad igual que él, como haría cualquiera que lo estuviera siguiendo. Melschoi fue tomando posición entre los vehículos para no perder el autobús y para poder ver mejor al motorista del casco. Miró el retrovisor exterior: nada. La otra moto debía de haber girado o parado.
Echó un vistazo al retrovisor interior. Demasiado tarde. El motorista del casco había entrado en la calzada para adelantar a la lenta masa de motos, y volvía a la carretera ahora, a muy poca distancia de Melschoi, que instintivamente giró a la derecha, golpeando con la maniobra varias motos. El accidente que provocó no actuó en su favor, porque le dio al otro motorista espacio para moverse. Con impresionante habilidad, se inclinó pesadamente a su derecha y alcanzó la moto de Melschoi sin provocar ninguna colisión. Pero el mongol tenía ventaja: un ligero roce por su parte lanzaría la otra moto al tráfico.
Solo entonces advirtió la barrera de unas obras que bloqueaba el carril de motos. El eBpon lo había distraído y ahora lo tenía acorralado. El carril se estrechaba y las motos se veían forzadas a unirse al resto del tráfico.
El segundo que tardó en darse cuenta le costó caro. El otro motorista alzó la pierna como un perro haciendo pis en una farola y lanzó una patada. Melschoi intentó bloquear el golpe, pero perdió el control cuando su rueda delantera se enredó con una bicicleta. La caída fue dura. La rueda delantera chocó contra la calzada, lanzándolos por los aires a la moto y a él. Lo último que vio fue una barrera de contrachapado.
7:35 a.m.
Distrito de Hongqiao
Shanghái
Amy Xue subió por las escaleras de cemento del mercado International Pearl City, sorteando la basura abandonada por los empleados en la hora del almuerzo. ¡Maldito Knox! No podía marcharse de ninguna manera sin algo de dinero. Maldijo los problemas que Knox le creaba, aunque no se había tomado a broma sus advertencias. Era la razón de que estuviera entrando por detrás. Su joyería era una de las únicas dos que tenían acceso de escaleras.
Sorprendió a Li-Shu y Mih-Ho, dos de sus mejores operarías, que en ese momento ensartaban unos collares de diseño particular. No estaban acostumbradas a ver aparecer a su jefa por la puerta trasera, y se incorporaron. Amy las saludó y se dirigió derecha a la caja fuerte.
—¿Ha preguntado alguien por mí? —dijo, de espaldas a ellas.
—Algunos clientes habituales, por supuesto —contestó Mih-Ho.
—¿Algún desconocido?
—No.
—Pues si preguntan por mí, no me habéis visto. ¿De acuerdo? —Abrió la caja, se quitó un collar y con las dos llaves que colgaban de él abrió una puerta interior.
—Sí —contestaron las dos chicas a la vez.
—Si veis a alguien sospechoso o si alguien pregunta por mí, me mandáis un texto de inmediato. ¿Queda claro?
—Sí. Desde luego —respondió de nuevo Mih-Ho—. ¿Va todo bien?
—¿A ti te parece que vaya todo bien? No estoy de broma.
—Lo siento mucho.
Ninguna de las chicas había visto nunca a su jefa tan alterada. Li-Shu atisbó un instante los fajos de yuanes que Amy se iba metiendo en el bolso. Cuarenta mil o más. ¡Una fortuna!
—Mantened el horario normal de la tienda —las instruyó mientras cerraba la caja—. Si alguien pregunta, estoy con un cliente valorando una colección. No sabéis dónde es. Os ofreceréis a llamarme solo si es necesario, y luego diréis que no me habéis encontrado. Me voy fuera a pasar las vacaciones del Día Nacional.
—Muy bien.
—Repetidles a los demás exactamente lo que os acabo de decir.
—Por supuesto.
—Y nada de ir por ahí chismorreando. —Esto iba dirigido a Li-Shu—. Esto no es un juego. Hija de segunda prima. La boca cerrada. Mente pura, corazón puro. Tus chismorreos podrían causarme un gran daño.
Li-Shu se sonrojó, avergonzada de que se le notara tanto.
—Sí, tía. Te lo prometo.
—Cerrad la puerta cuando salga. ¿Por qué no estaba bien cerrada? ¿Qué clase de idiotas dejan esta puerta abierta? ¡Cerradla con llave y que se quede cerrada!
De acuerdo con el cartel, esa puerta no debía nunca cerrarse, pero ninguna de las chicas dijo nada.
Amy salió de nuevo a las escaleras y, al oír el chasquido de la cerradura a su espalda, comenzó a bajar, con todos los sentidos alerta. Una ofensiva colonia que antes no había percibido impregnaba ahora el aire. Supersticiosa por naturaleza, y con los nervios de punta por culpa de Knox, aceleró el paso.
Malditos los tipos de mantenimiento por permitir que tantas bombillas se hubieran fundido. ¿Estaba aquello tan oscuro hacía un momento?, se preguntó.
Unos rápidos pasos se acercaban tras ella. Cuando llegó al siguiente rellano se encontró allí con un hombre y lanzó sin querer una exclamación.
El hombre la agarró de la muñeca, la giró bruscamente y le tapó la boca con la mano. Ella intentó gritar, pero no pasó de un gruñido. La puerta de la tienda estaba cerrada, pensó. Nadie la oiría.
Se encorvó para golpearlo, pero no era rival para él. El tipo la levantó en el aire como si fuera una muñeca de trapo y se la llevó escaleras abajo.
Paralizada de miedo, Amy intentaba no perder el sentido. Era como nadar desde muy hondo buscando la superficie.
Sus pies iban dándose golpes con los escalones, hasta que otro hombre le alzó las piernas.
Llegaron abajo a unas puertas. Amy se soltó las piernas de una patada, atrapó la puerta cuando se abría y la estampó contra la frente del hombre que tenía a sus pies. El que la sujetaba por detrás le soltó el brazo derecho y ella aprovechó para lanzarle un codazo al cuello. El hombre la dejó caer sobre las escaleras. La puerta del exterior se cerró de golpe. Amy se levantó a trompicones y entró corriendo en el edificio, un entramado de pasillos y tiendas.
Iba apartando a los clientes a golpes, queriendo alejarse de sus perseguidores. Tenía la ventaja de la familiaridad. Conocía el terreno, las tiendas y a los tenderos.
Sus dos perseguidores se separaron, tomando pasillos paralelos. Intentaban acorralarla. Amy se agachó y entró a gatas en una tienda de ropa.
—¡Hermana! —gritó, dirigiéndose a la pared del fondo—. ¡Ladrones! ¡Tienes que ayudarme! ¡La puerta! ¡La puerta!
La mujer de la tienda no vaciló. Corrió a la pared, apartó unos vestidos y abrió la puerta oculta que daba entrada al almacén. Casi todas las tiendas tenían puertas semejantes.
—¡Ni una palabra! —advirtió Amy, todavía avanzando a gatas. La puerta se cerró a su espalda.
7:40 p.m.
En la intersección de los pasillos los dos hombres se miraron sin decir nada. La habían perdido. El jefe hizo un gesto a su compañero y comenzaron una búsqueda tienda por tienda.
Fueron tirando puestos y arrancando estantes al tiempo que maldecían a voz en grito.
7:41 p.m.
Amy oyó a la tendera gritar, y luego ruidos de destrozos. Un golpe silenció a la mujer. Luego el deslizar de unas perchas... Y la puerta del almacén secreto se abrió de golpe.
Amy golpeó al primero con la barra de una percha metálica, haciéndole un agujero en el pecho. El tipo se lanzó hacia ella con un grito, pero logró esquivarlo y golpear al segundo. Le arañó todo el cuello y salió corriendo.
Logró salir de la tienda y echar a correr. Pero justo cuando llegaba a la primera intersección de pasillos, la asaltaron por detrás. Le doblaron el brazo a la espalda y la sacaron del centro comercial por detrás.
En el momento en que recibió la bofetada de aire fresco, se oyó un sonido como de un melón cayendo al suelo. Y algo cálido le salpicó la cara.
Sangre.
Los hombres la soltaron. Uno yacía en el suelo, sin sentido y sangrando.
Un monstruo con la mitad de la cara arañada —un mongol o alguien del norte— dejó fuera de combate al segundo hombre.
Antes de que Amy pudiera levantarse del todo, alguien la agarró por la espalda y la metió a rastras en una furgoneta. Su secuestrador se metió tras ella, la puerta se cerró y el vehículo se puso en marcha con un chirrido de neumáticos.
Una retahíla de maldiciones en Shangháinés. El conductor dijo algo al hombre que la había secuestrado, algo sobre «volver a por él». Más maldiciones. A continuación le metieron un trapo en la boca y se la taparon con cinta adhesiva.
Y entonces fue cuando se desmayó.
7:53 p.m.
Melschoi adentró al hombre en el callejón, sin dejar de darle rodillazos en el pecho. Su víctima rebotaba como una marioneta.
—¿Para quién trabajas? —preguntó Melschoi en un pasable mandarín.
—Feng Qi.
—¿El hombre de Yang Cheng?
—Dui.
Melschoi estudió las ramificaciones de aquella información como si fuera un matemático.
—¿Dónde se la han llevado esos hombres? —La quemadura que se había hecho en la cara al arrastrarse por el suelo no había tenido tiempo de cicatrizar y parecía que lo hubieran afeitado con un rallador de queso.
El hombre se quedó con los ojos en blanco. Iba a perder el conocimiento. Melschoi lo levantó del suelo y lo espabiló de golpe con una patada en la entrepierna.
—¿Dónde? —insistió, apretándole con la mano el cuello.
El otro dio una dirección en Monganshan Road, un antiguo distrito de naves industriales que habían sido en parte reconvertidas en galerías de arte. Melschoi conocía la zona.
—Ahora trabajas para mí —declaró—. Te estaremos vigilando en todo momento. Como intentes huir o jugármela, te corto los huevos.
Le quitó el móvil con una mano y marcó su propio número para tenerlo guardado.
—Oigas lo que oigas, me lo comunicas de inmediato —prosiguió—. Como no tenga noticias tuyas regularmente, tendrás tú noticias mías. —Y alzó la cartera de su víctima, para que no se olvidase de que ahora estaba en poder de Melschoi.
Entonces lo dejó caer de nuevo al suelo.
—Si intentas avisar a tus asociados, volveré a por ti.
8:40 p.m.
Amy Xue recordaba vagamente haberse tragado algo amargo. Tenía los miembros embotados. Intentó hablar, pero se le trababa la lengua. Tenía la camisa abierta, dejando al descubierto su vientre y sus pechos. Veía que no llevaba pantalones, pero no sentía nada. Se tomó un momento para hacerse consciente de su entorno. Dos hombres: uno de ellos magullado y amoratado.
De pronto una voz grave le habló en mandarín al oído:
—El americano y la mujer china. Nombres, números de móvil. ¿Dónde podemos encontrarlos?
Amy sabía que debería mentir, pero se sorprendió a sí misma.
—John Knox. La mujer se llama Grace.
—Tenemos tu teléfono. ¿Cuáles son sus números?
El hombre le puso ante la cara su móvil, pero ella no podía enfocar la vista. La habitación le daba vueltas. Se sentía físicamente entumecida y mentalmente vacía, como si la hubieran dejado sin resistencia ninguna. Su lengua parecía actuar por voluntad propia.
—El primer número —dijo cuando por fin vio la pantalla— es el de él.
Se consideraba una experta en mentir, tal vez la mejor negociadora de todo el mercado de perlas. No conocía a la mujer en la que parecía haberse convertido.
La luz cambió al abrirse una puerta. Una sombra gris se extendió por el techo. Fuera lo que fuese, impulsó al hombre que tenía delante a dar media vuelta, cosa que ella agradeció enormemente.
«¡Haz algo!», le apremió a su cuerpo. Pero era inútil. No percibía ninguna sensación.
8:40 p.m.
Melschoi reconoció la furgoneta del secuestro en el mercado de perlas. Aficionados. Estaba estacionada en un solar lleno de barro detrás de una nave industrial que, según indicaba un cartel, estaba a nombre de Construcciones Yang. Idiotas.
Subió a la furgoneta a echar un vistazo. No había armas. Tres hombres sin siquiera una navaja, calculó. Habían desnudado a la mujer, lo cual ofendió a Melschoi. Recordó una vez más la violación de la esposa de su hermano muerto y con ello hizo acopio de renovadas energías.
Abrió la puerta de una patada gritando:
—¡Policía! —Y se dirigió directamente al que había identificado como líder del grupo. La sorpresa le dio tiempo suficiente para franquear la sala sin que lo atacaran. Pero cuando la luz le alcanzó en la cara destrozada, las expresiones cambiaron. Dos de ellos lo habían visto una hora antes.
Sin perder un momento, Melschoi cogió un taladro eléctrico de la pared y lo blandió por el cordón como si fuera una maza de cadena. Uno de los hombres se lanzó hacia la puerta, pero el taladro lo alcanzó en la base del cuello, tirándolo al suelo.
—El siguiente —dijo Melschoi en mandarín, avanzando inexorable hacia otro que tenía alzada una silla de oficina. Melschoi le rompió las costillas con el taladro y luego le aporreó la cabeza.
El tercero sacó un cuchillo. Melschoi pisó la espalda del hombre caído, como si fuera un felpudo, y blandió el taladro en la figura de un ocho.
—Asegúrate de que la mujer vale la pena —advirtió.
Su oponente se movió hacia su derecha.
—Dile a tu jefe que debería haber encargado esto a otros. Esto va a ser un cementerio para quien se quede aquí. —Y señaló la puerta abierta.
El tipo salió retrocediendo lentamente. Un momento después la furgoneta se puso en marcha y desapareció a toda velocidad.
Melschoi ató a los otros dos con cables. A continuación se volvió hacia Amy, después de haber advertido sobre la mesa unas pastillas y una botella de Gatorade.
Le costaba hablar mandarín con la descarga de adrenalina.
—Puedo dejarte aquí —dijo—. Tal vez los hombres vuelvan. O tal vez venga algún otro. Los dos sabemos lo que harán contigo. —La contempló de arriba abajo, mientras ella miraba al frente sin pestañear, con la mirada perdida—. Sé que puedes oírme. Debe de ser una agonía no poder moverse. Así que dime, ¿dónde puedo encontrar al extranjero?
Y blandió de nuevo el taladro.
—No lo sé.
Melschoi sabía que decía la verdad. Conocía los efectos del Rohypnol.
—¿Qué buscaba en la peluquería?
—Archivos informáticos.
—¿Qué clase de archivos?
—Hojas de cálculo.
—¿El extranjero tiene la hoja de cálculo?
Amy tenía los ojos vidriosos. La estaba perdiendo.
—¿Su nombre? —Melschoi se acercó. Y a pesar de saber que lo oía, subió la voz—. ¡Su nombre! —Las palabras parecieron reverberar en el aire.
—John Not.
—¿John Not?
Advirtió que perdía el conocimiento y le cerró los ojos. Le tocó la carótida y notó un pulso débil. Cogió entonces sus pantalones y su bolso, del que cayó una pila de dinero. A continuación se la echó al hombro y la llevó a su moto como si fuera un saco de patatas.
La dejó sentada en el banco de una parada de autobús, después de cubrirle el regazo con los pantalones y abrocharle la camisa. Luego le dio unas palmaditas en la mejilla, casi tentado de darle las gracias.