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7:06 p.m.

Distrito de Huangpu

El Bund

Shanghái

A medida que se avanzaba por Guangdong Road hacia el río Huangpu, los edificios se iban haciendo más antiguos y más imponentes. Algunos databan del siglo XIX, cuando aquella zona era un enclave de privilegio extranjero y Shanghái medraba en el comercio de té, seda y opio. Donde otrora las banderas de muchos países ondeaban en los tejados, ahora solo se veía la característica bandera roja china.

La ancha avenida paralela a Huangpu daba a un paseo junto al río en el que se aglomeraban unos diez mil turistas cualquier noche. Los fines de semana, todavía más. El Bund poseía una grandiosidad europea, como la Gran Plaza de Bruselas o los Campos Elíseos de París, una nobleza arquitectónica. En el ambiente flotaba una embriagadora mezcla de excitación humana, bocinas de barcos y el rumor del tráfico.

Knox llegó a un grupo de aparcacoches y atisbó el bullicioso malecón y más allá el paisaje urbano de Pudong, iluminado de neones y pantallas LCD. La torre Pearl relumbraba rosa y turquesa en la oscuridad. Unas pantallas del tamaño de diez pisos en los costados de los rascacielos mostraban anuncios de Coca-Cola y KFC. Decenas de miles de turistas atestaban el malecón, todos queriendo admirar las famosas vistas.

Grace aguardaba en los escalones, pegada a la barandilla mientras veía a los clientes llegar en sus coches con chófer. Mercedes, Lexus, BMW, la ubicua minifurgoneta azul Buick, símbolo del ejecutivo expatriado.

Estaba magnífica con una corta chaqueta de seda púrpura sobre un vestido negro de escote alto. Un collar de turquesas y coral rojo enfatizaba su largo cuello. Llevaba el pelo recogido en un impecable moño sujeto con un pincho de carey.

Se inclinó para besarle en la mejilla, siempre en su papel.

—Verás que, a diferencia de las americanas, las mujeres chinas siempre son puntuales.

Knox se miró el reloj. Llegaba cinco minutos tarde.

—Estás... preciosa.

—Y yo me lo tomaría como un cumplido si captara en tu tono más convicción que sorpresa.

Él la agarró del brazo para guiarla por las escaleras de mármol.

Grace se resistió.

—Preferiría tomar una copa, a solas, antes de subir. —Parecía muy consciente de que todo lo que se dijera entre ellos podía ser oído. Knox se encaminó al otro lado de la calle.

—Tus deseos son órdenes —comentó, mientras cruzaba por un hueco entre el tráfico.

Subieron en el ascensor hasta el New Heights, un bar restaurante en una séptima planta que también daba al río. Desde allí tenían vistas sobre Guangdong Road y, por las ventanas, al Glamour Bar, donde la fiesta de Yang Cheng ya estaba en su apogeo.

La barra era de grueso cristal esmerilado y las botellas se reflejaban en sus relumbrantes estantes de laca negra. Knox pidió una cerveza y Grace una copa de champán. No había taburetes, de manera que se quedaron de pie junto a la barra.

—¿Y bien? —preguntó Knox.

—Antes de meternos ahí —comenzó Grace, señalando hacia el Glamour Bar—, donde debemos interpretar nuestros papeles a la perfección, quería saber cuándo me ibas a hablar de lo que llevas en el bolsillo.

Knox casi dio un respingo.

—Lo noté cuando te di un beso en las escaleras. No fumas, así que no es un paquete de tabaco. Es demasiado grande y pesado para ser un móvil. Demasiado ligero para ser una pistola, demasiado abultado para otra clase de arma, una navaja, por ejemplo. Está en tu bolsillo derecho y tú eres diestro, así que es evidente que lo quieres tener bien cerca.

—Obviamente. —Knox tragó saliva y fue a coger la cerveza.

—¿Una videocámara?

Knox miró el reflejo del cristal, admirándola. Era pequeña pero hermosa. Pura fiereza en un envoltorio de moda y femineidad que no dejaba ver el más mínimo atisbo de la fuerza física que sin duda poseía gracias al entrenamiento en el ejército. Su concentración. Y sobre todo: su control.

—El GPS de mi amigo —dijo por fin en voz baja.

Ayee! —se le escapó a ella.

—Fue tu sugerencia: el depósito municipal.

Grace gruñó. Era evidente que no estaba para cumplidos ni para charla intrascendente.

—Puedo seguir los itinerarios grabados, pero no conozco la ciudad bastante bien para saber si un waiguoren llamaría la atención por esas zonas. Y aunque no me importa quién salga a recibirme, no quiero poner en peligro a Danner. No puedo permitirme ningún error, y menos ahora que solo faltan un par de días. Sé que lo han trasladado por lo menos una vez. No quiero que lo trasladen de nuevo.

Entonces se lo tendió.

—Hay siete localizaciones memorizadas. Tiene que ser la ruta de pago de Lu Hao. Danner sigue a Lu Hao y marca cada punto en el que deja un soborno. Esto es mejor que sus documentos.

—No sabemos lo que son esos lugares.

—Conozco a Danner. Créeme: esto es el rastro del dinero.

—Podría no ser nada. Sus restaurantes favoritos o salones de masaje.

—Entonces vamos a hacer una excursión, a ver cuáles son sus gustos.

Grace echó un vistazo a las localizaciones memorizadas.

—Una interesante mezcla de barrios —comentó.

—Soy todo oídos.

Grace lo miró como si aquello fuera una rareza.

—Algunos son barrios pobres, otros, de clase alta.

—Ambos apropiados para mordidas, dependiendo de quién reciba el dinero.

—La urbanización del río en Pudong. Apartamentos de lujo para chinos. Oficiales del partido, hombres de negocios...

—¿Lo ves?

Ella se ablandó un poco.

—Nosotros no debemos acusar a esa gente. Debemos dejar que lo hagan otros. Son gente muy poderosa, con muchos contactos.

—No tengo ninguna intención de acusar a nadie. Lo que quiero es tener una charla tranquila con todos ellos.

Grace hizo una mueca de desaprobación.

—¿Qué quieres, que nos pongamos con acusaciones y abogados? —dijo Knox—. Solo tenemos dos días.

—Lo que quiero son los documentos de Lu.

Knox lanzó las manos al aire.

—Estoy abierto a ideas, pero esto —y dio unos golpecitos al GPS que tenía Grace en las manos—, esto es lo más cercano que tenemos a una pista.

—No es una buena idea.

—Ayúdame con los barrios, por favor. Danner marcó estas localizaciones. Tengo que ir a echar un vistazo.

Grace apagó el aparato y se lo metió en el bolso.

—¡Dame eso! —exclamó Knox, atrayendo algunas miradas.

—Debes confiar en mí —replicó ella.

—Pues no es que te estés esforzando mucho por ganarte esa confianza. Devuélvemelo, por favor. Si no quieres que te lo quite.

—Estas cosas no se pueden hacer de noche. Debes confiar en mí. Me has pedido consejo sobre Shanghái. Este es mi consejo. Debemos planear una doble salida para cada localización. Establecer un punto de encuentro. Nos veremos mañana temprano, a las seis en punto, con la primera luz. Vamos a hacer esto juntos. El sábado por la mañana temprano no hay tanto tráfico. Los funcionarios están en sus casas. Es un buen momento para nosotros, John Knox.

Knox intentó calmarse con la cerveza, y fracasó. No podía apartar la atención del bolso y el GPS que contenía, si bien no lo miró ni una vez. No quería ponerla a la defensiva.

—Por los amigos ausentes —brindó, alzando la botella de cerveza.

7:30 p.m.

El Bund

El lujoso interior Art Déco del Glamour Bar era un retroceso a los tiempos del apogeo de Shanghái, en los años treinta, cuando el comercio, la intriga y el opio conspiraban para formar la más magnífica y excepcional ciudad de toda Asia.

Una preciosa veinteañera comprobó que los nombres de Knox y Grace estuvieran incluidos en una lista de invitados y les dio la bienvenida. La barra era una isla de granito negro en una sala central de la que salían otras dos salas y un salón elevado que dominaba el río Huangpu. Los rascacielos festoneados de neones de Pudong relucían coloridos. Los barcos de turistas, engalanados también de neones y más pantallas de vídeo, se deslizaban entre las barcazas cargadas de carbón. Era Times Square multiplicada por diez, siendo Broadway un río de aguas negras de medio kilómetro de anchura.

La multitud del bar era una mezcla de chinos y expatriados, las mujeres asiáticas arrebatadoras, los hombres demasiado seguros de sí mismos. Los camareros europeos circulaban con bandejas de champán, agua mineral con gas y zumo de piña. Una música de Big Band bregaba contra el estruendo de las voces. El humo de tabaco apenas dejaba respirar.

Knox advirtió que Grace se fijaba en las otras mujeres.

—No tienes de qué preocuparte —le dijo—. No te llegan a la suela del zapato.

Ella miró hacia abajo.

—¿El zapato?

—Que estás muy bien.

—¿Bien?

Antes de que Knox pudiera rectificar, los interrumpió una joven Chuppy (ejecutivo chino con aspiraciones), con un apretado bustier, chaqueta y falda gris. Sus modernas gafas reflejaban el brillo de un iPad que llevaba con autoridad.

La mujer se presentó con su nombre inglés, Katherine Wu, y su posición como secretaria ejecutiva de Yang Cheng. Grace presentó a Knox como un cliente. Katherine había saludado a Knox con una expresión de abierta coquetería, que rápidamente se desvaneció: el negocio de importaciones y exportaciones se consideraba de muy poco glamur y muy «del siglo pasado».

—Permítanme que les presente a su anfitrión. —Katherine Wu los condujo a través de una abigarrada muchedumbre en torno a la barra hasta los tres pequeños escalones que llevaban al salón.

Los elegantes invitados charlaban en varios grupos. Yang Cheng se había apostado en las escaleras para dar la bienvenida a los recién llegados. Tenía una ligera calvicie y una edad indefinida. Llevaba un traje a medida, zapatos italianos y una corbata roja. Sus ojos bien separados sugerían que era un hombre complacido consigo mismo.

Knox identificó al tipo atlético del traje barato como un guardaespaldas o guardia de seguridad. El hombre se demoró un poco demasiado con Grace para ser un perfecto desconocido. Había algo adulador en sus modales. Luego miró a Knox como si le estuviera haciendo un completo escáner. Knox captó su reacción y la interpretó al instante: conocía a Grace y no quería olvidarlo a él.

Y cuando Yang vio a Grace, sucedió algo extraño. Miró con complicidad a su guardaespaldas. Era una mirada de hombre a hombre, una mirada que Knox conocía bien pero cuyo significado particular no supo interpretar. Iba más allá del «está buenísima», era algo más atrevido. Algo personal, no simplemente sugerente. Knox estaba a punto de dar con la clave cuando lo distrajeron las presentaciones.

La provocativa asistente los presentó. Yang tenía la envidiable capacidad de hacerlos sentir como si fueran las únicas tres personas de la sala. Knox advirtió un leve gesto en su ojo, y en ese momento Katherine Wu se lo llevó suavemente del brazo, obviamente siguiendo un guión previo. De momento Knox se avino a interpretar su papel.

—Por favor, señor Knox, permítame mostrarle las vistas. —Apartó a Knox de Grace, hacia las ventanas. Grace y Yang Cheng bajaron a la zona del bar.

—¿Había estado antes en el Glamour Bar?

—Muchas, muchas veces. Es una de mis dos vistas favoritas en todo Shanghái.

—¿Cuál es la otra? —inquirió Katherine.

Él se volvió hacia ella.

—Usted, naturalmente.

—¡Ah! —Y la joven se sonrojó involuntariamente.

—Pero, por desdicha, las vistas son solo para verlas. Por favor, discúlpeme, señorita Wu —dijo cordialmente, no queriendo perder de vista a Grace—. Vuelvo ahora mismo. Necesito una cerveza.

Ella le agarró con más fuerza el codo, alzó la otra mano y como por milagro apareció un camarero como salido de una trampilla.

Knox pidió su cerveza y Katherine dijo algo que él no llegó a oír. Había perdido la pista de Grace.

7:48 p.m.

Mientras Yang Cheng la llevaba hacia la barra principal, Grace notaba que las miradas la seguían. Yang demostró lo mucho que sabía de ella recitando partes de su curriculum. Por suerte hizo referencia a sus trabajos más recientes como contable independiente con base en Hong Kong. En ningún momento se refirió a ningún encargo para Rutherford Risk. Grace se quedó con el dato de que era una persona importante para él, lo cual, a su vez, lo hizo a él más interesante a sus ojos. ¿Era lo bastante calculador para hacer que secuestrasen a Lu Hao? ¿Estaba la invitación a la fiesta relacionada con el secuestro?

Yang no dejaba de estrechar manos y saludar a otros invitados mientras se encaminaban a la mesa que tenía reservada. Grace declinó la oferta de champán, puesto que ya le daba vueltas la cabeza.

—Mi padre comenzó este negocio con una simple pala y una carretilla —comentó Yang.

—Construcciones Yang tiene una gran reputación como la primera constructora de todo Shanghái. De toda China.

—Me halaga usted.

—Solo repito lo que he oído —aseguró Grace.

—Es un honor hacer negocios en una nación tan magnífica y caritativa. Damos empleo a más de mil doscientas personas en puestos de dirección, y muchos miles operarios. Todos chinos. No hay más sangre extranjera que la de unos cuantos consultores, por guardar las apariencias. —Cuando sonrió, sus ojos se aquietaron—. Durante casi veinte años nuestro principal competidor ha sido el Grupo Berthold, su nuevo patrón, Chu Youya. Su presencia ha ido creciendo, desde consultor a gigante de la construcción. Mi padre hizo por primera vez negocios con el Grupo Berthold en 1982. Y ahora, mire, están construyendo la torre Xuan. Una empresa extranjera, no china. No está bien. No he ocultado nunca mi deseo de ver la torre Xuan terminada por una empresa china, como la nuestra.

—Yo acabo de llegar a Shanghái —repuso Grace—, y lamento enterarme de sus diferencias con el Grupo Berthold.

—No es problema suyo, discúlpeme. —Hizo entonces una pausa para ofrecerle otra vez una bebida. Grace declinó también—. Me gustaría ir directamente al grano, Chu Youya. Tengo la carga de muchos invitados a los que debo entretener. De manera que, por favor, perdóneme.

—Por supuesto. —Grace se concentró en mantener una expresión serena. Yang Cheng jamás comenzaría él mismo las negociaciones del rescate, pero se preparó para leer entre las líneas de su discurso.

Yang bajó la voz:

—La empresa de Allan Marquardt está destinada a caer, Chu Youya. Es una compañía extranjera, al fin y al cabo. Por mucho que esta gran nación pueda decir de boquilla, jamás se permitirá que una compañía extranjera alcance la posición de una compañía china dentro de sus fronteras. ¡Jamás! Usted y yo lo entendemos. Cuando Berthold fracase, mucha gente estará buscando empleo. Los contables, incluso las contables jóvenes y brillantes, serán como hormigas detrás del mismo terrón de azúcar. Pero grandes desafíos presentan grandes oportunidades —prosiguió, como citando un proverbio—. Y esa oportunidad es la que ahora la aguarda, Chu Youya. Usted es china, como yo, no sangre extranjera, como ellos. Venga a trabajar para mí. Le pagaré un veinticinco por ciento más que Allan Marquardt. Le ofreceré beneficios. Y honrará a su familia al trabajar para una empresa china.

—Me hace usted un gran honor, Yang Cheng. —Grace agachó la cabeza, preguntándose si sería aquel el objetivo de la invitación, o Yang estaría explorando la posibilidad de negociación bajo la excusa de una oferta de trabajo—. Me siendo hondamente abrumada. Me perdonará que deba tomarme un tiempo para considerar su generosa oferta.

—El tiempo es a veces una bendición, y a veces una maldición. Utilice bien el suyo. No soy yo quien tengo prisa. Usted, en cambio... —Aquí hizo una significativa pausa. Grace pensó que tenía que estarse refiriendo al secuestro, pero se desconcertó al oírlo proseguir—: La torre Xuan está cerca de acabarse. Pero hágame caso: para cuando se corte la cinta en la ceremonia de inauguración, no ostentará el nombre del grupo Berthold. Jamás estuvo destinada a eso.

—En defensa de mi actual patrón —repuso ella—, sin duda docenas, tal vez cientos de edificios en Shanghái, se han financiado y construido con capital extranjero, ya sea en parte o en su totalidad. Muchos arquitectos occidentales han hecho nuestro paisaje urbano mucho más interesante. Los franceses, los alemanes, los árabes. Shanghái es verdaderamente cosmopolita.

—De eso no hay duda. Y los americanos también, sí. Pero la torre Xuan va a ser el edificio más alto del mundo. Un motivo de gran orgullo para China. Orgullo chino, no orgullo americano.

—Por supuesto.

—En este punto no habrá confusión. No se engañe. La influencia de Allan Marquardt se terminará aquí en Shanghái, y antes de que se inaugure la Xuan. —Se le había congestionado el rostro. ¿Por el whisky? Grace lo dudaba. Tal vez contaba con una promesa del gobierno desde el principio. El secuestro de Lu Hao podía no ser más que una pieza de mahjong volcada para hacer caer las otras. La conspiración financiera era una forma de arte en Asia, un arte que todos practicaban, desde los barrenderos hasta grandes empresarios como Yang Cheng.

—Los beneficios chinos se reinvierten. Los beneficios extranjeros viajan por los mares y no vuelven nunca. Esto se ha acabado.

«... Se terminará aquí en Shanghái.»

El Grupo Berthold tenía proyectos de construcción en ciudades por toda China. Yang Cheng había hablado de más. ¿Habría alguna guerra de pujas para un proyecto en Shanghái que Yang Cheng estaba determinado a ganar? ¿Estaba seguro de que ganaría? Si sabía de los pagos secretos del Grupo Berthold a inspectores y subcontratistas, podría instigar una investigación y hacer que suspendieran a Berthold de cualquier puja futura, asegurando así su propio éxito. Los documentos de Lu Hao tendrían un papel fundamental en ese intento de acusar de corrupción al Grupo Berthold.

—Por favor —indicó Yang a una camarera. Cogió una copa de champán para Grace y alzó la suya. Ella bebió un sorbito—. Aguardo su decisión. Antes de que concluya la Fiesta Nacional, si no le molesta. —Era la misma fecha de la entrega del rescate. ¿Tenía Grace que entender esa relación? ¿Tenía que darse por enterada?—. ¿Se unirá usted a su familia en la isla de Chongming para la fiesta?

Todos sus músculos se tensaron. Lo que Yang sabía sobre ella iba mucho más allá de su curriculum.

—Si el tiempo me lo permite —mintió ella. No tenía la más mínima intención de ver a su padre.

—La familia lo es todo.

¿Una amenaza? ¿O un simple recordatorio de sus raíces chinas, para hacerla recapacitar sobre sus debidas lealtades?

—Nación, ideología, familia —recitó ella las prioridades aprendidas en el colegio.

Yang Cheng forzó una sonrisa con unos ojillos como cuentas negras.

—Sí, y de todo eso, lo más importante es la familia.

8:00 p.m.

Knox no soportaba a las personas que llevaban auriculares con micrófono Bluetooth en público. Solo al volante, vale. En casa, tal vez. Pero en público se le antojaba pretencioso, cateto y ridículo. Si Dios hubiera querido que tuviéramos un cuerno de plástico saliendo de la oreja, nos habría creado con él.

Katherine Wu no dejaba de tocarse la oreja y enzarzarse en conversaciones que no le incluían. Parecía un auténtico robot, por más que su cuerpo enviara unas señales muy diferentes.

Knox logró meter una palabra:

—Entiendo que el Grupo Berthold ha tenido problemas con la mano de obra esta semana. —Un palo de ciego, pero con cierto fundamento. Dulwich se lo había dicho—. Problemas con los materiales. Problemas con los camiones.

Ella se sonrojó.

—Yo solo me encargo de la agenda del señor Yang. Me temo que sobreestima usted mi posición, señor Knox.

Ahí estaba esa palabra otra vez. Ojalá dejara de repetirla.

—Lo dudo —repuso—. Lo sabe todo Shanghái.

—¿Ah, sí? Y yo soy la última en enterarme. Típico. Aunque yo no me creería todos los rumores que circulan por ahí.

—¡Ya me parecía que eras tú! —se oyó una voz femenina a espaldas de Knox. Una voz con un acento que él conocía muy bien. Una voz que había oído con muchas inflexiones, de la alegría al éxtasis.

Amy Xue, una pequeña belleza, llevaba un top de seda holgado con un solo tirante y unos tejanos que suponían un peligro para su circulación. Un corte de pelo asimétrico, con mechones escalados de arriba abajo y de derecha a izquierda. Uno precioso collar de perlas negras con pendientes a juego. No parecía ir maquillada. Tenía una cara de niña y unos ojos grandes y achinados que fueron lo que primero le llamó la atención de ella, tres años atrás.

Knox le dio dos besos.

—Socorro —susurró. Y la presentó sin soltarle el brazo—. Amy Xue, esta es la secretaria del señor Yang, Katherine Wu. Me está enseñando las vistas. —Se volvió entonces hacia Katherine—. Amy es una de las primeras personas con la que hice negocios, y una buena amiga. Tiene las mejores perlas de todo Shanghái. Pero suelen ser demasiado caras.

—Los americanos siempre quieren todo barato, barato, barato —protestó Amy.

—Parece que los dos han estado haciendo «negocios» mucho tiempo —comentó Katherine Wu, con descortesía intencionada.

—Ya le digo, somos viejos amigos. —Knox no había apartado la vista de Amy. Se alegró de que le hubiera seguido la corriente sin necesitar ni una señal.

—Puede que tú seas viejo, John Knox, pero yo no. ¿Vienes a mi ciudad y no me avisas? ¿Cómo voy a reservar las mejores perlas para mi mejor cliente?

—Si no le importa —le dijo Knox a Katherine, cogiendo a Amy del codo para llevársela.

Katherine Wu les permitió alejarse unos metros y los siguió. Knox se dirigió hacia la barra y por fin atisbó a Yang y Grace en una mesa en el rincón más alejado del salón de cóctel, a la derecha. Sintió una oleada de alivio.

A Amy no se le pasaba nada por alto.

—¿Amiga tuya?

—Mi contable.

—No me digas. ¿Y qué cuenta?

—No es eso, Amy. Y tú lo sabes.

—Yo sé quién es mi cliente favorito. Y sé que no me mandaste un correo para avisarme de que llegabas.

—El viaje fue una decisión de último momento.

—Eso díselo a tu contable.

Knox pidió las bebidas: un kir para ella, cerveza para él. El humo de la barra molestaba a Amy, de manera que se acercaron a una mesa de mármol en la que había satay, rollos de primavera, empanadillas al vapor, bao y fruta. Él probó el satay y las empanadillas, ella solo la fruta.

Knox pensó en Danner. Qué estaría comiendo, dónde dormiría. Se sentía fatal rodeado de todo aquel lujo. El GPS le quemaba en el bolsillo. Se lo había quitado a Grace del bolso al entrar en el ascensor. Esperaba que no se diera cuenta antes de que se separasen esa noche.

—¿Te gustó el último envío? —preguntó Amy.

Lo que a Knox le gustaba era cómo se metía la fresa mojada en chocolate entre los labios.

—Nos vendría bien que nos mandaras más cajas de piedra y perlas negras. Otras compañías de ventas online están copando el mercado de perlas cultivadas, así que de esas queremos menos.

—Te daremos lo que quieres —aseguró ella, torturándolo con otra fresa.

—Más diseños personalizados. No podemos competir con las perlas sueltas. Lo que nos distingue son tus preciosos diseños.

—Me halagas, Knox.

—Los brazaletes son populares. Más brazaletes.

—Perlas negras, más brazaletes. No hay problema.

Knox se planteó preguntarle qué había oído sobre el secuestro. Los rumores corrían como la pólvora en la calle. Pero allí la supervivencia dependía del silencio. Las lealtades eran tan mutables como el tiempo.

—Amy, ¿me ayudarás en un asunto? Harías como de traductora —dijo, pensando en el GPS.

—Tú hablas chino mejor que muchos chinos.

—Tu belleza solo es superada por tu exageración —repuso él en mandarín—. Son barrios de Shanghái —explicó en inglés—. Quiero saber cuáles son más peliagudos que otros para un waiguoren. Son direcciones de negocios de posibles proveedores. Por muy segura que pueda parecer la ciudad, no quisiera meterme en la boca del lobo.

—¿Proveedores?

—Nada de perlas ni de joyas, te lo prometo.

—Tú conoces bien la ciudad, Knox. No me necesitas. —Amy le había dejado la puerta abierta a preguntar sobre Lu Hao y Danner.

—Me han dicho que la ciudad se ha vuelto un poco más peligrosa para los waiguoren últimamente.

—¿Ah, sí? —preguntó ella, con una voz tan tersa como la superficie de una fina perla. No había manera de calcular lo que sabía.

Knox vio entonces a Bruno, el mánager del restaurante, y le hizo una seña. Era un hombretón de uno noventa y ciento ochenta kilos, con un rostro sereno y una sonrisa de niño. A petición de Knox, los llevó a su despacho, donde los dejó a solas.

Knox le enseñó a Amy las localizaciones memorizadas en el GPS.

Ella describió algunas de las zonas donde un waiguoren llamaría la atención.

—No es que vayas a correr ningún riesgo. Riesgo físico, quiero decir. Esto es Shanghái.

Knox memorizó el mapa con sus comentarios en mente. Se preguntó si era posible que no hubiera oído hablar del secuestro. Amy no había dado ninguna indicación de lo contrario, aunque Knox había pensado que todo Shanghái lo sabía.

—¿Ves esto? —Amy señaló un puntito rojo del tamaño de la cabeza de un alfiler, junto a una notación.

—Se me había pasado por alto. —Knox no tenía idea de lo que podía ser.

—Es una nota de voz. —Amy revisó la ruta marcada—. En cada localización hay una nota de voz.

Knox se quedó mirando el aparato. ¿Notas de voz?

—Un amigo de International Pearl City intentó venderme este mismo GPS. Garmin —dijo, pronunciándolo como una palabra china.

Fue pasando por una serie de menús y de pronto se oyó la voz de Danner, serena y contenida. Knox se quedó tan sin aliento que le costó concentrarse en el contenido del mensaje.

—Segundo piso, segunda planta desde la esquina sur. Marido y mujer. Unos cuarenta y cinco años. En baja forma. Sin hijos.

A Knox le dieron ganas de volver a ponerlo, solo para oír la voz de Danner.

—¿Una nota por cada localización? —preguntó retóricamente.

—Así es.

—Muy bien. —Se guardó el GPS en el bolsillo. Una nota por cada localización. Bien podría ser un atajo a la misma información que buscaban en las anotaciones de Lu sobre los sobornos: el paradero exacto de cada destinatario de los sobornos.

Amy no dijo más sobre ello, no mostró señal alguna de interés o curiosidad, siempre tan discreta. Se limitó a darle un beso junto a los labios y cogerle la mano que él alzaba.

—Ven. No te limpies el carmín.

—¿Quién nos va a ver?

—Ya nos ha visto todo el mundo. Si no quieres que hagan las preguntas evidentes, déjate la marca.

Lo estaba poniendo a prueba. Era su manera de preguntarle de qué iba todo aquello, sin exponerse ella misma.

Él miró sus ojos exquisitos.

—¿Cuáles son las preguntas evidentes?

Xing xing zhi huo ke yi liao yuan. —«Una sola chispa puede provocar un incendio en el bosque.»

Shu dao hu sun san —repuso él. Otro proverbio bien conocido: «Cuando cae el árbol, los monos se dispersan.» Era una advertencia contra las amistades de conveniencia.

—Yo no soy un mono. Debes tener cuidado, John. Nunca dejas de sorprenderme. Eso me atrae de ti.

—No es lo que piensas. —A todos los waiguoren se los consideraba espías a priori.

—¿Es que no tienes ni idea de lo que estoy pensando? —Puso ambas piernas en torno a la suya y presionó, dejándole sentir su calor. Luego se estiró y susurró—. A lo mejor puedes adivinarlo.

Se besaron.

—Disfruta de tu contable. —Amy se apartó y dio media vuelta, luciendo sus musculosas nalgas.

Al volver al bar, Knox fue muy consciente de las muchas miradas que se centraban en él, incluida la de Grace.

Se acercó a su mesa y se dirigió a Yang:

—Si está seduciendo a mi cita, tengo que decir que está haciendo trampa. Como anfitrión de una fiesta tan perfecta, perfectas las bebidas, la comida y los invitados, supera en clase a cualquier hombre de la sala y por tanto juega con una injusta ventaja.

—Cuanto más viejo es el jengibre, más picante es la especia —contestó Yang—. El que paga al flautista, elige la canción. —Y miró un instante a Grace.

—Solo un insensato discutiría tal sabiduría —dijo ella.

—Estábamos ya terminando. —Yang apartó la silla de Grace y ella se levantó dándole las gracias.

En ese momento apareció Katherine Wu como de la nada. Knox advirtió lo bien entrenada que estaba y pensó en el guardaespaldas de Yang, preguntándose si también habría recibido entrenamiento, preguntándose si no conocería por casualidad a unos mongoles.

—Confío en que haya disfrutado —le dijo Yang a Grace.

—El resto de la velada palidecerá en comparación con estos minutos en su compañía.

Yang hizo una ligerísima reverencia y se marchó con su secretaria hacia la barra.

—¿Has tenido bastante? —preguntó Knox.

—Puedes marcharte cuando lo desees.

—Si quiero tu permiso ya te lo pediré.

Grace se señaló el mentón y le pasó una servilleta de la mesa. Knox se limpió el carmín de Amy.

—Es para cubrirme las espaldas.

—A mí no tienes que explicarme nada —replicó ella sarcástica—. Quisiera quedarme un poco más para ver si puedo estar a solas con nuestro anfitrión otra vez. Estoy preocupada por Lu Hao. No dudo que un hombre como Yang podría estar detrás de todo esto.

—¿Se ofreció a negociar el rescate? —Knox fue directo al grano.

—Márchate cuando quieras. Tal vez deberíamos montar una pequeña escena y así me quedo a solas. Los hombres pueden ser muy predecibles.

—Podrías darme una bofetada.

—Será un placer —susurró ella.

—¿A las seis de la mañana?

—No tengo tan mala memoria. —La mirada de Grace se demoró un poco en la mancha que todavía tenía Knox en la comisura de los labios.

—En la esquina de Huaihai y Maoming. Cerca de la entrada del metro.

Ella le dio entonces una bofetada que paralizó todas las conversaciones cercanas.

Knox se llevó la mano a la cara, abriéndose paso entre la muchedumbre. Grace tenía un derechazo del demonio.

9:10 p.m.

Knox tomó todo tipo de precauciones para evitar que lo siguieran, entre ellas presentarse en el hotel Jin Hiang, donde estaba oficialmente inscrito. Subió en el ascensor hasta su habitación, tanto para mantener las apariencias como para atrapar a cualquiera que lo siguiera y que no hubiera podido ver.

Una vez en la habitación, se frenó en seco al ver un sobre acolchado encima de la cama. Lo tanteó antes de abrirlo. Era algo duro, un poco más pequeño que un libro de bolsillo.

Se pasó un minuto desordenando la habitación como si alguien se alojara allí, sin quitar ojo al sobre, que estaba cerrado con grapas y con cinta adhesiva.

Por fin lo rompió para abrirlo. El contenido era un disco duro portátil Iomega de reluciente aluminio. Miró dos veces el sobre. No había ninguna nota.

Kozlowski. Tenía que ser él. Antes de llamar a Dulwich para ponerlo al tanto de los progresos del día y preguntar si era él el responsable de aquel paquete, sacó el GPS y escuchó las siete notas de voz de Danner. Eran breves y crípticas, carentes de toda emoción y casi de toda personalidad. Pero para Knox era crucial el sonido de aquella voz, y reprodujo los mensajes varias veces solo para oírla. Sufría de nostalgia, un estado del que pensaba que estaba permanentemente curado después de su servicio en el ejército. La última amistad auténtica que había forjado fue en Kuwait, hacía no tantos años.

Tuvo que oír la última nota varias veces para descifrar la taquigrafía verbal de Danner.

Añadido a la ruta a última hora. Bolsa pesada. Cuello de botella. Guardia Cívico se marchó, dejando dos hunos vigilando la puerta.

Hunos... ¿Mongoles? ¿En la ruta de pagos de Lu Hao? ¿Incorporados al juego más tarde?

Le fue dando vueltas al tema mientras bajaba en el ascensor y entraba con la tarjeta del hotel en la sala de reuniones desierta. Conectó el disco duro con un cable USB y leyó el directorio. Intentó buscar las palabras «Lu», «sobornos», «pagos», «incentivos», «Berthold». Nada. Los archivos más recientes en Word eran cartas a su mujer, Peggy. Al leerlas se sintió furioso y culpable. Le debía una llamada a Peggy. Debía decirle algo tranquilizador pero vago. Dio con los documentos Excel más recientes, también de poca ayuda: cuentas de gastos. Nada que señalara a Lu. Tal vez Grace pudiera encontrar algún archivo de importancia, pero a primera vista era muy dudoso que los documentos de Lu Hao estuvieran en el disco de Danner.

Desconectó el aparato, salió a la calle a comprar otro disco duro externo y aguardó mientras el chico dependiente le hacía una copia del de Danner. Tardó cuarenta y cinco minutos. Knox le dio de propina el sueldo de una semana, volvió a su habitación e hizo una llamada.

—Habla —dijo Dulwich.

—¿Eres tú quien ha enviado el paquete que me he encontrado en mi habitación?

—No. ¿Qué clase de paquete?

Knox se lo explicó. Dulwich no sabía nada de ningún disco duro, pero era evidente que quería echarle un vistazo.

—No me puedo imaginar a Kozlowski ayudándome —dijo Knox—. Sería para él un riesgo demasiado grande.

—Piensa que quiere recuperar a Danner tanto como nosotros, tal vez incluso más. Por cierto, estaba a punto de llamarte. El ADN coincide. Buen trabajo. Pero escucha, ¿un americano desaparecido? Ha ocurrido bajo la responsabilidad de Kozlowski, no lo olvides. Si recuperas a Danner antes de que se pague el rescate, el secuestro jamás constará oficialmente, y no habrá ninguna mancha en el expediente de nadie. El gobierno se libra así de una buena. Y de camino, el Partido, Kozlowski y el consulado también.

—Pero no me cabe la más mínima duda, la más mínima, de que conoce la conexión que tengo contigo y con Rutherford Risk. Así pues, ¿por qué no enviarte a ti el paquete directamente?

—Porque de eso quedaría constancia. Tú, en cambio, sencillamente te has encontrado algo en la cama. Probablemente Kozlowski pagó a una limpiadora o a un botones. Y tú eres quien está en posición de hacer algo con lo que sea que contenga ese disco. Eso Kozlowski lo sabe. Y si él mismo hubiera encontrado algo ahí, todavía es más lógico que te lo mandara a ti, puesto que él tiene las manos atadas. Te has convertido en la cabeza de turco. Dices que conoce nuestra relación. Sabe quiénes somos, sabe que somos uno de los peces gordos. Sabe que nos especializamos en resolución de secuestros y extracción de rehenes. Tú en su lugar, ¿a quién querrías de tu lado?

—Sí, supongo —dijo Knox.

—Y piensa otra cosa: ese portátil estaba encriptado. Puedes estar seguro. De manera que tu amigo del consulado ha descifrado el código. Eso significa que tiene lo que tengas tú. Podría incluso haber borrado algunos archivos antes de darte una copia. ¿Pero quién sabe? Tal vez es una cuestión de dar con la clave. Igual hay algo ahí, pero hay que dar con ello.

—Se lo puedo pasar a Grace. Pero ahora que solo faltan dos días, no me voy a pegar a una pantalla de ordenador.

—Entendido.

—¿La fecha sigue en firme? —quiso saber Knox.

—Sí.

—¿Y? —Knox advirtió que el otro se había callado algo.

La línea seguía abierta, pero Dulwich no decía nada.

—¿Sargento?

—Otro dedo.

El teléfono chisporroteó de ruido estático.

—¿De quién? —preguntó Knox, aunque ya lo sabía.

—Mira el lado positivo. Sabemos que Danny estaba vivo ayer mismo. Y dentro de la ciudad.

El dedo conservaría todavía algo de calor. Era la única explicación. Knox tragó saliva.

—¿Qué dedo?

Silencio.

—¿Qué dedo? —repitió Knox.

—El corazón de la mano derecha.

—Mierda. —Los secuestradores habían aprovechado la ocasión de enviar un mensaje dentro del mensaje. A Knox se le revolvió el estómago. Esta vez nada de bastoncillos con ADN—. Los voy a matar.

—Tú y yo.

—¿Y Peggy?

—No hay necesidad de preocuparla con detalles.

—Tiene derecho a saber que Danner está vivo. Esto no es un detalle.

—Este es nuestro trabajo, amigo. Estamos en ello.

—¿Alguna renegociación? —preguntó Knox. Las cantidades de un rescate siempre se reducían cuando se acercaba la fecha de entrega.

—Marquardt lo ha llevado muy bien. La cosa está ahora en un cuarto de millón de dólares.

—¿Doscientos cincuenta mil? ¿Por dos rehenes, incluido un americano? ¿Me tomas el pelo?

—Hemos ajustado nuestros planes, considerando que pueden ser aficionados —dijo Dulwich—. El Grupo Berthold estaba dispuesto a subir hasta diez millones.

Knox le informó de que el mensajero de Sherpa conocía una dirección válida. Esto confirmaba la hipótesis de que se trataba de aficionados.

—Han cambiado las reglas del juego. Si no es una Triad, tal vez sea algún colaborador o un competidor. Pero nuestro enfoque sigue apuntando hacia uno de los destinatarios de los sobornos. Necesitamos identificar a esas personas. Tienes que traerme las notas de Lu Hao.

Los mongoles no tenían pinta de aficionados, pensó Knox. Tal vez eran hombres de Yang Cheng.

—Para tu información, hemos investigado un poco después del interrogatorio del inspector Shen a Marquardt, sobre el equipo de rodaje norteamericano.

Knox no dijo nada. Seguía pensando en el mensajero de Sherpa y el dedo cortado de Danny.

—Hemos confirmado que falta uno de los miembros del equipo —prosiguió Dulwich—. Nos informó el jefe del servicio del hotel Tomorrow Square Marriot. Se trata de un cámara. Ni él ni su cámara han pasado por su habitación en más de diez días.

—¿Y eso en qué nos atañe a nosotros?

—Podrían haberlo secuestrado.

—Quién sabe.

—Y enviaron una mano en lugar de un dedo.

—Nadie envió nada. La mano la sacaron del Yangtsé.

—¿Estará muerto?

—¿Cómo íbamos a saberlo? La seguridad de hotel puede comprobar el uso que se le dio a la tarjeta llave. Solo el servicio ha entrado y salido de la habitación del cámara en los últimos diez días. Sí tiene pinta de fiambre.

—Repito, ¿eso en qué nos atañe?

—Eres un cabrón desalmado. Ha desaparecido un hombre —dijo uno de los cabrones más desalmados que Knox conocía—. El inspector Shen fue a ver a Marquardt un par de días después del secuestro de un empleado de Berthold y está evidentemente investigando la desaparición de «otra» persona. Lo que quería era hacer saber a Marquardt que podemos compartir datos, que una investigación puede ayudar a la otra.

—O lo estaba amenazando para que no investigara nada en absoluto. Lo cual me atañe directamente a mí.

—Sí —convino Dulwich—. Otra razón por la que vale la pena discutir el tema, ¿no te parece?

—¿Emplearía la Policía Armada del Pueblo, un tipo como el inspector, a unos mongoles como matones? —preguntó Knox.

—Una cosa te digo: el Ministerio de Seguridad del Estado emplearía al mismísimo Atila el huno si fuera conveniente. ¿Por qué?

—He dejado fuera de combate a un par de tipos. Ambos en apariencia mongoles, pero con carnets de residencia legítimos. Están metidos por todas partes como las moscas. Estaban en el circuito de incentivos.

—Y a mí me interesa porque...

—He recuperado el GPS de Danny. Dejó grabadas notas de voz en cada una de las paradas de Lu Hao.

Dulwich lanzó un silbido.

—La última dirección añadida a la ruta de pagos de Lu Hao podría ser de estos mongoles.

Dulwich respiraba pesadamente. Aquel comentario le había provocado una descarga de adrenalina.

—Puedo hacer que Primer le pregunte a Marquardt sobre cualquier mongol, cualquier chantaje o extorsión que precediera al secuestro. Pero tengo que pensar que de tener esa información, nos la habría comunicado ya. Al fin y al cabo, trabajamos para él.

—Los mongoles le dieron una buena paliza al mensajero que entregó la nota de rescate.

—Sí que trabajas deprisa.

—Su principal objetivo parece ser encontrar a Lu. No creo que estén detrás de esto. Más bien que «andan» detrás de esto, como nosotros.

—Si son intermediarios de los chinos, estás jodido. Te meterán una bala entre los ojos.

—Gracias.

—Necesito que me hagas otra copia del disco duro de Danny. Quiero que mis técnicos le echen un vistazo.

—Tal vez con el GPS y las notas de Danny no necesitemos ya los documentos de Lu Hao.

—¿Tienes nombres? ¿Cantidades?

Knox no contestó.

—Concéntrate, Knox —dijo Dulwich—. Esos documentos siguen siendo el objetivo principal.

—Pensaba que el objetivo principal era recuperar a los rehenes.

—Tú ya me entiendes.

—Y no me gusta nada lo que entiendo. —Tenía sentido pensar que el Grupo Berthold estuviera más interesado en cubrirse las espaldas que en la recuperación de los rehenes—. ¿Se supone que tengo que leer entre líneas, sargento?

—No hay líneas entre las que leer. La prioridad es la vida humana —confirmó Dulwich—. Eso no ha cambiado.

—Como cambie, me largo y voy por mi cuenta.

—No voy a discutírtelo.

—Yo no enviaría el disco duro.

—No.

—Ni lo enviaría electrónicamente.

—No. Vamos a colocar a un correo.

—Pensaba que no podías colocar a nadie aquí.

Dulwich tardó un momento en contestar.

—Necesitamos ese disco hoy. Tenemos que meter en el país los dólares del rescate. Marquardt no tiene acceso a una cantidad como esa en efectivo. Tú encárgate de lo tuyo, que ya me encargo yo de lo mío.

—Si le voy a dar ese disco a alguien en persona, que sea alguien a quien yo conozca de vista. Envíame una foto o algo.

—No te me pongas en plan Pierce Brosnan.

—Daniel Craig es ahora James Bond, que no estás al día.

—Que te jodan.

Knox fue con la moto a Changle Lu, tomando todas las precauciones posibles por si lo seguían. Veinte minutos más tarde había hecho el trayecto de cinco minutos.

Cuando cerraba la puerta trasera de la pensión, oyó el rumor de voces, una música de fondo y el tintineo de vasos y cubiertos. Decidió llevarse una cerveza a su habitación. Se cambiaría de ropa y cubriría la ruta del GPS para recabar información antes de volver a recorrerla con Grace unas cuantas horas más tarde.

Entró al diminuto bar comedor. Una blusa de seda de un solo tirante le llamó la atención. Amy Xue sostenía un kir, de espaldas a él. Knox se acercó y se detuvo detrás de ella.

—Siéntate conmigo —le invitó Amy, dando una palmadita en el taburete a su lado.

Se miraron a los ojos en el espejo de la barra y Knox pidió una cerveza.

—¿Has hablado con tu contable? —preguntó ella en mandarín.

—Fue un ligero malentendido —respondió él, también en mandarín. De manera que la pantomima había engañado incluso a Amy.

—Me tienes preocupada, John Knox —dijo ella, pasándose al inglés—. Andas metiendo las narices por ahí.

—¿Quién ha dicho eso?

—Si tienes problemas de dinero, deberías decirlo.

—No tengo problemas de dinero.

—Si necesitas una extensión de crédito, ¿por qué no se lo has pedido a tu amiga?

—¿Me he perdido algo? ¿Por qué iba a necesitar más crédito?

—Yo también me lo pregunto.

Un chino jamás abordaba una petición o un favor directamente. Siempre se daban varios rodeos antes de llegar al asunto, o se utilizaba a un intermediario para que ambas partes pudiera salvaguardar su honor.

—¿Tiene esto algo que ver con mis pagos?

—Sí, por supuesto. Yo no cobro intereses a mis amigos, aunque bien estaría en mi derecho.

¿Intereses?

—¿Y por qué te debería yo pagar intereses? —preguntó Knox, tomando la ruta americana, más directa.

—¿Has hablado con tu hermano?

«¿Qué tiene esto que ver con Tommy? ¡No incluyas a Tommy!»

—¿De qué?

—John, no he recibido el último pago. Pero no cobro intereses a un valorado cliente.

Knox tardó un momento en reaccionar.

—¿El último pago?

—Si necesitas más tiempo, se puede negociar.

—Pero eso fue hace meses.

—Dos meses y dieciséis días.

—¿No te llegó el cable? Deberías haber dicho algo.

—Te lo estoy diciendo ahora mismo. No recibí la transferencia de fondos. No recibí ningún dinero.

—Deberías haber dicho algo antes. Nosotros enviamos el pago, Amy. Una transferencia a tu banco en Hong Kong, como siempre. Mi hermano... —Evelyn, su contable, jamás había cometido tales errores. Pero Tommy... tal vez. No era imposible, dada su condición, pero sí improbable—. Voy a ver qué ha pasado de inmediato.

—Eres un buen cliente, John Knox. Un cliente muy especial. —Amy consideraba a todos sus clientes su mejor cliente, pero había algo más que no estaba diciendo y que pendía entre ellos—. Si fallas en un pago, no hay problema. Pero que no lo mencionaras esta noche... bueno, no es propio de ti. No como un cliente tan valorado.

—Nosotros pagamos.

—¿Y la transferencia se confirmó?

—Hablaré con mi hermano y mi contable. Por favor, perdona este error, Amy. Me deshonra enormemente. —La contrición era una parte importante de las relaciones comerciales con los chinos.

—Me puedes compensar —coqueteó ella—. Muéstrame el interés, en lugar de pagarlo.

—Te aseguro que hay interés de sobra.

Knox escribió en mayúsculas GRAND CATHAY, el nombre de su habitación, en una servilleta que luego deslizó bajo la copa de champán de Amy. Ella le dio un beso y se alejó de la barra, tomando precauciones en una ciudad donde los rumores se extendían más deprisa que la pólvora.

Después de salir de la pensión por la puerta principal, fue a la puerta trasera para encontrarse con Knox en su habitación. No se dijeron ni una palabra. Se enzarzaron en una sudorosa y atlética danza que acabó con ella a horcajadas sobre él, ambos mirándose a los ojos, un ritmo sincronizado a la perfección, sus necesidades satisfechas.

—A veces quisiera no haber dejado de fumar —comentó ella, tumbada boca arriba.

—Pero si echas humo —dijo Knox. Amy le dio un golpe.

Knox se incorporó sobre el codo para disfrutar mirándola. Se veían los rápidos latidos de su corazón entre las costillas.

—Si pudiera definirse un cuerpo con una palabra, el tuyo sería poesía.

Ella ensanchó la sonrisa.

—Lengua de plata, corazón de hielo.

Él le cogió la mano y se la llevó al pecho.

—¿Esto te parece hielo?

Ella meneó la cabeza, todavía sonriendo, y se quedó mirando el ventilador del techo.

—No es más que una expresión. —Entonces vaciló—. Estoy preocupada por ti.

Él encendió la televisión y subió el volumen. Confiaba en que Fay no le habría puesto micros en la habitación, pero no iba a dejar de tomar precauciones.

—No tienes por qué preocuparte —susurró.

En ese momento sonó el iPhone. Knox fue a cogerlo, se planteó por un momento no contestar, pero al final no pudo dominarse.

—¿Sí?

—¿Tú quién te crees que eres? —Knox se apartó el teléfono de la oreja al oír el grito de Grace. Se alejó un poco de la cama y puso cara de sorpresa—. Te lo voy a decir: un ladrón, un mentiroso, un tramposo. Y lo peor de todo: un hombre en el que no se puede confiar.

—Escúchame un momento —suplicó Knox.

—El GPS es la clave de nuestro éxito. Somos compañeros. Y con todo y con eso, me lo has robado. ¡Robado! ¡Como un ladrón cualquiera! Has retrasado nuestros esfuerzos. Me has hecho pasar miedo y estrés al ver que no lo tenía. ¡Cómo te atreves a tratarme con tal falta de respeto!

—Si me escuchas... un momento.

La línea se cortó.

—¿Ahora en qué lío te has metido? —preguntó Amy.

—Un cliente insatisfecho.

—¿Lo ves? También tienes problemas con los clientes.

—Cierto. —Conocía a Amy desde hacía bastante tiempo como para poder confiar en ella, aunque la confianza era más un concepto que una práctica. Juntos habían esquivado tantas leyes de exportación como para estar el uno en manos del otro.

Knox comenzó a besarla con suavidad y ella dio un respingo.

—Oooh, eso me gusta.

La televisión seguía a todo volumen, aunque los ruidos que cubría ya no eran de conspiración ni discusión, sino más bien de secretas caricias, presiones y ritmos. De instrucciones y direcciones. De los gritos de una mujer ahogados en una almohada y el gruñido de un hombre, del chasquido de la piel contra la piel. De la risa cómplice entre dos personas que sabían que nadie merecía algo tan bueno.

Cuando Amy se marchó, Knox pidió por teléfono un café solo. Se duchó, se vistió e inspeccionó la navaja que llevaba, como si con mirarla pudiera afilar su hoja.

Luego hizo una llamada que no quería hacer. Utilizó el iPhone, dejando que Dulwich corriera con el gasto y sabiendo que no podría ser escuchada.

Tommy contestó al tercer timbrazo. Se oía como si hablara desde la habitación de al lado.

—Hey, hermano.

—¡Johnny! —Tommy era la única persona en el mundo a la que Knox permitía ese diminutivo. Su hermano parecía tan ilusionado como si un puesto de helados acabara de parar frente a su puerta.

Con la medicación adecuada, supervisión y una sólida rutina, Tommy iba bien. Podía hacer frente a las responsabilidades de su empresa. Le gustaban los videojuegos y tenía prácticamente dominado el transporte público. Había comenzado a ser adulto. Por suerte, no era dado a las paranoias ni a buscarle tres pies al gato. Knox se esforzaba por tratarlo con toda normalidad.

El pago fallido era un motivo de alerta. Knox no quería acceder a sus cuentas por internet desde China. No quería dar ninguna ventaja a las autoridades chinas, siempre husmeando en internet.

—¿Qué tal todo?

—Muy bien.

—¿El negocio va bien?

—No podría ir mejor.

—Pues aquí tenemos un problemilla.

—¿Dónde?

—En Shanghái. Amy no ha recibido la transferencia.

Silencio.

—La de las perlas.

—Pero eso fue hace meses —dijo Tommy.

«Impresionante», pensó Knox.

—Sí, justamente.

—¿Y no nos habríamos enterado, si la transferencia no hubiera llegado? —Tommy todavía no tenía muy claro el concepto de mover dinero electrónicamente.

—Pues sí.

—Quieres decir que es cosa mía.

—Yo no he dicho eso.

—Es lo que estás pensando.

—No vayas por ahí, Tommy. No es eso lo que estaba pensando.

—Tú te crees que la he cagado.

—Si la hubieras cagado, lo diría y en paz. ¿Desde cuándo no digo las cosas como son?

—¿Entonces qué? Si no es eso, ¿por qué me llamas?

—Porque le debemos un montón de dinero a un importante proveedor y quiero solucionarlo. No hay más. No hagas una montaña de un grano de arena.

—Tengo que hablarlo con Eve. —Evelyn Ritter, la contable.

—Sí. Por ahí tenemos que empezar, justamente. Un recibo de la transferencia, y si por alguna razón no llegó a término...

—La volvemos a enviar —convino Tommy.

—¿Lo estás anotando?

—No soy tonto. Claro que sí.

—Tenemos que mirar también otros pagos. Eve puede ayudar. No entiendo cómo se le ha pasado esto por alto, pero cosas más raras se han visto. Te apuesto lo que quieras a que el problema se ha producido aquí: ya sabes cómo son los bancos chinos.

Tommy estaba enamorado como un adolescente de su atractiva contable. A Knox no le gustaba cómo se había desarrollado esa relación. No sabía si estaba celoso de Eve por ganarse la atención de Tommy, o si cuestionaba que una mujer inteligente y atractiva pudiera expresar un interés en alguien con las limitadas capacidades sociales de Tommy. Pero Eve pasaba tiempo con su hermano y eso era una bendición a la que no estaba dispuesto a renunciar.

—¿Qué tal va todo lo demás?

—Los Tigers van fatal.

—Vaya novedad.

—¿Y tú? —preguntó Tommy.

—Pensando en importar motos antiguas. —Había vivido la mentira tanto tiempo que empezaba a planteársela.

—¿En serio?

—Por aquí tienen auténticas preciosidades. Han copiado los diseños rusos y de la BMW durante años, y son mejores que los originales. Y podemos conseguirlas por dos perras. Las restauramos y las vendemos por cinco, incluso ocho veces su coste.

—Pensaba que tenía prohibido montar en moto —dijo él, de pronto pareciendo mucho más joven.

—Algunas tienen sidecar. A lo mejor podemos hacer una excepción.

—«Una excepción» —lo imitó Tommy. Una señal de que se estaba cansando. Las conversaciones telefónicas le resultaban más difíciles que un encuentro cara a cara. Los médicos de Tommy no podían explicar la mitad de lo que pasaba o dejaba de pasar en su cerebro.

—Voy a colgar —dijo Knox.

—Una llamada muy cara.

—Mándame por email lo que te cuente Eve.

—Vale.

—Eres un gran tipo, Tommy.

—Te echo de menos, Johnny.

Después de colgar Knox mantuvo el teléfono pegado a la oreja un momento, con el corazón martilleándole en el pecho. Bajó por las escaleras intentando no hacer ruido (haciendo caso a la advertencia de Fay sobre el vigilante nocturno) y al salir cerró con cuidado la puerta trasera.

—¿Te lo has pasado bien? —La voz de Grace a su espalda.

Knox no mostró sorprendido.

—De eso se trataba.

Se dio la vuelta y ella salió de entre las sombras. No fue su presencia lo que le impactó, sino el hecho de no haberla visto.

—Es guapa, a pesar de su aspecto de putilla.

—No sabía que te importase —replicó Knox.

—Te vas a hacer la ruta —afirmó ella, fijándose en su casco.

—Sí.

—Sin mí.

—Ese era el plan.

Ella se cruzó de brazos en gesto desafiante. No podía mirarle a los ojos.

—No es eso lo que habíamos acordado —dijo, como si le hablara al suelo.

—No.

—¿Entonces por qué?

—Porque es mi trabajo. Es como se hacen las cosas. Se llama anticipar.

—No me trates como a una idiota.

—No iba a hacer nada más que eso: recorrer la ruta, cerciorarme de que es segura, determinar múltiples puntos de retirada. No quería meterte, o que nos metiéramos, en una emboscada. Mi amigo... este era su trabajo. Es lo que hacía por mí. Y yo estoy haciendo lo mismo.

—¿Por mí? —preguntó ella, cargada de sarcasmo.

—Nada más y nada menos. —Le habló entonces del disco duro de Danner, le dijo que quería, que necesitaba, que ella le echara un vistazo. Confesó que superaba su actual nivel de paciencia.

—Estoy de acuerdo —se suavizó ella.

—Habría venido a la cita de las seis —le aseguró él—. Lo creas o no, es la verdad. —Entonces vaciló—. En cuanto a la mujer...

—¡No! —Grace se acercó a la moto—. Esto lo hacemos esta noche. Ahora, cuando esos... criminales están en sus casas.

—Primero recorremos toda la ruta —instruyó Knox—. No nos acercamos a ninguno hasta las primeras luces de la mañana. Cualquiera de estas personas, más bien todas, conocen su barrio y pueden recorrerlo de noche mucho mejor que nosotros. Necesitamos paciencia y estrategia, si queremos hacer esto. —Y le hizo una señal para que se montara en la moto.

Ella se quedó allí plantada, inamovible, intratable, decidida.

—Por favor —pidió él.

En ese momento entraron en la calle dos motos que se dirigían hacia ellos a toda velocidad. Knox vio en los ojos de Grace una expresión de disculpa: había permitido que la siguieran.

Los dos hombres giraron y saltaron de las motos, que se dirigieron hacia Knox como bolas de bolos. Knox sincronizó bien su salto, aunque al caer tropezó con un guardabarros. Cayó al suelo y una bota se lanzó hacia su cara antes de que pudiera recobrarse.

Pero Grace salió al quite y la patada falló.

El otro piloto había caído sobre una rodilla al saltar de la moto. Knox rodó hacia él, se levantó y le lanzó una patada a la entrepierna. Cuando el hombre se encogió instintivamente, Knox le golpeó la cara con la rodilla y lo dejó fuera de combate.

El oponente de Grace estaba sufriendo. La primera patada de Grace lo había lanzado contra la pared del Quintet. El momento de vacilación que tuvo (no se podía creer que tal fuerza letal viniera de una mujer de cincuenta kilos) le costó caro. Grace se lanzó sobre él como si fuera un saco de boxeo.

—¡A este lo conozco! —le gritó a Knox, mientras le seguía propinando al otro una batería de golpes en el abdomen, reduciéndolo a un guiñapo en posición fetal. Cuando el hombre quedó yerto, Grace le buscó en los bolsillos y sacó una cartera.

—Estúpidos. Demasiado confiados —comentó.

—¿De qué lo conoces? —quiso saber Knox.

—De la fiesta de Yang Cheng.

Knox lo miró más de cerca. Grace tenía razón: era el guardaespaldas que nunca se alejaba mucho del anfitrión.

—Mierda —exclamó impresionado.

Puso en marcha su moto, Grace subió detrás, se agarró a su cintura y se alejaron.