
NCORVADOS bajo aquel sol ardiente,
abandonadas las riendas sobre el cuello de los caballos,
silenciosos, fatigados y sedientos, cruzábamos la arenosa sabana,
viendo eternamente en la lejanía el lago del Tixul, que ondulaba
con movimiento perezoso y fresco, mojando la cabellera de los
mimbrales que se reflejaban en el fondo de los remansos encantados…
Atravesábamos las grandes dunas, parajes yermos sin brisas ni
murmullos. Sobre la arena caliente se paseaban los lagartos con
caduca y temblona beatitud de faquires centenarios, y el sol caía
implacable requemando la tierra estéril que parecía sufrir el
castigo de algún oscuro crimen geológico. Nuestros caballos,
extenuados por jornada tan penosa, alargaban el cuello, que se
bajaba y se tendía en un vaivén de sopor y de cansancio: Con los
ijares flácidos y ensangrentados, adelantaban trabajosamente
enterrando los cascos en la arena negra y movediza. Durante horas y
horas, los ojos se fatigaban contemplando un horizonte blanquecino
y calcinado. La angustia del mareo pesaba en los párpados, que se
cerraban con modorra para abrirse después de un instante sobre las
mismas lejanías muertas y olvidadas…
Hicimos un largo día de cabalgada a través de negros arenales, y tal era mi fatiga y tal mi adormecimiento, que para espolear el caballo necesitaba hacer ánimos. Apenas si podía tenerme sobre la montura. Como en una expiación dantesca, veía a lo lejos el verdeante lago del Tixul, donde esperaba hacer un alto. Era ya mediada la tarde, y los rayos del sol dejaban en las aguas una estela de oro cual si acabase de surcarlas el bajel de las hadas… Aún nos hallábamos a larga distancia, cuando advertimos el almizclado olor de los cocodrilos aletargados fuera del agua, en la playa cenagosa. La inquietud de mi caballo, que temblaba levantando las orejas y sacudiendo la crin, me hizo enderezar en la silla, afirmarme y recobrar las riendas que llevaba sueltas sobre el borrén. Como la proximidad de los caimanes le asustaba y el miedo dábale bríos para retroceder piafante, hube de castigarle con la espuela, y le puse al galope. Toda la escolta me siguió. Cuando estuvimos cerca, los cocodrilos entraron perezosamente en el agua. Nosotros bajamos en tropel hasta la playa. Algunos pájaros de largas alas, que hacían nido en la junquera, levantaron el vuelo asustados por la zalagarda de los criados, que entraban en el agua cabalgando, metiéndose hasta más arriba de la cincha. En la otra orilla un cocodrilo permaneció aletargado sobre la ciénaga con las fauces abiertas, con los ojos vueltos hacia el sol, inmóvil, monstruoso, indiferente como una divinidad antigua.
Vino presuroso mi caballerango a tenerme el estribo, pero yo rehusé apearme. Había cambiado de propósito, y quería vadear el Tixul sin darle descanso a las cabalgaduras, pues ya la noche se nos echaba encima. Atentos a mi deseo los indios que venían en la escolta, magníficos jinetes todos ellos, metiéronse resueltamente lago adelante: Con sus picas de boyeros tentaban el vado. Grandes y extrañas flores temblaban sobre el terso cristal entre verdosas y repugnantes algas. Los jinetes, silenciosos y casi desnudos, avanzaban al paso con suma cautela: Era un tropel de negros centauros. A lo lejos cruzaban por delante de los caballos islas flotantes de gigantescas nínfeas, y vivaces lagartos saltaban de unas en otras como duendes enredadores y burlescos. Aquellas islas floridas se deslizaban bajo alegre palio de mariposas, como en un lago de ensueño, lenta, lentamente, casi ocultas por el revoloteo de las alas blancas y azules bordadas de oro. El lago del Tixul parecía uno de esos jardines como sólo existen en los cuentos. Cuando yo era niño me adormecían refiriéndome la historia de un jardín así… ¡También estaba sobre un lago, una hechicera lo habitaba y en las flores pérfidas y quiméricas, rubias princesas y rubios príncipes tenían encantamento!…
