
NTRARON primero dos legas, que
traían una gran bandeja de plata cargada de refrescos y confituras,
y luego entró la Madre Abadesa, flotante el blanco hábito, que
ostentaba la roja cruz de Santiago. Detúvose en la puerta, y con
leve sonrisa, al par amable y soberana, saludó en latín:
—¡Deo gratias!
Nosotros respondimos en romance:
—¡A Dios sean dadas!
La Madre Abadesa tenía hermoso aspecto de infanzona: Era blanca y rubia, de buen donaire y de gran cortesanía. Sus palabras de bienvenida fueron estas:
—Yo también soy española, nacida en Viana del Prior. Cuando niña, he conocido a un caballero muy anciano que llevaba el título de Marqués de Bradomín. ¡Era un santo!
Yo repuse sin orgullo:
—Además de un santo, era mi abuelo.
La Madre Abadesa sonrió benévola, y después suspiró:
—¿Habrá muerto hace muchos años?
—¡Muchos!
—Dios le tenga en Gloria. Le recuerdo muy bien. Tenía corrido mucho mundo, y hasta creo que había estado aquí, en México.
—Aquí hizo la guerra cuando la sublevación del cura Hidalgo.
—¡Es verdad!… ¡Es verdad! Aunque muy niña, me acuerdo de haberle oído contar… Era gran amigo de mi casa. Yo pertenezco a los Andrade de Cela.
—¡Los Andrades de Cela! ¡Un antiguo mayorazgo!
—Desapareció a la muerte de mi padre. ¡Qué destino el de las nobles casas, y qué tiempos tan ingratos los nuestros! En todas partes gobiernan los enemigos de la religión y de las tradiciones, aquí lo mismo que en España.
La Madre Abadesa suspiró levantando los ojos y cruzando las manos: Así terminó su plática conmigo. Después acercóse a la Niña Chole con la sonrisa amable y soberana de una hija de reyes retirada a la vida contemplativa:
—¿Sin duda la Marquesa es mexicana?
La Niña Chole inclinó los ojos poniéndose encendida:
—Sí, Madre Abadesa.
—¿Pero de origen español?
—Sí, Madre Abadesa.
Como la Niña Chole vacilaba al responder, y sus mejillas se teñían de rosa, yo intervine ayudándola galante. En honor suyo inventé toda una leyenda de amor, caballeresca y romántica, como aquellas que entonces se escribían. La Madre Abadesa conmovióse tanto, que durante mi relato vi temblar en sus pestañas dos lágrimas grandes y cristalinas. Yo, de tiempo en tiempo, miraba a la Niña Chole y esperaba cambiar con ella una sonrisa, pero mis ojos nunca hallaban los suyos. Escuchaba inmóvil, con rara ansiedad. Yo mismo me maravillaba al ver cómo fluía de mis labios aquel enredo de comedia antigua. Estuve tan inspirado, que de pronto la Niña Chole sepultó el rostro entre las manos, sollozando con amargo duelo. La Madre Abadesa, muy conmovida, le oreó la frente dándole aire con el santo escapulario de su hábito, mientras yo, a viva fuerza le tenía sujetas las manos. Poco a poco tranquilizóse, y la Madre Abadesa nos llevó al jardín, para que respirando la brisa nocturna, acabase de serenarse la Marquesa. Allí nos dejó solos, porque tenía que asistir al coro para rezar los maitines.
El jardín estaba amurallado como una ciudadela. Era vasto y sombrío, lleno de susurros y de aromas. Los árboles de las avenidas juntaban tan estrechamente sus ramas, que sólo con grandes espacios veíamos algunos follajes argentados por la luna. Caminamos en silencio. La Marquesa suspirante, yo pensativo, sin acertar a consolarla. Entre los árboles divisamos un paraje raso con oscuros arrayanes bordeados por blancas y tortuosas sendas: La luna derramaba sobre ellas su luz lejana e ideal como un milagro. La Marquesa se detuvo. Dos legas estaban sentadas al pie de una fuente rodeada de laureles enanos, que tienen la virtud de alejar el rayo. No se sabía si las dos legas rezaban o se decían secretos del convento, porque el murmullo de sus voces se confundía con el murmullo del agua. Estaban llenando sus ánforas. Al acercarnos saludaron cristianamente:
—¡Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida!
Yo quise beber de la fuente, y ellas me lo impidieron con grandes gritos:
—¡Señor! ¿Qué hace, señor?
Me detuve un poco inmutado:
—¿Es venenosa esta agua?
—Santígüese, señor. Es agua bendita, y solamente la Comunidad tiene bula para beberla. Bula del Santo Padre, venida de Roma. ¡Es agua santa del Niño Jesús!
Y las dos legas, hablando a coro, mostrábanme el angelote desnudo, que enredador y tronera vertía el agua en el tazón de alabastro por su menuda y cándida virilidad. Me dijeron que era el Niño Jesús. Oyendo esto, la Marquesa santiguóse devotamente. Yo aseguré a las legas que también tenía bula para beber las aguas del Niño Jesús. Ellas me miraron mostrando gran respeto, y disputáronse ofrecerme sus ánforas, pero yo preferí saciar mi sed aplicando los labios al santo surtidor de donde el agua manaba. Me acometió tal tentación de risa, que por poco me ahogo. La Niña Chole, que no podía creer la historia de mi bula, me recordó en voz baja que Dios castiga siempre el sacrilegio.
