
IN OTRA ESCOLTA que algunos fieles
caballerangos, nos tornamos a Veracruz. «La Dalila» continuaba
anclada bajo el Castillo de Ulua, y la divisamos desde larga
distancia, cuando nuestros caballos fatigados, sedientos, subían la
falda arenosa de una colina. Sin hacer alto atravesamos la ciudad y
nos dirigimos a la playa para embarcar inmediatamente. Poco después
la fragata hacíase a la vela por aprovechar el viento que corría a
lo lejos, rizando un mar verde como mar de ensueño. Apenas flameó
la lona, cuando la Niña Chole despeinada y pálida con la angustia
del mareo, fue a reclinarse sobre la borda.
El capitán, con sombrero de palma y traje blanco, se paseaba en la toldilla: Algunos marineros dormitaban echados a la banda de estribor, que el aparejo dejaba en sombra, y dos jarochos que habían embarcado en San Juan de Tuxtlan jugaban al parar sentados bajo un toldo de lona levantado a popa. Eran padre e hijo. Los dos flacos y cetrinos: El viejo con grandes barbas de chivo, y el mozo todavía imberbe. Se querellaban a cada jugada, y el que perdía amenazaba de muerte al ganancioso. Contaba cada cual su dinero, y musitando airada y torvamente lo embolsaba. Por un instante los naipes quedaban esparcidos sobre el zarape puesto entre los jugadores. Después el viejo recogíalos lentamente y comenzaba a barajar de nuevo. El mozo, siempre de mal talante, sacaba de la cintura su bolsa de cuero recamada de oro, y la volcaba sobre el zarape. El juego proseguía como antes.
Lleguéme a ellos y estuve viéndoles. El viejo, que en aquel momento tenía la baraja, me invitó cortésmente y mandó levantar al mozo para que yo tuviese sitio a la sombra. No me hice rogar. Tomé asiento entre los dos jarochos, conté diez doblones fernandinos y los puse a la primera carta que salió. Gané, y aquello me hizo proseguir jugando, aunque desde el primer momento tuve al viejo por un redomado tahur. Su mano atezada y enjuta, que hacía recordar la garra del milano, tiraba los naipes lentamente. El mozo permanecía silencioso y sombrío, miraba al viejo de soslayo, y jugaba siempre las cartas que jugaba yo. Como el viejo perdía sin impacientarse, sospeché que abrigaba el propósito de robarme, y me previne. Sin embargo, continué ganando.
Ya puesto el sol asomaron sobre cubierta algunos pasajeros. El viejo jarocho comenzó a tener corro, y creció su ganancia. Entre los jugadores estaba aquel adolescente taciturno y bello que en otra ocasión me había disputado una sonrisa de la Niña Chole. Apenas nuestras miradas se cruzaron comencé a perder. Tal vez haya sido superstición, pero es lo cierto que yo tuve el presentimiento. El adolescente tampoco ganaba: Visto con espacio, parecióme misterioso y extraño: Era gigantesco, de ojos azules y rubio ceño, de mejillas bermejas y frente muy blanca: Peinábase como los antiguos nazarenos, y al mirar entornaba los párpados con arrobo casi místico. De pronto le vi alargar ambos brazos y detener al jarocho, que había vuelto la baraja y comenzaba a tirar. Meditó un instante, y luego, lento y tardío, murmuró:
—Me arriesgo con todo. ¡Copo!
El mozo, sin apartar los ojos del viejo, exclamó:
—¡Padre, copa!
—Lo he oído, pendejo. Ve contando ese dinero.
Volvió la baraja y comenzó a tirar. Todas las miradas quedaron inmóviles sobre la mano del jarocho. Tiraba lentamente. Era una mano sádica que hacía doloroso el placer y lo prolongaba. De pronto se levantó un murmullo:
—¡La sota! ¡La sota!
Aquella era la carta del bello adolescente. El jarocho se incorporó, soltando la baraja con despecho:
—Hijo, ve pagando…
Y echándose el zarape sobre los hombros, se alejó. El corro se deshizo entre murmullos y comentos:
—¡Ha ganado setecientos doblones!
—¡Más de mil!
Instintivamente volví la cabeza, y mis ojos descubrieron a la Niña Chole. Allí estaba, reclinada en la borda: Apartábase lánguidamente los rizos que, deshechos por el viento marino, se le metían en los ojos, y sonreía al bello y blondo adolescente. Experimenté tan vivo impulso de celos y de cólera, que me sentí palidecer. Si hubiera tenido en las pupilas el poder del basilisco, allí se quedan hechos polvo. ¡No lo tenía, y la Niña Chole pudo seguir profanando aquella sonrisa de reina antigua!…
