Memorias del Marqués de Bradomín

PERMANECIMOS toda la noche sobre cubierta. La fragata daba bordos en busca del viento, que parecía correr a lo lejos, allá donde el mar fosforecía. Por la banda de babor comenzó a esfumarse la costa, unas veces plana y otras ondulada en colinas. Así navegamos mucho tiempo. Las estrellas habían palidecido lentamente, y el azul del cielo iba tornándose casi blanco. Dos marineros subidos a la cofa de mesana, cantaban relingando el aparejo. Sonó el pito del contramaestre, orzó la fragata y el velamen flameó indeciso. En aquel momento hacíamos proa a la costa. Poco después las banderas tremolaron en los masteleros alegres y vistosas: La fragata daba vista a Grijalba, y rayaba el sol.

En aquella hora el calor era deleitante, fresca la ventolina, y con olor de brea y algas. Percibíase en el aire estremecimientos voluptuosos. Reía el horizonte bajo un hermoso sol. Ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como aliento de mujeres ardientes, jugaban en las jarcias, y penetraba y enlanguidecía el alma el perfume que se alzaba del oleaje casi muerto. Dijérase que el dilatado Golfo Mexicano sentía en sus verdosas profundidades la pereza de aquel amanecer cargado de pólenes misteriosos y fecundos, como si fuese el serrallo del Universo. A la sombra del foque, y con ayuda de un catalejo marino, contemplé la ciudad a mi talante. Grijalba, vista desde el mar, recuerda esos paisajes de caserío inverosímil, que dibujan los niños precoces: Es blanca, azul, encarnada, de todos los colores del iris. Una ciudad que sonríe, como criolla vestida con trapos de primavera que sumerge la punta de los piececillos lindos en la orilla del puerto. Algo extraña resulta, con sus azoteas enchapadas de brillantes azulejos y sus lejanías límpidas, donde la palmera recorta su gallarda silueta que parece hablar del desierto remoto, y de caravanas fatigadas que sestean a la sombra propicia.

Espesos bosques de gigantescos árboles rodean la ensenada, y entre la masa incierta del follaje sobresalen los penachos de las palmeras reales. Un río silencioso y dormido, de aguas blanquecinas como la leche, abre profunda herida en el bosque, y se derrama en holganza por la playa que llena de islas. Aquellas aguas nubladas de blanco, donde no se espeja el cielo, arrastraban un árbol desarraigado, y en las ramas medio sumergidas revoloteaban algunos pájaros de quimérico y legendario plumaje. Detrás, descendía la canoa de un indio que remaba sentado en la proa. Volaban los celajes al soplo de las brisas, y bajo los rayos del sol naciente, aquella ensenada de color verde esmeralda rielaba llena de gracia, como un mar divino y antiguo habitado por sirenas y tritones.

¡Cuán bellos se me aparecen todavía esos lejanos países tropicales! Quien una vez los ha visto, no los olvidará jamás. Aquella calma azul del mar y del cielo, aquel sol que ciega y quema, aquella brisa cargada con todos los aromas de Tierra Caliente, como ciertas queridas muy amadas, dejan en la carne, en los sentidos, en el alma, reminiscencias tan voluptuosas, que el deseo de hacerlas revivir sólo se apaga en la vejez. Mi pensamiento rejuvenece hoy recordando la inmensa extensión plateada de ese Golfo Mexicano, que no he vuelto a cruzar. Por mi memoria desfilan las torres de Veracruz, los bosques de Campeche, las arenas de Yucatán, los palacios de Palenque, las palmeras de Tuxtlan y Laguna… ¡Y siempre, siempre unido al recuerdo de aquel hermoso país lejano, el recuerdo de la Niña Chole, tal como la vi por vez primera entre el cortejo de sus servidores, descansando a la sombra de una pirámide, suelto el cabello y vestido el blanco hipil de las antiguas sacerdotisas mayas!…

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