
PENAS DESEMBARCAMOS, una turba
negruzca y lastimera nos cercó pidiendo limosna. Casi acosados,
llegamos al parador, que era conventual y vetusto, con gran
soportal de piedra, donde unas viejas caducas se peinaban. En aquel
parador volví a encontrarme con los jugadores jarochos que venían a
bordo de la fragata. Descubríles retirados hacia el fondo del
patio, cercanos a una puerta ancha y baja por donde a cada momento
entraban y salían caballerangos, charros y mozos de espuela.
También allí los dos jarochos jugaban al parar, y se movían
querella. Me reconocieron desde lejos, y se alzaron saludándome con
muestras de gran cortesía. Luego el viejo entregó los naipes al
mozo, y vínose para mí, haciendo profundas zalemas:
—Aquí estamos para servirle, señor. Si le place saber a dónde llega una buena voluntad, mande no más, señor.
Y después de abrazarme con tal brío que me alzó del suelo, usanza mexicana que muestra amor y majeza, el viejo jarocho continuó:
—Si quiere tentar la suerte, ya sabe su merced dónde toparnos. Aquí demoramos. ¿Cuándo se camina, mi Señor Marqués?
—Mañana al amanecer, si esta misma noche no puedo hacerlo.
El viejo acaricióse las barbas, y sonrió picaresco y ladino:
—Siempre nos veremos antes. Hemos de saber hasta dónde hay verdad en aquello que dicen: Albur de viajero, pronto y certero.
Yo contesté riéndome:
—Lo sabremos. Esas profundas sentencias no deben permanecer dudosas.
El jarocho hizo un grave ademán en muestra de asentimiento:
—Ya veo que mi Señor Marqués tiene por devoción cumplimentarlas. Hace bien. Solamente por eso merecía ser Arzobispo de México.
De nuevo sonrió picaresco. Sin decir palabra esperó a que pasasen dos indios caballerangos, y cuando ya no podían oírle, prosiguió en voz baja y misteriosa:
—Una cosa me falta por decirle. Ponemos para comienzo quinientas onzas, y quedan más de mil para reponer si vienen malas. Plata de un compadre, señor. Otra vez platicaremos con más espacio. Mire cómo se impacienta aquel manís. Un potro sin rendaje, señor. Eso me enoja… ¡Vaya, nos vemos!…
Y se alejó haciendo fieras señas al mozo para calmar su impaciencia. Tendióse a la sombra, y tomando los naipes comenzó a barajar. Presto tuvo corro de jugadores. Los caballerangos, los boyeros, los mozos de espuela, cada vez que entraban y salían parábanse a jugar una carta. Dos jinetes que asomaron encorvados bajo la puerta, refrenaron un momento sus cabalgaduras, y desde lo alto de las sillas arrojaron las bolsas. El mozo las alzó sopesándolas, y el viejo le interrogó con la mirada: Fue la respuesta un gesto ambiguo: Entonces el viejo le habló impaciente:
—Deja quedas las bolsas, manís. Tiempo hay de contar.
En el mismo momento salió la carta. Ganaba el jarocho, y los jinetes se alejaron: El mozo volcó sobre el zarape las bolsas, y empezó a contar. Crecía el corro de jugadores. Llegaban los charros haciendo sonar las pesadas y suntuosas espuelas, derribados gallardamente sobre las cejas aquellos jaranos castoreños entoquillados de plata, fanfarrones y marciales. Llegaban los indios ensabanados como fantasmas, humildes y silenciosos, apagando el rumor de sus pisadas. Llegaban otros jarochos armados como infantes, las pistolas en la cinta y el machete en bordado tahalí. De tarde en tarde, atravesaba el patio lleno de sol algún lépero con su gallo de pelea: Una figura astuta y maleante, de ojos burlones y de lacia greña, de boca cínica y de manos escuetas y negruzcas, que tanto son de ladrón como de mendigo. Huroneaba en el corro, arriesgaba un mísero tostón, y rezongando truhanerías se alejaba.
