
ON LAS PRIMERAS luces del alba
desembarqué en Veracruz. Tuve miedo de aquella sonrisa de Lilí, que
ahora se me aparecía en boca de otra mujer. Tuve miedo de aquellos
labios, los labios de Lilí, frescos, rojos, fragantes como las
cerezas de nuestro huerto, que tanto gustaba de ofrecerme en ellos.
Si el pobre corazón es liberal, y dio hospedaje al amor más de una
y de dos veces, y gustó sus contadas alegrías, y padeció sus
innumerables tristezas, no pueden menos de causarle temblores,
miradas y sonrisas cuando los ojos y los labios que las prodigan
son como los de la Niña Chole. ¡Yo he temblado entonces, y
temblaría hoy, que la nieve de tantos inviernos cayó sin deshelarse
sobre mi cabeza!
Ya otras veces había sentido ese mismo terror de amar, pero llegado el trance de poner tierra por medio, siempre me habían faltado los ánimos como a una romántica damisela. ¡Flaquezas del corazón mimado toda la vida por mi ternura, y toda la vida dándome sinsabores! Hoy tengo por experiencia averiguado que únicamente los grandes santos y los grandes pecadores, poseen la virtud necesaria para huir las tentaciones del amor. Yo confieso humildemente que sólo en aquella ocasión pude dejar de ofrecerle el nido de mi pecho al sentir el roce de sus alas. ¡Tal vez por eso el destino tomó a empeño probar el temple de mi alma!
Cuando arribábamos a la playa en un esquife de la fragata, otro esquife empavesado con banderas y gallardetes, acababa de varar en ella, y mis ojos adivinaron a la Niña Chole en aquella mujer blanca y velada que desde la proa saltó a la orilla. Sin duda estaba escrito que yo había de ser tentado y vencido. Hay mártires con quienes el diablo se divierte robándoles la palma, y desgraciadamente, yo he sido uno de esos toda la vida. Pasé por el mundo como un santo caído de su altar y descalabrado. Por fortuna, algunas veces pude hallar manos blancas y piadosas que vendasen mi corazón herido. Hoy, al contemplar las viejas cicatrices y recordar cómo fui vencido, casi me consuelo. En una Historia de España, donde leía siendo niño, aprendí que lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota.
Al desembarcar en Veracruz, mi alma se llenó de sentimientos heroicos. Yo crucé ante la Niña Chole orgulloso y soberbio como un conquistador antiguo. Allá en sus tiempos mi antepasado Gonzalo de Sandoval, que fundó en México el reino de la Nueva Galicia, no habrá mostrado mayor desvío ante las princesas aztecas sus prisioneras, y sin duda la Niña Chole era como aquellas princesas que sentían el amor al ser ultrajadas y vencidas, porque me miraron largamente sus ojos y la sonrisa más bella de su boca fue para mí. La deshojaron los labios como las esclavas deshojaban las rosas al paso triunfal de los vencedores. Yo, sin embargo, supe permanecer desdeñoso.
Por aquella playa de dorada arena subimos a la par, la Niña Chole entre un cortejo de criados indios, yo precedido de mi esclavo negro. Casi rozando nuestras cabezas, volaban torpes bandadas de feos y negros pajarracos. Era un continuado y asustadizo batir de alas que pasaban oscureciendo el sol. Yo las sentía en el rostro como fieros abanicazos. Tan presto iban rastreando como se remontaban en la claridad azul. Aquellas largas y sombrías bandadas cerníanse en la altura con revuelo quimérico, y al caer sobre las blancas azoteas moriscas las ennegrecían, y al posarse en los cocoteros del arenal desgajaban las palmas. Parecían aves de las ruinas con su cabeza leprosa, y sus alas flequeadas, y su plumaje de luto, de un negro miserable, sin brillo ni tornasoles. Había cientos, había miles. Un esquilón tocaba a misa de alba en la iglesia de los Dominicos que estaba al paso, y la Niña Chole entró con el cortejo de sus criados. Todavía desde la puerta me envió una sonrisa. ¡Pero lo que acabó de prendarme fue aquella muestra de piedad!
