Memorias del Marqués de Bradomín

AUN CUANDO toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, apenas salía de mi camarote ni hablaba con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser inglesa la fragata y componerse el pasaje de herejes y mercaderes. ¡Ojos perjuros y barbas de azafrán! La raza sajona es la más despreciable de la tierra. Yo contemplando sus pugilatos grotescos y pueriles sobre la cubierta de la fragata, he sentido un nuevo matiz de la vergüenza: La vergüenza zoológica.

¡Cuán diferente había sido mi primer viaje a bordo de un navío genovés, que conducía viajeros de todas las partes del mundo! Recuerdo que al tercer día ya tuteaba a un príncipe napolitano, y no hubo entonces damisela mareada a cuya pálida y despeinada frente no sirviese mi mano de reclinatorio. Érame divertido entrar en los corros que se formaban sobre cubierta a la sombra de grandes toldos de lona, y aquí chapurrear el italiano con los mercaderes griegos de rojo fez y fino bigote negro, y allá encender el cigarro en la pipa de los misioneros armenios. Había gente de toda laya: Tahúres que parecían diplomáticos, cantantes con los dedos cubiertos de sortijas, abates barbilindos que dejaban un rastro de almizcle, y generales americanos, y toreros españoles, y judíos rusos, y grandes señores ingleses. Una farándula exótica y pintoresca que con su algarabía causaba vértigo y mareo. Era por los mares de Oriente, con rumbo a Jafa. Yo iba como peregrino a Tierra Santa.

El amanecer de las selvas tropicales, cuando sus macacos aulladores y sus verdes bandadas de guacamayos saludan al sol, me ha recordado muchas veces los tres puentes del navío genovés, con su feria babélica de tipos, de trajes y de lenguas, pero más, mucho más me lo recordaron las horas untadas de opio que constituían la vida a bordo de La Dalila. Por todas partes asomaban rostros pecosos y bermejos, cabellos azafranados y ojos perjuros. Herejes y mercaderes en el puente, herejes y mercaderes en la cámara. ¡Cualquiera tendría para desesperarse! Yo, sin embargo, lo llevaba con paciencia. Mi corazón estaba muerto, tan muerto, que no digo la trompeta del Juicio, ni siquiera unas castañuelas le resucitarían. Desde que el cuitado diera las boqueadas, yo parecía otro hombre: Habíame vestido de luto, y en presencia de las mujeres, a poco lindos que tuviesen los ojos, adoptaba una actitud lúgubre de poeta sepulturero y doliente. En la soledad del camarote edificaba mi espíritu con largas reflexiones, considerando cuán pocos hombres tienen la suerte de llorar una infidelidad que hubiera cantado el divino Petrarca.

Por no ver aquella taifa luterana, apenas asomaba sobre cubierta. Solamente cuando el sol declinaba iba a sentarme en la popa, y allí, libre de importunos, pasábame las horas viendo borrarse la estela de la fragata. El mar de las Antillas, con su trémulo seno de esmeralda donde penetraba la vista, me atraía, me fascinaba, como fascinan los ojos verdes y traicioneros de las hadas que habitan palacios de cristal en el fondo de los lagos. Pensaba siempre en mi primer viaje. Allá, muy lejos, en la lontananza azul donde se disipan las horas felices, percibía como en esbozo fantástico las viejas placenterías. El lamento informe y sinfónico de las olas despertaba en mí un mundo de recuerdos: Perfiles desvanecidos, ecos de risas, murmullo de lenguas extranjeras, y los aplausos y el aleteo de los abanicos mezclándose a las notas de la tirolesa que en la cámara de los espejos cantaba Lilí. Era una resurrección de sensaciones, una esfumación deliciosa del pasado, algo etéreo, brillante, cubierto de polvo de oro, como esas reminiscencias que los sueños nos dan a veces de la vida.

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